Capítulo XIII

Era agradable estar de vuelta en el Chakpori, entre aquellos con quienes me había familiarizado. Allí los maestros eran buenas personas que se dedicaban a la preparación de los lamas médicos. Mi guía había propuesto que yo asistiese a las clases de botánica, anatomía y medicina, pues el Chakpori era el centro de esos estudios.

Con otros veinticinco alumnos —muchachos como yo, otros de más edad y uno o dos monjes jóvenes de otras lamaserías— me sentaba en el suelo de una de nuestras salas de conferenciar el lama maestro se interesaba por su trabajo, se interesaba por enseñarnos.

—¡El agua! —dijo—. El agua es la base de la buena salud. La gente no bebe lo suficiente para que el cuerpo funcione debidamente. Uno come y se forma en su estómago un revoltijo pesado que no puede pasar por los intestinos. El resultado es un sistema obstruido, mala digestión y una completa incapacidad para emprender el estudio y la práctica de la metafísica.

Calló y miró a su alrededor como para desafiarnos a que dijéramos lo contrario.

—Maestro —dijo un monje joven de alguna lamasería menor—, seguramente si bebemos cuando comemos diluimos nuestros jugos gástricos; por lo menos así me han dicho.

El monje joven calló bruscamente y miró a su alrededor como si lo hubiera dejado azorado su audacia.

—Es una buena objeción —replicó el lama maestro—. Muchas personas tienen esa impresión, pero es errónea. El cuerpo posee la capacidad de producir un jugo digestivo muy concentrado, tan concentrado, en realidad, que en ciertas condiciones los jugos digestivos pueden comenzar a digerir el cuerpo.

Abrimos la boca asombrados y yo me asusté bastante al pensar que podía estar comiéndome a mí mismo. El maestro sonrió al ver la impresión que había causado. Durante unos instantes más guardó silencio para que esa impresión ejerciera su pleno efecto en nosotros, y luego preguntó, mirándonos a uno tras otro con la esperanza de obtener una respuesta:

—¿Cuál es la causa de las úlceras gástricas y las irritaciones del estómago?

—Maestro —fue mi respuesta temeraria—, cuando un hombre se preocupa se le forman úlceras casi lo mismo que como puede sufrir un ataque de dolor de cabeza.

—¡Buena respuesta! —dijo el maestro, sonriendo—. Sí, si un hombre se preocupa, los jugos gástricos de su estómago se concentran cada vez más hasta que al final la parte más débil del estómago es atacada y como los ácidos que habitualmente digieren el alimento corroen esa parte más débil y terminan haciendo un agujero, las punzadas de dolor revuelven el contenido del estómago y producen una nueva concentración de los jugos. Por fin los ácidos se filtran por el agujero que han hecho y se difunden entre las capas del estómago causando las que llamamos úlceras gástricas. Una adecuada cantidad de agua alivia mucho la situación e inclusive puede evitar las úlceras. Moraleja: cuando estéis preocupados bebed agua y reducid el peligro de que se os formen úlceras.

—Maestro —dijo un muchacho tonto—, espero que la gente no tenga eso muy en cuenta. Yo soy uno de los que tienen que traer el agua por la ladera de la montaña, y esa tarea es ya bastante dura.

La mayoría de la gente no piensa en los problemas de un país como el Tíbet. Teníamos agua en abundancia, pero la mayor parte de ella en los lugares menos convenientes. Para satisfacer las necesidades de lamaserías como el Potala y el Chakpori equipos de monjes obreros y de muchachos tenían que transportar el agua en recipientes de cuero por los senderos de la montaña. También se utilizaban caballos y yaks bien cargados para transportar el agua necesaria para nuestra existencia. Muchos obreros trabajaban para mantener llenos los tanques colocados en posiciones accesibles. No abríamos una canilla y obteníamos una cantidad abundante de agua fría y caliente; la nuestra había que sacarla con un cucharón de un tanque. Arena muy fina del lecho del río, transportada del mismo modo, era utilizada para limpiar los utensilios y para fregar los pisos. ¡El agua era preciosa! Nuestro lavadero era la orilla del río; llevábamos nuestras ropas al río en vez de llevar el río montaña arriba.

