1919
A excepción de la Segunda Guerra Mundial, nada impidió nunca la celebración del Día Nacional del Suicidio. Se había conmemorado cada 3 de enero desde 1920, aunque durante muchos años Shadrack, su instaurador, fue el único celebrante. Sacudido y permanentemente desconcertado por los acontecimientos de 1917, había vuelto a Medallion guapo pero destrozado y hasta las personas más remilgadas de la ciudad a veces, sin darse cuenta, se encontraban imaginando cómo debía haber sido Shadrack algunos años atrás, antes de ir a la guerra. En diciembre de 1917, cuando era un joven de apenas veinte años, sin nada en la cabeza y con el recuerdo del lápiz de labios en la boca, se encontró en Francia, corriendo con sus compañeros a través de un campo. Era su primer contacto con el enemigo y no sabía si su compañía iba a su encuentro o huía de él. Llevaban varios días de marcha, pegados a un arroyo de orillas heladas. En cierto momento, lo cruzaron y, nada más poner pie en el otro lado, el día se convirtió en un torbellino de gritos y explosiones. Los cañonazos estallaban por todos lados a su alrededor y aunque sabía que había llegado lo que llamaban el momento, no alcanzó el estado de ánimo adecuado, el estado de ánimo capaz de integrar el momento. Esperaba sentir pánico o entusiasmo, algo que fuera muy fuerte. En realidad, sólo sintió el pinchazo de un clavo que tenía en la bota y que se le hundía en la planta del pie cada vez que se apoyaba encima. Hacía tanto frío que se vio su propio aliento y por un instante se maravilló ante la pureza y blancura de su respiración en medio de las sucias explosiones grises que le rodeaban. Echó a correr con la bayoneta calada y se adentró en la gran masa de hombres que surcaban velozmente aquel campo. Atenazado por el dolor del pie, ladeó ligeramente la cabeza hacia la derecha y vio volar en pedazos la cara de un soldado que tenía cerca. Sin darle tiempo a registrar el sobresalto, el resto de la cabeza del soldado desapareció bajo la sopera invertida de su casco. Pero, obstinado, ajeno a las instrucciones del cerebro, el cuerpo del soldado descabezado siguió corriendo, con gracia y energía, ignorando el tejido cerebral que goteaba y le resbalaba por la espalda.
Cuando Shadrack abrió los ojos, se encontró sentado en una cama pequeña, con una bandeja y una gran fuente de latón dividida en tres triángulos delante. En un triángulo, había arroz; en otro, carne y, en el tercero, tomates asados. En una pequeña depresión circular se acomodaba una taza de líquido blancuzco. Shadrack se quedó mirando los suaves colores que llenaban los triángulos: la blancura apelmazada del arroz, los temblorosos tomates rojo sangre, la carne pardogrisácea, toda su repugnancia encerrada tras el perfecto equilibrio de los triángulos, un equilibrio que actuó como un bálsamo para él, transfiriéndole parte de su mesura. Con la seguridad de que el blanco, el rojo y el marrón se quedarían donde estaban —que no estallarían en pedazos o se desbordarían de sus zonas delimitadas—, de pronto sintió hambre y se buscó las manos con la mirada. Al principio con cautela; tenía que andarse con mucho cuidado: todo podía estar en cualquier parte. Después descubrió dos bultos debajo de la manta beige a ambos lados de sus caderas. Con sumo cuidado, levantó un brazo y comprobó con gran alivio que tenía su mano unida a la muñeca. Hizo la prueba con la otra y también la encontró. Despacito dirigió una mano hacia la taza y, justo cuando se disponía a abrir los dedos, éstos comenzaron a crecer desordenadamente, como la planta de habichuelas del cuento, hasta cubrir la bandeja y toda la cama. Dio un grito y cerró los ojos mientras escondía las enormes manos que seguían creciendo debajo de las mantas. Fuera de su vista, parecieron encogerse de nuevo hasta recuperar su tamaño normal. Pero el grito había atraído a un enfermero.
—¿Soldado? No irá a crearnos problemas hoy, ¿verdad, soldado?
Shadrack levantó la mirada hacia un hombre algo calvo, vestido con una chaqueta y unos pantalones verdes de algodón. Iba peinado con la raya muy a la derecha para que unos veinte o treinta pelos amarillos le cubrieran discretamente la desnudez de su cráneo.
—Vamos. Coja la cuchara. Cójala, soldado. Nadie va a estar dándole de comer toda la vida.
