Capítulo X

Pronto vino a nuestro corredor un muchacho que gritaba: «¡Lobsang! ¡Lobsang!». Me apresuré a cruzar la habitación y lo encontré en la puerta cuando estaba a punto de entrar.

—¡Caramba! —exclamó, mientras se enjugaba en la frente un sudor imaginario—. Te he buscado por todas partes. ¿Te habías escondido? Tu guía te espera.

—¿Qué aspecto tiene? —pregunté con alguna ansiedad.

—¿Qué aspecto tiene? ¿Qué aspecto tiene? ¿Qué aspecto quieres que tenga? Lo viste hace unos pocos días. ¿Qué te pasa? ¿Es que estás enfermo?

El muchacho se alejó murmurando que yo era un estúpido. Me arreglé la túnica y me palpé para asegurarme de que mi escudilla y la caja de los talismanes estaban en los lugares debidos. Luego salí al corredor.

Era un placer dejar el alojamiento de los muchachos con sus sucias paredes encaladas y entrar en los alojamientos mucho mejor adornados de los lamas. Mientras avanzaba lentamente veía el interior de las celdas por delante de las cuales pasaba, pues la mayoría de los lamas dejaban las puertas abiertas. En una de ellas un anciano repasaba las cuentas de su rosario y recitaba interminablemente: «¡Om! ¡Mani padme Hum!». Otro pasaba reverentemente las páginas de algún libro muy viejo, buscando sin cesar otro significado más de las Sagradas Escrituras. Me molestaba un poco ver a esos ancianos tratando de leer «entre líneas», de descubrir en los escritos mensajes que no aparecían a primera vista. Luego saldrían con «Una nueva interpretación de las Escrituras por el lama Fulano de Tal». Un hombre muy anciano, con una larga barba blanca, hacía girar suavemente una rueda de oración mientras canturreaba en voz baja. Otro más declamaba para sí mismo preparándose para un debate teológico en el que iba a desempeñar un papel importante.

—¡No vengas ahora aquí a ensuciarme mi piso limpio, pilluelo! —me dijo un viejo monje cascarrabias de los que se dedicaban a la limpieza mientras se apoyaba en la escoba y me miraba con ojos asesinos—. Yo no trabajo aquí durante todo el día para los que son como tú.

—¡Anda y arrójate por la ventana, viejo! —le contesté rudamente y seguí adelante.

Se estiró y trató de agarrarme, pero tropezó con el largo mango de su escoba y cayó al suelo con estrépito. Apresuré el paso para ponerme a buena distancia antes que él pudiera levantarse. Nadie advirtió lo sucedido: las ruedas de oración seguían girando, el declamador seguía declamando y otras voces seguían entonando sus mantras o fórmulas sagradas.

En alguna celda cercana un anciano gargajeaba y se aclaraba la garganta con unos ruidos horribles. Eran interminables sus esfuerzos para conseguir algún alivio. Seguí adelante. Los corredores eran largos y yo tenía que ir desde donde se alojaba la forma inferior de la vida lamástica hasta casi la más alta: la de los lamas superiores. Ahora bien, a medida que avanzaba hacia la zona «mejor» veía más puertas cerradas. Por fin dejé el corredor principal y entré en un pequeño anexo, el dominio de «Los Especiales». Allí, en aquel lugar de honor, residía mi guía cuando se hallaba en el Potala.

Con el corazón latiéndome rápidamente me detuve ante una puerta y llamé. «¡Entra!», dijo una voz muy amada. Entré e hice mis reverencias rituales al brillante personaje sentado dando la espalda a la ventana. El lama Mingyar Dondup me sonrió bondadosamente y me examinó con mucha atención para ver cómo me había ido durante los últimos siete días.

—Siéntate, Lobsang, siéntate —dijo, y me señaló un almohadón colocado delante de él.

Durante algún tiempo permanecimos sentados mientras él me hacía preguntas, ¡algunas difíciles de responder, por cierto! Aquel gran hombre me inspiraba los más profundos sentimientos de amor y devoción; lo único que yo deseaba era estar continuamente en su presencia.

—El Recóndito está muy complacido contigo —dijo, y añadió risueñamente—: y supongo que eso merece que se lo celebre de algún modo.

Tendió la mano y tocó su campanilla de plata. Un monje sirviente entró con una mesa baja, una de esas mesas talladas y adornadas con muchas capas de color. Yo tenía siempre miedo de rasparlas o marcarlas. El sirviente colocó la mesa a la derecha de mi guía. Sonriéndome, el lama se volvió hacia el monje y le dijo:

—¿Tiene preparada la mesa sencilla para Lobsang?

