1920
Tenía que ser un lugar lo más alejado posible de la Casa del Sol Poniente. Y el sobrino de mediana edad de su abuela que vivía en una ciudad norteña llamada Medallion representaba la única oportunidad segura de que así fuera. Hacía dieciséis años que Helene Sabat y su abuela vivían atormentadas por las persianas rojas. Helene había nacido detrás de esas persianas, hija de una prostituta creole que trabajaba allí. La abuela se la llevó lejos de las luces tenues y las alfombras floreadas de la Casa del Sol Poniente para criarla bajo la mirada dolorida de una Virgen María policromada y le aconsejó que se mantuviera constantemente en guardia ante cualquier posible manifestación de la sangre desbocada de su madre.
Y así fue como, cuando Wiley Wright le hizo una visita a su tía abuela Cecile en Nueva Orleans, su arrobamiento ante la bonita Helene se convirtió, bajo las presiones de ambas mujeres, en una petición de mano. Él era marinero (o más bien navegante lacustre, pues trabajaba como cocinero en un barco de una de las líneas de los Grandes Lagos) y sólo pasaba en tierra tres días de cada dieciséis.
Se llevó a su nueva esposa a su ciudad de Medallion y la instaló en una preciosa casa con un porche de ladrillo y cortinas de encaje auténtico en la ventana. Helene Wright soportaba sin dificultad sus largas ausencias, sobre todo a partir del nacimiento de su hija, que se produjo al cabo de unos nueve años de matrimonio.
La niña le ofrecía mayor consuelo y sentido a su vida del que jamás había esperado encontrar en este mundo. Helene afrontó con todos los honores la experiencia de la maternidad, agradeciendo en el fondo de su corazón que la niña no hubiese heredado su gran belleza: que su piel tuviera el color de la noche, que sus pestañas fuesen espesas pero no de una longitud poco digna, que hubiese heredado la ancha nariz aplastada de Wiley (aunque Helene tenía la esperanza de mejorarla un poco) y sus generosos labios.
Bajo la supervisión de Helene, la niña creció obediente y educada. Cualquier muestra de entusiasmo de la pequeña Nel era moderada por su madre, hasta que consiguió sepultarle la imaginación.
Helene Wright era una mujer que infundía respeto, al menos en Medallion. La espesa cabellera recogida en un moño, los ojos oscuros con las cejas arqueadas en un perpetuo interrogante sobre los modales de los demás. Una mujer vencedora en todas las batallas sociales, gracias a su porte y a una firme fe en la legitimidad de su autoría. Puesto que entonces no había ninguna iglesia católica en Medallion, se afilió a la iglesia negra más conservadora. Y se convirtió en uno de sus puntales. Helene era la que jamás volvía la cabeza cuando alguien llegaba tarde a la iglesia: fue la introductora de la costumbre de adornar el altar con flores de temporada; ella instauró la celebración de banquetes de bienvenida para los veteranos negros que regresaban. Sólo perdió una batalla: la pronunciación de su nombre. Las gentes del Fondo se negaron a decir Helene. La Llamaron Helen Wright y basta.
En conjunto, llevaba una vida satisfactoria. Le encantaba su casa y disfrutaba manipulando a su hija y a su marido. A veces, justo antes de dormirse, exhalaba un suspiro mientras se decía que ciertamente había puesto una considerable distancia entre la Casa del Sol Poniente y su persona.
De ahí que leyera con una enorme mezcla de emociones contradictorias una carta del señor Henri Martin en la que le describía la enfermedad de su abuela y le sugería que acudiese de inmediato. No quería ir, pero no se sentía con valor para ignorar la silenciosa súplica de la mujer que la había salvado.
Era el mes de noviembre. Noviembre de 1920. Incluso en Medallion se movían con victoriosa jactancia las piernas de los hombres blancos y se veía brillar con disimulado entusiasmo los ojos de los veteranos de color.
La idea del viaje al Sur le inspiraba profundos recelos a Helene, pero decidió que contaba con la mejor protección posible: sus modales y su porte, que completaría con un bonito vestido. Se compró un corte de paño marrón oscuro y tres cuartos de yarda de terciopelo a juego. Con este material se confeccionó un vestido elegante pero serio, con el cuello y los bolsillos de terciopelo.
Nel observó cómo su madre cortaba el patrón sobre un periódico, paseando velozmente la mirada del modelo de una revista a sus propias manos. La vio subir la llama de la lámpara de petróleo cuando se puso el sol, para continuar cosiendo hasta bien entrada la noche.
