1940
—He sabido que estabas enferma. Si puedo hacer algo por ti…
Lo había ensayado, no solamente las palabras sino también el tono, la entonación de la voz. Debía ser calmada, resuelta, pero también llena de comprensión… hacia la enfermedad; no obstante, no hacia la enferma.
El sonido de su voz en su cabeza no traicionaba curiosidad ni orgullo; sólo la inflexión propia de cualquier buena mujer que ha acudido a interesarse por una persona enferma a quien, casualmente, nadie más había visitado con ese propósito.
Por primera vez en tres años contemplaría la rosa con su tallo que adornaba el ojo de su enemiga. Y lo haría con el regusto de la partida de Jude en la boca, con el resentimiento y la vergüenza que todavía le oprimían el estómago buscando una salida. Contemplaría la rosa negra que Jude había besado y la nariz de la mujer que había transformado su amor hacia sus propios hijos en algo tan denso y monstruoso que le daba miedo manifestarlo por temor a que se desbordara aplastándoles bajo su pesada garra. Un molesto amor de osa que, si le daba alas, les sorbería el aliento en su angustiosa necesidad de miel.
La partida de Jude había sido absoluta y la responsabilidad de la familia había recaído totalmente sobre Nel. Ya no podía contar con los sobres marrones con cincuenta dólares y prefirió dedicarse a limpiar en vez de consumir la minúscula pensión de marino con que vivían sus padres. Y sólo en el último año había conseguido un empleo mejor, como camarera en el mismo hotel donde antes trabajaba Jude. Las propinas eran apenas aceptables, pero el horario era bueno: podía estar de regreso en casa cuando los niños salían del colegio.
A los treinta años, sus ardientes ojos oscuros se habían transformado en ágatas y su piel había adquirido el lustre de los arces talados, cortados y lijados en el momento de máximo verdor. La virtud, triste y contenida, era su único anclaje. Fue lo que la llevó hasta Center’s Road, 7, y la puerta con los cristales azulados; lo que le ayudó a contenerse y no arañar la mosquitera como en tiempos pasados; lo que le ocultó los verdaderos motivos de su caridad y, finalmente, dio a su voz el timbre que quería que tuviera: sin rastro de la satisfacción o del chasquear de labios el «ya lo decía yo» con que se recibió en el Fondo la noticia de la enfermedad de Sula…, libre del menor resabio de desquite.
Y ahora estaba en el antiguo dormitorio de Eva, contemplando esa rosa oscura, consciente del movimiento de los brazos delgados como cuchillos que se deslizaban arriba y abajo sobre la colcha y de la ventana claveteada por donde había saltado Eva.
Sula levantó la mirada y, sin un segundo de pausa, imitó el ejemplo de Nel y prescindió de todo saludo antes de hablar.
—La verdad es que sí. Tengo una receta. Normalmente Nathan se encarga de ello pero… no sale del colegio hasta las tres. ¿Podrías llegarte hasta la farmacia?
—¿Dónde la tienes? —Nel se alegró de tener un encargo concreto. Sería difícil mantener una conversación. (Era muy propio de Sula recomenzar una relación exactamente en el punto en que se encontraba.)
—Mira en mi bolso. Está allí.
Nel se acercó a la cómoda y abrió el bolso con el cierre de abalorios. Sólo vio un reloj y la receta doblada en el fondo. Ninguna billetera, ningún monedero. Se volvió hacia Sula:
—¿Dónde tienes el…?
Pero Sula se había vuelto hacia la ventana claveteada. Algo en el ángulo de su ojo derecho le impidió completar la pregunta. Eso y el ligero palpitar de las aletas de la nariz, la insinuación de un bufido. Nel tomó el papelito y cogió su propio bolso.
—De acuerdo. Enseguida vuelvo.
