1921
Sula Peace vivía en una casa de muchas habitaciones, construida a lo largo de un período de cinco años siguiendo las instrucciones de su dueña, quien continuamente le añadía nuevas ampliaciones: más escaleras —había tres distintas para subir al segundo piso—, más habitaciones, puertas y galerías. Había habitaciones con tres puertas, otras que daban sólo al porche y a las que no se podía entrar desde ningún otro lugar de la casa; otras a las que únicamente se podía llegar pasando por el dormitorio de otra persona. La creadora y soberana de esa enorme casa, con los cuatro perales en el patio delantero y el olmo solitario en el patio trasero, era Eva Peace, que permanecía sentada en un carrito en el tercer piso y desde allí dirigía las vidas de sus hijos, amigos, allegados y un constante flujo de realquilados. En la ciudad había menos de nueve personas que recordasen el tiempo en que Eva tenía dos piernas y su hija, Hannah, no vivía con ellos. A menos que Eva misma introdujese el tema, nadie mencionaba jamás su invalidez; fingían ignorarla, excepto cuando a ella le cogía la vena fantasiosa y empezaba a contar alguna historia terrible al respecto, en general para entretener a los niños. Que un día la pierna se había levantado y había echado a andar sola. Que ella la había perseguido renqueando, pero la pierna corría demasiado deprisa. O que tenía un callo en el dedo gordo que había empezado a crecer y crecer sin parar hasta que todo el pie quedó convertido en un callo, y después empezó a subirle pierna arriba y no paró de crecer hasta que se hizo una ligadura por encima con un trapo rojo, pero para entonces ya le llegaba a la altura de la rodilla.
Hubo quien decía que Eva había metido la pierna debajo de las ruedas de un tren y había pasado la factura. Otro dijo que la había vendido a un hospital por 10.000 dólares; el señor Reed se quedó boquiabierto al oírlo y preguntó: «¿Las piernas de negra se pagan a 10.000 dólares cada una?», como si pudiera entender que se cotizasen a 10.000 dólares el par, ¿pero una sola?
Fuera cual fuese la suerte que hubiera corrido su pierna perdida, la que le quedaba era magnífica. Siempre la llevaba cubierta con una media y calzada, hiciese el tiempo que hiciese. De vez en cuando le regalaban una zapatilla, en Navidad o el día de su cumpleaños, pero pronto desaparecía, puesto que Eva siempre llevaba un botín con cordones que le llegaba muy por encima del tobillo. Tampoco usaba faldas exageradamente largas para disimular el hueco del lado izquierdo. Llevaba faldas hasta media pantorrilla que dejaban siempre visible su antaño seductora pierna y también el largo precipicio debajo de su muslo izquierdo. Uno de sus amigos le había construido una suerte de silla de ruedas: la parte superior de una mecedora montada sobre un gran carrito de juguete. En este artilugio se movía por su cuarto, desde la cama al tocador y hasta el balcón que se abría en el lado norte o hasta la ventana que daba al patio trasero. El carrito era tan bajo que los ojos de los niños que le hablaban de pie quedaban a la misma altura que los suyos, y los adultos, estuvieran de pie o sentados, tenían que mirarla de arriba abajo. Aunque no se daban cuenta: a todos les parecía que la miraban desde abajo, que tenían que levantar la vista para alcanzar las distancias abiertas de sus ojos, penetrando por sus suaves fosas nasales negras o trepando por la cresta de su barbilla.
Eva se casó con un hombre llamado BoyBoy y tuvo con él tres hijos: Hannah, la mayor, y Eva, a la que bautizó con su nombre aunque la llamaba Pearl, y un hijo llamado Ralph, al que llamaba Plum (ciruela).
