1937
Sula volvió a Medallion acompañada por una plaga de petirrojos. Los temblorosos pajaritos con el pecho color ñame estaban en todas partes y su abundancia inducía a los más pequeños a recibirlos con perversas pedradas en vez de darles la habitual bienvenida. Nadie sabía por qué o de dónde habían venido. Sí sabían que era imposible ir a ninguna parte sin pisar sus mojoncitos perlados y que era un problema tender la ropa, arrancar la maleza o simplemente sentarse en el porche delantero rodeado de petirrojos que revoloteaban y caían muertos por todas partes.
Aunque la mayoría de la gente recordaba la vez en que el cielo se ennegreció durante dos horas con nubes y nubes de palomas y a pesar de estar acostumbrados a los excesos de la naturaleza —demasiado calor, demasiado fío, demasiada poca lluvia, lluvia a raudales, con inundaciones—, todavía temían el proceso a través del cual un acontecimiento relativamente trivial podía llegar a dominar sus vidas y a imponerse sobre sus pensamientos.
A pesar de este miedo, su reacción ante una rareza opresiva, o lo que llamaban días malos, era de una aceptación que bordeaba la bienvenida. Era preciso evitar el mal, pensaban, y naturalmente debían adoptar precauciones para protegerse de él. Pero dejaban que el fenómeno siguiera su curso, que alcanzara su culminación, y jamás ideaban formas para modificarlo, aniquilarlo o impedir que volviera a repetirse. Lo mismo hacían con las personas.
Lo que los extraños tomaban por apatía, dejadez o incluso generosidad, respondía de hecho a un pleno reconocimiento de la legitimidad de otras fuerzas no benignas. No creían que los médicos pudiesen curar; en su caso, ninguno lo había hecho nunca. No creían que la muerte fuese un accidente: tal vez la vida lo fuese, pero la muerte era deliberada. No creían que la naturaleza actuase torcidamente jamás, aunque pudiera resultar incómoda. Las plagas y la sequía eran para ellos tan «naturales» como la llegada de la primavera. Si la leche podía cortarse, también podían caer los petirrojos sobre ellos, por Dios. El sentido del mal consistía en sobrevivir a él y estaban decididos (sin haber sido conscientes jamás de haberse hecho ese propósito) a sobrevivir a las inundaciones, a los blancos, a la tuberculosis, al hambre y a la ignorancia. Conocían bien la rabia, pero no la desesperación, y no lapidaban a los pecadores por la misma razón que no se suicidaban: estaban por encima de esas cosas.
Sula bajó del autobús, el Cincinnati Flyer, pisó la mierda de petirrojo e inició la larga subida hasta el Fondo. Iba vestida en un estilo lo más próximo al de una estrella de cine que llegaría a ver cualquiera de ellos. Con un vestido de crepé negro salpicado de cintas rosas y amarillas, colas de zorro, un sombrero de fieltro negro con el velo de redecilla caído sobre un ojo. En la mano derecha llevaba un bolso negro con un cierre de abalorios y en la izquierda un maletín de cuero rojo, tan pequeño, tan seductor: nadie había visto nunca nada parecido, ni siquiera la mujer del alcalde o la profesora de música, que había viajado a Roma.
Durante su ascenso colina arriba por Carpenter’s Road, con los tacones y los costados de los zapatos orlados de excrementos de pájaro medio secos, atrajo a su paso las miradas de los viejos sentados en los bancos de piedra delante del juzgado, de las amas de casa que arrojaban cubos de agua sobre sus aceras y de los alumnos de la escuela secundaria que regresaban a comer a casa. Cuando llegó al Fondo, la noticia de su regreso había sacado a los negros a sus porches o sus ventanas. Hubo algunos gritos y gestos de saludo dispersos, pero, sobre todo, miradas curiosas. Un niñito se le acercó y le dijo:
—¿Le llevo la bolsa, señora?
—Eh, John, vuelve aquí —le gritó su madre antes de que Sula pudiera responderle.
Frente a la casa de Eva había cuatro petirrojos muertos en el sendero. Sula se detuvo y los empujó con la punta del pie hacia la hierba de los lados.
Eva miró a Sula más o menos como había mirado a BoyBoy cuando regresó aquella vez después de haberla dejado sin un céntimo ni ninguna perspectiva de tenerlo. Estaba sentada en su carrito, de espaldas a la ventana (ahora claveteada con tablas) por la que había saltado quemando los pelos que se había arrancado con el peine. Cuando Sula abrió la puerta, levantó los ojos y dijo:
—Debí saber que esos pájaros significaban algo. ¿Dónde tienes el abrigo?
Sula se dejó caer encima de la cama de Eva.
—Más tarde traerán el resto de mis cosas.
—Eso espero. Esas cofias peludas no te serán más útiles que al zorro que las llevaba antes.
—¿Ya no saludas a la gente cuando hace más de diez años que no la ves?
—Si la gente le hace saber a las personas dónde está y cuándo piensa volver, los demás pueden prepararse para recibirla. Si no lo hacen, y se limitan a aparecer así de pronto, tienen que contentarse con el humor que encuentren.
