Capítulo II
Desde el lejano horizonte se podía avistar un enorme velero de un negro tan opaco que podía perfectamente ser un trozo de noche que se había desprendido del cielo.
Éstas eran aguas templadas a las que una cálida brisa marina acompañaba, que a su vez ayudaba a ese oscuro guardacostas, que era adonde Art quería dirigirse, así que izó las velas de forma que se ajustaran al soplo del viento.
En el alcázar, inspeccionando a los ajetreados marineros, se encontraba una diminuta y esbelta figura. Tenía el pelo negro azabache y rizado, y los ojos verde esmeralda. ¿Era un chico o una chica?
Segundos después, esa figura habló. Era claramente una mujer de unos dieciocho años.
- Bien, señor Beast. Parece ser que el juego acaba de empezar.
- Sí, capitana -gruñó el señor Beast, quien era el primer oficial de cubierta.
Éste se parecía a una bestia, desgreñado y con facciones muy marcadas, vestido con los inconfundibles ropajes de un pirata y muy tenso por la acción que ahora se desencadenaría. Éstos eran verdaderos piratas.
La jovencita lanzó algo hacia el cielo que revoloteó hasta la cima del mástil principal, donde más tarde se aposentó con una mirada de sorpresa. No era un loro, era una paloma.
- ¿Ésta es la tan ansiada paloma? ¿Confías en él? -preguntó el señor Beast, quien no se refería a la paloma, mientras se hurgaba entre los dientes con una pequeña daga.
- No. Mi padre tampoco confiaría. Pero es nuestro.
Entonces, la joven le enseñó al señor Beast, a pesar de ser completamente consciente de que éste no sabía leer, un trozo de papel que la paloma mensajera había llevado hasta ellos, volando hábilmente por el camino más corto desde Port Mouth, en Inglaterra.
- Nunca -continuó el señor Beast aparentando haber leído el trozo de papel, aún sabiendo que ambos sabían que no podía-. Nunca confiaría en un traidor.
- Ni yo tampoco, Beastie. Pero a éste lo creo. He estado esperándolo -declaró la jovencita. Iba maravillosamente vestida con un abrigo de seda verde con joyas bordadas y con un sombrero de tres picos adornado con plumas de color verde. En el cinturón llevaba una abrazadera repleta de pistolas de plata cargadas, un alfanje y un par de cuchillos de mano, que también tenía guardados en recónditos lugares de su persona, y sus manos estaban a rebosar de anillos, no quedaba ni un solo dedo que no llevara como mínimo un anillo-. Mi padre -dijo- me enseñó muchas cosas. Confío en él, que supongo que quiere decir que confío en su recuerdo.
- ¡Golden Goliath! -exclamó Beast llevándose una de sus zarpas directamente al corazón, simulando un profundo respeto-. ¡El grandioso rey de los Siete Mares!
Así pues, esta jovencita era la hija de Golden Goliath, un célebre y verdadero pirata.
- Lo más importante de todo esto, Beastie, es que esa panda de actores de poca monta tienen en su poder el mapa. O una parte de él, aparentemente. Los bordes están quemados, o eso es lo que dice nuestro informante en su carta.
- Tesoros.
- Suficientes como para vivir como reyes por el resto de nuestras vidas.
- Golden Goliath siempre estuvo tras ese mapa.
- Lo sé, señor Beast. Pero jamás supimos con exactitud dónde se encontraba, ¿verdad? A pesar de que se quemó en su desdichado escenario, gracias a la explosión de un cañón, nunca supimos dónde estaba. Sabíamos que lo habrían escondido en algún teatro, pero ¿en cuál? Y no lo pudimos encontrar, a pesar de los insistentes y constantes esfuerzos de mi padre. Pero, por el más brillante acero, parece que ha vuelto a salir a la superficie. Y ella es quien lo tiene, la maldita hija de Molly.
Entonces, la jovencita de cabello negro se dio la vuelta y empezó a reírse a carcajadas de una forma realmente temible. Debajo, en la cubierta, toda su tripulación la saludó con la cabeza y comenzó a aplaudir, como aplaudían cualquier cosa que ella hiciese. Su padre, Golden Goliath, los había adiestrado de una forma maravillosamente cruel. Y ella, la glamurosa jovencita, era incluso peor que el mismísimo Golden Goliath.
- Pirática -dijo la hija de GG con un terrible desdén-, vamos a darles una lección, señor Beast.
En la cubierta principal, alguien tiró al azar hacia la paloma, pero falló.
Ofendido, el pájaro sobrevoló en busca de una percha más segura pues, a pesar de que estaba acostumbrado a este tipo de trato, sabía que sería un viaje muy largo hasta Inglaterra.
- Una cosa -dijo la bestia-, ¿crees que los chicos de Molly saben que ese mapa vale lo que vale? Aparte de nuestro traidor, por supuesto.
- Él no está del todo seguro, ni yo tampoco. Puede que lo sepan o que no, pero nosotros sí lo sabemos. Así que cambie el rumbo, señor Beast, hacia las Azules Indies, concretamente a la isla Own Accord. Brillantemente malvado, me encanta.
La Inoportuna Forastera navegó según las diversas cartas de navegación del mundo. Se había establecido una especie de rutina: los mástiles siempre estaban adecuadamente engrasados, las cubiertas limpias y todas las diversas zonas de la embarcación periódicamente revisadas por si necesitaban de algún tipo de reparación. De mala gana y a regañadientes, la tripulación empezó a cogerle el truquillo. Los actos que anteriormente habían interpretado con indulgencia, ahora se habían convertido en tareas de la vida cotidiana.
Así, siguiendo este rumbo, la embarcación se dirigía hacia las soleadas costas de Franco-Hispania, para después continuar por las playas de arena blanca de Marruequino y una vez allí vender al por mayor todo el cargamento por un precio justo. Art y Ebad serían los encargados de regatear con los comerciantes bajo la sombra de los naranjos y antiguas paredes pintadas.
Los puertos que ahora visitaban ya estaban acostumbrados a gentes que vistieran con ese tipo de ropajes, así que nadie dudada ni tan sólo un instante de que realmente fueran lo que parecían: una llamativa y elegante colección de piratas.
Allí encontraron palmeras que formaban enormes columnas pobladas por enormes plumas verdes, tupidos enjambres de mercados llenos de vida y color, antiguos castillos que se tambaleaban sobre altísimos acantilados, bandidos con ropajes chillones que caminaban dando zancadas y que se saludaban, o escupían, los unos a los otros como si fueran hermanos.
Y todo esto Art ya lo había visto con sus propios ojos, estaba segura de ello…
Las tripulaciones se reunían en tabernas polvorientas que se alineaban en las orillas de las playas de Marruequino, y toda la tripulación de la Inopotuna se adentraba en una de ellas y bebía, cantaba y se fanfarroneaba, como si hubieran robado por cada centímetro del océano desde allí hasta Australia.
Pero, de momento, todavía no habían hecho nada de eso.
En la última taberna de Marruequino, Art tenía otros asuntos pendientes. Estaba con Felix, mirando hacia un carro marrón tirado por burros también de color marrón, que se encaramaban por una colina marrón, arrastrando el carro, que iba cargado de barriles y sacos, obviamente también marrones.
- Le he ofrecido una parte de los beneficios del cargamento, señor Phoenix, para que así pueda empezar una nueva vida. Además, se lo he ofrecido en el último puerto por donde pasamos, y también en el anterior. Podía haber desembarcado en Francia, si lo hubiera deseado. Odian a la población inglesa por obligar a sus reyes a abdicar, así que hubiera estado completamente seguro del acecho de la justicia inglesa. Entonces, ¿por qué no lo hizo?
- ¿Pereza?
- Pensaba que usted quería quedarse con nosotros, pero ya veo que no es así.
- Sinceramente, no.
Art lo miraba fijamente. Había aceptado ropajes nuevos de las provisiones de la embarcación, y ahora parecía, como siempre, lo suficientemente apuesto como para hacer que le escocieran los ojos. Sin embargo, Felix no había hecho ninguna tarea en la embarcación excepto dibujar retratos, cantar y escuchar con atención los problemas de la tripulación. Ésos eran sus tres dones. No podía luchar, de hecho no quería, y no se haría responsable de ninguna de las deudas de la embarcación. Incluso Whuskery había llegado a dominar el arte de trepar por los mástiles, y hasta Peter se había demostrado a sí mismo que era capaz de cocinar. Todos habían estado haciendo guardia alguna noche que otra, todos habían orientado las velas y todos habían participado en la limpieza general de la embarcación. Todos, excepto Felix, el pasajero.