Pasados cinco años de triste y mal ajustado matrimonio, BoyBoy se marchó. Durante el tiempo que permanecieron juntos, él vivía muy preocupado por las mujeres y no paraba demasiado en casa. Hacía cuanto le apetecía y tenía ocasión de hacer, y lo que más le gustaba era corretear detrás de las mujeres, luego seguía la bebida y, en tercer lugar, maltratar a Eva. Cuando se fue, en el mes de noviembre, Eva tenía un dólar con sesenta y cinco, cinco huevos, tres remolachas y ni la menor idea de qué debía sentir o cómo debía sentirse. Sus hijos la necesitaban y ella necesitaba dinero y seguir viviendo. Pero el problema de alimentar a sus tres hijos era tan apremiante que tuvo que aplazar su indignación durante dos años, hasta que pudo disponer de tiempo y energías para darle rienda suelta. Estaba desorientada y desesperadamente hambrienta. Entonces, en esa parte baja de las colinas vivían muy pocas familias negras. Los Suggs, que tenían su casa cien metros camino abajo, le llevaron un plato de guisantes calientes y una bandeja de pan frío en cuanto se enteraron. Eva les dio las gracias y les preguntó si tendrían un poco de leche para las niñas mayores. Respondieron que no, pero sabían que la señora Jackson tenía una vaca que todavía daba leche. Eva cogió un cubo y la señora Jackson le dijo que volviera por la mañana, porque esa noche ya habían terminado de ordeñar. Así siguieron viviendo hasta casi llegado diciembre. La gente estaba dispuesta a ayudarla, pero Eva intuía que su benevolencia pronto tocaría fondo; los inviernos eran duros y sus vecinos no estaban en mejor situación que ella. Acostada en la cama con el bebé, las dos niñas en el suelo envueltas en colchas, Eva se dedicó a pensar. La mayor, Hannah, tenía cinco años y era demasiado pequeña para cuidar sola del bebé, y cualquier empleo doméstico que pudiera conseguir la mantendría alejada de casa desde las cinco y media de la madrugada, o antes, hasta bien pasadas las ocho de la noche. Los blancos del valle no eran lo bastante ricos como para tener criadas: eran pequeños agricultores y comerciantes y, como máximo, querían alguien que les ayudase con los trabajos pesados. También pensó en la posibilidad de volver junto a algunos de los suyos en Virginia, pero regresar a casa con tres niños pequeños era, para Eva, el último recurso antes de la muerte. Tendría que buscarse la vida como pudiera y continuar mendigando hasta el final del invierno, hasta que su bebé tuviera al menos nueve meses; entonces podría sembrar algo y tal vez conseguir algún trabajito en las granjas del valle, arrancando hierbas malas o sembrando o dando de comer a los animales hasta que surgiera algo más estable en el tiempo de la cosecha. Se dijo que probablemente había sido una estupidez dejar que BoyBoy la alejase de su familia, pero entonces él le había parecido muy correcto. BoyBoy trabajaba para un carpintero y herrero blanco que se empeñó en que le acompañase cuando se trasladó al oeste para instalarse en un apiñado pueblo llamado Medallion. BoyBoy se llevó a su recién adquirida esposa y construyó una cabaña de una sola pieza para los dos, a veinte metros del camino que subía serpenteando desde el valle para adentrarse en las colinas y que llevaba el nombre del oficio del hombre para quien trabajaba. Pasó un año antes de que tuvieran una letrina.
Un poco antes de mediados de diciembre, el bebé, Plum, dejó de ir de vientre. Eva le hizo friegas en la barriga y le dio agua caliente. Debe haber pasado algo con mi leche, pensó. La señora Suggs le dio aceite de castor, pero tampoco le hizo efecto. Además, el niño lloraba y se retorcía, así que tampoco pudieron hacerle tragar gran cosa. Parecía sufrir mucho y daba fuertes gritos ultrajados y doloridos. De pronto, enfebrecido por su propio llanto, se le cortó la respiración y pareció que iba a morirse ahogado. Eva corrió a su lado y derribó el orinal de barro, inundando una pequeña parte del suelo con la orina del niño. Consiguió calmarlo pero, cuando entrada la noche empezó a llorar otra vez, Eva decidió acabar de una vez con su sufrimiento. Lo envolvió en una manta, pasó el dedo por los recovecos y las paredes interiores de la lata de manteca y se lo llevó dando traspiés hasta la letrina. Allí, en medio de su profunda oscuridad y su glacial hedor, se puso en cuclillas, colocó al niño boca abajo sobre sus rodillas, le destapó las nalgas y le introdujo en el ano el último resto de comida que tenía en el mundo (aparte de las tres remolachas). Suavizando la penetración con la manteca, intentó aflojar las heces con el dedo medio. Su uña enganchó lo que parecía un guijarro; extrajo uno y después otros. Plum dejó de llorar mientras las negras y duras deposiciones iban cayendo como un rosario sobre el suelo helado. Y cuando todo hubo terminado, Eva se quedó pensando, ahí en cuclillas, por qué había salido hasta allí para soltarle las heces y qué estaba haciendo ahí agachada dándole calor con su cuerpo a su adorado niñito en medio de una oscuridad casi total, con los tobillos y los dientes helados y la nariz asediada. Sacudió la cabeza como para darles un meneo a los sesos y luego exclamó en voz alta:
—Uh, uh. Nooo. —Y regresó a su casa y a su cama. Y mientras el aliviado Plum dormía, el silencio le permitió pensar.
