1927
Los viejos bailaban con los niños. Los chiquillos con sus hermanas y las mujeres de iglesia, que miraban con malos ojos cualquier expresión física de alegría (excepto cuando obedecía a una orden de la mano de Dios), marcaban el compás con los pies. Alguien (el padre del novio, decían todos) había echado una jarra de medio litro de licor de caña en el ponche, con lo cual estaban alegres incluso los hombres que no habían salido disimuladamente por la puerta trasera para echar un trago y también las mujeres que no dejaban que les llegara a la sangre nada más fuerte que la malta. Un niñito permanecía de pie junto a la victrola dándole a la manivela y sonriendo mientras escuchaba cantar a Bert Williams Save a Little Dream for Me.
Hasta Helene Wright se había ablandado con la caña y recibía sin alterarse las excusas por las copas derramadas encima de la alfombra y no prestaba absolutamente la menor atención a los restos de pastel de chocolate abandonados en el brazo de su sofá de terciopelo rojo. El ramillete de rosas de té que llevaba prendido encima del pecho izquierdo se había desprendido del broche que lo sujetaba y colgaba cabeza abajo. Cuando su marido le señaló a los niños que jugaban a envolverse con las cortinas, se limitó a sonreír y dijo:
—Oh, déjalos que jueguen.
No sólo estaba un poquitín bebida, sino también cansada, y hacía semanas que se sentía así. La boda de su única hija —la culminación de cuanto ella misma había sido, pensado o hecho en el mundo— le había absorbido unas energías y un empuje que ni ella sabía que tuviera. Había tenido que limpiar a fondo la casa, desplumar pollos, cocinar pasteles y tartas, y se había pasado semanas cosiendo con sus amigas y su hija. Ahora todo se estaba haciendo realidad y bastó un poquitín de licor de caña para que las cuerdas de la fatiga se rompieran y le importasen un comino las cortinas blancas que había sujetado con alfileres sobre la tabla de planchar sólo la mañana antes. Cuando terminara ese día, tendría toda una vida para dar vueltas por la casa y reparar los destrozos.
Una boda de verdad, en una iglesia, con una auténtica recepción después, era algo raro entre las gentes del Fondo. Costoso, para empezar; y la mayoría de los novios acudían simplemente al juzgado, si no eran remilgados, o llamaban al predicador para que les dijera unas palabras, si lo eran. El resto sencillamente se «juntaban». No se mandaban invitaciones. Era una formalidad innecesaria. La gente simplemente iba a verlos, llevándoles un regalo, si lo tenían; sin llevar nada, si no lo tenían. Fuera de quienes trabajaban en las casas del valle, la mayoría no había asistido nunca a una boda por todo lo alto; sencillamente suponían que debía ser bastante parecida a un funeral, con la diferencia de que después no sería necesario recorrer a pie todo el camino hasta el cementerio de Beechnut.
Esa boda ofrecía un atractivo especial, pues el novio era un hombre guapo y apreciado: el tenor del cuarteto masculino de Monte Sión, que gozaba de una fama envidiable entre las chicas y aceptable entre los hombres Se llamaba Jude Green, y entre las ocho o diez chicas que acudían regularmente a los servicios para oírle cantar había preferido a Nel Wright.
En realidad, no tenía previsto casarse. Entonces tenía veinte años y, aunque su trabajo de camarero en el Hotel Medallion era una bendición para sus padres y sus otros siete hijos, no ganaba ni mucho menos lo suficiente como para mantener a una esposa. Mencionó el tema por primera vez el día en que empezó a correr la voz de que iban a construir en la ciudad una nueva carretera, asfaltada, que atravesaría todo Medallion y bajaría hasta el río, donde iban a levantar un magnifico puente nuevo que comunicaría Medallion con Porter’s Landing, la ciudad del otro lado. La guerra había terminado y todavía se respiraba una falsa prosperidad. En un estado de euforia, con ansias de creciente expansión, el consejo de padres fundadores puso sus miras en un futuro que sin duda incluiría los intercambios comerciales entre las ciudades de ambas orillas del río. Unas ciudades que necesitaban algo más que una balsa para trasladar a los comerciantes hasta Medallion. Ya habían empezado las obras de la Carretera Nueva del Río (la ciudad siempre tuvo intención de darle otro nombre, un nombre magnífico, pero diez años después, cuando abandonaron el proyecto del puente en favor de un túnel, seguía llamándose Carretera Nueva del Río).