Cuando lo tuvieron todo a punto, Helene cocinó un jamón ahumado, dejó una nota para su marido, que estaba navegando por los lagos, por si desembarcaba antes de lo previsto, y echó a andar delante de su hija rumbo a la estación, con la cabeza alta y los brazos tensos por el peso del equipaje.
La caminata fue más larga de lo que recordaba y al doblar la esquina, vieron que el tren empezaba a echar humo. Corrieron junto a la vía buscando el vagón que les había indicado el porteador de color. Incluso en esto se equivocaron. Helene y su hija entraron en un vagón ocupado por una veintena de hombres y mujeres blancos. En vez de dar media vuelta y volver a bajar los tres peldaños de madera, Helene decidió ahorrarse la vergüenza y pasar directamente al vagón reservado para los viajeros de color. Llevaba dos bultos y un bolso de malla; su hija, una cesta tapada con la comida. En el momento de abrir la puerta con el rótulo SÓLO PASAJEROS DE COLOR, vieron avanzar hacia ellas un revisor blanco. Hacía fresco, pero una leve película de sudor refulgió sobre la cara de la mujer mientras ella y la niñita se esforzaban por mantener abierta la puerta, sujetar su equipaje y entrar en el vagón, todo a la vez. El revisor deslizó la mirada sobre la mujer de pálida tez amarilla y a continuación se introdujo el meñique en la oreja para quitarse la cera.
—¿Quién te has creído que eres, nena?
Helene levantó la mirada hacia él.
Tan pronto. Tan pronto. Ni siquiera había empezado el viaje de regreso, el retorno a la casa de su abuela en la ciudad donde refulgían las persianas rojas, y ya la habían llamado «nena». Todas las antiguas vulnerabilidades, todos los viejos temores de ser, en cierto modo, defectuosa se acumularon en su estómago y le hicieron temblar las manos. Sólo oyó esa palabra, que quedó suspendida sobre su sombrero de ala ancha, que, con el esfuerzo se le había escurrido de su cuidadosamente equilibrada posición y ahora le caía ligeramente ladeado sobre un ojo.
Como creyó que el hombre le pedía los billetes, dejó caer rápidamente la maleta de piel de becerro y la de mimbre para buscarlos en el bolso. Las ansias de complacer y las disculpas por estar viva confluyeron en su voz:
—Los tengo aquí mismo, en alguna parte, señor…
El revisor examinó la pizca de cera que había recogido su uña.
¿Qué hacías ahí atrás? ¿Qué hacías en ese coche?
Helene se humedeció los labios.
—Oh… yo… —Su mirada se dirigió más allá de la cara del hombre blanco para posarse en los pasajeros sentados detrás. Cuatro o cinco caras negras la observaban, dos de ellas eran soldados todavía en sus uniformes color mierda y sus gorras de pico. Vio sus rostros inescrutables, sus miradas impenetrables y se volvió intentando encontrar compasión en los ojos grises del revisor.
—Nos equivocamos, señor. No había ningún cartel. Nos equivocamos de vagón, señor, eso es todo.
—En este tren no permitimos equivocaciones. Vamos, mueve el culo y métete ahí dentro.
Se la quedó mirando hasta que ella comprendió que quería que se hiciera a un lado. Cogiendo a Nel por el brazo, se comprimió junto con su hija en el hueco libre frente a un banco de madera. Y entonces, por ninguna razón explicable, al menos por ninguna razón comprensible para nadie y desde luego por ninguna razón que Nel pudiera comprender, ni entonces ni más adelante, su madre sonrió. Como un perrito callejero que menea la cola en el umbral mismo de la carnicería de la que acaba de ser expulsado a patadas sólo segundos antes, Helene sonrió. Esbozó una deslumbrante y coqueta sonrisa bajo la cara color salmón del revisor.
Nel apartó los ojos de la exhibición de la bonita dentadura para posarlos en los demás pasajeros. Los dos soldados negros, que habían estado contemplando la escena con aparente indiferencia, tenían ahora un aire afligido. A las espaldas de Nel brillaba la luminosa y deslumbradora sonrisa de su madre; frente a ella tenía los ojos de medianoche de los soldados. Vio contraerse los músculos de sus caras, un temblor bajo la piel que la trocó de sangre en mármol jaspeado. La expresión de los ojos se mantuvo inmutable, sólo velados por una dura humedad al ver ensancharse la sonrisa tonta de su madre.