- Entonces -dijo Art-, sinceramente le digo que debe dejarnos. Zarparemos esta misma noche y robaremos el primer barco que nos encontremos.
- De acuerdo -contestó Felix.
- Lo que supongo no le satisface.
- No.
- Entonces, ¿por qué quiere quedarse? ¿Cree que puede detenernos?
- No -repitió Felix.
- Entonces, ¿por qué?
Felix se dio la vuelta hacia Art y clavó su intensa y maravillosa mirada sobre ella. Tenía una profundidad en los ojos que a Art le recordaba irresistiblemente al mismo océano. Pero mientras a Art le fascinaba mirar las profundidades del océano reflejadas en sus ojos, a Felix le enojaba que Art lo mirara fijamente durante tanto tiempo.
- Creo que -dijo Felix calmadamente- me gustaría entender por qué está haciendo esto. Y cómo, si lo consigue, es capaz de conseguirlo.
- Es un secreto.
- Quiero decir, cómo puede ser que considere la idea y que la lleve a cabo.
- Es fácil, señor Phoenix. -Art sacó su pistola y apuntó directamente a la barbilla del joven-. Así. Eso es todo.
- Pero ya ha dicho antes que jamás mata.
- Y jamás lo haré. Y mi tripulación tampoco. Pudo contemplar lo que ocurrió en la embarcación cuando aún ostentaba el nombre de Elefante, y la capturamos. Si se es astuto, se pueden cometer actos de piratería que son meros faroles. Como Molly lo hacía.
- No -dijo Felix-. Eso podía funcionar en la obra. E incluso en la vida real puede funcionar alguna que otra vez, pero al final…
Art hizo un movimiento rápido con la pistola y la volvió a colocar en su cinturón.
- Bien, usted no se quedará aquí para lamentarse de nuestro final. Debe despedirse de todos nosotros, y no hay más discusión. Es un bonito pueblo, con arcos y burros.
Pero antes de que Felix pudiera contestar, Eerie habló con cierto sentimentalismo desde la puerta de la bodega.
- No eches a nuestro Felix. Es nuestro pequeño talismán, de eso puedes estar segura, Art.
A Felix se le escapó una pequeña sonrisa mientras bajaba su mirada marina.
Entonces, Art dijo:
- No lo necesitamos a él, lo que necesitamos es un par de marineros que se unan a nosotros. ¿Qué decís? ¿Acaso queremos una carga inútil?
Mientras hablaba, Art podía ver a los burros acarreando el cargamento. Sin duda, ellos sí que eran útiles.
- ¡Pero no podemos dejarlo aquí, Art! -exclamó Walter desde el interior de la bodega, donde todos habían estado escuchando atentamente la conversación. Ahora había un coro. Todos se habían reunido a excepción de Dirk, Peter y Black Knack, quienes habían ido al pueblo a comprar queso y naranjas. Tampoco estaban Ebad y Plunqwette, pues se habían quedado al cuidado de la embarcación.
La brisa marina parecía susurrar el nombre de Felix acompañada de zumbidos que suplicaban que éste se quedara a bordo.
- Y no vayas diciendo por ahí que eres la capitana -dijo Whuskery- porque, por todas las sirenas y tritones de los Siete Mares, en un barco pirata todos tenemos voz y voto.
Medio divertida (¿o quizá furiosa?), Art decidió no provocarlos.
Aún no estaban unidos, o al menos, no del todo. No creían en lo que hacían, a pesar de que todo formara parte de una obra que les había empujado a hacerlo y que ahora se había convertido en un problema, si se miraba desde la perspectiva más práctica.
Art pensó que, una vez Felix Phoenix fuera testigo de lo que podrían llegar a hacer en esa nueva vida pirata, éste se arrojaría por la borda.
El crepúsculo aparecía por el este y, bajo la suave luz de las tímidas estrellas, levaron el ancla y partieron mar adentro.
La Inoportuna Forastera era una colosal y pálida embarcación con un mascarón de proa cuyo rostro estaba tapado por un velo, y que tomaba una postura amenazadora, como si en cualquier momento pudiera agarrarte por el cuello.
El faro del mástil central alumbraba la ondeante bandera rosa. La calavera negra y los huesos cruzados tomaban un aspecto muy peculiar, incluso divertido, rozando la locura, como si fuera un sueño.
La oscuridad de la noche los rodeaba de este a oeste. Art se sentía completamente sola entre su tripulación, como la colosal embarcación en la inmensidad del océano. La luna se alzaba tras ellos, posando su reflejo en la estela que iban dejando.
Mientras Félix observaba detenidamente la estela de la embarcación, la tripulación de Art interpretaba las diversas tareas marineras. Desde la galera se escapaba el delicioso perfume de una comida decente.
Ahora, todas sus pistolas eran reales y probablemente estarían cargadas con balas.
Félix estaba tan triste como el cielo esa noche y contemplando el anillo de cristal rojo sobre su mano susurró:
- ¿Qué me aconsejarías, padre?
Tan sólo una tenue luz apareció como respuesta, un desapercibido pestañeo en el horizonte.
A la mañana siguiente, en la inmensidad de las aguas del océano -un maravilloso e iluminado escenario- y sin tierra firme a la vista, apareció otra embarcación.
Una embarcación mercante, con un casco redondeado y con todas las velas izadas, navegaba a toda marcha, ondeando las banderas de los colores de Francia y España: rojo, azul y púrpura. Su nombre era perfectamente visible: Royal.
Art se asomó por un costado mirando a través del pequeño catalejo de Ebad, como un felino observa a su presa.
- Es nuestra.
Instantes después, toda su reacia tripulación empezó a aclamarla.
Art no tenía tiempo para quedarse estupefacta. Con un gesto dramático, Black Knack encabezaba la banda.
Entonces, tres de los siete cañones de la embarcación pirata produjeron un enorme estruendo desde el costado. Las balas de cañón aterrizaron en las profundidades de las aguas que separaban las dos embarcaciones. Sin embargo, la embarcación mercante alcanzó a tambalearse ligeramente, e instantes después abrió fuego.
Como respuesta, Art empezó a dar órdenes. La Inoportuna Forastera giró bruscamente a estribor y provocó que el lanzamiento de la mercante ni tan sólo la rozara. Además, la otra embarcación tan sólo contaba con dos cañones.
- ¡Por todos los dioses marinos! Nuestra Art es muy buena. En nombre de los ángeles, ¿dónde ha aprendido eso?
- Sobre el escenario -contestó Dirk con acidez.
El velero dio un viraje brusco y todo volvió a la normalidad.
Entonces, la banda empezó a tocar su música infernal: Honest en los dos tambores, Whuskery berreando con la trompeta y Walt con el silbato, tal y como hacían en cada obra.
De hecho, encontraron estos y otros instrumentos a bordo en la nueva embarcación, lo que significaba que en algún otro sitio la música causaba furor. ¿Sería quizá el cuarto buen augurio?
La Inoportuna volvió a dar media vuelta y se posicionó en la órbita correcta para instantes después navegar a toda marcha directamente hacia el desafortunado velero franco-español.
En lo más alto se podía contemplar la bandera rosa de Molly con su inconfundible signo mortal negro, amenizada con el loro verde y rojo, que revoloteaba alrededor de las jarcias.
Otro cañonazo estalló desde el costado izquierdo de la embarcación mercante, que gracias a su mala puntería tan sólo consiguió hacer grandes cantidades de espuma a babor.
Art, sobre el castillo de proa, y con el bauprés iluminado sobre ella, empezó a reírse del pánico que se respiraba sobre la cubierta de la embarcación mercante.
Tenía la sensación de ser ese «dios» que descendía hasta el escenario gracias a la maquinaria teatral. Entonces, gritó:
- ¡Aquí estamos! Buenos días, señores.
Lo dijo dos veces más, una en francés y otra en inglés. Molly le había enseñado ambas lenguas.
Minutos después de que la Inoportuna golpeara a la Royal, con cierta suavidad, la oronda embarcación empezó a tambalearse. La Inoportuna lanzó sus enormes garfios de metal y la agarró con firmeza, pues pertenecía a una raza adiestrada para correr y atacar. Eso se veía a una legua de distancia.
Ahora, la cubierta de la embarcación mercante se deshacía en gritos de alarma.