—Sí, maestro —contestó el hombre—. La traeré ahora mismo.

Salió y no tardó en volver con una mesa muy sencilla que tenía los mejores «adornos» de todos; estaba cubierta con cosas de la India: pasteles dulces y pegajosos cubiertos con una especie de almíbar y rociados con azúcar, nueces adobadas, castañas especiales traídas de un país lejano, y muchas otras cosas que deleitaban mi corazón. El monje sirviente sonrió levemente cuando puso también a mi lado un gran jarro con las hierbas que utilizábamos cuando padecíamos indigestión.

Otro monje sirviente entró con unas tacitas y un gran jarrón lleno de humeante té de la India. A una seña de mi guía se retiraron, ¡y yo disfruté con una agradable compensación por la tsampa! No me molesté en pensar en los otros acólitos que probablemente nunca habían probado en su vida más que tsampa. Sabía muy bien que probablemente la tsampa sería su único alimento mientras vivieran, y me consolaba pensando que si de pronto probaban aquellos manjares exóticos de la India les desagradarían. Sabía que yo iba a pasar momentos difíciles en mi vida, que pronto mis alimentos serían muy diferentes, por lo que en mi satisfacción de muchacho pensaba que no había nada malo en que saborease aquellas cosas agradables como compensación por las desagradables que ya había padecido. En consecuencia, comí más que lo que debía haber comido con una tranquilidad completa. Mi guía guardaba silencio y no tomaba más que té, de la variedad india. Pero por fin, con un suspiro del máximo pesar, decidí que no podía comer ni siquiera una miga más, pues la sola vista de aquella detestable comida comenzaba a parecerme desagradable, me nublaba los ojos y tenia la sensación de que en mi estómago luchaban enemigos furiosos. Me di cuenta de que ciertas manchas inusitadas flotaban ante mis ojos, y no tardé en pedir permiso para retirarme a otro lugar, pues la comida se me revolvía dolorosamente en el estómago.

Cuando volví, algo más pálido, mucho más aliviado y un poco agitado, mi guía seguía sentado, tranquilo, completamente benigno. Me sonrió y mientras me sentaba de nuevo me dijo:

—Bueno, has tomado y perdido la mayor parte de tu té, pero por lo menos guardas su recuerdo y eso puede ayudarte. Ahora hablaremos de diversas cosas.

Me senté muy cómodamente. Me recorrió con la mirada, sin duda para ver cómo estaban mis lesiones, y luego dijo:

—He conversado con el Recóndito, quien me ha hablado de tu… bueno, de tu vuelo al Techo Dorado. Su Santidad me ha dicho todo, me ha dicho lo que vio y que corriste el riesgo de ser expulsado al decirle la verdad. Está muy satisfecho contigo, muy complacido con los informes que ha recibido acerca de ti, y con lo que ha visto, pues estaba observándote cuando mirabas para ver si yo llegaba, y ahora tengo órdenes especiales respecto a ti.

El lama me miró sonriendo levemente, quizá divertido por la expresión de mi rostro. «Más engorros —pensaba yo—, más charla acerca de infortunios futuros y más privaciones que soportar ahora para que en el porvenir no parezcan tan malas en comparación. Estoy harto de sufrir». ¿Por qué no podía ser como aquellas personas que volaban en esas cometas durante una batalla o que conducían aquellas cajas de vapor con muchos soldados? Pensaba también que habría preferido estar a cargo de una de aquellas cosas de metal que flotaban en el agua y llevaban a mucha gente de un país a otro. Luego mi atención divagó y me encontré preguntándome cómo podían ser de metal. Todos sabían que el metal es más pesado que el agua y por consiguiente se hunde. Decidí que tenía que haber alguna engañifa en ello, que esas cosas no podían ser de metal y que el monje me había contado un cuento. Cuando levanté la vista vi que mi guía se reía de mí; había seguido mis pensamientos por telepatía y estaba realmente divertido.

—Esas cometas son aeroplanos, el dragón de vapor es un tren, las cajas de hierro son barcos y, sí, los barco de hierro flotan. Te hablaré de todo ello más adelante, pero por el momento tenemos otras cosas en que pensar.

