CAPÍTULO 17

— ¿Es que piensa trabajar toda la noche? —Cyd estaba en el umbral de la puerta con el abrigo echado sobre un brazo—. ha llevado a cenar dos veces seguidas y pensé que ahora me toca a mí.

— Considerando el día que he pasado, es una oferta que no puedo rehusar.

La invitó con un ademán a entrar en el despacho. Ella leyó la expresión de su cara y cerró la puerta tras de sí.

— ¿Tan mal le han ido las cosas?

— Me temo que sí.

Se sentó en el sofá, colocando el sombrero y el abrigo a su lado.

— ¿Quiere que hablemos de ello?

Él hizo una señal de asentimiento.

— ¿Ha sabido lo de Henry? —preguntó.

— Sí; a primera hora de la mañana. Probablemente en cuanto Kaltmeyer se enteró. Todavía no lo sospechan, pero ni él ni DeFolge irán a ningún sitio a partir de ahora sin guardaespaldas y vigilantes.

— La otra noche, cuando me habló de los terroristas que podían atentar contra el túnel, pensé que estaba diciendo tonterías.

— Es sólo una posibilidad —comentó ella, pensativa—, Y no sólo la única. Ni siquiera quizá la más probable.

Él se levantó y se acercó a la cafetera automática.

— ¿Té o café?

— Esperaré hasta que lleguemos a un restaurante.

— ¿Tan malo es mi café?

Ella hizo una mueca.

— El té es muy malo. Pero el café no lo he probado aún.

Él se preparó una taza y luego volvió el sillón giratorio y se colocó frente a Cyd.

— Cuénteme lo que desee.

— La cosa no está clara. Dane. Orencho ya había abandonado el proyecto… por la razón que fuera. Así pues, el matarlo no tenía nada que ver con las obras del túnel. Henry Leaver era vital para la economía del conjunto… no tiene idea de hasta qué punto. El IRS va a tener un trabajo de aúpa con los datos sobre los impuestos de Kaltmeyer-DeFolge. Styron se ha marchado. Su ausencia se hace ya notar aunque… corríjame si me equivoco, el que ande por aquí o no, no va a impedir que se realice la conexión.

Él hizo con la cabeza una señal de asentimiento.

— Todo esto… se produce un poco tarde. A menos que quienes operan crean que pueden provocar pánico entre los hombres que trabajan en el túnel. Tanto el asesinato de Orencho como el de Leaver han sido ya publicados en los periódicos y han aparecido en la televisión, pero hasta ahora nadie ha dado la cara declarándose autor de los hechos. Los medios de comunicación y el pánico resultante son vitales para su causa. Recuerda lo pasado a mediados de los años ochenta, cuando unos cuantos secuestradores embotellaron el tráfico turístico hacia Europa.

— ¿Cuál es, pues, la situación?

La joven se echó a reír.

— La situación es que, después de todo, voy a tomar una taza de café. Sin crema ni azúcar, café solo. —Cuando se lo hubo traído ella añadió—: ¿Cuánto tiempo lleva usted trabajando para Kaltmeyer-DeFolge?

— Poco más de un año.

— ¿Qué sabía de ellos antes de ingresar aquí?

Él se echó a reír.

— Formo parte de la familia desde hace tres años, ¿no lo recuerda?

— ¿Y antes de casarse con Diana?

Nordlund se volvió repentinamente cauteloso.

— Había leído cosas sobre ellos en los periódicos profesionales durante muchos años. Había visto sus anuncios pidiendo ingenieros tanto en el Wall Street Journal como en otras publicaciones. Pero realmente no puedo decir que supiera gran cosa. Eran una compañía de ingenieros estadounidenses y yo me encontraba en otros países la mayor parte del tiempo.

— ¿Habló con otros ingenieros sobre ellos?

— Quizá lo hice, pero no me acuerdo. ¿Por qué?

— Hubo un tiempo en que su reputación dejaba mucho de desear.

— ¿Qué quiere decir? —inquirió él cuidadosamente.

