IV

—¿Qué haces?

Al levantar la vista de los papeles, Antoni recuerda de sopetón donde está: en la fábrica. Y lo que teóricamente debería estar haciendo: darle a la mancha. Pero, en vez de trabajar, está absorto hojeando un libro de geometría de la escuela y haciendo dibujitos en los márgenes. El capataz del Vapor Nou lo mira expectante, con cierta sorpresa en sus ojos; curiosidad, quizás, al ver a un humilde muchacho tan aficionado a la lectura.

—¿Qué lees? —insiste, tomándole el libro de las manos.

Pocas veces abre la boca el joven Gaudí. Vergonzoso y de talante reservado, medita muy bien las ideas antes de pronunciarlas en voz alta. Claro que sus reflexiones a menudo no son siempre bien acogidas por los demás.

—Las gallinas de mi casa tienen las alas bien grandes, pero no vuelan —exclamó un día en mitad de la clase, interrumpiendo al maestro.

Este acababa de afirmar, rotundamente, que los pájaros tienen las alas para volar. Y Antoni no pudo morderse la lengua, lo que le supuso un buen rapapolvo.

Le gustan más los estudios que la disciplina, a pesar de que no es un estudiante modelo. Por eso esta vez, ante su amo, prefiere callar. Su padre le ha conseguido el trabajo de manchador, pues con el auge de la industria corren tiempos de vacas flacas para los artesanos, y sabe que en casa hace falta el dinero.

—¿Te gusta la aritmética? —le pregunta el jefe.

Él responde encogiéndose de hombros. Vestido con una blusa oscura que le llega hasta las rodillas, parece estar a punto de desaparecer bajo la ropa.

—Pues mañana te traeré un libro que te gustará más aún. De geometría. ¿Qué te parece? —añade el buen hombre acariciándole el pelo.

Con una sonrisa en la cara negra de hollín, Antoni reaviva el fuego. Y sus ojos azules se llenan de un brillo especial. En su interior se ha encendido una minúscula llama de esperanza.

Desde pequeño, en el colegio, este chiquillo pelirrojo de frente ancha y nariz grande sobresale entre el resto de sus compañeros. Y no solo por su físico de herencia campesina. Todos los años vividos entre el lecho y a ras de suelo, debido a su enfermedad, le han servido para conocer el mundo de otra manera; para absorber toda su riqueza, contemplando detenidamente cada objeto: las formas, la estructura, los colores; analizando cada minúsculo detalle por trivial que parezca. Y para guardarlo todo como un tesoro. También las horas que ha pasado observando a su padre trabajar; verlo convertir una lámina de cobre en una caldera, un cazo o un alambique, le demuestran la versatilidad de los materiales y del espacio; que el volumen es moldeable, relativo, infinito... Así, cuando los otros niños comienzan a plasmar dibujos sobre el papel liso, él ya lo ve dentro de su cabeza en tres dimensiones. Y su imaginación crece, tanto o más fuerte que su cuerpo.

Aunque el pequeño de los Gaudí-Cornet va a la escuela por las mañanas y trabaja por las tardes en la fábrica de lunes a domingo, los fines de semana tiene algunas horas libres; eso cuando no ayuda al padre en el taller o a la madre en el huerto. A pesar de ello, sin embargo, se las ingenia para pasar algunos ratos con sus amigos de clase, los únicos que tiene: Eduard Toda y Josep Ribera. A los tres les fascinan los restos arquitectónicos que hay por la zona, pasear por el campo y disfrutar de la naturaleza. Por eso, a menudo hacen excursiones por los alrededores, soñando juntos con un futuro donde también ellos dejarán su huella en la historia, igual que los romanos. Y es en una de estas escapadas cuando, mientras contempla el monasterio de Poblet invadido por la hiedra, Antoni decide que quiere ser arquitecto. Para jugar con la naturaleza, como ha hecho siempre, y ponerla al servicio de los hombres. Para convertir todo lo que le fascina —los árboles, las piedras, la luz— en obras de arte: casas, palacios, iglesias... Para crear. Sabe que puede, porque lo siente en cada latido de su corazón. Porque lo desea con toda el alma. Pero también sabe que, ahora, es un sueño inalcanzable, y no se lo dice a nadie. Simplemente confía en que el destino le dará la oportunidad que merece. Y procura recordarlo.