En cuanto se cerró la puerta, Sula inspiró con la boca abierta. El dolor se había intensificado durante la estancia de Nel en el cuarto. Ahora, con el nuevo calmante contra el dolor, el que mantenía en reserva, en camino, su malestar le resultaba más tolerable. Dejó vagar parte de sus pensamientos hacia Nel. Tenía gracia mandar a Nel inmediatamente a la farmacia de ese modo después de varios años prácticamente sin verla. La farmacia estaba en el mismo lugar donde se encontraba la Dulcería de Edna Finch años atrás, cuando eran niñas. Allí solían dirigirse las dos, cogidas de la mano, para comprarse los helados de dieciocho centavos, pasando por delante del salón de billar del Uno y Medio, donde los hombres despatarrados decían «carne de lechón», para sentarse en la salita fresca con las mesas de mármol y comer el primer helado de su vida. Ahora Nel volvería allí sola, mientras Sula esperaba la medicina que el médico le había dicho que no debía tomar basta que el dolor se hiciera realmente intenso. Y ella suponía que «realmente intenso» era el que sentía ahora. Aunque era imposible saberlo. Se quedó pensando un instante qué querría Nellie; por qué habría ido a verla. ¿Quería regodearse? ¿Hacer las paces? Seguir esta línea de pensamiento requería una concentración de la que no era capaz. El dolor era goloso; exigía toda su atención. Pero era una buena cosa que esa nueva medicina, la reserva, le llegara de la mano de su antigua amiga. Nel, recordó, siempre daba la talla en situaciones de crisis. El espacio cerrado en el agua; el funeral de Hannah. Nel era la mejor. Cuando Sula la imitaba, o intentaba hacerlo, todos esos años atrás, siempre acababa cometiendo un acto que no se caracterizaba por su serenidad sino sobre todo por su rareza. La única vez que había intentado proteger a Nel, se había cortado la yema del dedo y, en vez de agradecimiento, se había ganado su repulsión.
A partir de entonces había confiado su conducta al dictado de sus emociones.
Oyó los pasos de Nel mucho antes de que abriera la puerta y dejara la medicina en la mesa al lado de la cama.
Mientras Sula vertía el líquido en una cuchara pegajosa, Nel inició la conversación con la enferma.
—Tienes buen aspecto, Sula.
—Mientes, Nellie. Tengo muy mal aspecto. —Y se tragó la medicina.
—No. Hacía mucho tiempo que no te veía, pero te veo…
—No tienes que decirme eso, Nellie. Todo irá bien.
—¿Qué tienes? ¿Qué te han dicho?
Sula se pasó la lengua por las comisuras de los labios.
—¿Quieres que hablemos de eso?
Nel sonrió, un poquito, ante la brusca franqueza que había olvidado.
—No. No, en realidad no, ¿pero estás segura de que está bien que estés aquí sola?
—Nathan viene a verme. Y a veces también los Deweys, y Tar Baby…
—No es una gran ayuda, Sula. Necesitas tener a tu lado a una persona adulta. Una persona capaz de…
—Prefiero estar aquí, Nellie.
—Tú no necesitas guardar las formas conmigo.
—¿Guardar las formas? —La risa de Sula irrumpió a través de las flemas—. ¿Pero qué dices? Me gusta mi propia mierda, Nellie. No es cuestión de orgullo. De verdad creo que no te acuerdas de mí.
—Puede que no. Puede que sí. Pero eres una mujer y estás sola.
—¿Y tú? ¿Acaso no estás sola?
—No estoy enferma. Trabajo.
—Sí. Claro que sí. El trabajo te hace bien a ti, Nellie. A mí no me sirve de nada.
—Nunca tuviste que trabajar.
—Nunca lo habría hecho.
—Tiene sus ventajas, Sula. Sobre todo si no quieres que otros lo hagan por ti.
—Ni una cosa ni la otra, Nellie. Ni una cosa ni la otra.
—No es posible tenerlo todo, Sula. —Su arrogancia, su engreimiento incluso en las puertas de la muerte empezaban a exasperar a Nel.
—¿Por qué? ¿Si puedo hacerlo todo, por qué no habría de poder tenerlo todo?
—No puedes hacerlo todo. Eres una mujer y una mujer de color, además. No puedes comportarte como un hombre. No puedes pasearte dándotelas de independiente, haciendo lo que te dé la gana, cogiendo lo que te apetece y dejando lo que no te gusta.
—Te estás repitiendo.
—¿Cómo?
—Dices que soy una mujer y de color. ¿No es eso lo mismo que ser un hombre?
