Capítulo III
Felix tomó el primer carruaje al día siguiente de Navidad. Hasta entonces había estado paseando por la herrería de Hammer y por campos y parques cubiertos de nieve. Al ver su aspecto, sin sombrero, lleno de hollín y de parches, los posaderos lo echaban antes de que pudiera mostrar algo de dinero. En cambio, las hijas, mujeres y sirvientas de éstos, al contemplar sus ojos, cabello, rostro y figura, corrían detrás de él para ofrecerle vino, pan, queso, medias piñas, bufandas y sombreros. Felix siempre había tenido suerte a pesar de su apariencia, pero a su vez era bastante propenso al desastre. O eso es lo que a él le parecía mientras caminaba con dificultad por la nieve.
Una noche durmió en el establo de la herrería de Hammer, compartiendo cama con varias pulgas.
Ya montado en el carruaje, se dio cuenta de que era un vehículo extremadamente lento. Paraba en todos los lugares, en cada pueblo y aldea, incluso se detuvo en un par de parques bien conocidos por todos, Early Court, Barnes Court, Yorkister…
Empezó a preguntarse por qué aún se preocupaba por llegar hasta Lundres. Supuestamente, el trabajo que le habían ofrecido era para empezar el día anterior, es decir, en la tarde del día de Navidad. Lo habían contratado para dibujar retratos en una gran fiesta, en una mansión cerca de Eastminster, un barrio de Lundres. Empezaba a poner en duda que aún quisieran sus servicios.
El día tenía un aspecto cristalino debido a la escarcha y la verdad es que en el carruaje no se estaba más caliente que en el exterior. Además, uno de sus compañeros de viaje, un narigudo con ropajes vacacionales, empezó a interesarse por los objetos personales de Felix.
- Un rubí, ¿verdad?
- Cristal.
- Parece un rubí.
- Pues no lo es.
- A mi juicio, hay algo que no me cuadra: un jo- vencito aparentemente poco pudiente, a juzgar por su vestimenta, que ostenta un anillo con un rubí.
- Ya he dicho que es cristal.
El narigudo continuó insistiendo. Era como una pieza de un mecanismo de relojería que tan sólo podía repetir ciertas frases. Aturdió de tal manera a Felix y a las pulgas del establo que lo acompañaban, que éstas, ansiosas por conocer gente nueva, pronto colonizaron al narigudo y lo arrastraron fuera del carruaje, del que se alejó con una mirada feroz y sin parar de rascarse.
- Debería estar prohibido que los vagabundos se montaran en el carruaje -remarcó alguien.
Después de aquello todos evitaban a Félix, así que linalmente podía decirse que lo habían dejado en paz.
Cansado y medio dormido, mientras el lento carruaje rodaba hacia el puente de Knight deteniéndose y atrancando de nuevo, Felix reflexionaba, aún ligeramente perplejo, sobre cómo el leopardo que lo había asaltado también había creído que el falso rubí era verdadero. Sin duda, un ladrón con una experiencia como la suya debería tener mejor ojo, ¿no?
Cuando Felix se despertó, sus acompañantes ya es- taban dando brincos por el jardín de la Cruz de la Sania Caridad. Mirando a través de la ventana, Felix distinguió un grupo de personas reunidas, que quizá esperaban el carruaje. También se dio cuenta de que otro grupo de personas estaban vestidas con los botones de metal negros típicos de los policías lundinenses. ¿También estarían esperando el carruaje?
Ya era demasiado tarde cuando Felix divisó otro posible problema. Y no estaba equivocado.
Un rostro peludo coronado con el negro sombrero de policía lo empujó bruscamente fuera del carruaje. Y tan sólo tenía ojos para Felix.
- Bienvenido a Lundres, Jack Cuckoo.
La gente del carruaje se giró bruscamente y miró a Felix con furia.
- Ha estado todo el camino sentado junto a nosotros…
- ¡Sin duda estaba esperando a que subiera su villano cómplice para después robarnos a todos!
- ¡Y encima nos ha traído pulgas!
Lo arrastraron sobre los helados adoquines mientras la multitud expectante empezaba a lanzar gritos de reclamo.
- ¡Han atrapado a Jack Cuckoo!
- Sé que no servirá de nada decírselo -empezó a explicar Felix al hombre peludo-, pero yo no soy el caballero Jack Cuckoo ni su cómplice.
- Puedes decirnos todo lo que te venga en gana. Intento de robo, amenazas con violencia, incluso interrupción de un duelo entre caballeros… es lo que hemos oído. Un jinete galopó velozmente desde Haré Bridge hasta Rowhampton y nos informó sobre tus actividades y nos dijo que, al parecer, te dirigías hacia la capital. Una descripción perfecta, diría yo. Aunque me sorprende que nadie te haya arrestado antes con esta pinta que llevas. Sin duda, tendrás tu media máscara negra y demás complementos en los bolsillos.
- No.
- Ah, astutamente los has arrojado durante el trayecto.
Otros policías se iban acercando sonrientes. Se daban palmaditas los unos a los otros en la espalda, incluso se las daban a Felix. Estaban pletóricos por haberlo arrestado.
Jack Cuckoo no parecía ser muy hábil en el arte del robo, pero entonces, ¿cómo podía haberse ganado tanta reputación? Había diez policías, y todos iban armados hasta los dientes con porras y fundas de pistolas.
- Ahora nos acompañarás hasta la comisaría más cercana -le dijeron los policías en un tono amable-. Después todo se acabará en Oldengate. No estarás demasiado tiempo en la cárcel, será un proceso rápido. Te colgarán esta misma semana -continuaron a modo de consolación-. Cualquier cosa que digas -concluyeron- será utilizada en tu contra.
Mientras la muchedumbre lo saludaba con una mezcla de ofensa y admiración, Felix desfilaba por una calle lateral.
Los adoquines estaban resbaladizos por el hielo y desde los tejados y tubos de desagüe pendían enormes carámbanos. Justo enfrente, corrían las aguas del río. Durante el trayecto, en el carruaje, se había comentado que el Tamsis, cuando caía la noche, se congelaba de tal manera que quedaba totalmente sólido, desde Strand hasta el Puente de Lundres. Felix ahora lo veía con sus propios ojos. El agua parecía haberse convertido en un pastel de nata con carámbanos.
Pero ahora los guardias lo empujaban hacia otra callejuela. O, al menos, lo intentaban.
De pronto algo irrumpió en esa calle, algo tan blanco como el azúcar, que graznaba y silbaba mientras agitaba dos cosas blancas que parecían escobas tras un puñal naranja en un tubo de color blanco.
Los policías se agacharon para esquivarlo, pero inmediatamente chocaron con el hombre que venía justo detrás de ellos, gritando y maldiciendo a pleno pulmón:
- ¡Detened a ese ganso!
- ¿Ganso?
- ¡Pensábamos que era un ángel! -gritaban algunos miembros del cuerpo de policía.
Intentaron huir, pero se resbalaban y caían de bruces sobre el hielo, que cubría todo el suelo y con Felix por el medio.
De repente, y de alguna inexplicable manera, el desconocido escogió a Felix y lo agarró con fuerza, mientras intentaba aguantarse de pie él mismo y a Felix. Se deslizaban como si estuvieran bailando juntos una polca rápida, saltando a la pata coja, pisando los letales adoquines y los cuerpos de los antipáticos policías.
Mientras tanto, el desconocido insistía en contarle a Felix sus problemas.
- Me dijeron que estaría desplumado y listo para cocinar, pero míralo, aiin vivito y coleando… he estado persiguiendo a este ganso desde Nochebuena.
Repentinamente, el hombre consiguió equilibrarse, dejó ir a Felix y siguió corriendo calle abajo rumbo al río, siguiendo la dirección que el ganso había tomado. Felix, utilizando el impulso del último resbalón, escapó detrás de él.
