1965

Las cosas estaban muchísimo mejor en 1965. O eso parecía. Una podía ir al centro y ver que personas de color trabajaban detrás de los mostradores de la tienda de precio fijo, que incluso manejaban el dinero con las llaves de las cajas registradoras colgadas del cuello. Y un hombre de color daba clases de matemáticas en el instituto de enseñanza media. Los jóvenes tenían una forma de moverse que todos decían que era nueva pero que a Nel le recordaba a los Deweys, a quienes nadie había encontrado jamás. Tal vez, pensaba Nel, habían abandonado el mundo dejando atrás su semilla, y de ella habían nacido esos jóvenes de la tienda de precio fijo con las llaves de las cajas registradoras colgadas al cuello.

Eran tan distintos, esos jóvenes. Tan distintos de los que ella recordaba de cuarenta años atrás.

¡Jesús, qué chicos más guapos había en 1921! El mundo entero parecía lleno de ellos a rebosar. Con trece, catorce, quince años. Jesús, qué bien estaban. L.P., Paul Freeman y su hermano Jake, los gemelos de la señora Scott…, y Ajax tenía una caterva de hermanos más pequeños. Se colgaban de las ventanas de las buhardillas, se montaban en los guardabarros de los coches, repartían el carbón, se instalaban en Medallion y se iban a vivir fuera, visitaban a sus primos, araban, cargaban pesos, holgazaneaban en los escalones de la puerta de la iglesia, corrían inclinándose para tomar las curvas en el patio del colegio. El sol les daba calor y la luna resbalaba sobre sus espaldas. Señor, el mundo estaba lleno de chicos guapos en 1921.

En absoluto como los críos de ahora. Todo había cambiado. Hasta las putas eran mejores entonces: mujeres duras, gordas, risueñas, con quemaduras en las mejillas y sentido del humor combinado con su mal carácter, o viudas recluidas en pequeñas casitas en el bosque con ocho hijos que alimentar y sin un hombre. Las putas modernas eran descoloridas y aburridas en comparación con aquellas mujeres. Esas personajillas obsesionadas por las ropas siempre estaban cohibidas. Eran malencaradas pero tenían vergüenza. No sabían lo que era la desvergüenza. Tendrían que haber conocido a aquellas viudas plateadas del bosque, que se levantaban de la mesa donde estaban cenando y se adentraban entre los árboles con un cliente, menos cohibidas que una yegua cuando pare.

Señor, cómo vuela el tiempo. Ya prácticamente no reconocía a nadie en la ciudad. Ahora había otra residencia de viejos. La ciudad parecía pasarse el tiempo construyendo residencias para los viejos. Cada vez que hacían una carretera, construían también una residencia de viejos. Habríase dicho que los viejos vivían más tiempo, pero la verdad era que simplemente los quitaban de en medio antes.

Nel todavía no había visto esta última por dentro, pero en el Círculo Número 5 le había correspondido visitar a algunas de las ancianas ingresadas allí. El pastor las visitaba regularmente, pero las mujeres del círculo opinaban que estaba bien que también recibiesen visitas personales. Sólo había nueve mujeres de color en esa residencia, las mismas nueve que vivían en la anterior. En cambio había muchísimas blancas. Los blancos no se andaban con miramientos a la hora de quitarse de encima a sus viejos. A los negros les costaba mucho separarse de ellos y, aunque una persona fuese vieja y estuviera sola, otras se ocupaban de pasarse por allí de vez en cuando, de fregarle los suelos, de hacerle la comida. Sólo los sacaban de casa cuando se volvían locos e intratables. A menos que se tratase de gentes como Sula, que había metido a Eva en la residencia por maldad. Era verdad que Eva estaba un poco mal de la cabeza, pero no tanto como para tener que encerrarla.

La perspectiva de verla despertaba en Nel más que una ligera curiosidad. Hacía sólo un año o menos que había empezado a participar de forma verdaderamente activa en la iglesia y empezó a hacerlo porque sus hijos ya hablan crecido y le ocupaban menos tiempo y menos espacio mental. Durante más de veinticinco años, desde que Jude la había dejado, se había restringido a una vida reducidísima. Pasó un corto tiempo intentando volver a casarse, pero nadie quería hacerse cargo de ella, con tres niños y simplemente no consiguió dominar el asunto de tener enamorados. Durante la guerra, había mantenido una relación bastante larga con un sargento que estaba destinado en el campamento situado a treinta kilómetros de Medallion río abajo, pero después le trasladaron y todo quedó reducido a unas pocas cartas y luego… nada. Después hubo un barman del hotel. Pero ahora tenía cincuenta y cinco años y le costaba recordar qué había significado todo eso.