—¿Qué tal tu vida, mamá grande?
—Vamos tirando. Es un detalle que me lo preguntes. Eras bastante despierta cuando querías algo. Cuando necesitabas un poco de calderilla o…
—No me digas lo mucho que me diste, mamá grande, y lo mucho que te debo, y todas esas cosas.
—¿Oh? ¿Así que no puedo hablar de eso?
—De acuerdo. Dilo. —Sula se encogió de hombros y se inclinó, con las nalgas apuntando hacia Eva.
—No llevas ni diez segundos en esta casa y ya estás dando guerra.
—Se necesitan dos para eso, mamá grande.
—Bueno, no empieces nada con la boca que no seas capaz de soportar luego en el trasero. ¿Cuándo piensas casarte? Tienes que tener niños. Eso te calmará.
—No quiero hacer otras personas. Quiero hacerme a mí misma.
—Egoísta. Ninguna mujer tiene derecho a andar suelta por ahí sin un hombre.
—Tú lo hiciste.
—No por gusto.
—Mamá lo hizo.
—No por gusto, te he dicho. No está bien que quieras quedarte sola. Necesitas…, yo te diré lo que necesitas.
Sula se incorporó.
—Necesito que te calles la boca.
—Nadie me habla así a mí. Nadie…
—Aquí hay una que sí. Te crees que porque tuviste la maldad de cortarte tu propia pierna eso te da derecho a golpear a los demás con el muñón.
—¿Quién te ha dicho que me corté la pierna?
—Bueno, la metiste debajo de un tren para cobrar el seguro.
—¡Cuidado, ternera mentirosa!
—Lo tendré.
—La Biblia dice honra a tu padre y a tu madre para que se prolonguen tus días sobre la tierra que tu Dios te ha dado.
—Mamá debió saltarse esa parte. Sus días no fueron demasiado largos.
—¡Boca purulenta! ¡Dios te castigará!
—¿Qué Dios? ¿El que se quedó mirando mientras quemabas a Plum?
—No me hables a mí de quemados. Tú te quedaste mirando cómo se quemaba tu propia madre. ¡Cucaracha loca! A ti deberían haber comido las llamas.
Pero no lo hicieron. ¿Está claro? No lo hicieron. Y en adelante, todos los fuegos que haya en esta casa los prenderé yo.
—El fuego del infierno no necesita que nadie lo encienda y ya te está quemando por dentro…
—¡Lo que quema dentro de mí es mío!
—¡Amén!
—¡Dividiré esta ciudad en dos y todo lo que hay en ella antes que permitir que me lo apagues!
—El orgullo lleva a la caída.
—¿Y a mí qué diablos me importa caerme?
—Sorprendente frescura.
—Vendiste tu vida por veintitrés dólares al mes.
—Y tú has desperdiciado la tuya.
—Es mía y puedo desperdiciarla si quiero.
—Un día la necesitarás.
—Pero no a ti. No te necesitaré nunca. ¿Y sabes una cosa? A lo mejor una noche, cuando estés adormilada en ese carrito espantando las moscas y tragando saliva, puede que suba callandito hasta aquí con un poco de petróleo y, quién sabe, tal vez ardas con las llamas más brillantes de todas.
Por eso, a partir de ese día Eva le echó el cerrojo a su puerta. Pero no le sirvió de nada. En abril llegaron dos hombres con una camilla y no tuvo tiempo ni de peinarse antes de que la sujetaran a la lona.
Cuando se presentó el señor Buckland Reed a recoger su número de la apuesta, se quedó boquiabierto al ver que sacaban a Eva de la casa y a Sula con unos papeles apoyados contra la pared, al pie de los cuales, justo encima de la palabra «tutora», escribió con muy buena letra señorita: Sula Mae Peace.
Sólo Nel captó la textura particular del mes de mayo que siguió a la partida de los pájaros. Tenía un resplandor, un destello de verdes noches de sábado empapadas de lluvia (iluminadas por la novedad de las farolas recién instaladas); de tardes amarillo limón relucientes de bebidas heladas y salpicadas de ranúnculos. Se reflejaba en las caras húmedas de sus hijos y en la suavidad de río de sus voces. Hasta su propio cuerpo no permaneció inmune a la magia. Se sentaba a coser en el suelo como hacia de niña, recogía las piernas bajo el cuerpo o ejecutaba una breve danza al compás de alguna melodía que sonaba en su cabeza. Fueron relajados días bañados por el sol y atardeceres rojos en los que Tar Baby cantaba Abide With Me en los rezos, con las pestañas oscurecidas por las lágrimas, su silueta fláccida de remordimiento contra las paredes encaladas de San Mateo el Mayor. Escuchándole, Nel se sentía impulsada a sonreír. A responder con una sonrisa a la absoluta belleza que penetraba por las ventanas y despertaba el dolor del cantante, trocando su figura en una visión que apetecía contemplar.
