1939

Cuando corrió la voz de que habían metido a Eva en Sunnydale, la gente del Fondo meneó la cabeza y dijo que Sula era una cucaracha. Más adelante, cuando la vieron llevarse a Jude, para después reemplazarlo por otros, y supieron que él se había comprado un billete de autobús para Detroit (donde compraba pero nunca echaba al correo felicitaciones de cumpleaños para sus hijos), se olvidaron de las costumbres ligeras de Hannah (o de las propias) y dijeron que era una zorra. Todo el mundo recordaba la plaga de petirrojos que había anunciado su regreso y volvió a salir a la luz la historia de cómo se había quedado mirando cómo se quemaba Hannah.

Pero la etiqueta definitiva se la pusieron los hombres, que la encasillaron de forma definitiva. Fueron ellos quienes dijeron que era culpable de lo imperdonable, de la única cosa para la que no había comprensión, ni excusa, ni compasión. El camino sin retorno, la suciedad imposible de lavar. Dijeron que Sula se acostaba con hombres blancos. Puede que no fuese cierto, pero sin duda podría haberlo sido. Era a todas luces capaz de ello. De un modo u otro, todos se volvieron contra ella cuando corrió ese rumor. Al oírlo, las viejas apretaban los labios; los niños evitaban mirarla, avergonzados; los jóvenes imaginaban elaboradas torturas para ella… sólo para que luego volviera a hacérseles agua la boca cuando la veían.

Cada uno imaginaba la escena según sus propias predilecciones —Sula debajo de un hombre blanco— y la visión les llenaba de sofocante asco. No habría podido hacer nada más bajo, más inmundo. El hecho de que el color de su propia piel demostrase que lo mismo había ocurrido en sus propias familias no mitigaba su cólera. Como tampoco actuaba como atenuante la consideración de que los hombres negros estuvieran bien dispuestos a meterse en la cama de las mujeres blancas, algo que podría haberles inducido a la tolerancia. Insistían en que todas las uniones entre hombres blancos y mujeres negras debían ser violaciones; que una mujer negra accediese de buen grado resultaba literalmente impensable. Con lo cual, manifestaban hacia la integración exactamente el mismo rencor que los blancos.

Así, empezaron a atravesar palos de escoba detrás de sus puertas por las noches y a esparcir sal sobre las escaleras de los porches. Pero, aparte de un par de fallidos intentos de recoger el polvo de sus pisadas, no intentaron hacerle daño. Como siempre, los negros miraron impertérritos el mal y dejaron que siguiera su curso.

Sula no dio muestras de haber advertido ninguno de sus intentos de exorcismo ni de sus chismorreos y no parecía necesitar los servicios de nadie, lo cual les impulsó a vigilarla con mayor atención que a cualquier otra cucaracha o zorra de la ciudad, y sus esfuerzos se vieron recompensados. Empezaron a ocurrir cosas.

Para empezar, Teapot llamó a su puerta para preguntarle si tenía botellas vacías. Era un niño de cinco años, hijo de una madre indiferente, cuyos únicos intereses giraban en torno a la puerta del salón de billar del Uno y Medio. Se llamaba Betty, pero la llamaban la mamá de Teapot, porque ser su madre era precisamente su mayor fracaso. Cuando Sula le dijo que no, el niño dio media vuelta y se cayó por la escalera. No consiguió levantarse enseguida y Sula se acercó a ayudarle. Su madre, que en ese momento regresaba tambaleándose a su casa, vio a Sula inclinada sobre la cara dolorida de su hijo. En un arranque de preocupado, aunque ebrio, instinto maternal cogió a Teapot y se lo llevó en volandas a casa. Le contó a todo el mundo que Sula le había empujado, y lo contó con tanta indignación que se vio obligada a seguir el consejo de sus amistades y llevarlo al hospital del distrito. Los dos dólares que tanto le dolía gastar resultaron bien invertidos, pues Teapot tenía en efecto una fractura, aunque el médico dijo que una mala alimentación había contribuido considerablemente a la fragilidad de sus huesos. De todos modos, la mamá de Teapot fue el centro de mucha atención y se entregó de lleno a un papel por el que hasta entonces no había manifestado la menor inclinación: el de madre. La sola idea de que una mujer adulta le hubiese hecho daño a su niño le daba dentera. Y se convirtió en la más devota de las madres: sobria, limpia y trabajadora. Dejó de darle una moneda a Teapot para que fuera a desayunar barras de dulce y refrescos en lo de Dick y al niño se le acabaron las horas de soledad o de vagabundeo por las calles mientras ella estaba ocupada en otras cosas. Fue un cambio claramente favorable, aunque el pequeño Teapot echó de menos los ratos de tranquilidad en lo de Dick.

También ocurrieron otras cosas. El señor Finley estaba sentado en su porche chupando huesos de pollo, como venía haciendo desde hacía trece años, levantó la vista, vio a Sula, se le atragantó un hueso y murió en el acto. Este incidente, y el de la mamá de Teapot, dejó claro para todos el significado de la mancha de nacimiento del párpado: no era una rosa con su tallo ni una serpiente sino las cenizas de Hannah, que la habían marcado desde el principio.

Acudía a las cenas de la iglesia sin ropa interior, compraba platos de una comida humeante que sólo mordisqueaba, sin saborear nada, sin alabar nunca las chuletas o el pastel de frutas de nadie. Y pensaron que se estaba burlando de su Dios.

Y la furia que despertaba entre las mujeres de la ciudad era increíble, pues se acostaba con sus maridos una vez y nunca más. Hannah había sido un problema, pero en cierto modo halagaba a las mujeres que deseara a sus maridos. Sula los probaba y los rechazaba sin ofrecerles ni una excusa que ellos pudieran tragarse. Y entonces las mujeres, para justificar su propio criterio, valoraban todavía más a sus hombres, daban solaz al orgullo y a la vanidad lastimados por Sula.