Cuando un portazo marcó la salida del revisor, Helene echó a andar por el pasillo en busca de un asiento. Dio una breve mirada a su alrededor esperando que alguno de los hombres quisiera ayudarla a colocar las maletas en el portaequipajes. Ninguno se movió. Helene se sentó aparatosamente, de espaldas a los hombres. Nel se sentó al otro lado, de cara a su madre y a los soldados, sin atreverse a mirar ni a una ni a otros. Le alegraba y le avergonzaba a la vez la intuición de que esos hombres —a diferencia de su padre, que idolatraba a su elegante y hermosa esposa— bullían de rabia contra su madre, con un odio que no existía al principio, sino que había sido engendrado por la deslumbrante sonrisa. Durante el silencio que precedió a la primera sacudida del tren, Nel hundió la mirada en los pliegues del vestido de su madre. No se atrevía a correr el riesgo de deslizarla más arriba por temor a descubrir que se le habían desabrochado los corchetes y ojales del delantero, dejando en evidencia la piel color flan que había debajo. Se quedó mirando el dobladillo de la falda, deseosa de creerlo pesado, pero consciente de que cuanto cubría era de flan. Si esa mujer alta y altiva, esa mujer tan exigente con sus amistades que entraban en la iglesia con una elegancia inigualable, y que podía apaciguar a un gañán con una mirada estaba realmente hecha de flan, entonces cabía la posibilidad de que Nel también lo estuviera.
En ese tren, mientras avanzaban lentamente hacia Cincinnati, Nel tomó la decisión de mantenerse en guardia… siempre. Quería tener la seguridad de que ningún hombre la miraría jamás de ese modo. Que ningún par de ojos de medianoche ni ninguna piel jaspeada la insultarían jamás transformándola en gelatina.
Estuvieron viajando durante dos días: dos días en que contemplaron la transformación de la cellisca en lluvia y luego en purpúreas puestas de sol, y una noche acurrucadas sobre los bancos de madera (las cabezas recostadas sobre los abrigos doblados), procurando no oír los ronquidos de los soldados. Cuando cambiaron de tren en Birmingham para el último trecho del viaje, se dieron cuenta del lujo con el que habían viajado en Kentucky y Tennessee, donde todas las estaciones estaban provistas de lavabos para las gentes de color. A partir de Birmingham no encontraron ni uno. Helene tenía la cara tensa por la necesidad y su malestar llegó a ser tan intenso que finalmente se decidió a comentarle su problema a una mujer negra con cuatro criaturas que habían subido en Tuscaloosa.
—¿Sabe dónde podríamos encontrar un lavabo?
La mujer se la quedó mirando con cara de no entenderla.
—El lavabo —repitió Helene. Y luego, en un susurro—: El retrete.
La mujer señaló un punto al otro lado de la ventana y dijo:
—Sí, señora. Ahí.
Helene se asomó a la ventana medio esperando ver una construcción a lo lejos; pero sólo vio unos árboles verdegris inclinados sobre una maraña de hierba.
—¿Dónde?
—Allí —dijo la mujer—. En Meridian. Enseguida llegaremos. —Después le sonrió con simpatía y le preguntó—: ¿Podrá aguantar?
Helene asintió con la cabeza y volvió a su asiento procurando pensar en otras cosas, pues la manera más segura de sufrir un accidente sería el recuerdo de su vejiga llena.
En Meridian, las mujeres bajaron con sus hijos. Mientras Helene recorría el minúsculo edificio de la estación buscando una puerta con el letrero MUJERES DE COLOR, las demás mujeres se alejaron en dirección a un campo de hierbas altas al otro lado de la vía. Algunos hombres blancos estaban recostados en la barandilla de la estación. Algo más que la expresión burlona con que mordisqueaban sus palillos indujo a Helene a abstenerse de pedirles información. Buscó a la otra mujer con la mirada y cuando vio asomar entre la hierba la parte superior de su pañuelo, empezó a comprender poco a poco qué significaba «allí». Todo el grupo, la gruesa mujer y sus cuatro hijos, tres chicos y una niña, Helene y su hija, se agacharon allí, bajo el sol que caía sobre Meridian a las cuatro de la tarde. Volvieron a hacer lo mismo en Ellisville y de nuevo en Hattiesburg y, cuando llegaron a Slidell, a poca distancia del lago Pontchartrain, Helene no sólo era ya tan experta en doblar hojas como la mujer gruesa, tampoco experimentaba ni el más leve temblor al pasar frente a las miradas turbias de los hombres que permanecían de pie como truncadas columnas dóricas bajo el techo de las estaciones de esas ciudades.
La exaltación que le infundió ese triunfo se esfumó rápidamente cuando el tren entró, por fin, en Nueva Orleans.