No le extrañó esa magia, aunque sólo ella la veía. Sabía que la causa de todo era la vuelta de Sula al Fondo. Era como si hubiera recuperado la visión de un ojo; como si le hubiesen extirpado una catarata. Su vieja amiga había vuelto a casa. Sula. La que le hacía reír, le hacia ver las cosas conocidas con nuevos ojos y en cuya presencia se sentía inteligente, amable y un poquitín descocada. Sula, cuyo pasado había compartido y con quien el presente era un continuo intercambio de puntos de vista comunes. Hablar con Sula siempre había sido como mantener una conversación consigo misma. ¿Existía otra persona delante de la cual jamás pudiera quedar en ridículo? ¿Para quien los defectos fuesen meras peculiaridades; un rasgo de carácter, más que una insuficiencia? ¿Existía otra persona capaz de dejar a su paso esa estela de diversión y complicidad? Sula nunca competía; se limitaba a dejar que los demás se definiesen. Las demás personas parecían sintonizar su volumen y aumentarlo cuando Sula estaba presente. Sobre todo, con ella había vuelto el sentido del humor. Podía oír el crujido del azúcar que los niños habían derramado sin coger la vara, y se olvidaba del desgarrón en la persiana de la salita. Hasta el amor que Nel sentía por Jude, y que con los años había ido tejiendo una persistente tela de araña gris alrededor de su corazón, se transformó en luminoso y relajado afecto, con una despreocupación que se reflejó en su vida amorosa.
Sula se presentaba cualquier tarde con su andar fluido, luciendo un sencillo vestido amarillo con el mismo estilo con que su madre, Hannah, vestía esas batas de casa demasiado grandes, con una distancia, una falta de relación con las ropas que subrayaba todo cuanto cubría la tela. Cuando arañaba la mosquitera, como en los viejos tiempos, y entraba en la casa, los platos apilados en el fregadero parecían estar en su lugar; el polvo de las lámparas relucía; no era necesario recoger disculpándose el cepillo del pelo abandonado en el sofá «bueno» de la salita, y los sucios, intratables hijos de Nel parecían tres criaturitas salvajes alegremente despreocupadas bajo el resplandor de mayo.
—Hola, chica. —La mancha en forma de rosa del párpado de Sula confería a su mirada una insinuación de asombrada alegría. Nel no la recordaba tan oscura.
—Hola. Pasa, ven aquí.
—¿Cómo te va? —Sula retiró una pila de pañales planchados de una silla y se sentó.
—Oh, todavía no he estrangulado a nadie, o sea que supongo que todo va bien.
—Bueno, avísame si cambias de opinión.
—¿Hay que matar a alguien?
—A la mitad de este pueblo.
—¿Y la otra mitad?
—Se merece una larga enfermedad.
—Oh, vamos ya. ¿Tan espantoso te parece Medallion?
—¿Nadie te lo había dicho todavía?
—Has estado demasiado tiempo fuera, Sula.
—No demasiado tiempo, pero tal vez sí demasiado lejos.
—¿Qué quieres decir con eso? —Nel se mojó los dedos en un cuenco de agua y humedeció un pañal.
—Oh, no lo sé.
—¿Quieres un té frío?
—Mmmm. Con mucho hielo, estoy que ardo.
—Todavía no ha venido el hombre del hielo, pero está bueno y fresquito.
—Perfecto.
—Espero no haberme precipitado al ofrecértelo. Entran y salen tantos niños de esta casa. —Nel se agachó para abrir la nevera.
—Te estás pasando, Nel. Jude debe estar agotado.
—¿Jude debe estar agotado? Mi espalda te importa un comino, ¿verdad?
—¿Ahí es donde está el secreto, en tu espalda?
—¡Qué va! Jude cree que está en todas partes.
—Y tiene razón, está en todas partes. Me alegra que lo haya encontrado, sea lo que sea. ¿Te acuerdas de John L.?
—¿Cuando Shirley dijo que la derribó junto al pozo e intentó metérsela en la cadera? —Nel soltó una risita al recordar esa anécdota de la adolescencia—. Debería haberle dado las gracias. ¿La has visto desde que has vuelto?
—Mmmm. Parece un buey.
—Vaya negro tonto, ese John L.
—Tal vez. A lo mejor sólo fue una cuestión sanitaria.
—¿Sanitaria?
—Bueno, piénsalo un poco. ¿Te imaginas a Shirley despatarrada delante de ti? ¿No preferirías apuntar a la cadera?
Nel hundió la cabeza entre los brazos cruzados salpicando con lágrimas de risa los pañales calientes. Una risa que le hizo flaquear las piernas y le estimuló la vejiga. Su rápido gorjeo de soprano y el profundo carcajeo soñoliento de Sula entonaron un dúo que asustó al gato e hizo entrar a los niños del patio, intrigados primero por los sonidos desenfrenados, encantados después al ver que su madre se alejaba dando traspiés en dirección al baño, sujetándose el vientre con las manos, mientras canturreaba en medio de la risa:
—Oh, oh, Señor. Sula, no sigas.