A finales del verano de 1868, en tiempo de vendimia, todos los alumnos de la Escuela Pía formalizan sus matrículas para el curso siguiente. Este septiembre, sin embargo, un hecho histórico cambia la vida de los reusenses, incluidos los Gaudí-Cornet. El día 19, el revolucionario general Prim se levanta contra la monarquía española, haciendo correr regueros de pólvora por todo el territorio catalán y las provincias de la periferia. En Reus, su ciudad natal, se queman fábricas, se saquean casas de la burguesía y como consecuencia de la disolución de las órdenes religiosas, los escolapios son expulsados del convento. Además, la revuelta no solo atemoriza a los aldeanos, que huyen a toda prisa, sino que empeora la ya bastante precaria economía.

Con la escuela cerrada y muy pocas perspectivas de trabajo, la familia Gaudí tampoco tiene demasiadas opciones. Francesc y Antonia se hacen mayores y sufren cada vez más por el futuro de sus hijos. Por ello, toman una resolución drástica: enviar a sus hijos a la capital.

—Primero tú, Rosa —dice el padre—. Te quedarás un tiempo en casa de una hermana mía...

—Y vosotros —añade la madre, dirigiéndose a los chicos— iréis a casa de un primo mío.

—¿Qué pasará con nuestros estudios...? —pregunta Antoni tímidamente.

Este es el último curso que le falta para terminar el bachillerato, aunque todavía tiene alguna asignatura pendiente del año anterior. Y su hermano comenzará la carrera de médico, siempre que la economía familiar lo permita.

Antonia recuerda perfectamente el día en que el señor Joan, el dueño del Vapor Nou, fue a visitarles para hablar de los niños. En especial del pequeño Antoni.

—Tiene un gran talento innato y es una pena que lo malgaste en la fábrica. Piénsenlo. Porque si no estudian de jóvenes...

Francesc miró a su esposa de reojo.

Hacía unos años que los padres de ella murieron, y hasta entonces no se había atrevido nunca a tocar el tema de la herencia, pero quizá se acercaba el momento de hacerlo. La venta de al menos una parte del patrimonio Cornet les permitiría respirar tranquilos una temporada, que los niños siguieran los estudios e incluso casar a la niña.

—Haremos lo necesario para que puedan seguir estudiando... —dice Antonia con los ojos húmedos—. Lo que haga falta.

De repente, un silencio fatigoso, largo como un duelo, llena el comedor oscureciéndoles las caras. Y parece que nadie osa interrumpirlo.

—¡Algún día serás un médico de renombre! —le dice al fin Francesc a su hijo mayor—. Y tú..., tú —añade, mirando al pequeño—... ¿qué quieres ser de mayor?

—¡Yo, maestro de obras! —responde él, por primera vez en voz alta, emocionado.

Y todos estallan en risas. Todos menos Antonia, quien intuye que se acercan cambios decisivos, y no solo de carácter político.

Un escalofrío la sacude; tiene un mal presentimiento. Y se apresura a abrazar a los niños para disiparlo, esforzándose por sonreír.

Desde finales de 1868 en adelante, todo son ajetreos para los Gaudí-Cornet.

El taller cada vez da menos dinero, ya que se remiendan más calderas de las que se hacen nuevas. Pero Francesc trabaja igualmente un montón de horas, pues no sabe hacer otra cosa, mientras que a Antonia, quien se pasa los días completamente sola, se le cae la casa encima.

Al principio, los chicos van a menudo a verlos, y se quedan el fin de semana o algunos días. Y durante los ratos juntos alrededor del fuego, sentados a la mesa o faenando en la masía parece que nada ha cambiado. Pero a medida que transcurre el tiempo, las visitas se hacen cada vez más escasas y espaciadas. Hasta que el silencio se convierte en parte de la casa, como el polvo sobre los objetos.