— Llevaban un negocio de baratillo. Maquinaria de segunda mano; escatimaban elementos en los equipos de seguridad, y aunque siempre observaran la letra de la ley, no hacían lo mismo con su espíritu. Tenían la costumbre de ofrecer precios baratos para obtener encargos y luego se encontraban con que habían que recortar aquí y allá para obtener beneficios.

Él movió la cabeza lentamente.

— Se fía usted demasiado de fuentes de segunda mano, Cyd. Kaltmeyer y DeFolge no hubieran descendido nunca a tales cosas. Esa información la debe haber obtenido de la competencia. Y ésta nunca dice algo agradable de un rival.

— No recurrí a competidores directos. Son cosas sabidas en el ambiente de la ingeniería, incluso los proveedores de ustedes están de acuerdo.

Tenía razón en aquello, y él se puso a la defensiva. Kaltmeyer y DeFolge no habían nunca sido considerados como unos seres intachables. Pero una vez se hubo casado con Diana ignoró semejantes chismorreos, ya que al fin y al cabo aún no trabajaba para ellos.

— Quizá haya sido verdad en alguna ocasión, Cyd, pero nunca hubieran conseguido el contrato para el proyecto de no haber presentado su propuesta con toda claridad. —Vaciló—. No me ha contado cuáles pueden ser las otras posibilidades.

— Sigamos con la primera. Un terrorista puede asesinar a los jefes con la esperanza de interrumpir el trabajo en el túnel. O puede actuar cometiendo varios crímenes, pero reservándose el golpe principal para cuando lleguen las ceremonias de la conexión. O la de ahora o la más importante en enero, aunque al acudir también el presidente las medidas de seguridad serán mayores. En un caso así creo que se trata de alguien a quien todo el mundo conoce; alguien que posee la autoridad suficiente como para tener acceso a todo y contacto con todos; que sabe la rutina diaria de cada personaje.

Nordlund se encontró repasando mentalmente la lista de los que trabajaban en el túnel; al llegar a Metcalf, hizo una pausa, lo descartó y luego volvió de nuevo a él. Dos semanas atrás, Kaltmeyer se había puesto paranoico con Metcalf y Troy no había ayudado mucho a partir de entonces. Pero desechó aquella idea. Porque sospechar de Metcalf sólo significaba que el cargo lo estaba influyendo.

— ¿Cree que hay todavía más posibilidades?

Ella adoptó un aire titubeante.

— Es una teoría anticuada, pero quizá se trate de algún ex empleado, de alguien que ha alimentado un agravio durante largo tiempo.

— Eso sería fácil de comprobar. Si se repasan la historia de la compañía y los ficheros personales se verá quién puede tener un motivo. Aunque, desde luego, llevará tiempo.

— Tiempo, ninguno —respondió ella lentamente—. Retroceda diez años y ya no hay archivos. Kaltmeyer y DeFolge mantenían tan pocos de ellos como les fuera posible, quizá por motivos fiscales. En cuanto se hizo legal obrar así, los destruyeron. No dejaron ni rastro. Si hubiera existido alguna vez un empleado rencoroso, la empresa no hubiera podido averiguar nada porque no hay manera de comprobar dato alguno.

Él permaneció sentado en silencio, terminando de tomar su café. En aquel cálculo de posibilidades, habían llegado a un callejón sin salida y no sabía por dónde empezar.

— Creo que debería ver el túnel —decidió ella a los pocos momentos.

— Si quiere le diré a Metcalf que la baje a la galería. De todos modos, está rabiando por conocerla.

— Eso me halaga. ¿Qué hay de la cena?

Dane metió en el cajón superior del escritorio todos los papeles que había sobre él.

— ¡Ah, sí, claro! ¿Le parece bien el Jimmy's?

— Creí que la que invitaba era yo.

— En otra ocasión… En el Jimmy's se come ligero y rápido. Después podríamos pasar por casa de Del Styron.

— ¿No hay noticias suyas?

— He llamado media docena de veces. No hay nadie allí, excepto un contestador automático. Le he dicho a Janice que hiciera unas averiguaciones sobre la casa en que vive. Son apartamentos de gran clase, donde no se molesta a ningún inquilino a menos de que exista una orden judicial. También llamó a la policía y a los hospitales. No hay nadie que responda a las señas de identidad de Styron. Podríamos pedir a la policía que si mañana no ha aparecido tomen cartas en el asunto, pero creo que lo mejor sería prescindir de todo eso y hacerle una visita.

