1922
Hacía demasiado fresco para un helado. El viento de las colinas arremolinaba el polvo y los envoltorios vacíos de Camel alrededor de sus tobillos. Les aplastaba los vestidos contra los pliegues del trasero y después les levantaba las faldas para espiarles la ropa interior de algodón. Iban camino de la Dulcería de Edna Finch, una heladería con una clientela respetable, un lugar donde hasta los niños podían sentirse a gusto, ya saben, a pesar de que estaba justo al lado del Asador de Reba y apenas a una manzana del Salón de billar del Uno y Medio. Se alzaba en la curva de Carpenter’s Road, la calle que ofrecía en sus cuatro manzanas todos los entretenimientos disponibles en el Fondo. Los hombres, viejos y jóvenes, se instalaban delante del Teatro Elmira, del Palacio de la Cosmetología de Irene, del salón de billar, del asador y de las restantes empresas comerciales poco boyantes que flanqueaban la calle. Acomodados en los umbrales, en los porches, sobre cajas vacías y sillas rotas, se paladeaban los dientes a la espera de que apareciera algún pasatiempo. Cada persona que pasaba, cada coche, cada alteración de la situación atraía su atención y era motivo de comentario. Se fijaban, sobre todo, en las mujeres. Cuando se acercaba una, los hombres mayores se levantaban ligeramente el sombrero; los más jóvenes, abrían y cerraban los muslos. Pero todos, independientemente de su edad, seguían con interés su figura hasta que desaparecía.
Nel y Sula atravesaron ese valle de ojos, heladas por el viento y acaloradas por el sofoco de las miradas apreciativas. Los viejos contemplaron sus piernas rectas como varas, deteniendo la mirada en los tendones de las pantorrillas, y recordaron viejos pasos de baile que no habían ejecutado en veinte años. Y movieron los labios con una lujuria que la edad había trocado en gentileza, como intentando evocar el sabor del sudor joven sobre la piel prieta.
«Carne de lechón.» Las palabras estaban en la mente de todos. Y uno de ellos, uno de los jóvenes, las pronunció en voz alta. Bajito, pero en tono rotundo, y era imposible no captar el cumplido. Se llamaba Ajax, un asiduo de la sala de billar, de veintiún años con una belleza inquietante. Grácil y de movimientos económicos, era, a causa de su lenguaje magníficamente vulgar, blanco de la envidia de los hombres de todas las edades. De hecho, raras veces blasfemaba, y los epítetos que escogía eran poco llamativos, inocuos incluso. Su reputación procedía de la manera en que articulaba las palabras. Cuando decía «rapidez», hacía vibrar la r y conseguía un impacto mayor que el blasfemador con más inventiva de la ciudad. Sabía decir «mierda» con un tono ofensivo imposible de imitar. Por eso, cuando dijo «carne de lechón» al paso de Nel y Sula, ellas ocultaron los ojos temerosas, no fuera que alguien detectara su satisfacción.
En realidad, no era el helado de Edna Finch lo que les hacía afrontar la tensión de esas miradas de pantera. Años después, sus propios ojos refulgirían al evocar, con la mano en la barbilla, las sonrisas de oruga, las pelvis en cuclillas, las piernas como rieles a horcajadas sobre las sillas rotas. Los pantalones color crema con una simple costura que indicaba el lugar donde yacía enroscado el misterio. Esas suaves entrepiernas color vainilla las invitaban; las gabardinas amarillo limón les hacían señales.
Avanzaban hacia la heladería como equilibristas sobre una cuerda floja, tan cautivadas por la posibilidad de un resbalón como por el mantenimiento de la tensión y el equilibrio. La más leve mirada de reojo, el más ínfimo tropezón de los dedos del pie, podía arrojarlas entre esas caderas cremosas abiertas para acogerlas. En algún lugar, debajo de toda esa delicadeza, encerrado tras esa pulcritud, yacía lo que hacía cuajar sus sueños.