No tardó mucho en comprender cuál sería su futuro, después que Jude se marchó. Miró a sus hijos y, en el fondo de su corazón, comprendió que serían cuanto tendría. Que todo el amor que conocería seria a través de ellos. Pero era un amor que, como un cazo de almíbar olvidado durante demasiado rato encima del fuego, había hervido hasta evaporarse, dejando sólo el rastro de su olor y una masa dura y dulce, imposible de rascar de la olla. En efecto, las bocas de sus hijos pronto olvidaron el sabor de sus pezones y hacía años que habían empezado a mirar más allá de su cara para enfocar el espacio de cielo más próximo.

Mientras tanto, el Fondo había quedado destruido. Todas las personas que habían hecho dinero durante la guerra se mudaron tan cerca del valle como les fue posible y los blancos empezaron a comprar terrenos río abajo y al otro lado del río, extendiendo Medallion como dos cuerdas de lado a lado del agua. Ya prácticamente ninguna persona de color vivía en el Fondo. Los blancos habían empezado a construir torres para las emisoras de televisión ahí arriba y corrían rumores sobre un campo de golf o algo así. De cualquier modo, los terrenos de las colinas habían aumentado de valor y los negros que se habían mudado más abajo inmediatamente después de la guerra y en los años cincuenta no habrían podido permitirse volver aunque hubiesen querido. Salvo los pocos negros que todavía se apiñaban junto al recodo del río y algunas casas no derribadas de Carpenter’s Road, sólo blancos ricos se construían sus casas en las colinas. De pronto, así sin más, habían cambiado de parecer y, en vez de reservarse el fondo del valle para ellos, ahora querían una casa en lo alto de una colina con vistas sobre el río y rodeada de olmos. Los negros, pese a todos sus nuevos aires, parecían tener unos deseos terribles de instalarse en el valle o de abandonar la ciudad y dejar las colinas en manos de quienquiera que estuviese interesado en ellas. Era triste, porque el Fondo había sido un barrio de verdad. Esos jóvenes no paraban de hablar de la comunidad, pero dejaban las colinas para los pobres, los viejos, los obstinados… y los blancos ricos. Puede que no fuese una comunidad, pero era un barrio. Ahora ya no quedaban barrios, sólo casas separadas con televisiones separadas y teléfonos separados y cada vez pasaban menos a verse unos a otros.

Siempre pensaba en lo mismo cuando bajaba a la ciudad andando. Una de las últimas auténticas peatonas, Nel, caminaba por la carretera asfaltada con los coches deslizándose por su lado. Blanco de las burlas de sus hijos, seguía yendo a pie dondequiera que quisiese ir y sólo se concedía el derecho a aceptar que alguien la llevase cuando el tiempo lo exigía.

Aquel día atravesó toda la ciudad en línea recta y dobló a la izquierda en el extremo más alejado, para adentrarse por un paseo flanqueado de árboles seguido por un camino rural que pasaba junto al cementerio, Beechnut Park.

Cuando llegó a Sunnydale, la residencia de ancianos, ya eran las cuatro y empezaba a refrescar. Sería un placer sentarse con las viejecitas y darles un descanso a sus pies.

En la recepción, una señora de pelo rojo le dio un pase y le indicó una puerta que comunicaba a un pasillo con puertas más pequeñas. Se parecía a la imagen que ella tenía de cómo debía ser un dormitorio universitario. El vestíbulo era lujoso —moderno—, pero las habitaciones que pudo entrever eran verdes jaulas estériles. Había demasiada luz por todas partes; se necesitaban unas cuantas sombras. En la tercera puerta avanzando por el pasillo, había un cartelito con el nombre EVA PEACE. Nel hizo girar la perilla de la puerta al mismo tiempo que llamaba con unos ligeros golpecitos. Antes de abrirla esperó unos segundos.

En un primer momento le costó dar crédito a sus ojos. La vio tan pequeña, sentada en una silla de vinilo negro junto a la mesa. Su antaño hermosa pierna no llevaba media y el pie estaba calzado en una zapatilla. Nel sintió ganas de llorar; no por los ojos lechosos y apagados de Eva o por sus labios fláccidos sino por el antes altivo pie, habituado a calzar un bonito zapato bien atado con su cordón durante más de medio siglo, y que ahora se veía embutido sin ninguna gracia en una zapatilla rosa a cuadros.