Mientras, la otra, la de la siniestra marca negra encima del ojo, se reía quedamente y seguía provocando a su madre:
—La pulcritud también cuenta. Sabes qué viene después de la limpieza…
—Ssst. —El ruido de la puerta del baño al cerrarse cercenó la súplica de Nel.
—¿De qué os reís?
—Cosas de otros tiempos. Cosas ya pasadas, de los viejos tiempos.
—Cuéntanoslas.
—¿A vosotros? —La mancha negra dio un brinco.
—Uh, uh. Cuéntanoslo.
—Lo que nos divierte a nosotras no os haría gracia a vosotros.
—Uh, uh, que sí, que sí.
—Bueno, hablábamos de gente que conocíamos cuando éramos pequeñas.
—¿Mi mamá fue pequeña?
—Sí, claro.
—¿Y qué pasó?
—Bueno, un chico que conocíamos que se llamaba John L. y una chica llamada…
Nel volvió a la cocina con la cara mojada. Se sentía como nueva, reblandecida y nueva. Hacía tantísimo tiempo que no se reía con tantas ganas. Había olvidado cuán profundamente podía sacudirla a una la risa. Una experiencia tan distinta del surtido de risitas y sonrisas con que había aprendido a contentarse en los últimos años.
—Oh, cielos, Sula. No has cambiado nada. —Se secó los ojos—. ¿Qué buscábamos con todo eso en el fondo? ¿Todo ese ajetreo para hacerlo y no hacerlo, todo a la vez?
—Me deja pasmada. Una cosa tan sencilla.
—Pero desde luego le sacamos mucho jugo y los chicos estaban más en la luna que nosotras.
—Nadie podría haber estado más en la luna que yo.
—Deja de mentir. Eras la preferida de todos.
—¿Sí? ¿En serio?
—Y sigues siéndolo. Tú fuiste la que te marchaste.
—Eso es cierto.
—Cuéntame cosas. De la gran ciudad.
—Es grande, eso es todo. Un Medallion en grande.
—No. Me refiero a la vida allí. Los nightclubes y las fiestas…
—Estaba en la universidad, Nellie. No hay nightclubes en el campus.
—¿El campus? ¿Así lo llaman? Bueno. Ya hace…, ¿cuánto?, ¿diez años?…, que no estás en la universidad. Y no le escribiste a nadie. ¿Por qué no me escribiste nunca?
—Tú tampoco lo hiciste.
—¿Y adónde iba a escribirte? Sólo sabía que estabas en Nashville. Le pregunté por ti un par de veces a miss Peace.
—¿Y qué te dijo ella?
—No conseguí entender gran cosa. Ya sabes que se ha vuelto cada vez más rara desde que salió del hospital. Por cierto, ¿cómo está?
—Igual, supongo. No demasiado bien.
—¿No? Sé que Laura se encargaba de cocinarle y esas cosas. ¿Todavía lo hace?
—No. La despedí.
—¿La despediste? ¿Por qué?
—Me ponía nerviosa.
—Pero lo hacía sin cobrar, Sula.
—Eso es lo que tú crees. Robaba todo lo que podía.
—¿Y desde cuándo te molesta que la gente robe?
Sula sonrió.
—De acuerdo. Te he mentido. Querías una explicación.
—Bueno, dame la verdadera.
—No sé cuál es la verdadera razón. Simplemente estaba fuera de lugar en esa casa. No me gustaba verla revolviendo en los armarios, toqueteando las ollas y el punzón del hielo…
—Desde luego, has cambiado mucho. Esa casa siempre ha estado llena de gente que revolvía los armarios y toqueteaba las cosas.
—Entonces ésa debe ser la razón.
—Sula. No te pongas así.
—Tú también has cambiado. Antes no tenía que explicártelo todo.
Nel se ruborizó.
—¿Quién les hace la comida a los Deweys y a Tar Baby? ¿Tú?
—Sí, yo, claro. Además, Tar Baby no come y los Deweys siguen tan locos como antes.
—Me contaron que la mamá de uno vino a buscarlo pero no pudo saber cuál de los tres era.
—Nadie lo sabe.
—¿Y Eva? ¿También te ocupas de sus cosas?
—Bueno, veo que no te has enterado, así que voy a contártelo. Eva está muy mal de verdad. Tuve que llevarla a un lugar donde pudieran vigilarla y cuidarla.
—¿Qué lugar es ése?
—Ahí, junto a Beechnut.
—¿Quieres decirla residencia de la iglesia blanca? ¡Sula! Ése no es un lugar para Eva. Todas esas mujeres son pobres cómo ratas y no tienen absolutamente a nadie. La señora Wilkens y las demás. Chochean y se hacen las cosas encima; han perdido completamente el seso. Eva es rara, pero sabe lo que hace. No creo que esté bien, Sula.
—Me da miedo, Nellie. Por eso…
—¿Miedo? ¿Eva?
—Tú no la conoces. ¿Sabías que quemó a Plum?
—Oh, lo oí decir hace años. Pero nadie lo creyó en serio.
