CAPÍTULO 46

— ¿Le ha dicho a Nordlund lo que tienen que hacer? —preguntó Grimsley.

Metcalf hizo una señal de asentimiento.

— Sí. Le he explicado que el núcleo de la barcaza se llenó de agua y que no hay manera de bombearla. En consecuencia, tendrán que atarse unos a otros y estar preparados para un buen remojón.

— A menos de que la capa explosiva destruya la quilla de cemento —intervino Pinelli—. Porque en este caso todo el lago Michigan caerá sobre ellos.

Metcalf se estremeció mientras retrocedía hacia el lado de sotavento de la cabina del piloto. La ligera brisa se había hecho más violenta y empezaba a sentir escalofríos. Eran muchos los días que llevaba durmiendo poco y en constante preocupación por las personas atrapadas abajo. Aparte de ello, había ido creciendo en él la convicción de que estaban esforzándose en vano; de que aquella idea de la barcaza era una fantasía sin fundamento; una broma de película de Mickey Mouse como Grimsley la describió cierta vez.

Pero si el plan no funcionaba, él no tenía ninguna otra idea que ofrecer.

— ¿Han preparado ya el aparejo?

Grismley hizo una señal de asentimiento.

— Está ahí a la trasera… Acaban de terminarlo.

Los técnicos estaban trabajando en una estructura de aluminio de un metro y medio de diámetro a la que se habían acoplado diez paquetes de explosivos. Metcalf la observó unos momentos.

— ¿Por qué tan grande?

Uno de los técnicos levantó la mirada.

— Para poder concentrar la explosión en un punto determinado del fondo del lago.

— Va a ser difícil subirla a bordo —expresó Metcalf, dubitativo.

Pinelli movió la cabeza.

— Utilizaremos el chigre del remolcador.

Metcalf consultó su reloj. Nordlund y los otros habían tenido tiempo más que suficiente para atarse con el cable.

— En cuanto hayan terminado, empecemos.

Observó cómo colocaban los detonadores en cada una de las cargas y cómo los alambres eran conectados a un sincronizador que tenía el tamaño de un paquete de cigarrillos y que estaba asegurado con cinta adhesiva a una barra en el centro.

— ¿Se montará usted ahí, Pinelli?

— Sí. Me voy a sentir como aquel personaje del doctor Strangelove.

Metcalf señaló una pequeña pieza de metal rojo que destacaba al lado de la cajita.

— Es el mecanismo de armado —informó—. No hay que activarlo hasta que haya sido hundido dentro del círculo de cajones estancos.

El remolcador se acercó a la barcaza hasta rozar su quilla. El brazo de la grúa giró hacia afuera, pero luego permaneció inmóvil. Pinelli, de pie sobre el gancho, hizo que éste se moviera hasta que la estructura con los explosivos quedara directamente sobre el círculo de cajones estancos. Hizo una señal al operador del cabrestante para que empezara a bajar y cuando la estructura dio en la superficie del agua, alargó una mano y puso en marcha el sincronizador, tras lo cual hizo una seña al operario para que continuara descendiendo. Cuando los cables que sostenían la estructura quedaron lacios, hizo una seña para parar el descenso,

sacó los cables del gancho y lo devolvió al remolcador. Saltó cuando se encontraba a medio metro del puente y corrió hacia Metcalf.

— ¿De cuánto tiempo disponemos?

— De ocho minutos. Marchémonos en seguida de aquí.

Metcalf hizo una seña al capitán y un momento después el remolcador describía una curva lentamente y se detenía a doscientos metros de distancia.

Aquéllos habían sido los ocho minutos más largos en la vida de Metcalf.

Empezaba a creer que el dispositivo de sincronización había fallado, cuando vio un surtidor de agua brotar del centro de la barca hundida. Pedazos de barro y de roca chapotearon alrededor de la embarcación. Hizo una seña otra vez al capitán y se acercaron lentamente a la barcaza. Conforme lo hacían, Metcalf notó que nuevas grietas habían aparecido en la quilla de cemento. Cuando la tocaron, él y Grimsley saltaron al interior y miraron por el borde para ver los efectos de la carga explosiva.

El anillo de pilotes estancos se había hecho pedazos y varios de aquéllos se balanceaban en el agua. Pero no había indicios de que el agua escapara por ningún agujero en el fondo del lago.

— ¡No lo hemos conseguido! —exclamó lentamente— ¡Diantre! No lo hemos conseguido.

El viento estaba arreciando y las olas empezaban a lamer los costados de la barcaza. El tiempo empeoraba y lo que hubiera que hacer habría que hacerlo pronto.

— ¿Qué pasa ahora? —preguntó Grimsley.

— En el remolcador tenemos una estructura de reserva y más cargas, ¿no es cierto?

— Sí, pero… —Grimsley movió la cabeza—. La barcaza no lo sorportará, Troy. Fíjese en las grietas. Si se produce una nueva explosión, todo el lago irá a parar ahí dentro.