—Yo no lo creo así y tú tampoco lo pensarías si tuvieses hijos.
—Entonces de verdad actuaría como lo que tú llamas un hombre. Todos los hombres que he conocido abandonaron a sus hijos.
—Algunos fueron separados de ellos.
—Te equivocas, Nellie. La palabra es «abandonaron».
—Todavía pretendes saberlo todo, ¿verdad?
—No lo sé todo. Sólo lo hago todo.
—Bueno, no haces lo que hago yo.
—¿Te crees que no sé cómo es tu vida sólo porque no la vivo? Sé lo que hace cada una de las mujeres de color de este país.
—¿Qué?
—Mueren. Exactamente igual que yo. Pero la diferencia es que mueren como un árbol cortado. Yo, en cambio, me vendré abajo como una de esas secoyas. Lo que es seguro es que he vivido en este mundo.
—¿En serio? ¿Qué prueba tienes de ello?
—¿Prueba? ¿Para mostrársela a quién? Niña, yo tengo mis propias ideas. Y mis pensamientos. O lo que es lo mismo, me tengo a mí.
—Un poco solitario, ¿no?
—Sí. Pero mi soledad es mía. La tuya en cambio pertenece a otro. Otro la creó y te la entregó. ¿No tiene gracia? Una soledad de segunda mano.
Nel se incorporó en la sillita de madera. Sintió el roce de la ira, pero se dio cuenta de que Sula probablemente sólo estaba fanfarroneando. Era imposible saber cómo se encontraba realmente pero de nada serviría decir otra cosa que no fuera verdad.
—Siempre comprendí cómo conseguías apropiarte de un hombre. Ahora comprendo por qué no consigues retener a ninguno:
—¿Eso es lo que se supone que debo hacer? ¿Pasarme la vida reteniendo a un hombre?
—Vale la pena tenerlos, Sula.
—No valen más que yo. Y además, nunca quise a ningún hombre porque valiera la pena. Los méritos no contaban para nada.
—¿Y qué era lo que contaba?
—Mi voluntad. Eso es todo.
—Bueno, supongo que no hay más que decir. Eres la dueña del mundo y los demás vivimos alquilados. Tú montas el caballo y nosotros apaleamos la mierda. No he venido para que me hables así, Sula… No. He venido a ver cómo estabas. Pero ahora que has abierto el tema, mejor será que lo cierre. —Nel apretó los dedos en torno al barrote de latón de la cama. Iba a preguntárselo—. ¿Por qué lo hiciste, Sula?
Se produjo un silencio, pero Nel no se sintió obligada a llenarlo.
Sula se removió al fin un poco debajo de las sábanas. Se pasó la lengua por los dientes con aire aburrido.
—Bueno, veía un espacio delante de mí, a mis espaldas, en mi cabeza. Y Jude llenó ese espacio. Eso es todo. Sólo llenó un espacio.
—¿Quieres decir que ni siquiera le querías? —Nel sintió el sabor del latón en la boca—. ¿Que ni siquiera fue porque le querías?
Sula volvió a mirar hacia la ventana claveteada. Sus ojos parpadearon como si estuviera a punto de dormirse.
—Pero… —Nel sujetó su estómago—. Pero ¿y yo? ¿Yo no significaba nada? ¿Por qué no pensaste en mí? ¿Yo no contaba para nada? Nunca te hice daño. ¿Por qué te lo llevaste si ni siquiera le querías y por qué no pensaste en mí? —Y luego—: Fui buena contigo, Sula, ¿por qué eso no cuenta?
Sula se volvió de espaldas a la ventana claveteada. Habló con voz pausada y la rosa con el tallo encima de su párpado se veía muy oscura.
—Sí que cuenta, Nel, pero sólo para ti y para nadie más. Ser bueno con alguien es lo mismo que ser malo con alguien. Un riesgo. No se recibe nada a cambio.
Nel retiró las manos de los barrotes de latón. Estaba molesta consigo misma. Cuando por fin había tenido el valor de hacer la pregunta, la pregunta pertinente, nada había cambiado. Sula era incapaz de darle una respuesta sensata porque no la conocía. De hecho, sería la última en saberla. Hablar con ella del bien y del mal era como hacerlo con los Deweys. Tironeando los flecos del cubrecama de Sula, le dijo quedamente:
—Éramos amigas.