Y era muy pertinente que así fuera, puesto que las dos se habían conocido inicialmente a través de sus sueños. Mucho antes de que se inaugurara la Dulcería de Edna Finch, antes incluso de desfilar por los pasillos color chocolate de la escuela primaria Garfield para salir al patio y encontrarse cara a cara, mirándose entre las cuerdas del único columpio desocupado («Cógelo.» «No. Cógelo tú.»), ya se habían conocido en medio del delirio de sus ensueños del mediodía Eran dos niñitas solitarias embriagadas por la profundidad de un aislamiento que las precipitaba hacia visiones en technicolor que siempre incluían una presencia, alguna otra persona capaz de compartir, con igual intensidad que la soñadora, el placer del sueño. Cuando Nel, que era hija única, se sentaba en la escalera del porche trasero envuelta en el gigantesco silencio de la increíblemente ordenada casa de su madre, con la pulcritud apuntándole a la espalda, se concentraba en los álamos y se entregaba con facilidad a una visión de ella misma tendida en un lecho de flores, enredada en la maraña de sus propios cabellos, mientras aguardaba la llegada de un príncipe valiente. Él se aproximaba sin acabar de llegar jamás. Pero siempre tenía a su lado, contemplando el sueño con ella, un par de sonrientes ojos comprensivos. Una persona tan interesada como ella en la caída de su imaginario cabello, en el espesor del colchón de flores, en las mangas de tul abrochadas bajo los codos con puños recamados de oro.
De igual modo, Sula, que también era hija única, aunque vivía embutida en una casa inmersa en un palpitante desorden, permanentemente sacudida por la presencia de cosas, personas, voces y el ruidoso cerrar de puertas, se pasaba horas en la azotea, detrás de un rollo de linóleo, galopando por su propia imaginación montada en un caballo blanco y gris con un dulce sabor en la boca y oliendo a rosas, bajo la mirada de otra persona que compartía tanto el sabor como la sensación de velocidad.
Así, cuando se vieron por primera vez, primero en los pasillos color chocolate y después entre las cuerdas del columpio, sintieron la confianza y la desenvoltura propias de las viejas amigas. Porque una y otra habían descubierto, años antes, que no eran ni blancas ni varones, y que toda libertad y todo triunfo les estaban vedados, y ambas habían decidido crearse otra forma de ser. Su encuentro fue afortunado, pues les permitió apoyarse una en la otra para crecer. Hijas de madres distantes y de padres incomprensibles (el de Sula porque estaba muerto; el de Nel porque no estaba), encontraron en la mirada de la otra la intimidad que estaban buscando.
Nel Wright y Sula Peace tenían doce años en 1922; las dos eran delgadas como espoletas y de trasero desenvuelto. Nel tenía el color del papel de lija húmedo, justo lo bastante oscuro como para salvarse de los golpes de los pura sangre negros como el carbón y del desdén de las viejas que se preocupaban por cosas como las malas mezclas y sabían que una mula y un mulato compartían los mismos orígenes. De haber tenido la piel sólo un poquitín más clara, habría necesitado la protección de su madre para ir a la escuela o bien una dosis de agresividad para defenderse. Sula era de un espeso color chocolate con grandes ojos tranquilos, sobre uno de los cuales exhibía una mancha de nacimiento que recordaba una rosa con su tallo y que se extendía desde el centro del párpado hacia la ceja. Eso dotaba a su cara, por lo demás corriente, de una tensión contenida y una amenaza de filo azul como la de la cicatriz queloide del hombre afeitado que a veces jugaba a las damas con su abuela. La mancha de nacimiento se oscurecería con los años, pero entonces tenía el mismo color que sus ojos jaspeados de oro, que conservaron siempre la persistencia y la limpidez de la lluvia.
Su amistad fue tan intensa como repentina. Encontraron solaz en sus mutuas personalidades. Aunque ambas eran criaturas desdibujadas, informes, Nel parecía más fuerte y más consciente que Sula, de quien prácticamente no cabía esperar que mantuviera ninguna emoción durante más de tres minutos seguidos. Sin embargo, hubo una ocasión en que sí mantuvo la misma actitud durante semanas, pero en defensa de Nel.