La policía estaba confusa y magullada. Algunos intentaban levantarse, con huellas de pisotones marcadas sobre sus elegantes uniformes negros, pero instantes después se tambaleaban y volvían a caer al suelo.
- ¡Detened a ese ganso!
- ¡Detened a ese hombre! ¡Es el caballero Jack Cuckoo!
Por toda la calle, el gentío, intentando esquivar los golpes del ganso que sobrevolaba a baja altura y parecía estar de mal humor, trataban de agarrarse los unos a los otros y apoyarse en las paredes. Las ventanas estaban abiertas, y muchas cabezas sobresalían para husmear qué estaba pasando y en el alféizar nevado de una de las ventanas se golpeaban todos los cuerpos que corrían velozmente.
- ¡Detened a Jack Cuckoo!
- ¿Un cuco? ¿Esa cosa blanca? Eso no es un cuco, es un ganso.
- ¿El caballero Jack Ganso? Jamás he oído hablar de él.
Al final de la calle, se abría el dique, alineado por pulidas y brillantes estatuas de leones cubiertas de nievo y por estatuas de dirigentes de la Revolución. El ganso aleteaba sobre el enrejado y se elevaba sobre el río, rumbo al cielo azul.
Felix, decidido también a volar, bajó el primer escalón para descender al río a toda velocidad y lo hizo tan rápidamente que ni tan sólo le dio tiempo a resbalarse.
Detrás de él, el perseguidor del ganso se había detenido y agitaba las manos y, mientras los policías aún permanecían en el suelo, la curiosa muchedumbre surgió de la nada y se cruzó en su camino.
Al fondo de las escaleras, la nieve virgen se aposentaba sobre los ásperos guijarros y el esquisto del muelle. Felix dio un salto y corrió a toda prisa hacia ese camino que quedaba a mano derecha del río.
Sin embargo, pronto el hielo comenzó a resquebrajarse por la orilla del río en grandes pedazos, montículos y trozos con extrañas formas de conchas.
Fue entonces cuando Felix se detuvo. Jadeando, miró hacia atrás, pero ya no lo seguía nadie.
Aun así, sobre la solidez del río se encontraba otro grupo de gente. Estaban bailando cuidadosamente sobro el hielo. Ah no, estaban patinando.
Dos jovencitas arregladas con vestidos de terciopelo y pieles saludaban con la mano a Felix. Instantes después, empezaron a ensanchar sus arcos hasta llegar a la altura de Felix, dejando atrás a sus compañeros.
- ¡No me diga que no es precioso! ¡El Tamsis congelado ! -exclamó una de ellas.
- Sí, realmente maravilloso -contestó Felix.
- Estamos patinando hacia Grinwich, o Sheepwich, no me acuerdo. Por favor, venga con nosotras, ¿le apetece? Mire, tenemos los patines de nuestro hermano. Él no va a venir, está de mal humor desde anoche. También tenemos castañas recién hechas y chocolates… y sándwiches, ese nuevo manjar con pan.
Le sonreían picaramente para conseguir que fuera con ellas. Pero él no necesitaba tentación ninguna, pues para él esas jovencitas significaban una fácil huida clandestina.
- Sois muy amables -les agradeció Felix-. Pero ¿creéis que el río se mantendrá helado hasta tan lejos?
Jamás había patinado en su vida, ni tan sólo había tenido la oportunidad de probarlo. Pero Grinwich parecía estar a una considerable distancia de la ley lundinense. Nadie se pondría a buscarlo en una fiesta de patinadores.
Los compañeros de las chicas ya se habían puesto en camino, pero Felix tenía mucha prisa en unirse a ellos, incluso más que en unirse a cualquiera de las jóvenes, pues junto a ellos conseguiría pasar más inadvertido.
Con su ayuda, logró ponerse los patines tal y como le indicaron, se levantó, aunque pronto se volvió a sentar. Sujetado por ambos brazos, lo ayudaron a levantarse otra vez y le mostraron cómo debía patinar.
Las patinadoras daban vueltas en círculos de ensueño, como si dibujaran monedas de plata sobre el hielo, y Felix de vez en cuando miraba hacia el dique. El agua era completamente invisible bajo la capa de hielo que la cubría, como la policía, que también resultaba ser invisible en la larga distancia, aunque a veces se oían gritos confusos.
Pero, muy pronto, Felix y las chicas empezaron a despegar.
- Tome una castaña caliente, querido Felix.
Como patinadoras expertas, las jóvenes lo alimentaban de castañas y chocolates a la vez que se deslizaban sobre la gran curva del dormido Tamsis.
- Bueno, nosotras tenemos que ir a una fiesta ridicula que mi tío ha organizado. Él está metido en el negocio del café, ¿sabe?
- ¿De veras? -preguntó Felix.
- ¡Mirad! ¡Ahí está el ganso! -exclamaron dulcemente las jovencitas-. ¡Que Dios lo bendiga, está emigrando hacia el sur por el invierno!
Lundres iba desapareciendo rápidamente, y el paisaje a ambos lados del río iba cambiando, aunque a pesar de todo seguía ahí, como una pelota de lana, que por mucho que juegues con ella siempre sigue siendo una bola. Con ejercicio y aperitivos, la sensación de frío empezó a descender mientras se iban alejando de la capital. Felix era consciente de que las pulgas ya lo habían abandonado en el carruaje y que, si por alguna casualidad, alguna seguía con él, ya se habría desmayado por culpa del frío.
Las dos jovencitas, que todavía no habían logrado llegar a su famosa fiesta, le habían dicho que se llamaban Fan y Ann Coffee. Ni tampoco ningún representante de la justicia había logrado llegar hasta ellos.
En la orilla del río se alineaban zonas ajardinadas, enormes portones, colosales iglesias, monumentos… Enormes puentes cruzaban el río, que serpenteaba a gran velocidad por su interior, arqueándolos para más tarde fluir con calma. Y de pronto, un pequeño chorro de agua se convertía en hielo cubierto por lentejuelas. Viajaron más rápido que en cualquiera de los lentos carruajes.
- Ése es el patrocinador, Art.
Era un hombre bajito y regordete y llevaba un abrigo color marrón oscuro, como el café más puro, con pieles que le cubrían la parte superior y sobre la cabeza un sombrero con una pluma color carmesí. En la solapa de su abrigo llevaba un broche de oro, y sus manos estaban a rebosar de anillos también de oro. La verdad es que valía la pena robar al patrocinador con todo lo que llevaba encima, y además no parecía un tipo muy agradable.
Éste se pavoneaba por toda la cubierta del Café Pirata.
- Se suponía que ibais a dormir en el viejo teatro, Vooms, no en una taberna. Por eso os entregué la llave de la puerta del teatro.
- La noche estaba fría, señor.
- ¿Fría? -El patrocinador cafetero se quitó las pieles y continuó-. ¿No podíais haber encendido una pequeña hoguera en algún sitio?
- Entonces se hubiera incendiado todo el edificio.
- ¡Más hubiera valido! -Entonces, el patrocinador giró la mirada y advirtió a Art-. ¿Quién es ese muchacho? Sin duda, no es uno de los marineros que contraté.
- No, señor. -Eerie había dado un paso hacia de- lante, se inclinó como si fuera un cervatillo y dijo a continuación-: Es mi sobrino.
- A ver -le preguntó el patrocinador a Art-, ¿quién eres?
- Art Blastside -respondió Art. Apartó al grasiento monstruillo e hizo la reverencia de las reverencias, arrogante, como si realmente le hubiera dado una bofetada.
- ¿ Blastside? Me suena a escenario.
- Y así es, señor. Una vez, un cañón estalló sobre las tablas de un escenario y me golpeó en un costado de la cabeza. Ése fue mi bautizo.