—Deberían haberlo creído. Es la verdad. Yo la vi. Y cuando volví empezó a tramar la manera de liquidarme también a mí.
—¿Eva? Me cuesta mucho creerlo. Casi se mató intentando salvar a tu madre.
Sula se inclinó hacia delante, con los codos apoyados en la mesa.
—¿Te he mentido alguna vez?
—No. Pero podrías estar equivocada. ¿Por qué iba a hacer Eva…?
—Sólo sé que tengo miedo. Y no puedo irme a ningún otro sitio. Sólo quedamos nosotras dos, Eva y yo. Supongo que no debí volver. No se me ocurría qué otra cosa podía hacer. Tal vez debería haber hablado contigo primero. Siempre fuiste más sensata que yo. Antes, siempre que yo tenía miedo, tú sabías exactamente lo que convenía hacer.
El punto donde se había cerrado el agua apareció ante sus ojos. Nel dejó la plancha encima del fogón. Ahora lo entendía todo. Sula, como de costumbre, era incapaz de tomar decisiones excepto sobre cuestiones triviales. En cuanto se trataba de cosas serias e importantes, reaccionaba de un modo emocional e irresponsable y dejaba a los demás la tarea de recomponer las cosas después, y cuando le entraba el miedo, hacía cosas increíbles. Como esa vez con el dedo. Cualquier cosa que hubiesen podido hacerles esos extranjeros no habría sido tan grave como lo que ella misma se había hecho. Pero Sula tenía tanto miedo que, para protegerse, se mutiló.
—¿Qué quieres que haga, Nellie? ¿Quieres que me la lleve otra vez a casa y vuelva a dormir con el cerrojo echado?
—No. Además, supongo que ya es demasiado tarde para eso. Pero podemos buscar una manera de que esté atendida y no la hagan pasar malos ratos.
—Lo que tú digas.
—¿Cómo está la cuestión de dinero? ¿Tiene alguna cosa?
Sula se encogió de hombros.
—Siguen llegando los cheques. No es gran cosa, no como antes. ¿Debería pedir que los extendiesen a mi nombre?
—¿Puedes conseguirlo? Entonces, hazlo. Podríamos conseguir que disfrutase de algunas comodidades especiales. Ese sitio es un desastre, ya lo sabes. Jamás aparece un médico por ahí. Todavía no entiendo cómo consiguen sobrevivir tanto tiempo ahí metidas.
—¿Por qué no pido que hagan los cheques a tu nombre, Nellie? Vales más que yo para estas cosas.
—Oh, no. La gente diría que me llevo algo entre manos. Tú tienes que encargarte de eso. ¿Hannah tenía un seguro?
—Sí. Y Plum también. Había cobrado todo ese seguro del ejército.
—¿Queda todavía algo?
—Bueno, fui a la universidad con parte de ese dinero. Eva puso el resto en el banco. Pero lo averiguaré.
—… y explícaselo todo a los del banco.
—¿Querrás acompañarme?
—Naturalmente. Ya verás como todo saldrá bien.
—Me alegra haberte hablado de todo esto. Me tenía preocupada.
—Bueno, las lenguas se moverán, pero mientras nosotras sepamos cuál es la verdad lo demás no importa.
En ese momento, entraron los niños para anunciar la llegada de su padre. Jude abrió la puerta trasera y entró en la cocina. Todavía era un hombre muy guapo y la única diferencia que detectó Sula fue el fino bigotito afilado debajo de la nariz y el peinado con raya.
—Hola, Jude. ¿Qué cuentas de bueno?
—Cuando manda el hombre blanco, no hay nada bueno.
Sula se rió mientras Nel, muy sensible a sus estados de ánimo, ignorando la sonrisa de su marido, le preguntaba:
—¿Mal día, cariño?
—La misma vieja historia de siempre —contestó él, y les contó un breve incidente sobre un insulto personal recibido de un cliente y de su patrón, un relato quejoso a medio camino entre la rabia y un suplicante deseo de consuelo. Terminó con el comentario de que al hombre negro le había tocado labrar un duro surco en este mundo.
Esperaba que su relato enlazase con una cálida conmiseración lechosa pero, antes de que Nel pudiese segregarla, Sula dijo que ella no lo veía así, que su vida le parecía bastante buena.
—Repite eso —dijo con una muy leve irritación, mirando a esa amiga de su mujer, esa mujer delgada, no exactamente fea, pero tampoco atractiva, con una cobra encima del ojo. Tal como él la veía, debía estar removiendo cielo y tierra intentando encontrar algún hombre dispuesto a cargar con un montón de labia y de lengua. Sula sonreía.
