CAPÍTULO 44
Estaba irritado consigo mismo por haber permitido que aquel hombre se alejara después del forcejeo que sostuvieron en la cueva. Más tarde, al seguirlo y encontrarse con el pequeño grupo, había disparado con demasiada precipitación cuando el objetivo quedó bajo su campo visual y falló el impacto. En su lugar había matado al que se lanzó contra él para perseguirle. Había matado a… ¿Cómo le llamaban? ¿Swede? Conoció a un Swede en cierta ocasión. Era un hombre corpulento, al que había tratado como a un hermano menor.
Pero no podía ser el mismo. No podía permitir que lo fuera. Finalmente decidió no seguir pensando en ello.
Se había encontrado al borde de la locura total, pero consiguió dominarse. Todo quedaba justificado. Unos cuantos segundos más y aquellas manos macizas se hubieran aferrado a su garganta.
Se volvió a introducir en el laberinto de cuevas buscando la protección que le brindaba la distancia y las tinieblas. Le dolía la mano con una intensidad casi imposible de soportar. Le habían alcanzado en el hombro, pero era sólo una herida superficial. Por culpa de la mano dejó caer la carabina. Hubiera deseado tener mejor vista. Ahora estaba desarmado y medio ciego.
Se detuvo al llegar a la conjunción de dos cuevas y se dio cuenta de que ya no oía las voces del grupo. Metió la mano en el bolsillo buscando la linterna, pero luego decidió que valía más no utilizarla. Los otros podían ver los reflejos de su luz. Avanzó tambaleándose en la oscuridad, tanteando el camino a lo largo de la pared con su mano sana. Rogaba en silencio que no volvieran a presentarse más hendeduras porque hubiera sido muy fácil caer en una de ellas.
El tacto le indicó que había llegado a un ramal del túnel por donde creyó adivinar que ya había pasado anteriormente, antes de volver sobre sus pasos. Se introdujo por el pasadizo de la izquierda y se detuvo, luego de recorrer quince metros. Pero aunque siguió teniendo la sensación de haber estado allí antes, el pasadizo le resultaba extraño y desconocido. Tomó la pequeña linterna, hizo pantalla con una mano y la encendió.
Aspiró el aire fuertemente. Se encontraba en un pequeño callejón sin salida que los indios habían utilizado mucho tiempo atrás como almacén para sus armas. Había arcos con cuerdas ya deshechas y haces de flechas de aspecto frágil cuyas plumas estaban medio podridas.
Y también hachas de guerra.
Una de ellas era muy bonita, con un mango de metro y medio de largo realizado en madera dura, negra y pulida, y una cabeza con dos hojas triangulares de obsidiana colocadas en direcciones opuestas. La levantó. El mango le encajaba perfectamente en la mano como si hubiera sido hecho para él. Recorrió con su pulgar uno de los filos y sonrió al notar que le cortaba la piel. La imaginaba hundiéndose en la carne y en los huesos.
Tuvo que parpadear para impedir que la sangre afluyera a sus ojos, y a cada paso que daba se intensificaba el dolor de su costado. Pensó que no podría soportarlo mucho tiempo.
Llegó a la conclusión de que no viviría lo suficiente como para volver al mundo exterior. Moriría allá abajo del mismo modo que había muerto Brad. Pero lo mismo les pasaría a los demás.
Empuñando el hacha de guerra se volvió y caminó penosamente por el mismo camino. En algún lugar ante él creyó oír el zumbar de una máquina y los gritos de varios hombres, pero dominándolo todo se escuchaba el aullido de una bocina.
Un derrumbamiento, pensó. Y Brad quedaba atrapado tras la puerta del compartimento estanco. Pero esta vez tenía el hacha. Y con ella podría abatir la puerta del compartimento y rescatar a Brad.
Podría rescatar a Brad…
Podría…