El sudor empezó a desbordar de las axilas de Shadrack deslizándose por sus costados. No soportaba la idea de ver otra vez cómo le crecían las manos y le asustaba la voz que salía del uniforme verde manzana.
—Cójala, he dicho. No tiene ningún sentido que siga con esta… —El enfermero metió la mano debajo de la sábana para coger la muñeca de Shadrack y dejar al descubierto la mano monstruosa. Shadrack dio un tirón para zafarse y volcó la bandeja. Aterrado, se puso de rodillas e intentó sacudirse sus horribles dedos, pero sólo consiguió derribar al enfermero sobre la cama de al lado.
Shadrack se sintió aliviado y también agradecido cuando le inmovilizaron con una camisa de fuerza y sus manos quedaron por fin ocultas e impedidas de continuar creciendo más allá del tamaño que hubieran alcanzado.
Atado y mudo en su cama pequeña, intentó unir los cabos sueltos de sus ideas. Deseaba con desespero poder verse la cara y asociarla con la palabra «soldado», palabra con la que le había llamado el enfermero (y los otros que habían ayudado a éste a atarlo). Pero, vista la reacción de sus manos, ¿qué podía esperar de su cara? Incapaz de soportar tanto miedo y tanto anhelo, empezó a pensar en otras cosas. Es decir, dejó que su pensamiento se deslizara a su antojo por las cavernas de la memoria.
Vio una ventana que daba a un río que sabía lleno de peces. Alguien hablaba quedamente al otro lado de la puerta…
El anterior estallido de violencia de Shadrack había coincidido con la llegada de un memorándum del equipo directivo del hospital a propósito de la distribución de los pacientes en las zonas de alto riesgo. Había una evidente escasez de plazas. La prioridad de la violencia le valió a Shadrack el licenciamiento, con 217 dólares en metálico, una muda completa de ropa y copias de varios papeles de aspecto muy oficial.
Cuando cruzó la puerta del hospital y vio los jardines —los arbustos recortados, los bordes limpios del césped, la línea certera de los senderos— se quedó pasmado. Contempló los tramos de cemento, cada uno nítidamente encaminado hacia un destino presumiblemente deseable. Ninguna reja, ningún cartel, ningún obstáculo se interponía entre el cemento y el césped verde, y no costaba nada ignorar la limpia superficie de piedra y cortar en otra dirección, escogida por uno mismo.
Shadrack se detuvo al pie de la escalera del hospital y se quedó mirando las copas de los árboles que se agitaban bruscamente pero sin peligro, pues tenían los troncos clavados demasiado profundamente en la tierra como para poder hacerle daño. Sólo le inquietaban los senderos. Se balanceó sobre uno y otro pie, buscando la manera de llegar hasta la verja sin pisar el cemento. Estaba estudiando su ruta —calculando dónde tendría que saltar, por dónde rodear un macizo de arbustos— cuando le sobresaltó una ruidosa carcajada. Dos hombres subían por la escalera. Entonces advirtió que había mucha gente cerca, a la que hasta entonces no había visto o que acababa de materializarse. Las personas parecían láminas finas se deslizaban por los senderos como muñecos de papel. Algunas iban sentadas en sillas de ruedas, empujadas por otras figuras de papel que avanzaban detrás. Todas parecían estar fumando y sus brazos y sus piernas se doblaban con la brisa. Un buen vendaval hubiera podido levantarlas por los aires depositándolas tal vez en las copas de los árboles.
Shadrack se lanzó a la ventura. En cuatro zancadas se plantó en el césped, camino de la puerta de la verja. Mantuvo la cabeza gacha para no ver a las personas de papel que se agitaban y se doblaban a su alrededor, y se perdió. Cuando levantó la vista, se encontró junto a un edificio rojo de baja altura, separado del edificio principal por un pasadizo cubierto. De algún lugar le llegó un olor dulzón que le evocó un recuerdo penoso. Miró a su alrededor buscando la puerta y descubrió que en su complicado recorrido a través del césped había avanzado exactamente en la dirección equivocada. Inmediatamente a la izquierda del edificio bajo, había un camino ripiado que parecía llevar al exterior del recinto. Galopó rápidamente hasta él y abandonó, al fin, un refugio de más de un año del que sólo recordaba plenamente ocho días.