—Quiero decir que no veo a qué vienen tantas quejas. Yo veo que todo el mundo os quiere. Los blancos os quieren. Dedican tanto tiempo a pensar en vuestros penes que se olvidan de los suyos. Sólo piensan en cortarle las partes a un negro. Y si eso no es cariño y respeto, que me digan qué es. ¿Y las mujeres blancas? Os persiguen hasta el último rincón de la tierra; os buscan debajo de cada cama. Conocí a una mujer blanca que jamás salía de casa después de las seis por miedo a ser raptada por uno de vosotros. ¿Eso no es amor? Nada más veros, piensan que vais a violarlas y, si no se produce la esperada violación, gritan denunciándola de todos modos para que la persecución no sea inútil. Las mujeres de color sufren hasta ponerse enfermas intentando no separarse de vosotros. Hasta los niños, blancos y negros, chicos y chicas, se pasan toda la infancia angustiados pensando que no les queréis. Y por si eso fuera poco, os queréis entre vosotros. Nadie quiere tanto a un hombre negro como otro hombre negro. Una oye hablar de hombres blancos solitarios, ¿pero negros? No pueden estar separados ni un momento del día. De modo que yo diría que sois la envidia de todo el mundo.
Jude y Nel se reían y él dijo:
—Bueno, si ésa es su única forma de demostrarlo, cortándome los huevos y metiéndome en la cárcel, prefiero que se olviden de mí.
Pero, para sus adentros, pensaba que Sula tenía una curiosa visión de las cosas y que su amplia sonrisa atenuaba un poquitín la amenaza de la serpiente de cascabel que lucía encima del ojo. Una mujer graciosa, se dijo, no tan fea. Pero comprendía que no se hubiese casado; podía estimular mentalmente a un hombre, pero no le decía nada a su cuerpo.
Se dejó olvidada la corbata. La de las listas amarillas irregulares inclinadas sobre el fondo azul oscuro. Quedó colgada encima de la puerta del armario apuntando firmemente hacia abajo, aguardando con absoluta confianza el regreso de Jude.
¿Era posible que se hubiese ido si su corbata seguía allí? Se acordaría de ella y volvería a buscarla y entonces ella…, uh. Entonces podría… decírselo. Podría sentarse reposadamente y decírselo. «Pero, Jude», le diría, «tú me conocías. Me habías conocido durante todos esos días y años, Jude. Conocías mis costumbres y mis manos y los pliegues de mi vientre y sabías cómo intentamos que Mickey tomara el pecho y lo que pasó esa vez cuando el casero dijo…, pero tú dijiste…, y yo lloré, Jude. Me conocías y me habías oído hablar por la noche y me habías oído en el baño y te habías burlado de mi faja raída y yo me reí contigo, porque yo también te conocía, Jude. ¿Cómo se explica entonces que pudieras dejarme cuando me conocías?»
Pero estaban a cuatro patas, desnudos, sin tocarse excepto con los labios, ahí mismo en el suelo, en el lugar que señala la punta de la corbata, a cuatro patas como (uhú, adelante, dijo), como perros. Mordisqueándose, sin tocarse siquiera, sin mirarse siquiera, sólo con los labios, y cuando abrí la puerta no levantaron la vista ni un segundo y creí que la razón por la que no habían levantado los ojos era que no estaban haciendo eso. Así que no pasa nada. Yo estoy aquí de pie. Ellos no están haciendo eso. Estoy aquí de pie, viéndolo, pero en realidad no lo están haciendo. Pero después levantaron la vista. O tú lo hiciste. Tú levantaste los ojos, Jude. Y si al menos no me hubieses mirado como los soldados en el tren, como miras a los niños cuando entran mientras estás escuchando a Gabriel Heatter e interrumpen tus pensamientos, sin fijar exactamente la mirada sobre ellos, concediéndoles un instante, una fracción de tiempo para que piensen en lo que están haciendo, en lo que están interrumpiendo, y se vuelvan por donde han venido, para que puedas seguir escuchando a Gabriel Heatter. Y me quedé sin saber cómo mover los pies ni dónde poner los ojos ni nada. Sólo pude quedarme ahí parada, viéndolo todo y sonriendo, porque a lo mejor había una explicación, alguna cosa importante que yo no sabía y que lo justificaría todo. Esperaba que Sula me mirase de un momento a otro y dijese una de esas preciosas palabras universitarias, como estética o informe, que nunca entendía pero que me encantaban porque sonaban tan agradables y tan rotundas. Y por fin, simplemente, te levantaste y empezaste a vestirte y te colgaban las partes, tan blandas, y te abrochaste el cinturón pero te olvidaste de cerrar la bragueta y ella se había sentado en la cama, sin molestarse siquiera en vestirse, porque en realidad no le hacía falta, ya que por alguna razón yo no la veía desnuda, sólo tú la veías así. Tenía el mentón apoyado en la mano y estaba sentada como un visitante venido de fuera que espera que sus anfitriones pongan fin a una discusión para poder continuar con la partida de cartas y yo estaba deseando que se marchase para poder decirte en privado que te habías olvidado de abrocharte la bragueta, porque no quería decírtelo delante de ella, Jude. E incluso cuando empezaste a hablar, no podía oírte porque estaba preocupada pensando que no sabías que tenías la bragueta abierta y también estaba asustada, porque tus ojos me miraban como los de los soldados esa vez en el tren, cuando mi madre se convirtió en flan.