El patrocinador empezó a caminar dando grandes pisadas, inspeccionando el barco cafetero y asegurándose de que nadie había echado a perder el café por haberse recostado o dormido sobre los barriles y los sacos de cubierta. Obviamente, lo habían estado haciendo a lo largo del viaje, pues no había otro lugar donde recostaría o echar una cabezadita, a excepción del camarote que habían ofrecido a Art. Todos apestaban, deliciosamente, a café, incluso el amarillento perro, Muck, a quien ya le empezaban a gustar más las cubiertas inferiores.
- El río se está empezando a congelar en dirección a Lundres -le dijo el patrocinador a Ebad-. Dime, ¿habías visto alguna vez la nieve?
El rostro de Ebad se volvió en un instante tan arrogante como la reverencia de Art, y a continuación puso cara de tonto.
- ¡Ey! -gritó Ebad-. Me pregunto qué será esa cosa de color blanco.
Los piratas-actores fruncían el c^ño intentando disimular las risas.
Pero allí también se habían formado finas capas de hielo sobre el río y el patrocinador seguía hablando de lo mismo.
- Bueno, ahora ya os podéis largar -ordenó-, no quiero que esta barcaza se quede aquí amarrada por culpa del hielo.
- ¿Qué hay de nuestro pago?
- Oh, no os preocupéis por eso. Os lo daré cuando lleguéis a Port Mouth.
- Eso no es lo que acordamos.
Art, que observaba con atención, ni tan sólo pestañeó. Estaba esperando cautelosamente mientras calculaba sus propios planes.
El patrocinador no estaba para nada contento. Ebad había intentado insistir en el asunto del pago.
- De acuerdo, aquí tienes un par de guineas. Eso es suficiente por ahora. E intenta mantener a este perro mugriento lejos de mi café.
- ¡Muck está limpio! -gritó Walter.
- No me digáis que esta cosa está limpia. ¿Y qué hace ese pájaro aquí?
- Es un loro.
- ¿Habla?
- ¿Hablas, Plunqwette? -preguntó Art al loro.
Entonces Plunqwette habló con una precisión exquisita.
- ¡Loro de piratas! ¡Piratas de loro!
El patrocinador lanzó una mirada lasciva mientras que, por primera vez, esbozaba una sonrisa. Tenía una dentadura tan horrorosa que parecía que la hubiera ordenado hacer así a propósito.
- Bien, bien. Haced que lo diga delante de la gente. Ali, y escoged un capitán. No se puede ser una tripulación pirata sin un capitán.
- ¡Ah, mirad la nieve! -dijo con júbilo Ebad con una guinea en cada puño y dando brincos.
Eerie se aguantó la risa tapándose con un pañuelo.
El atardecer de ese día era un abanico de colores rojizos, al menos para Felix Phoenix, Fan y Ann, con una llama de color verde intenso por debajo. Parecía un atardecer de plumas de loro.
Las orillas del río estaban completamente heladas y rígidas como el esmalte hasta Camber Well y Deep Ford, y se podían ver ocasionales braseros que ardían como los ojos de un tigre, con antorchas como palos coronados con trapos rojizos. Sin embargo, poco después, las capas de hielo se hacían mucho más finas y peligrsas a causa de las fisuras que se formaban sobre ellas. Los patinadores se desviaron hacia la orilla.
- No deberíamos arriesgarnos, total llegaríamos a medianoche a Grinwich. ¿Por qué no alquilamos un carruaje? -preguntó Fan.
- El tío nos dijo que si realmente se helaba el río, los echaría directamente, y fíjate, se está congelando por allá arriba, pero no lo suficientemente rápido para que nuestros patines aguanten. Así que… los hemos perdido -explicó Ann.
- ¿A quién habéis perdido? -preguntó Felix.
- Ah, sólo a su ridículo barco, uno que patrocina. No tiene importancia. La casa de la tía está arriba de Black Death Heath. Vamos para allá. Además, a ella le va a encantar Felix. Primero cenaremos y después, tal y como nos ha prometido, Felix, ¡nos retratará!
Las antorchas también ardían a intervalos en la oscuridad de la noche de Black Death Heath marcando el camino desde el pueblo hasta la inmensa mansión de la tía de las patinadoras. Mientras se dirigían hacia allí en carruaje, Felix notaba señales que le apuntaban directamente, incluyendo el Observatorio de Grinwich, donde se predecía el tiempo, y que surgían de una pequeña colina cubierta de árboles.
Una multitud de luces alumbraban el camino hasta la casa de la tía Coffee.
Felix había estado en grandes mansiones gracias a su versatilidad de papeles: como cantante, como artista y hacía ya mucho tiempo, como invitado. Y hacía mucho, muchísimo tiempo, Felix había vivido en la gran mansión de su padre. Pero a Felix no le gustaba pensar en ello muy a menudo.
Aunque no estaba acostumbrado a ese tipo de cosas, siempre se amoldaba a esos espléndidos lugares a una velocidad vertiginosa. A pesar de su inapropiado abrigo, sombrero y bufanda, la tía Coffee enseguida le dio una cálida bienvenida en una amplia sala de paredes verde pastel llena de antiguas estatuas procedentes de Grecia, con una gran chimenea y con aperitivos servidos en una vajilla de porcelana china azul. Todo el mundo se lo estaba pasando en grande…
Hasta que la puerta se abrió.
- El señor Harry Coffee -anunció el mayordomo.
- Harry, ¿qué estás haciendo aquí? -refunfuñó la tía-. Se suponía que ibas a estar ocupado en un duelo en Rowhampton, ¿no es así?
- Eso era ayer -contestó Ann.
- Y las cosas no fueron… -empezó a explicar Fan.
- ¡Eso es! -gritó el recién llegado desde la entrada-. Apareció un charlatán de poca monta y lo echó todo a perder. Después ya no tuve la sangre fría para hacerlo. Un día de Navidad que siempre quedará como una mancha para mí. Y para Perry también.
Felix Phoenix ahora sabía que los dioses del Castigo Divino eran capaces de hacer este tipo de trucos injustos.
Y mientras los diminutos ojos de bala de Harry se giraban para mirar a Felix, su boca se iba agrandando cada vez más a la vez que lo maldecía con insultos innombrables. Para entonces, Felix ya se había levantado y lo saludaba.
- ¿Qué diablos hace… aún está aquí, pero quién se cree… acaso me está siguiendo?
- ¿Es éste el caballero con el que realizabas el duelo? -preguntó la tía, animándose-. Entonces, ¿por qué no puede ser nuestro invitado, si no podemos organizar nada violento?
- Ni en broma -dijo Harry-. ¡Ni por todo el oro del mundo! Este hombre es, imagino, Jack Cuckoo, el peor ladrón de Inglaterra. Su cabeza tiene el sustancioso precio de cincuenta coronas. Ahora que lo tengo ante mis ojos, lo reconozco. -Y en ese preciso instante la ira y la alegría de Harry se mezclaron en un solo sentimiento-. Presentaré una denuncia ahora mismo. Pilchard -añadió dirigiéndose al mayordomo-, dirígete hasta la comisaría y envíame a la policía de Black Death.
- ¡Oh! -exclamó Fan-. ¡Qué emoción! Pero, tía, antes de que a Felix lo cuelguen en Oldengate, por favor, ¿podemos mostrarle la maqueta del barco del tío que está en el comedor? Tiene muchísimas ganas de verla… un último deseo, y ya está…
Antes de que la tía, Harry o Pilchard pudieran recuperarse del estado de confusión en que se hallaban, las chicas ya habían sacado a empujones a Felix de esa sala arrastrándolo hasta la puerta.
- Aquí tienes la maqueta…
- No seas boba, Ann. Rápido, por este pasillo. Ahora, sal por la ventana. ¿Ves la torre del observatorio iluminada? En esa colina hay un pequeño camino que conduce directamente al río…
Felix salió por la ventana y cayó, cuidadosamente, desde una altura de tres metros sobre la nieve.