Volvió a tocar la campanilla y un monje sirviente entró y se llevó la mesa en que yo había comido, sonriendo con tristeza al ver el estrago que yo había hecho con los manjares de la India. Mi guía dijo que deseábamos más té y esperamos mientras nos traían el nuevo.

—Prefiero el té indio al chino —dijo mi guía.

Yo estaba de acuerdo con él, pues el té chino me causaba náuseas, no sabía por qué, pues evidentemente estaba más acostumbrado a él, pero el té indio parecía más agradable. Nuestra conversación acerca del té fue interrumpida por el sirviente que traía una nueva provisión. Se retiró mientras mi guía llenaba las tazas.

—Su Santidad ha ordenado que no asistas más a las clases ordinarias. En cambio, te trasladarás a una habitación próxima a la mía y te instruiremos yo y los principales lamas especialistas. Tú tienes la misión de preservar gran parte del antiguo saber y posteriormente tendrás que poner por escrito gran parte de ese saber, pues nuestros videntes más perspicaces han previsto el futuro de nuestro país y anunciado que nos invadirán y que gran parte de lo que hay en ésta y otras lamaserías será saqueado y destruido. Gracias a la prudencia del Recóndito, ciertos documentos ya están siendo copiados, de modo que las copias quedarán aquí para que las destruyan y los originales serán llevados muy lejos, adonde ningún invasor podrá llegar. En primer lugar te tendrán que instruir extensamente acerca de las artes metafísicas.

Dejó de hablar, se levantó y fue a otra habitación. Oí que se movía de un lado a otro y volvió con una caja de madera muy sencilla que dejó en la mesa ornamental. Se sentó delante de mí y durante unos instantes guardó silencio. Luego dijo:

—Hace años y años las personas eran muy diferentes de como son ahora. Hace años y años las personas podían invocar las leyes naturales y utilizar sentidos que la humanidad ha perdido excepto en ciertos casos raros. Hace muchos centenares de siglos las personas eran telepáticas y clarividentes, pero al utilizar esas facultades para malos propósitos los seres humanos en general han perdido esa capacidad y todas esas facultades están ahora atrofiadas. Lo que es peor, la mayoría de los seres humanos niega la existencia de esas facultades. Cuando recorras diferentes países descubrirás que, fuera del Tíbet y la India, no es prudente hablar de clarividencia, viajes astrales, levitación o telepatía; se limitarán a decir: «Pruébalo, pruébalo; hablas enigmáticamente, dices tonterías; no existe algo como eso o como aquello, pues si existiera la ciencia lo habría descubierto».

Se concentró durante un momento y una sombra cruzó por su rostro. Había viajado mucho y aunque parecía joven —en realidad parecía no tener edad, no se podía decir si era un anciano o un joven, pues tenía la carne firme y el rostro sin arrugas e irradiaba salud y vitalidad— yo sabía que había ido a la lejana Europa y viajado por el Japón, China y la India. Sabía también que había pasado por algunas experiencias asombrosas. A veces, cuando disponía de tiempo, leía alguna revista traída de la India a través de las montañas y le hacía suspirar apenado la locura de la humanidad belicosa. Había una revista particular que le interesaba realmente y siempre que podía la traía de la India. Esa revista se llamaba London Illustrated. Descubrí que los viejos ejemplares de esa revista eran una gran fuente de información, pues contenían ilustraciones de cosas que yo no podía comprender. Me interesaban sobre todo los que llamaban «anuncios» y siempre que podía trataba de leer el texto y luego, cuando se presentaba la oportunidad, encontraba a alguien que conocía el idioma extranjero lo suficiente para enseñarme la pronunciación.

Yo permanecía sentado mirando a mi guía. De vez en cuando contemplaba la caja de madera que había traído y me preguntaba qué contenía. Era una caja de una madera desconocida para mí. Tenía ocho lados, de modo que casi era redonda. Durante un rato seguí preguntándome qué era aquello, qué contenía, por qué él se había quedado de pronto silencioso. Pero luego habló:

—Lobsang, tienes que desarrollar tu muy grande clarividencia natural para aumentarla todavía más, y lo primero que debes hacer es conocer esto. —Con un breve movimiento me señaló la caja de madera octagonal como si eso explicase todo, pero sólo me sumió en una confusión mayor—. Éste es un regalo que se te hace por orden del Recóndito mismo. Se te da para que lo utilices y con ello puedas hacer mucho bien.

