Capítulo XIV

«¡Oh! ¡Aah!». Cansado, me di vuelta y durante unos instantes me quedé preguntándome dónde estaba. Me desperté de mala gana… o me desperté a medias. Hacia el este el cielo estaba ligeramente rosado. Cristales de hielo suspendidos a gran altura en la corriente de aire proveniente de las cimas de las montañas lanzaban destellos prismáticos con los colores del arco iris. Directamente sobre mí el firmamento tenía todavía un color purpúreo intenso que se iba aclarando poco a poco. ¡Cáspita, qué frío hacía! El piso de piedra era como un bloque de hielo y yo temblaba. Mi manta delgada me protegía mal en mi frígido lecho. Bostezando, me froté los ojos para disipar el sueño y para demorar unos pocos minutos más el esfuerzo de levantarme en aquella mañana fría.

Irritado, y todavía medio dormido, busqué a tientas mi «almohada», que de día era mi túnica. Bajo los efectos de un sueño pesado, comencé a vestirme torpemente, tratando de averiguar qué le sucedía a mi túnica. Desesperado porque no podía despertarme del todo, hice un esfuerzo desacertado y me envolví en la túnica. Con un malhumor creciente descubrí en seguida que me la había puesto al revés. Rezongando en voz baja me la arranqué. Literalmente «me la arranqué», pues el viejo paño podrido se desgarró a lo largo de toda la espalda. Contemple lúgubremente la avería, desnudo en el aire frío, tan frío que el aliento me salía como una nube blanca. ¡Buena la había hecho! ¿Qué diría el maestro de los acólitos? Estropear una propiedad de los lamas, por un descuido injustificable, sólo podía hacerlo un muchacho estúpido, sabía que me diría, como me había dicho tantas veces.

No nos daban túnicas nuevas. Cuando un muchacho crecía y le quedaba corta la túnica le daban otra que había tenido que dejar otro muchacho por el mismo motivo. Todas nuestras túnicas eran viejas; algunas se mantenían sin deshacerse por fidelidad más bien que por su solidez. La mía había terminado, fue la conclusión que saqué contemplando sus restos miserables. Entre mi índice y mi pulgar la tela estaba rala, vacía, desprovista de «vida». Me senté tristemente y me envolví en la manta. ¿Qué debía hacer ahora? Juiciosamente, desgarré un poco más la túnica y envuelto en la manta fui en busca del maestro de los acólitos. Cuando llegué a su oficina decía ya cosas verdaderamente horribles a un niño que deseaba otro par de sandalias.

—¡Los pies fueron hechos antes que las sandalias, hijo mío, los pies fueron hechos antes que las sandalias! —gritaba—. Si me hicieran caso todos andaríais descalzos. Pero toma, aquí tienes otro par. ¡Cuídalas!… Bueno, ¿qué quieres tú? —me preguntó al verme envuelto en mi manta raída.

¡De qué manera me miró! ¡Como miraba siempre cuando esperaba que otro acólito podía pedirle algo de sus preciosas provisiones!

—Honorable maestro —le dije muy azorado—, mi túnica se ha desgarrado, pero es muy delgada y estaba gastada desde hace mucho tiempo.

—¿Gastada? —gritó—. Yo soy quien dice si una cosa está gastada y no tú, miserable muchacho. Ahora vete a tus tareas envuelto en harapos por tu audacia.

Uno de los monjes sirvientes se inclinó hacia adelante y le dijo algo en voz baja. El maestro de los acólitos frunció el ceño y volvió a gritar:

—¿Cómo? ¿Cómo? Habla en voz alta. ¿No puedes hablar en voz alta?

El monje sirviente le contestó gritando:

—He dicho que a este muchacho lo hizo llamar recientemente el Recóndito, y también lo ha llamado aquí el señor abad, y es el discípulo del honorable maestro el lama Mingyar Dondup.

—¡Ulp! ¡Urragh! —jadeó el maestro de los acólitos—. ¿Por qué, en nombre del Diente del Buda, no me has dicho quién era? ¡Eres un mastuerzo, un imbécil, peor que cualquiera de los acólitos!

El maestro de los acólitos se volvió hacia mí con una sonrisa sintética en sus enjutas facciones, y me di cuenta de que tenía que hacer un gran esfuerzo para parecer amable.

—Déjame ver la túnica, hijo mío —dijo.