Metcalf se dijo que había que arriesgarse. Si no lo intentaban, Dane y los demás morirían de sed y de hambre antes de que fuera posible abrir un agujero en el túnel. La única esperanza residía en preparar otra carga y rezar para que la barcaza resistiera el tiempo suficiente para ir sacando a los supervivientes.

— Diga a los técnicos que preparen otro bastidor con cargas. Probaremos otra vez. Voy a comunicar por radio con los de abajo.

Pero luego de haberlo intentado durante diez minutos, tuvo que desistir.

— ¿Qué pasa? —preguntó Pinelli.

— No lo sé. No me contestan.

— ¿Algún nuevo derrumbamiento?

Metcalf movió la cabeza como si dudara.

— No. Probablemente sus baterías se están debilitando. La última transmisión empezaba ya a tener fallos.

Los técnicos habían colocado nuevas cargas en el armazón y lo habían ensartado con el gancho del cabrestante cuando Grimsley, señalando hacia el lago, declaró:

— Mal asunto.

Metcalf miró también hacia allá. Un bote de la guardia costera se dirigía en derechura hacia ellos por sobre las encrespadas aguas. No era preciso preguntar quién iba en él provisto probablemente de una orden del juzgado y de media docena de policías.

Tratábase de Phillips.

— ¡Queda detenido! —exclamó Phillips en cuanto hubo puesto pie a bordo—, Y usted también, Grimsley… y usted, Pinelli. ¡Todos detenidos! ¡Maldita sea!

Media docena de agentes de la guardia costera provistos de fusiles y con expresión cohibida se habían colocado a cosa de un metro detrás de él. El último en subir a bordo fue Youngblood, quien, como de costumbre, parecía levemente aturdido.

Metcalf sintió que le invadía una oleada de cólera.

— ¿Tiene usted autoridad para esto, Steve?

Phillips iba envuelto en un pesado abrigo de marino y llevaba un gorro de lana y grueso pañuelo que le cubría la parte inferior del rostro. Apartándose de la boca una parte del pañuelo, alargó un papel a Metcalf.

— Está escrito aquí… Puede leerlo y echarse a llorar —exclamó tembloroso de rabia.

Metcalf miró el papel y aflojando los dedos dejó que el viento se lo llevara. Las cosas se iban poniendo cada vez más inseguras conforme el tiempo transcurría. La justificación de todo aquello residía menos en una reflexión racional que en una mera ilusión. Si Dios quería salvar a los que estaban abajo, ¿por qué empezaban a surgir tantas dificultades?

Empezaba a caer aguanieve, y los copos le daban en la cara como filos cortantes y le pinchaban los oídos. Dentro de media hora todo el remolcador quedaría cubierto de hielo y sería preciso cancelar las operaciones de rescate. O lo hacían inmediatamente o tendrían que desistir.

— Steve, métase en la cabina del piloto antes de que se quede tieso.

Mantuvo abierta la cabina para que Phillips entrara. Éste lo miró fijamente y se introdujo allí seguido de Metcalf, que cerró la puerta tras de él antes de que nadie más pudiera seguirlos. El capitán levantó la mirada e hizo una señal de asentimiento, luego se acercó al timón y trató de mantener la embarcación frente al viento y las olas.

— Los hombres han visto ya la orden —declaró Phillips secamente—. Tirar ese papel no servirá de nada.

— Sí, lo sé muy bien —asintió Metfcalf. Y acercándose al minúsculo hornillo llenó una taza de café y la alargó a Phillips—. Me temo que no hay azúcar; sólo crema en polvo.

Phillips tomó la taza con aire suspicaz.

— Quiero que este remolcador vire en redondo y ponga proa al puerto, Metcalf. —Mientras decía esto hizo una señal al capitán—. O se lo dice usted o se lo ordeno yo… puede elegir.

Metcalf se sirvió también un café y luego reclinóse contra la pared de la cabina teniendo cuidado de que el líquido no se le derramara, ya que el pequeño remolcador no paraba de balancearse de un lado para otro.

— Eso significará abandonar a los que hay debajo, Steve.

— ¿Puede demostrar que siguen vivos? ¿Puedo hablar con ellos?

— Su radio se ha agotado.

Los labios de Phillips parecieron adelgazarse.

— Desde luego. —Su piel parecía haber cobrado un tinte verdoso—. Mire, Troy, no puedo dar mi aprobación a nada que pueda poner en peligro el túnel.

— ¿Qué dicen los periódicos?

— Me tratan como un miserable —contestó Phillips entornando los ojos—. Pero usted ha tenido algo que ver en eso, ¿verdad?

Metcalf levantó un poco su taza como si fuera a brindar.

— Por los dos… que ya podemos considerarnos retirados.

Phillips lo miró fijamente. La expresión de su cara le recordó a Metcalf el pato de los viejos dibujos animados cuando se pregunta cómo Bugs Bunny va a engañarlo con el siguiente truco.