Dos días después, dejó a todos sus hijos con la señora Suggs, diciendo que volvería el día siguiente.
Dieciocho meses más tarde, descendió de un carro con dos muletas, una nueva billetera negra y una pierna. Primero fue a recuperar a sus hijos, a continuación le entregó un billete de diez dólares a la sorprendida señora Suggs y luego comenzó a construirse una casa junto a Carpenter’s Road, a veinte metros de la cabaña de una pieza de BoyBoy, que alquiló.
Cuando Plum tenía tres años, BoyBoy volvió a la ciudad y le hizo una visita. Cuando supo que se dirigía hacia su casa, Eva preparó limonada. No tenía la menor idea de qué haría o sentiría durante el encuentro. ¿Lloraría, le cortaría el pescuezo, le suplicaría que le hiciera el amor? Imposible imaginarlo. Sólo le quedaba esperar. Preparó limonada en un jarro verde y le esperó.
BoyBoy subió brincando las escaleras y llamó a la puerta.
—Adelante —gritó ella.
Él abrió la puerta con naturalidad y se quedó sonriente en el umbral, hecho una imagen de prosperidad y de buena voluntad. Llevaba zapatos color naranja brillante y un sombrero de paja de los de ciudad, un traje azul claro y un alfiler de corbata con una cabeza de gato. Eva sonrió y le invitó a sentarse. Él le devolvió la sonrisa.
—¿Cómo te ha ido la vida, niña?
—No mal del todo. ¿Qué cuentas de nuevo? —Al oír salir esas palabras de su boca, Eva comprendió que su conversación empezaría con buenos modales. Aunque todavía estaba por ver si no acabaría atravesándole la cabeza al gato con el punzón del hielo.
—Sírvete un poco de limonada.
—Si no te importa. —Se quitó el sombrero con aire satisfecho. Llevaba las uñas muy largas y brillantes—. Hace calor de verdad y he estado correteando de acá para allá durante todo el día.
Eva miró al otro lado de la puerta mosquitera y vio a una mujer con un vestido color verde guisante recostada contra el peral más pequeño. Cuando se volvió a mirarlo, su cara le recordó la que ponía Plum las veces en que conseguía sacar él solito una nuez de la cáscara. Eva sonrió otra vez y sirvió la limonada.
Conversaron amigablemente: ella le puso al día de todos los chismorreos, mientras él le preguntaba por tal y por cual, evitando, como todo el mundo, cualquier referencia a su pierna. Fue como hablar con el primo de alguien que hubiera entrado un momento a saludarla antes de regresar al lugar de donde había venido. BoyBoy no preguntó por los niños ni pidió verlos y Eva no los introdujo en la conversación.
Al cabo de un rato, él se levantó para despedirse. Bajó bailoteando las escaleras, hablando de sus compromisos y exudando olor a dinero nuevo y a ocio, y se reunió jactancioso con la del vestido verde guisante. Eva lo observaba. Examinó la nuca y la posición de los hombros. Debajo de todo su fulgor vislumbró la derrota en el eje del cuello y en la curiosa rigidez de sus hombros. Pero seguía sin saber exactamente qué sentía. Entonces él se inclinó y le susurró algo al oído a la mujer del vestido verde. Ella se quedó callada un instante y luego echó atrás la cabeza y se rió. Una risa aguda, de gran ciudad, que a Eva le recordó Chicago. La risa cayó como una maza sobre ella y entonces supo lo que sentía. Un líquido hilillo de odio comenzó a inundarle el pecho.
La seguridad de que le odiaría durante largo tiempo y a conciencia la llenó de placentera expectación, como cuando una sabe que va a enamorarse de alguien y aguarda la aparición de las venturosas manifestaciones. El odio a BoyBoy le permitiría seguir adelante, contando con la seguridad, el estímulo, la consistencia de ese odio durante tanto tiempo como quisiera o mientras necesitase su definición y su fuerza, o su protección para hacer frente a las vulnerabilidades cotidianas. (Una vez que Hannah la acusó de odiar a las personas de color, Eva replicó que sólo odiaba a una, al padre de Hannah, BoyBoy, y que ese odio era lo que la mantenía viva y feliz.)