El deslumbrante observatorio parecía estar a kilómetros de distancia, mientras la cárcel de Oldengate parecía estar muchísimo más cerca de allí. Pero, al igual que con las grandes mansiones, Felix también se estaba acostumbrando a huir.
Art había revisado la lista de los más o menos diez puertos que tenían que visitar. Lugares como Hasta que Perezcáis, El Portón de Margarita, El Portón de Ariete, Dover, Nido de Mazmorras, San Leonardo y el Dragón, Brig Town… Si abrazaban toda la costa hasta Port Mouth y se detenían en cada puerto, probablemente les llevaría un mes entero recorrer aquel trayecto. O incluso más, dependiendo del tiempo invernal.
Pero el barco cafetero era muy endeble, con lo cual tendrían que navegar cerca de la costa continuamente.
A pesar del escándalo que armó el patrocinador, esa noche habían corrido sobre el gélido hielo que cubría el río hasta Rottenhythe y allí echaron el ancla de juguete. Los marineros contratados, la verdadera tripulación, se marcharon del barco camino del pueblo más cercano y todavía no habían regresado.
- Estamos muy relajados, como las calmas ecuatoriales procedentes del norte de las Amer Ricas -dijo Eerie.
«No se parecía ni de lejos a eso», pensó Art. Estaban atrapados por el hielo, como en la Antártica. Y además:
- ¿ Cómo puedes saber cómo son las calmas ecuatoriales si jamás has estado en alta mar?
- Simulábamos que estábamos allí.
Al mediodía, el hielo se iba deshaciendo. Pero los marineros que faltaban aún no habían regresado.
¿Le resultaba familiar el hielo? Sí… los icebergs flotando como velas de color verde… Y las calmas ecuatoriales, también las conocía. Recordaba cuando la Inoportuna Forastera tuvo que ser remolcada por tres joviales barcos a base de remos, pues no soplaba suficiente viento para poder moverla.
- ¿Qué estás mirando, pequeña? -preguntó Salt Peter.
Art pestañeó y observó, en vez del océano imaginario, el muelle del río.
- Alguien está huyendo -contestó Art.
- Si alguien huye es porque alguien o algo lo persigue, tal vez son jinetes a caballo… ¿Una caza? ¿Un hombre cazando?
- ¡Mira! -dijo Salt Walter uniéndose a su conversación-. Alguien ha saltado desde ese pequeño puente y ha caído sobre el hielo. ¡Guau! Menudo aterrizaje, y mira, ahora está patinando… ah no, está deslizándose sobre el río.
Todos lo observaban mientras en algún lugar del cielo cacareaba el loro, quien desde las alturas tenía la mejor vista de todos.
En dirección este de donde el barco cafetero se había incrustado en el hielo, se podían ver extensas áreas desheladas por el sol de la mañana y en la orilla la capa de hielo estaba empezando a resquebrajarse. Durante la noche anterior, la escarcha se había tejido de forma ceñida sobre las aguas y el diminuto barco se había resentido. Ahora el río empezaba a descongelarse poco a poco.
- Se va a caer en el agua helada, seguro.
- Mira, mira… casi se cae -añadió Eerie, quien estaba apoyado en la barandilla.
En la orilla arbolada, entre barracas y almacenes, hombres montados a caballo cabalgaban arriba y abajo, obviamente decididos a no arriesgarse a pisar en la parle medio helada del río.
- Son policías.
- Entonces, es un criminal que huye de la justicia -dijo Walter.
«Y yo lo conozco», pensó Art.
De hecho, reconoció su abrigo, pues había sido suyo durante años. ¿Sería el hombre a quien había robado en el parque Wimblays?
Mientras corría, Félix miraba tristemente hacia el barco. El Café Pirata era exactamente la maqueta del barco que había visto el día anterior, cuando Fan y Ann lo ayudaron a salir por la ventana. Toda esa noche había sido un fugitivo. Y había sentido frío por el invierno pero calor por el ejercicio que comportaba escapar.
Aún bajo la sombra azul del barco, Art pudo contemplar la blancura del cabello de Felix.
En ese mismo instante, Felix llegó al borde del hielo. Se detuvo, mirando fijamente al barco y la cantidad de agua que los separaba.
En la orilla, una pistola se descargó, formando un humo polvoriento, un destello púrpura y amarillo y un chasquido ensordecedor. Terriblemente interesante.
Art señaló a Felix con el dedo.
- Subidlo a bordo -ordenó Art.
- Pero es un criminal -sugirió Eerie.
- Lo dudo -replicó Art.
De todas formas, Ebad ya estaba descolgando el extremo de una cuerda por un costado del barco hacia el hielo.
Entonces Felix alzó la mirada y vio a la tripulación, y también a Art.
- ¡Tritones y sirenas! ¡No puede trepar!
Los policías, al ver la cuerda, empezaron a disparar sus pistolas desde la orilla. O tenían mala puntería, o las pistolas policíacas eran de juguete.
- ¡Eh, usted! ¡Ahí abajo! ¡Agárrese de la cuerda y aguántese! -bramó Eerie.
Felix asintió con la cabeza y agarró la cuerda. Mientras el resto tiraba de ésta, Felix saltó sobre el agua dirigiendo sus pies hacia un costado del velero, a la vez que lo arrastraban.
Su rostro pálido, cansado y hermoso se balanceaba hacia delante y atrás, acercándose cada vez más, hasta que lograron subirlo hasta la barandilla del barco.
Felix se sentó sobre la cubierta, mientras la tripulación de Molly observaba con atención su rescate.
Los hombres de la orilla gritaban sin parar a la vez que sus viejas pistolas seguían disparando. Un par de balas chocaron con los cascos del barco y Plunqwette, quien había estado descansando sobre la sobremesana, se revolvía tras las velas gimiendo apenadamente.
Art se apoyó en la barandilla. Tenía la pistola de Jack Cuckoo, quien la había intentado cargar antes de tirarla. Guiñó un ojo. Obviamente, jamás había disparado una pistola verdadera, pues todo formaba parte de una interpretación donde las balas eran de plástico. Aun así, apuntó y apretó el familiar gatillo. El impacto provocó un suave golpe sobre su brazo, ¿había sentido algo parecido antes? En la orilla, un sombrero de hombre con botones de latón brillaba sobre el hielo bajo la luz del sol.
Art volvió a disparar, y el segundo disparo fue directo a otro sombrero.
- ¿Balas? -preguntó ociosamente mirando hacia la orilla.
- No tenemos balas.
De pronto, Felix estaba detrás de ella. En su mano tenía tres de las balas de Jack Cuckoo, a quien no se las había devuelto, y la pistola con incrustaciones de plata del duelo de Harry y Perry.
Art la posó en su mano durante un momento. Era un arma mucho más liviana. La alzó un poco, disparó y desplomó dos sombreros a la vez.
Se notaba una cierta molestia entre los policías. Algunos de los caballos se habían desbocado. O eso, o los mismos policías se habían desbocado.
Art recargó el arma metódicamente, tal y como Molly le había enseñado, con las manos firmes.
Sólo el silencio de Felix era un poco diferente. Era calmado y muy deprimente. Entonces Eerie dijo:
- Ya puedes dejarlo, Art. Ya se han marchado.
- Se ha vuelto a olvidar -apuntó Black Knack hoscamente- de que somos actores. Ahora nos ha convertido en hombres buscados por la ley, y todo por este bamboleante barco.
- Tan sólo yo les he disparado -contestó Art-. Yo soy la única a la que buscarán.
- Y yo lancé la cuerda. Aquí tenéis a un esclavo libre -dijo Ebad-. Las persecuciones me consternan, queridos amigos. Así es.
Empezó a dar zancadas sobre la cubierta, y Eerie lo siguió.
- Ha intentado no herir a nadie -le dijo Felix a Art-. Aunque no eran malos disparos, de eso me he podido dar cuenta. ¿Por qué?