Art se había hecho con un enorme cabo y estaba decidida a cruzar la gran distancia de agua marina que separaba a ambas embarcaciones. Aterrizó justo en la mitad de la cubierta de la Royal, con una pistola en cada mano, y disparó directamente contra el mástil principal, lo que provocó una pequeña llovizna de astillas. La joven tenía un disparo limpio y certero, o eso parecía. Tal y como le habían enseñado.
- ¡Rendios! -gritó Art, otra vez más en los otros dos idiomas, y también en español, para guardarse las espaldas-. Entregaos, o convertiremos esta cubierta en una carnicería.
La Royal parecía estar bastante llena de personas, ya que buena parte de la tripulación de Art también había logrado llegar hasta la embarcación con unos buenos cabos, y además, había tomado la cubierta con elegancia, con los alfanjes empuñados y las pistolas desenvainadas mientras las víctimas balbuceaban, chillaban y sollozaban.
Instantes después, el capitán de la Royal se presentó. Era un pequeño caballero regordete vestido con un perfecto y exquisito uniforme adornado con medallas y piedras preciosas.
Se arrodilló ante Art y habló en francés:
- Oh, poderoso príncipe, no nos destruya.
- Ese no es nuestro objetivo. Tan sólo queremos sus objetos de valor.
- ¡Tomadlo todo! -gritó el capitán mientras se quitaba los anillos y los pendientes y los arrojaba suelo. Parecía otra llovizna, pero esta vez una llovizna de oro-. Hay enormes sacos de dinero en efectivo en las cubiertas inferiores…
- Entonces, id a por ellos. Y ningún tipo de triquiñuelas, ¿de acuerdo? Mis hombres son atroces y están hambrientos como lobos.
El capitán se apresuró a levantarse, y ordenó a su tripulación que trajeran todos los bienes.
- También tenemos sedas provenientes de las Indies, perlas de Cathay y Antioquiandia.
Art colocó su brazo sobre el cuello del capitán de una forma muy amigable y dijo:
- Confío en usted, señor. Aunque, un movimiento en falso y le cortaré la cabeza, señor.
- Oh, por el azul sagrado del cielo…
- Créame. Una muerte decente en mis brazos resultará mucho mejor que caer en las manos de cualquiera de mis hombres.
El capitán dirigió la mirada a la tripulación de Art y balbuceó unas pocas palabras que resultaron incomprensibles.
Los hombres de la Inoportuna estaban desenfrenados, jugueteando con sus espadas y pistolas e interpretando numeritos mortales con la tripulación de la Royal. Sus rostros dejaban entrever un cierto orgullo y a su vez una falta de piedad, una terrible y exitosa falta de piedad. Quizá, ni siquiera un verdadero pirata parecía ser capaz de cometer los más aberrantes delitos.
Art sonrió al capitán.
La tripulación y los pasajeros restantes de la Royal aguantaban el aliento mientras desde las bodegas salían enormes fardos y cofres.
- ¿Es una mujer? -susurró el capitán, pálido como las velas recién lavadas.
- Sí. ¿Ha escuchado alguna vez mi nombre?
- Perdóneme, pero jamás. ¿Sería mucho preguntar?
- Se me conoce, señor, como Art Blastside, la hija de Pirática, quien fue la pirata más temida de los Siete Mares.
Entonces el capitán sufrió un desmayo y Art alcanzó a cogerlo antes de que cayera al suelo e inmediatamente se lo entregó al segundo oficial, quien se inclinó ante Art haciendo una gran reverencia.
- No corren peligro mientras no interpongan ningún obstáculo.
La Royal desbordaba obediencia.
Entonces, un hombre vino corriendo velozmente y se arrojó a los pies de Art.
- Espléndido señor, digo, mujer, déjeme acompañarla. Permítame servirla bajo su bandera. Moriré por vos, os lo juro.
Art lo miraba pensativa. Su piel era de color tostado y su musculatura era fuerte y resultona, quizá un español y, sin duda, estaba muy bien entrenado en una tripulación marina.
- ¿Por qué?
Para su sorpresa, el voluntario empezó a hablar en inglés, con un acento lundinense inconfundible.
- Antes navegaba con otra embarcación, una embarcación pirata, pero los de la tripulación eran inútiles, así que me escapé y desafortunadamente acabé aquí. Me llamo Glad Cuthbert y puedo tocar la viola de rueda, incluso tengo la mía propia. Hágalo por su banda de música.
El capitán pareció revivir en los brazos del segundo oficial.
- ¡Lleváosle! -rogó-. ¡Es un pirata inglés! ¡Y su forma de tocar ese instrumento, por mi Rey, es espantosa!
Mientras la tripulación de la Inoportuna volvía a su embarcación ayudándose de los cabos después de haber saqueado la Royal, Glad Cuthbert también se unió a ellos, llevando consigo su instrumento y una pesada caja de madera con varias llaves y una manivela.
Las perlas y las sedas, el oro y los adornos de la Royal también los acompañaban.
Incluso Plunqwette descendió para contemplar qué traían.
¿Cómo podía ser que lo hicieran con tanta facilidad?
Era tal y como lo hacían en el teatro.
- Ha sido muy afortunada.
- No, señor Phoenix. Hemos sido muy capaces.
Ahora, las aguas se habían tornado violetas, como las plumas de un pavo real, con sus destellos de color bronce y verde esmeralda a la vez que los delfines pirueteaban, como relámpagos plateados. Asombrosos bancos de peces coloreaban las aguas de azul y de rosa, como la bandera, y escoltaban a la Inoportuna Forastera durante kilómetros. El invierno ya se había desvanecido, y el dulce calor del verano empezaba a emerger.
Como tupidos panales dorados bajo la luz del sol, las Costas de Marfil y de Oro emergían a babor. Extensos puertos, donde la ley ya no imperaba, daban la bienvenida a la Inoportuna.
Lagunas aguamarinas flanqueadas por palmeras coronadas con plumas de color esmeralda intenso les indicaban que estaban a punto de pisar tierra firme. Ho- nest chapoteaba en el agua mientras Ebad intentaba enseñar con severidad a Eerie a nadar, aunque Eerie empezó a hundirse segundos después.
- ¡Tío! ¡Que no soy un pez!
Art, vestida igual que sus hombres, con una camiseta y mallas, nadaba como una anguila eléctrica.
Felix, a quien habían remolcado hasta tierra firme, estaba sentado a la sombra de las palmeras junto a Glad Cuthbert, aprendiendo, obviamente no a nadar, sino a tocar la viola de rueda.
- Me llamo Glad porque mi madre, que en paz descanse, se llamaba Gladys -le explicó Cuthbert a la vez que enseñaba a Felix a tocar el instrumento-. Algún día volveré a verla, a esa vieja refunfuñona. Era quejica como ella sola. Realmente, la echo de menos cada hora que pasa. En mis sueños siempre aparece ella, y además siempre estamos remando hacia ningún destino en concreto. En el sueño, ella siempre me anima y me aclama. Y tú, ¿has dejado a alguien atrás?
- A nadie -contestó Felix.
- Hombre, un muchacho tan guapo como tú tiene que tener a alguien.
- Muchísimos «alguien», pero nadie en especial.
- Entonces, ¿no tienes familia?
- No.
- Entonces, ¿cómo saliste del cascarón? ¿Gracias a la ayuda de tu mamá pájaro?
Felix soltó un par de carcajadas melódicas y echó un vistazo a los piratas, quienes nadaban, o se medio ahogaban, por la romántica laguna azul. De repente, Art brotó del agua, con su cabello color avellana, adornado por ese reflejo de fuego anaranjado que goteaba enormes lágrimas relucientes. Pero volvió a zambullirse segundos después y cogió por los tobillos al pobre Walter, quien aullaba mientras intentaba, sin resultado alguno, nadar.
- ¿Te gusta el estilo de tu capitana? -preguntó Glad Cuthbert.
- No mucho.
- Podrías haberte quedado en esa embarcación francesa. Estoy seguro de que se hubieran quedado contigo. Tan sólo necesitabas decir que no eras un pirata y después suplicar para que te ayudasen. Eso lo sabías, ¿verdad? Entonces, ¿por qué has decidido quedarte?
- Todo el mundo me pregunta lo mismo. Tengo mis razones, créeme.
- No entiendes por qué un hombre, o una mujer, decide tener una vida pirata -dijo Cuthbert-. Eso es un hecho. Pero nosotros, los piratas, también tenemos nuestras razones, créeme.
Nadie le había dicho a Cuthbert que él era el único pirata genuino a bordo, y Felix tampoco se lo dio a entender.