La primera en echar raíces en la capital es Rosa. Y por mucho que les duela, el motivo es incuestionable: se ha enamorado. Perdidamente. Así pues, al cabo de unos meses, se casa de forma precipitada con José Egea y Ferrer, un músico de origen andaluz y de vida bohemia que tiene cautivada a la hija y angustiados a sus suegros, a partes iguales.

El siguiente en establecerse en Barcelona es el hijo mayor: Francesc está tan centrado en su carrera que no piensa más que en la medicina. Estudia noche y día, y cuando le queda alguna hora libre hace prácticas en cualquier hospital o consultorio. En esta época, con el constante éxodo rural en busca de trabajo y las insuficientes normas de higiene, las ciudades masificadas se convierten en un peligroso foco de epidemias; mucha gente muere de cólera, fiebre amarilla o tuberculosis. Pero allí donde unos ven el peligro, otros satisfacen la vocación.

El último en espaciar sus visitas es Antoni; y de los tres hermanos a quien más difícil se le hace vivir lejos del hogar. Las atestadas calles de la capital, el hedor, la agitación..., tanto trajín lo agota. Regresar al Camp de Tarragona, más concretamente a Riudoms y a la masía, le permite respirar hondo y recobrar la calma, además de hacer felices a los padres, en especial a Antonia. De todos modos, por desgracia, el servicio militar lo retiene una larga temporada en Barcelona. Y después, los duros inicios de la carrera, junto con el trabajo de aprendiz, acaban por doblegarlo.

—Estás muy delgado, hijo... ¿Comes bien? —le pregunta su madre con el corazón en un puño.

Antoni asiente con la cabeza, mientras procura masticar bien la carne. No la prueba desde hace semanas y quiere extraerle todo el sabor al máximo. Su dieta habitual en la casa de huéspedes donde vive es un plato de verduras, pan y vino; y solo cuando hay suerte un arenque o menudillos.

—¿En qué trabajas ahora? —le pregunta Francesc después de cenar.

El pobre hombre no entiende algunas de las cosas que le cuenta su hijo, especialmente los tecnicismos, pero le gusta oír su voz llenando la estancia; alimentando el recuerdo, antes de que se vaya otra vez.

—Trabajo como delineante para el maestro Fontseré en el proyecto de un mercado para el barrio de la Ribera y un enorme parque que se construirá donde hasta hace poco estaba la Ciudadela...

—¿Y no será que trabajas demasiado? —los interrumpe Antonia—. Tienes unas ojeras... ¿Duermes bien? Tienes que descansar, hijo, que en tu estado...

De una u otra forma, todas las conversaciones en las que interviene la madre acaban siempre con el recordatorio del problema de salud de Antoni; por si acaso se le olvida su condición de enfermo crónico. Él lo asume, porque forma parte del ritual de bienvenida. Pero a su padre no le gusta nada ese constante intento de sobreproteger al chico, como cuando era pequeño. De cortarle las alas.

—Si tú o tu hermano necesitáis dinero solo tenéis que decírnoslo, ¿eh? —concluye.

—Gracias —responde Antoni siempre, con una sonrisa y sin la más mínima intención de hacerlo.

Vivir de realquilado significa ocupar el penúltimo escalón de la escala social. Por debajo de los inquilinos están los que no pueden permitirse más que una pequeña cámara con un baño compartido. Y aunque ciertamente es triste, resulta menos terrible que una pensión de mala muerte, donde entran a robar cada dos por tres y donde la suciedad se pega al cuerpo como una segunda piel. Aunque, en el fondo, lo peor es que ni en uno ni en otro lugar se ve la luz del sol; tener ventana supone un lujo al alcance de muy pocos. Pero con todo el esfuerzo que han hecho sus padres al vender la mayor parte del patrimonio familiar para que él y Francesc sigan estudiando, no puede pedirles más. ¿Qué sería lo siguiente: la casa materna de Reus? ¿La masía de Riudoms?

Por la noche, a pesar de las preocupaciones que le rondan, Antoni cae dormido nada más tocar el lecho de su cama de Riudoms. El agotamiento que arrastra, y la tranquilidad que reina en el pueblo, desvanecen sus preocupaciones; al menos temporalmente. Y ni siquiera la conversación de sus padres, en el piso de abajo, le quita el sueño.