- Ya se lo dije una vez. No causo grandes daños. Jamás mato. Soy demasiado lista para eso.
- Tiene razón, ahora recuerdo que me lo dijo.
Felix miraba con atención a Art. Sí, era una mujer y aún llevaba su abrigo y su capa, pero no su sombrero. Tenía el cabello castaño oscuro, con una extraordinaria mecha que le recorría por un costado, rojiza como el pelaje de un zorro. ¿Se parecía más a un astuto zorro que a un peligroso leopardo? A ambos, pensó.
En realidad, Felix no tenía la intención de quedarse con ninguna de las balas, de hecho se había olvidado de ellas hasta ese mismo instante. Fue cuando cerró su mano, como acto reflejo, mientras el ladrón se largaba con su anillo de cristal rojo.
- ¿Qué le debo por salvar mi vida? -le preguntó al zorro-leopardo.
Art le lanzó una mirada fría como el acero.
- Nada. Usted es mi excusa perfecta para practicar un poco con mi puntería. Se puede bajar en el próximo puerto.
- La policía los denunciará.
- Pero -dijo Art- podemos fingir que fue usted quien los disparó y no nosotros.
Felix empezó a carcajearse con musicalidad. Captó la atención de Art tan sólo durante medio segundo, nada más. Era el momento, creía la joven, de aprovechar la oportunidad que finalmente se le presentaba y se fue dando zancadas.
- Prestad atención -les dijo a los piratas-actores que permanecían de pie, con sus cordones y plumas, monedas y alfanjes-, el hielo ya se ha fundido, así que vayámonos antes de que vuelva la policía.
- Los marineros aún no han regresado -intentó vocalizar Walter.
- Eso no me importa -contestó Art-. Nosotros tripularemos el barco.
Ebad estaba bajo el castillo de proa y observaba a Art sin dar crédito a lo que estaba escuchando. Entonces Eerie exclamó:
- Artemesia, nosotros no podemos tripular un barco.
- ¡Pero lo hemos hecho millones de veces! -replicó Art.
- ¡Sobre un escenario!
- ¿Qué diferencia hay? Tablas, una cubierta; maquinaria que nos balancea, corrientes marinas.
Black Knack hizo una mueca y empezó a dar golpes por toda la cubierta y a vomitar por los dos lados del barco.
- ¿Lo ves? Así somos nosotros, Art -dijo Eerie.
Delante del barco, el hielo resquebrajado producía chasquidos, se partía y ofrecía así más agua en su camino. Art miró a Ebad.
- Leva el ancla, señor Vooms.
Ebad se encogió de hombros. Poco a poco se fue poniendo de pie:
- De acuerdo, capitana Blastside. Hacedlo, compañeros. Levad el ancla.
Salt Walter y Peter intercambiaron miradas. Fue Honest Liar quien empezó a juguetear serenamente alrededor de ellos y empezó a centrarse en la cadena del ancla moviendo el cabestrante él solo.
Felix permaneció en la barandilla, aislado de todos ellos y observando cómo se alejaba la orilla. Art podía imaginarse perfectamente al elegante y cortés jovenci- to caminando con un libro sobre su cabeza para aprobar Conducta Femenina.
Primero Salt Peter y después Dirk se dirigieron hacia la barandilla donde estaba Black Knack y vomitaron. «Lo hacen a propósito -pensó Art-, al igual que Whuskery y Eerie.»
El loro daba vueltas sobre el barco, sobrevolándolo a baja altura. Art caminó hasta la popa para tomar el timón y así dirigirlo, intentando evitar los pedazos de hielo. Sabía exactamente cómo hacerlo, a pesar de que jamás lo había hecho. Debajo, en la bodega del barco, entre los sacos de café, podía escuchar al perro, Muck, que aullaba como un lobo.
Y entonces el clima cambió y el mar empezó a picarse y a ponerse bravo. Tenían el viento a su favor y las diminutas velas chirriaban mientras las extendían. Navegaban río abajo en dirección al mar y de repente, al fin, Art pudo percibir, a pesar del aceitoso dulzor del café, la brisa marina…
- Pero uno de los principales propósitos en la promoción del café es que representemos un espectáculo, así que tenemos que parar en todos los puertos e interpretar el numerito.
- En los puertos de Hasta que Perezcáis habrá policías, y el tráfico del río es bastante denso. Además, también hay una fortaleza… -dijo Art.
- Pero estarán buscándolo a él -exclamó Black Knack, señalando a Felix con su dedo índice, lleno de mugre negra-, no a nosotros.
- Ya sé que lo mencioné antes, pero ahora he cambiado de opinión. Y tú, Black Knack, estabas en el lado derecho. Deben estar buscándonos a todos y cada uno de nosotros, pues saben que hemos ayudado a escapar a un criminal.
- Tú lo has ayudado, tú y Ebad Vooms.
Felix permanecía en pie, sin pronunciar palabra y con la mirada perdida. Él no se había ofrecido a bajar del Café Pirata, ni tampoco nadie se lo había pedido. Entonces, Eerie dijo:
- Quizá podamos detenernos en el próximo puerto. Puede que las noticias aún no hayan llegado tan lejos.
- No nos vamos a detener en ningún puerto -contestó Art-, vamos a rodear la costa. Tenemos suficientes provisiones para sobrevivir en este corto viaje, a pesar de la tacañería de vuestro patrocinador. Las he comprobado yo misma, aunque Whuskery ha intentado por todos los medios impedírmelo.
- Pero Art, Art, ¡el anuncio!, ¡el patrocinador!
- ¿Por qué lo defiendes? ¿Es que acaso quieres casarte con el café?
- Él es quien paga.
Art estaba de pie, con sus larguísimas piernas -calzadas con las botas- separadas y ancladas sobre la cubierta, a pesar de los tambaleos del barco. Aun así, se dio cuenta de que a pesar de que el mar estaba muy picado en esa zona, la mayoría de la tripulación se había recuperado del mareo.
- Tengo una idea mejor. Escuchad, navegaremos hasta Port Mouth, y allí presentaremos vuestro espectáculo.
- Eso no es lo que quiere el señor Coffee.
- Eso es lo que yo quiero.
Estaban boquiabiertos y la miraban fijamente. Tan sólo una mancha color verde sobre el castillo de proa, Plunqwette, y Ebad, quien estaba sentado sobre un barril de café mientras fumaba lentamente su pipa, la miraban con una mirada diferente, una mirada meditabunda, pensativa.
Se creó una atmósfera rebosante de murmullos y palabras entre dientes, pero fue Black Knack, con su parche en el ojo, quien rompió el hielo y se lanzó sobre Art.
- ¡Niña, vas a hacer que naufraguemos! ¡Nos colgarán a todos por tu culpa! Tan sólo eres una jovencita del tres al cuarto, una niña. ¿Quién eres tú para decirnos «quiero esto, quiero lo otro»? Te inmiscuyes en nuestras vidas cuando a ti no te ha faltado de nada, ni tan sólo un botón, porque claro, la niña tiene a su pa- paíto para que le pague todo. En cambio, nosotros tuvimos que luchar, nadie nos ofrecía trabajo por pensar que traíamos mal fario después de lo que pasó con Molly y ese cañón. Tu madre, cuando estaba viva, nos cuidaba y nos daba órdenes y nosotros estábamos contentos con eso. Pero tú…
Y no pudo proseguir, pues Art había avanzado hacia él, le había quitado el parche que llevaba en el ojo y le había dado un par de bofetadas en sus mejillas sin afeitar.
El rostro de Black Knack se tornó del color de la remolacha acompañada con una salsa de vino tinto. Alzó su puño, y Eerie y Ebad, sorprendidos, dieron un paso hacia delante, pero Art ya había evitado el golpe de Black Knack con el movimiento zigzagueante perfecto de una luchadora experta. Acto seguido, oscilándose hacia atrás, lo embistió con un golpe magistral justo en el único punto afeitado de su mandíbula.
