Capítulo VIII
En alguna parte tañía una campana. Apagado al principio por la distancia, su sonido fue aumentado en volumen rápidamente. ¡CLANG! ¡CLANG! repicaba. «Es extraño —pensaba— que toquen una campana. Y, ¡oh, Dios mío!, suena a compás con los latidos de mi corazón». Durante un momento amenazó con dominarme el pánico. ¿Había dormido demasiado y llegaría tarde al servicio del templo? Abrí los ojos con esfuerzo y traté de ver dónde estaba. ¡Qué extraño era aquello! No podía enfocar la vista. Lo único que podía discernir eran nueve horribles ampollas blancas fijas en lo alto de rayas de color azafrán. Mi cerebro crujía con el esfuerzo que hacía pensar. ¿Dónde estaba? ¿Qué había sucedido? ¿Me había caído de un techo o algo parecido? Con tristeza me di cuenta de que varios pesares y dolores volvían a surgir en mi conciencia.
¡Ah, sí! De pronto recordé todo y con el conocimiento vino la capacidad para enfocar la vista y ver lo que tenía delante. Me hallaba tendido de espaldas en el muy frío piso de piedra. Mi escudilla se había deslizado de algún modo de la parte delantera a la trasera de mi túnica y me sostenía entre los omóplatos. La bolsa de cebada —de cuero duro— había caído y casi me rompía las costillas del lado izquierdo. Me moví inquieto y me quedé mirando a los nueve lamas que me observaban. Ellos eran las horribles ampollas blancas fijas en las rayas de color azafrán. Esperaban que no se hubieran enterado de lo que había pensado.
—Sí, Lobsang, nosotros sabemos —dijo uno de ellos sonriendo—. Tus pensamientos telepáticos han sido muy claros al respecto. Pero levántate lentamente. Lo has hecho bien y has justificado plenamente las observaciones de tu guía.
Me incorporé con cautela mientras recibía un afectuoso cabezazo en la espalda y oía un ronroneo. El viejo gato dio la vuelta, para enfrentarme y me tocó la mano para indicarme que deseaba que le acariciara. Lo hice perezosamente mientras recuperaba el uso de mis sentidos y me preguntaba qué sucedería a continuación.
—Bueno, Lobsang, éste ha sido un buen experimento de salida del cuerpo —dijo el lama que me había acompañado—. Debemos repetirlo con frecuencia para que puedas salir de tu cuerpo tan fácilmente como te quitas la túnica.
—Pero, honorable lama —repliqué con alguna confusión—, yo no abandoné mi cuerpo; lo llevé conmigo.
El lama–guía abrió la boca asombrado.
—¿Qué quieres decir? —preguntó—. Viajaste en espíritu conmigo.
—Honorable lama —insistí—, miré especialmente y mi cuerpo no estaba en el suelo, por lo que tuve que llevarlo conmigo.
El viejo lama marchito, el menor de los nueve, sonrió y dijo:
—Estás cometiendo un error común, Lobsang, pues todavía te engañan los sentidos.
Le miré, pues, sinceramente, no sabía de qué hablaba; me parecía que era él quien había perdido el uso de sus sentidos; seguramente era yo quien debía saber si había visto o no mi cuerpo, y si no lo había visto era porque no estaba allí. Supongo que se dieron cuenta por mi mirada escéptica de que yo no comprendía lo que decían, lo que querían dar a entender, pues uno de los otros lamas me hizo seña para que le prestase atención.
—Lobsang —dijo—, voy a darte mi versión de lo sucedido, y quiero que me escuches atentamente, pues lo que tengo que decir es elemental pero deja perpleja a mucha gente. Tú estabas tendido en el suelo, y como ésta era tu primera ocasión consciente en que hacías un viaje astral, te ayudamos, ayudamos a que tu forma astral saliese de tu forma física, y porque lo hicimos nosotros, que tenemos toda una vida de experiencia, no has sentido ninguna sacudida ni conmoción alguna. Por eso es evidente que no tenías idea de que te hallabas fuera del cuerpo.