Entre las pruebas de peso que comenzaban a acumularse contaba el hecho de que Sula no aparentaba su edad. Tenía casi treinta años y, a diferencia de ellas, no había perdido ni un diente, no tenía ni una cicatriz, no había acumulado un rollo de grasa alrededor de la cintura ni una bolsa en la nuca. Se rumoreaba que no había tenido ninguna de las enfermedades infantiles, no se tenía noticia de que hubiese tenido el sarampión, las tos ferina o ni siquiera un resfriado. De niña había jugado a juegos violentos; ¿dónde estaban las cicatrices? Salvo por la forma curiosa de un dedo y esa perversa mancha de nacimiento, no presentaba ninguna de las habituales señales de vulnerabilidad. Algunos de los hombres que habían salido con ella de jóvenes recordaban que, en las meriendas campestres, nunca se le acercaban los jejenes ni los mosquitos. Patsy, la antigua amiga de Hannah, lo confirmó y dijo que, además de eso, ella era testigo de que Sula jamás eructaba cuando bebía cerveza.

Pero la prueba más condenatoria la ofreció Dessie, una mujer gruesa que pertenecía a una organización benéfica y sabía muchas cosas. En una reunión social les reveló un hecho a sus amigas.

—Sí, bueno, yo observé algo hace mucho tiempo. No había dicho nada porque no estaba segura de qué significaba. Bueno… se lo conté a Ivy, pero a nadie más. Ya no me acuerdo cuánto hace. Debió de ser hace un mes o dos, porque todavía no había instalado el linóleo nuevo. ¿Lo has visto, Cora? Es como el que vimos en el catálogo.

—No.

—Sigue con lo que estabas contando, Dessie.

—Bueno, Cora estaba conmigo cuando miramos el catálogo…

—Todas sabemos lo de tu linóleo. Lo que no sabemos es…

—De acuerdo. Dejadme que lo cuente a mí manera, ¿vale? Justo antes de que llegara el linóleo, estaba sentada delante de mi casa y vi a Shadrack tonteando como de costumbre… ahí arriba, junto al pozo… dando vueltas alrededor y saludando y tonteando. Ya sabéis lo que hace… gritando órdenes y…

—¿Vas a continuar o no?

—¿Quién lo está contando? ¿Tú o yo?

—Tú.

—Bueno, entonces déjame que lo cuente. Como he dicho, estaba haciendo las tonterías de costumbre cuando miss Sula Mae pasó por el otro lado del camino. Y en un santiamén —hizo chasquear los dedos— él se olvidó de todo y cruzó el camino y se le acercó como un pavo caminando entre el maíz bajo. Y, a ver si lo adivináis, la saludó quitándose el sombrero.

—Shadrack no lleva sombrero.

—Ya lo sé, pero se lo quitó de todos modos. Ya sabéis lo que quiero decir. Actuó como si llevara sombrero y se llevó la mano a él y lo levantó para saludarla. Ahora bien, vosotras sabéis que Shadrack no es educado con nadie.

—Ya lo creo que no.

—Hasta cuando le compras el pescado, reniega. Si no tienes el cambio justo, te insulta. Si haces gesto de que el pescado no te parece muy fresco, te lo arrebata de la mano como si fuese él quien te estuviera haciendo un favor.

—Bueno, todo el mundo sabe que es un réprobo.

—Ya, ¿y entonces por qué se levantó el sombrero para saludar a Sula? ¿Por qué no la insultó?

—Los demonios.

—¡Eso es!

—¿Y qué hizo ella cuando él la saludó? ¿Le sonrió y le hizo una reverencia?

—No, y esto es otra cosa. Fue la primera vez que le he visto poner una cara que no fuese de desprecio. Como si te estuviera oliendo con los ojos y no le gustase tu jabón. Cuando él se levantó el sombrero, ella se llevó la mano a la garganta y se quedó así un instante y después escapó. Huyó corriendo camino arriba hasta su casa. Y él se quedó ahí parado saludándola todavía. Y… y éste es el detalle que quería contaros…, cuando entré de nuevo en la casa, me salió un gran orzuelo en el ojo. Y yo no había tenido nunca un orzuelo. ¡Nunca!

—Fue porque lo viste.

—Exactamente.

—Cosas del diablo sin duda.

—No falla —dijo Dessie y retiró con un chasquido la goma que sujetaba la baraja para comenzar una bonita, larga partida de whist con apuestas.

Su convencimiento acerca de la malignidad de Sula generó en ellos explicables pero misteriosas transformaciones. Una vez identificado el origen de sus personales desventuras, quedaron libres de protegerse y quererse entre sí. Comenzaron a apreciar a sus maridos y esposas, a proteger a sus hijos, a reparar sus casas y, en general, a hacer frente común contra el demonio que vivía entre ellos. En su mundo, las aberraciones eran parte integrante de la naturaleza, exactamente como la gracia. No les correspondía a ellos expulsarlas ni destruirlas. No expulsarían a Sula de la ciudad, como tampoco habrían matado a los petirrojos que la trajeron de vuelta, pues, en su percepción secreta, Él no era el Dios de tres caras de sus cánticos. Sabían perfectamente que tenía cuatro caras, y que la cuarta explicaba a Sula. Habían vivido todos sus días en compañía de diversas formas de mal y no creían precisamente que Dios les protegería. Más bien creían que Dios tenía un hermano y que ese hermano no se había apiadado del hijo de Dios: ¿por qué entonces había de apiadarse de ellos?