Se inclinó hacia adelante, con ambas manos tomó la caja de madera y la contempló durante unos instantes antes de ponerla en mis manos. La puso muy cuidadosamente en mis manos, manteniendo las suyas cerca por si con la torpeza de un muchacho la dejaba caer. Me sorprendió su peso y pensé que debía de tener alguna piedra dentro para que pesara tanto.

—¡Ábrela, Lobsang! —me ordenó el lama Mingyar Dondup—. No obtendrás información alguna acerca de ella si te limitas a contemplarla.

En silencio di vueltas a la caja en mis manos, sin saber cómo abrirla, pues tenía ocho lados y no veía dónde estaba la tapa. Pero de pronto así la tapa, que giró a medias. La parte abovedada cayó en mis manos y al ver que era sólo una tapa la dejé a mi lado y dediqué toda mi atención a lo que había dentro. Lo único que podía ver era una bola de paño, por lo que la así y traté de levantarla, pero el peso era asombroso. Extendí la túnica cuidadosamente para que si había dentro algo suelto no cayera en el suelo, y luego, con las manos sobre la caja, la invertí y retuve el contenido en los dedos. Dejé la caja vacía y dediqué mi atención al objeto esférico envuelto en un paño negro.

Cuando desenvolví el objeto abrí la boca fascinado, pues lo que apareció era un cristal maravilloso, un cristal sin tacha. Era ciertamente un cristal y no el vidrio que utilizaban los que decían la buenaventura, mas aquel cristal era tan puro que apenas se podía ver dónde comenzaba y terminaba, casi una esfera de nada mientras lo tenía en las manos, es decir hasta que tuve en cuenta el peso, y el peso era formidable. Pesaba tanto como una piedra del mismo tamaño.

Mi guía me miraba sonriendo. Cuando le miré a mi vez, dijo:

—Lo manejas como se debe, Lobsang, lo sostienes de la manera correcta. Ahora tendrás que lavarlo antes que puedas utilizarlo, y tendrás que lavarte también las manos.

—¡Lavarlo, honorable lama! —exclamé asombrado—. ¿Para qué he de lavarlo? Está completamente limpio, completamente limpio.

—Sí, pero es necesario lavar cualquier cristal cuando cambia de manos, porque ese cristal ha sido manejado por mí, y luego lo manejó el Recóndito y yo volví a hacerlo después. Ahora bien, tú no tienes por qué indagar mi pasado ni mi futuro y, por supuesto, está prohibido inquirir el pasado, el presente y el futuro del Recóndito. Por consiguiente, ve a esa otra habitación —y me indicó con la mano la dirección que debía seguir— y lávate las manos, luego lava el cristal y asegúrate de que el agua que derramas sobre él es agua corriente. Yo esperaré aquí hasta que hayas terminado.

Con mucho cuidado envolví el cristal, me levanté del cojín en que estaba sentado y coloqué el cristal en su centro para que no pudiera caer al suelo. Cuando pude mantenerme en pie con más o menos seguridad levanté el cojín con el cristal envuelto en el paño y salí de la habitación. Era agradable sostener el cristal en el agua. Mientras pasaba mis manos a su alrededor bajo el agua parecía poseer vida, me producía la sensación de que era parte de mí, de que me pertenecía, y así era, en efecto. Lo puse suavemente a un lado y me lavé las manos, asegurándome de que empleaba una buena cantidad de arena fina, y luego me las enjuagué y volví a lavar el cristal, manteniéndolo bajo un jarro que tenía inclinado mientras el agua rociaba el cristal formando un pequeño arco iris al pasar las gotas por un rayo de luz solar. Una vez limpios el cristal y mis manos volví a la habitación de mi guía, el lama Mingyar Dondup.

—Tú y yo vamos a estar mucho más cerca en el futuro, vamos a vivir en habitaciones contiguas, pues así lo ha ordenado el Recóndito. No vas a dormir en el dormitorio después de esta noche. Se están tomando disposiciones para que cuando volvamos mañana al Chakpori tengas una habitación junto a la mía. Estudiarás conmigo y con lamas cultos que han visto mucho, hecho mucho y viajado por el mundo astral. Tendrás también tu cristal en tu habitación y nadie más debe tocarlo, porque si lo hiciera le daría una influencia diferente. Ahora mueve tu cojín y siéntate dando la espalda a la luz.

Giré y me quedé sentado dando la espalda a la luz. Me hallaba cerca de la ventana, sosteniendo cuidadosamente el cristal en las manos, pero mi guía no pareció satisfecho.