Jude había bajado con algunos otros jóvenes negros hasta el cobertizo donde contrataban a los trabajadores. Tres viejos de color ya habían sido contratados, pero no para trabajar en la carretera sino sólo para las tareas de limpieza, la distribución de la comida y otros pequeños recados. Eran viejos casi inútiles, que no servían prácticamente para otra cosa, y todo el mundo se alegró de que los cogiesen; sin embargo, era una vergüenza ver a esos blancos riéndose con los abuelos mientras rehuían a los jóvenes negros que habrían sido capaces de despanzurrar esa carretera. Hombres como Jude, capaces de trabajar de verdad. El propio Jude ansiaba más que nadie que le cogiesen. No sólo por la buena paga sino, sobre todo, por el trabajo en sí. Quería blandir el pico o arrodillarse para tensar el hilo o palear la grava. Sus brazos anhelaban un esfuerzo más pesado que el de transportar bandejas, el contacto con algo más sucio que las mondaduras; sus pies querían calzar los gruesos zapatones de trabajo, no los zapatos negros de suela fina que exigían en el hotel. Y por encima de todo, deseaba compartir la camaradería de los peones camineros: las ollas del almuerzo, los gritos, el movimiento físico que acabaría produciendo resultados reales, algo que podría mostrar. «Yo construí esa carretera», podría decir. Cuánto más agradable seria la caída del sol comparada con el final de una jornada de trabajo en el restaurante, donde los resultados se medían por el número de platos sucios y el peso del cubo de la basura. «Yo construí esa carretera.» La gente pisaría durante años el producto de su sudor. Puede que un martillo pilón le aplastara el pie y, cuando le preguntasen por qué cojeaba, podría decir: «Fue mientras construía la Carretera Nueva.»
Fue cuando estaba lleno de esos sueños y su cuerpo ya sentía el roce de las ásperas ropas de trabajo y sus manos ya se curvaban para adaptarse al mango del pico que le habló de matrimonio a Nel. Ella pareció receptiva a la idea, aunque no se mostró exactamente ansiosa. Después de pasarse seis días seguidos haciendo cola y de presenciar cómo el jefe de la cuadrilla seleccionaba a los chicos montañeses de Virginia de flacos brazos, y a los griegos e italianos de grueso cuello de toro y de oír decir una y otra vez: «Nada más por hoy. Vuelve mañana»; por fin captó el mensaje. Y fue la rabia, la rabia y la decisión de desempeñar un papel de hombre a pesar de todo, lo que le impulsó a presionar a Nel para que se decidiese. Necesitaba satisfacer alguno de sus apetitos, verse reconocido en alguna posición de adulto pero, sobre todo, quería que alguien se interesase por su dignidad ofendida y se la tomase muy en serio. Lo suficiente como para abrazarle, lo suficiente como para mecerle y para preguntarle: «¿Cómo te sientes? ¿Estás bien? ¿Quieres un café?» Y si quería ser un hombre, esa persona no podía seguir siendo su madre. Escogió a la chica que siempre había sido amable, que nunca había parecido ansiosa por casarse; con la cual todo el proyecto aparecería como idea suya, como su conquista. Cuanto más pensaba en el matrimonio, más atractivo le resultaba. Cualquiera que fuese su suerte, cualquiera que fuese la prenda que le tocase vestir, siempre tendría un pespunte, un repliegue que ocultada los bordes deshilachados; una persona dulce, trabajadora y leal que le daría cobijo. Y, a cambio, él la protegería, la amaría, envejecería a su lado. Sin esa persona, sería un camarero que se pasaba el día en la cocina, como una mujer. Con ella, sería el jefe de una familia obligado por la necesidad a desempeñar un trabajo poco satisfactorio. La suma de los dos daría un Jude.
Su temor de que los anhelos frustrados de trabajar en la construcción de la carretera la desanimasen no se vieron confirmados. La indiferencia de Nel ante sus insinuaciones de matrimonio se desvaneció en cuanto descubrió su dolor. Jude vio cómo su persona tomaba forma ante los ojos de ella. Realmente quería ayudarle, consolarle, y ¿sería verdad lo que había dicho Ajax en el salón de billar del Uno y Medio? Que «todo lo que buscan, tío, es su propio sufrimiento. Pídeles que mueran por ti y serán tuyas para toda la vida».