Se la entregué en silencio, con la parte de la espalda hacia arriba para que los desgarrones fueran lo primero que viera. Tomó la ropa andrajosa y tiró de ella muy suavemente. Vi con placer que el desgarrón crecía y cuando le dio un tirón final la túnica se partió por la mitad. El maestro de los acólitos me miró con la boca abierta por el asombro y dijo:

—Sí, se desgarró fácilmente, ¿verdad? Ven conmigo, hijo, y te daré una túnica nueva. —Me puso la mano en el codo y entretanto palpó mi manta—. ¡Hum! Está muy raída y has tenido que sentirte muy desdichado con tu manta lo mismo que con tu túnica. Tendrás otra nueva.

Fuimos juntos a una habitación lateral. ¿Habitación? Más bien parecía un pasillo. Túnicas de todas clases colgaban de ganchos clavados en la pared. Las había desde las correspondientes a los lamas superiores hasta las de calidad más inferior destinadas a los obreros laicos. Tomándome del brazo me condujo a lo largo de la hilera de túnicas, con los labios fruncidos y deteniéndose con frecuencia para palpar una prenda; parecía que las amaba a todas.

Llegamos a la parte donde estaban las destinadas a los acólitos. Nos detuvimos y él se pasó la mano por la barbilla, y se tiró de los lóbulos de las orejas. Luego dijo:

—¿Así que tú eres el muchacho al que el viento arrojó por la montaña abajo y luego lo elevó hasta el Techo Dorado? ¡Hum! ¿Y eres el muchacho que fue a ver al Recóndido por orden especial? ¡Hum! ¿Y el muchacho al que personalmente oí hablar con el señor abad de esta lamasería? ¡Hum! Y tú… bueno, bueno, eso es lo más extraordinario, has conseguido el favor del señor abad mismo. ¡Hum!

Frunció el ceño y pareció quedarse mirando a lo lejos. Yo sospechaba que trataba de conjeturar si yo volvería a ver al Recóndito o al señor abad, y, ¿quién sabe?, inclusive un niño podía ser utilizado para apoyar los propósitos de un hombre ambicioso.

—Voy a hacer algo muy poco habitual. Voy a darte una túnica completamente nueva, una que ha sido hecha la semana pasada. Si el Recóndito te ha favorecido, y el señor abad te ha favorecido, y el gran lama Mingyar Dondup te favorece, tengo que procurar que estés vestido de modo que puedas presentarte ante ellos sin avergonzarme. ¡Hum!

Se volvió y me condujo a otra habitación anexa al gran almacén. Allí había túnicas nuevas que acababan de hacer unos monjes bajo la dirección de lamas. Buscó en un montón de las que todavía no habían sido colgadas en los ganchos, tomó una y dijo:

—Ponte esta y veremos si te queda bien.

Me apresuré a quitarme la manta, que plegué cuidadosamente, y me puse la túnica flamante. Yo sabía muy bien que si uno llevaba una túnica nueva ello significaba para los otros acólitos, y también para los monjes, que uno gozaba de «influencia» en alguna parte y por tanto era una persona de alguna importancia. En consecuencia, me alegré de tener una túnica nueva, porque, aunque se consideraba a veces que una túnica vieja significaba que se era acólito desde hacía mucho tiempo, una recién hecha era señal de que uno era persona importante.

La nueva túnica me quedaba bien. Era mucho más gruesa y al poco tiempo de tenerla puesta me había calentado el cuerpo que antes temblaba de frío.

—Ésta me queda perfectamente, maestro —le dije complacido.

—¡Hum! Creo que podemos encontrar otra un poco mejor. Espera un momento.

Volvió a revolver el montón, murmurando y rezongando, y de vez en cuando manoseaba su rosario. Por fin pasó a otro montón y sacó de él otra túnica de mejor calidad. Lanzó un suspiro que era casi un gemido y dijo:

—Ésta es de una serie especial; las han hecho por casualidad con un material superior. Pruébatela; creo que causará impresión a nuestros superiores.

Sí, no cabía duda al respecto. Era una túnica excelente. Me quedaba bien y, aunque quizás era un poco larga, pues me llegaba hasta los pies, seguiría sirviéndome aunque creciera y me duraría más tiempo. De todos modos, una túnica que era un poquitín demasiado grande podía ser acortada haciéndole un pliegue, y con un bolsillo mayor delante yo podría llevar más cosas conmigo. Di vueltas una y otra vez mientras el maestro de los acólitos me examinaba cuidadosamente; por fin sacudió la cabeza y se tiró del labio inferior antes de observar con mucha tristeza:

—Ya que hemos llegado a esto, podemos seguramente ir un poco más adelante. Te quedarás con esta túnica, hijo mío, pero además te daré otra, porque advierto que no tienes una de reserva.