—No, no —dijo—, procura que ningún rayo de luz dé en el cristal, pues produciría falsos reflejos en su interior. Es necesario que no haya puntos de luz en el cristal, pues debes darte cuenta de él, pero no de su circunferencia exacta.

Se levantó y cubrió la ventana con una cortina de seda encerada, amortiguando la luz del sol e inundando la habitación con un resplandor azul pálido, como si hubiera llegado el crepúsculo.

Debo decir que teníamos muy poco vidrio en Lhasa, o más bien en el Tíbet, porque todo el vidrio había que traerlo a través de las montañas en la espalda de los mercaderes o en el lomo de sus animales de carga, y durante las tormentas súbitas que se desencadenaban sobre nuestra ciudad las piedras arrojadas por el viento rompían los vidrios. Por consiguiente, teníamos persianas de diferentes materiales, unas de madera y otras de seda encerada o algo parecido, que impedían la entrada del viento y el polvo, pero las de seda encerada eran las mejores porque dejaban que se filtrase la luz del sol.

Por fin estuve en una posición que mi guía consideró adecuada. Tenía las piernas dobladas bajo el cuerpo, no en la posición del Loto porque estaban demasiado dañadas para eso, y mis pies sobresalían a la derecha. En mi regazo mis manos acopadas sostenían el cristal por debajo, de modo que no podía verlas porque las ocultaban los lados combados del globo. Tenía la cabeza inclinada y debía mirar al cristal o en el cristal sin verlo realmente, sin enfocarlo realmente. Para ver adecuadamente en un cristal hay que fijar la vista en un punto indeterminado, porque si se la fija directamente en el cristal uno ve automáticamente alguna mancha, o motita de polvo, o un reflejo, y habitualmente eso destruye el efecto. En consecuencia me enseñaron que debía fijar la vista en algún punto del infinito mientras aparentemente miraba a través del cristal.

Recordé mi experiencia en el templo, cuando vi acercarse en fila a las almas errantes y los nueve lamas cantaban marcando cada referencia a una varilla de incienso con el tintineo de una campanilla de plata. Mi guía me sonrió a través del cristal y me dijo:

—Éste no es el momento para que te dediques a la contemplación del cristal, pues hay que enseñarte a hacerlo adecuadamente, y en este caso se puede aplicar aquello de que «quien más corre menos vuela». Tienes que aprender a sostener el cristal debidamente, como en verdad lo estás haciendo ahora, pero necesitas aprender los diferentes métodos de sostenerlo de acuerdo con las distintas ocasiones. Si deseas conocer los asuntos mundanos utiliza el cristal colocado en un pedestal, pero si deseas enterarte de lo que concierne a una persona toma el cristal y deja que el que pregunta lo sostenga antes, y luego haces que te lo devuelva, y si estás preparado adecuadamente, podrás ver lo que deseas saber.

En aquel momento se oyó un pandemónium sobre nosotros; era el sonido fuerte, rugiente y discordante de las caracolas, parecido a los mugidos de los yaks en las praderas, un sonido ululante que subía y bajaba como un monje excesivamente gordo que tratara de columpiarse. Yo nunca podía discernir música alguna en las caracolas; otros podían hacerlo y me decían que eso me pasaba porque era sordo para los tonos. Después de las caracolas vino el fragor de las trompetas del templo y el retintín de las campanillas y el retumbar de los tambores de madera. Mi guía se volvió hacia mí y me dijo:

—Bueno, Lobsang, tú y yo debemos ir al servicio religioso porque el Recóndito estará allí, y será un acto de cortesía común por nuestra parte asistir la última noche que pasamos en el Potala. Yo tengo que apresurarme, pero tú ve a la velocidad que te permiten tus piernas.

Dicho eso, se levantó, me dio una palmadita en el hombro y se fue.

Yo envolví cuidadosamente mi cristal, muy cuidadosamente en verdad, y luego, con la mayor cautela, lo introduje de nuevo en su caja de madera de ocho lados. Lo dejé en la mesa junto al asiento de mi guía el lama Mingyar Dondup, y yo también descendí por el corredor.

Acólitos, monjes y lamas acudían apresuradamente desde todas las direcciones. Eso me recordó las corridas de una colonia de hormigas perturbada. Todos parecían apresurarse para poder conseguir el mejor puesto correspondiente a su clase. Yo no me apresuraba, pues lo único que deseaba era poder sentarme en cualquier sitio sin que me vieran.