Detrás de ellos y en lo más alto, donde las palmeras marcaban el camino hacia el bosque exuberante, habitaban enormes animales vagabundos que les echaban un vistazo, pero parecían evitarlos, y pájaros con plumas de los colores del arco iris, quienes hacían un ruido estrepitoso cuando Plunqwette aterrizaba en su territorio a modo de ofensa e insulto.
- Hasta ese loro sabe nadar. No lo había visto en mi vida. Además, esos pájaros también saben hablar, aunque éste, para ser un loro, no habla mucho, ¿verdad? -susurró Cuthbert pensativo, y añadió-: Todos esos pájaros de ahí arriba te ponen la cabeza como un bombo. Cómo echo de menos a las palomas del viejo Lundres…
Walter, quien salía del agua a gatas, saludó con la cabeza diciendo:
- Una vez, Peter y yo nos dedicamos a criar esas malditas palomas y las hacíamos volar llevando consigo un mensaje. La verdad es que fue una buena forma de ganar mucho dinero. No podéis imaginaros las distancias que pueden llegar a recorrer.
Peter, quien también emergía de las cristalinas aguas, le dio una palmadita en la espalda a Walter.
- Olvidémonos de todo aquello y escuchemos una canción. Cuthbert tocará su viola de rueda y Félix prestará su melódica voz.
Bajo la laguna, mirando atentamente a los peces color jade turquesa que se encendían como pequeñas llamas desde las profundidades, Art empezó a escuchar ligeramente el canto de Felix desde la orilla.
Cuando la joven salió del agua, tenía el ceño fruncido.
Art sabía muy bien lo que quería, y finalmente lo iba a conseguir. Por fin había podido timonear y capitanear la nueva Inoportuna y esos hombres al fin estaban empezando a saborear el dulce aroma de la libertad y comenzaban a encontrar su verdadero camino. Habían actuado como piratas, ni siquiera un verdadero pirata lo podría haber hecho mejor. La suerte había llamado a sus puertas y su futuro volvía a iluminarse, como las aguas con el reflejo del sol. Ahora, todo era posible.
Excepto para Felix Phoenix, quien tenía un rostro meditabundo y abatido. ¿Por qué se había quedado con ellos? ¿Qué es lo que quería?
- Ebad -dijo Art a su primer oficial, quien en esos momentos estaba arrastrando a su segundo oficial, el señor O'Shea, hacia la orilla, como si fuera un saco mojado de patatas-, ese joven tiene que hacer sus maletas.
- Oh, por las mantequillas de Eira, estoy empapado. ¡Parezco una esponja! -se quejaba Eerie.
Black Knack, quien también se había negado a aprender a nadar y quien ahora se comía un sabroso plátano, la animó:
- Bien hecho, no confíes en ese Felix, pequeña. Lo desembarcaremos en las Azules Indies. Una vez lleguemos allí, ya no tendrá excusa para continuar haciéndonos perder el tiempo. De lo contrario, lo arrojaremos por la borda.
Mientras, Dirk, Whuskery y Honest nadaban de espaldas por la laguna de una forma muy relajada, hasta que, de pronto, Whuskery se hundió y segundos después Honest lo ayudó a subir hasta la superficie.
En ese instante la canción de Felix terminó.
- Nunca he nadado -confesó Glad Cuthbert-, y en la vida lo haré.
Fue entonces cuando Plunqwette empezó a zarandearse y a agitarse hasta que consiguió empapar a Glad.
El siguiente barco que se encontraron surcando el maravilloso océano y que, segundos después, abordaron era un veloz navio que viajaba desde el sur de las Amer Ricas.
Walter lo avistó al atardecer desde la pequeña cofa de vigía situada en lo más alto del mástil principal, fijándose en el rumbo que éste había tomado, concretamente hacia una cala cercana.
Surcando el agua gracias al soplo del viento vespertino, la Inoportuna navegaba sigilosamente detrás de ésta, con cautela y prudencia. La Inoportuna era exactamente el barco con el que Art siempre había soñado. Poderoso pero fácilmente maniobrable. Arriando las velas de la Inoportuna, su tripulación empezó a explorar las orillas de la cala bajo el velo de la noche y con linternas en sus manos.
Después de las cientos de hazañas interpretadas sobre el escenario en su falsa embarcación, la tripulación pirata era experta, hábil y silenciosa.
Descendieron un pequeño bote sin provocar ni una sola onda en las aguas. Armados hasta los dientes, Walter y Peter remaban, mientras que Ebad, Eerie, Art, Whuskery y Black Knack -también armados hasta los dientes- se preparaban para atacar.
El veloz navio era un barco típico de las Amer Ricas, y ondeaba la rayada bandera de Liberty. Había echado el ancla y estaba adornado con guirnaldas de diminutas luces. Sin embargo, en la cubierta tan sólo había un guardia que lo vigilaba, mientras que el resto de la tripulación, a juzgar por los sonidos, estaba cenando en el salón y en las cubiertas inferiores.
Por el costado de la embarcación, Art Blastside y sus hombres empezaron a pulular. En tres minutos, tres marineros que estaban de vigilancia fueron abatidos y vencidos. Sus gruñidos y chillidos eran inaudibles gracias al alboroto de la cena que se desarrollaba debajo de la cubierta.
Atados con cordones traídos de la Inoportuna, los vigilantes miraban hacia las estrellas miserablemente.
Art, Ebad, Eerie y Whuskery descendieron hasta los camarotes de los oficiales, y a continuación se deslizaron por el estrecho pasillo hasta llegar al gran salón.
La puerta se abrió con brusquedad y entonces se pudo contemplar el lugar, alumbrado por velas, donde el asustado capitán y tres de sus oficiales se tropezaban con platos que posteriormente aterrizaban en el suelo, mientras un joven (¿o era una joven?) alto y esbelto, de cabello largo y oscuro se posó en la mesa apuntando con su pistola a las tostadas con queso y salmón ahumado.
- Una buena cena, caballeros. Perdonadnos por esta interrupción, pero no os haremos perder mucho más tiempo.
- ¡Piratas!
- ¡Malditos bribones renegados y mugrientos!
- Os felicito por vuestra buena vista -confirmó Art-. Rendios y no os haremos ningún daño.
El capitán desenvainó su pistola, pero Art, como un rayo, disparó al arma con exquisita precisión y se la arrebató. La pistola, después de sobrevolar buena parte del salón, aterrizó sobre un pastel.
Ebad y Black Knack habían desarmado a dos de los oficiales, mientras que Eerie estaba dando unas palma-ditas a un tercero, que era el más joven de los tres y quien sollozaba apenadamente sobre su plato:
- Le dije a mi tío que no quería ir al mar…
- Tranquilo, tranquilo… Tan sólo te despellejaremos si te resistes -le prometió Eerie.
El veloz navio cargaba con madera perfumada, arroz y tiza, tres cajas llenas de oro y varias estatuas de mármol provenientes de antiguos templos tropicales.
La tripulación de Art arrastró a los pasajeros del navio desde las bodegas y los entregó a la capitana, mientras ésta sostenía por un brazo al capitán del navio y Eerie se divertía jugueteando con los faros y jarcias.
Por último, Art extrajo la llave del desmayado capitán de su camarote, donde lo encerró a él y a sus oficiales, y en una pequeña habitación enclaustró a una buena parte de la tripulación restante, que parecía que los hubieran metido a presión. Art ordenó que el resto de la tripulación se quedara en las cubiertas inferiores.
- Ahora pueden terminar de cenar, señores. Si alguien de ustedes hace el más mínimo gesto para molestarnos mientras partimos, pueden estar seguros de que acribillaremos vuestro navio a cañonazos.
Sinceramente, nadie osaría hacerlo. Bajo el suave manto de la noche, los hombres de Art se desvanecieron con su bote hacia la Inoportuna. Tan sólo una única vez una cabeza se giró para comprobar el rumbo que seguía el veloz navio. Art le cepilló el cabello con una bala, y después de esto, nadie se atrevió ni tan sólo a mirar atrás.
Llegaron a la Inoportuna Forastera antes de que escucharan, mientras surcaban el mar en absoluta tranquilidad, un estrépito de cuadernas, pues el capitán y algunos de sus hombres tiraron abajo la puerta del camarote, o quizá ésta se vino abajo debido a la opresión que los comprimía allí dentro.