El lama maestro no tuvo en cuenta la observación tonta y continuó:

—La peor dolencia de la humanidad es… —hizo una pausa buscando un efecto dramático mientras nosotros pensábamos en la peste y el cáncer— es el estreñimiento. El estreñimiento causa más mala salud en general que cualquier otra enfermedad. Sienta la base para enfermedades mucho más graves. Le hace a uno perezoso, mal humorado y perverso. ¡Pero el estreñimiento puede ser curado! —Hizo otra pausa y miró a su alrededor—. No mediante grandes dosis de cáscara sagrada, no mediante litros de aceite de castor, sino bebiendo el agua suficiente. Tened en cuenta que comemos. Tragamos la comida y tiene que pasar por nuestro estómago y nuestros intestinos. En los últimos unos pelos cortos llamados «vellosidades» (son huecos con tubos) chupan el nutrimento de la comida en digestión y digerida. Si el alimento es demasiado pesado, demasiado «sólido», no puede entrar en las vellosidades. Queda impactado formando masas duras. Los intestinos deben «retorcerse», como podemos llamar a la acción de la peristalsis, y eso empuja al alimento a lo largo del tubo digestivo, haciendo lugar para más alimento. Pero si el alimento es sólido el único resultado de la peristalsis es el dolor y no el movimiento. En consecuencia, el agua es muy necesaria para ablandar la masa.

Es una triste realidad que todos los estudiantes de medicina se imaginan que sienten todos los síntomas que están estudiando. Me apreté el abdomen porque… sí, estaba seguro de que tenía dentro una masa dura. Pensé que debía hacer algo al respecto.

—Maestro —pregunté—, ¿qué efecto produce un laxante?

La mirada del maestro se volvió hacia mí. Había una sonrisa en sus ojos. Sospeché que esperaba que la mayoría de nosotros sintiésemos que teníamos «masas duras» en el estómago.

—Una persona que tiene que tomar un laxante —contestó— es una persona que padece ya escasez de agua en el cuerpo. Está estreñida porque tiene insuficiente líquido para ablandar los residuos endurecidos. Es necesario obtener agua y el laxante hace en primer lugar que el cuerpo derrame agua por los vellos para que la masa se ablande y se haga flexible y luego refuerce la acción peristáltica. El dolor lo causan las masas conglutinadas que se adhieren a las superficies internas, y el cuerpo queda deshidratado. Se debe beber siempre bastante agua después de tomar un laxante —sonrió y añadió—: Por supuesto, en opinión de nuestro amigo acarreador de agua, los pacientes deberían acostarse a la orilla del río y beber allí abundantemente.

—Maestro, ¿por qué los enfermos de estreñimiento tienen la piel en tan mal estado y todas esas pústulas? —preguntó un muchacho que tenía muy mal la piel, y se ruborizó intensamente cuando todas las cabezas se volvieron hacia él.

—Debemos librarnos de nuestros residuos de la manera determinada por la naturaleza —contestó nuestro maestro—. Pero si el hombre impide ese método, los residuos penetran en la sangre, obstruyen los vasos vitales y el cuerpo trata de librarse de esos residuos a través de los poros de la piel. Pero la materia no es lo suficientemente fluida para pasar por los finos tubos de los poros y se producen la obstrucción y la «piel sucia». Bebed mucha agua, haced bastante ejercicio y no tendréis que apelar tanto a la cáscara sagrada, el jarabe de higo y el aceite de castor. —Se echó a reír y terminó—: Ahora terminaremos esto para que podáis correr a beber litros de agua.

Movió la mano en ademán de despedida y se dirigía a la puerta cuando entró un mensajero.

—Honorable maestro —preguntó—, ¿está aquí un muchacho llamado Rampa, Martes Lobsang Rampa?

El maestro miró a su alrededor y dobló un dedo para llamarme.

—Lobsang, ¿qué has hecho esta vez? —preguntó con indulgencia.

Me adelanté de mala gana, renqueando de la manera más patética que podía, y preguntándome de qué nuevo engorro se trataba. El mensajero le dijo al lama:

—Este muchacho tiene que ir a ver al señor Abad inmediatamente. Yo tengo que llevarlo, no sé por qué.

Yo no sabía cuál podía ser el motivo del llamamiento. ¿Podía haberme visto alguien arrojando tsampa a los monjes? ¿Me había visto alguien poniendo sal en el té del maestro de los acólitos? O quizás… Pensaba con temor en los diversos «pecados» que sabía había cometido. ¿Y si el señor Abad conocía algunos de mis delitos? El mensajero me llevó a lo largo de los fríos y desnudos corredores del Chakpori. Allí no había lujo ni bellos cortinajes como en el Potala. Aquello era funcional. Ante una puerta guardada por dos celadores se detuvo el mensajero y murmuró «¡espera!» antes de entrar. Me quedé inquieto, apoyándome ora en un pie ora en el otro, y los celadores me miraban impasibles como si fuera alguna forma inferior de vida humana. El mensajero reapareció y dándome un empujón dijo:

—¡Entra!

De mala gana crucé la puerta, que se cerró a mi espalda. Entré, e involuntariamente me detuve asombrado. Allí no había austeridad. El Abad, ataviado con las más ricas vestimentas rojas y doradas, se hallaba sentado en una plataforma que se alzaba casi un metro del suelo. Cuatro lamas lo acompañaban. Cuando me repuse de mi impresión hice una reverencia de la manera prescrita, tan fervorosamente que me crujieron las coyunturas y la escudilla y la caja de talismanes resonaron al unísono. Detrás del abad un lama me hizo seña para que avanzase y levantó la mano cuando llegué al lugar donde debía detenerme.