Los ojos de Black Knack, encendidos, estaban abiertos de par en par. Se desplomó en cuestión de segundos y cayó, con un duro golpe, sobre la cubierta.
Casi toda la tripulación se había arremolinado alrededor de ellos. A excepción de Felix, quien se había alejado de la popa y estaba observando algo realmente fascinante e increíble sobre el río. Tampoco se acercó al grupo Ebad, quien aún permanecía pensativo sobre el barril. Mientras, el loro se arreglaba las plumas.
- Según la Ley Pirata de los Siete Mares -dijo Art-, quien no esté de acuerdo con mis reglas podrá luchar contra mí. Es justo. -Y amigablemente añadió-: Sois unos caballeros. Sé que no osaréis luchar lodos a la vez contra mí, sino uno por uno, en un orden correcto. Así pues, estoy lista para cualquiera que desee combatirme. Aunque Blacky ha utilizado el puño, preteriría la espada o la pistola para la próxima vez.
- Artemesia -dijo Eerie.
- Si vuelve a llamarme así, me arrojaré sobre usted, señor O'Shea. Odio recordárselo, pero mi espada es real. Soy Art Blastside. O, si lo preferís, capitana Blast-side.
- ¡Art! ¡Oh, por el sagrado cerdo de oro de Eira! -exclamó Eerie alzando los ojos hacia el cielo.
Peter y Walter, enrojecidos al igual que su cabello, parecían estar nerviosos, inquietos. Habían visto a Molly luchar, de hecho habían crecido viéndola, pero sobre un escenario. Art luchaba igual que Molly pues la había entrenado durante los años anteriores al terrible accidente. Había peleado en el escenario, pero Art, en cierta manera, había convertido la ilusión en un hecho. Honest Liar tan sólo sonreía abiertamente, asintiendo con la cabeza a Art.
- Bien -dijo Art-, ¿alguien?
Whuskery alzó la voz y exclamó:
- Art, esto no está bien…
- ¡Pero no la animéis! Miradla a los ojos, ardientes y gélidos, nos cortará la cabeza con sólo un pestañeo.
En la parte baja de la cubierta, Black Knack estaba sentado como una serpiente, enroscado, y se frotaba la mandíbula mientras gruñía.
Entonces, Art se le acercó.
- ¿Ya está más calmado Blacky? ¿O quiere otro ataque ?
- Tienes una empuñadura muy dura, Art -dijo Black Knack-, por poco me rompes la mandíbula.
- Usted tiene una mandíbula muy dura, señor Kack, por poco me rompe la mano.
Black Knack asintió con la cabeza y se levantó.
- Tú ganas. De momento.
Por encima, el velamen chirriaba en los pequeños astilleros.
- Orientad las velas hacia el canal -ordenó Art-. ¿Quién va a subir? De acuerdo, yo escogeré. Honest, Walter y Peter.
Aún chirriaban cuando al fin Honest Liar alcanzó el mástil principal. Walter, que era mucho más liviano, fue subiendo con descontento hacia la sobremesana y se agarró a ella como un lirón a una mazorca de maíz y después empezó a trepar como un verdadero experto. Peter iba trepando por el trinquete, aunque sólo le preocupaba que su hermano Walter avanzara con seguridad.
Entonces Art gritó:
- ¡Arría esa bandera con la taza y las cucharas, Honest!
- Sí, sí, capitana.
- Entonces, ¿qué colores ondearemos, Art? -preguntó Eerie con aire aturdido.
- Por ahora, ninguno. Pero cojamos prestado un poco de café preparado y os lo demostraré.
- ¿Lo tenías todo planeado, Art? -Eerie la miró fijamente y continuó-: Antes has mencionado que interpretaríamos un espectáculo cuando llegáramos a Port Mouth, pero ¿qué tipo de espectáculo, Art?
- Un concurso -respondió Art.
- ¿Y la publicidad?
Pero Art ya le había dado la espalda. Pocos instantes después, desde la galera superior, emanaba el exquisito olor del café. Whuskery apareció con una bandeja de cafeteras y tazas de hojalata.
- Nada de eso -dijo Art-. Retira todo eso y viértelo sobre la olla del cocido.
Whuskery dio media vuelta refunfuñando.
Dirk se llevó de repente la bandeja de cafeteras y tazas de Whuskery mientras le balbuceaba:
- Oh, es muy salvaje, muy agresiva. Te aconsejo que no la provoques.
Muy avanzada la tarde, el barco cafetero perdió todos los colores excepto el marrón y el blanco. Es más, si no fuera por las velas, el marrón habría cubierto el barco de proa a popa. Habían utilizado gruesos granos de café que habían traído en relevos desde la galera para así poder pintar sobre el amarillo canario y los adornos escarlata, e izaron una bandera blanca hecha a partir de la mitad de una vieja camiseta decorada con una raya color marrón. Parecía ser algo inocente, pero a la vez podría haber significado alguna cosa.
El nombre del barco también había sufrido algún cambio, pues Art y Honest, suspendidos de un lado del navio, lo habían desfigurado. Ahora, el Café Pirata parecía un pequeño pero a su vez distinguido velero de placer, que había navegado, quizá, bajo tempestades que habían causado más bien una pérdida total de inteligencia que graves daños. Todo esto era perfectamente visible gracias a un aparente nombre comercial en el costado: Ca irata. El mascarón de proa también lo habían «retocado», y la dama ya no sujetaba ninguna cafetera.
- Todo esto para nada -se quejó Eerie.
Sin embargo, y a pesar del nuevo disfraz, se dirigieron con sigilo hacia los muelles de Hasta que Perezcáis sobre la medianoche a la vez que pasaban con cautela cerca de las bengalas de los muelles y de los faros de otros barcos que reposaban permanentemente anclados sin la menor intención de zarpar. En el viejo y lúgubre fuerte siempre miraban al mar en busca de los franceses creyendo que en cualquier momento intentarían invadir la Libre Inglaterra, pues aquéllos aún vivían en monarquía. Así que el fuerte no tenía ojos para un pequeño velero marrón de tres mástiles.
Más allá de los muelles y del puerto, el estuario bostezaba sobre el canal de la Libre Inglaterra, donde las orillas y la niebla se asemejaban a figuras fantasmagóricas en la distancia. Una especie de escarcha cubría los mástiles, pero no había ni nieve ni hielo por los alrededores.
Se mantuvieron cerca de la orilla hasta el amanecer, cuando el mar se abrió ante ellos. No podían ver ni el principio ni el fin de un mar teñido de gris marengo por los primeros rayos de sol.
- ¿Es Francia, esa orilla que se ve a lo lejos? Ah no… es tan sólo niebla otra vez…
- ¡Demasiada agua! ¡Mirad! ¡Está por todas partes! ¡Oh, voy a… uughh!
- ¿Dónde está el perro? ¿Dónde está Muck?
- Se fue nadando anoche, todo manchado y salpicado. Se fue derecho hacia el muelle. La verdad es que ese perro tiene demasiado sentido común como para adentrarse en el mar.
¿Se había sentido alguna vez tan sola?
Sí. Art pensó que probablemente se había sentido así más de una vez desde que Molly falleció.
Después de eso, apenas había visto a su padre y desde luego jamás había sentido deseos de verlo. La Academia de Ángeles estaba llena de niñas y jovencitas prácticamente iguales las unas a las otras, pero ninguna se asemejaba a Art.
Sin embargo, esos hombres habían sido en otro tiempo la familia de Art. La única, de hecho, que había tenido. Y ahora… ya no lo eran.
A lo mejor debía, pensó, haber intentado simplemente participar en su obra. Pero aquello no tenía sentido. No lograba acordarse de nada de eso, ni de los escenarios, ni de la maquinaria que hacía mover las verdes olas, ni de las flotas de embarcaciones falsas, ni de las láminas de metal que provocaban los sonidos de las tormentas… Tan sólo recordaba los latigazos de las ventiscas y de las olas, los cielos y océanos colosales, las costas doradas y las costas rebosantes de marfil y esmeraldas.