—Oh, sí. Buenas amigas —dijo Sula.
—Y no me quisiste lo suficiente para dejarlo en paz. Para dejar que le quisiera. Tuviste que llevártelo.
—¿Llevármelo, cómo? No lo maté, sólo follé con él. Si éramos tan buenas amigas, ¿cómo es que no pudiste soportarlo?
—Estás aquí metida en esta cama sin un céntimo ni un amigo o amiga que puedas llamar tuyo después de hacer todas las cerdadas que has hecho en esta ciudad, ¿y todavía esperas que la gente te quiera?
Sula se incorporó sobre los codos. La cara le brillaba bañada por la fiebre. Abrió la boca como para decir algo, luego se dejó caer otra vez sobre la almohada y suspiró.
—Oh, ya me querrán. Les llevará un tiempo, pero acabarán queriéndome. —Su voz sonó tan suave y distante como la mirada de sus ojos—. Cuando todas las viejas se hayan acostado con todos los adolescentes; cuando todas las jovencitas se hayan acostado con sus viejos tíos borrachos; cuando todos los hombres negros hayan follado a todos los hombres blancos; cuando todas las mujeres blancas hayan besado a todas las negras; cuando los guardianes hayan violado a todos los presos y todas las putas hayan hecho el amor con sus abuelas; cuando todos los mariquitas hayan acicalado a sus madres; cuando Lindbergh se acueste con Bessie Smith y Norma Shearer y ligue con Stepin Fetchit; cuando todos los perros hayan follado a todos los gatos y todas las veletas de todos los establos caigan del techo para montar a los cerdos…, entonces quedará un poquito de amor para mí. Y sé exactamente qué me hará sentir.
Cerró los ojos y pensó en el viento que le metía el vestido entre las piernas mientras corría hasta la margen del río, hacia un grupo de cuatro árboles con el follaje entrelazado y a cavar agujeros en la tierra.
Incómoda, irritable y un poquito avergonzada, Nel se levantó para irse.
—Adiós, Sula. Creo que no volveré.
Abrió la puerta y escuchó el ronco susurro de Sula.
—Eh, niña.
Nel se detuvo y volvió la cabeza, pero no lo suficiente como para alcanzar a verla.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Sula.
—¿Cómo sé el qué? —Nel seguía resistiéndose a mirarla.
—¿Quién fue la buena? ¿Cómo sabes que fuiste tú?
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que a lo mejor no fuiste tú. A lo mejor fui yo.
Nel dio dos pasos para cruzar la puerta y la cerró a sus espaldas. Se alejó por el pasillo y bajó los cuatro tramos de escaleras. La casa se arremolinaba a su alrededor luminosa y luego oscura, llena de presencias sin sonidos. Los Deweys, Tar Baby, las parejas de recién casados, el señor Buckland Reed, Patsy, Valentine, y la bella Hannah Peace. ¿Dónde estaban? Eva en la residencia de viejos, los Deweys viviendo en cualquier parte, Tar Baby empapado de vino, y Sula arriba, en la cama de Eva, con una ventana claveteada y una billetera vacía en la cómoda.
Cuando Nel cerró la puerta, Sula alargó la mano para tomar más medicina. Después le dio la vuelta a la almohada buscando su lado fresco y pensó en su amiga. «Y ahora se irá andando carretera abajo, con la espalda erguida en el viejo abrigo verde, el asa del bolso subida hasta el codo, pensando en lo mucho que le he costado y sin recordar ni una vez los tiempos en que éramos dos gargantas y un ojo y no teníamos precio.»
Por su cabeza flotaron imágenes, ligeras como esporas de diente de león: el águila azul que se tragaba la E del vino Sherman’s Mellow que bebía Tar Baby; la cara interior rosada del párpado de Hannah mientras intentaba quitarse una mota de polvo de carbón o una pestaña que se le había metido en el ojo. Pensó en las veces que se había asomado a las ventanas de todos esos trenes y autobuses, las veces que había mirado los pies y las espaldas de todas esas gentes. Nada cambiaba nunca. Eran todos iguales. Todas las palabras y todas las sonrisas, cada lágrima y cada broma eran sólo una forma de hacer algo.