El señor abad me miró en silencio, me recorrió de arriba abajo con la mirada y observó mi túnica, mis sandalias y, probablemente, advirtió que tenía la cabeza bien rapada. Se volvió hacia uno de los lamas acompañantes y le preguntó:

—¡Arrumph! ¿Éste es el muchacho, verdad?

—Sí señor —contestó el lama.

El abad volvió a mirarme de la misma manera apreciativa y exclamó:

—¡Arrumph! ¡Urrahh! ¿Así que tú eres el que ayudó al monje Tengli? ¡Uurrmph!

El lama que me había hecho seña anteriormente movió los labios y me señaló. Comprendí la idea.

—Tuve esa fortuna, mi señor abad —contesté con la que esperaba fuera la suficiente humildad.

Una vez más me miró, examinándome como si yo fuera un insecto posado en una hoja. Por fin volvió a hablar:

—¡Err, ahhh! Sí, ¡oh! Te van a recomendar, hijo mío. ¡Arrumphh!

Volvió la mirada hacia otra parte y el lama que estaba detrás de el me hizo seña para que me inclinara y me fuera. En consecuencia, hice tres reverencias más y me retiré cautelosamente hacia atrás, con un telepático «gracias» al lama que me había guiado con señas tan claras. La puerta casi me golpeó el trasero. Alegremente busqué a tientas detrás de mí el picaporte para abrirla. Lo conseguí, salí y me apoyé en una pared lanzando un suspiro de alivio. Levanté la vista y se encontró con la de un celador gigante.

—¿Y bien? ¿Vas a los Campos Celestiales? ¡No te desmayes aquí, muchacho! —me gritó en el oído.

De mal humor me levanté la túnica y avancé por el corredor mientras los dos celadores me miraban malignamente. En alguna parte crujió una puerta y una voz dijo:

—¡Detente!

«¡Dios mío, por el Diente de Buda! ¿Qué he hecho ahora?», me pregunté desesperado mientras me detenía y volvía para ver de qué se trataba. Un lama venía hacía mí y, ¡gracias a Dios, sonreía! Lo reconocí como el lama que me había hecho señas a la espalda del abad.

—Has estado bien —murmuró amablemente en voz baja—. Has hecho todo como se debe hacer. Esto es un regalo para tí. También le gustan al señor abad.

Me puso en las manos un paquete gratamente voluminoso, me palmeó en el hombro y se fue. Me quedé estupefacto, manoseando el paquete y haciendo conjeturas sobre el contenido. Levanté la vista y vi que los dos celadores me sonreían benévolamente; habían oído las palabras del lama. Oh, exclamé mientras los miraba. Un celador sonriendo era algo tan extraordinario que me asustaba. Sin esperar más me escabullí lo más rápidamente que pude de aquel corredor.

—¿Qué llevas ahí, Lobsang? —me preguntó una vocecita.

Me volví y vi a un muchacho que había sido admitido recientemente. Era menor que yo y se le hacía difícil acostumbrarse.

—Cosas para comer, según creo —contesté.

—Oh, vamos a probarlas; he perdido la comida —dijo ansiosamente.

Lo miré y parecía tener hambre. Había una despensa a un lado. Lo llevé adentro y nos sentamos junto a la pared más lejana, detrás de unos sacos de cebada. Abrí con cuidado el paquete y dejé al descubierto las «golosinas indias».

—¡Oh —exclamó el niño—, nunca he comido nada como esto!

Le entregué uno de los pasteles rosados, el cubierto con una capa blanca. Lo mordió y sus ojos se redondearon. De pronto recordé que tenía otro pastel en la mano izquierda, ¡pero había desaparecido! Un ruido a mi espalda me hizo volverme; allí estaba uno de los gatos, ¡comiendo mi pastel! Con un suspiro de resignación metí la mano en el paquete para sacar otro pastel para mí.

«Rarrh», dijo una voz detrás de mí y una zarpa me tocó el brazo «¡Rarrh! ¡Mrraw!», volvió a decir la voz, y cuando me volví vi que el gato se había apoderado de mi segundo pastel y lo comía.

—¡Oh, ladronazo! —exclamé malhumorado, pero en seguida recordé lo buenos que eran esos gatos, lo amigos míos que eran y cómo me consolaban, y añadí arrepentido—: Lo siento, honorable gato guardián. Tú trabajas para ganarte la vida y yo no.

Dejé mi pastel y abracé al gato, que ronroneó y ronroneó.

