1923

El segundo suceso fuera de lo común fue que Hannah entró en el cuarto de su madre con un cuenco vacío y un celemín de habichuelas de Kentucky y dijo:

—Mamá, ¿tú nos querías?

Soltó las palabras como una niña que recita un verso de Pascua y después se arrodilló para extender un diario en el suelo y puso la cesta encima; el cuenco lo afianzó en el espacio que quedaba entre sus piernas. Eva, que estaba sentada sin hacer nada excepto darse aire con el abanico de cartón de la funeraria del señor Hodges, escuchó el silencio que siguió a las palabras de Hannah y luego dijo:

—¡Largo de aquí! —dirigiéndose a los Deweys que estaban jugando a presidiarios junto a la ventana.

Con los cordones de los zapatos de cada uno anudados a los de los demás, éstos salieron del cuarto de Eva dando tumbos y traspiés.

—Ahora —Eva contempló a su hija desde su carrito—, repíteme eso otra vez. Claramente, para que lo entienda.

—Quiero decir si de verdad nos querías. Ya sabes, cuando éramos pequeños.

La mano de Eva se deslizó como un caracol por su muslo en busca de su muñón, pero se detuvo, poco antes de alcanzarlo, para alisarse un pliegue.

—No. Creo que no. No de la forma en que tú piensas.

—Oh, bueno, no importa, sólo tenía curiosidad. —Hannah pareció dar por saldado el asunto.

—Una curiosidad perversa, desde luego. —Eva no había terminado con el tema.

—No lo he dicho con ninguna intención, mamá.

—¿Qué quiere decir que no lo has dicho con ninguna intención? ¿Cómo puedes haberlo dicho sin intención?

Hannah empezó a pellizcar las habichuelas por la punta para abrir sus largas vainas. Con el sonido de los chasquidos y crujidos y los rápidos movimientos de sus dedos parecía estar tocando un complicado instrumento. Eva se la quedó observando unos instantes y luego dijo:

—¿Piensas hacer conserva?

—No. Son para esta noche.

—Creí que pensabas guardar algunas.

—El tío Paul todavía no me las ha traído. Con un celemín no hay bastante para hacer conserva. Dice que va a traerme dos fanegas.

—Está de broma.

—Oh, es una buena persona.

—Seguro que lo es. Todo el mundo es bueno. Excepto mamá. Mamá es la única que no es buena. Porque no quería a los nenes.

—Oooh, mamá.

—¿Ooh, mamá? ¿Oooh, mamá? Vienes a sentarte aquí tan tranquila con tu bonito culo y me preguntas si te quería. Esos viejos ojazos que tienes en la cara serían dos agujeros llenos de gusanos si no te hubiera querido.

—No quería decir eso, mamá. Ya sé que nos diste de comer y todo eso. Me refería a otra cosa. Como…, como… si jugabas con nosotros. ¿Jugaste alguna vez con nosotros, ya sabes?

—¿Jugar? Nadie jugaba en mil ochocientos noventa y cinco. Sólo porque ahora vives bien, ¿crees que todo fue siempre tan fácil? Mil ochocientos noventa y cinco fue un año asesino, niña. Las cosas estaban muy mal. Los negros se morían como moscas. Te sientes muy segura, ¿verdad? El tío Paul va a traerme dos fanegas. Ya. Y abajo hay un melón, ¿verdad? Y hago pan todos los sábados y Shad trae pescado los viernes, y hay un barril lleno de harina, y guardamos huevos en una jarra de vinagre…

—¿Qué estás diciendo, mamá?

—Te estoy hablando de mil ochocientos noventa y cinco, cuando me pasé cinco días metida en esa casa contigo y Pearl y Plum y tres remolachas. Serpiente ingrata. ¿Cómo habría quedado si me hubiera puesto a corretear por ese viejo cuartucho jugueteando con unos niños con tres remolachas como única riqueza?

—Ya sé lo de las remolachas, mamá. Nos lo has contado mil veces.

—¿Ah, sí? ¿Y bien? ¿Eso no cuenta para nada? ¿Eso no es amor? ¿Querías que te hiciera cosquillitas en la barbilla y me olvidara de las llagas que tenías en la boca? ¿Pearl estaba cagando gusanos y yo tenía que jugar al corro de la patata?