No había ninguna criatura que fuera tan execrable como para impulsarles a destruirla. Si algo provocaba su ira, podían llegar a matar con facilidad pero no de forma deliberada, y esto explica que fuesen incapaces de «linchar» a nadie. Hacerlo no sólo habría sido antinatural sino, también, indecoroso. La presencia del mal era algo que de entrada era preciso reconocer, para luego afrontarla, sobrevivir a ella, burlarla y vencerla.

Sus pruebas contra Sula eran invenciones, pero sus conclusiones sobre ella no lo eran. Sula era visiblemente diferente. En ella se mezclaban la arrogancia de Eva y la autocomplacencia de Hannah, y, con un toque personal que era producto exclusivo de su propia imaginación, dedicaba sus días a explorar sus propios pensamientos y emociones, dándoles rienda suelta, sin sentirse obligada a complacer a nadie a menos que el placer del otro la complaciese a ella. Tan dispuesta a sentir dolor como a causarlo, a sentir placer como a darlo, vivía su vida como un experimento desde aquel comentario de su madre que la hizo huir escalera arriba, desde que su único importante sentimiento de culpa quedó exorcizado en la orilla de un río que tenía un espacio cerrado en medio del agua. La primera experiencia le enseñó que no se podía confiar en ninguna otra persona; la segunda, que tampoco se podía confiar en una misma. Carecía de centro; no tenía ningún punto en torno al cual desarrollarse. Era capaz de decir «¿Por qué masticas con la boca abierta?», en medio de una agradable conversación con alguien, movida no por un interés en la respuesta sino porque quería ver el rápido cambio de expresión en la cara de la persona. Carecía por completo de ambiciones; no le interesaban el dinero, las propiedades ni los objetos; no era codiciosa; no deseaba ser objeto de atención ni recibir cumplidos; carecía de ego. Por ello, no sentía ninguna necesidad de verificarse, de ser coherente.

Se había agarrado a Nel porque creyó que ella era lo más próximo a un «otro» y a un «yo» a la vez, pero sólo para descubrir que ella y Nel no eran una sola y la misma cosa. No tenía absolutamente ninguna intención de hacer sufrir a Nel cuando se acostó con Jude. Siempre habían compartido el afecto de las demás personas: solían comparar la forma de besar de un chico, los recursos que empleaba con una y con otra. Todo eso, al parecer, había cambiado por obra del matrimonio, pero Sula, que no poseía un conocimiento íntimo del matrimonio, que había vivido en una casa de mujeres que consideraban asequibles a todos los hombres y los seleccionaban atendiendo sólo a sus propios gustos, estaba mal preparada para entender la posesividad de la única persona que consideraba próxima. Sabía perfectamente lo que decían y sentían, o decían que sentían, las otras mujeres. Pero ella y Nel siempre les habían visto el plumero. Ambas sabían que esas mujeres no tenían celos de otras mujeres; que sólo temían perder su empleo. Que sus maridos descubriesen que no tenían nada singular entre las piernas.

Nel era la única persona que no le había pedido nada, que había aceptado todas sus facetas. Y ahora se lo exigía todo, y todo por culpa de eso. Nel había sido la primera persona que había sido real para ella, a quien había llamado por su nombre, que había visto como ella un sesgo que permitía forzar la vida hasta el límite. Ahora Nel se había convertido en una de ellos. Una de esas arañas pendientes sólo del siguiente hilo de la tela, suspendidas en lugares secos y oscuros, colgadas de su propia saliva, más aterradas ante la caída libre en el vacío que ante el aliento de la serpiente que las acechaba abajo. La mirada tan pendiente del extraño descarriado que tropieza con su tela, que no ven el cobalto sobre su propia espalda, la luz de la luna que intenta penetrar en sus rincones. Si las tocaba el aliento de la serpiente, por fatal que fuese su contacto, sólo se convertían en víctimas y ése era un papel que sabían desempeñar (igual que Nel sabía desempeñar el papel de la mujer engañada). Pero la caída libre en el vacío, oh, no, eso requería —exigía— inventiva: algo relacionado con la posesión de alas, una forma de encoger las piernas y, sobre todo, un pleno abandono al descenso de la caída, si querían sentir el sabor en sus lenguas y mantenerse vivas. Pero justamente ellas no querían estar vivas, y ahora tampoco Nel. Era demasiado peligroso. Ahora Nel formaba parte de la ciudad y de sus costumbres. Se había entregado a ellos y el chasquido de sus lenguas la obligaría a refugiarse otra vez en su seco agujerito, donde podría agarrarse a su saliva y permanecer suspendida muy por encima del aliento de la serpiente y de la caída.

Le había sorprendido un poco y la había entristecido bastante que Nel reaccionase como habrían hecho las demás. Nel era una de las razones que la habían llevado otra vez a Medallion, Nel y el hastío que sentía en Nashville, Detroit, Nueva Orleans, Nueva York, Filadelfia, Macon y San Diego. Todas esas ciudades albergaban a personas iguales, que trabajaban los mismos meses del año y sudaban el mismo sudor. Los hombres que la habían llevado a uno u otro de esos lugares se habían confundido en una sola gran personalidad: las mismas palabras de amor, los mismos pasatiempos del amor, el mismo enfriamiento del amor. Cada vez que introducía sus pensamientos privados en sus roces o movimientos, apartaban los ojos. Sólo le enseñaban trucos amorosos; sólo la hacían participar de preocupaciones; sólo le daban dinero. Mientras tanto, ella buscaba un amigo y tardó un tiempo en descubrir que un amante no era un compañero y que jamás podría serlo… para una mujer. Y que ninguno sería jamás esa versión de sí misma que anhelaba tocar y acariciar con una mano no enguantada. Sólo existían sus propios humores y caprichos y, puesto que no había nada más allá, decidió dirigir hacia allí su mano desnuda, descubrirlos y dejar que los demás intimasen tanto con su propio yo como ella con el suyo.