Ahora ya estaban a bordo y discutiendo su nuevo rumbo cuando, de repente, unos disparos rojizos de pistolas retumbaron desde la proa del veloz navio. No tenían ni tan siquiera un solo cañón, o eso parecía. Así que, sin ningún contratiempo y más contentos que un niño con zapatos nuevos, Art y su tripulación continuaron navegando por el bálsamo de la noche.
Justo en el centro del paseo del Almirante Principal, en Lundres, estaba instalado el edificio de la Marina.
Un remo plateado estaba fijado sobre la puerta central, flanqueada por dos enormes esfinges de arenisca traídas desde Egipto unos diez años atrás.
Landsir George Fitz-Willoughby Weatherhouse no prestó ni la más mínima atención a estas antiguas estatuas, pero las expresiones de las miradas femeninas le recordaban, de una forma muy desagradable, a su antigua esposa, con la que sólo estuvo un año, Molly Faith. Serena, astuta y apacible tan sólo cuando seguía su propio camino.
Sobre la escalera de mármol dejaba marcado su sello, dando golpes secos con su bastón de puño de plata sobre los peldaños y la barandilla (paso, paso y golpe seco), de forma que cualquiera que pudiera oírlo inmediatamente pensaría que tenía tres piernas.
Una enorme puerta de doble batiente se abrió ante él, y George, majestuosamente, la cruzó dirigiéndose a la sala contigua.
- ¿Qué es todo este disparate?
- Ah, George -dijo el hombre, que llevaba puesta una peluca blanca y estaba recostado sobre una butaca de madera que a su vez se aposentaba en el brillante y pulido suelo de madera-, buenos días.
- ¿Y se puede saber qué tienen de buenos? ¿Por qué me han hecho venir hasta aquí?
- Oh, ¿es que no se lo han contando? Qué extraño. Parece que está relacionado con su hija.
George no podía creérselo, y siguió preguntando:
- ¿Mi hija? Pero él dijo piratería, eso fue lo que dijo, ese oficial pomposo que usted me envió.
- Le ruego que se calme. Parece ser que su hija está relacionada con diversos actos de piratería. Los periódicos no paran de hablar de ello. ¿Es que acaso no lee, George?
El hombre de la enorme peluca empolvada respondía al nombre de Landsir Snargale. Éste señaló a un hombre que vestía los ropajes de un típico capitán pudiente de una embarcación mercante:
- Este es el capitán Bolt, que hasta hace poco tiempo dirigía la embarcación mercante de la Elefante. Y estos otros caballeros…
- Me llamo Coffee y comercio con el café -gritó uno de los otros caballeros, que era bajito, regordete y llevaba un abrigo de brocado del color del café con leche-. Soy el patrocinador de la mitad del mercado cafetero de Inglaterra. Organizo anuncios de una naturaleza espectacular. De hecho, soy famoso gracias a ello. -George Fitz lo miraba como si se hubiera hecho famoso gracias a su demencia-. Sin embargo, su hija, señor…
- Cada cosa a su tiempo -declaró Landsir Snargale suavemente. Había sido un distinguido comandante de una flota hacía unos pocos años, así que sus palabras tenían un peso importante.
Todos estaban alborotados y resoplaban, incluso el patizambo del capitán Bold.
De pronto, Landsir Fitz exclamó:
- En cualquier caso, desconozco este desatino desafortunado que están teniendo, pues están hablando de mi hija, Artemesia.
- Art Blastside es tal y como se presentó ante mí -añadió el señor Coffee, aún furioso.
- Y ante mí, por las orejas de la jirafa -dijo el capitán.
- Aunque a decir verdad, debo admitir que confundí a esa mosquita muerta con un muchacho -confesó Coffee.
- A mí no logró confundirme, ni engañarme, señor.
George Fitz golpeó su bastón otra vez y dijo:
- Igual que su madre. Actúa como su madre; Molly actuaba cuando la tenía entre sus brazos. Yo he hecho todo lo que estaba en mis manos, incluso encerré a Ar-temesia en una escuela, pero se escapó por la chimenea y caminó por la nieve y el hielo. Pensé que la muy bruja habría perecido en el intento, y siendo sincero, no derramé ni una sola lágrima por ella.
- Cálmese, George. No es su culpa, eso está claro. Señores, por favor -dijo Landsir Snargale mientras otros arrebatos empezaban a nacer del resto de asistentes-. Ahora todos contaremos nuestra historia, uno por uno, y ese caballero de allí, el de la esquina, el señor Prawn, que es el secretario, escribirá todo lo que ustedes expliquen.
Así pues, uno por uno, aunque a veces todos gritaban a la vez y no se podía entender nada, los tres apenados caballeros despotricaron todo cuanto pudieron de Artemesia mientras relataban sus historias.
George Fitz explicó la historia de la ingrata Molly, una actriz que se había escapado por una tubería y lo había abandonado para, después de todo, perecer en un escenario diez años después, cuando un cañón de cartón explotó. Después de eso, en un acto de pura generosidad, se dedicó a buscar a su pequeña y a rescatarla de la precaria vida del teatro, y así dedicarse a enseñarle a comportarse como una verdadera señorita, cosa que ésta jamás aprendió. En las últimas navidades, la joven decidió escaparse y ya no había vuelto a oír hablar de ella. ¿La había estado buscando? ¿Para qué?
El siguiente en hablar fue el patrocinador del café, quien los entretuvo con su historia del muchachito descarado que había subido a bordo en su barco, el Café Pirata, para después hacerse con él, hundirlo y escaparse con la tripulación que él mismo había contratado, una panda de estúpidos actores, quienes al huir le habían dejado una deuda de cientos de liras inglesas.
Después de él, el capitán Bolt empezó a relatar su historia, explicando cada detalle y cómo él solo había logrado salvar a ocho o nueve personas sumamente imbéciles, como ya había supuesto desde un principio, de morir ahogadas, justo después de partir de Port Mouth. Y todo para más tarde darse cuenta de que tan sólo eran unos malditos piratas que lo forzaron a punta de pistola a entregar su embarcación. Los actores que le acababan de describir, y no tenía ninguna duda, coincidían exactamente con los piratas que él mismo había rescatado y que en un principio le habían parecido violentos, agresivos y expertos en el arte de asaltar navios por los actos que habían cometido. Y la jovencita era la peor de todos. Dijo que era el líder de la banda. El capitán Bolt declaró que consideraba que Art estaba loca, loca como una cabra.
- A todo esto, debo añadir cierta información que acabamos de recibir -dijo Landsir Snargale- y que concierne a un número de barcos mercantes que han sido abordados mediante triquiñuelas y a los que les han extraído casi todos los objetos de valor que contenían. Esto ha ocurrido entre Africay y las aguas caribeñas de las Azules Indies. Se cree que la embarcación culpable de todos estos actos, a la que llaman la Inoportuna Rastrera, se dirige directamente a la isla Own Accord, lugar adonde el capitán Bolt se encaminaba cuando esta embarcación la capitaneaba él y se llamaba la Elefante. Como ya he dicho antes, todos los periódicos lundinen- ses narran estas y otras historias. Y el hecho de que la capitana pirata sea una mujer y además inglesa ha generado un gran revuelo e interés en la sociedad. Y mucho me temo que también ha generado una cierta simpatía. Los periodistas la tratan como una fantástica heroína, una estrella de capa y espada, un icono. Incluso el Lundres Tymes, y muy a mi pesar, alaba su galantería y astucia. La gente perteneciente a la clase baja y pobre adora a sus bandidos y piratas. Granujas atrevidos y adorables, eso es lo que piensan de ellos, y así es como los llaman. Pero yo sé, señores, y a las pruebas me remito, lo repugnantes y odiosos que resultan esos piratas. Yo, nosotros, sabemos que esos que se hacen llamar piratas no son más que chusma.
Durante unos instantes, nadie musitó una palabra. Todos permanecían de pie alrededor de Landsir Snargale, resoplando como si fueran caballos y mirándose los unos a los otros, después al techo, a las paredes y a la colección de ornamentos marinos de la sala.
Finalmente, Fitz murmuró:
- Inoportuna Rastrera… no, no se llama así. Que me lleven los demonios si no es el mismo nombre que el del maldito barco que Molly tenía en la obra… Forastera, la Inoportuna Forastera…
- Señor Prawn -dijo Snargale-, espero que lo haya apuntado todo correctamente. También hay otro famoso amigo que acompaña a la tripulación de Arte- mesia -continuó-. Parece ser un inestable y preocupante bandido conocido en la zona del parque Wim- blays como el caballero Jack Cuckoo, y quien se unió a los piratas en Grinwich o Sheerditch o quizá en Port Mouth. Como ven, los datos varían.