«Éste es el mismo sol que miraba cuando tenía doce años, los mismos perales. Y si vivo cien años, mi orina fluirá del mismo modo, mis sobacos y mi aliento olerán igual. Mi pelo crecerá por los mismos orificios. No pretendía nada. Nunca he pretendido nada. Me quedé mirando cómo se quemaba y estaba fascinada. Quería que siguiera sacudiéndose de ese modo, que siguiera bailando.»
Después volvió a tener el sueño. La señora del polvo de hornear Clabber Girl le sonreía y la llamaba con una mano, la otra escondida debajo del delantal. Cuando Sula se acercó; se desintegró y se convirtió en una pila de polvo blanco, que Sula intentó meterse apresuradamente en los bolsillos de su bata de franela azul. La desintegración fue un espectáculo horrible, pero peor aún fue el contacto con el polvo, su viscosidad almidonada, mientras intentaba recogerlo a puñados. Cuanto más recogía, más se hinchaba. Por fin la cubrió, le llenó los ojos, la nariz, la garganta, y se despertó basqueando y agobiada por el olor a humo.
El dolor se apoderó de ella. Primero fue un aleteo como de tórtolas en su estómago; luego, una especie de ardor, seguido de una proyección de finos alambres hacia otras partes de su cuerpo. Una vez tendidos, los alambres de dolor líquido se coagularon y empezaron a palpitar. Intentó concentrarse en las palpitaciones, identificándolas como ondas, martillazos, cortes de navaja o pequeñas explosiones. Pronto hasta la variedad del dolor la aburrió y no supo qué hacer, pues iba acompañado de una fatiga tan grande que era incapaz de apretar el puño o de intentar contener el sabor oleoso en la base de la lengua.
Intentó gritar varias veces, pero el cansancio apenas le permitía abrir los labios y mucho menos inhalar el aire suficiente como para gritar. Y se quedó ahí acostada preguntándose cuánto tardaría en reunir fuerzas suficientes para levantar el brazo y apartar la basta colcha de su barbilla y si debía apoyar la mejilla en el lado más fresco de la almohada enseguida o era mejor esperar hasta que su cara estuviese completamente mojada y el movimiento le resultase más refrescante. Pero se mostraba remisa a mover la cara por otro motivo. Si volvía la cabeza, no podría ver la ventana claveteada por donde había saltado Eva. Y contemplar esas cuatro tablas de madera cruzadas por la barra de acero inclinada era el único reposo que tenía. La ventana tapada la apaciguaba con su firme conclusión, su inexpugnable irrevocabilidad. Era como si por primera vez se encontrase completamente sola donde siempre había querido estar, libre de toda posibilidad de distracción. Allí, y sólo allí, resguardada por esa ventana ciega que se elevaba muy por encima del olmo, podría encoger las piernas contra el pecho, cerrar los ojos, llevarse el pulgar a la boca y atravesar y descender flotando por los túneles, casi rozando las oscuras paredes, cada vez más abajo, hasta encontrarse con un olor a lluvia, y entonces sabría que el agua estaba cerca y se acurrucaría bajo su blando peso y el agua la envolvería, la transportaría y bañaría su carne cansada para siempre. Siempre. ¿Quién había dicho eso? Sula hizo un gran esfuerzo para recordarlo. ¿Quién le había prometido un sueño en el agua para siempre? El esfuerzo por recordar fue demasiado intenso; desató un nudo en su pecho que volvió a dirigir sus pensamientos hacia el dolor.
En ese estado de recelosa expectación, advirtió que ya no respiraba, que su corazón se había parado por completo. Un resquicio de miedo rozó su pecho, pues sin duda de un momento a otro se produciría una violenta explosión en su cerebro, un esfuerzo por respirar. Entonces comprendió, o más bien intuyó, que no sentiría ningún dolor. Había dejado de respirar porque ya no tenía que hacerlo. Su cuerpo no necesitaba oxígeno. Estaba muerta.
Sula sintió que se le formaba una sonrisa en la cara.
«Bueno, que me cuelguen —pensó—, ni siquiera me ha dolido. Cuando se lo cuente a Nel…»