A su manera, sus rarezas, su ingenuidad, su búsqueda de la otra mitad de su ecuación eran el resultado de una imaginación ociosa. De haber tenido pinturas, o arcilla, o haber dominado la disciplina de la danza o de las cuerdas; de haber dispuesto de algo a lo cual aplicar su inmensa curiosidad y su don para la metáfora, habría podido trocar la impaciencia y el interés en sus caprichos por una actividad capaz de ofrecerle cuanto anhelaba. Y, como todo artista sin forma artística, se volvió peligrosa.

Sólo había mentido una vez en su vida: a Nel, sobre el motivo por el que había internado a Eva, y sólo había podido mentirle porque le tenía aprecio. Desde su regreso a casa, le resultaba imposible mantener conversaciones sociales porque era incapaz de mentir. Le era imposible decirles a las viejas conocidas: «Eh, chica, qué guapa estás», cuando veía el polvo de cenizas que los años habían acumulado sobre su piel de bronce, los ojos que antes se abrían redondos bajo la luna curvados en tristes medias lunas preocupadas. Cuanto más constreñidas sus vidas, más se habían ensanchado sus caderas. Las que tenían marido se habían replegado en ataúdes almidonados, con las costuras a punto de reventar bajo la presión de los sueños desollados y las huesudas frustraciones de otros. Las que no tenían hombre eran como agujas de punta roma con un solo ojo permanentemente vacío. Las que tenían hombre habían perdido la dulzura de su aliento succionada por los hornos y el vapor de las teteras. Sus hijos eran como heridas distantes pero abiertas, cuyas punzadas no resultaban menos íntimas por el hecho de que estuvieran separadas de su carne. Habían dirigido su mirada al mundo y luego a sus hijos, otra vez al mundo y de nuevo a sus hijos, y Sula sabía que una límpida mirada joven era cuanto mantenía alejado el cuchillo de la curva de la garganta.

Entonces se convirtió en una paria, y lo sabía. Sabía que la despreciaban y creía que daban a su odio la apariencia de repulsión por la facilidad con que se acostaba con los hombres. Lo cual era cierto. Se metía en la cama con un hombre tan a menudo como podía. Era el único lugar donde podía encontrar lo que buscaba: sufrimiento y capacidad de sentir un profundo pesar. No siempre había sido consciente de que lo que anhelaba era la tristeza. Al principio, el acto del amor le parecía la creación de una forma especial de alegría. Creía que le gustaba la parte fuliginosa del acto sexual y su comedia; se reía mucho durante los rudos preliminares y rechazaba a los amantes que consideraban el sexo como algo sano o hermoso. La estética sexual la aburría. Aunque no creía que el acto sexual fuese feo (la fealdad también la aburría), le gustaba verlo como algo perverso. Pero, a medida que fueron multiplicándose sus experiencias, comprendió que no sólo no era perverso sino que tampoco tenía necesidad de invocar la idea de perversión para poder participar plenamente. En el acto del amor, encontraba y necesitaba encontrar su borde cortante. Cuando dejaba de cooperar con su cuerpo para reafirmarse a sí misma en el acto, partículas de fuerza comenzaban a confluir en su interior como virutas de acero atraídas hacia un amplio centro magnético, formando un apretado núcleo que nada podría romper, eso le parecía. Y era el colmo de la ironía y del descaro yacer debajo de alguien, en una posición de entrega, mientras sentía palpitar su propia fuerza tenaz y su ilimitado poder. Pero el núcleo se rompía, se desintegraba, y, en su pánico por intentar mantenerlo unido, saltaba de la cornisa para hundirse en el silencio y se precipitaba hacia abajo aullando con una punzante conciencia de que se acababa todo: un ojo de dolor en medio del gran huracán de placer: Allí, en el centro de ese silencio, encontraba no la eternidad, sino la muerte del tiempo, y una soledad tan profunda que la palabra misma perdía todo sentido. Pues la soledad supone la ausencia de otras personas, y el aislamiento que encontraba en ese terreno desesperado jamás había admitido la posibilidad de que hubiera otras personas. Entonces lloraba Derramaba lágrimas por la muerte de las cosas más insignificantes: los zapatos infantiles desechados; los tallos rotos de las hierbas de las marismas azotadas y ahogadas por el mar; las fotografías de fin de curso de mujeres muertas que nunca había conocido; los anillos de boda exhibidos en los escaparates de las casas de empeños; los diminutos cuerpos de los pollos picantones en un nido de arroz.

Cuando su compañero se desasía de ella, lo miraba con sorpresa intentando recordar su nombre, y él la contemplaba sonriente, tiernamente comprensivo hacia el estado de llorosa gratitud al que creía haberla llevado. Y ella esperaba con impaciencia que volviese la espalda y se dejase caer sobre una húmeda película de satisfacción y de leve repulsión, dejándola sola en su mundo poscoital privado donde se encontraba a solas, se saludaba con agrado y se acoplaba consigo misma en una imparangonable armonía.

A los veintinueve años, sabía que jamás podría vivirlo de otra manera, pero no había contado con las pisadas en el porche ni con la hermosa cara negra que la contemplaba a través del cristal azulado de la ventana. Ajax. Que conservaba, a los ojos de todos, el mismo aspecto que tenía diecisiete años atrás, cuando la había llamado «carne de lechón». Entonces tenía veintiún años, y ella doce. Un universo de tiempo les separaba. Ahora ella tenía veintinueve y él treinta y ocho, y las caderas amarillo limón no parecían, después de todo, tan distantes.

Sula abrió la pesada puerta y le vio de pie al otro lado de la puerta mosquitera con dos botellas de leche de medio litro sujetas bajo los brazos como estatuas de mármol. Él le sonrió y le dijo:

—Te he estado buscando por todas partes.

