XXXI

La reapertura de la Monumental, con un multitudinario encierro presidido por el capitán general Luis Orgaz, el domingo 27 de agosto de 1939, es un éxito. Parece que, poco a poco, todo vuelve a la normalidad. O, al menos, a la nueva versión de normalidad que establece el régimen de Franco. La familia Milà-Segimon celebra algunas fiestas, reparte invitaciones entre amigos y parientes, va al teatro. Las calles de Barcelona, las casas y su gente se recuperan de la batalla. El país entero. Pero no todo el mundo sobrevive a la posguerra.

En la Casa Milà, el joven Pere ejerce de carpintero, de chico de los recados, de cerrajero, de chófer, de confesor... todo lo necesario para estar cerca del señor, a la espera de encontrar el momento oportuno. Primero, para decirle quién es en realidad; para trastornar su mundo igual que él había hecho con el suyo... Pero el momento idóneo no llega nunca. Quizás, en el fondo, confiaba en que Perico vería la semejanza, que lo reconocería antes de que él reuniera el coraje para confesárselo. O tal vez se dio cuenta de que, simplemente, no le importaba. Ni a él ni a la señora, que lo ignora como si fuera invisible. Igual que al resto del servicio. Y mientras, junto con el resentimiento, el muchacho acumula todo lo que descubre de su historia. Cada minucia, cada chisme, cada hallazgo... Sin darse cuenta de que el tiempo pasa, de largo y de puntillas. Y que hace justicia a su manera.

Al no dormir juntos, Roser no sabe que su hombre se levanta muchas veces por la noche para ir al baño. Demasiadas. Como no hacen el amor desde hace años, tampoco Perico es consciente de que algo no funciona entre sus piernas. De hecho, cuando descubre que hay sangre en su orina, piensa que se trata de una infección sin importancia, pues es imposible que sea algo venéreo... Y cuando avisa al médico, ya es demasiado tarde.

—Se trata de un cáncer de próstata.

El diagnóstico llega con el tumor esparcido por los huesos, que le produce unos dolores terribles.

—Es necesario que haga reposo... —le dice al enfermo.

—¡Ya descansaré cuando me haya muerto! —bromea él.

—No le queda mucho tiempo de vida... —le confiesa el doctor a Roser, en privado.

Y le receta un tónico a base de morfina para amortiguar el sufrimiento.

—¿Hasta cuándo dice tengo que tomar esto? —pregunta él.

Pero nadie contesta. Y antes de poder reclamar una respuesta, Pere pierde el conocimiento.

—No diga nada a nadie —le pide ella al médico antes de despedirse—. Si descubre que se está muriendo... va a volverse loco.

Para protegerlo, mantienen en secreto su estado de salud tanto como pueden. Así, gracias a la medicación, puede hacer vida normal durante bastantes semanas. Incluso salir con los amigos. Al menos hasta que la enfermedad empeora. Hasta que empiezan a fallarle las piernas y, una noche, tienen que acompañarlo a casa a rastras.

—¡Qué borrachera llevo! —exclama entre risas—. ¡No me aguanto en pie...!

Es la última vez que camina.

—Acostadlo —ordena su esposa.

No se levanta nunca más.

El cáncer afecta al sistema nervioso y la poca sensibilidad se convierte enseguida en pérdida total. Primero deja de sentir los pies, las piernas, los muslos; y, al final, pierde el control de la vejiga y los intestinos. Entonces, él mismo se da cuenta.

—Me estoy muriendo, ¿verdad? —le dice una tarde a su esposa, que lee sentada en un sillón, junto a su lecho.

Roser levanta la vista del libro. Y como no se atreve a decirlo en voz alta, asiente con la cabeza.

—Lo siento —murmura él—. Aunque no lo creas, te he amado... A mi manera.

—Yo también... —lo interrumpe ella—. Yo también.

Y acto seguido retoma la lectura.

Una mañana, mientras le hace compañía, Roser se adormece y al despertar ve que Pere está muy quieto. Demasiado. Y pálido. Entonces, presa del desconcierto, sin tan siquiera llamar al servicio y vestida de andar por casa, baja a la sastrería.

—¿Se encuentra bien? —le pregunta el dueño.

—Necesito que le hagan un traje nuevo a mi esposo... —balbucea—. Todos los que tenía ahora le van enormes... Y quiero que esté bien guapo, como siempre...