— Es muy amable al pedirme que le acompañe.

— Usted lleva pistola —respondió él con una mueca.

Tomó su sombrero y su abrigo, y pasó al almacén, seguido por Cyd. Había allí papel para envolver regalos de Navidad, cintas y un estante lleno de cajas vacías. En aquella época del año, algunos empleados preparaban regalos antes de llevarlos a su casa, para que las cajas no revelaran previamente el contenido a la mujer o a los hijos. Envolvió una caja vacía con una hoja llena de Santa Claus sonrientes y le ató una cinta roja.

Cyd parecía perpleja.

— ¿Para quién es eso?

— Pensé que no me lo iba a preguntar. Se trata de un regalo para nuestro buen amigo Del. Si no contesta el teléfono, lo más probable es que tampoco responda cuando lo llamemos por el intercomunicador. Esto nos franqueará la entrada al edificio.

Cuando salían se dio cuenta de que la limusina de DeFolge estaba en el aparcamiento y que el despacho de Kaltmeyer tenía las luces encendidas. Wilcox les debía haber metido el miedo en el cuerpo. Y sin la presencia de Henry Para ocultar las cifras, ambos se sentirían preocupadísimos, sin duda alguna.

De pronto, se preguntó si DeFolge se habría molestado en enviar flores a la viuda de Henry Leaver.

Pasaron dos veces por delante de la casa donde vivía Styron, en la Lake Shore Drive, antes de aparcar en el garaje subterráneo. Luego, Dane y Cyd salieron al exterior temblando de frío mientras él se preguntaba cómo entrarían en la morada. Dudaba de que el «regalo» bastara por sí mismo para convencer al portero. Su oportunidad se presentó cuando un grupo de invitados llegó de improviso para tomar parte en un fiesta prenavideña.

Entraron con el grupo metiéndose entre sus componentes y esperaron a que bajara el ascensor. El portero no preguntó nada a nadie.

— ¿Son amigos de Rusty?

El que hizo la pregunta era un sujeto regordete, con las mejillas sonrosadas, de unos cuarenta años, que llevaba una caja de whisky Jim Beam envuelto en papel de plata.

Nordlund se cambió de mano el paquete para que quedara más en evidencia.

— Sí; venimos de fuera. No hemos visto a Rusty y a los niños desde hace varios años.

— ¿A los niños?

Nordlund se dijo que había cometido un fallo.

— Tenía dos cuando la conocimos.

El otro se quedó como pasmado.

— ¿Ella? ¿Dos hijos?

— Es una chica estupenda —afirmó Nordlund tirando de Cyd para meterla en el ascensor tras él. El grupo bajó en el piso veinte, pero él mantuvo una mano en la puerta, y nadie se fijó en si los seguían. Retirándose hacia el interior, apretó el botón del piso quince.

— Creí que sería más rápido en reaccionar —comentó Cyd riendo.

Él hizo una mueca.

— La verdad es que no tengo mucha práctica.

Cuando las puertas del ascensor se abrieron al llegar al piso quince, su buen humor desapareció. El vestíbulo estaba desierto. Caminaron hasta el apartamento 5 004 y Nordlund pulsó el timbre de la puerta. Dentro sonó un suave carillón, pero no se oyó ningún otro ruido. Al cabo de un minuto, volvió a apretar el timbre. Había alguien en casa. Acababa de ver una franja de luz bajo la puerta. Quizá Styron trataba de evitar a algún visitante en concreto. Volvió a tocar el timbre.

Nada.

— Yo podría abrirla —ofreció Cyd.

— No se moleste.

La puerta no estaba cerrada con llave. Dane giró el pomo, empujó y la abrió. Quedóse parado unos momentos. Se dio cuenta entonces de que retenía la respiración, y lentamente la dejó escapar.