- Yo no vi a nadie con esa descripción -declaró el patrocinador-. Tan sólo había dos extraños acompañantes entre ellos: un amarillento perro y un loro verde.
- El caballero Jack ahora podría ser cualquiera de los piratas -dijo el capitán Bolt-, por los colmillos del tiburón. Tan sólo había uno que estaba de más allí, un muchacho rubio blanquecino que se desvaneció. Parecía estar fuera de lugar.
- ¿Cómo? ¿Se desvaneció? Entonces no podía ser de ninguna de las maneras Jack Cuckoo -dijo Snargale-. Seamos serios y juiciosos.
- Tiene toda la razón -declaró el capitán precipitadamente.
- Bien -dijo George-, ahora que tenemos todas las cartas sobre la mesa, vuelvo a preguntarles: ¿por qué estoy aquí?
- George, si todo esto es cierto, y parece ser que lo es, su hija ahora es una pirata. No está actuando como tal, como lo hacía su madre, quien, según usted, ejercía de pirata para poder ganarse el pan, sino que está llevando a cabo actos de piratería reales, como un pirata de verdad. Ha abordado y saqueado embarcaciones españolas y francesas, y también alguna de nuestros aliados en las Amer Ricas. Eso ya es suficientemente malo. Pero, además, ha ofendido a embarcaciones inglesas, como por ejemplo a la del capitán Bolt, además de otras tres más en mitad del océano Atlántico. Ahora se la busca por cometer actos de criminalidad. Nuestras patrullas, y cada gobernador legítimo desde aquí hasta el fin del mundo, ya han sido, o serán en pocos días, informados y alertados de su villanía. El señor Coffee y el capitán Bolt ya han decidido construir una embarcación que se dedicará exclusivamente a seguirle el rastro y encontrarla. Una vez capturada, ya sea por embarcaciones navales inglesas, por el barco del señor Coffee o por cualquiera que sienta cierto rencor hacia ella y tenga firmados tratados con Inglaterra, su hija y los hombres que la acompañan serán traídos a casa. Y cuando digo a casa, George, siento comunicarle que me refiero a la cárcel de Oldengate y a la soga del verdugo.
George Fitz-Willoughby Weatherhouse bajó la mirada. Su cara de pulga abigarrada ahora parecía tener una expresión más debilitada aun.
Pero todo lo que dijo fue:
- Entonces condenadla y dejadla que se balancee colgada de la soga.
El sol, como una moneda dorada, besaba la superficie de la isla Own Accord.
Desde las cristalinas aguas se disipaban los colores de las neguillas.
Pero la isla en sí era de color verde, pero de un verde jamás visto, jamás inventado por nadie. Y la masa de tierra de la isla se alzaba de las aguas como si fuera un castillo, con terrazas y balcones desde donde se podían contemplar las colosales torres terrenales: monumentales montañas cubiertas por el oscuro manto exótico del bosque, por las que manaban riachuelos como si fueran brillantes hilos de lana plateada.
- Río de leche -recitó Ebad.
- Río blanco, río negro -anunció Eerie.
- Río de azúcar -dijo Black Knack mientras se relamía como un felino.
- Y se dice que las aguas de este lugar -comentó Peter- son tan azules gracias a las cargas de zafiros desparramadas en ellas por los piratas.
La isla Own Accord fue liberada de la esclavitud al mismo tiempo que los rebeldes ingleses y americanos destituyeron la monarquía y su nombre se obtuvo de su declaración de independencia.
«De ahora en adelante -rezaba la declaración-, ésta será nuestra isla, a la que llamaremos, por mutuo acuerdo, Own Accord.»
Puerto República apareció en el horizonte, puerto que antes era conocido como Porto Rex. Una multitud de colosales edificios blancos se congregaban en las orillas del puerto, y los granos de arena de sus playas relucían como diminutos diamantes.
Pájaros de color escarlata sobrevolaban la embarcación, y después volvían a dirigirse a la playa. Plunqwette, desconcertada, se arreglaba las plumas en lo más alto del mástil principal.
- Own Accord es conocida por el gran comercio que se lleva a cabo en ella. Pero también es famosa por las bienvenidas que da a los piratas con buenos modales que traen consigo monedas y objetos de valor para vender. Especialmente, a los provenientes de la Libre Inglaterra y de Amer Rica.
Whuskery, mirándose la punta de la nariz, torció los ojos mientras intentaba mirar a Art.
- Eso es lo que se decía en la obra de teatro. Pero ¿será verdad?
- Lo comprobaremos.
En el puerto se alineaban una serie de figuras que se agitaban. Aplausos y banderas daban la bienvenida a la colosal embarcación que se acercaba. Niños y niñas se apresuraban en llegar a la orilla mientras enormes ramos de flores caían sobre el regazo de las aguas de la bahía. Mientras, en los barcos que estaban anclados en el puerto, los marineros estiraban el cuello para comprobar quiénes eran los que se aproximaban hasta allí, esbozaban una amplia sonrisa y los aclamaban.
- ¡Por la verga de juanete! Esto parece nuestra obra…
- ¡Los aplausos y los bravos!
- ¿Acaso saben quiénes somos?
Mujeres negras con vestidos de amarillo canario y rojo pasión mostraban sus dientes sin igual, blancos como lunas crecientes. Mientras tanto, los enormes ramos de flores seguían cayendo sobre las aguas.
- Parecen gente muy agradable, ¿verdad? ¿Eres natural de aquí, Ebad?
Ebad negó con la cabeza:
- De aquí no. Ni tampoco de las Costas de Marfil y de Oro. Ni de Zanzibari. Mi tierra y mi hogar -dijo Ebad emocionado en un tono de voz bajo- es Egipto, por debajo del Nilo. Soy descendiente de reyes.
- Uau… -dijo Dirk-, ahora lo entiendo, camarada.
Entonces, Eerie gritó:
- ¡Sí, claro! ¡Es tan descendiente de los reyes de Egipto como yo de los ardientes reyes de Eira!
- ¡Callaos! -ordenó Art-. ¡Los dos! Ahora somos todos republicanos.
Se adentraron en el puerto de la isla y la Inoportuna echó el ancla lejos del tráfico marino y de las flores.
La espontánea bienvenida de repente se había desvanecido, como cuando baja la marea, y las gentes volvían a ocuparse de sus asuntos.
- ¿Quién irá a tierra firme? -preguntó Honest Liar, mirando con anhelo la encantadora tierra que ahora quedaba a su espalda.
- Cuthbert y Walter darán el primer vistazo al puerto. El resto de nosotros…
- No, capitana Art. Permítame a mí ir a tierra -se quejó Salt Peter-; si Walter va, yo también.
- Se equivoca, señor Salt. Usted se quedará a bordo.
Peter se enfurruñó y también le dio la espalda de malas maneras.
- No proteste tanto, ya llegará su turno. De momento, cada uno a su camarote y utilizad el baño de la tripulación. Intentad vestiros con vuestros mejores ropajes, pues eso nos ayudará a vender y a comprar de una forma excelente en un puerto comerciante de semejantes dimensiones. Además, así podremos conseguir más pistas que nos pueden resultar útiles a la hora de vender nuestro delicioso cargamento. Este lugar debería ser el «quién es quién» de los veleros robables y no nos tomarán en serio si no tenemos cuidado.
Félix permanecía de pie detrás de todos ellos, apoyado en la barandilla, fuera del alcance de Art.
- Señor Phoenix, lo dejaremos aquí, ¿qué le parece?
- Ya lo ha decidido, así que, ¿qué puedo decir?
- Eso es. Estoy de acuerdo. Alguna cosa mejor que nada, siendo que ese algo es algo que odia. No me importa. Cuando Cuthbert y Peter desembarquen y vayan a tierra, estoy segura de que usted podrá cantar, retratar y entretener a las tripulaciones de otros veleros. Intente dirigirse a las Amer Ricas, señor Phoenix, pues he oído voces de que un joven puede forjarse un buen futuro. Mientras tanto, mis órdenes aún lo atañen, así que arréglese.
Art se dirigió hacia su camarote. Se sentía feliz después de haber escuchado los ensordecedores aplausos y haber sentido el suave aroma de las flores, que tan nítidamente recordaba. Y además, sabía exactamente cómo comportarse en la isla y adonde debía dirigirse.
Mientras Art sacaba la bañera de debajo del sofá -el capitán Bolt no escatimaba en comodidades-, acordó del antiguo nombre de la isla Own Accord. Se llamaba Zaymaxa, lugar de diversas aguas.