—Buenas tardes; miss Peace. Soy Nel Greene; he venido a visitarla. Se acuerda de mí, ¿verdad?

Eva estaba planchando y soñando con escaleras. No tenía plancha ni ropas, pero no interrumpió su meticulosa tarea de marcar pliegues y alisar arrugas ni siquiera después de responder al saludo de Nel.

—Hola. Siéntate.

—Gracias. —Nel se sentó en la punta de la estrecha cama—. Tiene una habitación muy bonita, una habitación francamente bonita, miss Peace.

—¿Has comido algo raro hoy?

—¿Perdón señora, cómo dice?

—¿Chop suey? Intenta recordar.

—No, señora.

—¿No? Bueno, después te sentará mal.

—Pero no he comido chop suey.

—¿Te crees que he venido hasta aquí para que me digas eso? No puedo hacer demasiadas visitas. Deberías tener un poco de respeto a las personas mayores.

—Pero, miss Peace, soy yo quien ha venido a visitarla a usted. Ésta es su habitación. —Nel sonrió.

—¿Cómo has dicho que te llamas?

—Nel Greene.

—¿La hija de Wiley Wright?

—Uh, uh. Ya veo que se acuerda. Eso me alegra, miss Peace. Se acuerda de mí y de mi padre.

—Cuéntame cómo mataste a ese niñito.

—¿Qué? ¿Qué niñito?

—El que tiraste al agua. Tengo naranjas. ¿Cómo conseguiste que se metiera en el agua?

—Yo no tiré ningún niñito al río. Fue Sula.

—Tú. Sula. ¿Qué más da? Estabas allí. Y lo miraste, ¿no? Yo nunca me habría quedado mirando.

—Se confunde, miss Peace. Yo soy Nel. Sula ha muerto.

—El agua es terriblemente fría. El fuego es caliente. ¿Cómo conseguisteis que se metiera dentro? —Eva se humedeció el índice y comprobó la temperatura de la plancha.

—¿Quién le ha contado todas esas mentiras? ¿Miss Peace? ¿Quién se lo ha contado? ¿Por qué dice cosas falsas de mí?

—Tengo naranjas. No bebo el zumo que me dan aquí. Le echan algo.

—¿Por qué intenta hacer ver que fui yo quien lo hizo?

Eva dejó de planchar y miró a Nel. Por primera vez su mirada pareció cuerda.

—¿Cree que soy culpable? —Nel habló en un susurro.

Eva también le contestó susurrando:

—¿Quién puede saberlo mejor que tú?

—Quiero saber con quién ha estado hablando. —Nel se esforzó por hablar en tono normal.

—Con Plum. El dulce Plum. Él me cuenta las cosas. —Eva se rió con una ligera, tintineante risita… de muchacha.

—Tendré que irme, miss Peace. —Nel se levantó.

—Todavía no me has contestado.

—No sé de qué me está hablando.

—Exactamente iguales. Las dos. Nunca hubo ninguna diferencia entre vosotras. ¿Quieres unas naranjas? Te sentarán mejor que el chop suey. ¿Sula? Tengo naranjas.

Nel se alejó apresuradamente por el pasillo, mientras Eva la llamaba:

—¿Sula?

No podría ver a las otras ese día. Esa mujer la había dejado alterada. Le devolvió el pase a la señora, rehuyendo su mirada sorprendida.

Una vez fuera, se abrochó el abrigo para protegerse del viento cada vez más fuerte. Se le había caído el botón de arriba y se tapó la garganta con una mano. Un luminoso hueco se abrió en su cabeza y la memoria fue filtrándose hasta él.

De pie en la margen del río con un vestido rojo y blanco.

Sula hace dar vueltas y vueltas a Pollo Little suspendido de sus manos. Su risa antes de que le resbalaran las manos y el agua que se cierra rápidamente sobre ese punto. ¿Qué había sentido entonces, mientras miraba cómo Sula daba vueltas y vueltas y luego al ver cómo salía despedido el niñito hasta el agua? Sula había llorado y llorado después de volver de la casa de Shadrack. Pero Nel había conservado la calma.

«¿No deberíamos decirlo?»

«¿Él vio algo?»

