CAPÍTULO 48

— Siempre se debe usar agua filtrada —explicó Nakamura— y llenar hasta aquí —añadió señalando una línea—. En cuanto al tiempo de infusión, hay que añadir un minuto por taza. La temperatura se mantendrá constante y una vez preparado el programador no hay que tocarlo.

— ¿Eso es todo? —preguntó Nordlund.

Nakamura sonrió.

— No. Si el café tiene gusto a quemado hay que darle a la máquina aquí. —Descargó unos puñetazos sobre el panel central sin dejar de sonreír—. Existe un disyuntor que a veces se atora. —Se encogió de hombros—. Lo malo de tener una reputación es que los extranjeros siempre creen que uno no puede equivocarse. En realidad, su Señor Café realiza un trabajo muy adecuado.

Se acercó al sofá, se sentó y sorbió su infusión con el entrecejo fruncido.

— Es extraño… pero no importa. ¿Se ha repuesto ya?

Había transcurrido una semana desde el día del rescate. Por su parte, Nordlund pasó cuatro noches en su domicilio durmiendo como una marmota y los siguientes tres en casa de Cyd, donde lo habían compartido todo, incluso sus pesadillas.

— SI; me siento bien —repuso sin entusiasmo porque aún tardaría bastante en sentirse normal del todo… si es que alguna vez lo lograba.

— Tengo una sensación de culpabilidad —declaró Nakamura.

— ¿Por qué motivo?

— Porque voy a quitarle a uno de sus hombres.

— No lo entiendo —declaró Nordlund cortésmente.

— Me refiero al señor Metcalf. Esperamos hacer una oferta para el tramo occidental del proyecto y confiamos en conseguirla. En cuanto al señor Metcalf, creemos que posee la experiencia necesaria, así como la suficiente capacidad y destreza para enfrentarse eficazmente a cualquier situación de emergencia. Cualidades muy raras en un hombre tan joven.

Nordlund miró a Nakamura, aturdido. Nunca habían discutido aquel asunto, aunque Nakamura insinuó en cierta ocasión… Sin embargo, no importaba lo que Nakamura hubiera insinuado.

— ¿Y ha aceptado?

Nakamura hizo una señal de asentimiento.

— Ha sido preciso persuadirle… —arrugó la frente—, Pero no parece usted complacido.

Nordlund lo miró con sonrisa forzada.

— No; no lo estoy. Troy es un buen elemento. Le deseo lo mejor.

Por un instante recordó lo que Kaltmeyer le había comentado una vez sobre la lealtad de Troy. Pero alejó de sí aquel pensamiento porque deseaba lo mejor para Troy y no quería poner un gesto amargo al decírselo.

— Se lo hubiéramos ofrecido a usted —continuó Nakamura—, pero pensamos que antes querrá terminar el túnel; completar lo que el señor Kaltmeyer había empezado.

— Desde luego —respondió Nordlund—. Tiene usted toda la razón. De ningún modo lo abandonaría ahora.

Pensó que Nakamura le diría algo cortés y se marcharía en seguida, pero el hombrecillo no lo hizo. Por el contrario, se había acomodado aún más en el sofá con su taza de café en la mano.

— No me ha preguntado cómo logramos persuadir al señor Metcalf.

Había un asomo de sonrisa esbozado en los labios de Nakamura y por un momento Nordlund se preguntó si lo iría a abrumar con detalles sobre el salario de Troy y los incentivos que le aguardaban.

— Estoy seguro de que la oferta ha sido generosa.

Ahora Nakamura sonreía abiertamente.

— Lo estoy hostigando y eso no está bien. Sólo hubo un incentivo real… lo convencimos de que, al fin y al cabo, trabajaría para usted.

Nordlund no comprendía absolutamente nada.

— Ese proyecto ha resultado demasiado caro para que el gobierno de su país corra en solitario con los gastos. Después de primeros de año tenemos programados una serie de contactos con la Administración. Si los mismos son favorables, y creo que lo serán, el proyecto se llevará adelante bajo el patrocinio conjunto de ambos gobiernos. Me han asegurado que la Nippon Engineering asumirá el activo y las deudas de Kaltmeyer-DeFolge.

Nakamura se puso en pie y tendió la mano a Dane.

— Nos gustaría tenerlo como ingeniero jefe… de todo el proyecto. —Su sonrisa se amplió todavía más—. Creo que es una oferta que no puede usted rehusar.

Nordlund le estrechó la mano, incapaz de pronunciar palabra. Nakamura tomó su sombrero y su abrigo y se acercó a la puerta; pero, antes de trasponerla, se detuvo.