En la tienda está Salvador Dalí, a quien el Señor Morella cose un frac de terciopelo rojo, muy estridente, para asistir a una boda a la que no desea ir. Este, al ver a Roser con la bata de boatiné, se echa a reír. Ella lo observa, retorciéndose el bigote, y estalla en risas también. Aunque, en su caso, pronto se convierten en llanto.

El 22 de febrero de 1940, Pere Milà muere a los sesenta y seis años. Al cabo de dos días lo entierran en el cementerio viejo, en la cripta familiar, después de un responso en la iglesia del convento de Montesión, parroquia de Santa María de Jesús de Gracia. Aparte de los numerosos pésames, asisten a la ceremonia personalidades de la banca, del comercio y de la industria, sobre todo miembros de la aristocracia y también de otras clases sociales. Pese a todo, en las necrológicas de La Vanguardia todavía hay quien aprovecha para hacer una última crítica a la Pedrera: «Esa extraña realización del arquitecto Gaudí que solo gusta a los turistas que visitan Barcelona».

—¿Que gusta a los turistas...? —refunfuña Roser—. ¡Qué tontería!

A sus sesenta y nueve años continua dolida. Y a partir de ahora, sola. De nuevo. Definitivamente.

A los pocos días de la muerte de Perico, una insólita calma invade toda la casa, al igual que una niebla invernal, mezcla de paz y frío. Y nadie osa esparcirla. Hasta que, una tarde, su esposa hace llamar al joven manitas. Muy seca, toda vestida de negro, le tiende al muchacho un sobre repleto de billetes y le anuncia que prescinde de sus servicios. En parte, él ya se lo esperaba, pues corre el rumor que queda muy poco de la inmensa fortuna del indiano; pero todavía no puede creer que su padre haya muerto, y duda unos instantes antes de irse. Entonces ella, mirándolo a los ojos por primera y última vez en todos aquellos años, le dice:

—Lo sabía. —Y al ver la estupefacción en el rostro del muchacho, puntualiza—: Él sabía quién eres.

Pero ni se inmuta cuando se pone a llorar como un niño.

—Pensaba que... —murmura, quedándose a medias.

Pensaba decir y hacer tantas cosas... O que Perico las haría en cuanto lo supiera...

—Burro cojo, pensando no sana —sentencia Roser.

A estas alturas de la vida, ya es ducha en materia de expectativas.

Tan pronto como la viuda de Milà asume su nuevo estado, las cosas vuelven a su lugar y la rutina toma las riendas del día a día. Cada vez sale menos de casa. Las relaciones sociales ya no le atraen y disfruta mucho más de la tranquila vida hogareña. Lee, toca el piano, escucha música... Y algún día a la semana, como extra, recibe visitas. Por ejemplo la de los Sagnier, sobrinos por parte de su marido, que cada jueves por la tarde van a verla aprovechando que es fiesta en los colegios. La chiquillada corretea por los majestuosos salones, suben y bajan de los muebles de Gaudí y juegan al escondite en la zona del servicio. Un montón de exquisiteces los esperan para merendar en cuanto se cansan. Y mientras, ella los observa y escucha complacida, tomando el té bajo la cálida luz de los ventanales. Solo les regaña cuando molestan a los guacamayos. Sus queridos Gonzalo y Amaya, regalo de don Josep.

Pere hijo tarda bastante en digerir lo vivido. Especialmente la pérdida. Tanto la de su padre como la de todo aquello que él podía haber explicado y que ha desaparecido para siempre. «Si uno de los dos hubiera osado preguntar al otro...», piensa. Porque no puede creer que a él no le importara ni un poco... Y se da cuenta de que tardó demasiado. Que el tiempo pasa muy deprisa. Y que no espera ni perdona a nadie por sí solo.

Cuando, al fin, decide volver al pueblo, encuentra a Assumpta moribunda, esperándolo. Hacía años que la consumía un cáncer, pero se negaba a morir sin abrazarlo por última vez. Tenía una carta para él de su madre biológica: la carta que le dio la noche que fue a buscarlo a la Pedrera.

Ironías de la vida, una la escribe antes de morir y la otra muere tras entregarla.

—La venganza es un arma de doble filo... —recuerda que le dijo la noche antes de que huyera de casa.

Pero es ella quien se disculpa, en su lecho de muerte.

—¡Perdóname! —rectifica él—. Perdóname... —exclama cuando la ve cerrar los ojos.

Y aprieta bien fuerte sus manos. Con la carta entre ellas.

