CAPÍTULO 26
Nordlund encontró a Cyd de pie en el balcón, con el abrigo muy ceñido al cuerpo, contemplando el panorama de Chicago, medio oculto por la violenta nevada. Ella se volvió al oír sus pasos y dijo:
— Cuando yo era niña, esta ciudad me gustaba mucho. Fui alumna del instituto Amundsen en el North Side y todo mi mundo quedaba comprendido entre Evanston y la Old Town. Todas las cosas emocionantes sucedían allí, desde fiestas con los chicos de la hermandad de la Northwestern, a Second City y los tugurios donde se interpretaba jazz en la Old Town y un centenar de minúsculos grupos teatrales… todos excelentes. La gente solía hablarme de la Big Apple, pero yo no podía comprender por qué la gente estaba ansiosa por ir a Nueva York. Porque, a mi modo de ver, aquí en Chicago estaba todo cuanto importaba en e mundo.
Se estremeció y entró en la habitación. Él cerró la puerta corredera.
— ¿Cuándo quieres bajar. Dane?
— Dentro de diez minutos. ¿Dónde está Hideo?
— ¿Con crema y azúcar, señor Nordlund? —preguntó Nakamura, que estaba en el cuartito preparando tres tazas de café.
— Con ambas cosas. —Se volvió de nuevo a Cyd—, Ayer por la tarde presenté mi dimisión. Incluso pensé en no asistir a la ceremonia.
— ¿Por qué no me lo dijiste?
— Porque tenía algunas cosas que poner en orden mentalmente.
Ella le miró, pensativa. Luego repuso:
— Creo que comprendo el motivo. Pero de todos modos cuéntamelo.
— Tuve una conversación con DeFolge. Me enteré de que los sondeos practicados por Lammont en los estratos de roca eran falsos; que su programa para predecir la naturaleza de las franjas en las que estábamos excavando era tan fantástica como la tierra de Oz. Es decir, que durante cuatro años hemos estado excavando a ciegas.
— ¿Y qué dijo DeFolge?
— No pareció muy preocupado. Está seguro de que nadie lo va a ahorcar tras haber completado uno de los mayores logros de la ingeniería realizados jamás… y encima en el plazo fijado. Y tiene razón.
— ¿Te dijo eso él? ¿Qué una vez terminada la obra todo queda en orden?
Él hizo una señal de asentimiento.
— Pues me temo que se equivoca —comentó Cyd con calma—. Quizá haya completado un proyecto difícil en la fecha fijada, pero no lo ha hecho según el presupuesto. Porque los costos reales lo superan con creces. Si lo que dices es cierto y DeFolge lo sabía, tanto él como Lammont son culpables de defraudar al gobierno. Y no creo Que la Administración se sienta muy feliz al saberlo… y mucho menos la oposición. —Frunció el entrecejo—, ¿A ti Qué te parece?
— Está lo de la cinta de Styron… —Se interrumpió—. Lo siento, Cyd. Debí habértelo dicho desde un principio.
— Pues dímelo ahora.
Le contó lo de la cinta que había encontrado cuando estuvieron en el piso de Styron y del éxito de Zumwalt al descifrar su contenido, y añadió lo del encuentro con DeFolge y la tentativa del senador para sobornarlo.
Cyd se echó a reír.
— Si DeFolge admira tanto tu integridad, debió haber previsto que no estás en venta por diez mil dólares… Eso es un insulto.
— Tuve la impresión de que se trataba de un adelanto.
— Supongo que todo dependería de la reacción que el senador encontrara en el gobierno. No creo que tuviera mucho que ver contigo y con Diana. —Arrugó la frente—¿Crees que Styron intentaba chantajear a alguien con esa cinta?
— Ésa es mi impresión.
— ¿Ha conseguido alguien encontrar a Lammont?
Él la miró, abriendo un poco la boca. Era una de esas cosas que uno tiene delante y no las ve. Porque la persona más idónea para que Del la chantajeara era Lammont.
— ¿Por qué hizo eso Lammont?
— La única persona que puede contestar es él mismo. Quizá obró por cuenta propia y por motivos que él sólo sabe. O tal vez DeFolge, Kaltmeyer, Max y Henry Leaver lo sabían. Lammont es la única persona capaz de establecer un nexo de unión entre todos ellos, incluyendo a Del.