Me era difícil entender lo que decía porque hablaba en voz baja dándome la espalda mientras revolvía el montón de túnicas. Por fin sacó otra y dijo:

—Ahora pruébate ésta para ver si te queda bien también. Sé que eres el muchacho al que le han dado una habitación especial en el alojamiento de los lamas, por lo que no te quitará la túnica otro muchacho mayor.

Yo estaba encantado. Tenía dos túnicas, una de reserva y la otra para el uso cotidiano. El maestro de los acólitos contempló muy disgustado mi manta y declaró:

—Sí, vamos a darte una manta nueva. Ven conmigo y trae ésa.

Se apresuró a llevarme al almacén principal y llamó a un monje, que acudió con una escalera de mano. Rápidamente el monje subió por la escalera y sacó una manta de un anaquel. Contrastaba demasiado con mi túnica, por lo que, con un gemido de angustia, el maestro de los acólitos tomó la escalera y fue con ella a la habitación de al lado, de la que volvió poco después con los ojos entornados y una manta de calidad superior.

—Tómala, hijo mío, tómala —gorjeó—. Es una de nuestras mejores mantas, hecha por casualidad con un material superior. Quédate con ella y recuerda, cuando veas al señor abad o al Recóndito, que te he tratado bien y equipado magníficamente.

Con toda seriedad digo que el maestro de los acólitos se cubrió los ojos con las manos mientras gemía al pensar que se desprendía de sus materiales de mejor calidad.

—Le quedo muy agradecido, honorable maestro —contesté—. Estoy seguro —y aquí entró en juego mi diplomacia— de que mi maestro, el lama Mingyar Dondup, se enterará muy pronto de su bondad al proporcionarme estas ropas. ¡Muchas gracias!

Dicho eso, me volví y salí del almacén. Uno de los monjes sirvientes que estaba afuera me guiñó el ojo con picardía y me fue difícil no echarme a reír sonoramente.

Volví por el corredor al recinto del alojamiento de los lamas. Cuando avanzaba con una túnica y una manta en los brazos casi tropecé con mi guía.

—¡Oh, honorable maestro! —exclamé—. Lo siento, pero no podía verlo.

Mi guía se echó a reír y dijo:

—Pareces un viajante de comercio, Lobsang, como si acabaras de volver de la India por las montañas. ¿Te has hecho mercader por casualidad?

Le referí mis infortunios y como mi túnica se había rasgado de arriba abajo. Le dije también que el maestro de los acólitos le había dicho a un niño que todos debíamos andar descalzos. Mi guía me llevó a su habitación y nos sentamos en ella. Inmediatamente mi interior anunció que yo no había comido y por fortuna mi guía oyó esa advertencia, sonrió y dijo:

—¿Así que tú tampoco has roto todavía tu ayuno? Entonces, romperemos nuestro ayuno juntos.

Dicho eso, tendió la mano y tocó la campanilla de plata. Con la tsampa delante guardamos silencio hasta que terminamos de comer. Luego, cuando el monje se llevó los platos, mi guía dijo:

—¿Así que has impresionado al maestro de los acólitos? Tienes que haberle causado una profunda impresión para que te haya dado dos buenas túnicas y una manta nueva. ¡Tendré que ver si puedo emularte!

—Maestro, siento una gran curiosidad respecto a las ropas, pues si el maestro de los acólitos dice que todos deberíamos andar sin sandalias ¿por qué no podríamos andar sin ropas?

Mi guía se echó a reír y contestó:

—Hace muchos años, por supuesto, la gente no llevaba ropas y porque no llevaba ropas no sentía su falta, pues en esa época la gente podía hacer que sus cuerpos compensasen una variedad mucho mayor de temperaturas. Pero ahora, a causa del uso de ropas, nos hemos debilitado y hemos arruinado nuestros mecanismos reguladores del calor al abusar de ellas. —Guardó silencio mientras reflexionaba sobre el problema y luego rió y añadió—: ¿Pero puedes imaginarte a algunos de los monjes gordos de aquí yendo de un lado a otro desnudos? ¡Sería todo un espectáculo! Pero la historia de la vestimenta es muy interesante, porque en los primeros tiempos todos andaban desnudos y no existía la traición, pues cada persona podía ver el aura de las demás. Pero luego los jefes de las tribus de esa época decidieron que necesitaban algo que los distinguiera como tales y comenzaron a usar un haz de plumas colocado estratégicamente, o unas capas de pintura hecha con varias bayas. Después intervinieron en el asunto las mujeres; deseaban también adornarse y comenzaron a usar manojos de hojas colocados todavía más estratégicamente.

