XXI
En muchos aspectos, los peores miedos de Antoni se cumplen.
Está inmerso en un proyecto en el que se siente atado de manos, y en aquel en el que puede obrar a su antojo, las cosas no funcionan como esperaba. Al duelo que arrastra por la muerte de su padre se le suma el fracaso y la frustración. Y ni las palabras de apoyo de aquellos que lo aprecian le levantan la moral.
Tampoco socialmente están los ánimos muy altos. Lo que están es muy calientes.
El estallido de un nuevo conflicto en África, que requiere más soldados y sacrificios por parte de la población, despierta un movimiento popular que, sobre todo en Barcelona, se convierte en revuelta. Durante una semana, la ciudad se convierte en un verdadero campo de batalla. Especialmente la zona de Gràcia que está entre el parque y la Pedrera. En este barrio obrero se instalan unas setenta y seis barricadas, hechas con adoquines, raíles de tranvía y tapas de cloaca, para impedir el embarque de doscientos reservistas y conciudadanos hacia Marruecos. Una cifra muy superior a la de cualquier otro distrito. Y aunque el alboroto es más político que anticlerical, el rechazo a toda forma de poder resulta evidente.
El 25 de julio, de camino a la Casa Milà, Antoni oye disparos. «¡Viva la República!», gritan unos. «¡Disparen a las persianas abiertas!», ordenan los militares. Se desvía y acelera el paso. Tiene un mal presentimiento. Y este se confirma cuando llega a la obra y encuentra a la señora. Ella, que nunca la visita por placer.
—No queremos ninguna Virgen en la azotea —le comunica doña Roser para cerrar el tema que su marido tenía abierto—. Con los tiempos que corren... y la de locos que hay por el mundo. ¡Que están quemando conventos e iglesias, por el amor de Dios! —añade, alterada—. Así que ya está decidido. Comuníqueselo usted mismo al escultor cuando lo considere oportuno.
Con la maqueta hecha y listo el material para comenzar la escultura, Carles Mani recibe la mala noticia. El disgusto es soberbio. Al decírselo, a su mentor y amigo se le rompe también el corazón y, quizá para compensar, lo acoge en la obra de la Sagrada Familia y en una vivienda adyacente al parque Güell.
Desmantelar las setenta y seis barricadas de Gràcia le cuesta al ayuntamiento 10 148 pesetas. En pocos días, en las calles de Barcelona parece que no haya pasado nada. Al contrario que en casa de Antoni.
—¿Cómo se encuentra la niña?
Es la pregunta de rigor de cada día, cuando llega a casa.
La monja que cuida de su sobrina Rosita le dice lo que ha comido, las horas que ha descansado, si ha tenido alguna crisis...
—¿Y usted? —dice ella.
—Bien, gracias —contesta el arquitecto.
Pero no es verdad. También él sufre de los nervios y empieza a desfallecer. Aunque la frustración lo ciega de tal manera que muerde a diestro y siniestro sin darse cuenta.
Llorenç Matamala, con el permiso de su amigo y jefe, hace tiempo que lleva a su hijo al Templo para que aprenda el oficio familiar. De todos modos, a Joan, con poco más de diez años, le tira más jugar que esculpir. Un buen día, después de distraerse un buen rato con las idas y venidas de las carretillas, finalmente acaba por subir a una de ellas y lo llevan a dar algunas vueltas. Hasta que Gaudí lo ve.
—¿Has venido aquí a aprender a hacer de albañil? —le pregunta.
—No, señor. He venido a aprender escultura.
—Entonces, ¿por qué pierdes el tiempo con la vagoneta?
El niño no se atreve a responder.
—Le diré a tu padre que te asigne un jornal, así tendrás un estímulo y estarás obligado a aprovecharlo. Piensa que ya eres un hombre y que aquí se viene a trabajar, no a jugar —concluye.
Y ni Llorenç se atreve a recordarle que, de hecho, todavía es un niño.