— En cuyo caso quizá tengamos a un asesino entre nosotros.
La piel se le puso repentinamente húmeda.
— Si lo de los informes falsos saliera a la luz, Kaltmeyer y DeFolge quizá sobrevivirían, pero no Lammont y su empresa. Lammont tal vez ha tenido miedo de que los otros hablaran para salvar el pellejo. Y Del era hombre muerto desde que contactó con él.
— Eso si existe un nexo de unión entre ellos —comentó Cyd lentamente—. Pero a lo mejor no es así.
— Sin embargo, esa teoría puede servirnos hasta que se encuentre otra mejor. Creo que deberíamos hacer una comprobación con Harry y que nos diga si Lammont se ha dejado ver por abajo.
Recogió su bolso, que estaba sobre la mesa: y tras una breve pausa, sacó de él media docena de fotografías.
— Acaban de llegar del laboratorio de la policía. Están todas, incluso las tuyas.
La mayoría eran sólo borrones con algún pequeño detalle algo más claro. Él se inclinó sobre una de ellas y señalando un punto preguntó:
— ¿Qué es eso?
En la parte superior derecha de la fotografía veíase algo que semejaba vagamente un rayo.
Cyd lo miró. .
— Probablemente se deba a una arruga en la película plástica con que cubren las fotos para realzarlas luego del revelado.
Dane le devolvió las fotos.
— Que te diviertas con ellas.
— ¿Te das cuenta de que tú y Zumwalt podéis estar en peligro? —preguntó Cyd, preocupada.
— Kaltmeyer y DeFolge lo están. —Movió la cabeza—. Todo esto no me huele nada bien, Cyd. Si DeFolge no lo hubiera sabido de antemano, se habría enfadado mucho por haber pagado una fortuna a cambio de un programa de estratos hecho por computadora que nunca existió en realidad. Si lo hubiera sabido, se habría enfadado también porque, en tal caso, Lammont hubiera quedado calificado como nuestro asesino… Es lo suficientemente listo como para contemplar dicha posibilidad. Pero no se asustó y yo no lo creo tan buen actor como para ocultar sus emociones.
Ella se encogió de hombros.
— Esto es como un ovillo enredado, Dane… Se harta uno de tirar de un lado y de otro hasta que finalmente se encuentra el hilo adecuado.
— Debemos irnos o llegaremos tarde —advirtió Nakamura como si se excusara. Había dispuesto de tiempo suficiente como para tomarse varios litros de café, pero se mantuvo en el cuartito solo con el fin de dejarlos a solas el máximo tiempo posible.
Nordlund y Nakamura se estremecieron unos momentos antes de salir al frío exterior mientras Cyd hablaba con Richards. Luego, los tres se apresuraron por el suelo cubierto de nieve hasta llegar a la entrada del pozo. Mientras descendían en la jaula, Nakamura ofreció a cada uno de ellos un envase con café.
Nordlund tomó un traguito levantando las cejas. El café era perfecto.
— ¿Cómo lo ha hecho?
— Muy sencillo. Se calienta el agua hasta que la mano no se puede mantener sobre el depósito más de cinco segundos; cinco segundos exactos. Se inhala entonces el aroma del café recién molido y se prepara la mezcla hasta que el olfato detecte el mismo grado de humedad que se obtendría en un baño de vapor moderado. Tres minutos y el café está hecho.
— Eso tiene muy poco de científico —comentó Nordlund.
Nakamura hizo una señal de asentimiento.
— Desde luego; pero preparar café siempre ha sido un arte y no una ciencia.
— El libro de instrucciones…
— Los libros de instrucciones se escriben sólo para la exportación. Porque en otros países a la gente le gustan ¿cómo diría?… las instrucciones científicas.
Nordlund lo miró y se sintió repentinamente receloso.
— ¿Cómo sabe usted tanto de esa máquina?
Nakamura adoptó un aire petulante al contestar:
— Porque está construida por mi empresa, la Nippon Engineering.
Habían llegado tarde. Y el tren de desescombro, convenientemente habilitado, había partido ya con su carga de invitados, de modo que sólo quedaba un cochecillo eléctrico.