Me quedé mirándole y pensando en el asunto. «Sí —pensaba—, eso es cierto, yo no tenía idea de que estaba fuera del cuerpo, nadie me había dicho que iba a salir del cuerpo; en consecuencia, si ellos no me habían dicho lo que me esperaba, ¿cómo podía tener la sensación de que me abandonaba el cuerpo?». Pero recordé que había mirado hacia abajo y no había visto mi cuerpo tendido en el suelo como lo habría visto seguramente si no hubiera seguido todavía en el cuerpo. Sacudí la cabeza como para desembarazarme de aquellas telarañas; tenía la sensación de que todo aquello era demasiado profundo para mí. Yo estaba fuera del cuerpo, pero mi cuerpo no estaba allí; y si no estaba allí, ¿dónde estaba y por qué no lo había visto en alguna otra parte? En aquel momento el viejo gato me dio otra cabezada y comenzó a agitarse, saltando a mi regazo y volviendo a bajarse, clavando las zarpas en mi túnica y ronroneando cada vez más con más fuerza, recordándome que debía darme cuenta de su presencia. El lama que había hablado se echó a reír y observó:
—¡Mira! El viejo gato te está diciendo que te despejes los sesos para que puedas comprender.
Extendí los dedos y acaricié el lomo del gato. Aumentó el volumen de sus ronroneos y de pronto se tendió a todo lo largo en mi regazo. Era un gato grande y su cabeza sobresalía por un lado de mi regazo y sus patas sobresalían por el otro, y su rabo se estiraba rectamente por el suelo. Esos gatos crecían, más que los gatos comunes y eran generalmente feroces, pero los de nuestro templo parecían reconocerme como hermano o algo parecido, porque ciertamente yo me mostraba amistoso con ellos como ellos se mostraban conmigo.
El lama que me estaba hablando dijo:
—Déjalo así; puede descansar en tu regazo mientras nosotros hablamos contigo. Quizá te dará un zarpazo de vez en cuando para recordarte que debes prestar atención. Pues bien: la gente ve lo que espera ver. Con frecuencia no ve lo que es más evidente. Por ejemplo —y me miró fijamente al decir eso—, ¿cuántos limpiadores había en el corredor cuando viniste? ¿Quién era el hombre que barría en el depósito de cebada? Y si el señor Abad te hubiera hecho llamar y pedido que le dijeras si habías visto a alguien en el corredor interior, ¿qué le habrías dicho? —Se interrumpió un momento para ver si yo hacía alguna observación, y como yo seguía mirándole, me temo que con la boca abierta, continuó—: Le habrías dicho que no habías visto a nadie en el corredor interior, porque la persona que estaba allí era una persona que tiene derecho a estar allí, que está siempre allí y que es tan natural que se halle en ese corredor que ni siquiera advertirías su presencia. En consecuencia dirías que no habías visto a nadie en ese corredor.
Otro lama intervino, moviendo la cabeza juiciosamente mientras decía:
—Los celadores tienen con frecuencia dificultades cuando realizan una investigación; pueden preguntar si había desconocidos, o si alguien había estado en cierto edificio, e invariablemente el custodio del edificio les dirá que nadie había estado en él. Y, no obstante, puede haber habido un desfile de personas, haber pasado por allí celadores, quizás haber estado allí uno o dos lamas, y hasta haber llegado un mensajero de otra lamasería. Pero porque esas personas son tan comunes, es decir porque es tan habitual que se hallen en la vecindad, su paso es inadvertido y en cuanto a observarlos lo mismo da que fueran invisibles.
Uno que no había hablado hasta entonces movió la cabeza y dijo:
—Sí, así es. Y ahora te pregunto, Lobsang, cuántas veces has estado en este templo. Y no obstante, a juzgar por tu mirada reciente, nunca habías visto el pedestal en que hemos colocado el cristal. Ese pedestal está ahí desde hace doscientos años, no ha salido de este templo, y sin embargo lo has mirado como si lo vieras por primera vez. Estaba aquí antes, pero era común para ti y por tanto invisible.