Cuatro adolescentes blancos, hijos de una familia irlandesa recién llegada, a veces mataban las tardes molestando a los colegiales negros. Con zapatos que les apretaban y pantalones cortos de lana que les dejaban círculos rojos en las pantorrillas, habían llegado al valle con sus padres, tan convencidos como éstos de que se trataba de una tierra prometida, verde y ansiosa de darles la bienvenida. Se encontraron con un acento extraño, un intenso temor a su religión y una firme resistencia a sus tentativas de encontrar trabajo. Los residentes de más edad de Medallion les menospreciaban, con una sola excepción. Esta excepción era la comunidad negra. Aunque algunos de los negros ya vivían en Medallion antes de la guerra civil (el pueblo ni siquiera tenía nombre entonces), el odio que pudieran sentir por esos recién llegados carecía de importancia, puesto que no se manifestaba. De hecho, provocarles era la única actividad en la que coincidían todos los residentes protestantes blancos. En parte, sólo consiguieron asegurarse un espacio en ese mundo cuando se hicieron eco de la actitud de los antiguos residentes hacia los negros.
Esos mismos muchachos cogieron a Nel una vez y la zarandearon pasándosela de uno a otro hasta que se hartaron de ver su impotente cara asustada. Debido a ese incidente, el camino que seguía Nel para regresar a casa desde la escuela adquirió un curso complicado. Consiguió eludirlos durante semanas, y lo mismo hizo Sula después, hasta que un frío día de noviembre sugirió:
—Volvamos a casa por el camino más corto.
Nel parpadeó, pero accedió. Subieron calle arriba hasta llegar a la curva de Carpenter’s Road, donde encontraron a los chicos recostados en un pozo en desuso. Ellos avistaron a su presa y se adelantaron displicentemente como si todos sus pensamientos estuvieran puestos sólo en el cielo gris. Controlando con dificultad sus sonrisas burlonas, formaron una barrera a través del camino. Cuando las niñas estuvieron a un metro de ellos, Sula metió la mano en el bolsillo de su abrigo y sacó el cuchillo de pelar fruta de Eva. Los muchachos se quedaron secos, se miraron y renunciaron a toda pretensión de inocencia. La cosa iba a ser más interesante de lo que suponían. Las niñas iban a intentar resistirse y defenderse; además, con un cuchillo. Tal vez podrían coger a una por la cintura, o arrancarle una lágrima…
Sula se puso en cuclillas en medio del camino de tierra y lo dejó todo en el suelo: su fiambrera, su libro de lectura, sus guantes y su pizarra. Blandiendo el cuchillo en la mano derecha, acercó la pizarra hacia ella y apretó el índice izquierdo contra el marco. Su decisión era firme pero imprecisa. Sólo consiguió cortarse la punta del dedo. Los cuatro chicos se quedaron mirando boquiabiertos la herida y el jirón de carne que asomaba como un champiñón entre la sangre color cereza que empezaba a acumularse en las esquinas de la pizarra.
Sula levantó la mirada hacia ellos y habló con voz serena:
—Si soy capaz de hacerme esto yo misma, ¿qué creéis que os haré a vosotros?
El polvo agitado fue lo único que le indicó a Nel que los chicos estaban retrocediendo; tenía la mirada fija en la cara de Sula, quien parecía encontrarse a muchos kilómetros de allí.
Pero no se caracterizaban por su dureza, sino por su espíritu aventurero y por una perversa determinación de explorar cuanto les llamaba la atención, desde los pollos tuertos que se paseaban pisando fuerte por el terreno acotado de sus gallineros hasta los dientes de oro del señor Buckland Reed; desde el rumor de las sábanas agitadas por el viento hasta las etiquetas de las botellas de vino de Tar Baby. Y no establecían ninguna prioridad. Podían abandonar la contemplación de una pelea con peligrosas navajas, distraídas por el glorioso olor del alquitrán caliente que vertían los peones camineros doscientos metros más allá.
En el seguro resguardo de su mutua compañía, podían permitirse renunciar a los hábitos de los demás para concentrarse en su propia visión de las cosas. Cuando la señora Wright le recordaba a Nel que debía tirarse de la nariz, ella le obedecía con entusiasmo pero sin la menor esperanza.
—Mientras estás ahí sentada, tírate un poquito de la nariz, cariño.
—Me duele, mamá.