Feliz o no, después de la visita de BoyBoy comenzó a recluirse en su dormitorio, dejando cada vez más la planta baja de la casa en manos de quienes vivían allí: primos que estaban de paso, vagabundos y las muchas, muchísimas parejas de recién casados a quienes alquilaba habitaciones con derecho a cocina. A partir de 1910, sólo una vez pisó las escaleras por propia voluntad y entonces lo hizo para prender un fuego cuyo humo continuaría impregnándole el pelo durante años.
Entre los inquilinos de ese viejo caserón figuraban los niños adoptados por Eva. Guiándose por unas pautas personales de preferencias y prejuicios, mandaba a buscar a determinados niños que había visto desde el balcón de su habitación o cuyas circunstancias habían llegado a sus oídos por boca de los viejos chismosos que la visitaban para jugar a las damas o leer el Courier o anotar su número en las apuestas. En 1921, cuando su nieta Sula había cumplido once años, Eva tenía tres de esos niños. Llegaron provistos de gorras de lana y con nombres que les habían puesto sus madres o sus abuelas o la amiga íntima de alguien. Eva les arrancó las gorras de la cabeza e hizo caso omiso de los nombres. Examinó atentamente al primer niño, sus muñecas, la forma de su cabeza y el carácter que se reflejaba en sus ojos y anunció:
—Bueno, aquí tenemos a Dewey. Vaya, vaya, vaya.
Y volvió a decir lo mismo cuando, más tarde pero ese mismo año, mandó buscar a un niño que continuamente se estaba cayendo del porche de la casa de enfrente.
—Pero, miss Eva —le hizo notar alguien—, ya llama Dewey al otro.
—Bueno, ¿y qué? Ahora tenemos uno más.
Cuando le llevaron el tercero y Eva volvió a llamarlo «Dewey», todo el mundo creyó que, simplemente, no se le ocurrían otros nombres o que por fin había empezado a perder facultades.
—¿Y cómo los distinguiremos? —le preguntó Hannah.
—¿Para qué quieres distinguirlos? Todos son Deweys.
La pregunta de Hannah pareció bastante tonta, pues cada uno de los niños presentaba marcadas diferencias con los otros dos. Dewey-uno era un negrito de piel muy oscura con una cabeza bien formada y los ojos dorados de las personas con ictericia crónica. Dewey-dos tenía la piel clara y cubierta de pecas y una apretada mata de pelo rojo. Dewey-tres era medio mexicano, con la piel color chocolate y una lisa melena negra. Además, se llevaban uno y dos años y medio entre sí. Fue Eva —a fuerza de decir cosas como «Que uno de los Deweys vaya a comprarme un poco de Garret; si no hay, que me traiga Buttercup», o «Decidles a los Deweys que dejen de hacer ruido», o «Tú, Dewey, ven aquí», y «Mandadme a un Dewey»— quien acabó dándole sentido a la pregunta de Hannah.
Poco a poco, cada niño fue saliendo de la forma larvaria que tenía en el momento de ser cedido por su madre o por quien fuese, para aceptar el punto de vista de Eva, convirtiéndose en un Dewey no sólo de nombre, sino también de hecho, uniéndose a los otros dos para formar una trinidad con un nombre polivalente… inseparables, sin apego a nada ni a nadie fuera de ellos mismos. Cuando se desprendió la manija de la nevera, los tres Deweys recibieron una paliza y contemplaron en silencio sus pies con los ojos secos mientras levantaban los traseros para recibir los azotes. Cuando al Dewey de ojos dorados le llegó el momento de empezar la escuela, se negó a ir sin los demás. Tenía siete años; el Dewey pecoso, cinco, y el Dewey mexicano, sólo cuatro. Eva resolvió el problema mandándolos a todos juntos.
—Pero hay uno que sólo tiene cuatro años —protestó el señor Buckland Reed.
—¿Cómo lo sabe? Aquí llegaron los tres el mismo año —replicó Eva.
—Pero ése tenía un año cuando Llegó, y eso fue hace tres años.
—Usted no sabe qué edad tenía cuando llegó y la maestra tampoco lo sabe. Que vayan todos.