El lama que me había acompañado en mi viaje astral por el Potala se sonrió y continuó:
—Tú, Lobsang, no tenías idea de lo que estaba sucediendo, no sabías que ibas a salir del cuerpo y en consecuencia no estabas preparado para ver tu cuerpo. Por tanto, cuando miraste, miraste a los lamas sentados en círculo, y tu atención evitó cuidadosamente tu propio cuerpo. Conseguimos lo mismo por medio del hipnotismo; podemos hipnotizar a una persona y hacerle creer que se halla completamente sola en una habitación, y entonces esa persona en estado hipnótico mirará a todas partes en la habitación menos a la persona que la comparte con ella, y la persona hipnotizada, al despertar jurará que estaba sola. Del mismo modo, tú evitaste cuidadosamente mirar a donde estaba tu cuerpo a plena vista. En cambio miraste alrededor del perímetro del círculo, miraste alrededor del templo eludiendo el lugar que, según creías, deseabas ver.
Eso me hizo pensar realmente; había oído ya algo parecido. En una ocasión había visto a un viejo monje que sufría un fuerte ataque de jaqueca. Según me explicó posteriormente, las cosas que miraba no estaban donde miraba, si miraba a una cosa que estaba delante de él sólo podía ver cosas que estaban en un lado, pero si miraba hacia ese lado veía las cosas que tenía delante. Me dijo que era como mirar a través de un par de tubos colocados sobre sus ojos, de modo que en realidad era como si llevara anteojeras.
Un lama —entonces no distinguía a unos de otros— dijo:
—Con frecuencia lo obvio puede ser invisible, porque cuanto más común es un objeto, cuanto más familiar es, tanto menos perceptible se hace. Toma como ejemplo al hombre que trae la cebada: lo ves todos los días y, sin embargo, no lo ves. Es una persona tan conocida que si te hubiera preguntado quién ha venido esta mañana me habrías contestado que nadie, porque no consideras al que trae la cebada como una persona, sino sólo como algo que hace siempre lo mismo en un momento determinado.
Me parecía muy raro que estuviera acostado en el suelo pero no pudiera ver mi propio cuerpo. Sin embargo, había oído hablar tanto acerca del hipnotismo y de los viajes astrales que estaba dispuesto a aceptar su explicación.
El viejo lama marchito me sonrió mientras me decía:
—Pronto tendremos que darte una instrucción más precisa para que puedas abandonar tu cuerpo fácilmente en cualquier momento. Como todos los demás, has estado haciendo viajes astrales todas las noches e ido a lugares lejanos, y luego lo has olvidado. Pero nosotros queremos mostrarte cuan fácil te es salir de tu cuerpo en cualquier momento, hacer un viaje astral y luego volver a tu cuerpo reteniendo el pleno conocimiento de todo lo que has visto y todo lo que has hecho. Si puedes hacer eso, te es posible ir a las grandes ciudades del mundo y no quedarás aislado aquí, en el Tíbet, sino que podrás adquirir el conocimiento de todas las culturas.
Pensé en eso. Me había preguntado con frecuencia cómo algunos de nuestros lamas principales parecían poseer la omnisciencia, parecían seres distintos, alejados de las pequeñeces de la vida cotidiana, capaces de decir lo que estaba sucediendo en cualquier momento en cualquiera parte de nuestro país. Recordaba que en una ocasión había ido con mi guía a visitar a un hombre muy anciano. No me presentaron a él y estuvimos conversando, o más bien mi guía y él estuvieron conversando y yo escuchando respetuosamente. De pronto el anciano levantó la mano y dijo: «¡Me llaman!». Se apartó y pareció que salía luz de su cuerpo. Se quedó inmóvil, como un muerto, como una concha vacía. Mi guía guardó un silencio completo y me hizo seña para que yo también me quedara callado e inmóvil. Estábamos sentados juntos, con las manos entrelazadas en nuestro regazo, sin hablar ni movernos. Yo observaba con gran interés la que parecía una figura vacía. Durante diez o veinte minutos, pues era difícil calcular el tiempo en esas circunstancias, no sucedió nada. Luego el color y la animación volvieron al anciano. Por fin se movió y abrió los ojos y luego —nunca lo olvidaré— le dijo a mi guía exactamente lo que estaba sucediendo en Shigatse, situada muy lejos de nosotros. Se me ocurría que éste era un sistema de comunicación mucho mejor que todos los artefactos notables que, según había oído decir, existían en el mundo exterior.