Entró en un pequeño vestíbulo con un armario a la izquierda y una mesilla de cromo y de cristal ahumado al fondo, sobre la que había una lámpara china de latón. La moqueta gris de pared a pared parecía de terciopelo. Lentamente, dio vuelta al pomo de la puerta del armario y la abrió. De una percha colgaba el abrigo de Styron. Los chanclos de goma estaban en el suelo, y la bufanda y los guantes habían sido dejados en una estantería al fondo.

— ¡Del! —llamó levantando la voz.

Pero no hubo respuesta.

Atravesó el vestíbulo, seguido de Cyd, y torció a la izquierda, entrando en una sala amplia y brillantemente iluminada. En el suelo había la misma moqueta gris y las paredes eran de color limón claro. Entre los muebles figuraba un amplio sofá de piel, con mesillas de nogal a cada lado, y otra para café, de cristal ahumado, frente a aquél; varios sillones que combinaban con el sofá; una lámpara de pie negra y un escritorio de nogal con silla giratoria, colocados en un hueco de la estancia. Junto a una de las paredes había un equipo de música y un enorme televisor con equipo de proyección. En la otra pared, frente al sofá, se abría un ventanal que casi alcanzaba el techo, por el que se contemplaba el resplandor del North Side de Chicago parpadeando al fondo.

Se dijo que aquel entorno era el sueño de un decorador. Del vivía como un hombre rico. Probablemente gastaba hasta su último centavo sólo en pagar el alquiler.

— Dane.

En la voz de Cyd había vibrado ahora cierto tono apremiante y se volvió para mirarla. Ella había pasado por detrás del sofá para entrar en la cocina, y ahora se inclinaba, mirando algo que quedaba oculto por las sombras. Se apresuró a unirse a ella.

El cuerpo de Styron estaba tendido sobre la moqueta. Y junto a su mano había una pistola del calibre 32.

— No toque nada. Dane.

El no contestó, pero se arrodilló junto al caído y le tocó la muñeca a sabiendas de que no iba a notar ningún pulso, sino obrando por simple acto reflejo. La cara de Styron estaba pálida y manchada, y en sus ojos sin vida las pupilas aparecían dilatadas y fijas. La piel estaba fría. Nordlund Pensó que llevaba muerto bastante tiempo. Probablemente los dos días que había faltado a su trabajo. Le habían disparado en el pecho, y a juzgar por lo rota y chamuscada que estaba la camisa, lo hicieron muy de cerca. Había habido forcejeo. Aquella mancha entre roja y negra que tenía en la camisa había sido causada por la presión de una mano. Nordlund se puso en pie y se restregó los dedos con el pañuelo. La sangre caída sobre el alfombrado estaba aún algo viscosa.

Cyd utilizó una pluma para levantar la pistola por la guarda del gatillo. Olió el cañón y mostró ceño.

— No huele mucho… Debieron disparar hace bastantes días.

Nordlund la observó mientras recorría el piso. Estaba obrando de un modo muy profesional.

— No hay señales de que forzaran la cerradura. Quien lo hizo, entró porque él le franqueó la entrada.

«La mitad de las fulanas de la ciudad», dijo Janice.

Ella movió la cabeza.

— La cama está hecha. Nadie ha dormido en ella, ni encima ni debajo de las sábanas. En el cuarto de baño sólo se han utilizado una toalla grande y una pequeña.

Nordlund se acercó al escritorio. En el alfombrado, junto al sillón, había una nota blanca. La recogió. Era el ángulo perforado de una hoja de ordenador del mismo tipo de las utilizadas en el puesto central. Miró bajo el escritorio y luego abrió los cajones. Había numerosas cartas; dos talonarios de cheques, ninguno de los cuales mostraba un saldo demasiado generoso; una libreta de direcciones, un sujetapapeles, anillos de goma y tarjetas comerciales.

No vio ninguna carpeta de archivo de las que habían echado en falta, ni tampoco impresos de ordenador. Pero éstos debieron haber estado sobre el escritorio… y quizá también las carpetas. Sin embargo, al no encontrarse ahora allí, pensó que se las había llevado el visitante de Del.

— Llamaré a la policía —decidió Cyd.

Él hizo una señal de asentimiento.

— Sí. Desde luego —aceptó, al tiempo que cerraba los cajones.