—¿No quieres tener una nariz bonita cuando seas mayor?
Después de conocer a Sula, Nel empezó a esconder la pinza de la ropa debajo de las mantas en cuanto se acostaba. Y aunque tenía que seguir sufriendo el odiado peine caliente todos los sábados por la noche, sus consecuencias —una melena lisa— dejaron de interesarle.
Unidas en una mutua admiración, contemplaban el desarrollo de cada día como si se tratase de una película programada para su diversión. El nuevo tema que estaban descubriendo eran los hombres. Y así empezaron a encontrarse regularmente, sin haberlo previsto siquiera, para bajar hasta la Dulcería de Edna Finch al final de la calle, a pesar de que todavía hacía demasiado frió para comer helados.
Luego llegó el verano. Un verano renqueante bajo el peso de la floración: pesados girasoles lloraban inclinados sobre las vallas; los iris se enroscaban y se resecaban por los bordes, lejos de sus corazones morados; las mazorcas de maíz dejaban caer sus melenas doradas alrededor de sus tallos. Y los chicos. Los guapos, guapísimos chicos que salpicaban el paisaje como piedras preciosas, rompían el aire con sus gritos en el campo y espesaban el río con sus relucientes espaldas húmedas. Hasta sus pisadas dejaban una estela de olor a humo detrás.
Fue ese verano, el verano de sus doce años, el verano de los guapos chicos negros, cuando se volvieron recatadas, temerosas y atrevidas, todo a la vez.
En ese inestable estado de ánimo, Sula y Nel se paseaban descalzas por el Fondo en el mes de julio, a la caza de travesuras. Decidieron bajar al río, el lugar donde a veces nadaban los chicos. Nel se quedó esperando en el porche de la casa de Carpenter’s Road, 7, mientras Sula entraba para ir al lavabo. Al subir por la escalera, pasó por delante de la cocina donde Hannah estaba sentada con dos amigas, Patsy y Valentine. Las dos mujeres se abanicaban y miraban cómo Hannah trabajaba una masa, mientras las tres charlaban despreocupadamente de esto y lo otro, y, cuando Sula pasó por allí, habían llegado al tema de los problemas de educar a los hijos.
—Son una lata.
—Sí. Ojalá hubiera escuchado a mamá cuando me dijo que no los tuviera demasiado pronto.
—Oh, no sé. Mi Rudy obedece a su padre. Conmigo se porta como un salvaje. Tendré una alegría cuando haya crecido y se vaya.
Hannah sonrió y dijo:
—Cállate. Adoras el suelo donde ha meado.
—Claro que sí. Pero sigue siendo una lata. Es imposible no querer a un hijo. No importa lo que haga.
—Bueno, Hester ya es mayor ahora y no puedo decir que sienta exactamente cariño por ella.
—Claro que sí. La quieres igual que yo quiero a Sula. Sólo que no me gusta. Esa es la diferencia.
—Supongo que tienes razón. Que a una le gusten, ya es otra cosa.
—Ya lo creo. Son personas distintas, ¿sabes…?
Oyó sólo las palabras de Hannah y esa declaración la hizo subir corriendo la escalera. Desconcertada, se detuvo junto a la ventana y empezó a manosear el borde de la cortina, consciente de una picazón en los ojos. La llamada de Nel ascendió hasta ella y entró por la ventana, arrancándola de sus negros pensamientos para devolverla a la intensa, calurosa luz del día.
Hicieron casi todo el trayecto corriendo.
Se dirigieron hacia la parte ancha del río donde los árboles se agrupaban en familias y oscurecían el suelo a sus pies. Dejaron atrás a un grupo de chicos que estaban nadando y tonteando en el agua, sus palabras envueltas en risas.