Ésta, con el canal color grisáceo y con Whuskery vomitando justo detrás del camarote de Art, era la pura y cruda realidad.
Pero ella estaba sola.
El loro, sentado sobre el barril de café que estaba detrás de ella, emitió un silbido y dijo:
- ¡Piezas de corcho!
- No hablas, ¿verdad? -dijo Art-. Pensé que Molly te había enseñado muchísimas palabras y frases, para poder mantener una conversación contigo… o pretenderlo.
- ¡Molly! -gritó el loro mientras se le erizaban las plumas-. ¡Polly quiere Molly!
- Sólo me tienes a mí, viejo pájaro. Lo siento.
- ¡Muhuras de oro! ¡Piezas de ocho!
De repente, alguien llamó a la puerta con mucha educación. Era Felix. Oh, él era de ese tipo de personas «pie llamaban a la puerta, mientras que los demás tan solo entraban bruscamente, aunque afortunadamente podía escuchar la mayoría de sus pisadas mucho antes ilf que llegaran e irrumpieran en el camarote.
- Sí, señor Phoenix, adelante.
El joven se adentró en el camarote, cerró la puerta y se quedó mirándola fijamente.
- ¿Y bien? -dijo Art.
- ¿Cuándo me va a dejar marchar de su bote?
- Barco, señor Phoenix. A pesar de sus medidas, sigue siendo un barco. En cuanto a cuándo desembarcará, eso será cuando nos detengamos en algún lugar, supongo.
- Había pensado que quizá podría ser en los muelles de Hasta que Perezcáis.
- Evidentemente, no. Parece que está usted impanciente por marcharse. ¿Acaso va a intentar hacernos ilauo?
- Mi presencia les ha causado ya bastantes problemas.
- Posiblemente, pero en realidad usted tan sólo es un problema de importancia menor, señor Phoenix.
- Bien, señorita Bla…
- Capitana.
Felix arqueó sus oscuras cejas, que a Art le parecían tan extrañas como sus pestañas, que también eran de color oscuro a pesar de tener un cabello tan claro.
- Bueno, capitana -añadió Felix-, en realidad yo no pertenezco realmente a esta pandilla de matones, ladrones y… piratas. Lo lamento.
Art lo miraba con atención, y después sonrió.
- ¿Es que acaso no le han convencido, señor, de que son meros actores?
- No tengo ni la menor idea de lo que todos ustedes son, pero éste no es mi lugar.
- No se inquiete. Si el tiempo nos acompaña y el viento sopla a nuestro favor, estaremos en Port Mouth en una semana. Entonces, podrá salir corriendo como una niña.
- No quiero parecer ingrato -dijo-, usted y sus… y sus hombres salvaron mi vida.
- Oh, estoy segura de que no fue así, señor Phoenix.
- ¡Loro pirata! -gritó Plunqwette.
- A no ser que quiera salir nadando hacia el puerto más cercano, señor, como Muck, el perro más limpio de Inglaterra.
- No sé nadar -añadió Felix-. De hecho, la mitad de sus hombres no saben nadar, ¿lo sabe, verdad?
- Gran parte de la Marina inglesa, señor, y casi todos los piratas y comerciantes desde Inglaterra hasta las Azules Indies, no tienen ni la menor idea de nadar -contestó Art-. Y eso no nos ha detenido a ninguno de nosotros.
- Gracias -dijo Félix dirigiéndose hacia la puerta.
- ¿Por qué? ¿Está agradecido por nada?
- A veces. A veces lo prefiero antes que estar agradecido por algo.
Fuera del camarote, Art alcanzó a escuchar que algunos de sus hombres empezaban a cuestionar a Felix ron ansiedad. Naturalmente, Felix les caía bien, pues creyeron, incluso antes de que Art se lo confirmara, su explicación sobre la identidad equivocada que le habían otorgado, la del criminal Jack Cuckoo. El día anterior les había cantado una canción a petición del público con su preciosa voz, y Eerie había exclamado:
- ¡Podrías cubrirte de gloria y oro con esa voz!
Ellos sabían mucho más sobre Felix que la propia Art, pues él hablaba mucho con ellos.
Pero realmente Felix no le importaba. Tan sólo le molestaba a Art porque estaba ahí, durante el viaje, y de hecho desde el momento en que lo vio aparecer sobre el hielo, ella ya había hecho sus propios planes.
Era el momento de salir y de rondar por la cubierta para comprobar qué estaban haciendo los hombres. ¿En quién podía confiar?
El loro dio un brinco, se posó sobre la muñeca de Art y caminó como si fuera un pato por el antebrazo de la chica hasta llegar al hombro.
- ¡Isla del Tesoro! -dijo el loro, y empezó a escarbara entre sus plumas en busca de una de las últimas pulgas de Felix.
Durante los siguientes días, Ca irata navegó por las ondeantes playas de las costas inglesas, alejándose de calas y bahías profundas, evitando pueblos pesqueros, aldeas costeras y puertos que poblaban costas acantiladas. El tiempo estaba de su lado, calmado, pero el paisaje se veía teñido de blanco por el invierno e incluso a veces la bruma cubría las orillas. Art no las reconocía. Eran ajenas a ella y completas desconocidas, de hecho era todo lo demás lo que conocía.
Si alguien en tierra firme se hubiera percatado del barco, y seguramente alguien lo había hecho, lo habría considerado como algo insignificante, cosa que no concordaba en absoluto con lo que el patrocinador tenía en mente. Pero la tripulación trabajaba codo con codo aunque más bien de una forma desorganizada, asumiendo ciertos papeles y funciones que Art les había encomendado, que de hecho eran las mismas que las que tenían en la obra de teatro. Whuskery se quedó con el peor papel. Él había sido, quizá, un maravilloso cocinero en la obra, pero lo que ahora preparaba en la diminuta cocina era realmente espantoso.
Ebad era el primer oficial, cuando en la obra hacía el papel de segundo oficial, Eerie era el segundo, cuando en la obra era el tercero. Nadie decía nada de Hurkon Beare, quien había interpretado el papel original de primer oficial en la obra.
- Se fue a Canadia -sugirió Salt Peter-. Era ca- nadense. Se le rompió el corazón -prosiguió- cuando Molly falleció.
El mar se tornó bravo justo cuando pasaron por una aldea que se veía sutilmente a lo lejos, Saint Leonard-and-the-Dragon, y la mancha de café empezó a limpiarse gracias al agua que se colaba por la cubierta. Volvieron a embadurnar el barco cuando al fin los habituales miembros de la tripulación pararon de vomitar.
La tinta y el papel dieron color a las gaviotas y a unas cuantas palomas gritonas que seguían al barco por el perfume de café y que tenían una alocada necesidad de probar los granos. A veces, aterrizaban sobre la cubierta, se peleaban y finalmente se abalanzaban sobre los barriles y los sacos, aunque a veces el loro intentaba combatirlas descendiendo en picado y revoloteando de un lado para otro. Las actividades de las palomas y las plumas de varios colores otorgaban a Ca ir ata un aspecto más colorido: negro, blanco y verde.
- Art y ese loro. Dos de la misma especie. Luchadores Matones.
Qué va, Black Knack. Es la chica de Molly. Ten paciencia. Volverá a sus cabales, créeme.
Ahora a Art aquellos hombres le parecían, a veces, incluso auténticos piratas. Incluso las palabras y las frases que utilizaban eran mucho más ornamentadas, como en la obra, o como en el barco pirata, donde bravuconerías, amenazas y fantasías estaban a la orden del día.
Mientras los observaba, Art los veía cómo se pavoneaban en la cubierta con sus abrigos llamativos y las manos sobre las empuñaduras de sus alfanjes. Esas armas, junto con las pistolas y las balas de sus cinturones, eran falsas, a pesar de que no lo parecían.