—¿Por qué? —preguntó ella.

—Para darte esto. —Y señaló con la cabeza una de las botellas de leche.

—No me gusta la leche —replicó ella.

—Pero te gustan las botellas, ¿verdad? —levantó una—. ¿No es bonita?

Y realmente lo era. Suspendida entre sus dedos, recortada sobre un satinado cielo azul, se veía preciosa y limpia y permanente. Sula tuvo la clara impresión de que él había hecho algo peligroso para conseguirlas.

Sula arañó pensativa la rejilla durante unos instantes y luego empujó la puerta mosquitera riendo.

Ajax entró y se fue directo a la cocina. Sula le siguió despacio. Cuando llegó junto a la puerta, él ya había soltado el complicado tapón de alambre y estaba dejando caer la leche fría en la boca.

Sula se lo quedó observando —o más bien observando el ritmo de su garganta— con creciente interés. Cuando tuvo bastante, derramó el resto en la fregadera, enjuagó la botella y se la ofreció. Sula cogió la botella con una mano y su muñeca con la otra y se lo llevó a la despensa. No tenía ninguna necesidad de meterse ahí, pues no había ni un alma en la casa, pero fue un gesto natural para la hija de Hannah. Allí en la despensa, vacía ahora de sacos de harina, vacía de las hileras superpuestas de conservas, libre para siempre de las ristras de pimentitos verdes, con la botella de leche mojada bien apretada debajo del brazo, Sula se recostó contra la pared con las piernas bien separadas y extrajo de las delgadas caderas de él todo el placer que pudieron acomodar sus muslos.

A partir de entonces, él empezó a visitarla regularmente, y a llevarle regalos: racimos de moras todavía pegadas a la rama, cuatro pargos fritos en harina envueltos en una hoja color salmón del Courier de Pittsburgh, un puñado de pescaditos, dos cajas de jalea de lima, un pedazo de hielo del repartidor, una lata de limpiador Old Dutch con la mujer con el gorro que expulsaba el polvo con su varita, una página de la historieta de Tillie Toiler y más relucientes botellas blancas de leche.

En contra de lo que cualquiera habría sospechado viéndole holgazanear alrededor de la sala de billar o disparándole al señor Finley por haberle pegado a su propio perro o gritándoles sucios cumplidos a las mujeres que pasaban, Ajax era muy amable con las mujeres. Sus mujeres, evidentemente, lo sabían y ello provocaba encarnizadas batallas por él en la calle; las peleas de mujeres de gruesas nalgas, armadas con navajas, alteraban muchas noches de viernes con sangrientos enfrentamientos y atraían bulliciosas multitudes. En esas ocasiones, Ajax se mantenía al margen, junto a la muchedumbre, contemplaba a las combatientes con la misma indiferencia de sus ojos dorados con que contemplaba las partidas de damas de los viejos. Aparte de su madre, que permanecía en su choza con seis hijos más pequeños macerando raíces, en toda su vida no había conocido nunca ninguna mujer interesante.

La amabilidad general con que las trataba no obedecía a un ritual de seducción (no le hacía falta), sino que, más bien, era producto del hábito adquirido en sus relaciones con su madre, quien inspiraba consideración y generosidad a todos sus hijos.

Era una mujer que se dedicaba a conjurar el mal, bendecida con siete hijos que la adoraban y que disfrutaban llevándole las plantas, pelos, ropas interiores, recortes de uñas, gallinas blancas, sangre, alcanfor, fotos, petróleo y polvo de pisadas que necesitaba, y ocupándose además de encargarle diversos preparados, tabaco Little John para mascar, semillas de mostaza y las nueve hierbas de Cincinnati. Era experta en el tiempo, los augurios, los vivos, los muertos, los sueños y todas las enfermedades, y se ganaba modestamente la vida con sus artes. De haber tenido dientes y haber llevado alguna vez la espalda erguida, habría sido la criatura más preciosa del mundo, merecedora de la adoración de sus hijos sólo por su belleza, sin contar la absoluta libertad que les concedía (descrita en algunos medios como negligencia) y la autoridad de sus conocimientos ancestrales.

Ajax amaba a esa mujer y su segundo amor después de ella eran… los aviones, sin nada entre una y otros. Y, cuando no estaba sentado escuchando embelesado las palabras de su madre, se dedicaba a pensar en aviones y pilotos y en la profundidad del cielo que los sostenía a unos y otros. La gente creía que sus largos viajes hasta las grandes ciudades del estado eran para buscar diversiones sofisticadas que ellos eran incapaces de imaginar y sólo podían envidiar. En realidad, lo pasaba apoyado contra las alambradas de los aeropuertos o husmeando en los hangares sólo para escuchar las conversaciones de los hombres que tenían la suerte de ser del oficio. El resto del tiempo, cuando no estaba observando las prácticas mágicas de su madre o pensando en aviones, lo dedicaba a los pasatiempos propios de los solteros sin trabajo en una ciudad pequeña. Había oído todo lo que se contaba de Sula y los relatos habían aguijoneado su curiosidad. Su carácter esquivo y su indiferencia hacia las pautas de conducta establecidas le hacían pensar en su madre, que se dedicaba a la búsqueda de lo oculto con tanta obstinación como las mujeres de San Mateo el Mayor a intentar conseguir la gracia redentora. Por eso, cuando su curiosidad fue lo bastante intensa, cogió dos botellas de leche del porche de una familia blanca y se fue a verla, con la sospecha de que tal vez sería la única otra mujer dueña de su vida y capaz de afrontarla con eficiencia que él podría conocer, y que no tendría interés en pescarlo.