Corriendo bajo el sol, creándose su propia brisa, que les pegaba los vestidos contra la piel húmeda. Cuando llegaron a un rectángulo formado por cuatro árboles con las hojas enlazadas que prometían frescor, se dejaron caer sobre la sombra cuadrada para paladear el sudor sobre sus labios y contemplar el desenfreno que se había apoderado de ellas tan de repente. Se tumbaron sobre la hierba, con las frentes casi tocándose, con los cuerpos que apuntaban en direcciones contrarias y formaban un ángulo de 180º. Sula había recostado la cabeza sobre un brazo, con una trenza deshecha enroscada alrededor de la muñeca. Nel se apoyaba sobre los codos y retorcía largas briznas de hierbas entre los dedos. Debajo de los vestidos, su carne se contraía temblorosa con el intenso frescor; sus pequeños pechos justo empezaban a causarles una cierta incomodidad cuando se tumbaban boca abajo.
Sula levantó la cabeza y se unió al jugueteo de Nel con la hierba. Acompasadamente, sin que sus miradas se encontrasen ni un instante, comenzaron a acariciar las briznas de hierba arriba y abajo, arriba y abajo. Nel encontró una ramita gruesa y empezó a arrancarle la corteza con la uña hasta dejarla desnuda, reducida a una suave, cremosa inocencia. Sula miró a su alrededor y también localizó una. Cuando hubieron desnudado las dos ramas, Nel pasó con desenvoltura a la fase siguiente y comenzó a arrancar las hierbas de raíz hasta dejar al descubierto un trozo de tierra. Cuando tuvieron despejado un generoso claro, Sula se puso a trazar allí intrincados dibujos con su ramita. Al principio, Nel se contentó con imitarla. Pero pronto empezó a impacientarse y a hundir rítmicamente y con fuerza la ramita en el suelo, abriendo un liso agujerito que se ensanchaba y se hacía más hondo con cada ligera manipulación del palito. Sula la imitó y, al poco rato, cada una había excavado un agujero del tamaño de una taza. Nel intensificó el esfuerzo y, de rodillas, empezó a retirar con cuidado la tierra que sacaba a medida que iba ahondando su hoyo. Continuaron trabajando al unísono hasta que los dos hoyos se confundieron en uno. Cuando la depresión alcanzó el tamaño de un pequeño fregadero, a Nel se le rompió la rama. Con un gesto de disgusto tiró los trozos dentro del hoyo; Sula hizo otro tanto con los suyos. Nel encontró una tapa de botella y también la arrojó dentro. A continuación, las dos era empezaron a buscar desperdicios para tirarlos al hoyo: papeles, pedacitos de vidrio, colillas de cigarrillos, hasta tener allí reunidos todos los pequeños desechos que consiguieron encontrar. Con cuidado, volvieron a llenar el hoyo de tierra y recubrieron toda la sepultura con hierbas arrancadas.
Ninguna de las dos había pronunciado ni una palabra.
Se levantaron, se desperezaron y, después, pasearon la mirada sobre la veloz y monótona superficie del agua, presas de inconfesables agitación e inquietud. En el mismo instante, cada una oyó unas pisadas sobre la hierba. Un niñito con unos calzoncillos demasiado grandes para él se acercaba desde la parte baja de la margen del río. Al verlas, se detuvo y se hurgó la nariz con un dedo.
—Tu mamá no te ha dicho que no comas mocos, Pollo —le gritó Nel haciendo bocina con las manos.
—Cállate —dijo él, sin sacarse el dedo de la nariz.
—Ven aquí y repite eso.
—Déjalo tranquilo, Nel. Ven, Pollo, y te mostraré una cosa.
—No.
—¿Tienes miedo de que te quitemos tu pilila?
—Déjalo, te he dicho. Ven, Pollo. Mira. Te ayudaré a subirte a un árbol.
Pollo miró el árbol que le indicaba Sula, un alto abedul de doble copa con las ramas bajas y muchas horcas donde sentarse.
Se acercó despacito hasta ella.
—Ven, Pollo. Te ayudaré a subir.
Todavía con el dedo en la nariz y con los ojos muy abiertos, el niño se acercó hasta ellas. Sula le cogió la mano y le animó a seguirla. Cuando llegaron al pie del abedul, lo subió hasta la primera rama y le dijo:
—Sigue subiendo. Sigue subiendo. Yo te sostengo.
Trepó detrás del niño, sosteniéndolo con la mano y, cuando lo necesitaba, con sus palabras tranquilizadoras. Cuando ya no pudieron subir más, Sula le indicó la otra orilla del río.