«No lo sé. No.»

«Vámonos. No podemos hacer que vuelva.»

¿A qué se refería la vieja Eva cuando le preguntó tú lo miraste? ¿Cómo podía no verlo? Estaba allí mismo. Pero Eva no había dicho lo viste, había dicho lo miraste. «No lo miré. Sólo lo vi.» Pero de todos modos continuó presente, como había estado siempre, la antigua sensación y el antiguo interrogante. La agradable sensación que había experimentado cuando a Pollo se le escurrieron las manos. Hacía años que no se interrogaba sobre ello. «¿Por qué no me sentí mal cuando ocurrió? ¿Por qué fue una sensación tan agradable verle caer?»

Durante todos esos años se había sentido secretamente orgullosa de su reacción serena, controlada en el momento en que Sula perdió todo control, de su compasión ante la mirada asustada y avergonzada de Sula. Ahora, al parecer, resultaba que lo que había tomado por madurez, serenidad y compasión era sólo la tranquilidad que sucede a una estimulación placentera. Igual que el agua se había cerrado tranquila sobre la turbulencia del cuerpo de Pollo Little, la satisfacción también había cubierto su placer.

Caminaba demasiado rápido. Sin fijarse dónde ponía los pies, se metió entre las hierbas del borde del camino. Casi corriendo, se acercó a Beechnut Park. Allí, enfrente mismo, estaba la parte de color del cementerio. Entró. Sula estaba enterrada allí, al lado de Plum, Hannah y ahora también Pearl. Con la misma indiferencia hacia los cambios de nombre resultantes del matrimonio que siempre habían manifestado las personas negras de Medallion, cada lápida lisa llevaba grabada la misma palabra. Todas juntas sonaban como un responso: PEACE 1895-1921, PEACE 1890-1923, PEACE 1919-1940, PEACE 1892-1959.

No eran personas muertas. Eran palabras. Ni siquiera palabras: Deseos, anhelos.

Durante todos esos años había abrigado sentimientos positivos hacia Eva, creyendo compartir su soledad y su falta de amor como nadie podía hacerlo ni lo hacía. En definitiva, era la única que había entendido de verdad por qué Eva se había negado a asistir al funeral de Sula. Los demás creían saberlo; creían que la abuela tenía los mismos motivos que ellos: la idea de que acudir a honrar la memoria de alguien que les había hecho sufrir tanto era indigno de ellos. Nel, que sí fue al funeral, creía que la negativa de Eva no era por motivos de orgullo ni de venganza, sino por la mera resistencia a ver su propia carne tragada por la tierra, la determinación de no permitir que sus ojos viesen lo que el corazón no podía tolerar.

Pero, ahora, después de que Eva la hubiera tratado de ese modo, de que la hubiera acusado, se preguntó si las gentes del barrio no tenían razón de entrada. Eva era mala. Hasta Sula lo había dicho. No tenía ningún motivo justificable para hablarle de ese modo. Con las facultades atrofiadas o no. Vieja. Lo que fuese. Eva sabía lo que hacía. Siempre lo había sabido. No había ido al funeral de Sula y había acusado a Nel de ahogar a Pollo Little por despecho. El mismo despecho que galopaba por todo el Fondo. Que convertía cada gesto en una ofensa, cada sonrisa torcida en una amenaza, de modo que hasta las burbujas de respiro que se alzaron en el pecho de prácticamente todo el mundo cuando murió Sula no suavizaron su rencor y no les permitieron acudir a la funeraria del señor Hodges ni mandarle flores de la iglesia ni hacer un bizcocho amarillo.

Pensó en el momento en que Nathan abrió la puerta del dormitorio el día en que ella la había visitado y encontró su cuerpo. Dijo que enseguida había sabido que estaba muerta, no porque tuviera los ojos abiertos sino porque lo estaba su boca.