Sula también tenía curiosidad. No sabía nada de él, aparte de esas palabras que le había gritado años atrás y de la sensación que habían estimulado en ella entonces. Ya se había acostumbrado a los clichés de las vidas de las demás personas y también a su creciente insatisfacción personal con Medallion. Si se le hubiese ocurrido algún lugar adonde ir, probablemente se habría marchado, pero eso era antes de que Ajax la mirase a través del cristal azulado y le mostrase las botellas de leche levantándolas como un trofeo.

Pero no fue a causa de los regalos que lo envolvió con sus piernas. Eran magníficos, desde luego (sobre todo el frasco de mariposas que soltó en el dormitorio), pero lo que de verdad le gustaba era que él le hablaba. Tenían auténticas conversaciones. No le hablaba con condescendencia ni tomándola como blanco, y tampoco se contentaba con hacerle pueriles preguntas sobre su vida o con monólogos sobre sus propias actividades. Con la idea de que posiblemente era una mujer brillante, como su madre, esperaba palabras brillantes de ella y ella respondía a sus expectativas. Y siempre escuchaba más de lo que hablaba. El hecho de que se sintiese evidentemente cómodo en su presencia, su displicente aquiescencia a contárselo todo sobre las pócimas y los poderes de las plantas, su resistencia a mimarla como una niña o a protegerla, su presunción de que ella era fuerte y también sabia, todo ello unido a una amplia generosidad de espíritu que sólo de tarde en tarde hacía erupción en forma de venganza, alimentaba el interés y el entusiasmo de Sula.

Su concepto de la felicidad (en la tierra, frente a la felicidad en el aire) era darse un largo baño con agua bien caliente, la cabeza recostada sobre el blanco reborde fresco, los ojos cerrados para soñar.

—Remojarte en agua caliente te dará dolor de espalda.

Desde el umbral de la puerta, Sula contemplaba sus rodillas relucientes que asomaban apenas sobre la superficie del agua de jabón.

—Remojarme en Sula es lo que me da dolor de espalda.

—¿Y vale la pena?

—Todavía no lo sé. Vete.

—¿Aviones?

—Aviones.

—¿Lindbergh ha oído hablar de ti?

—Vete.

Sula se fue y le esperó en la cama alta de Eva, con la cabeza vuelta hacia la ventana claveteada. Sonrió pensando cuán propio de Jude era su deseo de hacer un trabajo de blancos cuando, en eso, entraron dos de los Deweys exhibiendo sus bonitos dientes y dijeron:

—Estamos enfermos.

Sula volvió lentamente la cabeza y murmuró:

—Pues, curaos.

—Necesitamos la medicina.

—Buscad en el baño.

—Ajax está dentro.

—Entonces esperad.

—Estamos enfermos ahora.

Sula se inclinó fuera de la cama, cogió un zapato y se lo tiró.

—¡Mamona! —le gritaron y ella saltó de la cama desnuda como un perro. Atrapó al Dewey pelirrojo por la camisa, lo cogió por los talones y lo mantuvo suspendido por encima de la barandilla hasta que se mojó los pantalones. El tercer Dewey se unió al segundo y hurgaron en sus bolsillos en busca de piedras, que lanzaron sobre ella. Sula, agachando la cabeza para esquivarlas y sacudiéndose de risa, se llevó al Dewey mojado al dormitorio y, cuando los otros dos la siguieron, desprovistos de otras armas que no fueran sus dientes, ya había dejado al primer Dewey encima de la cama y estaba hurgando en su bolso. Les dio un billete de un dólar a cada uno, que ellos le arrebataron rápidamente y después desaparecieron por la escalera camino de la tienda de Dick para comprar el remedio contra el catarro que tanto les gustaba beber.

Ajax entró chorreando en el cuarto y se tumbó en la cama para que el aire lo secase. Permanecieron inmóviles un largo rato hasta que él alargó la mano y le tocó el brazo.

Le gustaba que ella lo montase para poder verla erguida encima de él y gritarle pequeñas obscenidades a la cara. Mientras se balanceaba y se mecía allí arriba como un pino de Georgia, apoyada sobre sus rodillas, mirando desde muy alto la sonrisa que resbalaba y caía, los ojos dorados y el casco aterciopelado del pelo, balanceándose y meciéndose, concentraba sus pensamientos para contener el creciente desorden que le inundaba la pelvis. Dirigía la mirada hacia abajo, desde lo que parecía una terrible altura, y veía la cabeza del hombre cuyas gabardinas amarillo limón habían sido la fuente de la primera excitación sexual que había experimentado. Concentraba sus pensamientos en su cara para retener, sólo un instante más, el deslizamiento de la carne hacia el intenso silencio del orgasmo.

Si cojo una gamuza y te restriego bien fuerte encima del hueso, justo encima del reborde del pómulo, el negro se borrará un poco. Se descamará y se quedará prendido en la gamuza y debajo aparecerá una chapa de oro. Puedo verlo brillar a través del negro. Sé que está ahí…

La altura y el balanceo la mareaban y se inclinó y dejó que sus pechos rozaran su torso.

Después puedo coger un cincel y un martillito y golpear el alabastro. Y se resquebrajará como hielo bajo el punzón y a través de las grietas veré el légamo, fértil, desprovisto de guijarros y de ramitas. Pues es el légamo lo que te da ese olor.

Deslizó las manos bajo sus sobacos, pues se sentía incapaz de contener la debilidad que sentía extenderse bajo su piel si no se agarraba a algo.

Hundiré la mano profundamente en tu suelo, lo cogeré, lo cerniré entre mis dedos, palparé su cálida superficie y el frío húmedo debajo.

Recostó la cabeza bajo su mentón, ya sin ninguna esperanza en el mundo de mantener nada bajo control.

Regaré tu suelo, lo mantendré fértil y húmedo. ¿Pero cuánto se necesita? ¿Cuánta agua para mantener húmedo el légamo? ¿Y cuánto légamo necesitaré para mantener quieta mi agua? ¿Y cuándo se convertirán uno y otra en barro?