Yo deseaba poder hacer viajes astrales a cualquier parte, deseaba poder cruzar las montañas, atravesar los mares y recorrer otros países. ¡Y aquellos hombres, aquellos nueve lamas me iban a enseñar a hacerlo!
El viejo gato bostezó, haciendo vibrar sus bigotes, y luego se levantó y estiró y estiró de tal modo que yo casi creí que se iba a partir por el medio. A continuación se alejó, abriéndose paso arrogantemente entre dos lamas, y desapareció en la oscuridad detrás de una de las imágenes sagradas. El viejo lama volvió a hablar y dijo:
—Bueno, ya es hora de que pongamos fin a esta sesión, pues no hemos venido aquí para enseñar a Lobsang en esta ocasión, y lo hemos hecho de una manera imprevista. Debemos dedicarnos a nuestras otras tareas y volveremos a ver a Lobsang cuando regrese su guía.
Otro de los lamas se volvió hacia mí y me dijo mirándome fijamente:
—Tendrás que aprender muy cuidadosamente, Lobsang. Tienes que hacer muchas cosas en la vida, padecerás privaciones y sufrimientos y viajarás mucho y con frecuencia. Pero al final realizarás tu tarea. Nosotros te daremos la preparación fundamental.
Se levantaron, recogieron el cristal, dejando el pedestal, y salieron del templo.
Yo me quedé reflexionando. ¿Una tarea? ¿Privaciones? Siempre me habían dicho que tenía por delante una vida muy dura, una tarea que realizar. ¿Por qué insistían tanto en ello? De todos modos, ¿por qué tenía que realizar yo la tarea, por qué era yo siempre el que tenía que sufrir? Cuanto más oía hablar de ello menos me gustaba. Pero yo deseaba viajar por el mundo astral y ver todas las cosas de que había oído hablar. Me levanté cautelosamente, respingando y murmurando palabras poco amables al sentir que volvían a dolerme las piernas. Me parecía que me clavaban alfileres y agujas, me escocían las magulladuras producidas al caerme algunas veces y me dolía entre los omoplatos la parte que se había apoyado en la escudilla. Pensando en eso metí la mano dentro de la túnica y puse mis pertenencias en sus lugares de costumbre. Luego, lanzando una mirada final a mi alrededor, salí del templo.
Al llegar a la puerta me apresuré a volver a donde estaban las lámparas vacilantes. Una por una fui apagándolas, pues ese era mi deber por ser el último en salir. Mientras me dirigía a tientas en la oscuridad hacia el débil resplandor proveniente de la puerta abierta me atacaba la nariz el hedor de las mechas que ardían humeando. En algún rincón se percibía el ascua roja y moribunda de una mecha que se chamuscaba.
Me quedé un momento en la puerta indeciso acerca del camino que seguiría. Luego, tomada mi decisión, me dirigí hacia la derecha. La brillante luz de las estrellas penetraba por las ventanas y daba a todo un aspecto azul plateado. Doblé una esquina en el corredor y me detuve de pronto pensando que sí, que por supuesto ellos tenían razón. Me di cuenta de que muchas veces había pasado junto a un viejo monje sentado en una pequeña celda, pero, aunque lo veía todos los días, nunca había reparado en él. Retrocedí unos diez metros y atisbé. Se hallaba en una pequeña celda de piedra en el lado del corredor opuesto a las ventanas. Estaba ciego y constantemente permanecía sentado en el suelo haciendo girar una Rueda de Oración, bastante grande, haciéndola girar, girar y girar. Siempre que alguien pasaba por allí se oía el eterno «clic, clic, clic» de la rueda de oración del viejo monje. Una hora tras otra, un día tras otro permanecía sentado allí, pues creía que su misión en la vida consistía en hacer girar aquella rueda, y sólo vivía para eso. Los que pasábamos por allí con tanta frecuencia éramos inmunes al girar de la rueda, estábamos tan acostumbrados a ello que no veíamos al viejo monje ni oíamos el tictac de la rueda.