La casa de Cecile Sabat se recostaba en los Campos Elíseos entre otras dos idénticas a ella. De construcción chapucera, en un estilo afrancesado, contaba con un magnífico jardín en la parte trasera y una minúscula verja de hierro forjado delante. Sobre la puerta colgaba una corona funeraria de crespón negro con una cinta encarnada. Llegaban demasiado tarde. Helene levantó la mano para tocar la cinta, se quedó indecisa, y llamó a la puerta. Les abrió un hombre que vestía una camisa sin cuello. Helene se presentó y él dijo que era Henri Martin y que había acudido para hacerse cargo de los preparativos. Entraron en la casa. La Virgen María apareció tres veces con las manos unidas frente al pecho en la salita y una vez más en el dormitorio donde yacía el cuerpo de Cecile. La anciana había muerto sin ver a su nieta ni darle su bendición.
No parecía haber nadie en la casa aparte del señor Martin, pero un olor dulzón, como a gardenias, les indicó que otra persona había estado allí. Mientras se secaba las pestañas con un pañuelo blanco, Helene cruzó la cocina en dirección a la habitación trasera donde había dormido durante diecisiete años. Nel la siguió, cautivada por el olor, las velas y el ambiente poco familiar. Cuando Helene se agachó para soltarle el lazo del sombrero, una mujer vestida de amarillo pasó del jardín al porche trasero que comunicaba con el dormitorio. Las dos mujeres se miraron, sin que en los ojos de ninguna de las dos se trasluciera señal alguna de que se habían reconocido. Luego Helene dijo:
—Nel, ésta es tu… abuela.
Nel miró a su madre y después se volvió brevemente hacia la puerta que acababan de cruzar.
—No. Ésa era tu bisabuela. Esta es tu abuela. Mi… madre.
Antes de que la niña pudiera pararse a pensar, sus palabras quedaron flotando en el aire perfumado de gardenias.
—Pero parece tan joven.
La mujer del vestido amarillo canario se rió y dijo que tenía cuarenta y ocho años, «soy una vieja de cuarenta y ocho».
De modo que el olor de gardenias procedía de ella. De esa diminuta mujer que tenía la suavidad y el fulgor de un canario. En esa casa sombría que albergaba cuatro Vírgenes Marías, con la muerte que suspiraba en cada esquina y el chisporroteo de las velas, el olor a gardenias y el vestido amarillo canario subrayaban el ambiente fúnebre que las rodeaba.
La mujer sonrió, se miró de reojo en el espejo y dijo, dirigiendo la voz hacia Helene:
—¿Sólo tienes ésta?
—Si —respondió Helene.
—Es bonita. Se parece mucho a ti.
—Sí. Bueno. Ya tiene diez años.
—¿Diez años? Vrai? Parece pequeña para su edad, ¿no?
Helene se encogió de hombros y se volvió hacia los ojos interrogantes de su hija. La mujer del vestido amarillo se inclinó.
—Ven, chère, ven.
Helene la interrumpió.
—Tenemos que lavarnos. Llevamos tres días en el tren sin poder lavarnos ni…
—Comment t’appelle?
—No habla creole.
—Entonces pregúntaselo tú.
—Quiere saber tu nombre, cariño.
Nel se lo dijo, con la cabeza pegada al grueso vestido marrón de su madre, y después le preguntó:
—¿Y tú cómo te llamas?
—Me llamo Rochelle. Bueno. Tengo que irme. —Se acercó más al espejo y empezó a recogerse los pelos sueltos de la nuca en un moño en forma de corona y a humedecerse con saliva los ricitos que le caían por encima de las orejas—. He estado casi todo el día aquí, ¿sabes? Murió ayer. El funeral será mañana. Henri se ocupa de todo. —Encendió un fósforo, lo sopló y se oscureció las cejas con la punta quemada, bajo la mirada de Helene y de Nel. Helene estaba furiosa por las hojas dobladas que había soportado, por los bancos de madera en los que había dormido, y todo para no llegar a tiempo de ver a su abuela y encontrarse en cambio con ese canario pintarrajeado que no le había dicho ni una palabra de bienvenida ni de cariño ni…
—No sé qué será de la casa —siguió diciendo Rochelle—. Hace tiempo que está pagada. ¿Has estado pensando en ella? Oui? —Interrogó a Helene con sus cejas recién pintadas.
—Oui. —Helene habló con voz glacial—. He estado pensando en ella.
—Oh, bueno. No es asunto mío…
Se dio bruscamente la vuelta y abrazó a Nel; un abrazo rápido, más apretado y más duro de lo que habría cabido esperar de sus delgados y suaves brazos.
—Voir! Voir! —Y desapareció.
En la cocina, mientras su madre la enjabonaba de pies a cabeza, Nel aventuró un comentario:
—Olía tan bien. Y tenía la piel tan suave.
Helene enjuagó la toallita.