—A mí no me dejan ni siquiera tocarlos —dijo el niño—. ¿Cómo puedes hacerlo tú?

Tendió la mano y «accidentalmente» tomó otro pastel azucarado. Como yo no dije nada se tranquilizó y recostó para poder comerlo cómodamente. El gato siguió ronroneando y me golpeó con la cabeza. Le ofrecí medio pastel, pero ya estaba harto; se limitó a ronronear más sonoramente y a frotar un lado de la cara contra el pastel, untándose los bigotes con el almíbar pegajoso. Convencido de que yo había comprendido que me daba las gracias, se alejó, saltó al marco de la ventana y se quedó allí tomando el sol. Cuando me volví para mirarle vi que el niño había recogido el pastel contra el que se había frotado el gato y se lo metía en la boca.

—¿Crees en la religión? —me preguntó.

¡Qué pregunta verdaderamente notable! Allí estábamos preparándonos para ser lamas médicos y sacerdotes budistas y me preguntaban si creía en la religión. «Está loco —pensé—, loco». Pero luego reflexioné. ¿Creía en la religión? ¿Qué creía yo?

—Yo no quería venir aquí —dijo el niño—, pero me obligaron a hacerlo. Rogué a la Santa Madre Dolma, rogué para no venir, pero vine. Rogué que mi madre no muriera, pero murió y los Disponedores de los Muertos vinieron, llevaron su cuerpo y lo entregaron a los buitres. Nunca han escuchado mis plegarias. ¿Y las tuyas, Lobsang?

Estábamos allí, en la despensa, apoyados contra los sacos de cebada. En la ventana el gato se lavaba. Se lamía la pata delantera, se la pasaba por la cara, volvía a lamerse la pata y se la pasaba por lo alto de la cabeza, detrás de las orejas y otra vez por la cara. Producía un efecto casi hipnótico verlo chupar y limpiarse, chupar y limpiarse, chupar y limpiarse.

¿La plegaria? Bueno, ahora que pensaba en ello, la plegaria no parecía favorecerme a mí tampoco. Y si la plegaria no daba resultado, ¿por qué teníamos que orar?

—Quemé muchas varillas de incienso —dijo el niño humildemente—. Las tome de la caja especial de la honorable abuela también, pero las oraciones nunca me han servido para nada. Y ahora estoy aquí, en el Chakpori, preparándome para algo que yo no quiero ser. ¿Por qué? ¿Por qué tengo que ser monje cuando eso no me interesa?

Fruncí los labios, enarqué las cejas y arrugué el ceño como había hecho poco antes el señor abad conmigo. Luego examiné críticamente al niño de la cabeza a los pies. Por fin dije:

—Dejaremos el asunto por el momento. Pensaré en ello y te haré saber la respuesta a su debido tiempo. Mi guía, el lama Mingyar Dondup, sabe todo y le pediré que tome en consideración esta cuestión.

Cuando me volví para levantarme vi que el paquete de golosinas indias estaba medio consumido. Obedeciendo a un impulso, envolví los restos y puse el paquete en las manos del niño asombrado.

—Toma —le dije—. Es tuyo y te ayudará a pensar en cosas distintas que las espirituales. Ahora debes irte porque yo tengo que pensar.

Lo tomé por el codo, lo llevé a la puerta y le hice salir. Se alegró de irse, pues temía que yo cambiase de opinión y le pidiese que me devolviera las golosinas indias.

Cuando él se fue me dediqué a asuntos más importantes. En uno de los sacos había visto una linda cuerda. Me incliné sobre el saco y le quité la cuerda que le ataba el cuello. Luego fui a la ventana y el gato y yo nos pusimos a jugar, él persiguiendo el extremo de la cuerda, saltando sobre los sacos, metiéndose entre ellos y en general divirtiéndose mucho. Por fin los dos nos cansamos casi simultáneamente. Él salió de su escondite, me dio un cabezazo y durante un instante se quedó con las patas traseras y el rabo erectos en el aire haciendo «¡Mrrawh!». Luego saltó al marco de la ventana y desapareció para hacer uno de sus viajes misteriosos. Yo guardé la cuerda en la túnica, salí de la despensa y avancé por el corredor hasta que llegué a mi habitación.

Me quedé algún tiempo contemplando el pergamino más importante. Representaba una figura masculina y se podía ver su interior. En primer lugar estaba la tráquea; a la izquierda de la tráquea aparecían dos monjes que se ocupaban en introducir aire en los pulmones. A la derecha otros dos monjes introducían aire en el lado derecho de los pulmones y, según observé, trabajaban muy activamente. Luego había una representación del corazón. Dos monjes bombeaban sangre, o más bien un líquido, pues no se veía que fuese sangre. Más lejos se veía una gran cámara que era el estómago. Un monje, evidentemente anciano, se hallaba sentado detrás de una mesa y otros cinco monjes se mostraban muy activos llevando alimentos. El monje principal hacía la cuenta de la cantidad de alimentos que llevaban.