Él le succionó la boca, igual que sus muslos habían succionado sus genitales y un gran, gran silencio se hizo en la casa.

Sula empezó a descubrir qué era la posesión. No el amor tal vez, pero sí la posesión o, al menos, el deseo de ella. Se quedó asombrada ante un sentimiento tan nuevo y tan ajeno a ella. Primero fue la mañana de la noche anterior, cuando empezó a preguntarse en efecto si Ajax iría a verla ese día. Después, fue una tarde en que se detuvo frente al espejo y resiguió con el dedo las arruguitas que había dejado la risa alrededor de su boca, intentando decidir si era guapa o no. Al final de este profundo escrutinio, se ató una cinta verde en el pelo. La seda verde crujió con un murmullo cuando la entrelazó con su pelo, un murmullo que había podido ser fácilmente la risita de Hannah, un quedo, lento siseo nasal que solía emitir cuando algo la divertía. Como las mujeres que se pasan dos horas sentadas soportando el hierro de ondular sólo para empezar a preguntarse, al cabo de dos días, cuándo necesitarán otra sesión. A la colocación de la cinta siguieron otras actividades y, cuando esa noche llegó Ajax con un silbato de caña que había tallado esa mañana, no sólo seguía luciendo la cinta verde en el pelo, sino que el baño estaba reluciente, la cama hecha y la mesa puesta para dos.

Él le dio el silbato, se desabrochó los zapatos y se sentó en la mecedora de la cocina.

Sula se le acercó y le besó en la boca. Él le deslizó los dedos por la nuca.

—Apuesto a que ni siquiera has echado en falta a Tar Baby, ¿verdad? —dijo él.

—¿En falta? No. ¿Dónde está?

Ajax sonrió ante su deliciosa indiferencia.

—En la cárcel.

—¿Desde cuándo?

—Desde el sábado pasado.

—¿Por borracho?

—Algo más que eso —respondió él y procedió a contarle su participación en otra de las desventuras de Tar Baby.

El sábado por la tarde, Tar Baby se había zambullido borracho entre el tráfico de la Carretera Nueva del Río. Una conductora giró bruscamente para esquivarle y chocó con otro coche. Cuando se presentó la policía, comprobaron que la mujer era la nieta del alcalde y detuvieron a Tar Baby. Luego, al saberse la noticia, Ajax había acudido a la comisaría con otros dos hombres para interesarse por él. Al principio, no querían dejarles pasar. Pero cedieron después de que Ajax y los otros dos se pasaran hora y media por allí, repitiendo su petición a intervalos regulares. Cuando por fin les permitieron entrar y le vieron en la celda, estaba hecho un ovillo en un rincón, maltrecho por una fuerte paliza y vestido sólo con un calzoncillo sumamente sucio. Ajax y los otros dos le preguntaron al oficial de guardia por qué no le devolvían sus ropas a Tar Baby.

—No está bien dejar a un hombre mayor cubierto por su propia mierda —le dijeron.

El policía, que parecía coincidir plenamente con Eva, quien siempre había afirmado que Tar Baby era blanco, respondió que, si al prisionero no le gustaba vivir en la mierda, debería bajar de las colinas y vivir como un blanco decente.

Se cruzaron más palabras, palabras fuertes y sombrías, y la cosa acabó con una denuncia contra los tres negros y una citación para que se presentasen ante el juez de paz el jueves siguiente.

Todo ello no parecía preocupar en absoluto a Ajax. Más que nada lo veía como un fastidio y una molestia. Ya había tenido varios topetones con la policía, sobre todo en allanamientos de locales de juego, y los consideraba un riesgo natural en la vida de un negro.

Pero Sula, con la cinta verde resplandeciente entre el pelo, se sintió abrumada por la conciencia de la influencia que tenía el mundo exterior sobre Ajax. Se levantó y se acomodó sobre el brazo de la mecedora. Hundió los dedos en las profundidades de su pelo de terciopelo y murmuró:

—Ven. Apóyate en mí.

Ajax parpadeó. Después lanzó una rápida mirada a su cara. En sus palabras, en su voz, había detectado un sonido que conocía muy bien. Entonces se fijó por primera vez en la cinta verde. Miró a su alrededor y vio la cocina reluciente y la mesa puesta para dos y detectó el olor del nido. Cada pita de su cuerpo se erizó y comprendió que ella no tardaría en hacerle, como habían hecho antes todas sus hermanas, la fatídica pregunta: «¿Dónde has estado?» Un tenue y momentáneo pesar nubló sus ojos.

Se levantó y subió la escalera con ella y entró en el inmaculado dormitorio con el polvo barrido debajo de la cama de patas en forma de garras. Mientras tanto, intentó recordar la fecha de la exhibición aérea de Dayton. Cuando entró en el dormitorio, vio a Sula acostada entre las sábanas blancas limpias y planchadas, rodeada del fúnebre olor de la colonia recién aplicada.

Se montó encima suyo y le hizo el amor con la persistencia y la intensidad de un hombre que pronto partiría para Dayton.

De vez en cuando ella miraba a su alrededor en busca de pruebas tangibles de que él había estado alguna vez allí. ¿Dónde estaban las mariposas?, ¿y las moras?, ¿y el silbato de caña? Imposible encontrar nada, pues él no había dejado nada, aparte de su desconcertante ausencia. Una ausencia tan decorativa, tan ornamentada, que a Sula se le hacía difícil entender cómo había podido soportar alguna vez, sin caer fulminada ni consumirse, su magnífica presencia.