La maestra se mostró sorprendida pero no incrédula; había renunciado hacía ya tiempo a intentar comprender las costumbres de las gentes de color de la ciudad. De modo que cuando la señora Reed le dijo que se llamaban Dewey King, que eran primos y que los tres tenían seis años, la maestra sólo dejó escapar un minúsculo suspiro y los inscribió en el primer curso. También ella creyó que no tendría dificultad para distinguirlos, ya que no se parecían en absoluto, pero, como ya les había ocurrido a todos los demás, fue viéndose progresivamente incapaz de determinar cuál era cuál. Los Deweys se resistían a dejarse diferenciar. Se le confundió la imagen mental de los tres hasta que por fin acabó resultándole literalmente imposible creer lo que veían sus ojos. Los tres hablaban con una sola voz, pensaban como uno y mantenían una molesta cerrazón. Valientes, ariscos y totalmente impredecibles, los Deweys conservaron siempre su misterio, no sólo durante todo el tiempo que vivieron en Medallion sino incluso después.
Los Deweys llegaron en 1921, pero el año antes Eva le había cedido un cuartito junto a la cocina a Tar Baby, un hombre guapo, menudo y callado que siempre hablaba en susurros. La mayoría de la gente decía que era mitad blanco, pero Eva afirmaba que era blanco del todo. Que ella distinguía la sangre negra a primera vista y que ese hombre no tenía ni una gota. Al principio de llegar a Medallion, la gente le llamaba Pretty Johnnie, pero Eva vio su piel lechosa y su pelo de paja y, medio en broma, medio por perversidad, le apodó Tar Baby (muñeco de alquitrán). Era un montañés reservado que no molestaba a nadie y dedicaba todas sus energías a la tarea de emborracharse hasta morir. Al principio trabajaba en una pollería y, cuando volvía a casa, después de un día entero retorciéndoles el cuello a los pollos, se dedicaba a beber hasta dormirse. Más tarde empezó a faltar algunos días al trabajo y a menudo no le alcanzaba el dinero para pagar el alquiler. Cuando perdió definitivamente el empleo, salía por la mañana a buscarse la vida haciendo trabajitos, mendigando o lo que fuera, y luego volvía a casa para beber. Nadie le encontraba molesto, pues no era pesado; comía poco, no pedía nada y le gustaba el vino barato. Además, a menudo acudía a los rezos de los miércoles por la noche y cantaba In the Sweet By-and-By con una voz de montañés increíblemente melodiosa. Mandaba a los Deweys a buscar su licor y se pasaba la mayor parte del tiempo hecho una bola en el suelo o sentado en una silla de cara a la pared.
Hannah se preocupaba un poco por él, pero sólo muy poquito. En efecto, muy pronto resultó evidente que sólo buscaba un lugar donde poder morir en privado pero no completamente solo. A nadie se le ocurrió sugerirle que hiciese un esfuerzo para no seguir de ese modo o que fuese a ver un médico, o algo. Ni siquiera las mujeres, que lloraban cuando cantaba In the Sweet By-and-By en los rezos, intentaron hacerle participar nunca en las actividades de la iglesia. Se limitaban a escucharle cantar y a llorar y a pensar muy gráficamente en su propia muerte inminente. La gente aceptaba la valoración que él mismo hacía de su vida o se mostraba indiferente a ella. Pero en su indiferencia había un cierto grado de desdén, pues no tenían demasiada paciencia con las personas que se tomaban tan en serio a sí mismas. Tanto como para intentar morir. Y era lógico que, finalmente, él fuese el primero en acompañar a Shadrack en la celebración del Día Nacional del Suicidio, él —Tar Baby— y los Deweys.
Los hijos verdaderos de Eva crecieron disimulando, bajo su mirada distante y a merced de sus manías: Pearl se casó a los catorce años y se trasladó a Flint, Michigan, desde donde le mandaba frágiles cartas con dos dólares doblados entre el papel. Pobres cartitas absurdas en las que le hablaba de sus pequeños problemas, del trabajo de su marido y le contaba a quién preferían los niños. Hannah se casó con un hombre risueño llamado Rekus, que murió cuando su hija Sula tenía unos tres años, tras lo cual Hannah volvió al gran caserón de su madre dispuesta a ocuparse permanentemente de la casa y de ella.