Una vez en la carretera, enfiló rumbo al oeste. La larga permanencia en el hospital le había dejado débil, demasiado débil como para caminar sin traspiés sobre el lomo de grava de la carretera. Avanzó a trompicones, le dio un vahído, se detuvo a recuperar el aliento, se puso en marcha otra vez, tambaleándose y sudando, pero resistiéndose a secarse el sudor de las piernas porque todavía le asustaba mirar sus manos. Los pasajeros de oscuros coches cuadrados entornaban los ojos, tomándole por un borracho.
Ya tenía el sol directamente encima de la cabeza cuando llegó a una ciudad. Un par de manzanas de calles sombreadas y se encontró en pleno centro: un bonito centro urbano, tranquilo y ordenado.
Agotado, con los pies embotados de dolor, Shadrack se sentó en el bordillo para quitarse los zapatos. Cerró los ojos para no verse las manos y empezó a forcejear con los cordones de los pesados zapatos cerrados. La enfermera se los había atado con una doble lazada, como se hace con los niños, y Shadrack, con una larga falta de costumbre en la manipulación de cosas complicadas, no consiguió deshacer el lazo. Sus uñas tironeaban descoordinadas de los nudos. Intentó contener la creciente histeria, que iba mucho más allá de su intenso deseo de liberar sus pies doloridos; su vida misma dependía de que consiguiera deshacer los nudos. De pronto, sin levantar los párpados, se echó a llorar. Con veintidós años, débil; acalorado, asustado, temeroso de reconocer que ni siquiera sabía quién o qué era… sin pasado, sin lengua, sin origen, sin libreta de direcciones, sin peine, sin lápiz, sin reloj, sin pañuelo de bolsillo, sin estera, sin cama, sin abrelatas, sin una postal descolorida, sin jabón, sin llave, sin bolsa de tabaco, sin ropa interior sucia y sin nada nada que hacer… sólo tenía una certeza: la incontrolada monstruosidad de sus manos. Se echó a llorar quedamente sentado en el bordillo de una pequeña ciudad del Medio Oeste preguntándose dónde estarían la ventana, y el río, y las tenues voces al otro lado mismo de la puerta…
A través de las lágrimas vio que los dedos ataban los cordones, cautelosamente al principio, rápidamente después. Los cuatro dedos de cada mano se fundieron con el tejido, se anudaron y empezaron a entrar y salir a través de los minúsculos ojales.
Cuando llegó el coche de la policía, Shadrack tenía un lacerante dolor de cabeza, que no pudo mitigar la tranquilidad que sintió cuando el policía le apartó las manos de lo que él consideraba un anudamiento permanente con los cordones de los zapatos. Le llevaron a la cárcel, detenido por vagancia y embriaguez, y le encerraron en una celda. Tumbado en el camastro, Shadrack sólo pudo quedarse mirando impotente el muro, paralizado por el dolor que sentía en la cabeza. Permaneció largo rato ahí echado, sufriendo, hasta que se dio cuenta de que estaba mirando unas letras pintadas que le ordenaban que se fuera a tomar por el culo. Examinó la frase y notó que empezaba a ceder su dolor de cabeza.
Como un rayo de luna que se desliza bajo una persiana, comenzó a tomar cuerpo una idea: su anterior deseo de verse la cara. Buscó un espejo, pero no había ninguno. Finalmente, manteniendo cuidadosamente las manos detrás de la espalda, se acercó a la taza del inodoro y miró dentro. El sol caía irregularmente sobre el agua y no pudo ver nada. Volvió al camastro, cogió la manta y se cubrió la cabeza en un intento de oscurecer el agua lo suficiente como para poder ver su reflejo. En el agua del inodoro vio una cara negra y seria. De un negro tan nítido, tan inequívoco, que le sorprendió. Tenía la tímida aprehensión de no ser real, de no existir en absoluto. Pero cuando se enfrentó con la indiscutible presencia de esa negritud, ya no deseó nada más. En su arranque de alegría, corrió el riesgo de dejar caer una punta de la manta y se miró las manos. Estaban quietas. Cortésmente quietas.
Shadrack se levantó y volvió al camastro, y allí se sumergió en el primer sueño de su nueva vida. Un sueño mucho más profundo que los narcóticos del hospital; más profundo que el corazón de las ciruelas; más seguro que las alas de un cóndor; más sereno que la curva de los huevos.