— Vamos a estar un poco apretados —comentó Nakamura ocupando el asiento derecho y procurando hacer el menor bulto posible.
Nordlund ayudó a Cyd a subir al vehículo y se colocó como pudo a su lado. Cyd se echó a reír.
— Por poco haces el viaje sentado en mis rodillas.
— No en un coche como éste, y menos durante seis kilómetros.
Condujo el vehículo hasta el centro del túnel. El recorrido le aportó una mayor sensación de nostalgia de la que hubiese podido suponer. Cada cien metros le venía a la memoria un problema y el modo en que podía solucionarse.
— ¿Es cierto que no se quedará después de la ceremonia? —preguntó Nakamura levantando mucho la voz para hacerse oír.
— ¿Quién se lo ha dicho?
— El señor DeFolge. —Hizo una pausa—. Pero no acabé de creérmelo.
— Yo en su lugar tampoco lo hubiera creído.
Norldlund incurrió en un profundo silencio mientras miraba las paredes del túnel. Luego oyó el ruido de la gente reunida en el extremo del mismo. Disminuyó la velocidad del cochecillo, lo desvió para no chocar contra el «topo» y lo dejó aparcado en la zona destinada a vehículos eléctricos. Se dijo que el público era numeroso, quizás trescientas personas, la mayoría ingenieros y perforatúneles que habían trabajado en la obra, además de buen numero de ingenieros procedentes de todos los rincones del país.
Kaltmeyer los estaba esperando. Empujó a Nakamura y a Cyd hacia adelante, advirtiéndoles:
— Usted en primera fila, Hideo. Los asientos han sido señalizados. Me alegro de que se encuentre con nosotros, señorita Lederley.
En seguida dirigióse a Nordlund, añadiendo en voz baja:
— Es usted un perfecto idiota. Dane. No sé si echarle de aquí o no.
— No hay nada personal en esto, Frank, pero no trate de intentarlo.
Se abrió camino entre la multitud hasta llegar a los escalones de madera que llevaban a la plataforma provisional para los oradores. Numerosas personas estaban ya sentadas: DeFolge y Diana, Cyd, Derrick y Phillips, así como Swede y Hartman, en representación de los obreros.
DeFolge estrechó la mano de Nakamura. Su expresión era azorada cuando miró a Nordlund.
— Diana —dijo Nordlund—. Quiero presentarte a Cyd Lederley.
Diana saludó cortésmente con la cabeza.
— Ya conozco a la señora Lederley —explicó.
Diana sonreía, observadora y fríamente. Nordlund decidió que no iba a quedarse para la fiesta que vendría después. Diana procuraría que ni él ni Cyd la disfrutaran, aunque en realidad la posibilidad de que así fuera resultaba mínima.
— Hola, Dane —exclamó Derrick, excitado y feliz.
— ¿Qué tal te va, Derrick? —Y volviéndose hacia Swede añadió—: ¿Ha traído el martillo?
Swede se apartó un poco para que Dane pudiera ver la resplandeciente herramienta, decorada con tiras rojas, blancas y azules, colocada detrás de la silla.
— Es muy bonito… Está recubierto de níquel.
En aquel momento apareció Lynch llevando dos impermeables de plástico transparente que entregó a Swede. Nordlund se dijo que debían ser para que DeFolge y Kaltmeyer se los pusieran en el momento de utilizar el martillo. Otros dos perforatúneles estaban de cuclillas junto a unos faroles accionados por baterías, ajustando la luz a fin de que sirvieran como complemento a las hileras de bombillas tendidas en un arco. Otras linternas flanqueaban la plataforma, aportando claridad adicional a la que despedían los focos de la televisión.
Kaltmeyer se situó detrás del estrado y dio varios golpecitos sobre el micrófono hasta que pudo oír su resonancia en los altavoces.
— Señoras y caballeros: ¿quieren hacer el favor de sentarse? Hemos programado el acto para las once.
En la parte frontal, los asistentes fueron guardando silencio mientras que los que se agitaban en el fondo estaban todavía buscando sus asientos. Nordlund inspeccionó a los reunidos, tratando de encontrar conocidos y haciendo leves señales de saludo cuando establecía algún contacto visual. Distinguió a Janice en la primera fila y le hizo un guiño que originó una amplia sonrisa como respuesta. Más tarde tendría que decirle lo guapa que estaba con su sombrero amarillo.