Se metió en el armario empotrado y miró hacia la sala mientras ella marcaba un número de teléfono. Cuando entraron había notado algo en el piso… que ahora volvió a percibir. Las lucecitas que brillaban en el equipo de música. Se acercó y pudo comprobar que el amplificador estaba en marcha y lo mismo el portacassetes. Lo estudió. Era de los de tipo doble y los controles estaban preparados para grabar; pero las cintas habían desaparecido. La única visible era una bastante usada de la Quinta Sinfonía de Beethoven, que alguien había dejado en la repisa.

Cyd terminó de hablar con la policía y colgó el auricular.

— ¿Sabe de alguien que odiara a Styron hasta el punto de matarle?

— Yo no conocía a Del lo suficiente como para eso. No tengo idea de quiénes eran sus amigos o sus enemigos. —Nordlund abarcó el apartamento con una mirada circular—. Si quiere que le diga la verdad, pensé que vivía en una casa de huéspedes.

— Kaltmeyer-DeFolge debía de pagarle un buen salario.

— No tanto. Si tenía que hacer frente al alquiler con su paga mensual, le garantizo que no le debía quedar mucho para comer.

— ¿Su familia era rica?

Dane se encogió de hombros.

— Quizá Janice lo sepa; yo no.

Volvió hacia la pared donde estaba la instalación musical, tomó la cassete con la Quinta Sinfonía y la palpó. La superficie era algo rugosa y la miró más de cerca. Una tira de celofán había sido pegada a su parte posterior, de modo que pudiera ser grabada de nuevo. Cediendo a un impulso, la colocó en el portacassetes de la izquierda y oprimió el botón de puesta en marcha.

El ruido que producían los altavoces a cada lado de la pared fue una extraña mezcla de silbidos y gorjeos que a veces, no siempre, sonaban como algo musical.

Cyd arrugó la frente.

— ¿Qué es eso?

Él apretó el mando de expulsión y sacó la cassete.

— Era una cinta defectuosa —mintió—. ¿Quiere ver la televisión mientras esperamos a la policía?

Ella se acercó al ventanal y contempló las formas minúsculas de los coches que remontaban la Drive con las luces de sus faros reflejándose sobre el pavimento mojado.

— Es usted un adicto a los noticiarios, ¿verdad?

— Si; creo que sí —admitió él.

Cuando llegara la policía, todo cuanto albergaba el apartamento se convertiría en prueba, incluyendo la cassete. Miró a Cyd, que seguía ante el ventanal, y se guardó la cassete en el bolsillo. Luego, buscó un programa de noticias en el televisor y lo estuvo mirando, aunque en realidad sin verlo.

Ya había oído aquella extraña combinación de silbidos y gorjeos en cierta ocasión, cuando un amigo suyo, fanático de las computadoras, le había mostrado un sistema para grabar señales digitales en una cinta de audio. A menos que se equivocara, Styron había estado haciendo lo mismo. Y el único motivo por el que tuvo que tomarse tantas molestias no pudo ser otro que el de grabar los datos que faltaban en la computadora.

Debía de haber alguien dotado de acceso a un sistema de reproducción, de modo que se pudieran leer los datos en la pantalla.

— ¿Cuánto tardarán en llegar los agentes? Mañana va a ser un día muy largo.

Ella se volvió desde la ventana conteniendo un bostezo.

— No tardarán mucho; sólo unos minutos.

Se sentía culpable hasta cierto punto. No iba a haber problemas con la policía. Cyd constituía su protección. Al estar con ella no lo registrarían; ni siquiera le iban a hacer muchas preguntas.

Estaba totalmente seguro de que Styron se había llevado los impresos y las carpetas que faltaban. Debió de haber grabado los datos de la computadora sobre la sinfonía de Beethoven en su lugar de trabajo, y luego hizo un duplicado en la instalación que tenía en su piso. Dicho duplicado había desaparecido. Por fortuna quien se lo había llevado no se dio cuenta de que se dejaba el original. La etiqueta musical había servido de protección.

Nordlund no sabía qué contenían aquellos datos, pero fuera lo que fuese, debían tener tanta importancia como para causar la muerte de una persona.