Es curioso que las cosas más importantes de la vida, a menudo nos pasen desapercibidas. Y cuanto más las das por seguras, más frágiles e inciertas son. Las que hacen que todo vaya como una seda. Las que cuando ya no las tienes, echas de menos igual que un brazo o una pierna... Invisibles, caducas. Como la inocencia, la confianza, los padres... O el amor.

Las mejores cosas de la vida, las más bonitas, son también muy delicadas. Una flor, una mariposa. Ambas mueren fuera de su hábitat o si intentas dominarlas. Y ambas, como toda persona, son hechas para ser amadas tal como son: un milagro.

Se vive, se muere y se mata por amor. Se hace cualquier cosa o nada. De todo. Nos ciega, ilumina, desconcierta, inspira... Nos acompaña a lo largo de nuestra vida, de una forma u otra. Como padres, hijos, hermanos, primos, amigos, amantes... Nacemos fruto de la estima y en ella o en su ausencia nos crían. Crecemos aprendiendo de los que nos rodean, hasta el momento en que ya no tenemos suficiente. Que queremos seguir nuestros deseos. Entonces, necesitamos conocer a otras personas, y descubrir quién de entre ellas tomará el relevo. El afortunado o afortunada destinado a compartir el sentimiento y la vida. Pero a veces no se puede tener todo... Y hemos de elegir una cosa o la otra.

No hay caminos ni elecciones buenas o malas. No hay errores ni aciertos. Todo es un ensayo en esta vida. Pero yo creo en el destino, en ciertas cosas que ya vienen dadas, hagas lo que hagas. Que en todo lo que hacemos o nos pasa hay un propósito. Y, en mi caso, hijo, creo que tú eres el mío: el único amor de verdad. Perdóname por no saber hacerlo mejor. Quizás algún día lo entenderás... Te quiero.

La muerte de Assumpta, la única madre que ha conocido, junto con las palabras de Rita, le abre los ojos. Pere ha perdido gran parte de su vida con el odio y la rabia consumiéndole por dentro; encerrándose en sí mismo por miedo a sufrir; alejándose de aquellos que quería o los que le querían, para evitar precisamente lo que más deseaba... Hasta quedarse solo. Solo con el pasado. Sin futuro ni presente.

Guarda la carta en la libreta que lo acompaña desde hace años, donde ha anotado todos los descubrimientos sobre sus progenitores. Y, con la mano temblorosa, escribe, por primera y última vez, unas palabras en primera persona.

La sensación de sentirse perdido o engañado es terrible. Pero lo es más aún cuando te das cuenta de que el responsable final eres tú mismo. Quizá preferimos vivir felices en la ignorancia, porque cuando esta se desvanece, somos incapaces de aceptar la realidad e integrarla en nuestra vida. En lugar de eso, perdemos tiempo y energía culpando a diestro y siniestro, a las personas involucradas, de la emoción que el descubrimiento provoca en nosotros. Como si eso sirviera de gran cosa... Al principio te desahoga, sí, pero ¿y después? Después estás igual. La fuente de rabia y frustración no se detiene nunca. Nunca se detiene, si tú no lo haces... Hasta que paras. Paras de buscar afuera y de culpar a los demás. Paras de remover la mierda. Paras de una vez por todas. Paras de hacer lo que llevas años repitiendo sin descanso. Entonces, en lugar de estafado, comienzas a sentirte perdido. Vulnerable. Indefenso. Empiezas a sentir otras cosas. Mejor eso que nada... Mejor, antes de que sea demasiado tarde.

Me perdono. Y he perdonado. Todos hacemos cosas de las que no nos sentimos orgullosos, pero, en cada momento de nuestra vida, hemos hecho lo que hemos podido, lo mejor que sabíamos. Y todos somos inocentes. Todos. Quien esté libre de culpa, que tire la primera piedra.

En 1947 hace siete años que Roser es viuda.

Mantener el ritmo de vida al que está acostumbrada no resulta fácil, y aunque no tiene grandes gastos va un poco justa de dinero y opta por soltar lastre. Así que vende la Monumental por quince millones de pesetas a Pedro Balañá, el hombre que tomó el relevo de su marido en la gestión de la plaza de toros. En principio, no tiene intención de vender ninguna otra propiedad, pero el destino no opina lo mismo. Ni el destino ni el industrial textil Josep Ballvé Pallisé.

Una tarde, a la salida del Boliche, un café situado al lado del cine Savoy, este empresario de éxito pasa con unos amigos por delante de la Pedrera y, simplemente por fardar, les dice:

—Voy a comprarla.