Me quedé en la oscura puerta meditando mientras la rueda seguía girando y el anciano murmuraba en voz baja: «¡Om! ¡Mani padme hum! ¡Om! ¡Mani padme hum!». Tenía la voz ronca y los dedos retorcidos y nudosos. Yo sólo podía verlo vagamente y él no se daba cuenta de mi presencia, concentrado en la tarea de hacer girar la rueda, como venía haciendo desde hacía muchos años, desde mucho antes de haber nacido yo. Me preguntaba cuanto tiempo más seguiría haciéndola girar. Pero me convencí de que las personas eran invisibles si se hacían tan familiares que uno no reparaba en ellas. Y también que los sonidos eran silenciosos si uno se acostumbraba a ellos.
Recordaba las ocasiones en que había estado completamente solo en una celda oscura y cómo, al cabo de un tiempo, oía el gorgoteo y el susurro de los sonidos del cuerpo, la sangre que corría por las venas y arterias, y los latidos constantes de mi corazón. Y más tarde podía oír también el aire que suspiraba a través de mis pulmones, y cuando me movía el ligero crujido de los músculos al colocar a los huesos en una posición diferente. Todos tenemos eso, todos somos artefactos sonoros, a pesar de lo cual, cuando hay otros sonidos que llaman nuestra atención, no oímos aquellos que nos rodean constantemente y que no se entrometen.
Me hallaba apoyado en una pierna y me rascaba la cabeza. Luego me di cuenta de que la noche estaba muy avanzada y no tardarían en llamar al servicio religioso de medianoche en el templo. En consecuencia no vacilé más, puse los dos pies en el suelo, me envolví más estrechamente en la túnica y me dirigí por el corredor al dormitorio. Tan pronto como me acosté me quedé dormido.
El sueño no me acompañó mucho tiempo; me retorcía y daba vueltas, rechinaba y gemía pensando en la vida tal como era en una lamasería. A mi alrededor los muchachos resollaban y rezongaban en su sueño y el sonido de sus ronquidos subía y bajaba en el aire nocturno. Un muchacho que sufría de adenosis gorgoteaba hasta que, desesperado, me levanté y lo puse de costado. Me tendí de espaldas, pensando y escuchando. De alguna parte llegaba el clic-clic monótono de una rueda de oración que algún monje hacía girar interminablemente para que sus plegarias pudieran salir volando. A lo lejos se oía el clop-clop apagado de alguien que subía a caballo por el sendero al que daba nuestra ventana. La noche se prolongaba. El tiempo se había inmovilizado. La vida era una eternidad de espera y espera, en la que nada se movía, y todo estaba en silencio con excepción de los ronquidos, el tictac de la rueda de oración y el ruido sordo de los cascos del caballo. Sin duda me había adormecido…
Me levanté cansado. El piso estaba duro y firme. El frío de la piedra se introducía en mis huesos. En alguna parte un muchacho murmuraba que necesitaba a su madre. Me puse en pie y me dirigí a la ventana, eludiendo cuidadosamente los cuerpos dormidos que me rodeaban. El frío era intenso y había una amenaza de nieve próxima. Sobre la gran cordillera del Himalaya la aurora enviaba zarcillos de luz, dedos de colores que buscaban nuestro valle, a la espera de iluminar un día más.
La espuma de polvo de nieve que ascendía siempre de las cumbres más altas estaba iluminada en aquel momento por una luz dorada que brillaba en su parte inferior, en tanto que de lo alto llegaban centelleando arcos iris que oscilaban y florecían de acuerdo con los caprichos de los altos vientos. Recorrían el firmamento vívidos rayos de luz a medida que el sol asomaba a través de las pasos de las montañas y prometía la próxima llegada de otro día. Las estrellas desaparecían. El cielo no era ya una bóveda purpúrea; se iluminaba cada vez más y se ponía de un color azul pálido. Todas las montañas se doraban a medida que el cielo se ponía más brillante. Poco a poco la deslumbrante esfera del sol fue ascendiendo sobre los pasos de las montañas y derramó su luz llameante en nuestro valle.