—Pero, mamá, tenía que haber algún momento en que no estuvieses pensando…

—Ninguno. No tenía tiempo para eso. Nunca. En cuanto se acababa el día, empezaba la noche. Con todos vosotros que tosíais y yo pendiente de que no se los llevara la tuberculosis, y cuando dormíais tranquilos pensaba: oh, Señor, están muertos, y os ponía la mano encima de la boca para ver si salía el aliento; y me preguntas que si os quería, niña; seguí viva por vosotros, ¿no puedes meterte eso en tu dura cabezota?, ¿qué tienes entre las orejas, ternera?

Hannah ya tenía suficientes habichuelas. Con unos tomates y un poco de pan caliente, habría bastante para todos; sobre todo, teniendo en cuenta que los Deweys no comían verdura ni por ésas y Eva nunca les obligaba, y Tar Baby vivía de aire puro y música últimamente. Recogió la cesta y se acercó a su madre con el cuenco de habichuelas y la cesta en la mano. La cara de Eva seguía haciéndole la última pregunta. Hannah la miró a los ojos.

—Pero ¿y Plum? ¿Por qué mataste a Plum, mamá?

Era un miércoles de agosto y el carro del hielo no paraba de hacer viajes. Se escuchaban jirones del carro del conductor. La señora Jackson bajaría ahora las escaleras de su porche: «Sólo un pedacito. ¿No tiene un pedacito chiquitito por ahí que le sobre?» Y, como venía haciendo desde quién sabe cuándo, el hombre le daría un trozo de hielo, recomendándole: «Tenga cuidado, señora Jackson. Esa pajita la matará a cosquillas si se le atraviesa en su lindo cuello.»

Eva oyó acercarse el carro y se preguntó cómo debía sentirse una en la fábrica de hielo. Se recostó un poquito en su silla y cerró los ojos intentando imaginar el interior de la fábrica de hielo. Una visión oscura, divina con ese calor, hasta que le recordó esa noche de invierno en la comuna, a oscuras con su niño en brazos, mientras buscaba a tientas con los dedos el orificio del trasero, blandiendo con decisión en la punta del dedo medio el último resto de manteca recogido de las paredes de la lata, el último resto de manteca para no hacerle daño al meterle el dedo, y todo porque había roto el orinal y los trapos estaban helados. El último resto de alimento que quedaba en la casa lo había introducido en el trasero de su niño para no hacerle demasiado daño mientras hurgaba en sus intestinos para sacarle las heces. Él gritaba como si le matasen pero, cuando por fin localizó su agujero y le metió el dedo, su sorpresa fue tal que se calló en seco. Hasta ese día, el más caluroso que recordada cualquier habitante de Medallion —un día tan caluroso que las moscas dormían y los gatos yacían despatarrados con el pelaje extendido como una colcha, tan caluroso que las mujeres encintas se recostaban contra los árboles y lloraban, y las mujeres recordaban un agravio de tres meses atrás y ponían vidrio molido en la comida de sus amantes, y los hombres miraban la comida y pensaban si tendría vidrio y se la comían de todos modos porque hacía demasiado calor para resistirse a hacerlo—, incluso ese día, el más caluroso de la ola de calor, Eva se estremeció al recordar el penetrante frío y la peste de esa comuna.

Hannah seguía esperando. Con la mirada pendiente de los párpados de su madre. Cuando por fin Eva habló, lo hizo con dos voces. Como si dos personas hablasen a la vez, repitiendo la misma cosa, con fracciones de segundo de diferencia.