En otra parte un grupo de monjes sacaban bilis de la vesícula biliar para diluir el alimento y facilitar la digestión. Otros monjes trabajaban en lo que era evidentemente una fábrica de productos químicos —el hígado—, y descomponían varias substancias con tinas de ácido, y yo estaba fascinado contemplando esa ilustración, porque luego todo iba a parar a rollos y más rollos que representaban los intestinos. Unos monjes introducían diversas substancias en los intestinos. En otra parte estaban los riñones, donde los monjes separaban diferentes líquidos y procuraban enviarlos en la dirección debida. Pero debajo de la vejiga estaba lo más interesante de todo: dos monjes aparecían sentados en los lados opuestos de un tubo y era obvio que controlaban el flujo del líquido. Luego mi mirada volvió al rostro de la figura y pensé que no era extraño que pareciera tan triste con todas aquellas personas dentro hurgándole y haciéndole tantas cosas interesantes. Permanecí algún tiempo absorto en aquella grata contemplación y en fantasías relacionadas con los hombrecitos que trabajaban dentro del cuerpo.

Por fin se oyó un suave golpe en la puerta de comunicación y al cabo de unos instantes se abrió y vi aparecer en ella a mi guía, el lama Mingyar Dondup. Sonrió aprobatoriamente al ver que estudiaba la figura.

—Ésa es, en verdad, una figura muy antigua —dijo—. Fue hecha en su forma original por grandes artistas de China. La figura original tiene exactamente el tamaño natural y la hicieron con chapas de diferentes clases de madera. He visto el original y parece verdaderamente vivo. —Hizo una pausa y añadió—: He sabido que le has causado una buena impresión al señor abad, Lobsang. Me dijo inmediatamente después que en su opinión posees notables capacidades. —Y con una voz un tanto irónica agregó—: Yo he podido asegurarle que el Recóndito es de la misma opinión.

Me zumbaba la cabeza pensando en la religión, por lo que le dije humildemente:

—Maestro, ¿puedo hacerle una pregunta acerca de un asunto que me preocupa mucho?

—Puedes hacerla, ciertamente. Si puedo ayudarte, te ayudaré. ¿Qué es lo que te preocupa? Pero ven, entremos en mi habitación, donde podemos sentarnos cómodamente y tomar té.

Se dio vuelta y entró en su habitación, no sin antes lanzar una breve mirada a mi pequeña provisión de alimento que disminuía rápidamente. En su habitación llamó en seguida a un sirviente para que nos sirviera el té. Cuando terminamos de tomarlo, el lama sonrió y me dijo:

—Bueno, ¿qué es lo que te preocupa ahora? Tómate tiempo para explicármelo detalladamente porque no tienes que asistir al servicio vespertino.

Se sentó en la posición del loto, con las manos entrelazadas en el regazo. Yo me senté, o más bien me recliné de costado y traté de exponer mis pensamientos de la manera más clara posible sin balbucear.

—Honorable maestro —dije por fin—, me preocupa el asunto de la religión; no puedo comprender la utilidad de la religión. He orado y otros han orado y nuestras oraciones no han tenido consecuencia alguna. Parece que hemos estado orando en el desierto. Parece que los dioses no escuchan las plegarias. Parece que así como éste es el mundo de la ilusión, la religión y la plegaria son también una ilusión. Sé que muchos peregrinos buscan la ayuda de los lamas para resolver sus problemas, pero nunca he oído que haya quedado resuelto alguno. También mi padre, cuando yo tenía un padre, empleaba constantemente a un sacerdote, pero no parece que eso haya sido muy útil en nuestro caso. Maestro, ¿puede, quiere decirme para qué sirve la religión?

Mi guía guardó silencio durante un tiempo, mirando sus manos entrelazadas. Por fin lanzó un suspiro y me miró directamente.

—Lobsang —dijo—, la religión es algo muy necesario en verdad. Es absolutamente necesario, absolutamente esencial que haya una religión que pueda imponer la disciplina espiritual a sus adherentes. Sin la religión los seres humanos serían peores que los animales salvajes. Sin la religión no existiría la voz de la conciencia. Te digo que no tiene importancia alguna que uno sea hindú, budista, cristiano o judío; todos los hombres tienen sangre roja y la religión a la que se adhieren es esencialmente la misma.

