CAPÍTULO 40

Metcalf durmió durante una hora, tendido en el sofá de su despacho. Luego se puso su cazadora de piloto y salió al exterior, caminando sobre la nieve enfangada en dirección a la entrada del pozo. La mayor parte de las ambulancias habían partido y sólo quedaban algunas de ellas para hacerse cargo de los cadáveres a medida que eran extraídos.

Se dijo, no sin cierto cinismo, que la animación navideña era ya cosa del pasado. Los supervivientes habían sido trasladados a sus casas o a los hospitales, y la pequeña enfermería instalada en la bóveda de la estación se había ido vaciando gradualmente, conforme los heridos mejoraban hasta el punto de poder ser evacuados, o morían.

Phillips, que salía en aquel momento del pozo, se apresuró a ir a su encuentro, dándose palmadas en los costados para calentarse mientras exhalaba nubecillas de vapor al respirar. Metcalf se dijo que tenía un aire entusiasta… lo que siempre era mala señal.

— Se están realizando importantes progresos, Troy. Dentro de una semana podremos instalar nuevos refuerzos para las paredes. Habrá que aplazar unos días las ceremonias previstas para enero. Pero, aun así, ya falta poco.

— ¿Se sabe algo de Dane y los demás?

Phillips parpadeó, de lo que Metcalf dedujo que los había catalogado como mártires del progreso. Cuando transcurriera una semana tendrían que enfrentarse a la desagradable tarea de exhumar sus restos. Pero Phillips no se preocuparía de ellos hasta que llegara el momento.

— No. Nada nuevo, Troy. Ni motivos para que deba… o pueda haberlo. —Comprendió que sus palabras tenían un tono cruel y trató de rectificarlo—. Dane y yo teníamos nuestras diferencias, pero creo que nos respetábamos mutuamente, y en cuanto a Frank Kaltmeyer, aprendí a conocerlo muy bien con el transcurso de los años. Desde luego, la pérdida del senador DeFolge es una tragedia para todo el país. Los echaré mucho de menos. Y mi corazón sufre al pensar en sus familiares.

Metcalf observó la sucesión de emociones que se iban pintando en la cara de Phillips mientras éste trataba de encontrar la más adecuada para el caso. Finalmente se decidió por una en la que se resumían su tristeza y al propio tiempo su decisión de llevar adelante el proyecto. Metcalf decidió cambiar de actitud hacia él.

— Vamos, Steve. No tiene que fingir conmigo. —Le dio un golpecito en las costillas como quién habla de hombre a hombre—. En realidad le importa un bledo, ¿verdad? Haga su trabajo. Siga con la rutina. Cobre su dinerito en Washington, y cuando todo haya terminado, vuelva a su casa en Georgetown donde podrá acordarse de toda la gente rara que ha conocido aquí. —Empezó a alejarse—. Continúe como hasta ahora, Steve. El país estará orgulloso de usted.

— ¡No exagere! —le gritó Phillips a su espalda.

— No exagero. Se lo merece desde hace mucho tiempo, Steve —fue la respuesta de Metcalf, sin importarle si el otro la oía o no.

Estaba a mitad de camino por el recinto cuando distinguió a Shelly Leonard que filmaba el material de apoyo guardado en el cobertizo de los instrumentos. ¿Por qué diablos lo habría dejado Richards volver allí, o acaso Leonard poseía alguna influencia que él desconocía? Tendría que echar de allí a aquel bastardo. Al ver que se acercaba, el reportero se puso junto al operador de cámara como buscando protección.

De pronto, Metcalf sonrió interiormente. ¿Por qué no? Si Dane hubiera estado allí, habría hecho lo mismo.

— Siento lo ocurrido ayer, Shelly —se excusó—. Comprenda que me encontraba bajo una fuerte tensión. Lo lamentó realmente. He seguido su actuación y la considero insuperable.

Leonard frunció el entrecejo temiéndose algo.

— Mi abogado hablará con usted, Metcalf —repuso. Pero no había mucha convicción en sus palabras. Sentía una curiosidad demasiado punzante.

— Siento que me haya dicho eso, Shelly. Porque iba a encontrar un hueco para usted entre los reporteros asignados.

El cámara se rió entre dientes y Metcalf pensó que valía más obrar astutamente.

El reportero se ablandó, aunque seguía sintiéndose inseguro.

— Bueno. Yo también tengo mis días malos —concedió.