Mi guía rió pensando en el aspecto que tendría toda esa gente, y yo también podía imaginarme bastante bien el cuadro. En seguida continuó:

—Cuando el jefe y la jefa de cada tribu se adornaron, los que los seguían en la línea de sucesión creyeron que debían adornarse también, y así se hicieron indistinguibles del jefe y la jefa, por lo que éstos tuvieron que aumentar sus adornos, y así continuaron las cosas durante mucho tiempo, cada cabecilla aumentando sus ropas. Con el tiempo las mujeres principales llegaron a vestirse de una manera verdaderamente sugestiva, con ropas que mostraban a medias lo que no debía quedar oculto, pues, no me entiendas mal, cuando la gente podía ver el aura no había traición, ni guerras, ni perfidias. Sólo desde que la gente comenzó a llevar ropas dejó de poder ver el aura y de ser clarividente y telepática. —Me miró fijamente y añadió—: Ahora préstame atención porque esto tiene mucha importancia para la tarea que tendrás que desempeñar posteriormente.

Moví la cabeza, afirmativamente para hacerle saber que le prestaba atención, y él continuó:

—Un clarividente que puede ver el cuerpo astral de otra persona necesita ver el cuerpo desnudo si ha de poder descubrir exactamente cualquier enfermedad, y cuando una persona lleva ropas su aura se contamina.

Yo estaba algo asombrado porque no podía comprender cómo la ropa podía contaminar a un aura, y se lo dije. Mi guía no tardó en explicarme:

—Si una persona está desnuda, el aura de esa persona es el aura de esa persona y de nada más. Pero si esa persona se pone un vestido de lana de yak adquiere la influencia aúrica del yak, de la persona que esquiló al yak, la persona que cardó la lana y la que tejió el material. En consecuencia, si examinas el aura tal como se ve a través de la ropa, conocerás la historia íntima del yak y de esas personas, que no es lo que tú deseabas.

—Pero, maestro —pregunté ansiosamente—, ¿cómo contamina la ropa un aura?

—Acabo de decírtelo: todo lo que existe tiene su campo de influencia, su campo magnético, y si miras por esa ventana verás la brillante luz del día, pero si la cubres con una cortina de seda encerada verás esa luz del día modificada por la influencia de la cortina encerada. Dicho de otro modo, lo que ves realmente es un matiz azulado de la luz, y eso no te ayudara de modo alguno a saber cómo es la luz del día.

Me sonrió un poco torcidamente y añadió:

—Es notable, en verdad, que la gente esté tan poco dispuesta a desprenderse de sus ropas. Yo siempre he profesado la teoría de que la gente conserva el recuerdo racial de que sin la ropa su aura puede ser vista y leída por otros, y al presente son muchas las personas que tienen pensamientos tan pecaminosos que no se atreven a dejar que alguien se entere de lo que piensan y, en consecuencia, se cubren el cuerpo, lo que es una señal de culpabilidad disfrazada con el nombre erróneo de pureza e inocencia. —Reflexionó durante unos instantes y continuó—: Muchas religiones dicen que el hombre está hecho a imagen de Dios, pero el hombre se avergüenza de su cuerpo, lo que parece implicar que se avergüenza de ser la imagen de Dios. Le deja a uno perplejo cómo se comporta la gente. Verás en el Occidente que la gente muestra mucho la carne en ciertas partes, en tanto que se cubre otras de tal modo que automáticamente llama la atención sobre ellas. En otros términos, Lobsang, muchas mujeres llevan vestidos completamente sugestivos; y algunas partes las rellenaban cuando yo estaba en el Occidente. Todos esos rellenos tienen por finalidad hacer creer a un hombre que una mujer tiene lo que no tiene, del mismo modo que hace sólo unos pocos años los hombres del Occidente llevaban dentro de sus pantalones unas cosas a las que llamaban vergas. Eran ciertos rellenos que tenían por propósito dar la impresión de que un hombre estaba generosamente dotado para sus actividades viriles. Por desgracia, los que se ponían más rellenos eran los menos viriles. Pero otra gran dificultad relacionada con la vestimenta es que no deja pasar el aire fresco. Si la gente llevara menos ropa y la bañara el aire, su salud mejoraría mucho; habría menos enfermos de cáncer y mucha menos tuberculosis, porque cuando una persona se cubre completamente con ropas el aire no puede circular y los microbios se multiplican.