Con la sola excepción de BoyBoy, las Peace querían a todos los hombres. El amor a los hombres fue la herencia que legó Eva a sus hijas. Probablemente, comentaba la gente, porque no había ningún hombre en la casa, ningún hombre capaz de dirigirla. Pero, en realidad, no era cierto. Las Peace simplemente adoraban la virilidad en sí misma. Eva, a su edad y con una sola pierna, tenía un círculo habitual de visitantes masculinos y, aunque no tomaba parte en el acto final del amor, se intercambiaban una buena dosis de insinuaciones y besitos y risas. Los hombres querían verle la preciosa pantorrilla, el bonito zapato y contemplar ese fulgor concentrado que a veces asomaba en las profundidades de sus ojos. Querían ver la alegría de su rostro cuando se sentaban a jugar con ella a las damas con la certeza de que, aunque les ganase, como casi siempre sucedía, por alguna razón, en su presencia, eran ellos los que salían ganando. Le leían el diario en voz alta comentando su contenido y Eva los escuchaba sin sentirse en absoluto obligada a mostrarse de acuerdo y, de hecho, criticaba su interpretación de las noticias. Pero discutía con ellos con tan poca inquina, con una tal concentración de amor a los hombres, que su desacuerdo les ratificaba en sus convicciones.
Si se trataba de otras personas, Eva manifestaba el mismo prejuicio en favor de los hombres. Les daba interminablemente la lata a las recién casadas riñéndolas por no tener lista a su hora la cena de sus maridos; dándoles instrucciones sobre cómo debían lavar y planchar las camisas, etc.
—Tu marido está al llegar. ¿No va siendo hora de que te pongas a trabajar?
—Ah, miss Eva. No se preocupe, todo estará listo. Comeremos espaguetis.
—¿Otra vez? —Las cejas de Eva se arqueaban y la recién casada apretaba los labios, avergonzada.
Hannah simplemente se negaba a vivir sin las atenciones de un hombre y, a la muerte de Rekus, tuvo una continua sucesión de amantes, la mayoría de ellos maridos de sus amigas y vecinas. Su coqueteo era cariñoso, discreto y sin dobleces. Sin necesidad de darse un toquecito en el pelo ni de correr a cambiarse de ropa o de aplicarse rápidamente un poco de maquillaje, sin hacer ningún gesto, vibraba de sensualidad. Con la misma vieja bata estampada de siempre, descalza en verano, en invierno con los pies enfundados en zapatillas masculinas de cuero con la parte posterior aplastada bajo los talones, lograba que los hombres se fijasen en su trasero, en sus finos tobillos, en la piel suave como el rocío y en la increíble longitud de su cuello. Seguía la sonrisa de los ojos, la inclinación de la cabeza, tan acogedoras, alegres y juguetonas. Su voz se arrastraba, se hundía y se inclinaba; ponía melodía a las palabras más sencillas. Nadie, pero nadie, era capaz de decir «Hola, guapo» como Hannah. Al oírla, el hombre se levanta ligeramente el sombrero inclinándolo sobre los ojos, se acomodaba los pantalones y pensaba en el repliegue que a ella se le dibujaba en la base de la nuca. Y todo ello sin que surgiera la más mínima confusión en cuanto al trabajo y las responsabilidades. Mientras Eva ponía a prueba a sus hombres y discutía con ellos, dejándoles con la sensación de haber librado un combate con un digno, aunque amable, enemigo, Hannah no le buscaba tres pies al gato, no planteaba exigencias: hacía que cada hombre se sintiese completo y magnífico tal como era —sin necesidad de ninguna mejora y él se relajaba y desfallecía bajo la luz que ella proyectaba sobre él por el mero hecho de ser él. Si el hombre entraba cuando Hannah subía del sótano con un cubo de carbón, su manera de acarrearlo se convertía en un acto de amor. Y el hombre no hacía el menor gesto de querer ayudarla por la sencilla razón de que quería verle los muslos cuando se agachase para dejarlo en el suelo, y con la certeza de que ella también quería que los viese.
Pero como en esa casa siempre llena de gente no había rincones donde hacer privada y espontáneamente el amor, Hannah se llevaba al hombre al sótano en verano, a un rincón fresco detrás de la carbonera y los diarios, o, en invierno, se metían en la despensa y se apoyaban contra las repisas que ella había llenado de conservas, o se tumbaban encima del saco de harina justo debajo de las ristras de pimentitos verdes. Cuando esos lugares no estaban disponibles, Hannah se escabullía en el salón, que raras veces se usaba o incluso subía a su dormitorio. Este último era el sitio que menos le gustaba, no porque Sula durmiera allí con ella, sino porque sus compañeros de retozos siempre tendían a dormirse después y Hannah no era de las que duermen con cualquiera. Estaba dispuesta a joder prácticamente con quien se presentase pero, para ella, dormir con una persona implicaba un grado de confianza y un compromiso definidos. De modo que acabó siendo una amante diurna y, de hecho, sólo una vez Sula se encontró, al volver de la escuela, a su madre en la cama, arrullándose con un hombre.