— Su cafetera automática, es como dicen ustedes, «una pifia». Pediré a la fábrica que les manden otra nueva.

En cuanto Nakamura se hubo marchado, Metcalf entró en el despacho y se quedó por unos momentos mirando a todas partes con el rostro sombrío.

La sonrisa de Nordlund se esfumó.

— Iba a felicitarle, pero tiene la misma cara que si acabara de perder a su mejor amigo.

— Los dos lo hemos perdido. Dane. Esto no va a ser lo mismo sin Janice.

Nordlund levantó su taza de café.

— Ninguno la podrá olvidar.

— ¿Se lo ha contado Hideo? —preguntó Metcalf sentándose.

— Sí. No ha podido suceder una cosa más rara.

— ¿Ha oído algo de Phillips?

Nordlund tenía un aire curioso.

— No sé nada por él mismo. Nunca me contaba lo más mínimo.

— Lo han llamado a Washington.

— Le está bien empleado al muy bastardo.

— ¿Dónde diablos estuvo usted la semana pasada, Dane? —preguntó Metcalf haciendo una mueca—. No me lo diga. Nuestro Steve fue interrogado en el programa 20/20, apareció en la portada de Time de esta semana y creo que alguien le ha ofrecido un contrato para un libro.

Nordlund lo miró fijamente. «El muy llorón hijo de perra…»

— Bromea usted.

Pero Metcalf negó con la cabeza.

— Lo digo con la mano sobre el pecho. Es el niño bonito de Washington. Lo han nombrado consejero especial del presidente para asuntos de transportes.

— ¿Y eso qué? Dentro de un año nadie se acordará de él.

Metcalf adoptó un aire confiado.

— ¿Quiere que apostemos algo? Phillips está dotado de una fuerza permanente, créame.

Nordlund bostezó. No había dormido lo suficiente durante aquellos días, aun cuando, hasta cierto punto, las veladas con Cyd tampoco fueron propicias al descanso.

— Prepárese un café, Troy. Y haga otra taza para mí.

Se adelantó hacia las puertas correderas que daban a la galería y las abrió unos centímetros para que entrara un poco de aire. Fuera hacía calor. Era el día más caluroso que habían tenido en todo el mes. El sol brillaba finalmente calentando el aire y transformando los pequeños islotes de nieve en montones relucientes.

Por un momento se quedó contemplando la actividad del recinto; luego se volvió hacia Metcalf.

— Troy: ¿no hubo un momento en que pensó darnos por perdidos? Era un plan a largo plazo que se iba prolongando más y más.

— Nunca pensé ceder —declaró Metcalf lentamente—, ¿Cómo va a ceder uno con sus amigos?

— Fue muy hábil al sacarnos de allí.

Metcalf sonrió.

— No resultó difícil. Yo no paraba de pensar qué habría hecho usted.

— ¡Oh, gracias! —Se sentía turbado—. ¿Cuándo se marcha?

— Dentro de un mes. Y a propósito, le voy a robar a dos de sus hombres.

Al igual que Nakamura, Metcalf parecía nervioso.

— ¿Quiénes?

— Grimsley y Pinelli. —Metcalf movió la cabeza como si recordara algo—. No podría continuar sin ellos. Pinelli es un perforatúneles nato y sin Grimsley probablemente mi cabeza se convertiría en un volcán.

Cuando Metcalf se hubo marchado, Nordlund se dejó caer en el sofá, perdido en sus meditaciones. ¡El pequeño irlandés con su continuo parloteo! Cyd le había dicho en cierta ocasión que podía aprender mucho de Troy, y sin duda tenía razón. Quizá no por lo que se refería a la profesión, pero sí en muchos otros sentidos.

Cyd lo estaba sacudiendo suavemente.

— Hay que levantarse, Dane, o llegaremos tarde para nuestra reserva en el Andy.

Él parpadeó y se fue incorporando trabajosamente en el sofá a la vez que intentaba sacudirse el sueño de los ojos.

— ¿Cuánto tiempo he estado dormido?

— Tres horas —le pasó los dedos por los labios cuando empezaba a protestar—. Nadie ha querido molestarte. Además, el día es muy malo… y necesitas dormir.

— ¿Ha llamado alguien?

— No; nadie importante. Excepto Derrick.

Lucía el mismo vestido de cachemira azul oscuro que había llevado cuando estaban en el aeropuerto nacional de Washington. Su aspecto era muy atractivo e inmediatamente se preguntó si lograría acortar la velada en el Andy.

— ¿Quería algo?

— Sólo recordarte que tenéis una cita mañana en el partido de los «Blackhawks» — frunció el entrecejo—, ¿Qué va a ser de Derrick? Su madre murió hace tres años, y según creo no tiene ningún pariente cercano.