El frío era intenso. Cristales de hielo caían del cielo y se quebraban en el techo con un tintineo musical. Había en el aire una acritud, una inclemencia que casi helaban el tuétano en los huesos. Yo pensaba que aquél era un clima muy peculiar, a veces demasiado frío para nevar, y no obstante, otras veces, al mediodía, incómodamente caluroso. Luego, en un abrir y cerrar de ojos, se levantaba un vendaval y hacía volar todo delante de él. En las montañas había siempre nieve, una densa capa de nieve, pero en las extensiones descubiertas los vientos barrían la nieve tan pronto como caía. Nuestro país era alto y con una atmósfera rarificada. El aire era tan ralo y claro que apenas protegía de los rayos ultravioletas (o generadores de calor) del sol. En nuestro verano un monje podía achicharrarse en sus ropas, y luego, cuando una nube oscurecía momentáneamente el sol, la temperatura descendía hasta muchos grados bajo cero, todo ello en pocos minutos.
Los huracanes nos hacían sufrir mucho. La gran barrera del Himalaya retenía a veces a las nubes que se formaban sobre la India, causando una inversión de la temperatura. Entonces ventarrones aullantes descendían por las laderas de las montañas y bramaban a lo largo de nuestro valle, llevándose todo por delante. Las personas que se hallaban fuera de sus casas durante las tormentas tenían que llevar antifaces de cuero para que no les arrancase la piel el polvo rocoso que el viento traía torrencialmente de las partes más altas. Los viajeros sorprendidos al aire libre en los pasos de las montañas corrían el peligro de ser arrastrados por el viento si no estaban alertas y actuaban rápidamente, y sus tiendas y otras pertenencias eran lanzadas al aire, desgarradas y destruidas, juguetes de aquel viento insensato.
En alguna parte de abajo, en la mañana pálida, un yak mugió tristemente. Como si hubiera sido una señal, las trompetas sonaron en el techo de muy arriba. Las caracolas vibraban y los ecos resonaban y se fundían en una mescolanza de sonidos parecida a los múltiples acordes de un órgano gigantesco. Me rodeaban todos los millares de sonidos de una gran comunidad que despertaba a un nuevo día, a otro día de vida: un canto proveniente del Templo, los relinchos de los caballos, los rezongos de los niños soñolientos que temblaban desnudos en el aire intensamente frío, y en un tono más bajo el tictac incesante de las ruedas de oración distribuidas por los edificios y a las que hacían girar eternamente monjes muy viejos que creían que ésa era su única finalidad en la vida.
Todo el lugar se hallaba en movimiento. La actividad aumentaba de momento en momento. Cabezas rapadas se asomaban esperanzadas a las ventanas abiertas, con el deseo de que el día fuera más caluroso. Una burbuja oscura e informe cayó desde alguna parte de arriba y cruzó por mi línea de visión para ir a romperse con un fuerte crujido en las rocas de abajo. «La escudilla de alguien —pensé—. Ahora tendrá que quedarse sin el desayuno hasta que pueda conseguir otra». ¿El desayuno? Por supuesto. Iniciábamos otro día, un día en que yo necesitaría mantener mi vigor porque esperaba el regreso de mi amado guía y antes de que pudiera verlo había clases matutinas, servicios religiosos y, lo primero de todo, ¡el desayuno!
La tsampa es una comida poco apetitosa, pero era lo único que yo conocía con excepción de algunas golosinas muy raras e infrecuentes provenientes de la India. En consecuencia avancé con dificultad por el corredor siguiendo la línea de muchachos y monjes que se dirigían a la sala donde comíamos.
En la entrada me demoré un poco, esperando a que algunos de los otros se acomodasen, pues las piernas me temblaban, mis pasos eran inseguros y el arremolinamiento de todos constituía un peligro para mi estabilidad. Por fin entré y ocupé mi lugar en las filas de hombres y muchachos sentados en el suelo. Todos se sentaban con las piernas cruzadas, menos yo, que tenía que recogerlas bajo el cuerpo. Formábamos varias filas, pues éramos unos doscientos cincuenta Así sentados, los monjes sirvientes pasaban a lo largo de las filas y nos servían nuestra porción equitativa de tsampa. Los monjes se colocaban a los lados de cada fila y luego, a una señal dada, todos ellos pasaban entre nuestras filas con nuestra comida. Pero nadie podía comer hasta que el maestro sirviente daba la señal. Por fin cada monje y cada muchacho tenía su escudilla llena de tsampa; los sirvientes se quedaban a los lados.