—Las cosas muy manoseadas siempre son suaves.
—¿Qué quiere decir «vuá»?
—No lo sé —respondió su madre—. No hablo creole. —Posó la mirada en las nalgas húmedas de su hija—. Y tú tampoco.
Cuando regresaron a Medallion y entraron en la casa silenciosa, encontraron la nota exactamente donde la habían dejado y el jamón reseco en la nevera.
—Señor, en mi vida me había alegrado tanto de estar en esta casa. Pero mira el polvo. Ve a buscar los trapos, Nel. Oh, no importa, déjalo. Respiremos un poco primero. Señor, jamás creí que conseguiría volver sana y salva. Uff. Bueno, todo ha terminado. Definitivamente. Alabado sea su nombre. ¿Has visto esto? Le dije a ese viejo estúpido que no nos dejara la leche y ahí está la lechera llena de leche cortada sin remedio. ¿Qué le pasa a la gente? Le dije que no la dejara. Bueno, esto no es lo que más me preocupa ahora. Vamos a encender el fuego. Lo dejé preparado para que sólo faltara acercarle una cerilla. Señor, qué frió hace. No te quedes ahí sentada, cariño. Pareces embobada…
Nel se había quedado sentada en el sofá escuchando a su madre pero, mientras tanto, recordaba el olor y el apretado, muy apretado abrazo de aquella mujer de amarillo que se pasaba fósforos quemados por encima de los ojos.
Tarde por la noche, cuando ya habían encendido el fuego, habían comido la cena fría y quitado la capa superficial de polvo, Nel, acostada en su cama, rememoró el viaje; recordaba claramente la orina que se le escurría por las piernas y le mojaba las medias hasta que aprendió a agacharse como es debido, el hastío en la cara de la muerta y el sonido de los tambores fúnebres. Había sido un viaje estimulante pero, también, angustioso. La habían asustado las miradas de los soldados en el tren, la corona negra encima de la puerta, el flan que crecía, escondido debajo del vestido grueso de su madre, el contacto con calles y personas desconocidas. Pero había hecho un viaje de verdad y ahora era otra. Se levantó de la cama y encendió la luz para mirarse en el espejo. Vio su cara, un par de ojos vulgares, tres trenzas y la nariz que su madre detestaba. Estuvo mirándose un largo rato y de pronto la sacudió un estremecimiento.
—Soy yo —susurró—. Yo.
Nel no sabía exactamente qué quería decir con eso pero, al mismo tiempo, lo sabía perfectamente.
—Soy yo. No soy su hija. No soy Nel. Soy yo. Yo.
Cada vez que repetía la palabra yo, sentía acumularse dentro de ella algo parecido a una fuerza, a una alegría, a un miedo.
De vuelta en la cama con su descubrimiento, se quedó contemplando el oscuro follaje del castaño de indias a través de la ventana.
—Yo —murmuró. Y luego, arrebujándose más abajo de las colchas—. Quiero… quiero ser… maravillosa. Oh, Jesús, hazme maravillosa.
Las múltiples experiencias de su viaje se arremolinaron a su alrededor. Se durmió. Esa sería la última vez —además de la primera— que saldría de Medallion.
Continuó imaginando durante días otros viajes que pensaba hacer, pero sola, a lugares distantes. Era una delicia proyectarlos. Alejarse de Medallion sería su meta. Pero eso fue antes de conocer a Sula, la niña que veía desde hacía cinco años en la escuela primaria Garfield pero con quien nunca había jugado, a la que nunca había llegado a conocer porque su madre decía que la madre de Sula era «tiznosa». El viaje, quizás, o su recién descubierta yo-idad, le dieron fuerzas para cultivar una amistad a pesar de su madre.
Después de la primera visita de Sula a la casa de los Wright, el odio agriado de Helene se hizo mantequilla. La amiga de su hija no parecía haber heredado nada del desaliño de la madre. Nel, que detestaba la opresiva pulcritud de su casa, se sentía cómoda allí en compañía de Sula, a quien aquello le encantaba y era capaz de pasarse de diez y hasta veinte minutos seguidos sentada en el sofá, callada como el alba. Nel, en cambio, prefería el desorden de la casa de Sula, donde siempre había un caldero con alguna cosa que hervía en la cocina; donde la madre, Hannah, nunca reñía ni daba órdenes; donde entraba todo tipo de gente; donde los diarios se apilaban en la entrada y los platos sucios permanecían abandonados durante horas en el fregadero, y donde una abuela con una sola pierna, llamada Eva, le ofrecía a una cacahuetes que extraía de las profundidades de sus bolsillos o le interpretaba un sueño.