Se interrumpió para ver si yo podía comprender lo que decía, qué era lo que quería dar a entender. Moví la cabeza afirmativamente y continuó:

—Aquí, en la Tierra, la mayoría de las personas se parecen mucho a los niños de una escuela, niños que nunca ven al Director, que nunca ven el mundo fuera de la escuela. Imagínate que el edificio de la escuela está completamente cercado por una alta pared; en la escuela hay maestros, pero esa clase particular nunca ve a los superiores. Los alumnos de la escuela tienen motivos para pensar que no hay un Director si no tienen el juicio necesario para comprender que hay alguien superior al maestro corriente. Cuando los niños aprueban sus exámenes y pasan a un grado superior pueden salir de la pared que rodea a la escuela y quizás encontrarse con el Director y ver el mundo exterior. Con demasiada frecuencia la gente exige pruebas, necesita pruebas de todo, necesita la prueba de la existencia de Dios, y la única manera de conseguir esa prueba es poder viajar por el mundo astral, ser clarividente, porque cuando uno puede viajar más allá de los confines de esta clase cercada puede ver más allá la Verdad Suprema.

Otra vez se interrumpió y me miró ansiosamente para ver si yo seguía sus observaciones de una manera satisfactoria. Lo hacía, en verdad, y me parecía muy sensato lo que estaba diciendo.

—Imaginémonos que estamos en una clase y creemos que nuestro Director se llama Fulano de Tal. Pero cerca de nosotros hay otra clase y nos encontramos con sus alumnos. Discuten con nosotros alegando que el Director se llama de otro modo. Pero una tercera clase, con la que también podemos encontrarnos, interviene un tanto rudamente y nos dice que todos somos tontos, porque no hay un Director, pues si lo hubiera lo habríamos conocido o visto y no habría duda alguna respecto a su nombre. Ahora comprenderás, Lobsang —sonrió mi guía— que una clase puede estar llena de hindúes y llaman a su Director de un modo; la siguiente clase puede estar llena de cristianos y llaman a su Director de otro modo. Pero cuando llegamos al fondo del asunto, cuando extraemos lo esencial de cada religión, descubrimos que todas tienen características básicas comunes. Eso significa que existe un Dios, que existe un Ser Supremo. Podemos adorarlo de muchas maneras diferentes, y lo único que importa es que lo adoremos con fe.

Se abrió la puerta y un monje sirviente nos trajo más té. Mi guía se sirvió y bebió de buena gana, porque estaba sediento por haber hablado tanto, y yo… bueno… me dije que debía beber también porque estaba sediento por haber escuchado. ¡Una excusa era tan buena como otra!

—Lobsang, supón que todos los acólitos, monjes y lamas de la lamasería del Seto de Rosas no tienen a alguien que sea responsable por su disciplina; hay siete mil habitantes en esa lamasería. Supón que allí no hay disciplina, que no hay recompensas ni castigos, que cada uno puede hacer lo que quiere sin que le remuerda la conciencia. Pronto se produciría la anarquía, se cometerían homicidios y podría suceder cualquier cosa. Esos hombres se mantienen en orden mediante la disciplina, tanto la disciplina espiritual como la física. Es esencial que todos los habitantes del mundo tengan una religión, pues debe haber una disciplina espiritual así como una disciplina física, porque si sólo hubiera disciplina física la regla sería el triunfo del más fuerte, en tanto que si hay disciplina espiritual la regla que predomina es la del amor. El mundo actual necesita imperiosamente volver a la religión, no a una religión particular, sino a cualquiera religión, la religión que mejor se adapta al temperamento de la persona.

Yo reflexionaba acerca de todo aquello. Comprendía la utilidad de la disciplina, pero me preguntaba por qué nuestras plegarias no obtenían respuesta.

—Honorable maestro —dije—, todo eso está muy bien, pero si la religión es tan buena para nosotros, ¿por qué no son atendidas nuestras plegarias? Yo oré para no tener que venir a esta cár… a esta lamasería, pero a pesar de todas mis plegarias tuve que venir. Si la religión es buena ¿por qué me enviaron aquí, por qué no fueron atendidas mis súplicas?

—Lobsang, ¿cómo sabes que tus plegarias no fueron escuchadas? Tienes una idea equivocada acerca de la oración. Muchas personas creen que basta con entrelazar las manos y pedir a un Dios misterioso que les conceda una ventaja sobre sus semejantes. La gente ruega para obtener dinero. A veces pide que le entreguen un enemigo. En la guerra los bandos opuestos ruegan que se les conceda la victoria, los dos bandos dicen que Dios está de su parte y dispuesto a destruir al enemigo. Debes recordar que cuando uno ruega lo hace en realidad para él mismo. Dios no es una Gran Figura que se sienta a una mesa para escuchar peticiones en la forma de plegarias y conceder todo lo que se le pide. —Rió mientras continuaba—. Imagínate que vas a ver al señor abad y le pides que te deje salir de la lamasería o que te entregue una gran cantidad de dinero. ¿Crees que respondería a tu pedido de la manera que deseas? Más probablemente respondería de una manera que no te agradaría.