—Me hizo pasar tan mal rato. Tan mal rato. No pareció tener ni ganas de nacer. Pero al final salió. Los chicos son algo especial. Tú no puedes saberlo, pero es así. Fue una tarea tan grande hacerlo nacer y mantenerlo vivo. Sólo para conseguir que su corazoncito siguiera latiendo y no se le taparan los pulmoncitos, y cuando volvió de esa guerra parecía como si quisiera volver a meterse dentro. Después de tanto trabajo, sólo para hacerlo salir y mantenerlo vivo, quería volver a meterse en mi vientre y, bueno…, ya no tengo sitio para él aunque pudiera hacerlo. No tenía sitio para él en mi vientre. Y él se arrastraba intentando volver a meterse dentro. Con su inutilidad y sus pensamientos de niño, sus sueños de niño y ensuciándose otra vez los pantalones y siempre sonriente. Tenía espacio de sobra en mi corazón, pero no en mi vientre, ya no. Lo parí una vez y no podía volver a hacerlo. Era un hombre crecido, grande y viejo. Dioseapiadedemí. No podía parirlo dos veces. Me pasaba la noche aquí tumbada y él estaba abajo, en ese cuarto, pero cuando cerraba los ojos le veía… con su metro ochenta, sonriendo y subiendo callandito por la escalera para que no le oyera y abriendo la puerta, despacito para que no le oyera y metiéndose en mi cama para intentar abrirme las piernas, intentando meterse otra vez en mi vientre. Era un hombre, niña, un hombre grande y crecido. Yo no tenía tanto sitio. No paraba de soñar lo mismo. Lo soñaba y sabía que era cierto. Una noche no sería un sueño. Sería verdad y yo lo habría permitido; le habría dejado hacerlo si hubiera tenido sitio, pero un hombre mayor no puede seguir siendo un niño acurrucado en el vientre de su mamá; se ahogaría. Había hecho cuanto podía para que se alejara de mí y viviera su vida y fuera un hombre, pero él no quería y yo tenía que impedir que se me metiera dentro y por eso pensé en una manera para que pudiera morir como un hombre, no hecho un ovillo dentro de mi vientre, sino como un hombre.

Eva no podía ver bien a Hannah por culpa de las lágrimas, pero levantó la mirada hacia ella de todos modos y dijo, a modo de excusa o de explicación o tal vez sólo por una cuestión de modales:

—Pero primero le abracé fuerte. Bien fuerte. Mi dulce ciruela. Mi niñito.

Mucho después de que Hannah hubiera dado media vuelta para salir del cuarto, Eva seguía llamándolo por su nombre, mientras se alisaba con los dedos los pliegues del vestido.

Hannah se fue a la cocina, con sus zapatillas de viejo que repicaban sobre la escalera y sobre las tablas del suelo. Abrió el grifo y dejó que el chorro de agua separase los grupos de habichuelas hasta hacerlas flotar en la superficie del cuenco. Las removió con los dedos, escurrió el agua y repitió la operación. Cada vez que las bolitas verdes afloraban a la superficie sentía como una exaltación y las cogía a puñados para hacerlas caer de nuevo de dos en dos o de tres en tres en el agua.

A través de la ventana de encima del fregadero divisaba a los Deweys, que seguían jugando a presidiarios; cuando las ligaduras que los unían por los tobillos les hicieron tropezar, se levantaron con dificultad e intentaron caminar en fila india. Las gallinas se paseaban por su lado, con un ojo sorprendido puesto en ellos y el otro pendiente del fogón de ladrillo donde hervían las sábanas y los frascos de conserva. Sólo los Deweys podían jugar con ese calor. Hannah puso las habichuelas al fuego y, presa de una repentina modorra, fue a acostarse en la salita. Allí hacía todavía más calor, pues las ventanas estaban cerradas para que no entrara el sol. Hannah alisó la manta que cubría el diván y se tumbó. Soñó con una boda con la novia vestida de rojo hasta que entró Sula y la despertó.

Pero antes del segundo suceso fuera de lo común, había ocurrido lo del viento, que fue la primera cosa inusitada. La noche inmediatamente anterior al día en que Hannah le preguntó a Eva si les había querido, el viento sopló con fuerza desde las colinas zarandeando los tejados y aflojando las puertas. Todo se sacudía y, aunque la gente estaba asustada, lo recibió con agrado, tomándolo por un anuncio de lluvia. Se desprendieron las ventanas y los árboles perdieron sus brazos. La gente se pasó la mitad de la noche despierta aguardando el primer relámpago. Algunos incluso habían destapado barriles para recoger el agua de lluvia, que les gustaba mucho para beber y cocinar. Esperaron en vano, pues no hubo rayos ni truenos ni lluvia. El viento se limitó a barrer el lugar, absorbiendo la poca humedad que quedaba en el aire y, después de revolver los patios, continuó su camino. Las colinas del Fondo, como de costumbre, resguardaron la parte del valle donde vivían los blancos y, a la mañana siguiente, todo el mundo se alegró porque el calor era más seco. Y se pusieron a trabajar temprano, pues era el tiempo de hacer conservas y quién sabía si no volvería el viento, esta vez con una lluvia refrescante. Los hombres que trabajaban en el valle se levantaron a las cuatro y media de la mañana y escudriñaron el cielo, donde el sol ya había empezado a levantarse como una perra en celo. Golpearon las alas de sus sombreros contra sus piernas antes de ponérselos y bajaron lentamente por la carretera, como viejas promesas que nadie quisiera cumplir.