Un viejo lama se dirigía al atril, un atril colocado muy por encima de nosotros para que pudiera mirarnos. Se apostaba allí y levantaba la primera hoja de su libro, pues recuerdo que las páginas de nuestros libros eran largas y no estaban cosidas como en el Occidente. El lama levantaba la primera hoja y hacía seña de que se disponía a comenzar. Inmediatamente el maestro sirviente levantaba la mano y la bajaba como señal para que comenzáramos a comer. Mientras lo hacíamos el lector leía los Libros Sagrados y su voz zumbaba y zumbaba y resonaba en toda la sala como un eco, lo que hacía que no se pudiera entender gran parte de lo que decía.
Alrededor del comedor los siempre presentes celadores se paseaban en silencio, sin hacer más ruido que el ocasional susurro de sus túnicas.
En las lamaserías de todo el Tíbet era una costumbre establecida que el lector nos leyese mientras comíamos, pues se consideraba inconveniente que una persona pensase en la comida mientras comía; la comida era una cosa grosera, sólo necesaria para mantener el cuerpo, de modo que durante breve tiempo pudiese ser habitado por un alma inmortal. Por tanto, aunque era necesario comer, se suponía que nosotros no nos complacíamos con ello. El lector nos leía siempre pasajes de los Libros Sagrados, para que mientras nuestros cuerpos se alimentaban para el cuerpo, nuestro espíritu se alimentase para el alma.
Los lamas más ancianos comían siempre solos, la mayoría de las veces meditando acerca de algún texto sagrado o contemplando algún objeto o libro sagrado. Era una grave falta hablar mientras se comía, y si a algún desdichado lo sorprendían conversando lo sacaban los celadores y lo hacían tenderse a través de la puerta, de modo que cuando todos los demás salían tenían que pasar sobre el acostado, lo que avergonzaba mucho a la víctima.
Los muchachos éramos los primeros que terminábamos de comer, pero teníamos que mantenernos quietos hasta que terminaban todos los demás. Con frecuencia el lector seguía leyendo olvidándose por completo de que todos le esperábamos. Muchas veces llegábamos tarde a las clases porque el lector, absorto en su tema, se olvidaba de la hora y del lugar.
Por fin el lector terminaba su página, levantaba la vista con algún sobresalto de sorpresa y volvía a medias la siguiente página. Pero en cambio ponía la cubierta al libro y ataba las cintas; levantaba el libro y lo entregaba a un monje sirviente que lo tomaba, hacía una reverencia y lo llevaba a guardarlo en un lugar seguro. Entonces el maestro sirviente daba la señal para que nos fuéramos. Íbamos a un lado de la sala donde había sacos de cuero llenos con arena fina, y con un puñado de arena limpiábamos nuestras escudillas, el único utensilio de que disponíamos porque, por supuesto, utilizábamos los dedos —¡el utensilio más antiguo de todos!— y no necesitábamos cuchillos ni tenedores.
—¡Lobsang! ¡Lobsang! Ve a ver al encargado del papel y consígueme tres hojas que estén inutilizadas por un lado —me ordenó un lama joven que se detuvo delante de mí.
Refunfuñé en voz baja y me alejé renqueando por el corredor. Aquélla era una de las tareas que aborrecía, porque para cumplirla tenía que salir del Potala e ir hasta la aldea de Sho, donde encontraría al maestro impresor y conseguiría el papel deseado.
