CAPÍTULO 20
Había estado aguardando mucho tiempo aquella oportunidad. Anteriormente sospesó la posibilidad que pudiera ofrecerle el helicóptero, pero siempre estaba en la pista, al alcance de la mirada del piloto o de uno de los agentes de seguridad. Además, gran cantidad de gente utilizaba aquel aparato y no podía estar seguro de quiénes serían los pasajeros cuando el momento llegara. La limusina representaba ahora una ocasión inesperada.
El automóvil había permanecido vacío durante la última hora, agazapado como una enorme cucaracha negra en la zona de aparcamiento de los ejecutivos. Los hombres en los que concentraba su interés trabajaban hasta muy tarde. Habían estado haciéndolo así durante la mayor parte de la semana, tratando desesperadamente de lograr lo que Henry Leaver debió haber hecho por ellos. El chófer, ya algo nervioso, se había ido a un pequeño bar abierto para los perforadores y para los empleados de la oficina que trabajaban en los turnos de noche. Podía verlo por la ventana iluminada. Era un hombre corpulento, moreno, de manos gruesas y nariz aplastada, que sorbía su café intercambiando observaciones intencionadas con alguna secretaria o encargada del guardarropa que se dejara caer por allí para tomar un café o comer un bocadillo.
En las pausas entre dos charlas mordaces hablaba con los agentes de seguridad que habían sido destinados a proteger sin interrupción a los pasajeros importantes de la limusina. Los agentes pasaban la mayor parte del tiempo en el bar, aburridos y fastidiados, tomando café y viendo cómo los trabajadores circulaban por el exterior.
Conocía a aquel chófer, que no le merecía simpatía alguna. Tratábase de un tipo arrogante, que más de una vez le había originado problemas. El chófer estaba ahora ocupado hablando con una chica de la Sección de Ingenieros, y ya no se acercaba tan frecuentemente a la ventana para vigilar el automóvil.
Una oportunidad semejante no se le volvería a presentar fácilmente.
Era ya muy tarde y el cielo estaba cubierto, de modo que ni siquiera un poco de claridad lunar reflejaba el brillo del fango helado que cubría aquel paraje. Salió del sombrío portal y se dirigió hacia más allá del edificio, donde estaba la Field Station, el puesto central, en dirección al aparcamiento. Llevaba en la mano un portafolios y, si alguien le detenía, aquello le proporcionaría la excusa necesaria para encontrarse allí.
Había empezado a llover otra vez. Las gotas le daban de lleno en la cara y casi sintió pánico al sentir que el agua le corría por el cuello. ¿Qué sensación debía producir el agua al penetrar a torrentes en un túnel e irse elevando de nivel hasta alcanzar la propia cabeza? ¿Sentirse totalmente sumergido, esforzándose por salir de allí por cualquier medio, jadeando en busca de aire y viendo su propia cara mirándole por el portillón mientras se ahogaba lentamente? Se había sentido culpable… Sí, se había sentido culpable al ver cómo se ahogaba Brad, sabiendo que él lograría sobrevivir.
Si hubieran cambiado de lugar un poco antes…
Al tropezar con el automóvil, las aguas que había visto en su imaginación empezaron a retirarse bruscamente. Estaba de nuevo de pie en un aparcamiento en una noche fría y sin luna. Acarició la esbelta limusina casi con afecto. Había considerado la posibilidad de utilizar una vez más un detonador puesto en el tanque de la gasolina, pero luego decidió no hacerlo. En primer lugar, la limusina estaba aparcada demasiado cerca del edificio del puesto central y no tenía ganas de poner en peligro a ninguno de los que se encontraban dentro. Por otra parte, una explosión tan cerca de la casa probablemente destruiría datos valiosos y quizá retrasara la finalización del túnel. Y esto era algo que no quería que sucediera… Después de todo él también pertenecía al grupo de los perforadores profesionales.
Tenía suerte. El chófer había dejado la limusina sin cerrar. Depositó el portafolios en el suelo junto al coche, miró a su alrededor para asegurarse de que no era observado por nadie y abrió la portezuela. Apretó el botón del salpicadero que obraba sobre el capó, y éste se abrió de pronto produciendo un ruido semejante a una breve explosión. Se quedó como helado, seguro de que alguien saldría corriendo del bar. Pero no. Por la ventana podía ver al chófer en el mismo lugar, enzarzado en una conversación muy animada, ya que al parecer la chica se interesaba por él.
Se sacó del bolsillo un par de alicates aislantes con las puntas romas y un trozo de alambre de plomo y se acercó al capó. El bloque del motor con todos sus mecanismos era una verdadera selva eléctrica. Pero anteriormente había estudiado unos diagramas de la limusina y sabía cómo tenía que obrar. Desconectó los contactos automáticos para que el automóvil sólo respondiera al control manual. Las bolsas de aire antichoque se ponían en movimiento por medio de un pequeño mecanismo que reaccionaba a la deceleración rápida. Lo rodeó con un alambre y luego conectó todo el sistema.
No ocurrió nada, ni nada ocurriría hasta que el motor se calentara lo suficiente como para fundir el alambre. En aquel momento, el generador de gas llenaría las bolsas con freón vaporizado, expandiéndolas bruscamente ante la cara del conductor. La limusina se encontraría entonces en la autopista que llevaba hacia el norte. Perder la dirección en medio de un tráfico que sería muy intenso teniendo en cuenta las fiestas de Navidad, equivalía a una sentencia de muerte.
— Adiós, Frank —murmuró—. Adiós, senador.
Eran los dos últimos de la lista, a partir de entonces, el libro quedaría cerrado. Aunque… quizá no del todo. Aún quedaban los otros; aquellos que estaban ayudando todavía a Kaltmeyer y a DeFolge. Los responsables, aunque indirectos, de la muerte de Expósito y de Felton. No estaría bien dejarlos impunes. ¿Habría Brad perdonado y olvidado?
No era probable.
Cerró el capó, tomó el portafolios y se alejó de allí. No estaban todavía en Nochebuena, pero faltaba muy poco. Quince años menos dos días. Uno después de su cumpleaños, reflexionó amargamente. Después de sus cumpleaños.
A pesar de todo, iba a ser una feliz Navidad para Brad.