¿Recuerdas qué grande nos pareció el dormitorio? ¿Jude? Que cuando nos mudamos aquí dijimos: Bueno por fin tenemos un dormitorio bien grande, pero entonces lo vi pequeño, Jude, y tan desordenado, y puede que siempre estuviera así, pero habría preferido haber barrido debajo de la cama, porque me avergonzaba ver el polvo en ese cuarto tan pequeño. Y entonces pasaste junto a mí y me dijiste:
—Volveré a por mis cosas.
Y lo hiciste, pero te dejaste olvidada la corbata.
El reloj tictaqueaba. Nel lo miró y descubrió que eran las dos y media; sólo faltaban tres cuartos de hora para que los niños volviesen del colegio y todavía no había sentido nada adecuado ni sensato y ahora ya no tenía tiempo ni lo tendría hasta la noche, cuando estuvieran durmiendo y pudiera meterse en la cama y tal vez entonces podría. Podría pensar. ¿Pero cómo podría pensar en esa cama donde habían estado ellos y donde también ellos habían estado y donde ahora sólo quedaba ella?
Miró a su alrededor en busca de un lugar donde meterse. Un sitio pequeño. ¿El armario? No. Demasiado oscuro. El cuarto de baño. Era pequeño y luminoso a la vez, quería estar en un lugar muy pequeño y muy, muy luminoso. Suficientemente pequeño como para contener su pena. Con luz suficiente como para poner de relieve las cosas oscuras que se atropellaban dentro de ella. Una vez dentro, se dejó caer sobre las baldosas del suelo, al lado del inodoro. De rodillas, con la mano apoyada en el reborde frío de la bañera, esperó que ocurriera algo… dentro de su cuerpo. Notó una agitación, un movimiento de barro y hojas secas. Pensó en las mujeres en el funeral de Pollo Little. Las mujeres que chillaban ante el féretro y junto a la tumba abierta. Lo que a partir de entonces había considerado como un comportamiento poco digno le parecía muy apropiado ahora; sus gritos se dirigían contra la nuca de Dios, su gigantesco cogote, la enorme cara posterior de la cabeza que había vuelto de espaldas a ellas en el momento de la muerte. Pero ahora le pareció que no estaban dando rienda suelta a un vengativo dolor de puño alzado sino a la mera obligación de decir algo, de hacer algo, de sentir algo en relación al muerto. No podían permitir que ese suceso que les destrozaba el corazón pasase desapercibido, inadvertido. Era malsano, antinatural dejar partir a los muertos con un mero sollozo, un ligero murmullo, un ramo de rosas de buen gusto. El buen gusto estaba fuera de lugar cuando se trataba de la muerte, que constituía la esencia del mal gusto. Y en su presencia tenía que haber rabia y saliva. El cuerpo tenía que moverse y agitarse, y la garganta tenía que dar rienda suelta a todos los anhelos, a la desesperación y a la cólera que acompañan la estupidez de una pérdida.
«El verdadero infierno del Infierno es que no se acaba nunca.» Sula había dicho eso. Decía que hacer cualquier cosa eternamente, para siempre, era el infierno. Entonces Nel no lo había entendido, pero ahora, en el baño, mientras intentaba sentir algo, pensó: «Sería feliz si pudiera tener la seguridad de poder quedarme aquí, en este cuartito blanco, con las baldosas sucias y el agua que gorgotea en las cañerías, y mi cabeza apoyada en el borde fresco de esta bañera, sin tener que cruzar nunca más esa puerta. Si pudiera tener la seguridad de que nunca tendré que levantarme y tirar la cadena, ir a la cocina, ver crecer y morir a mis hijos, ver mi comida mordisqueada en mi plato… Sula se equivocaba. El infierno no es algo que dure para siempre. El infierno es el cambio.» No sólo se iban los hombres y los niños crecían y morían; ni siquiera el sufrimiento duraba. Un día no le quedaría ni eso. Hasta ese sufrimiento que la hacía yacer encorvada en el suelo y que le arrancaba la piel habría desaparecido. También lo perdería.
«Pero qué hago, hasta en mi odio tengo que pensar en lo que dijo Sula.»
En cuclillas en el pequeño cuartito luminoso, Nel esperó. Esperó que surgiese el grito más atávico. Un grito que no estaba dirigido a los demás, que no era de conmiseración hacia un niño quemado o un padre muerto, sino un lamento profundamente personal por el propio dolor. Un sonoro, estridente «¿Por qué yo?» Y esperó. El barro se removió, las hojas se agitaron, la envolvió un olor a cosas verdes demasiado maduras que anunciaba el inicio de su propio aullido particular.
Pero éste no llegó.