El papel es muy raro y muy costoso en el Tíbet. Y, por supuesto, está hecho completamente a mano. Al papel se lo considera como un objeto religioso secundario, porque casi siempre se lo utiliza para los conocimientos sagrados y las palabras sagradas, por lo que no se lo maltrata ni se arroja. Si al imprimir un libro sale mal la impresión, no se echa a la basura el papel, sino que se utiliza el lado no estropeado para enseñarnos a los muchachos. Había siempre gran cantidad de papel estropeado, porque imprimíamos con bloques de madera tallados a mano, y, por supuesto, había que tallar al bloque al revés para que la impresión saliese al derecho. Por consiguiente, al probar los bloques quedaban inevitablemente muchas hojas de papel estropeadas.
Salí del Potala descendiendo por la entrada trasera más baja, donde el camino era muy empinado pero mucho más corto y no había escalones que me cansaran las piernas. Allí, junto a la entrada trasera más baja, los muchachos solíamos deslizarnos de matorral en matorral, y si perdíamos pie patinábamos entre una nube de polvo y nos hacíamos un gran agujero en la parte trasera de la túnica, lo que luego era difícil de explicar.
Descendí por el estrecho sendero entre los arbustos. En un pequeño claro me detuve para atisbar en dirección a Lhasa, con la esperanza de ver que una túnica azafranada muy especial se acercaba por el Puente de Turquesa o probablemente —¡qué alegría me causaba pensar en ello!— avanzaba ya por el Camino Circular. Pero no, sólo se veían los peregrinos, los monjes extraviados y uno o dos lamas corrientes. Por consiguiente, con un suspiro y un rezongo de disgusto, seguí deslizándome sendero abajo.
Por fin llegué a la Sala de Justicia y, dando la vuelta por detrás del edificio, a la imprenta. Dentro se hallaba un monje muy viejo que parecía completamente manchado con tinta y tenía los pulgares y los índices espatulados a fuerza de manejar papel e imprimir bloques.
Examiné todo con curiosidad, pues el olor del papel y la tinta me fascinaba siempre. Contemplé algunas de las tablillas de madera con tallas intrincadas que iban a ser utilizadas para imprimir nuevos libros y pensaba en cuándo llegaría el momento en que podría dedicarme a la talla, por la que sentía afición, pues a los monjes nos daban siempre oportunidades para que mostrásemos nuestras aptitudes en beneficio de la comunidad.
—Bien, muchacho, bien, ¿qué deseas? Pronto, ¿de qué se trata?
El viejo monje impresor me miraba severamente, pero yo lo conocía desde hacía mucho tiempo y sabía que perro ladrador es poco mordedor. En realidad era un excelente anciano que temía que los muchachos le estropeasen las preciosas hojas de papel. Me apresuré a decirle que deseaba tres hojas de papel. Como respuesta rezongó y se puso a examinar muchas hojas sin decidirse a desprenderse de ninguna. Examinaba cada una, vacilaba y al final renunciaba a entregarla. Al cabo de un tiempo me cansé, tomé tres hojas y dije:
—Gracias, honorable impresor, llevaré estas tres hojas; servirán.
Él giró sobre los talones y me miró con la boca abierta de par en par, como la imagen de la estupefacción. Para entonces yo había llegado a la puerta con las tres hojas, y cuando él salió de su pasmo y pudo decir algo yo estaba ya fuera del alcance del oído.
Enrollé cuidadosamente las tres hojas de modo que la superficie estropeada quedaba al exterior. Luego las guardé en la parte delantera de la túnica y volví a subir por el sendero casi arrastrándome entre los matorrales.
En el claro me detuve otra vez, oficialmente para recuperar el aliento, pero en realidad me senté en una roca y durante un rato me quedé mirando en dirección a Sera, el Seto de las Rosas. Pero sólo vi el tránsito ordinario, nada más. Probablemente había unos pocos mercaderes más que de costumbre, pero no estaba la persona que yo deseaba ver.
Por fin me levanté y seguí mi camino hacia arriba, entré por la puerta pequeña y busqué al joven lama que me había enviado.
Estaba solo en una celda y vi que escribía. Le entregué en silencio las tres hojas y él dijo:
—¡Oh, cuánto tiempo has tardado! ¿Has estado fabricando el papel?
Tomó las hojas sin añadir una palabra y sin darme las gracias. Me di vuelta y lo dejé para dirigirme a las clases, pensando que debía emplear el día de algún modo hasta que regresara mi guía.