Eso tenía sentido para mí, pero lo que no me parecía que tenía mucho sentido era seguir orando si no había nadie que respondiera o concediera las cosas que se pedían, y así lo dije.

—Pero tu idea de la súplica es, entonces, completamente egoísta. Lo único que deseas siempre es algo para ti mismo. ¿Crees que puedes pedir a un Dios que te envíe una caja de nueces saladas? ¿Crees que puedes pedir que te entreguen un gran paquete de golosinas indias? La súplica se debe hacer para el bien de otros. La plegaria debe ser para dar gracias a Dios. La oración debe consistir en una declaración de lo que deseas hacer en favor de otros y no de ti mismo. Cuando rezas das cierta fuerza a tus pensamientos, y si es posible o conveniente debes rezar en voz alta porque eso aumenta la fuerza de tus pensamientos. Pero debes asegurarte de que tus plegarias son desinteresadas, debes asegurarte de que tus plegarias no se oponen a las leyes naturales.

Yo cabeceaba un poco porque me parecía que, después de todo, las plegarias no eran muy buenas. Mi guía sonrió al ver mi aparente falta de atención y continuó:

—Sí, ya sé lo que piensas, sé que piensas que la plegaría es sólo una perdida de tiempo. Pero supón que una persona acaba de morir o que ha muerto unos días antes y que tus súplicas son atendidas. Supón que ruegas que esa persona vuelva a la vida. ¿Crees que sería conveniente que vuelva a la vida una persona muerta desde hace algún tiempo? Algunas personas ruegan que Dios mate a alguien que en un momento determinado ha disgustado a la persona que ruega. ¿Crees que sería razonable esperar que un Dios mate a la gente porque una persona insensata le ha rogado que lo haga?

—Pero, honorable maestro, los lamas oran todos juntos en los templos y piden diversas cosas. ¿Para qué sirve eso?

—Los lamas oran conjuntamente en los templos pensando en cosas especiales. Ruegan —dicho de otro modo, dirigen sus pensamientos— para que puedan ayudar a los que están en dificultades. Ruegan que los que están cansados puedan conseguir ayuda, ayuda telepática. Ruegan que las ánimas errantes perdidas en el desierto de más allá de esta vida puedan ser guiadas, pues si una persona muere sin saber nada del otro lado de la muerte puede perderse en un cenagal de ignorancia. Por eso los lamas oran —envían sus pensamientos telepáticos— para que quienes necesitan ayuda puedan ser ayudados. —Me miró severamente y añadió—: Los lamas no rezan para su propio provecho, no ruegan que los asciendan. No piden que el lama Fulano de Tal, que ha causado algunas dificultades, se caiga de una azotea o algo parecido. Ruegan sólo para ayudar a otros.

Mis ideas se estaban desarticulando un poco, porque siempre había creído que un dios, o la Bienaventurada Madre Dolma, podría atender a una plegaria si se la hacía con el fervor suficiente. Por ejemplo, yo no quería ingresar en una lamasería y había rogado y rogado hasta casi perder la voz. Pero a pesar de lo mucho que rogué, tuve que ingresar en la lamasería. Parecía que las plegarías eran solamente algo que podía ayudar a otras personas.

—Percibo exactamente tus pensamientos y discrepo completamente de tu opinión sobre el asunto —observó mi guía—. Si uno ha de obrar religiosamente debe hacer por los demás lo que habría hecho por él mismo. Tú debes rogar que poseas la fuerza y el buen juicio necesarios para proporcionar ayuda o fuerza y buen juicio a los demás. No debes rogar en tu propio beneficio, pues ése es un ejercicio inútil.

—Entonces, ¿una religión es solamente algo que debemos hacer en favor de otros?

—De ningún modo, Lobsang. Una religión es algo que vivimos. Es una norma de conducta que nos imponemos voluntariamente para que nuestros Super-yos se purifiquen y fortalezcan. Manteniendo pensamientos puros evitamos los pensamientos impuros, fortalecemos aquello a lo que volvemos cuando abandonamos el cuerpo. Pero cuando seas más experto en el viaje astral podrás ver la verdad por ti mismo. Por el momento, durante unas pocas semanas más, debes aceptar mi palabra. La religión es muy real, la religión es muy necesaria. Si ruegas y tu ruego no es atendido como crees, es posible que tu ruego haya sido atendido después de todo, porque antes de venir a esta Tierra hacemos un plan preciso de las ventajas y desventajas que vamos a tener en esta Tierra. Proyectamos nuestra vida en la Tierra (antes de venir a ella) como el alumno de un gran colegio proyecta sus cursos de estudios de modo que al final de esos estudios pueda ser esto o aquello, para lo que se prepara.

—¿Cree usted que alguna religión es superior a las otras, honorable maestro? —pregunté tímidamente.