El olor se evaporó, las hojas se quedaron quietas, el barro se precipitó. Y finalmente no quedó nada, sólo un resabio de algo seco y desagradable en la garganta. Se levantó asustada. A su derecha, en el aire, pegado a ella, justo fuera del alcance de su vida, había algo. No podía verlo, pero sabía exactamente qué aspecto tenía. Una bola gris ahí suspendida. Exactamente a su lado. A la derecha. Inmóvil, gris, sucia. Una bola de cordeles fangosos, pero ingrávida, mullida pero de una terrible malevolencia. Sabía que no podría mirarla, de modo que cerró los ojos y se deslizó por su lado para salir del baño, y cerró la puerta a sus espaldas. Transpirando de miedo, entró en la cocina y salió al porche trasero. Los arbustos de lilas se pavoneaban junto a la barandilla, pero todavía no tenían flores. ¿No había llegado el tiempo? Seguro que sí. Miró hacia el patio de la señora Rayford, al otro lado de la valla. Los suyos tampoco tenían flores. ¿Habría pasado ya el tiempo? Se entregó con entusiasmo a este interrogante, mientras seguía teniendo muy presente todo el rato algo en lo que sin embargo no pensaba. Era la única forma apartar de sus pensamientos la esquirla que tenía en la garganta.
Pasó todo el verano con la bola gris, la bolita de piel y cordeles y pelo continuamente suspendida junto a ella bajo la luz, pero sin verla nunca porque nunca la miró. Pero eso era lo terrible, el esfuerzo que tenía que hacer para no mirar. Pero seguía allí de todos modos, justo a la derecha de su cabeza y tal vez un poquito más abajo, junto a su hombro. Por eso, cuando los niños fueron a ver una película de monstruos y dijeron: «Mamá, ¿por qué no duermes con nosotros esta noche?», dijo que sí, que de acuerdo, y se metió en la cama con los dos niños, que estaban encantados, y con la niña, que no lo estaba. Durante largo tiempo fue incapaz de no acostarse con los niños y cada vez se decía que podían soñar con dragones y necesitarían que estuviese allí para consolarles. Era agradable pensar en sus sueños de miedo y no en una bola de piel. Tenía incluso la esperanza de que se le contagiaran sus sueños, ofreciéndole el maravilloso alivio de una pesadilla que le permitiera abandonar su permanente temor a volver la cabeza para acá o para allá y, entonces, verla. Eso era lo que le daba miedo: verla. No se abalanzaba sobre ella; nunca se le acercaba ni intentaba golpearla. Se limitaba a permanecer allí suspendida para que la viera, si quería, y, oh Dios mío, para que la tocara, si quería. Pero ella no quería verla, nunca, porque, si la veía, podía llegar a tocarla, o a querer hacerlo, ¿y qué ocurriría entonces, si llegaba a alargar la mano y la tocaba? Probablemente moriría, pero nada peor que eso. Morir no le importaba, porque era como dormir y no había bolas grises después de la muerte, ¿o sí? ¿O sí las había? Tendría que preguntárselo a alguien, a alguna persona en quien pudiera confiar y que supiera muchas cosas, como Sula, pues Sula lo sabría o, si no lo sabía, diría alguna cosa graciosa que la tranquilizaría. Oh no, Sula, no. Ahí estaba, metida en ese asunto, detestándolo, temiéndolo, y volvía a pensar en Sula como si todavía fuesen amigas y se contasen las cosas. Era demasiado.
Haber perdido a Jude y no tener a Sula para poder hablarlo, porque había sido por Sula que él la había dejado.
Ahora sus muslos estaban realmente vacíos. Y fue entonces cuando comprendió el sentido de lo que habían dicho esas mujeres cuando hablaban de no volver a mirar a otro hombre, pues la clave, el meollo de lo que habían dicho, estaba en la palabra mirar. No se trataba de prometer no hacer nunca más el amor con otro hombre, ni de negarse a casarse con otro hombre, sino de prometer y comprender que jamás podría volver a arriesgarse a mirar, a ver y aceptar el perfil de su cabeza en el aire o a ver lunas y ramas de árbol enmarcadas por sus cuellos y sus hombros… No volver a mirar jamás, porque ahora no podía arriesgarse a mirar y, además, ¿para qué? Porque ahora sus muslos estaban realmente vacíos y también muertos, y era Sula quien les había arrebatado la vida y Jude quien le había destrozado el corazón y entre los dos la habían dejado sin muslos y sin corazón; sólo con su cerebro, que no paraba de dar vueltas.
¿Y qué se supone que debo hacer ahora con estas viejas piernas, pasearme por estas habitaciones y ya está? ¿Para qué me sirven, Jesús? Jamás me darán la serenidad que necesito para llegar del amanecer a la puesta del sol, ¿para qué me sirven?, intentas decirme que tendré que recorrer de cabo a cabo todos estos días hasta el final. Oh, Dios mío, hasta llegar a la caja con cuatro asas sin que nadie repose jamás entre mis piernas, aunque remiende esas viejas fundas de almohada y friegue el porche y dé de comer a mis hijos y sacuda las alfombras y suba el carbón de la carbonera, aun así, nadie. Oh, Jesús, podría ser una mula o arar los surcos con mis manos si fuese necesario, si supiese que en algún lugar de este mundo, en las profundidades de alguna noche, podría abrir mis piernas para recibir las estrechas caderas de algún vaquero, pero intentas decirme que no y, oh, mi dulce Jesús, ¿qué clase de cruz es ésta?