El estrépito de las caracolas cesó, y también el sonar de las trompetas. Para entonces la corriente que entraba en el templo había disminuido hasta convertirse en un goteo y me encontré en el extremo de la cola. Aquél era el Gran Templo, el templo al que asistía el Recóndito cuando disponía de tiempo para mezclarse con los lamas.

Las grandes columnas que sostenían el techo parecían remontarse en la oscuridad de la noche. Sobre nosotros se cernían las siempre presentes nubes de humo de incienso, grises, azules y blancas, arremolinándose y entremezclándose, sin que tomaran una forma particular, pues todas esas nubes de incienso parecían conservar de algún modo su individualidad.

Unos muchachos corrían de un lado a otro con antorchas fulgurantes encendiendo más y más lámparas de manteca, que chisporroteaban y silbaban y luego estallaban en llamas. Aquí y allá había una lámpara que no ardía debidamente porque antes había que derretir la manteca para que quedase líquida como el aceite, pues de otro modo la mecha no haría más que flotar y chamuscarse y producir un humo que nos haría estornudar.

Por fin quedaron encendidas suficientes lámparas y llevaron grandes varillas de incienso que encendieron también y luego apagaron para que quedaran en rescoldo y produjeran grandes nubes de humo. Vi que todos los lamas formaban un grupo dispuestos en hileras, la primera de las cuales hacía frente a la segunda, ésta daba la espalda a la tercera, la cual hacía frente a la cuarta, y así sucesivamente. Más lejos se hallaban los monjes, colocados de una manera análoga, y más allá los acólitos. Los lamas tenían mesitas de unos treinta centímetros de altura en las que había pequeños objetos, incluyendo la indispensable campanilla de plata; algunos tenían tambores de madera; más tarde, cuando comenzara el servicio religioso, el lector apostado tras el atril leería pasajes de nuestros libros sagrados y los lamas y monjes cantarían al unísono, y al término de cada pasaje unos lamas tocarían las campanillas y otros golpearían con los dedos los tambores. Una y otra vez, para indicar que había terminado alguna parte particular del servicio, resonaría el estrépito de las caracolas en algún lugar distante, en algún lugar de los oscuros recovecos del templo. Yo miraba, pero para mí no era más que un espectáculo, mera disciplina religiosa, y decidí que en alguna ocasión en que dispusiera de tiempo preguntaría a mi guía por qué era necesario realizar aquella ceremonia. Me preguntaba si hacía mejor a la gente, porque había visto a muchos monjes que eran muy devotos y asistían fielmente a los servicios religiosos, pero fuera de los templos y de los servicios religiosos se comportaban como bellacos sádicos. En cambio, otros que nunca se acercaban a los templos eran bondadosos y considerados y ayudaban siempre a los pobres muchachos que no sabían qué hacer y temían hallarse en dificultades porque eran muchos los adultos que no querían que los muchachos les hicieran preguntas.

Contemplaba el centro del templo, el centro del grupo de los lamas, y veía a nuestro venerado y amado Dalai Lama sereno y tranquilo, con una intensa aura de espiritualidad, y resolví que en todo momento trataría de tomarlos como modelos a él y a mi guía, el lama Mingyar Dondup.

El servicio continuaba y me temo que me quedé dormido detrás de una de las columnas, porque no me enteré de nada más hasta que volvió a resonar el estrépito de las campanillas y las caracolas, y luego se oyó el ruido de una multitud que se levantaba y se dirigía hacia la salida. Me froté los ojos con los nudillos y traté de parecer bien despierto y alerta como si hubiera estado prestando atención a toda la ceremonia.

Cansadamente me dirigí, otra vez a la cola de todos, a nuestro dormitorio común, pensando con alegría que aquélla era la última noche que iba a dormir con toda una multitud de muchachos que molestaban con sus ronquidos y gritos, pues en adelante podría dormir solo.

En el dormitorio, cuando me disponía a envolverme en mi manta, un muchacho trató de decirme lo maravilloso que le parecía que yo fuera a tener una habitación para mí solo. Pero bostezó fuertemente en medio de la frase, cayó en el suelo y se quedó profundamente dormido. Fui a la ventana envuelto en la manta y contemplé la noche estrellada, y la espuma de nieve que ascendía de las cumbres de las montañas e iluminaban de la manera más bella los rayos de la luna saliente. Luego yo también me acosté y dormí sin pensar en nada. Mi sueño fue muy tranquilo.