—Ninguna religión es mejor que el hombre que profesa esa religión. Aquí tenemos a nuestros monjes budistas; algunos monjes budistas son hombres buenos y otros no lo son tanto. La religión es algo personal, cada persona practica la religión de una manera diferente, cada persona ve diferentes cosas en su religión. No tiene importancia que un hombre sea budista, hindú, judío o cristiano. Lo único que importa es que una persona practique su religión con el máximo de su fe y el máximo de su capacidad.

—Maestro, ¿está bien que una persona cambie de religión, está bien que un budista se haga cristiano o que un cristiano se haga budista?

—Mi opinión personal, Lobsang, es que, salvo en circunstancias muy extraordinarias, una persona no debe cambiar de religión. Si una persona ha nacido cristiana y vive en el mundo occidental esa persona debe conservar la fe cristiana, porque uno absorbe las creencias religiosas como absorbe los primeros sonidos de su idioma, y con frecuencia sucede que si un cristiano se hace de pronto hindú o budista, ciertos factores hereditarios, ciertas condiciones innatas tienden a debilitar la aceptación de la nueva religión por uno, y con demasiada frecuencia para compensar eso uno defiende ávida y fanáticamente su nueva religión, aunque conserva bajo la superficie toda clase de dudas y conflictos no resueltos. El resultado es raras veces satisfactorio. Mi recomendación es que así como nace una persona así acepta una creencia religiosa, y por eso debe mantenerse fiel a esa creencia.

—¡Hum! Parece que mis ideas acerca de la religión eran erróneas. Parece que uno tiene que dar y no pedir nada. Uno tiene que esperar, en cambio, que alguien pida algo para él.

—Uno puede pedir comprensión, puede pedir en sus plegarias que le sea posible ayudar a otros, porque al ayudar a otros uno se ayuda a sí mismo, al enseñar a otros se enseña a sí mismo y al salvar a otros se salva a sí mismo. Uno tiene que dar antes de que pueda recibir. Tiene que dar de sí mismo, de su compasión, de su misericordia. Hasta que uno puede dar de sí mismo no puede recibir de otros. No puede obtener misericordia si antes no muestra misericordia, no puede obtener comprensión si antes no ha comprendido los problemas de los demás. La religión es una cosa muy grande, Lobsang, demasiado grande para que nos ocupemos de ella en una charla tan breve como ésta. Pero reflexiona sobre ello. Piensa qué puedes hacer por los demás, cómo puedes proporcionar placer y progreso espiritual a otros. Y permíteme que te pregunte algo, Lobsang: tú contribuiste a salvar la vida a un pobre monje anciano que había sufrido un accidente. Si eres sincero confesarás que esa acción te causó placer y gran satisfacción. ¿No es así?

Pensé en ello y saqué la conclusión de que sí, era muy cierto que me había causado una gran satisfacción el descenso tras el Honorable Minino y la ayuda prestada al anciano.

—Sí, honorable maestro, es así: sentí mucha satisfacción —contesté por fin.

Caían las sombras del crepúsculo y el manto purpúreo de la noche se extendía poco a poco sobre el valle. En la lejana Lhasa las luces comenzaban a centellear y la gente se movía ya detrás de las cortinas de seda encerada. En alguna parte debajo de nuestra ventana uno de los gatos lanzó un maullido quejumbroso, al que respondió el maullido de otro gato en las cercanías. Mi guía se levantó y estiró. Parecía tener los miembros endurecidos, y cuando yo me levanté torpemente estuve a punto de caer de bruces porque había estado conversando mucho más tiempo del que yo creía y también tenía los miembros endurecidos. Juntos nos quedamos mirando por la ventana durante unos instantes y luego mi guía dijo:

—Quizá sea una buena idea que descansemos bien esta noche, porque, ¿quién sabe?, podemos estar muy ocupados mañana. Buenas noches, Lobsang, buenas noches.

—Honorable maestro —dije—, le agradezco el tiempo y la molestia que se ha tomado para explicarme todo eso. Tengo una inteligencia lerda y supongo que perezosa, pero comienzo a comprender mejor las cosas. Gracias ¡Buenas noches!

Le hice una reverencia y me dirigí a la puerta de comunicación.

—Lobsang —me llamó mi guía y me volví hacia él—, el señor abad quedó realmente complacido contigo y eso es algo que vale la pena de tener en cuenta. El señor abad es un hombre austero y severo. Te has portado bien. Buenas noches.

—Buenas noches —repetí, y entré en mi habitación. Rápidamente hice mis sencillos preparativos para pasar la noche y me acosté, no para dormir inmediatamente, sino para pensar en todas las cosas que me habían dicho. Y saqué la conclusión de que sí, era cierto que la correcta adhesión a la religión de uno puede proporcionar la disciplina espiritual más adecuada y excelente.