¿Por qué después de darle el puñetazo, no dejaba que las cosas discurrieran por el cauce normal?, pensó Metcalf. Pero siempre le quedaba la posibilidad de matar dos pájaros de un tiro. Sonrió forzadamente a la vez que respondía:

— De acuerdo. —Y mirando a su alrededor precavidamente, añadió—: ¿Quiere que le diga una cosa en confianza, Shel?

Leonard siguió la dirección de su mirada.

— ¿De qué se trata? —preguntó en voz baja.

— La verdadera historia no se encuentra abajo sino aquí arriba. Lo que tiene que hacer es lograr una buena entrevista con Steve Phillips, y que ésta le relate sus esfuerzos por rescatar a las persona atrapadas en el túnel. Resultará muy bien ante las cámaras. Ese hombre prodiga las frases ingeniosas. Pregúntele sobre los últimos intentos para salvar a Dane Nordlund y a los otros. Apriétele a fondo. Le encantará hablar. Lo del desastre ya ha pasado. Lo sensacional está en las incidencias del rescate. —Se detuvo un momento—. Pero no mecione mi nombre. Le agradará creer que la idea ha sido suya. Estoy seguro.

Leonard hizo una señal de asentimiento, viéndose protagonista de un espacio de cinco minutos en el telediario. Aquél era el tipo de reportaje que podía durar una semana. Se alejó rápidamente sin molestarse en dar las gracias. Y el cámara lo siguió como la cola sigue a una cometa.

Metcalf lo vio partir con semblante hosco. Aquello era algo más que una incidencia jocosa. Leonard era terco y no tardaría en convencer a Phillips para que le concediera la entrevista. Steve afirmaría que lamentablemente las tareas de rescate no estaban resultando todo lo eficaces que se esperaba, y otras cosas por el estilo. Leonard era malintencionado pero no tonto, y manejaría la entrevista de modo que resultara escandalosa. Como mínimo, lograría que Phillips lo dejara en paz; y tal vez incluso provocara el inicio de una campaña pública para redoblar los esfuerzos en favor de los atrapados en el túnel.

De una manera o de otra, él saldría ganando.

Abajo, en el túnel, condujo el cochecito hasta el montón de escombros y observó mientras una partida de perforadores trabajaba con picos y palas apartando las losas de caliza y los pedazos de roca. Tisch no andaba por los alrededores, de lo que dedujo que, al menos por entonces, el gas no representaba peligro alguno.

Contempló la montaña de cascotes, rememorando una vez más todo cuanto sabía sobre el túnel y la cueva. Debía haber algo que se le había escapado. Pero Lammont volvería allí con el mapa de la zona, en el que figuraba el sistema de oquedades, y quizá lograra aclarar alguna cosa.

— ¿Hay dificultades, Troy?

Zumwalt se había acercado a él.

— No. Nada, Rob… Estaba pensando en Dane.

Zumwalt miró hacia otro lado.

— Sí —murmuró.

Metcalf se dijo que no era que el otro no sintiera nada. Sencillamente no había más que decir.

Contemplaron en silencio cómo los hombres iban llenando las vagonetas del tren de desescombro. De pronto interrumpieron su tarea y se agruparon para observar algo que acababan de descubrir en la base del montón. Uno de ellos hizo señas a los sanitarios, que se apresuraron a acudir con unas angarillas y un saco en el que meter a un nuevo cadáver abrasado.

— Es un gran túnel —comentó Zumwalt—. El mayor del mundo.

— Dane estaba muy orgulloso de él —añadió Metcalf inexpresivamente.

Zumwalt asintió con aire triste, y en seguida intentó cambiar de tema.

— Me pregunto qué habría encontrado el profesor.

— ¿Qué profesor?

— El profesor Coleman… Venía de la Northwestern y estuvo haciendo excavaciones en la cueva. Pasó casi una semana aquí abajo.

Metcalf reconoció que se había olvidado totalmente del profesor.

— Creí que había recogido algunos huesos y se había ido, pero aquello no le habría llevado más que media jornada. ¿Qué diablos pudo estar haciendo aquí aparte de eso, Rob? Podía recoger sus huesos en una tarde.

— Explorar las cuevas, supongo. Buscar más huesos y objetos y cosas así.

Metcalf se dijo que el profesor había andado sin duda muy ocupado. Trató de pensar en otra cosa, pero en seguida volvió al tema. Nadie se había quejado de que el profesor bloqueara la línea de comunicación. En realidad no recordaba que la hubiera usado siquiera. Cualquier llamada al exterior hubiera quedado canalizada por la centralita. Y con el contacto entre los dos túneles, aquella había trabajado a tope. Alguien se hubiera quejado en el caso de que Coleman intentara colapsar la linea o servirse de ella.

