CAPÍTULO 27
Dietz consultó su reloj.
— Venga, muchachos. La conexión se efectuará dentro de dos minutos. Pauling, Sturm, poneos de pie.
Los dos alemanes levantaron sus macizos martillos y empezaron a avanzar hacia la pared frontal. Los demás perforatúneles dieron un par de pasos en la misma dirección. Alguien gritó:
— ¡A ver si rompes las cámaras, Paulie!
Todos se echaron a reír. Aquel espacio estaba lleno a rebosar de obreros, algunos de los cuales se habían colocado en posiciones ventajosas sobre el «topo». Otros, estaban subidos a cajones con el fin de tener una visión más perfecta de la pared que se levantaba entre ellos y el sector occidental del túnel.
Dietz habló ante el teléfono sónico que había colocado entre las dos galerías.
— ¿Estás ahí, Swede?
— Te oigo perfectamente, Mike.
— Bien. Aquí, todos dispuestos. Sólo esperamos vuestra señal.
— Manteneos a la escucha —advirtió Swede.
Dietz se imaginaba lo que estaba pasando al otro lado: los reporteros, la gente de la televisión, el estrado con Kaltmeyer y el senador pronunciando discursos… A Dios gracias él no tendría que soportarlos; el par de centenares de ingenieros y perforadores aplaudiendo cuando se les mandaba…
— Mike, apártate un poco —se quejó Sturm.
Dietz retrocedió, soltando el hilo del teléfono. Unos metros más allá, hacia el interior del túnel, se encontraba un espacio destinado a servicios que había sido excavado en el escudo frente a la zona del pequeño derrumbamiento. Se metió allí pensando en que cuando derribaran la pared se produciría una nube de polvo espeso del que quedaría, quizá, parcialmente protegido.
— Eh, Dietz, ¿tienes sed?
Uno de los perforatúneles le alargó la botella. La agarro y echó un trago, concentrándose en lo que estaba diciendo Swede desde el otro lado.
— ¡Eh, Dietz! No te he dicho que te quedes con la botella.
La devolvió. Quizá meterse en aquel cuartito no había sido tan buena idea como supuso. Hacía mucho calor a causa de la gunita inyectada por la mañana como refuerzo, y la elevada temperatura lo ponía soñoliento.
— ¡Empiezo la cuenta atrás! —gritó Swede de repente.
— ¡A ver si espabilas! —exclamó Dietz a su vez—. ¡Cinco segundos!
Sturm y Pauling levantaron sus martillos y, de pronto, todo el mundo guardó silencio. Dietz repetía la cuenta atrás de Swede:
— ¡Cinco! ¡Cuatro! ¡Tres! ¡Dos! ¡Uno!… ¡Ahora!
Pauling y Sturm descargaron sus martillos simultáneamente. Después, a Dietz le pareció como si estuvieran viviendo una película proyectada al ralentí. Un agujero irregular apareció en la delgada pared y luego ésta empezó a derrumbarse. Una nube de polvo se abatió sobre los perforadores, quienes retrocedieron hacia el fondo del túnel.
En aquel momento sucedió algo insólito.
A Dietz le había parecido oír el estampido de un disparo de rifle. La capa de caliza situada justamente por encima del lugar donde la pared se había derrumbado se desintegró, lanzando fragmentos en todas direcciones. Dietz seguía con la mirada fija allí cuando se oyó un segundo disparo.
Inmediatamente una cruenta y roja pesadilla se desencadenó en el túnel.
Los oídos de Dietz parecían ir a estallar por la fuerza de una violenta explosión. Se escuchó un tremendo y resonante estruendo, y luego ya no le fue posible oír nada más. Por encima de su cabeza, más allá del escudo bajo el que se protegía, toneladas de piedra caliza se movieron y resquebrajaron descargando una lluvia de polvo blanco sobre los perforadores. El propio escudo empezó también a crujir y a curvarse bajo la inesperada carga.
Los hombres corrían con la boca abierta profiriendo exclamaciones que no le era posible entender. Luego, una segunda explosión lanzó por los aires una sección del túnel, allí donde había estado el frente de la perforación. Una enorme llama envuelta en humo brotó de algún lugar más allá del muro.
Pudo ver cómo Pauling gritaba, aun cuando sin percibir realmente el grito. Pauling había echado a correr detrás de los otros intentando pisar firme por entre los pedazos de roca y los montones de polvo que cubrían el suelo. Sturm estaba como transfigurado, agarrando todavía su martillo, paralizado por el miedo. Un muro de humo y de llamas lo engulló de improviso y todo cuanto Dietz pudo ver a partir de aquel momento fue la sombra de un hombre que se agitaba bajo la roja luz y que luego caía fulminado al suelo.
Pauling pasó por su lado, pero no había recorrido más que unos metros cuando se vio atrapado por una bola de fuego que rugía por toda la extensión del túnel. Al alcanzar a Pauling, rodó sobre él envolviéndolo en un manto de muerte.
«¡Oh, Dios mío! —pensó Dietz—. Si por lo menos hubiera podido escuchar sus gritos…»
De pronto cedió una parte del escudo que lo cubría por encima, y una masa de piedras sueltas se desplomó cayendo sobre el recinto. Dietz recobró de pronto el oído aunque acompañado ahora por un intenso campanilleo. Podía oír el tumulto de las piedras al caer y el crujido de las capas de roca al desplazarse por encima de él. Y también los gritos de agonía de centenares de hombres.
Luego, los lamentos se apagaron y sólo se escuchó el zumbido de las llamas junto con el rechinamiento que las rocas producían en las capas superiores. Se encontraba atrapado en un pequeño recinto. Por unos breves instantes pensó que quizá se salvaría. Pero luego el calor empezó a aumentar. Jadeó, intentando inhalar aire, pero se dio cuenta demasiado tarde que lo único que introducía en sus pulmones eran bocanadas de gas letal.
Logró salir al exterior y dio unos pasos por el túnel, tropezando con los cuerpos caídos por doquier. Montones de carbón humeante se pegaban a la piel metálica del «topo» y ardían con rojo fulgor en la oscuridad.
Tenía el pecho abrasado. Trataba de inhalar aire, aun a sabiendas de que con ello aceleraba su muerte. Tuvo un breve instante de dolor conforme los gases ardientes le consumían los pulmones.
Luego se desplomó sobre el suelo, agradeciendo que sólo le quedaran unos breves instantes de vida.