Plunqwette la acompañó en el baño sentada en un lado, introduciendo su pico en la bañera para después escupir el agua perfumada.
- ¡Oh, mira qué altas son las montañas! -exclamó el loro con la voz de Molly-. ¡Y con los riachuelos bañando sus valles!
Art dio un salto y tiró agua a Plunqwette, quien salió escopeteada hasta que logró posarse en la biblioteca. Sin palabras, Art volvió a echar una ojeada a los libros del capitán Bolt.
Vestidos con sus mejores galas, bañados y perfumados, peinados y arreglados, los piratas de Art estaban acabando de acicalarse sobre la cubierta bajo la suave luz de la luna llena.
Allí también estaba Felix Phoenix.
- ¡Por las grullas de Connor! ¡Tenéis que ver esto!
Felix también se había vestido con ropajes limpios y planchados que había encontrado en los armarios de la embarcación. Llevaba un abrigo de raso blanco perla, un tono de blanco un poco más brillante que su cabello, ornamentado con trenzas plateadas y perlas. De un costado le colgaba una espada de vestir -tan sólo servía como ornamento- en una vaina con matices plateados que le hacían juego con sus pantalones apretados que tanto lo favorecían. Iba calzado con unas botas de piel beis pálido con bordados en forma de espiral con hilo de oro y plata y llevaba las manos cargadas de anillos de oro. Su cabello blanco, largo, lacio y brillante después del lavado, le llegaba hasta los hombros, para así hacer juego con la camiseta verde hierba remendada con cintas anudadas de un verde pálido. El joven arqueó las cejas, dirigió su mirada a todos ellos y Dirk fingió desmayarse.
Toda la tripulación lo miraba boquiabierta, como si estuvieran presenciando una obra de teatro, hasta que la puerta del camarote del capitán se abrió:
- ¡Mariposas y cisnes!
- Es Molly -dijo Ebad, sencillamente-. Por el amor de Dios, es nuestra Molly Faith.
Incluso Felix, aturdido por la expectación y admiración que la joven había causado, se giró para dar un vistazo. Y allí estaba Art Blastside.
No tenían ni idea de cuánto tiempo había estado Art vacilando y dudando ante la gran cantidad de vestidos encontrados en los armarios de los pasajeros, mientras recordaba a Molly vestida con trajes de noche de color bermejo o verde. Aunque en realidad tan sólo había tardado cinco minutos en escoger el traje. Instantes después, dio la vuelta sobre sus tacones y se dirigió a otro lugar. Había llevado faldas durante años, así que vestirse con una no sería un gran inconveniente.
Plunqwette había permanecido sentada mirando a Art mientras ésta se vestía, aunque más tarde la había intentado ayudar dando vueltas y más vueltas sobre la cabeza de Art, peinándole su recién lavado cabello y graznando, hasta que Art empezó a decirle palabras malsonantes.
Entonces, Plunqwette, a su vez, también empezó a decir palabras aún más malsonantes.
Pero ahora, Plunqwette andaba como si fuera un pato por toda la cubierta detrás de Art, como si fuera una criada orgullosa quien, con una sola ala, había hecho de todo para que Art estuviera maravillosa.
Y de hecho, estaba maravillosa.
Felix no podía apartar su mirada de Art.
Aunque aún vestía con ropajes de hombre, éstos ahora pertenecían a terratenientes ricos y le daban un toque artístico. Los bajos del abrigo que llevaba eran de seda color ámbar y su camiseta simulaba una cascada de fantasía de encajes blancos que imitaban el fluir de los ríos por las colosales montañas. Y si Felix y el resto de la tripulación se habían puesto cuatro o cinco anillos, Art se había puesto diez o más. Y todos ellos con piedras preciosas reales incrustadas: ágata, topacio, diamantes.
De su oreja izquierda colgaba una enorme gota de lluvia color ámbar, y su cabello, recién secado, ahora se rizaba por la humedad, e incluso ese reflejo del color de la piel del zorro parecía intencionado, como si una pluma se hubiera posado sobre su cabello.
«Magnífica -pensó Felix-. Un leopardo, un león. Pero, ¿quién es? ¿Una actriz, una ladrona, una loca, una asesina…?»
Glad Cuthbert le dio a Félix un puñetazo en el hombro, tan ligero que ni tan siquiera lo notó.
- Estás coladito por ella, ¿eh?
- ¿Perdona?
- Esto ya lo he vivido antes. Y lo viví conmigo mismo. Vamos, no me lo niegues, Felix, hijo mío. Éste es tu destino.
Felix, pálido como el abrigo que llevaba, se fue corriendo cubierta arriba e incluso pasó por el lado de la preciosa Art, pero no se molestó ni tan sólo en dedicarle una mirada. Pero ella sí que se giró para echarle una ojeada sin discreción alguna mientras se llevaba la mano a la boca y con una finura exquisita emitió un silbido típico de los barrios bajos de Lundres. Eso constituía un símbolo de máxima aprobación.
Su tripulación aplaudía a la vez que emitía numerosos gritos de clamor.
- Bien, creo que no tendremos ningún problema después de este cambio de aspecto -remarcó la capitana.
Echando a perder el efecto que Art había provocado, Plunqwette se posó sobre su cabeza.
Subiendo todas las escalinatas de las callejuelas de Puerto República, pasando el ajetreado mercado hasta llegar a los maravillosos jardines del parque Belmont, con sus pistas para pequeños carruajes dibujadas por gallos, había una callejuela llamada Dubloon. Detrás de todo aquello, en un jardín con palmeras, plumerías y mazapanes en plena flor, se encontraba la taberna Punch of Sniff, más frecuentada por los marinos pudientes que por los demás.
Art irrumpió en la taberna a todo trapo, con sus oficiales y el resto de la tripulación detrás.
La clientela elevó la mirada, los saludó con la cabeza y volvió a girarse hacia sus enormes copas de ron y otros licores, a sus tarros de café atados con lazos de color chocolate y a sus juegos de mesa, ya fueran cartas, dados, dominós o planes poco legítimos. Art y los suyos, obviamente, habían pasado la prueba.
Escogieron una mesa larga que había bajo la ventana.
Al otro lado de la ventana, las flores desprendían su aroma inconfundible, una brisa dulce con esencia de mazapán.
Entonces, llegaron las bebidas.
Plunqwette de repente soltó un chillido.
Walter también:
- ¡Muck! ¡Muck, el perro más limpio de toda Inglaterra!
- ¡El perro más limpio de toda Own Accord!
- Viejo chucho… cómo te hemos echado de menos.
Por una vez, Felix y Art se miraron el uno al otro observando aquel inexplicable acontecimiento, retorciendo las cejas sin cesar de mirarse.
¿Cómo era posible que Muck hubiera llegado hasta allí?
- Seguro que se escondió en otro barco -dijo Ee- rie decidido-. Ya sabía yo que no podía estar mucho tiempo sin nosotros.
Mientras esa cosa amarillenta, sin parar de ladrar, se subía a la mesa donde estaban las bebidas, entre protestas y aclamaciones, Art se acordó de la primera vez que se los encontró en Lundres.
Al igual que la otra vez, una voz femenina proveniente de las oscuridades de la taberna preguntó:
- ¿Otra ronda de birras, amigos? Yo invito. Esta tarde estoy generosa.
Todos y cada uno de ellos, incluyendo también a Muck, miraron a su alrededor.
Se podía distinguir a tres figuras que se iban acercando con lentitud hacia la luz, pero sin muchas prisas: un hombre distinguidamente vestido pero a su vez desgreñado y un tanto asqueroso y con un sombrero; otro hombre, también pudientemente vestido, muy delgado y menos asqueroso y sin sombrero; y una preciosa jo- vencita, más despierta que los otros dos, con una gran masa de rizos negros, una mirada gélida color verde y unas faldas largas que le hacían juego con el vestido.
Muck emitió un ladrido e instantes después se deslizó por debajo de la mesa hasta llegar a la silla de Walter, donde se escondió. Plunqwette, quien había estado echando un vistazo a las bebidas, ahora se posó sobre el hombro de Art y empezó a picotearlo.
- ¡Piezas de mocho! -exclamó Plunqwette claramente.
La joven de verde sonrió, tenía una sonrisa preciosa, y entonces dijo:
- Déjenme que me presente. Me llamo Pequeña Goldie Girl, y aquí les presento a mi primer oficial, el señor Beast, y a mi segundo oficial, el señor Pest.