Considerando que el profesor exploraba un sistema de cuevas desconocido, cabía esperar que hubiera llevado consigo algún tipo de radio para comunicarse con sus ayudantes en la base. Porque ¿y si se extraviaba? Ahora bien, si había usado alguna radio ¿de qué modelo se trataba?

Tal vez no tuviera importancia, pero de lo único que se había olvidado por completo era del profesor Coleman y de sus investigaciones. Y ahora Dane Nordlund y los otros estaban atrapados precisamente allí.

Una hora después se encontraba de nuevo en su despacho preparando una taza de café para un flaco estudiante llamado Gil Genovese, de codos puntiagudos, nuez prominente y una animación rayana en el cinismo. Al principio Metcalf pensó que Genovese tendría unos diecisiete años. Su pelo era negro y espeso, y su cara lisa, con las mejillas sonrosadas. Pero un examen más cercano le reveló unas arrugas bajo los ojos y unas manos muy trabajadas. Y llegó a la conclusión que andaría entre los veinte y los treinta años.

— El profesor Coleman debería estar aquí, pero ha salido de la ciudad para tomarse unas vacaciones —explicó Genovese.

Estaba sentado en el borde mismo de la silla, con la mirada fija en la galería, atento a los ruidos exteriores que llegaban a través de las puertas. En el puesto central se estaba escribiendo un episodio importante de la historia, y Genovese no se lo quería perder.

— ¿Qué estaba haciendo en concreto el profesor abajo en las cuevas? —preguntó Metcalf como al azar—. Sé que se ha pasado casi una semana en ellas. Y no creo que los esqueletos de dos niños y el de un indio den para tanto.

Genovese parecía un poco cohibido.

— Hasta cierto punto es verdad. Pero deseábamos encontrar algún hallazgo adicional, especialmente objetos indios… cerámica y cosas así. Según el profesor Coleman, esas cuevas debieron haber sido utilizadas como almacenes o quizá incluso como una especie de arsenal. Había buen número de arcos y de mazas apilados en una de ellas.

— ¿Y no era peligroso andar por esas laberintos inexplorados? ¿No temían que pudieran perderse?

No estaba seguro realmente de lo que se proponía al formular aquellas preguntas. Genovese se encogió de hombros.

— El sistema subterráneo no es tan complejo como parece. Además, llevábamos linternas eléctricas, y el profesor disponía de un pequeño aparato transmisor que utilizábamos para comunicar con los que permanecían en la caverna central.

— ¿Una radio? —preguntó Metcalf poniendo ceño—. ¿Ahí abajo?

Genovese parecía sorprendido.

— No había problema —repuso.

— Bueno. Yo no entiendo mucho de electrónica —explicó Metcalf lentamente.

De improviso, Genovese se sintió un personaje importante. Estaba allí pensando que aprendería algo, y ahora resultaba que era él el enseñante.

— En realidad se trata de un pequeño transmisor-receptor modulado a unos tres mil ciclos. La fidelidad de sonido viene a ser la misma que la de un teléfono.

— ¿Y puede transmitir y recibir a través de las rocas? —Metcalf empezaba a sentir la misma creciente excitación que cuando empezó a sospechar que Lammont había practicado sondeos reales para poder defenderse en caso necesario.

Genovese carraspeó. Metcalf se dijo que aquello marcaba la pausa superficial propia de un ayudante de profesor, y que reconocía no obstante el paso de los años.

— Las ondas atraviesan cientos de metros de roca siempre y cuando no existan componentes ferrosos… como por ejemplo mineral de hierro, que actuaría como obstáculo importante. Salva una profundidad de agua de unos ciento cincuenta metros. Es decir, de agua potable —se apresuró a explicar—. Porque el agua salada disminuye la eficacia. A decir verdad, a esa frecuencia actuamos más con el componente magnético de las ondas que con el eléctrico. En realidad se parece al ELF, el sistema de onda extremadamente larga que utiliza la marina para comunicaciones entre submarinos y la costa.

— ¿Y no se necesita una potencia muy alta?

Genovese se encogió de hombros.

— No demasiado. Una docena de células D. Aunque, desde luego, no se puede sostener una conversación demasiado larga.