El sheriff contempló a través de los barrotes al joven de pelo crespo. Examinó los papeles de su prisionero y mandó llamar a un granjero. Cuando Shadrack se despertó, el sheriff le devolvió sus papeles y le condujo hasta la parte trasera de un carro. Shadrack subió y en menos de tres horas, ya que sólo se encontraba a treinta y cinco kilómetros de su ventana, de su tío y de sus tenues voces justo al otro lado de la puerta, estuvo de regreso en Medallion.
En la parte trasera del carro, sostenido por sacos de calabacines y montañas de calabazas, Shadrack inició una lucha que duraría doce días, una batalla para ordenar y situar las experiencias, asociadas a la necesidad de crear un espacio para el miedo como una forma de controlarlo. Conocía el olor de la muerte y le tenía pánico, porque no podía anticiparlo. Lo que le asustaba no era la muerte o el hecho de morir, sino lo inesperado de ambas cosas. Mientras intentaba encontrar una salida de todo ello, se le ocurrió que si se dedicase un día al año al asunto, todo el mundo podría quitárselo de encima y vivir el resto del tiempo seguro y sin problemas. Así fue como estableció el Día Nacional del Suicidio.
El tercer día de cada nuevo año atravesaba el Fondo bajando por Carpenter’s Road con un badajo y una cuerda de verdugo en la mano, para convocar a la gente y hacerles saber que ese día se les ofrecía la única oportunidad de suicidarse o de matarse entre sí.
Al principio, los habitantes de la ciudad tuvieron miedo; sabían que Shadrack estaba loco, pero eso no significaba que sus palabras no tuvieran sentido o, cosa aún más importante, que no tuvieran poder. Tenía una mirada tan enloquecida, el pelo tan largo y enmarañado, y hablaba con tanta autoridad y con la voz tan atronadora que en la primera celebración del Día Nacional del Suicidio, en 1920, causó pánico. La siguiente celebración, en 1921, provocó menos miedo aunque continuó preocupando. Para esa fecha, la gente ya había tenido ocasión de verle durante un año. Vivía junto al río, en una choza que había pertenecido a su abuelo, fallecido hacia ya tiempo. Los martes y los viernes vendía el pescado que había cogido por la mañana; el resto de la mañana se lo pasaba convertido en un borracho vocinglero, obsceno, divertido e insultante.
Pero nunca tocaba a nadie, nunca peleaba ni acariciaba. Cuando la gente comprendió los límites y la naturaleza de su locura, pudo en cierto modo integrarle en el panorama general de las cosas.
Luego, durante las siguientes celebraciones del Día Nacional del Suicidio, los adultos comenzaron a observarle desde detrás de las cortinas cuando hacía sonar su campana; un puñado de rezagados aceleraban el paso y los niños pequeños chillaban y echaban a correr. Los «piojosos» intentaron provocarle (aunque sólo tenía cuatro o cinco años más que ellos), pero pronto le dejaron, pues sus insultos eran zahirientemente personales.
Con el tiempo, la gente comenzó a prestar menos atención a esas celebraciones del 3 de enero, o mejor dicho, creían que no les prestaban atención, que el solitario desfile anual de Shadrack no provocaba en ellos ningún sentimiento o actitud. En realidad, habían dejado de prestar atención a la celebración por la sencilla razón de que ya la habían incorporado a su pensamiento, a su lenguaje, a sus vidas.
Una persona le decía a una amiga: «Desde luego tardaste mucho en parir a ese crío. ¿Cuánto tiempo estuviste de parto?»
Y la amiga le respondía: «Unos tres días. Los dolores me empezaron el Día del Suicidio y continuaron hasta el domingo siguiente. Nació un domingo. Todos mis chicos han nacido en domingo.»
Un enamorado le decía a su futura esposa: «Dejémoslo para después de Año Nuevo, en vez de casarnos antes. Me pagan el día de Nochevieja.»
Y su novia le contestaba: «Bueno, que no sea el Día del Suicidio. No tengo ganas de escuchar badajos mientras se esté celebrando la boda.»
La abuela de alguien afirmaba que sus gallinas siempre empezaban a poner huevos con doble yema inmediatamente después del Día del Suicidio.
Después, el reverendo Deal también terció en el asunto cuando declaró que las mismas personas que tenían el buen sentido de resistirse a la llamada de Shadrack luego se empeñaban en matarse a fuerza de beber o de correr detrás de las faldas. «Más les valdría hacerle caso a Shad y ahorrarle al Cordero el trabajo de la redención.»
Imperceptible, calladamente, el Día del Suicidio quedó incorporado al tejido de la vida en el Fondo de Medallion, Ohio.