Se abría ante él como un gigantesco bostezo que ya no podría acabar nunca. Había corrido a la casa de enfrente, a contárselo a la mamá de Teapot, quien, al oír la noticia, dijo «¡Ho!», como el conductor del tren momentos antes de arrancar, sólo que más fuerte, y después dio unos pasos de baile. Ninguna de las mujeres abandonó los retales para las colchas en desorden para acudir rápidamente a la casa. Nadie dejó las ropas a medio pasar por el rodillo de escurrir para acudir rápidamente a la casa. Hasta los hombres se limitaron a decir «ajá» cuando lo supieron. Pasó todo el día y no había acudido nadie. La noche dio paso a otro día y el cuerpo seguía tendido en la cama de Eva mirando al techo e intentando completar un bostezo. Era muy curiosa esa obcecación en el caso de Sula. Pues hasta cuando se murió China, la puta más alborotadora de la ciudad (cuyo hijo negro y cuyo hijo blanco comentaron, al saber que se estaba muriendo: «¿Todavía no se ha muerto?»), incluso entonces todo el mundo dejó lo que estaba haciendo y acudieron en gran número a enterrar a la hermana caída.

Fue Nel quien finalmente telefoneó al hospital, luego a la funeraria, después a la policía, que fueron quienes acudieron. Y así fue como los blancos se hicieron cargo de ella. Llegaron en un furgón policial y bajaron el cuerpo por la escalera y pasaron por delante de los cuatro perales con él a cuestas y lo cargaron en el furgón ante las miradas de todos, como habían hecho con Hannah. Cuando los policías hicieron preguntas, nadie les dio ninguna información. Les costó horas averiguar el nombre de pila de la mujer muerta. La llamada telefónica hacía referencia a una miss Peace de Carpenter’s Road, 7. Y eso fue cuanto se llevaron: un cuerpo, un nombre y una dirección. Los blancos tuvieron que lavarla, vestirla, prepararla y finalmente enterrarla. Todo se hizo con elegancia, pues se descubrió que tenía un seguro de entierro considerable. Nel acudió a la funeraria, pero se quedó tan horrorizada al ver el ataúd tapado que sólo permaneció unos instantes.

Al día siguiente, fue andando hasta el entierro y se encontró con que era la única negra presente, luchando por no dejarse alterar por las rosas y las poleas. Sólo al volverse para salir descubrió el grupo de personas negras al borde del cementerio. Sin entrar, sin ropas de duelo, pero esperando allí fuera. Hasta que no se marcharon los blancos —los sepultureros, el señor y la señora Hodges, y su hijo pequeño que les ayudaba— no entraron en el cementerio las personas negras del Fondo, con el corazón encapuchado y los ojos velados, para cantar Nos reuniremos junto al río junto a la tierra abombada que les separaba del odio más espléndido que habían sentido jamás. Su pregunta enturbió el aire de octubre: ¿Nos reuniremos junto al río? ¿El hermoso, hermosísimo río? A lo mejor Sula ya entonces les dio su respuesta, pues empezó a llover, y las mujeres corrieron dando salmos entre la hierba por miedo a no llegar a casa a tiempo para salvar su pelo alisado.

Triste, pesarosa, Nel se alejó de la parte de color del cementerio. Un poco más allá, Shadrack pasó por su lado por el camino. Un poquito más desastrado, un poquito más viejo, todavía enérgicamente loco, se quedó mirando a la mujer que se alejaba presurosa con el sol poniente en la cara.

Shadrack se detuvo. Intentó recordar dónde la había visto antes. El esfuerzo le resultó excesivo y siguió su camino. Tenía que sacar una basura de Sunnydale y habría oscurecido antes de que volviera a casa. Ya hacía mucho tiempo que no vendía pescado. El río había matado todos los peces. Se habían terminado los destellos gris plata, las miradas impávidas, anchas, pausadas. Se había terminado el palpitar cada vez más lento de las agallas. Y el temblor del sedal.

Shadrack y Nel se alejaron en direcciones opuestas, cada uno absorto en pensamientos separados sobre el pasado. La distancia entre los dos se fue ensanchando mientras iban recordando cosas pasadas.

De pronto, Nel se detuvo. Le palpitaba y le escocía un poco el ojo.

—¿Sula? —susurró, mirando las copas de los árboles—. ¿Sula?

Las hojas temblaron; el barro se agitó; notó un olor a cosas verdes demasiado maduras. Una suave bola de pelo se deshizo y se dispersó en la brisa como esporas de diente de león.

—Todo este tiempo, todo este tiempo, he creído que echaba de menos a Jude. —Y el sentimiento de pérdida le oprimió el fondo del pecho y le subió hasta la garganta—. Fuimos niñas juntas —dijo como si eso explicara algo—. Oh, Dios, Sula —gritó—, niña, niña, niñaniñaniña.

Fue un bonito llanto —largo y sonoro— pero sin fondo y sin superficie, solamente círculos y círculos de dolor.