—¿Ves eso? Te apuesto a que nunca habías visto hasta tan lejos, ¿verdad?
—Uhuh.
—Ahora mira ahí abajo. —Los dos se inclinaron un poco y se asomaron entre las hojas para mirar a Nel, que intentaba localizarlos desde abajo. Desde ahí arriba se la veía pequeña y achaparrada.
Pollo Little se rió.
—Será mejor que bajéis, si no queréis romperos la crisma —gritó Nel.
—No pienso bajar nunca más —replicó a gritos el niño.
—Sí, será mejor que bajemos. Vamos, Pollo.
—No. Suéltame.
—Si, Pollo, venga, abajo.
Sula le tiró suavemente de la pierna.
—Suéltame.
—Está bien, quédate. —Y empezó a bajar.
—¡Espera! —chilló él.
Sula se detuvo y juntos fueron descendiendo lentamente hasta el suelo.
Pollo continuaba extasiado.
—He estado ahí arriba, ¿a que sí? ¿A que sí? Cuando se lo cuente a mi hermano.
Sula y Nel empezaron a imitarle:
—Cuando se lo cuente a mi hermano, cuando se lo cuente a mi hermano.
Sula le cogió por las manos y le hizo dar vueltas levantándolo del suelo. Sus pantalones cortos se hincharon como un globo y sus gritos de miedo y alegría asustaron a los pájaros y a los gordos saltamontes. Cuando se escurrió de sus manos y salió volando por encima del agua, todavía siguieron escuchando el gorgoteo de su risa.
El agua se oscureció y cubrió rápidamente el lugar donde se había hundido Pollo Little. Sula contempló el punto donde se había cerrado el agua, sintiendo todavía la presión de sus deditos duros y apretados en las palmas de las manos. Esperaban verle volver a salir, riendo. Las dos niñas se quedaron mirando el agua.
La primera que habló fue Nel.
—Alguien lo ha visto. —En la orilla opuesta apareció brevemente una figura.
La única casa que había allí era la de Shadrack. Sula miró a Nel. El terror le ensanchaba las fosas nasales. ¿Lo habría visto?
El agua parecía tan tranquila otra vez. Sólo se veía el sol ardiente y la reciente ausencia de alguna cosa. Sula se cogió la cara entre las manos un instante; después, dio media vuelta y echó a correr hacia el puentecito de tablas que cruzaba el río hasta la casa de Shadrack. No había sendero. Diríase que ni Shadrack ni ninguna otra persona pasaba nunca por allí.
Corrió deprisa y con determinación, pero cuando estuvo cerca de los tres escalones que conducían hasta su porche el miedo le atenazó el estómago y sólo la reciente ausencia de alguna cosa al otro lado del río le dio fuerzas para subir los tres peldaños y llamar a la puerta.
Nadie contestó. Sula dio media vuelta para emprender el regreso, pero volvió a recordar la tranquilidad del río. Shadrack estaría allí dentro, escondido al otro lado de la puerta, preparado para saltar sobre ella. Sin embargo, no podía volverse atrás. Empujó la puerta muy suavemente con la punta de los dedos y sólo oyó el gemido de los goznes. Un poco más. Y se encontró dentro. Sola. La pulcritud, el orden la sorprendieron, pero todavía resultaba más asombrosa la sensación de sosiego. Todo era tan diminuto, tan corriente, tan poco amenazador. Tal vez no era la casa de Shad. El terrible Shad que se paseaba con el pene colgando fuera, que orinaba delante de las señoras y de las niñas, el único negro que podía maldecir a los blancos sin que le pasara nada, que bebía junto al camino directamente de la botella, que gritaba y se agitaba por las calles. ¿Esa casita? ¿Esa vieja encantadora casita? ¿Con su cama bien hecha? ¿Con su alfombra trenzada y su mesa de madera? Sula se detuvo en el centro del cuartito y la sorpresa le hizo olvidar qué la había llevado hasta allí. Hasta que un ruido junto a la puerta le hizo dar un brinco. Lo vio allí de pie, en el umbral, mirándola. No le había oído llegar y ahora la estaba mirando.