Tras el micrófono, Kaltmeyer empezaba a animarse.
— Tradicionalmente, la toma de contacto entre las dos galerías de un túnel es un acto privado entre los obreros. Pero creímos que el presente acontecimiento resultaba demasiado significativo en la historia de la nación para no permitir la asistencia de invitados ilustres, tanto de nuestro puesto central como de otros proyectos. Al invitar a miembros de la prensa y la televisión hemos ofrecido la oportunidad de participar a personas de todos los lugares del mundo.
Kaltmeyer hizo una pausa mientras estallaba una entusiasta salva de aplausos. A renglón seguido y, mostrándose extrañamente en forma para un hombre a quien no gustaba hablar en público, según se dijo Nordlund, fue pasando revista a los esfuerzos que había costado crear y llevar a la práctica el proyecto, siempre teniendo en cuenta lo que el túnel y el tren-bala iban a representar para la economía del país.
Nordlund observó la presencia de Phillips, que hasta aquel momento se había mostrado tenso y preocupado, pero que de pronto mostraba una actitud más relajada.
Kaltmeyer procedía a presentar una detallada mención de los beneficios que con el tiempo proporcionaría el tren-bala, cuando se dio cuenta de que DeFolge estaba dando golpecitos a su reloj. Nordlund miró también el suyo. Faltaban dos minutos para el momento culminante.
— Tenemos la suerte de contar entre nosotros con la presencia de un hombre cuya visión ayudó a llevar adelante este gran proyecto, desde su gestación en el Congreso hasta el momento actual en que se van a conectar las dos galerías, y que ha permanecido siempre fiel al sueño que forjamos y que ahora se concreta. Señoras y caballeros, el senador Alan DeFolge.
Esta vez hubo menos aplausos, mientras DeFolge subía al estrado sonriendo. Hizo unos cuantos comentarios agradeciendo el haber sido invitado a lo que suponía era una fiesta sólo para perforadores, hizo brevemente el signo V de la victoria y en seguida Lynch subió a la plataforma para ayudarle a él y a Kaltmeyer a ponerse los impermeables de plástico. A continuación, Swede entregó el martillo niquelado a Kaltmeyer.
DeFolge se inclinó hacia el micrófono.
— Estamos ante un verdadero renacimiento. La unión del Este y el Oeste en lo que significa un gran paso hacia el futuro.
Él y Kaltmeyer se acercaron a la pared rocosa, tomaron el martillo con la mano derecha, lo levantaron sobre sus hombros y lo descargaron contra el fino muro de caliza.
Pedazos de roca salieron disparados en todas direcciones; instantes después, una gran parte de la pared se disolvía en fragmentos que cayeron como una lluvia sobre el suelo.
Nordlund acababa de pasar su brazo por los hombros de Cyd para protegerla de la polvareda, cuando oyó una detonación. Una fina línea luminosa atravesó el aire turbio por el lado derecho de la plataforma; de pronto, Kaltmeyer exhaló un gruñido y se tambaleó cayendo hacia atrás.
Alguien dejó escapar un grito y los invitados de la primera fila se pusieron en pie sin saber exactamente lo que acababa de suceder.
— ¡Agáchense! —gritó Nordlund—. ¡Todos al suelo!
Saltó de su asiento y corrió hacia Kaltmeyer, que permanecía sentado sobre la plataforma con aspecto perplejo, llevándose las manos al costado. El brillo de la sangre se entreveía entre sus dedos. El cámara de la televisión enfocaba al herido. El cámara era la única persona que seguía en pie junto al estrado.
— Frank, ¿cómo estás?
— No lo sé —jadeó Kaltmeyer—. Pero ¡cómo me duele!
Nordlund miró frenético a su alrededor, tratando de localizar el punto desde el que se había efectuado el disparo. Momentos después, otra brillante línea roja silbaba hacia la plataforma. Venía de la zona tapada de la caverna. Seguidamente, un estampido despertaba ecos en las paredes del túnel.
Nordlund nunca pudo tener plena conciencia de lo que ocurrió después: de la ola de intenso calor que le invadió, ni de la explosión que arrojó a él y a Kaltmeyer violentamente al suelo.