Todo aquello no eran más que detalles fragmentados, se dijo Metcalf. Pedazos de información difíciles de resumir en algo concreto. Lammont disponía de un mapa del sistema de cuevas. Coleman usaba un aparato que podía recibir y transmitir bajo tierra. Pero el caso continuaba siendo un galimatías como cuando se dice: «Si tuviéramos jamón podríamos comer jamón con huevos… es decir, si tuviéramos huevos».

— Me alegro de que haya hablado conmigo —expresó Genovese—. En cuanto el túnel quede expedito me gustaría volver a esas cuevas y recuperar los aparatos.

Metcalf puso su taza de café sobre la mesa. La mano le temblaba.

— ¿Se los han dejado allí? —preguntó cortésmente.

Genovese parecía inquieto.

— Me pareció que estaban en lugar seguro. Y confío en que sigan a salvo. Había dos que usábamos en el túnel para mandar mensajes desde la cueva a la bóveda de la estación. Los otros dos, es decir, los que se usaban en las cuevas propiamente dichas, los dejamos tras un montón de rocas cerca de la entrada, de modo que no molestaran a nadie. Pensábamos recogerlos en cuanto terminara la ceremonia de conexión de los dos tramos. Pero de pronto todo se vino abajo, y ante la gravedad de los problemas de ustedes, me dije que los nuestros podían esperar.

— ¿No tiene algún otro aparato en el departamento?

Genovese pareció no comprender.

— Ya le he dicho que había otros dos en el túnel. Trajimos cuatro de la central de suministros para que pudiéramos mantener dos equipos en activo.

Metcalf pensó consternado que no existía ningún indicio de que Nordlund estuviera enterado de aquello. Pero aunque hubiera sabido la existencia de los aparatos e intentado ponerlos en marcha, habría desistido al no obtener respuesta.

— Están detrás de las rocas, a la derecha, conforme se entra —prosiguió Genovese—. Van equipados con una antena circular de unos treinta centímetros de diámetro y quizá unas veinticinco vueltas.

— ¿Ha trabajado su equipo con alguien de aquí, Gil? Quizá ayudando en la instalación, ¿enseñándoles el túnel o algo por el estilo?

— Sí. Hubo varias personas. —Genovese lo pensó unos momentos—. Una de las chicas pareció quedar como alelada al ver a ese joven… uno muy rubio, muy corpulento, de veintitantos años, a quien creo que llamaban Swede.

A Metcalf le pareció de pronto como si a Genovese le hubieran salido alas y tuviera un halo sobre la cabeza. Dándole una palmada en la espalda empezó a trazar rápidamente un cuadro de la situación.

— Quiero que traiga inmediatamente esos dos aparatos y que establezca un servicio de escucha las veinticuatro horas del día, justo delante de donde el túnel se vino abajo. ¿Me ha comprendido?

Genovese partió casi corriendo a cumplir la orden mientras Metcalf empezaba a pasearse muy nervioso. Tal vez en su preocupación por mantenerse vivo, Swede se había olvidado de los aparatos. O acaso no supiera siquiera para qué servían, aunque se trataba de un joven muy curioso que siempre andaba indagando con unos y con otros.

Pero una simple pregunta procedente de Dane o cualquier otra persona podía avivarle la memoria.

Lammont y Richards regresaron a media tarde y Metcalf llamó a los otros ingenieros. Todos estaban reunidos ahora alrededor de la computadora de Zumwalt en el despacho exterior, mientras Lammont introducía un programa y esperaba que apareciese en la pantalla.

Momentos después pudieron contemplar un sector de lo que Metcalf reconoció como un mapa del Servicio Geodésico Costero de Estados Unidos. Por su parte inferior corría una fina línea doble que representaba el túnel. Conforme miraban, Zumwalt tanteó con sus dedos el teclado de la computadora y el gráfico proyectado en la pantalla empezó a desplazarse hasta mostrar una sección transversal del lago, del túnel y de los estratos que lo rodeaban. Las distintas secciones estaban coloreadas en tonos diferentes.

— Las zonas en color muestran los estratos discontinuos, según los datos reales —informó Lammont en un tono de voz lo más profesional que pudo. Acercándose a la proyección, señaló una zona situada bajo el lago y al norte de las líneas que representaban el túnel—. Aquí es donde se ubica su campo petrolífero fantasma.

— ¿Pero es realmente petróleo? —preguntó Metcalf.

— Casi. Lo será del todo dentro de muchísimos millones de años. Pero su estado actual es suficiente como para producir fuertes dolores de cabeza a un equipo de perforación de túneles que no conozca su existencia.