Con más vergüenza que miedo, Sula bajó los ojos. Cuando consiguió reunir el valor necesario para volver a mirarle, vio su mano apoyada sobre el marco de la puerta. Sus dedos dispuestos en un elegante arco apenas rozaban la madera, Tranquilizada y adelantada (ninguna persona con unas manos como ésas, ninguna persona con unos dedos que se arqueaban con tanta ternura sobre la madera sería capaz de matarla), Sula se deslizó por la otra puerta pasando por su lado y sintió girar su mirada tras ella.
Cuando llegó al borde del porche, reuniendo los últimos jirones de valor que habían empezado a abandonarla rápidamente, Sula se volvió una vez más a mirarle, para preguntarle… si había…
Él la estaba observando sonriente, con una gran sonrisa, cargada de lujuria y de anticipación del futuro. Asintió con la cabeza como respondiendo a una pregunta y dijo en tono agradablemente coloquial, un tono de mantequilla fresca:
—Siempre.
Sula bajó corriendo las escaleras y huyó a través del verdor y el sol ardiente para volver junto a Nel y al punto oscuro donde se había cerrado el agua. Una vez allí, rompió a llorar.
Nel la tranquilizó.
—Sst. Sst. Tranquila, tranquila. No lo has hecho a posta. No ha sido culpa tuya. Ssst. Ssst. Ven, vámonos, Sula. Ven, vámonos ya. ¿Estaba allí? ¿Lo había visto? ¿Dónde está la cinta de tu vestido?
Sula negó con la cabeza mientras se palpaba la cintura buscando la cinta.
Por fin se levantó y dejó que Nel se la llevara de allí.
—Ha dicho: «Siempre. Siempre.»
—¿Cómo?
Sula se tapó la boca mientras bajaban la colina. Siempre. Él había respondido a una pregunta que ella no le había hecho y la promesa le mordisqueaba los pies.
Entrada la tarde, un barquero, al clavar su pértiga para alejarse de la orilla, encontró el cuerpo de Pollo enredado entre rocas y algas; los pantalones cortos formaban un globo alrededor de sus piernas. Su primera intención fue dejarlo donde estaba, pero advirtió que se trataba de un niño, no de un viejo negro, como le había parecido primero, y pinchó el cuerpo con la pértiga, lo recogió con el salabardo y lo izó hasta la barca. Meneó la cabeza con desdén ante la idea de que hubiera padres capaces de ahogar a sus propias criaturas. Cuándo dejarán de ser estas gentes simplemente animales, aptos sólo para sustituir a las mulas, se preguntó, aunque las mulas, al menos, no se mataban entre ellas como hacían los negros. Metió a Pollo Little en un saco de arpillera y lo depositó junto a unas cajas de huevos y varios cajones de paño de lana. Luego, cuando ya se había sentado a fumar encima de una lata de manteca vacía, todavía enfrascado en sus cavilaciones sobre la maldición divina y la terrible carga de elevar a los hijos de Ham que pesaba sobre su propia especie, de pronto recordó sobresaltado que, con ese calor, el cuerpo desprendía un olor espantoso que podría impregnar el tejido del paño de lana que llevaba. Arrastró el saco lejos de allí y lo suspendió de un gancho por encima de la borda, dejando el cuerpo de Pollo mitad dentro y mitad fuera del agua.
Secándose al mismo tiempo el sudor del cuello, notificó el hallazgo al sheriff de Porter’s Landing, quien comentó que en su distrito no tenía ningún negro pero que, en las colinas del otro lado del río, por encima de Medallion, vivían unos cuantos. El barquero dijo que no podía volver hasta allí, que había nada menos que tres kilómetros de camino. El sheriff le dijo que por qué no volvía a tirarlo al agua. El barquero respondió que tendría que haber empezado por no sacarlo. Finalmente, consiguieron que el hombre que cruzaba dos veces al día el río con el ferry accediese a llevarlo por la mañana hasta el otro lado.