El jueves, cuando Hannah le subió a Eva sus tomates fritos y sus huevos revueltos bien blandos, con la clara separada para favorecer la suerte, le habló de su sueño de la boda con la novia vestida de rojo. Ninguna de las dos se tomó la molestia de consultarlo, pues ambas sabían que el número que les correspondía era el 522. Eva dijo que lo jugaría cuando pasara el señor Buckland Reed. Después lo recordaría como el tercer hecho inusitado. Ya entonces le había parecido raro, pero el color rojo del sueño la confundió. Y tampoco estaba segura de que fuera el tercer suceso, pues Sula estaba dando la lata, provocando a los Deweys y molestando a la pareja de recién casados. Como tenía trece años, todo el mundo supuso que era cosa de la bajada de la naturaleza, pero sus malos humores y su irritación se hacían difíciles de aguantar. Se le estaba oscureciendo la mancha de nacimiento del párpado, que cada vez se parecía más a un tallo con una rosa. Dejaba caer las cosas, y comió algo que era de los recién casados y empezó a dar la lata a todo el mundo diciendo que los Deweys necesitaban un baño y ella se encargaría de que lo tomaran. Los Deweys, que se ponían frenéticos sólo de pensar en el agua, correteaban por toda la casa llorando como posesos.

—No tenemos que bañarnos, ¿verdad? ¿Tenemos que hacer lo que dice ella? No es sábado.

Incluso despertaron a Tar Baby, que salió de su cuarto para ver qué hacían y después abandonó la casa en busca de música.

Hannah continuó sacando frascos de conserva del sótano y lavándolos, sin hacerles caso. Eva aporreó el suelo con el bastón, pero nadie acudió. Hacia mediodía, todo se había calmado. Los Deweys habían huido, Sula estaba en su cuarto o se había ido a alguna parte. Los recién casados, vigorizados por la sesión amorosa de la mañana, habían salido en busca de trabajo para el día con la alegre seguridad de que no encontrarían nada.

El aire del Fondo quedó impregnado del olor a fruta pelada y verdura hirviente. Maíz tierno, tomates, judías verdes, cortezas de melón. Las mujeres, los niños y los viejos que no tenían trabajo preparaban sus reservas para un invierno que conocían muy bien. Llenaron los frascos de melocotones y cerezas negras (después, cuando refrescara un poco, prepararían las jaleas y mermeladas). Los avariciosos hacían hasta cuarenta y dos frascos diarios de conserva, a pesar de que algunos, como la señora Jackson, que comía hielo, todavía tenían conservas de 1920.

Antes de empujar su carrito hasta el tocador para coger el peine, Eva se asomó a la ventana y vio a Hannah agachada para encender el fuego en el patio. Y ése fue el quinto hecho inusitado (o el cuarto, si no se incluía el arrebato de Sula). No pudo encontrar el peine. Nadie tocaba las cosas en la habitación de Eva excepto para limpiar y entonces volvían a dejarlo todo en su sitio. Pero Eva no pudo encontrarlo en ninguna parte. Se soltó las trenzas con una mano mientras con la otra hurgaba en los cajones de la cómoda, y ya empezaba a irritarse cuando lo palpó en el cajón de las blusas. Después, volvió a arrastrarse hasta la ventana para que le diera el aire, si le daba por soplar un poco, mientras se peinaba. Hizo rodar el carrito hasta la ventana y entonces fue cuando vio arder a Hannah. Las llamas del fuego del patio le lamían el vestido de algodón azul y la hacían dar brincos. Eva comprendió que no le quedaba tiempo para nada, como no fuera para llegar hasta allí y cubrir el cuerpo de su hija con el suyo. Levantó su pesada figura apoyándose sobre la pierna sana y rompió el cristal de la ventana con los brazos y los puños. Utilizando el muñón para apoyarse en el alféizar y haciendo palanca con la pierna sana, se arrojó por la ventana. Cortada y sangrante, aleteó en el aire intentando dirigir su cuerpo hacia la figura que bailoteaba envuelta en llamas. Falló y fue a estrellarse a unos cuatro metros del humo que salía de Hannah. Atontada pero todavía consciente, Eva se arrastró hasta su primogénita, pero Hannah, enloquecida, salió corriendo del patio, gesticulando y bamboleándose como un muñeco salido de una caja de sorpresas.

El señor y la señora Suggs, que habían montado su instalación conservera en el patio delantero, la vieron correr bailoteando hacia ellos.