Pensé en ello y durante un momento no pude comprender por qué los microbios se multiplicaban si una persona llevaba ropas, y expresé esa opinión. Mi guía respondió:

—Lobsang, si miras la tierra quizá no veas muchos insectos en ella, pero si levantas un leño podrido o mueves una gran piedra encontrarás debajo toda clase de cosas. Hay allí insectos, gusanos y diversas clases de animales que se crían y viven solamente en la oscuridad de lugares cerrados. Del mismo modo, el cuerpo está cubierto con bacterias, cubierto con microbios. La acción de la luz impide que los microbios y las bacterias se multipliquen y ejerce el efecto de mantener al cuerpo sano. Pero tan pronto como uno deja que se formen bolsas de aire estancado en la oscuridad de las ropas gruesas hace que se multipliquen las bacterias de todas clases. —Me miró muy seriamente y añadió—: Más tarde, cuando seas un médico que atiende a los enfermos, descubrirás que si se deja sin renovar una venda durante demasiado tiempo se forman bajo ella gusanos, del mismo modo que si se deja una piedra en la tierra se forman insectos bajo ella. Pero ésta es una cuestión de la que te ocuparás en el futuro. Se levantó, se estiró y dijo:

—Pero ahora tenemos que salir. Te doy cinco minutos para que te prepares y bajes a los establos, porque vamos a hacer un viaje juntos.

Me hizo seña para que recogiese mi túnica de reserva y mi manta y las llevara a mi habitación. Le hice una reverencia, recogí mis cosas y crucé la puerta de comunicación. Durante breve tiempo me ocupé en prepararme y luego bajé a los establos como me había ordenado.

Cuando salí al patio abierto me detuve asombrado: se reunía toda una cabalgata. Durante unos instantes avancé poco a poco a lo largo de una pared preguntándome qué significaba todo aquello. Por un momento pensé que uno de los abades se disponía a partir, pero apareció mi guía, el lama Mingyar Dondup, y miró rápidamente a su alrededor. Al verme me hizo seña para que me acercase. Me dio un salto el corazón cuando comprendí que todo aquel alboroto era por nosotros.

Había un caballo para mi guía y otro menor para mí. Además se hallaban presentes cuatro monjes ayudantes, cada uno de ellos montado en un caballo, y otros cuatro caballos más cargados con fardos y paquetes, pero de manera que no llevaban demasiado peso y dos de ellos podían en cualquier momento ser utilizados como de reserva para que los jinetes más pesados no cansaran demasiado a sus cabalgaduras. Los animales respiraban fuertemente por las narices, golpeaban el suelo con los cascos y agitaban las colas, y yo me fui acercando con el mayor cuidado de no ponerme detrás de ningún caballo, pues en una ocasión un caballo retozón me había inducido a colocarme detrás de él y luego me había plantado un casco, con considerable fuerza, en medio del pecho, derribándome y haciéndome dar vueltas por el suelo. Desde entonces tenía mucho cuidado con los caballos.

—Bueno, vamos a subir a las montañas, Lobsang, durante dos o tres días, y tú vas a ser mi ayudante.

Los ojos le centellearon al decir eso, pues en realidad se trataba de otra etapa en mi adiestramiento, fuimos juntos a donde se hallaban nuestros caballos y el que me estaba destinado volvió la cabeza y se estremeció al reconocerme; giró los ojos y lanzó un relincho de protesta. Yo compartía sus sentimientos, porque la verdad era que no le quería más que lo que él me quería a mí. Pero un monje palafrenero se apresuró a tender sus manos acopadas y me ayudó a montar en mi caballo. Mi guía estaba ya montado en el suyo y esperaba. El monje palafrenero me dijo en voz baja:

—Éste es un caballo tranquilo. No tendrás dificultades con él… ¡ni siquiera tú!