Mientras, en la Casa Milà las cosas van de mal en peor. La obra no solo da trabajo a los caricaturistas de la época, sino también a los funcionarios del consistorio. A día de hoy, todavía trabajan sin permisos. Está claro que la falta de las licencias pertinentes solo es una parte de los problemas. De puertas adentro hay otros nuevos. Muchos. Pero solo uno colma el vaso.
Con el visto bueno del matrimonio, Gaudí pacta con un pintor humilde, Lluís Morell, para que se encargue de las tareas de pintura del edificio. Sin embargo, un tal Aleix Clapés, artista de más renombre, le hace una propuesta a Perico que este acepta. E ignorando el previo acuerdo con el arquitecto le cede la autoría de los murales del vestíbulo, las escaleras principales, patios y las habitaciones de la planta noble, dejando para Morell los pisos de alquiler. Pero, a mitad del trabajo, Clapés convence al señor Milà, con quien mantiene una cierta amistad, de que le otorgue todo el encargo, con la excusa de unificar estilos, y lo consigue, haciendo que despidan a su cofrade. Y de rebote, que Antoni se enfade como nunca.
Don Pere, después de una fuerte discusión durante la cual se niega en redondo a desdecirse de la promesa hecha a su amigo, pretende que sea Antoni quien lo eche y que, encima, se vaya con las manos vacías. Entonces él, viendo que ya no se le respeta ni el cargo ni las decisiones, amenaza con abandonar la dirección de la obra.
—No puede hacerlo —determina el señor Milà.
—¿Está seguro?
Y acto seguido, da media vuelta y se va.
Al cabo de unas semanas, Lluís Morell cae enfermo y muere antes de poder cobrar la parte del jornal que se le debía.
El 28 de diciembre de 1909 llega la resolución del ayuntamiento que concede a la Pedrera un permiso especial, eximiéndola de cumplir con las normas establecidas. Justo el día de los Santos Inocentes.
—Parece que esta casa se ríe de todo y de todos... —opina Torres i Bages.
Pero Gaudí ya no le ve la gracia por ninguna parte. A nada.
El 14 de febrero de 1910, el director del Salón de Otoño del Grand Palais de París le pide al arquitecto que participe en una exposición colectiva, en la que habilitarán una zona solo para él, con material de libre elección. Don Eusebi, que lo conoce y sabe de su estado de ánimo actual, le insta a participar, asumiendo todos los gastos, viajes incluidos. Antoni acepta, más por la insistencia que por otra cosa. Y, sin mucho entusiasmo, prepara las maquetas, planos, fotografías, etc., con Joan Bordas, un estudiante de arquitectura y admirador suyo.
—No es necesario que se esmere tanto —le dice—. Que no nos vamos a examinar...
Cuando llega el momento, se niega a asistir en persona y envía a Jerònim Martorell para representarlo.
La muestra de la Société Nationale des Beaux-Arts se salda con un éxito considerable. Por desgracia, sin embargo, su sección pasa tan desapercibida para el público y la crítica que solo algún cronista español lo menciona, y poniendo más énfasis en la religiosidad que en el modernismo de las obras.
—¡Son todos unos ignorantes! No saben qué es la arquitectura ni el arte ni nada de nada...
Finalmente, el mes de mayo de 1910, Gaudí es víctima de una depresión nerviosa, o lo que se denomina también como anemia cerebral, fruto del sobreesfuerzo acumulado. Y para alejarlo un tiempo del trabajo y las preocupaciones mundanas, Torres i Bages hace que un amigo común, el jesuita Ignasi Casanovas, lo acompañe a Vic, a casa de unos conocidos. Pero al poco tiempo, el cura tiene que volver a sus obligaciones, así que lo deja al cuidado de la anfitriona, la viuda Rocafiguera.
—Lo importante es que coma y descanse bien —le comenta.
Y a pesar de la sencillez del encargo, este no resulta tan fácil como parecía. Porque el invitado tampoco lo es. Para nada.