—¡No te atreverás! —lo increpan sus colegas, siguiendo la broma.

—¿Que no? —responde él, picándose.

Y al día siguiente se presenta ante doña Roser con una oferta inferior al precio de venta de la plaza de toros. Ella, que ya no tiene ni fuerzas ni ganas, transfiere las negociaciones a un pariente lejano que le hace de apoderado. La única condición sine qua non que pone es seguir viviendo en su casa por el módico precio de 4 000 pesetas al mes. Aunque de los 1 323 m² que mide el principal, en realidad solo utiliza uno de los salones, el comedor, la cocina, el balcón y el oratorio.

A estas alturas de la vida, a los setenta y seis años, lo único que quiere Roser es estar tranquila. Casi nunca sale y recibe muy pocas visitas. Mantiene un mínimo de personal de servicio y pasa los días y las horas en la sala de estar o en el balcón, si hace buen tiempo. La acompañan siempre Amaya y Gonzalo, los dos guacamayos, populares por su charlatanería, que son la atracción tanto de los turistas como de los chiquillos que salen de los escolapios cercanos. Y desde allí, desde el balcón de su piso de la Pedrera, contempla la Barcelona del siglo XX. Ella, que vio nacer el Paseo de Gracia. Y recuerda con añoranza otros tiempos y ciudades. Ni mejores ni peores: diferentes.

—Los años te dan perspectiva —reconoce, hablando con su prima.

La misma que, en su momento, la convenció de casarse con Perico.

—La vida... —murmura ella, sin saber qué más decir.

—Al final, resultará que estaba predestinada a vivir sola —piensa en voz alta—. Pero es curioso, porque cada vez me siento menos...

Como si la casa estuviera también viva, piensa. Solo que eso prefiere callárselo.

Una noche, más de veinte años después, cae sobre Barcelona un aguacero memorable. Rayos y truenos. El alboroto es tal que Roser se despierta. Y por primera vez desde que se quedó viuda, en lugar de una sensación tiene la certeza de estar acompañada.

—¿Quién hay?

En camisón, se levanta y va hasta el comedor. Juraría haber oído una voz conocida que decía su nombre.

—Josep, ¿eres tú? —pregunta.

—¿Eres tú? —la imita uno de los pájaros.

—Por un momento... —titubea—. Pensaba que...

—Burro cojo, pensando no sana —dice el otro guacamayo.

La frase que quizás ha repetido más veces en los últimos años.

—Qué ironía...

Antes de volver a la cama, mira a través del ventanal cómo cae la lluvia. Es un temporal semejante a aquel de su infancia, en el Camp de Tarragona. Y al recordarlo, una sonrisa aparece en su cara. Entonces se da cuenta de que tenía razón. Que ha llegado el día.

—Por fin.

Entonces vuelve a la cama, cierra los ojos y suspira profundamente. Por última vez.

El 27 de junio de 1964, Roser Segimon i Artells, viuda de Guardiola y de Milà, muere a la edad de noventa y dos años. En su testamento ordena que entreguen 10 000 pesetas a cada uno de los sobrinos, excepto a los tres hijos de un hermano suyo, el médico Joan, el pintor Pere y Magdalena, a quien deja el resto de la fortuna familiar, incluida la pinacoteca. Por suerte o por desgracia, cuando los herederos la hacen tasar descubren que la mayoría de cuadros tienen un valor muy por debajo de su precio de compra. Al menos aquellos que Perico adquirió en su día. Aunque, en cuestión de dinero, él no es el único en salirse con la suya.

Después de una misa multitudinaria en el Aleixar, con honores de estrella, Roser es enterrada en el mismo panteón que Josep Guardiola, su primer marido, quien lo hizo construir en su pueblo natal. Y nadie pone ninguna pega. Ni el obispo de Tarragona ni el arzobispo de Barcelona, que reciben una generosa donación a nombre de la iglesia, ni los portadores de las antorchas, a quienes se les paga veinte duros, el equivalente a dos jornales de trabajo, ni los aldeanos, que reciben indulgencia plenaria rezando la oración de la esquela durante el responso. Nadie se opone. Aunque el indiano dejara por escrito en sus últimas voluntades que si ella volvía a casarse no quería que los enterraran juntos.

—Los caminos del Señor son inescrutables... —se excusa el cura al final del oficio.

O simplemente es que el primer amor, aquel que hizo realidad todos nuestros sueños, no se olvida nunca.