—Podríamos cerrar el taller... —murmura Francesc, cabizbajo—. Venderlo e irnos a vivir a Barcelona.

Su esposa, que acaba de preguntarle qué harán si la situación no mejora, se muerde el labio al oír la respuesta. Por un lado ansía reunirse con los muchachos, pero, por otro, no soporta ver a su marido tan triste.

—Quizá podríamos comprarnos un piso allí... —murmura él al cabo de un rato, como si pensara en voz alta—. Así los chicos tendrían un lugar decente donde vivir, que falta les hace... ¿no? —añade animándose.

Ella, que precisamente pensaba lo mismo, le responde con un beso en la mejilla. A continuación se van juntos a la cama, pese a que ninguno de los dos puede dormir. Y al amanecer, cuando el primer rayo de sol entra por la ventana, aún están despiertos. Abrazados.

Poco a poco, a duras penas, el matrimonio Gaudí se acostumbra a la capital y a su continuo bullicio. Tienen un pisito económico sin muchas pretensiones, puesto que no podían permitirse otra cosa, aunque viven de nuevo con los hijos. Cuando la añoranza los consume, escapan al pueblo o a la finca durante unos días a disfrutar de la naturaleza, al menos al principio. Pero Barcelona pronto se convierte en su residencia habitual. Y los años pasan, arrastrándose, sin permitirles levantar demasiado la cabeza.

Para ganar algunos duros, Francesc repara cazuelas en el pequeño taller de un conocido y su esposa cose o lava ropa para otros. Antoni sigue estudiando y trabaja de sol a sol para pagarse la carrera; igual que su hermano. Mientras, Rosa, cuando no discute con el borracho de su marido, cría a una hija que se llama como ella, en honor a la abuela paterna, que pasó a mejor vida cuando menos lo esperaban.

—Nuestro Señor la ampare —dice Antonia en voz alta.

En el fondo siente que se ha quitado un peso de encima. Aunque no las tiene todas consigo...

La sombra de la desdicha vuelve a planear sobre los Gaudí, al igual que un ave carroñera que se alimenta del sufrimiento ajeno, anticipándolo. Y antes de que se acabe el duelo por la Calderera, arremete de nuevo.

En el verano de 1876, un hecho llena de esperanza a los miembros de la familia Gaudí-Cornet, por primera vez después de tanta adversidad: el hijo mayor acaba la carrera de medicina. Y se aferran a la buena noticia como a un hierro candente. Es el ejemplo a seguir por Antoni, a quien ya queda poco para ser maestro de obras: la indiscutible evidencia de que, con afán, se puede conseguir cualquier cosa. Incluso que el descendiente de un humilde calderero llegue a ser médico. Es el orgullo de sus progenitores, que ven recompensado el esfuerzo de toda una vida. Tanta felicidad les parece imposible... Da la sensación de que de un momento a otro se desvanecerá, igual que un sueño. Todos lo piensan para sus adentros, sin decir nada, y tocan madera. Por si acaso. Pero es inútil.

El 1 de julio, recién licenciado, Francesc Gaudí Cornet muere de forma repentina a los veinticinco años. Poco después, Antonia, incapaz de soportar el dolor de la pérdida, cae enferma. La visitan dos médicos, una curandera, gente del pueblo... La familia se gasta el dinero que no tiene para curarla. Pero al verla tan pálida y consumida por la pena, todo el mundo dice lo mismo, con la boca pequeña: que se le ha helado la sangre del disgusto. Que ya nada puede salvarla.

—Cuídate... —le pide a su marido, la última noche, sabiendo que lo deja solo en el peor momento—. Y cuida de ellos —añade, refiriéndose a los dos hijos que aún les quedan—. Especialmente de Antoni. Recuerda que en su estado...

—¿En su estado? —exclama Francisco, llorando de impotencia—. Nos enterrará a todos... ¡A todos!

Y tiene razón.

Pero ella ya no puede oírlo.