Mi guía miró a su alrededor para comprobar que yo estaba detrás de él y que los cuatro monjes acompañantes se hallaban también en sus puestos y los cuatro caballos de carga sujetos por largas correas. Luego levantó la mano y comenzamos a descender por la montaña. Todos los caballos que me daban parecían tener una cosa en común: siempre que llegaban a un lugar particularmente empinado el maldito animal bajaba la cabeza y yo tenía que asirme fuertemente a la crin para no deslizarme por su cuello. Esta vez asenté mis pies detrás de sus orejas, lo que no le gustaba a él más que a mí que él bajara la cabeza. El camino terraplenado era abrupto, había en él mucho tránsito y yo concentraba todas mis facultades en el esfuerzo para no caerme del caballo. Pero me las arreglé al doblar una curva para lanzar una mirada a través de los parques al que había sido en otro tiempo mi hogar y ya no lo era.

Seguimos descendiendo montaña abajo y tomamos hacia la izquierda la carretera de Linghor. Pasamos por el puente que cruzaba el río y cuando llegamos a la vista de la Misión China giramos de pronto hacia la derecha y seguimos el camino que llevaba al Kashya Linga. Yo me preguntaba por qué nuestra comitiva se dirigía precisamente a aquel pequeño parque. Mi guía no me había dicho adonde íbamos, excepto que a «las montañas», y como había montañas a todo alrededor de Lhasa, encerrándonos en una especie de tazón, eso no era indicio alguno de cuál era nuestro destino.

De pronto salté de alegría, tan bruscamente que mi desdichado caballo comenzó a corcovear creyendo que le atacaba o algo parecido. Pero conseguí mantenerme en la silla y tiré de las riendas tan fuertemente que se vio obligado a levantar la cabeza. Eso hizo que se tranquilizara en seguida y así aprendí una lección: «Mantén las riendas tensas y cabalgarás con seguridad», pensé. Seguimos adelante al mismo paso y pronto llegamos a un lugar donde se ensanchaba el camino y estaban algunos mercaderes que acababan de cruzar el río en la embarcación de transporte. Mi guía desmontó y lo mismo hizo el principal de los monjes acompañantes, quien se acercó al barquero. Durante unos instantes estuvieron conversando, y luego el monje volvió y dijo:

—Todo está bien, honorable lama, y nosotros vamos ahora.

Inmediatamente se produjo gran bullicio y confusión. Los monjes acompañantes desmontaron de sus caballos y convergieron en los de carga. Les quitaron las cargas y las llevaron a la embarcación del barquero. Luego ataron a todos los caballos juntos con largas correas y dos monjes montaron en sus caballos respectivos y se introdujeron con ellos en el río. Observé cómo lo cruzaban, los monjes envolviéndose bien en sus túnicas y levantándolas hasta más arriba de la cintura, y los caballos hundiéndose valientemente en el agua y nadando hasta la otra orilla. Vi con asombro que mi guía se hallaba ya en el bote y me hacía señas para que yo también entrara. Era la primera vez en mi vida que me embarcaba y me siguieron los otros dos acompañantes. El barquero murmuró algo a su ayudante y desatracó. Durante un momento tuve una sensación de vértigo, pues la embarcación dio una vuelta en círculo.

Aquel bote estaba hecho con pieles de yak, bien cosidas e impermeabilizadas. Luego lo inflaban con aire. Los pasajeros y sus efectos entraban en él y el barquero empuñaba los remos y remaba lentamente a través del río. Cuando soplaba un viento contrario eso le llevaba mucho más tiempo, pero siempre lo compensaba en el viaje de vuelta, porque entonces no tenía que hacer más que guiar y dejar que lo empujase el viento.

Yo estaba demasiado excitado para que me diera cuenta detallada de ese primer viaje a través del río. Lo único que sé es que me asía a los dos lados del bote de piel, con el peligro de que mis dedos, que tenían unas uñas afiladas, penetrasen en ella. En todo caso temía moverme, porque cada vez que trataba de hacerlo algo se combaba debajo de mí. Era casi como si nos apoyáramos en el vacío y no era de modo alguno como afirmarse en un buen piso de piedra sólido que no oscilaba. Por añadidura el agua estaba un tanto agitada y saqué la conclusión de que había comido demasiado, pues sentía bascas en el estómago y temía marearme delante de todos aquellos hombres. Sin embargo, conteniendo el aliento a intervalos prudentes, conseguí mantener mi honor y pronto el bote llegó a una playa guijarrosa y desembarcamos.