Al verla entrar con tanta desenvoltura en la despensa y volver a salir exactamente con el mismo aspecto que antes, sólo que más contenta, Sula aprendió que el sexo era algo agradable y frecuente pero, por lo demás, poco importante. Fuera de su casa, donde los niños se reían tontamente cuando hablaban de ropa interior circulaba otro mensaje. Por lo tanto, Sula tomó nota de la cara de su madre y de la cara de los hombres cuando abrían la puerta de la despensa y se formó su propia opinión.
Hannah exasperaba a las mujeres de la ciudad; a las mujeres «buenas» que decían: «Si hay algo que no puedo soportar es a una mujer mala»; a las prostitutas que ya de por sí tenían dificultades para encontrar clientes entre los hombres negros y a quienes molestaba la generosidad de Hannah; a las mujeres corrientes, que tenían maridos y aventuras a la vez, porque Hannah parecía demasiado diferente a ellas, con sus relaciones en las que no intervenía la pasión y su total incapacidad de sentir celos. Las amistades de Hannah con las mujeres eran, evidentemente, escasas y de corta duración, y las parejas de recién casados que su madre tomaba como realquilados no tardaban en descubrir el peligro que representaba. Era capaz de romper un matrimonio antes de que hubiera llegado a ser tal; hacía el amor con el novio y lavaba los platos de su mujer todo en una misma tarde. Lo que buscaba, después de morir Rekus, y lo que conseguía obtener casi siempre, era tener su pequeño contacto cada día.
Los hombres, sorprendentemente, nunca hablaban mal de ella. Era sin discusión una mujer amable y generosa, lo cual, unido a su extraordinaria belleza y tímida elegancia de modales, les inducía a defenderla y a protegerla de cualquier comentario vitriólico que pudieran dejar caer los recién llegados o sus mujeres.
El último hijo de Eva, Plum, a quien ella esperaba legárselo todo, vivió constantemente fajado de amor y cariño hasta que se fue a la guerra, en 1917. Regresó a Estados Unidos en 1919, pero no volvió a Medallion hasta 1920. Desde Nueva York, Washington, D. C., y Chicago, escribió cartas llenas de promesas de un pronto regreso a casa, pero era evidente que algo no marchaba. Finalmente, llegó dos o tres días antes de Navidad, con apenas una reminiscencia de su antiguo balanceo al andar. No se había cortado ni peinado el pelo en varios meses, sus ropas no tenían ningún sentido y no llevaba calcetines. Pero traía una bolsa de viaje negra, una bolsa de papel y una sonrisa dulce, muy dulce. Todos le recibieron muy bien y le dieron una habitación caldeada junto a la de Tar Baby y esperaron que les contase lo que él quisiera que supiesen. En vano esperaron que lo dijera, pero no tardaron mucho en saberlo. Sus costumbres eran muy parecidas a las de Tar Baby, aunque sin botellas, y con la diferencia de que a Plum a veces se le veía alegre y animado. Hannah le observaba y Eva esperaba. Después empezó a robarles, a hacer viajes a Cincinnati y a pasarse días seguidos durmiendo en su cuarto con el tocadiscos puesto. Adelgazó todavía más, pues sólo comía bocaditos de alguna cosa al principio o al final de las comidas. Fue Hannah quien encontró la cuchara doblada, negra de tanto calentarla.
Así fue como, una noche de 1921, Eva se levantó de la cama y se vistió. Se apoyó en las muletas y descubrió con sorpresa que todavía sabía manejarlas, aunque le causaban un intenso dolor en las axilas. Se ejercitó dando unos pasos por la habitación y luego abrió la puerta. Fue avanzando despacito por el largo tramo de escaleras, con las dos muletas bajo el brazo izquierdo y apoyándose con la derecha en la barandilla; atronadoras las pisadas de su pie, en comparación con el delicado golpeteo de la punta de la muleta. Se detuvo a respirar en cada descansillo. Fastidiada por su estado físico, cerraba los ojos y retiraba las muletas de debajo del brazo para aliviarlo de la desusada presión. Cuando Llegó al pie de la escalera, redistribuyó su peso entre las dos muletas y emprendió el recorrido a través de la salita, hasta el comedor y la cocina, balanceándose y meciéndose como una grulla gigante, tan grácil cuando se mueve en su propio medio, pero torpe y cómica cuando pliega las alas e intenta caminar. Con un balanceo y un cabeceo, se plantó frente a la puerta de Plum y la empujó con la punta de una muleta. Lo encontró tumbado en la cama, apenas visible bajo la luz que proyectaba una única bombilla. Eva se acercó de un salto a la cama y apoyó las muletas a su pie. Se sentó y cogió a Plum entre sus brazos. Él se despertó, pero apenas.