Ésa fue la razón de que durante tres días se desconociera el paradero de Pollo Little y de que su cuerpo no llegase a la funeraria hasta el cuarto día, cuando ya era irreconocible para prácticamente todos cuantos le habían conocido; incluso su madre en el fondo no estaba segura del todo, aunque tenía que ser él, puesto que nadie había conseguido encontrarlo. Su boca se cerró con fuerza al ver sus ropas encima de la mesa del sótano del depósito de cadáveres y volvió a abrirse de par en par al ver su cuerpo, y pasaron siete horas antes de que pudiera cerrarla y emitir el primer sonido.
Así que taparon la caja.
El coro juvenil, vestido de blanco, cantó Nearer My God to Thee y Precious Memories, con la mirada pegada a los libros de cánticos que no necesitaban, pero era la primera vez que sus voces actuaban en una ceremonia de verdad.
Nel y Sula no se cogieron de la mano ni se miraron durante el funeral. Se alzaba entre ambas una separación. Las piernas de Nel se habían vuelto de piedra y esperaban ver caer sobre ella en cualquier momento el dedo acusador del sheriff o del reverendo Deal. Aun a sabiendas de que no había «hecho nada», se sentía condenada y ajusticiada allí en el banco, dos filas por delante de sus padres, en la zona de los niños.
Sula sólo lloraba. Sin ruido ni sollozos ni suspiros, dejaba que las lágrimas fluyeran hasta su boca y se le escurrieran barbilla abajo, salpicándole la pechera del vestido.
Cuando el reverendo Deal se adentró en el sermón, las manos de las mujeres se desplegaron como alas de cuervo y se agitaron levantadas sobre sus sombreros. No escucharon todas sus palabras, sino sólo aquella palabra, frase o inflexión que a cada una le servía de puente entre ese acontecimiento y ellas mismas. Para algunas, era la expresión «Dulce Jesús». Y veían la mirada del Cordero y la víctima auténticamente inocente: ellas mismas. Reconocían a la criatura inocente que se escondía en un rincón de sus corazones, con una rebanada de pan con mantequilla y azúcar en la mano. La misma. La que habitaba debajo de su piel, en las profundidades de su cuerpo grueso, delgado, viejo, joven, y había sido lastimada por el mundo. O pensaban en su hijo recién muerto, y recordaban sus piernas cubiertas por los pantalones cortos y se preguntaban por dónde habría entrado la bala. O recordaban cuán sucia les pareció la habitación cuando su padre se marchó de casa y se preguntaban si también se había sentido así el delgado joven judío, el que para ellas era a la vez hijo y amante y en cuyo rostro apenas cubierto de vello veían las rebanadas de pan con mantequilla y azúcar y palpaban el sufrimiento más antiguo y más devastador que existe: no el sufrimiento de la infancia, sino su recuerdo.
Entonces, se levantaron de los bancos. Pues algunas emociones obligaban a estar de pie. Y hablaron, pues se sentían llenas y necesitaban manifestarse. Y balancearon los cuerpos, pues era preciso agitar las corrientes de dolor o de éxtasis. Y al pensar en toda esa vida y esa muerte que se alojaba en el pequeño ataúd cerrado, bailaron y gritaron, no como protesta contra la voluntad divina, sino en reconocimiento de ésta y para ratificar una vez más su convicción de que la única forma de escapar a la Mano de Dios es entregarse a ella.
Enterraron a Pollo Little en la parte de color del cementerio, entre su abuelo y una tía. Las mariposas entraban y salían revoloteando de los ramos de flores que habían retirado de encima del féretro y ahora yacían formando un pequeño montículo al lado de la fosa. Ya no hacía calor, pero ni una brisa agitaba la melena de los sauces.
Nel y Sula se detuvieron a una cierta distancia de la tumba; el espacio que las separaba en los bancos de la iglesia se había desvanecido. Se habían cogido de la mano y sabían que quedaría enterrado sólo el ataúd; la risa gorgoteante y la presión de los dedos sobre la palma de la mano permanecerían para siempre sobre la tierra. Al principio, allí de pie, sus manos se estrechaban con fuerza. Después, fueron aflojándose lentamente hasta que, durante el trayecto de regreso a casa, sus dedos quedaron tan levemente entrelazados como los de cualquier par de amiguitas que pasean por el camino un día de verano y se preguntan dónde se meten las mariposas en invierno.