— Hay una tía suya en North Side, pero es demasiado vieja para ocuparse de él. Ya hablé con ella sobre el asunto de asumir la custodia. —Se apresuró a explicar el motivo preguntándose si ella lo entendería—. No pasará mucho tiempo; ya tiene doce años. Seis más y a los dieciocho estará en disposición de marcharse de casa para irse a la Universidad o a donde quiera.

Ella hizo una señal de aprobación con la cabeza.

— Serás bueno con él. Y él contigo. —Se contempló las manos—. Lo siento por Diana. De veras que lo siento.

— ¿Qué puedo decirte, Cyd? También lo siento yo. Estuvimos casados cuatro años, pero en realidad nunca llegué a conocerla a fondo. Quizá ni ella misma se conocía.

Cyd sacó un pedazo de papel doblado que llevaba en el bolso.

— Hemos hecho averiguaciones sobre Beardsley tan sólo para tener la seguridad de que actuaba solo, de que no formaba parte de ninguna organización.

Él se estremeció al recordar a aquel hombre enorme y ensangrentado esgrimiendo su hacha de guerra conforme se abalanzaba sobre ellos.

Cyd consultó sus notas.

— Arthur y Brad Gentry. Eran hermanos gemelos, su madre murió cuando tenían tres años; el padre fue víctima de un accidente de automóvil cuando los niños contaban nueve. Se les educó en un orfanato hasta los dieciocho. Es difícil encontrar parejas que quieran adoptar niños de nueve años. Como ocurre con los gemelos, vivieron siempre muy próximos el uno al otro y determinadas circunstancias hicieron que su intimidad fuera aumentando con el paso del tiempo… Sospecho que incluso llegaron a ser amantes. Psíquicamente, supongo que se puede afirmar que compartían la misma alma.

Se detuvo un momento y luego volvió la página.

— Los dos trabajaban en un túnel bajo el East River perforando con la primera compañía de DeFolge. Estaban siempre discutiendo con la dirección, porque DeFolge y su compañía compraban equipos viejos y encima no los mantenían debidamente. Un día de Navidad hubo un derrumbamiento y Beardsley presenció cómo moría su hermano gemelo. —Levantó la mirada, pensativa—. Debió ser lo mismo que presenciar su propia muerte.

— Y Beardsley juró vengarse.

— Sí; al parecer fue eso. Pasó algún tiempo en una institución y asesinó al médico para escapar. Había jurado matar a los cuatro hombres que consideraba más responsables, es decir, a DeFolge, Kaltmeyer, Leaver y Orencho.

— Se los cargó a todos —comentó Nordlund—. Cabe pensar que alguno de ellos pudo reconocerlo.

Ella movió la cabeza.

— No. En veinte años había engordado mucho y probablemente se forzó en cambiar de voz. Desde luego lo que sí cambió fue su nombre. De todos modos estaba fuera de su ambiente anterior. El derrumbamiento había ocurrido mucho tiempo atrás y muy lejos de aquí. Probablemente evitaba a los otros todo lo posible trabajando en los turnos de noche y cosas por el estilo.

Miró la hora en su reloj.

— ¡Venga! Ponte los zapatos y salgamos de aquí.

Dane alargó la mano y la obligó a tenderse en el sofá.

— ¿Qué voy a hacer contigo, Cyd?

Ella le pasó las manos por el cabello.

— ¿Tienes alguna queja? Siempre estoy aquí cuando tú lo deseas.

— Pero es que te quiero todo el tiempo. Además, tendrás que regresar a Washington.

— No está tan lejos.

El movió la cabeza.

— No soy muy práctico en ir y venir cambiando de tren los fines de semana.

— ¿Matrimonio? —preguntó ella.

— Podríamos intentarlo. A Derrick le gustaría.

— ¿Cuándo quieres saberlo?

Dane la acercó más y la besó.

— Mañana por la mañana sería estupendo.

Ella lo apartó suavemente.

— Lo pensaré. Ponte los zapatos y el abrigo. Voy al coche.

Al llegar a la puerta se volvió; mirando hacia atrás, le dijo:

— Las posibilidades están al cincuenta por ciento… Tendrás que convencerme.

La miró mientras se alejaba; luego se puso los zapatos, cogió su abrigo y miró hacia el interior del despacho, ahora lleno de fantasmas. Frank, Diana, Swede, Janice…

Se estremeció y cerró la puerta tras de sí. Tenía toda la noche por delante para convencer a Cyd.

Sonrió. En modo alguno podía perder.