—Eh, tío. Eh. ¿Me tienes abrazado, mamá?
Habló con voz amodorrada y divertida. Se rió por lo bajo como si acabara de oír un chiste. Eva le abrazó más fuerte y empezó a mecerlo. Se balanceó hacia atrás y hacia delante, meciéndolo, mientras paseaba la mirada por su cuarto. Ahí, en un rincón, había un pastel de cerezas comprado en la tienda a medio comer. Envoltorios de caramelo arrugados y botellas vacías de refresco asomaban por debajo de la cómoda. En el suelo, al lado de su pie, había un vaso de sorbete de fresa y una revista Liberty. Mientras seguía balanceándose, balanceándose, y escuchando las risitas esporádicas de Plum, Eva dejó que su memoria girara, diera volteretas y cayera. Plum en la bañera, esa vez que se había inclinado sobre él. Él había levantado los brazos hacia ella salpicándole el pecho y riéndose. Ella se había enfadado, pero no demasiado, y se había reído con él.
—Mamá, eres tan guapa. Eres tan guapa, mamá.
Eva levantó la lengua cubriéndose el labio, para evitar que las lágrimas se le escurrieran hasta la boca. Mientras, seguía balanceándose, balanceándose. Más tarde, volvió a dejarlo en la cama y se quedó mirándolo durante largo rato. De pronto, le entró sed y cogió el vaso de zumo de fresa. Se lo llevó a los labios y descubrió que era agua manchada de sangre y lo tiró al suelo. Plum se despertó y dijo:
—Oye, mamá, ¿por qué no vuelves a tu cama? Estoy bien. ¿No te lo he dicho? Estoy bien. Vamos, vete.
—Ya me voy, Plum —dijo ella. Desplazó el peso de su cuerpo y acercó las muletas. Meciéndose y balanceándose, salió del cuarto. Se arrastró hasta la cocina, donde hizo unos ruidos como si rascara algo.
Plum continuaba riendo entre dientes, en los márgenes de un cálido sueño ligero. Mamá. Desde luego, era toda una mujer. Sintió un claroscuro. Una luz húmeda parecía subirle por las piernas y el vientre, con un olor profundamente atractivo. Se enroscaba alrededor de todo su cuerpo —esa luz húmeda—, salpicándolo e impregnándole la piel. Abrió los ojos y vio algo que tomó por la gran ala de un águila que iba bañándolo en una húmeda ingravidez. Es como un bautismo, como una bendición, pensó. Todo irá bien ahora, le decía. Seguro de que así sería, cerró los ojos y volvió a hundirse en la fosa luminosa del sueño.
Eva se apartó de la cama y se afianzó las muletas bajo los brazos. Enrolló un trozo de periódico hasta formar un apretado canuto de unos quince centímetros de largo, lo encendió y, empapado de petróleo, lo lanzó encima de la cama donde yacía el tranquilo y satisfecho Plum. En cuanto le envolvió el crepitar de las llamas, cerró rápidamente la puerta e inició el lento y penoso trayecto de vuelta hasta la parte superior de la casa.
Nada más poner el pie en el tercer rellano, llegaron hasta ella las voces de Hannah y de una niña. Continuó avanzando, sin prestar siquiera atención a los gritos de alarma y los chillidos de los Deweys. Cuando se metió en la cama, alguien ya subía detrás de ella saltando los escalones de dos en dos. Hannah abrió la puerta.
—¡Plum! ¡Plum! ¡Se está quemando, mamá! ¡No podemos abrir la puerta! ¡Mamá!
Eva la miró a los ojos.
—¿En serio? ¿Mi niño? ¿Se está quemando?
Las dos mujeres no cruzaron ni una palabra, pues la mirada de cada una ya se lo decía todo a la otra. Después, Hannah cerró los ojos y corrió al encuentro de las voces de los vecinos que gritaban pidiendo agua.