—Jesús, Jesús —susurraron y entre los dos levantaron el barreño lleno de agua en el que flotaban los prietos tomates rojos y lo vaciaron encima de la mujer envuelta en llamas y humo. El agua apagó las llamas, pero también se convirtió en vapor, escaldó y apergaminó lo poco que quedaba de la hermosa Hannah Peace, quien quedó tirada encima de los tablones de la acera, retorciéndose ligeramente entre los tomates aplastados, con una máscara de agonía tan intensa en la cara que durante años las gentes menearían incrédulas la cabeza al recordarla cuando se reunían.

Alguien le cubrió las piernas con una camisa. Una mujer se desenrolló el pañuelo de la cabeza y se lo puso encima del hombro. Otra persona corrió hasta la Tienda de Alimentos Frescos y Artículos Varios de Dick para avisar a la ambulancia. Los demás la rodearon impotentes, como girasoles recostados en una valla. Los Deweys se acercaron y pisotearon los tomates, escudriñándola con ojos admirados. Dos coches aparcaron entre la multitud que olfateaba la carne quemada. Los vómitos de una niña rompieron finalmente el profundo silencio e impulsaron a las mujeres a hablar entre ellas y con Dios. En medio de las invocaciones a Jesús, escucharon el tañido hueco de la campanilla de la ambulancia que subía trabajosamente la colina, pero no el «Vosotros, ayudadme» que susurró la mujer moribunda. Entonces alguien se acordó de ir a ver cómo estaba Eva. La encontraron boca abajo, junto a los arbustos de forsitias, gritando el nombre de Hannah, mientras se arrastraba entre los guisantes de olor y el trébol que crecía debajo de los arbustos, en el lateral de la casa. Madre e hija fueron instaladas en sendas camillas y trasladadas hasta la ambulancia. Eva estaba perfectamente consciente. La sangre de las heridas de la cara le cubría los ojos y no pudo ver nada; sólo captó el familiar olor a carne quemada.

Hannah murió camino del hospital. O eso dijeron. Como quiera que fuese, ya se le habían hecho unas ampollas y llagas tan terribles que fue preciso mantener la caja cerrada durante el funeral, y las mujeres que lavaron el cuerpo y lo vistieron para darle sepultura lloraron por su pelo quemado y sus pechos encogidos como si hubiesen sido sus mismísimos amantes.

Cuando Eva llegó al hospital, dejaron su camilla en el suelo. Estaban tan preocupados con la carne ardiente y borboteante de la otra (algunos no habían visto nunca un caso de quemaduras tan extremo) que se olvidaron de ella, y se habría muerto desangrada de no haber sido porque el viejo Willy Fields, el ordenanza, descubrió manchas de sangre sobre sus suelos recién fregados y se fue a investigar de dónde procedían. Cuando reconoció a Eva, enseguida llamó a gritos a una enfermera, que se acercó a comprobar si la negra ensangrentada con una sola pierna estaba viva o muerta. Después de eso, Willy siempre se jactó de haberle salvado la vida a Eva, un hecho indiscutible que ella misma reconocía y por el que le maldijo a diario durante los treinta y siete años siguientes, y habría continuado maldiciéndole el resto de su vida, pero para entonces ya tenía noventa años y se le olvidaban las cosas.

Acostada en la sala del hospital reservada para las gentes de color, que era un rincón de otra sala más grande separado por un biombo, Eva meditó en la perfección del veredicto emitido en su contra. Recordó el sueño de la boda y se acordó de que los casamientos siempre significaban muerte. Y el vestido rojo seguro que era fuego, como debería haber sabido. También recordó otra cosa y, por mucho que intentó negarla, estaba segura de que mientras estaba caída en el suelo e intentaba arrastrarse entre los guisantes de olor y el trébol para llegar hasta Hannah, había visto a Sula de pie en el porche trasero mirándolo todo sin hacer nada. Cuando Eva, que nunca había sido de las que disimulaban las faltas de sus niños, les comentó a algunos amigos lo que creía haber visto, éstos le dijeron que era natural. Sula probablemente estaba paralizada, como le habría ocurrido a cualquiera que hubiese visto incendiarse a su propia madre. Eva asintió, pero en su fuero interno no estaba de acuerdo y continuó convencida de que Sula se había quedado mirando cómo se quemaba Hannah no porque estuviera paralizada, sino porque estaba interesada.