Doña Concepción Vila, emocionada por alojar a tan ilustre personaje en su palacete barroco, aprovecha la ocasión para organizar recepciones y fiestas diversas. Y descubre que el arquitecto es un hombre silencioso, huraño, poco amante de saraos y florituras. De hecho, a Antoni le desagrada tanto su habitación, con dosel y damascos, que duerme en el suelo. Pasa más tiempo entre la capilla y el jardín que haciendo reposo, y parece más interesado en las plantas que en las personas.
—¿Qué es esto? —le pregunta un día, de repente, a la dueña, que casi se asusta al oír su ronca voz.
—Una fucsia o pendientes de la Reina.
—Mmm —responde él.
Y ya no dice nada más durante días.
La pobre, muerta de aburrimiento en su compañía, pide a algunos conocidos que lo saquen a pasear, a ver el patrimonio arquitectónico de la ciudad. Pero Antoni y su malhumor arruinan cualquier paseo, pues se crispa por tonterías o desprecia comentarios y obras ajenas. Hasta el punto de que la gente le da la razón y lo deja en paz.
Aunque la estancia en la capital de Osona debía ser de descanso, continúa tan obcecado que no hay manera. Incluso se ofrece a diseñar unas farolas conmemorativas del centenario del filósofo Jaume Balmes. Ni descansa, ni come, ni su salud mejora. Al revés. Al igual que su comportamiento.
—¡Qué mierda esto de las vacaciones! —gruñe a menudo.
Y procura que lo escuchen.
Unas semanas después vuelve a Barcelona, más o menos como cuando se fue. Y las cosas, en la capital, en sus obras, tampoco han cambiado mucho. Especialmente en la Pedrera.
—Quizá terminándola consiga pasar página... —le aconseja Casanovas.
Pero el matrimonio Milà-Segimon no se lo pone fácil. Y menos doña Roser.
La propietaria y el arquitecto discuten día sí y día también, por todos y cada uno de los elementos decorativos. Le prohíbe poner más puertas de roble macizo, pues resultan demasiado caras, y lo obliga a usar puertas de madera más sencilla y menos trabajada para el resto de los pisos.
—¿Cómo quieren que trabaje con un brazo atado a la espalda? —se lamenta Gaudí.
Porque sus clientes no solo continúan recortando a nivel económico y creativo, sino también su autoridad. De nuevo. Aunque sea en detalles tan ínfimos como las inscripciones que Jujol cincela por toda la planta noble. Alguna con un doble sentido demasiado literal, no apto para almas susceptibles. Por ejemplo, la que hay en el tocador de la señora.
—¡¿Polvo eres y en polvo te convertirás?! —exclama hecha una fiera—. ¿Qué se creía: que poniéndolo en latín no lo entendería? ¿Que acaso soy estúpida?
Al cabo de una semana, el arquitecto está peor que antes de irse a Vic. Pero aguanta. Durante meses. Aguanta hasta que un montón de malas noticias se añaden a su pésimo estado. Una tras otra.
Muere un albañil en la cripta de la Colonia Güell, se paran las obras en la Sagrada Familia por falta de dinero y el fracaso del parque Güell es innegable. Encima, a causa de su genio desbocado, pierde el proyecto de la capilla del colegio de las teresianas por diferencias con la madre superiora y en la catedral de Mallorca, en una ocasión, casi se lía a puñetazos con un encargado. Pero el remate final llega el 14 de abril de 1911, con el fallecimiento de Carles Mani en la villa Coll i Pujol del parque, cuatro días después de saber que ha perdido un concurso en el que había depositado todas sus esperanzas profesionales.
—Su corazón simplemente se ha parado —declara el médico forense.
Entonces, de una vez por todas, Gaudí toca fondo.
La muerte de su amigo y pupilo lo lleva a un estado irreversible de depresión, que ya supera el aspecto emocional. Tiene fiebre, dificultad para respirar y sufre escalofríos. Está tan mal, que por segunda vez en la vida pide ayuda a Santaló.
—Ya no puedo más... —confiesa.
La diferencia es que, esta vez, cree de verdad que no podrá salvarse. Que lo dejará todo a medias.
Y su amigo también.