Se produjo un repentino silencio, cargado de muda hostilidad que amedrentó bastante a Lammont.

— ¿Y que hay de la cueva? —quiso saber Grimsley.

— Eso es más complicado. Debemos limitarnos a la capacidad resolutiva de la computadora, pero aun así se puede tener una idea bastante clara del asunto. La zona blanca representa el sistema de cavernas.

En la pantalla, una pequeña sección blanca en medio mismo de la imagen se amplió de repente, extendiendo buen número de ramificaciones que se deshicieron y desaparecieron conforme su tamaño se encogía al alcanzar el límite resolutivo del ordenador. La cueva principal se fue como vaciando en cierto número de otras progresivamente más pequeñas que continuaron hacia el este y el norte de la línea del túnel y de los pozos de ventilación, y que desaparecieron de improviso a unos mil quinientos metros de la orilla del lago.

Metcalf señaló la zona en cuestión.

— ¿Qué ha sucedido ahí? —inquirió.

— El sistema de cuevas no alcanza la orilla o es demasiado pequeño para quedar registrado. Probablemente esto último.

— ¿Puede hacer rodar un poco más la imagen… o aplicar el zoom?

Lammont apretó algunas teclas y la parte blanca indicadora de emplazamiento de las cuevas creció de tamaño.

Metcalf apoyó una mano en la pantalla.

— Esta zona de aquí… ampliela cuanto pueda.

Su mano cubría la extensión de concavidades que pasaba muy cerca del fondo del lago.

La cueva subacuática se amplió otra vez. Ahora sus bordes aparecían confusos y borrosos.

— ¿A qué escala está la proyección? ¿Qué extensión del fondo del lago queda entre el lecho del mismo y la cueva?

— Un metro aproximadamente.

— Y el lago, ¿qué profundidad tiene ahí?

— Quizá haya tres metros de agua.

Todos lo miraban perplejos.

— ¿En qué está pensando, Troy? —preguntó Zumwalt.

— En la gabarra. Podríamos llevarla hasta allí, sumergir un círculo de pilotes tubulares en la zona donde la roca es más delgada entre la cueva y el fondo del lago y practicar un agujero valiéndonos de cargas controladas.

Grimsley movió la cabeza lentamente.

— Me parece bastante fantástico.

— Pues a mí no —declaró Zumwalt con aire pensativo—. Creo que con un poco de suerte se podría conseguir.

— Es muy difícil —objetó Tisch—. No sabemos dónde se encuentran Dane y los demás. Tampoco sabemos si siguen con vida; y aunque así fuera, ¿cómo les indicaríamos a dónde han de dirigirse? Se trata de una operación cuya puesta en práctica debería coordinarse hasta el más mínimo detalle. Lo que incluye la cuestión de comunicar con ellos… cosa que no tenemos resuelta.

— Yo me ocuparé de eso —remarcó Metcalf hoscamente.

Phillips intervino.

— ¿Se ha usado antes alguna vez esa barcaza, Troy? —preguntó con frialdad.

— No. Está sólo en plan experimental.

— Comprendo —Phillips fijó largamente la mirada en la pantalla—, Pero me temo que la idea no es practicable.

— Lo probaremos —insistió Metcalf.

— No —rehusó firmemente Phillips—. Ni hablar de eso.

Metcalf lo miró con insistencia. Phillips no se limitaba ya a discutir el asunto. Estaba dando órdenes.

— ¿Y por qué no?

— Nadie de los que estamos aquí lo intentará. Tengo varias patrullas de guardias nacionales ahí fuera que se encargarán de impedirlo.

Aquél era un Phillips diferente al que él conocía, pensó Metcalf inquieto. Un Phillips muy positivo y seguro de si mismo. Un hombre convencido de que con sólo tomar el teléfono y hablar con Washington conseguiría todo el apoyo que deseara.

Phillips se hizo adelante en su asiento y fijó sus pálidas pupilas en Metcalf.

— ¿Y si el plan fallara, Troy? ¿Y si se perfora el techo del túnel y los pilotes no aguantan? Lo que pasaría entonces sería que no sólo perderían la vida los supervivientes que aún existan, sino que el túnel quedaría inundado desde la entrada este a la oeste desde Benton Harbor hasta Cicero… en toda la extensión de sus noventa kilómetros. Lo que representaría sabotear la obra con la misma eficacia que si los terroristas volaran.

— Movió la cabeza—. No hay posibilidad alguna, Troy —añadió—. El gobierno no lo permitiría… y punto.