El espejo del lado de la puerta no era un espejo junto a una puerta sino el altar ante el cual él se detenía sólo un instante para ponerse la gorra antes de salir. La mecedora roja era el balanceo de sus caderas cuando se sentaba en la cocina. Sin embargo, no podía localizar nada suyo, nada que le perteneciera a él. Era como si temiera haber sufrido una alucinación y necesitara una prueba que lo desmintiese. Su ausencia estaba en todas partes, lo impregnaba todo, teñía los muebles de colores primarios, recortaba los perfiles de los rincones de las habitaciones y daba un fulgor dorado al polvo que se acumulaba encima de las mesas. Cuando estaba él hacía que todo gravitase a su alrededor. No sólo las miradas de ella y todos sus sentidos, sino también los objetos inanimados parecían existir en función de él, como un telón de fondo para su presencia. Ahora que ya no estaba, esas cosas, durante largo tiempo apagadas por su presencia, adquirían un nuevo fulgor, iluminadas por su estela.

Entonces, un día, hurgando en el fondo del cajón de una cómoda, encontró lo que estaba buscando: una prueba de que él había estado allí, su permiso de conducir. Contenía justo la verificación que necesitaba: sus datos personales. Nacido en 1901; estatura, un metro ochenta; peso, setenta y cinco kilos; ojos, castaños; pelo, negro; color, negro. Oh sí, de piel negra. Muy negra. Tan negra que sólo un firme, atento restregón con un estropajo de acero podría arrancarle el color, y, al retirarlo, aparecía un destello de chapa de oro y, debajo de la chapa de oro, el frío alabastro, y muy al fondo, debajo del frío alabastro, volvía a ser negro, pero esta vez el negro del légamo caliente.

¿Pero qué decía ahí? ¿Albert Jacks? ¿Se llamaba Albert Jacks? A. Jacks. Ella creía que su nombre era Ajax. Había estado convencida durante todos esos años. Ya desde los tiempos en que pasaba por delante del salón de billar y evitaba mirarlo sentado allí a horcajadas sobre una silla de madera, evitaba mirarlo para no ver el amplio espacio de intolerable pulcritud entre sus piernas; el espacio abierto sin ninguna señal, absolutamente ninguna señal del animal que acechaba debajo de sus pantalones; evitaba mirar las insolentes fosas nasales y la sonrisa escurridiza que siempre se le caía, tanto que le daban ganas de alargar la mano y recogerla antes de que fuera a estrellarse contra la acera y se ensuciase en contacto con las colillas y tapas de botella y escupitajos dispersos entre sus pies y los pies de los demás hombres que holgazaneaban sentados o de pie alrededor del salón de billar, gritándoles, canturreándoles a ella y a Nel, y también a las mujeres adultas, frases líricas como carne de lechón y azúcar cande y cebo de cárcel y Oh, Señor, qué he hecho yo para merecer Tu ira, y Llévame contigo, Jesús, ya he visto la tierra prometida y Acuérdate de mí, Señor, con voces dulcificadas por la pasión sin esperanzas. Ya desde entonces, cuando ella y Nel hacían un gran esfuerzo para no soñar con él y no pensar en él cuando se acariciaban la suavidad de la ropa interior o se deshacían las trenzas en cuanto salían de casa para que el pelo brincase y se ensortijase alrededor de sus orejas, o cuando se vendaban el pecho para que no les asomasen los pezones bajo la blusa dándole pie a esbozar su sonrisa escurridiza, que se caía y que les hacía fluir la sangre a flor de piel. Y también después, cuando se acostó por primera vez con un hombre y pronunció involuntariamente su nombre o cuando lo decía dirigiéndose realmente a él, el nombre que gritaba y pronunciaba no era de hecho el suyo.

Con la ajada hoja de papel entre los dedos, Sula dijo en voz alta, sin dirigirse a nadie en concreto:

—Ni siquiera sabía su nombre. Y si no sabía su nombre, entonces no supe nada y jamás he sabido absolutamente nada, puesto que lo único que quería saber era su nombre, y cómo no iba a dejarme ajando, había estado haciendo el amor con una mujer que ni siquiera sabía su nombre.

»Cuando era pequeña a mis muñecas de papel se les desprendía la cabeza y tardé mucho tiempo en descubrir que a mí no se me caería también la mía si doblaba el cuello. Solía caminar con el cuello muy tieso porque creía que un fuerte golpe de viento o un empujón podría partírmelo en dos. Nel fue quien me dijo la verdad. Pero estaba equivocada. No mantuve la cabeza suficientemente tiesa cuando le conocí y por esto la he perdido, igual que las muñecas.

»Más vale que se haya ido. Muy pronto habría empezado a despellejarle la cara, sólo para ver si yo estaba en lo cierto con respecto a lo del oro, y nadie habría entendido ese tipo de curiosidad. Habrían pensado que quería hacerle daño, igual que al niño que se cayó por la escalera y se rompió la pierna y la gente cree que le empujé sólo porque me acerqué a mirarlo.

Se arrastró hasta la cama con el permiso de conducir en la mano y se durmió llena de sueños azul cobalto.

Cuando se despertó, en su cabeza sonaba una melodía que no conseguía identificar ni recordaba haber oído nunca. «A lo mejor la he inventado», pensó. Y entonces le vino a la memoria el nombre de la canción y todas sus estrofas como si la hubiese escuchado ya muchas veces. Se sentó al borde de la cama mientras se decía: «No hay demasiadas canciones nuevas y ya he cantado todas las que existen. Las he cantado todas. He cantado todas las canciones que existen.» Y volvió a meterse en la cama y entonó una errante cancioncita con las palabras He cantado todas las canciones todas las canciones he cantado todas las canciones que existen hasta que, adormecida por su propia canción de cuna, le entró sueño y en el vacío que precede al sueño paladeó la acritud del oro, sintió el frío del alabastro y olió el profundo, penetrante hedor del légamo.