- ¿Qué tal? -preguntaron ambos hombres a la vez, como si fueran un coro.
Entonces Art se levantó. De pie, Art era unos cinco centímetros, más o menos, más alta que la joven de verde, y ligeramente más fuerte en lo que a estructura se refiere. Los ojos verde turquesa se clavaron en Art. Parecían la superficie marina de unas aguas cristalinas, a pesar de que multitud de tiburones surcaran en ellas.
Ebad también se había levantado.
- La conozco.
Entonces, la pequeña Goldie asintió con la cabeza.
- Y yo lo conozco a usted, Ebad Vooms.
Art, sin apartar la vista de Goldie, preguntó:
- ¿Quién es?
- Es la hija del asesino más sanguinario, Golden Goliath.
Art intentaba recordar: veía la cubierta de la embarcación de su madre y la colosal embarcación de color negro con la calavera y los huesos cruzados en cada una de sus velas, que se les echaba encima. La Enemiga era capitaneada por Golden Goliath, el mismo que… había matado a Molly.
Pero eso había ocurrido en la obra de teatro. Y a pesar de que ellos habían representado un papel con el personaje de Goliath, ninguno de ellos le había llegado a conocer, así que, ¿cómo sabían quién era?
Ahora, la mirada de Goldie era amenazante y acechadora, y se clavaba en Ebad, quien había llamado a su padre asesino.
- Gracias por su detalle, señor. Tiene razón, no dejaba a nadie con vida, pues la carne humana es un sabroso alimento para los peces y mi padre adoraba a los animales acuáticos.
- Está muerto, ¿verdad? -soltó Walter.
- Sí, muerto -contestó la pequeña Goldie Girl-, muerto en las costas de unas tierras corrompidas por unos villanos que se llamaban a sí mismos la Marina Real Francesa. La verdad, no tuvieron mucha suerte.
- ¿Qué es lo que quieres? -preguntó Art.
- Me sentaré -dijo la pequeña Goldie, y se deslizó hacia el asiento que estaba justo enfrente de Art.
Felix agachó la cabeza y empezó a temblar frenéticamente.
- Shh -se quejó Dirk.
Felix alzó la cabeza, estaba riéndose a carcajada limpia, y sin más se levantó y salió de la taberna dando enormes zancadas.
Entonces, Goldie dijo:
- Iré al grano. Tenéis algo que yo quiero.
- ¿Y qué podría ser?
- Un mapa.
Uno por uno, todos los piratas que se habían puesto de pie ahora volvieron a sentarse en sus sillas, todos excepto los que acompañaban a Goldie, los señores Beast y Pest, que se mantuvieron de pie.
- ¿Qué mapa? -preguntó Art.
- ¿Es que no lo sabes? Excelente.
Art se recostó sobre la mesa y sacó un pequeño cuchillo con el que apuntaba directamente a la barbilla de Goldie.
- He preguntado ¿qué mapa?
- Ese que estaba escondido en un teatro de Lundres o de Grinwich. Vooms lo escondió allí hace años, después fue a por él y te lo entregó. Ese mapa es al que me refiero.
- Pertenece sólo al atrezo de un escenario, espabilada. Para una obra.
- Eso es lo que tú crees, señorita sabelotodo, pero no tienes ni idea. Es un verdadero mapa del tesoro, y muestra la isla más buscada y oscura de la historia de los piratas y buscadores de oro. Muestra la Isla del Tesoro.
La expresión de Art cambió radicalmente. Ahora estaba pálida y recordaba las palabras de Plunqwette que una vez recitaron: «La Isla del Tesoro», y también recordó que alguna vez dijo «Mapa y todo eso», y quizá algunas direcciones como «por Cobhouse» y «diez kilómetros hacia arriba».
- Lo hemos perdido -dijo Art-. Lo siento.
- Tan perdido como tú, claro. No está perdido, ni- ñita de papá. Seguramente ahora lo llevas encima.
- No.
- Sí y sí.
Art retiró el cuchillo de la barbilla de la joven y acto seguido la abofeteó con indulgencia pero a la vez con mezquindad en una de sus mejillas.
Entonces, como acto reflejo, la pequeña Goldie hizo algo muy sorprendente, aunque para Art no lo era en absoluto, pues ya lo había adivinado con antelación. Con un movimiento rápido, se quitó la falda verde. Debajo, Goldie llevaba unos elegantes pantalones y unas botas, con un magnífico alfanje que blandió con agresividad.
Art esquivó el golpe y se retiró hacia atrás, empuñando su propia espada.
La mesa empezó a tambalearse hasta que se cayó, las sillas empezaron a desaparecer, e incluso Muck, situado junto a Dirk, Walter y Black Knack, se escondió en busca de un cobijo seguro. Ebad también había salido pitando, evitando dos espadas empuñadas por mujeres que estuvieron a punto de decapitarlo.
- Deteneos, esperad un minuto -gritaba Eerie.
Pero las dos mujeres ni tan sólo oyeron sus palabras y continuaron empuñando sus espadas.
Se arrastraban como serpientes por el iluminado suelo de la taberna Punch of Sniff, mientras otros clientes saltaban por encima de las sillas y mesas, con lo que tenían que hacer uso de otras sillas y pegarse a las paredes para evitar ser pisoteados.
¡Cling! ¡Clang! Las espadas se entrecruzaban, chocaban y se deslizaban mientras saltaban chispas.
La pequeña Goldie luchaba juguetonamente, como un gato, mientras que Art luchaba como un león, con más dureza y más precisión.
Felix podía observar todo esto horrorizado desde la puerta de la taberna que conducía al jardín.
A él le daba la impresión de que cualquiera de las dos mujeres iba a matar a la otra, y entonces, de pronto, una espada se alzó muy alto, tanto que cogió cierto vuelo a la vez que dibujaba arcos en el aire mientras más clientes se escabullían hacia la salida.
Entonces, el alfanje de la pequeña Goldie aterrizó sobre su filo, clavándose en una mesa lejana. Un segundo después, Ebad ya estaba allí y lo agarraba por el puño.
- Y bien -dijo Art Blastside-, ¿qué hacemos ahora?
Y lo que hicieron fue salir de ese lugar, pues el propietario de la taberna Punch of Sniff estaba bajando la escalera como si fuera el desprendimiento de una montaña.
Era un hombre de raza negra de un metro ochenta, voluminoso y fuerte, musculoso e impresionante. Tan sólo llevaba unos pantalones de lino y un mandil de cuero y tenía los hombros y los brazos completamente tatuados, unos tatuajes rellenados con panes de oro. Incluso tenía tatuajes en los párpados y en los dientes, y a pesar de tener una dentadura completamente blanca, tenía un diente en el medio de oro que llevaba incrustado un diminuto y delicado diamante. Se llamaba Teeboa Sinjohn Sniff.
Entonces habló. Tenía la voz como el retumbar de un enorme tambor de terciopelo:
- ¡Miserables! ¡Esta es mi casa, malvados! Mirad todos los daños que me habéis causado, mesas volcadas, sillas rotas… y encima, los clientes se han ido enfadados. Ahora, quiero que paguéis los daños y en monedas verdaderas, no de las de oro de las que caga el moro. O si no jamás os dejaré volver a entrar a esta extraordinaria casa de ron y decencia, ni comerciar, ni conspirar, ni consumir y ni tan siquiera jugar a las cartas. Os lo juro, como que me llamo Teeboa Sinjohn Sniff. -A continuación empezó a crecerse y se convirtió en un enorme y oscuro nubarrón-. Si no pagáis por los daños, traeré un hacha y os cortaré en pedacitos, después los meteré en un saco y los tiraré a las profundidades más profundas de las aguas de las Azules Indies y allí descansaréis en paz para el resto de vuestra vida. Pero vuestras almas no perecerán, y caminarán en vela, sollozando para siempre de pena por las arenas del Caribe hasta el último soplo de viento. Os puedo asegurar que allí se os juzgará por lo que realmente sois, unos provocadores, las tormentas del infierno llamarán a vuestras puertas y entonces rogaréis y suplicaréis por vuestra eternidad.
Art y sus piratas y Goldie y sus piratas pagaron su deuda y se fueron tan rápido como pudieron.
Teeboa Sinjohn Sniff miraba desde la puerta con el ceño fruncido mientras éstos se marchaban. Finalmente, no tuvo que pegar a ninguno de ellos. Su taberna se llamaba así gracias a un famoso puñetazo que había logrado derribar a trece piratas a la vez y empotrarlos contra la pared.