Nuestra cabalgata volvió a reunirse, con mi guía al frente y yo a medio caballo de distancia detrás de él, seguido por los cuatro monjes acompañantes que cabalgaban en parejas y a la cola los caballos de carga. Mi guía miró a su alrededor para asegurarse de que todos estábamos preparados y su caballo avanzó hacia la mañana.

Reanudamos nuestro viaje a trote corto. Nos dirigíamos contantemente hacia el oeste, la dirección en que iba la mañana, pues según decimos nosotros, el sol sale en el Este y viaja hacia el Oeste llevando con él a la mañana. Pronto el sol nos alcanzó y se situó sobre nuestras cabezas. No había nubes y los rayos del sol quemaban, pero cuando llegamos a la sombra de las grandes rocas el frío era intenso, pues en nuestra altitud el aire era insuficiente para equilibrar los cálidos rayos del sol y la frialdad de las sombras. Seguimos cabalgando durante una hora más o menos y luego mi guía se dirigió a una parte del camino que al parecer utilizaba como lugar de descanso. Sin ninguna señal que yo pudiera percibir, los monjes desmontaron de sus caballos e inmediatamente se pusieron a hervir agua con la boñiga seca de yak que utilizábamos como combustible y el agua de un arroyo cercano. Una media hora después estábamos sentados comiendo nuestra tsampa, y por cierto que la necesitábamos. También comieron los caballos y luego los llevaron al arroyo de la montaña para que bebieran.

Yo estaba sentado con la espalda apoyada en una peña, una peña que parecía tan grande como el templo del Chakpori. Contemplaba desde nuestra altura el valle de Lhasa; la atmósfera estaba completamente diáfana, no había bruma ni polvo y podíamos ver todo con la mayor claridad. Veíamos a los peregrinos que entraban por la Puerta Occidental, a los mercaderes y más lejos al barquero que transportaba a otro grupo de pasajeros a través del Río Feliz.

Pronto llegó el momento de seguir adelante, por lo que volvieron a cargar los caballos y todos montamos y comenzamos a ascender por el sendero de la montaña, adentrándonos cada vez más en las colinas situadas al pie de la cordillera del Himalaya. No tardamos en abandonar el camino corriente que conducía a la India y giramos hacia la izquierda, donde el camino, que era más bien un sendero, se hacía cada vez más empinado y nuestro avance mucho más lento. Sobre nosotros, posada en un retallo, veíamos una pequeña lamasería. La contemplé con gran interés, porque me fascinaba; era una lamasería de una Orden algo diferente a la nuestra, una Orden en la que los monjes y los lamas estaban todos casados y vivían en el edificio con sus familias.

Seguimos adelante, una hora tras otra, y por fin llegamos al nivel de aquella lamasería de una Orden diferente. Veíamos a los monjes y las monjas caminando juntos y me sorprendió observar que también las monjas tenían la cabeza rapada. Tenían los rostros oscuros, unos rostros que brillaban, y mi guía me explicó:

—Aquí hay muchas tormentas de arena, por lo que todos llevan una espesa máscara de grasa que defiende la piel. Más adelante también nosotros tendremos que ponernos máscaras de cuero.

Era una suerte que mi caballo tuviera las patas firmes y conociera los senderos de la montaña mejor que yo, porque mi atención se concentraba por completo en la pequeña lamasería. Veía a los niños que jugaban y me preguntaba perplejo por qué unos monjes tenían que mantenerse célibes en tanto que otros se casaban y por qué existía esa diferencia entre dos ramas de la misma religión. Los monjes y monjas se limitaron a levantar la vista cuando pasábamos y luego no volvieron a hacernos caso; nos hicieron menos caso que si hubiésemos sido mercaderes.

Seguimos ascendiendo y sobre nosotros vimos un edificio blanco y ocre posado en lo que me pareció una saliente de la roca completamente inaccesible. Mi guía lo señaló y dijo:

—Ése es el lugar adonde vamos, Lobsang; tenemos que subir hasta esa ermita. Lo haremos mañana por la mañana, porque el camino es ciertamente peligroso. Esta noche dormiremos entre las rocas.