— Usted está recién retirado, Troy… yo no.

— Su sustituto se encuentra al otro lado de esa puerta, Steve.

Phillips movió la cabeza.

— No es mi sustituto, sino el suyo. Véalo a la inversa.

— En realidad, si se detiene a pensarlo un poco, Youngblood es un sustituto que sirve para todo… depende de a quién vaya a reemplazar. —Metcalf parecía curioso—. Steve ¿qué le ha ordenado la Administración? ¿Qué quieren que se haga?

Phillips se envalentonó un poco.

— Tengo autoridad absoluta. Es mi decisión la que vale.

— ¿No le hace eso sospechar un poco?

Phillips vaciló.

— ¿Por qué motivo?

— Porque es usted el chivo expiatorio de la Administración, Steve.

— Hablar así no le servirá de nada, Metcalf.

Pero Phillips no siguió ordenando al capitán que regresara a puerto. Metcalf dejó su taza de café en la mesita de la cabina provista de un rimero para evitar que los objetos cayeran al suelo. Luego se acercó un poco más a Phillips.

— Piénselo bien, Steve. Los medios de comunicación están lanzados contra la Administración porque usted quiere sacrificar a media docena de personas para salvar el túnel. En opinión de aquélla, probablemente es lo que se debe hacer. Pero en cuanto todo esto haya terminado no van a ser ellos quienes reciban los golpes, sino usted. Ha sido investido de plena autoridad; la decisión es suya, ¿no es cierto? Políticamente, pueden prescindir de usted cuando quieran.

Esperó unos momentos para ver el efecto que causaban sus palabras.

— Veamos la cuestión bajo otro enfoque. Supongamos que logramos perforar un agujero hasta la cueva y que acabamos inundando el túnel. —La cara de Phillips tenía un tono verde pálido—. También habrá sido decisión de usted. Y cuando los vivas dejen de sonar por haber salvado a Dane y a los otros, alguien presentará una factura por un billón de dólares para que el túnel pueda ser bombeado y puesto de nuevo en situación de uso. Pues bien, también le echarán en cara esa decisión. Ésa es la que a usted más le preocupa, pero, créame, decida lo que decida, se convertirá en una nota a pie de página por lo que a la historia respecta.

Phillips lo miraba fijamente haciendo leves señales de asentimiento. Metcalf se acercó un poco más para descargar el golpe decisivo, su cara estaba sólo a unos centímetros de la de Phillips.

— Existe un tercer modo, Steve. Se práctica un agujero en el techo, se rescata a los supervivientes y se vuelve a tapar el agujero de modo que el peligro de inundación quede eliminado. ¿Quién aparecerá en los titulares de los periódicos? ¿Quién merecerá todas las alabanzas? ¿Quién podrá ir a Washington y obtener el cargo que más le guste?

Se hizo atrás, aunque sin dejar de mirar fijamente a Phillips.

— Hay, pues, tres caminos, Steve. Y el último es el único en el que usted puede salir ganando.

El aire de la cabina estaba enrarecido a causa del pequeño calefactor de propano, y el remolcador se encabritaba y ondulaba aún más que antes. Metcalf se metió la mano en el bolsillo y sacó con aire displicente dos bolsas de papel manchadas de aceite que depositó sobre la mesita.

— Hemos traído algunos bocadillos, Steve, por si tenía usted hambre. Pinelli los escogió, así es que no me eche a mí la culpa… Uno es de ensalada y atún y el otro de sardinas y cebolla de Bermudas.

Metcalf salió de la cabina sin mirar hacia atrás. Una vez fuera gritó:

— ¡Adelante, Pinelli! Maneje el cabrestante y deje caer el armazón en el fondo de la barca, donde estaban los pilotes estancos. —Miró hacia las nubes que surcaban el cielo y observó la altura de las olas. No podrían permanecer allí mucho tiempo. Existía además la posibilidad de que Phillips pudiera cambiar de actitud—. Ponga el sincronizador en cinco minutos… y ya podemos empezar a rezar.

Miró a los miembros de la guardia costera que parecían perplejos e inseguros. Señaló con el pulgar hacia la cabina, de la que salían ruidos indicadores de que Phillips no estaba muy concentrado en la tarea a realizar.

— Ha cambiado de idea. Vamos a perforar el techo de la gruta dentro de cinco minutos. Quizá puedan ustedes ayudarnos a rellenar el agujero cuando todo haya acabado.

Se adelantó hacia la canastilla de popa, se arrebujó en su abrigo subiéndose el cuello y observó cómo Pinelli hacía rodar el cabrestante y ajustaba el sincronizador. Cuando el remolcador empezaba a alejarse, murmuró una breve oración.

Se preguntaba si los que permanecían abajo se darían cuenta de que todas aquellas operaciones dedicadas a salvarles la vida podían muy bien significar su muerte.