Tuviese o no razón en general, Ajax acertó en el caso de Nel. Con la excepción de alguna actitud de mando dirigida a Sula, estaba totalmente desprovista de agresividad. Sus padres habían conseguido reducir a un fulgor mortecino cualquier posible indicio de chispa o vigor. Sólo con Sula había dado rienda suelta esas cualidades, pero su amistad era tan estrecha que a ellas mismas les costaba distinguir los pensamientos de cada una. Durante toda su infancia, el único respiro que había tenido Nel frente a sus severos y poco efusivos padres había sido Sula. Cuando Jude empezó a rondarla, se sintió halagada —les gustaba a todas las chicas— y Sula intensificó el placer que le procuraban sus atenciones, por la sencilla razón de que siempre quería que Nel destacase. Nunca se habían peleado, esas dos, por cuestiones de chicos, como les ocurre a algunas muchachas, y tampoco competían entre ellas por sus atenciones. En aquel tiempo, un cumplido dirigido a una de ellas era un cumplido para la otra, y la crueldad hacia una constituía un desafío para la otra.
La respuesta de Nel ante la vergüenza y la indignación de Jude la separó de Sula. Y esa nueva sensación que le provocaba el hecho de ser necesitada por alguien que la veía como una individualidad fue superior a su amistad. Ni siquiera sabía que tuviera una nuca hasta que Jude se fijó en ella, o que su sonrisa fuese algo más que la separación de sus labios hasta que él vio en ella un pequeño milagro.
Sula estaba igualmente entusiasmada con el casamiento. Le parecía la actividad perfecta para cuando hubieran terminado la enseñanza básica. Quería ser dama de honor. Sin ninguna otra. Y alentó a la señora Wright a que no se olvidase de ningún detalle, hasta el extremo de pedirle prestada la ponchera de Eva. De hecho, se encargó de resolver la mayoría de los pormenores con gran eficiencia, aprovechándose de la circunstancia de que casi todo el mundo anhelaba complacerla, puesto que hacía pocos años que había muerto su madre y todavía recordaban la expresión de agonía de la cara de Hannah y la sangre en la de Eva.
Y así fue como se bailó en el Fondo el segundo sábado de junio; se bailó en la boda en la que todo el mundo cayó en la cuenta por primera vez de que, aparte de sus magníficos dientes, los Deweys ya no crecerían. Hacía años que medían un metro diez y, aunque poco corriente, su estatura no era insólita. Lo comprendieron al comprobar que, mentalmente, seguían siendo niños. Traviesos, astutos, introvertidos y absolutamente no domesticados, sus juegos e intereses no habían cambiado desde que Hannah los inscribiera a todos juntos en el primer curso escolar.
Nel y Jude, que habían sido el centro de atención durante toda la boda, finalmente quedaron olvidados cuando la recepción se transformó en baile, comida, chismorreo, terreno de juegos y nido de amor. Por primera vez en todo el día, se relajaron y se miraron, y lo que vieron les gustó. Se pusieron a bailar, abriéndose paso entre los demás, y ambos concentraron sus pensamientos en la noche que se aproximaba a grandes pasos. Habían alquilado una habitación en casa de una de las tías de Jude (desafiando las protestas de la señora Wright, que tenía habitaciones de sobra, pero Nel no quería hacer el amor con su marido en casa de su madre) y empezaban a estar impacientes por encontrarse allí.
Como si leyera sus pensamientos, Jude se inclinó y le susurró:
—Yo también.
Nel sonrió y recostó la mejilla en su hombro. El velo que llevaba era demasiado grueso como para permitirle sentir en toda su intensidad el beso que él le estampó en la cabeza. Cuando levantó la mirada hacia él en busca de una última confirmación tranquilizadora, divisó a través de una puerta abierta una delgada figura vestida de azul que se alejaba por el sendero, con pasos apenas ligeramente jactanciosos, en dirección a la carretera. Con una mano se sujetaba el gran sombrero para que la cálida brisa de junio no se lo arrancase de la cabeza. Incluso vista de espaldas, Nel supo que era Sula y que sonreía; que, debajo de su elasticidad, una parte de ella lo estaba observando todo, divertida. Tardarían diez años en volver a verse y su encuentro estaría rodeado de pájaros.