Seguimos cabalgando a lo largo de kilómetro y medio más o menos y luego nos detuvimos entre un grupo de rocas, grandes rocas que formaban una especie de platillo. Hicimos pasar a los caballos entre las rocas y luego desmontamos todos. Atamos los caballos y les dimos el pienso; comimos nuestra tsampa y la noche cayó sobre nosotros como si hubiesen tendido una cortina. Me envolví en mi manta y atisbé entre dos rocas. Vi el centelleo de las luces del Chakpori y el Potala, la luna brillaba intensamente y al Río Feliz se le habría podido llamar muy bien el Río de Plata, pues resplandecía como una faja de la plata más pura y brillante. La noche estaba en calma, no soplaba el viento, no se advertía movimiento alguno y ni siquiera piaba un pájaro nocturno. Arriba las estrellas centelleaban con sus millares de matices. No tardé en quedarme dormido.

Descansé bien esa noche, sin interrupciones para asistir a los servicios religiosos del templo, ni interrupciones para ninguna otra cosa, pero cuando me desperté por la mañana tenía la sensación de que me había pisoteado un rebaño de yaks. Me dolían todos los huesos y no encontraba posición para sentarme con alguna comodidad. Recordé al maldito caballo y confié en que él también se sintiese dolorido, aunque tenía serias dudas al respecto. Pronto nuestro pequeño campamento se animó con los monjes sirvientes que preparaban la tsampa. Mientras ellos hacían eso me aparté para contemplar el valle de Lhasa. Luego me volví para mirar a la ermita situada a unos cuatrocientos metros más arriba. Parecía un lugar extraño, y me recordaba uno de esos nidos de pájaros adheridos a la pared de una casa y que uno espera que caigan y se rompan en cualquier momento. No veía ningún sendero ni camino alguno para llegar a la ermita.

Volví, comí mi tsampa y escuché la conversación de los hombres. Pronto, tan pronto como terminamos nuestro desayuno, mi guía dijo:

—Bueno, tenemos que ponernos en marcha, Lobsang. Los caballos y tres de los monjes que nos acompañan se quedarán aquí mientras nosotros y uno de ellos subimos.

Mi corazón desfalleció al pensar en ello, ¿pues cómo iba a poder subir caminando por la ladera de la montaña? Estaba seguro de que si los caballos no podían subir por allí yo tampoco podría. Pero tomaron unas cuerdas que llevaba uno de los caballos y las enrollaron alrededor del monje que nos iba a acompañar. Yo tomé una bolsa de no sé qué, mi guía tomó otra y el monje corpulento tomó la tercera. Los tres monjes que se quedaban parecían muy felices porque iban a permanecer algún tiempo sin vigilancia alguna, sin tener que hacer nada más que cuidar a los caballos. Partimos y comenzamos a ascender con dificultad entre las rocas, asentando precariamente el pie donde podíamos. El camino era cada vez peor y el monje sirviente iba por delante, arrojando una cuerda con dos piedras atadas en el extremo. Arrojaba la cuerda, daba un tirón rápido y las piedras se enganchaban más arriba y sujetaban la cuerda y luego tiraban de ella para ver si estaba firme. A continuación ascendía asiéndose a la cuerda, y cuando llegaba arriba la aseguraba más para que mi guía y yo pudiéramos ascender de la misma manera lenta y peligrosa. El procedimiento se repitió una y otra vez.

Por fin, tras un esfuerzo particularmente arduo, llegamos a un terraplén en la roca, terraplén que tenía quizás unos diez metros de anchura y lo había formado evidentemente algún alud hacía mucho tiempo. Lo alcancé muy agradecido por ello, me icé por el borde, me puse de rodillas y luego me levanté y al mirar hacia la derecha vi que a muy poca distancia estaba la ermita.

Durante unos instantes nos quedamos allí, jadeando, mientras recobrábamos el aliento. La vista me tenía sojuzgado. Podía ver muy abajo los Techos Dorados del Potala, podía ver también los patios del Chakpori. Veía claramente que acababa de llegar un nuevo cargamento de hierbas, pues aquello parecía una colmena en plena actividad y los monjes corrían en todas direcciones. También era muy grande el tránsito por la Puerta Occidental. Pero lancé un suspiro, pues aquello no era para mí; yo tenía que ascender por montañas empinadas para conocer a personas que vivían en ermitas en las que sólo un idiota podía vivir encerrado.

Ahora había señales de actividad, porque desde la ermita se acercaron tres hombres. Uno era muy viejo y lo sostenían los otros dos más jóvenes. Mientras ellos se dirigían hacia nosotros recogimos nuestro equipaje y avanzamos hacia la ermita.