Pasaban por Brig Town un domingo por la mañana cuando, de repente, unas pancartas rojas y amarillas aparecieron en la orilla en las que se podía leer con claridad: «Bienvenido, Café Pirata».
Los supuestos piratas, que ya no patrocinaban el café, empezaron a maldecir y a quejarse. Casi se produjo otra pelea. Art llevó a cabo el truco de Molly por segunda vez, y los pantalones de Whuskery aterrizaron sobre las tablas de madera, así que Peter tuvo que coser los botones una vez más.
Tan sólo Honest se lanzó hacia su nueva vida sonriendo.
Tan sólo Ebad se contenía y permanecía indescifrable mientras interpretaba su papel de primer oficial sin poner ninguna pega.
Y tan sólo Felix se mantenía completamente al margen, sin formar parte de nada. Excepto cuando les cantaba a la tripulación de Art si éstos se lo pedían y los retrataba si éstos se prestaban a posar o caminaban con rigidez, pues Felix les había hablado de sus capacidades artísticas. El chico era uno de los suyos y, a la vez, un intruso voluntario.
- Tan sólo tú y yo, pequeña -le dijo Art a Plunq- wette.
A veces, Art se preguntaba si todos intentarían huir en Port Mouth, pues hasta Muck había abandonado el barco.
Pasado Brig Town, el paisaje se extendía de tal forma que parecía que un cálido suspiro lo ensanchara, y el colorido del mar se intensificaba según su profundidad. El barco realizó un movimiento náutico que provocó que muchos de los tripulantes corrieran hacia la barandilla. ¿Serían sus náuseas reales? Al fin y al cabo, si la maquinaria del escenario recreaba justo ese balanceo y esos golpazos con las olas, ¿por qué en esa época no sentían náuseas? Quizá porque entonces sabían que no estaban en alta mar. Black Knack era el peor de tollos. Lo hacía tan habitualmente, que Art se preguntaba si en realidad se lo provocaba él mismo. Pero, a la vez, también admiraba, en parte, su truco exasperante de darle la vuelta al hecho de vomitar y crear con ello una protesta agresiva.
La noche empezaba a robarle los últimos rayos de sol al día cuando Port Mouth apareció a unos dos kilómetros de distancia, con sus inmensos edificios que lanzaban destellos dorados, ventanas que hacían de espejo al sol poniente, como si fueran lentejuelas del tamaño de una muñeca.
- ¿Lo veis? Existe -dijo Art en tono de burla.
Todos, por una vez unidos como una piña, miraban fijámente hacia Port Mouth, con su redondeada bahía y un extensísimo puerto, coronado por una fortaleza que tenía la función de faro. Allí, las aguas estaban atibo-rradas de barcos afilados y relucientes e incluso, en la distancia, pintados y limpios, con las velas arriadas o izadas firmemente, balanceándose suavemente como si unas en un mar invernal que parecía casi estival, se parecían al color de los ojos de Felix Phoenix. Las ga-v iotas revoloteaban por todas partes, como copos de nieve que descendían del cielo azul.
«Conozco este pueblo -pensó Art-. He estado aquí antes. Me dirán que no es cierto, pero aunque sólo lo tuviera como un mero dibujo en mi mente, me resulta familiar.»
Otro pensamiento le vino a la mente y le susurró suavemente con amabilidad: «Bien, Molly debió enseñarte pinturas y dibujos de todos estos lugares. Por eso reconoces éste».
«Entonces -pensó Art-, los reconoceré todos.»
Entre ellos y el puerto reposaba una pequeña isla cercana a la costa conocida por el nombre de isla Spice. Allí habían construido almacenes, y la brisa que corría por la tarde olía a jengibre, canela y caramelo, cosa que explicaba por qué las gaviotas cafeteras que habían acompañado durante todo el viaje a Ca irata ahora estaban emigrando del barco y reuniéndose con otros pájaros, como gaviotas, palomas y cuervos, que sobrevolaban la isla y el puerto.
- De acuerdo, haremos escala en la isla -dijo Art.
Allí había unos cuantos barcos anclados, aparentemente más abollados y de menor tamaño que los del puerto.
- Pero -dijo Walter-, y después de eso, ¿qué?
- Yo y un par de vosotros -contestó Art- iremos a tierra firme. Utilizaremos algún bote que recojamos. De hecho puedo ver unos cuantos desde aquí, cerca del esquisto.
- A eso se le llama robar.
- No, porque los devolveremos.
- Y tú, Salt Walter, nos ayudarás remando hasta allí.
- Jamás he remado, de veras, Art.
- Sí que lo has hecho, sobre un escenario.
- No te preocupes, Walt -dijo Ebad de repente-. Ai t, yo os llevaré.
Art dirigió una mirada de sorpresa a Ebad y asintió con la cabeza.
- Abordaremos la costa, compañeros. La isla Spice, bajo el manto del ala nocturna.
Todos la obedecieron. Habían escuchado y obedecido órdenes como éstas miles de veces, a pesar de que ninguna en alta mar.
Art se dirigió a la parte de la cubierta donde Felix permanecía en pie, solo y mirando las olas de las aguas de Port Mouth.
- Y usted, señor, cantará para nosotros en esa melódica voz que Dios le ha otorgado y que tiene algo de encantador.
- De acuerdo, si usted lo ordena.
- Quiero que nos oigan, que nos vean amables, lícitos, con mercancía, como si no tuviéramos nada que esconder. ¿Y querrá cantar un villano perseguido por la lirticia?
El sol se escondía por el horizonte como una moneda de oro en un bolsillo de terciopelo rojo. La oscuridad tomó el relevo y las estrellas iluminaban el cielo a la vez que los faros de la costa se iban encendiendo uno tras otro y entre los barcos acumulados les contestaban con luces.
Entonces Felix comenzó a cantar.
Era un soneto de Shakespur. No conocían la melodía la canción, pero cada uno de los actores agudizó su oído y Art se dirigió hacia el pequeño bauprés para escuchar mejor.
¿Quizá puede que seas como un día de estío?
No, hay en ti más belleza y también más templanza;
Troncos vientos sacuden los capullos de mayo
Y es muy breve ese tiempo concedido al verano.
Brilla el ojo del cielo con un fuego excesivo
Cuando no se ensombrece su semblante dorado,
Lo que es bello algún día menguará en su hermosura
Por el curso cambiante del azar o del tiempo.
Mas tu estío perenne no podrá marchitarse,
Ni perder la belleza que ahora tienes, y nunca
Va a jactarse la muerte de que estás a su sombra
Cuando en versos eternos con el tiempo perdures.
Mientras alguien aliente y haya luz en sus ojos
Vivirán mis palabras para hacerte inmortal.
Eerie, que estaba al lado del timón, se sonó la nariz.
- Ah, ésta era Molly. Podía haber sido la canción de Molly… podría haber sido escrita para ella…
Los demás escuchaban sin musitar palabra. Tan sólo los pequeños golpes de las olas, el crujido de la cuaderna y el suave sonido de las velas de lino acompañadas de la brisa y el viento de la costa los separaban de la canción.
Whuskery había estado dando brincos como un conejo desde la ventanilla de la galera. Honest y Peter, quienes se encargaban de las velas, permanecían colgados como monos, justo al lado de Plunqwette, quien miraba hacia el horizonte. Dirk y Black Knack estaban sentados sobre un barril de café. Ebad, fumando de su pipa y aún pensativo, exclamó cuando Felix acabó de cantar:
- Otra, señor Phoenix. Otra vez.
Art pensó: «Sí, por Molly». El rumbo no había caminado y las velas estaban izadas. Su madre ya no vagaba perdida entre las sombras de la muerte, pues estaba viva en sus memorias.
«Pirática -pensó-, mi madre.»