Capítulo 19

Fiona estaba en el pasillo, encorvada en una de las sillas de plástico que había diseminadas a lo largo de la pared, enrollándose una raída bufanda a rayas alrededor de las muñecas. Más allá de ella, el brillo verde del suelo encerado se extendía por lo que se antojaban kilómetros.

Cuando cerré la puerta tras de mí, levantó de repente la cabeza.

—¿Cómo está Jenny? ¿Se encuentra bien?

—Está dormida.

Alcancé una silla y me senté a su lado. Su trenca de lana roja olía a aire frío y a humo: había salido a la calle a fumarse un cigarrillo.

—Debería entrar. Se asusta si no hay nadie cuando se despierta.

—¿Desde cuándo lo sabe usted? —le pregunté.

Fiona puso cara de incomprensión.

—¿Saber qué?

Había un millar de modos inteligentes de hacerlo, pero no me quedaban fuerzas para probarlos.

—Su hermana acaba de confesar los asesinatos. Mató a su familia. Estoy seguro de que no será una gran sorpresa para usted.

Su mirada impertérrita no se alteró ni un ápice.

—No sabe lo que dice. Con tantos calmantes, no piensa con claridad.

—Créame, señorita Rafferty, sabía exactamente lo que decía. Y los detalles de su historia coinciden con las pruebas.

—Usted la ha forzado a confesar. En el estado en que se encuentra, podría forzarla a decir cualquier cosa. Podría denunciarlo.

Estaba tan cansada como yo, tanto que ni siquiera pudo imprimir un tono duro a su advertencia.

—Señorita Rafferty —le imploré—, por favor, no haga esto. Todo lo que me diga es extraoficial; ni siquiera podría demostrar que hemos mantenido esta conversación. Y lo mismo se aplica a la confesión de su hermana: a efectos legales, nunca se ha producido. Lo único que intento es dar con un modo de poner fin a esta historia antes de ocasionar más daño.

Fiona escrutó mi rostro, intentando enfocar sus cansados y enrojecidos ojos. Las luces, implacables, conferían un tono grisáceo a su piel, que se antojaba llena de cráteres; parecía mayor y más enferma que Jenny. Al otro lado del pasillo, un crío lloraba, eran unos sollozos inmensos, desconsolados, como sí el mundo se hubiera hecho añicos a su alrededor.

Algo, no sé qué, le reveló a Fiona que no le estaba mintiendo. Poco común, había pensado yo cuando la interrogamos, perceptiva; entonces no me había gustado que lo fuera, pero al final aquello había jugado en mi favor. Su cuerpo dejó de luchar y apoyó la coronilla en la pared.

—¿Por qué lo…? —preguntó—. Los quería tanto, tanto… ¿Qué demonios…? ¿Por qué?

—No puedo decírselo. ¿Cuándo lo supo usted?

Al cabo de un instante, Fiona respondió:

—Cuando ustedes me explicaron que Conor había confesado. Yo sabía que no era culpable. Al margen de lo que le hubiera sucedido desde la última vez que nos vimos, al margen de que hubiera tenido otra discusión con Pat y Jenny, aunque hubiera perdido por completo la cabeza, jamás habría hecho algo así.

Su voz era firme, sin sombra alguna de duda. Por un momento extraño y agotador, los envidié a ambos, a Fiona y a Conor Brennan. Prácticamente todo en esta vida es traicionero, puede torcerse y cambiar de forma en un segundo cualquiera; sentí que el mundo sería un lugar distinto si tuvieras a alguien en quien confiar, en quien confiar hasta la médula, o si pudieras ser ese alguien para otra persona. Conozco a maridos y mujeres que significan eso el uno para el otro. Y también a compañeros de profesión.

—Al principio pensé que se lo estaban inventando —continuó Fiona—, pero soy bastante buena intuyendo cuándo me mienten. Así que intenté imaginar por qué Conor confesaría algo así. Probablemente lo habría hecho para proteger a Pat, para librarlo de la cárcel, pero Pat estaba muerto. Sólo quedaba Jenny.

Oí el doloroso y leve sonido cuando tragó saliva.

—Así fue como lo supe.

—Por eso no le explicó a Jenny que habíamos arrestado a Conor.

—Sí. No sabía cómo iba a reaccionar… Si confesaría, si perdería el control y tendría una recaída…

—Pero enseguida tuvo la certeza de que era culpable —dije—. Estaba convencida de que Conor nunca hubiera hecho nada semejante, pero no opinaba lo mismo de su hermana.

—Usted cree que no debería haberlo pensado.

—Yo no sé lo que debería usted haber pensado —afirmé.

Regla número cual sea: los sospechosos y los testigos necesitan creer que el detective es omnisciente; no puedes permitir que te vean dudar. No recordaba, ya no, qué importancia tenía aquella regla.

—Lo que me pregunto es dónde radicaba la diferencia.

Se enrolló la bufanda alrededor de la mano, mientras buscaba las palabras adecuadas. Al cabo de un momento, dijo:

—Jenny lo hace todo bien, todo le sale bien. Así es como funciona su vida. Cuando algo se torció, cuando Pat se quedó sin trabajo… no supo cómo gestionarlo. Por eso temía que estuviera volviéndose loca cuando me contó que alguien había entrado en su casa. Estaba preocupada por ella desde que despidieron a Pat. Y tenía razón: estaba hecha pedazos. ¿Es eso…? ¿Fue por eso por lo que…?

No le respondí. Fiona, en voz baja y severa, tensando aún más la bufanda, añadió:

—Debería haberlo intuido. La verdad es que se las ingenió de maravilla para ocultármelo, pero debería haber prestado más atención a los detalles, debería haberla visitado más a menudo…

No hubiera podido hacer nada. No se lo dije: necesitaba que se sintiera culpable. En cambio, le pregunté:

—¿Ha sacado usted el tema a colación con Jenny?

—¡No, claro que no! Me mandaría al infierno y me diría que no volviera nunca más o me diría que…

Un gesto de dolor.

—¿Cree que yo quiero oírla hablar de ello? —dijo.

—¿Y con alguna otra persona?

—No. ¿Como quién? Esto no es algo que le vayas contando a tus compañeros de piso. Y tampoco quiero que mi madre lo sepa. Nunca.

—¿Tiene usted alguna prueba de estar en lo cierto? ¿Algo que Jenny dijera, algo que haya visto? ¿O sólo se lo dice el instinto?

—No. No tengo pruebas. Si estuviera equivocada… Dios mío, sería tan feliz.

—No creo que esté usted equivocada —le desmentí—. Pero ese es el problema: yo tampoco tengo ninguna prueba. Y no puedo presentar la confesión de Jenny ante un tribunal. Las pruebas que tenemos no bastan para detenerla, y mucho menos para condenarla. A menos que consiga algo más, saldrá de este hospital como una mujer libre.

—Bien.

Fiona detectó algo en mi rostro, o creyó haberlo detectado, y se encogió de hombros recelosa.

—¿Qué esperaba? Sé que probablemente debería ingresar en prisión, pero no me importa. Es mi hermana y la quiero. Además, si la arrestaran, mi madre lo descubriría. Sé que no debería esperar que saliera impune de esto, pero lo hago. Ahí lo tiene.

—¿Y qué hay de Conor? Me dijo que seguía sintiendo aprecio por él. ¿De verdad va a permitir que pase el resto de su vida en la cárcel? Aunque, sinceramente, no creo que dure demasiado. ¿Sabe qué opinan los otros delincuentes acerca de los asesinos de niños? ¿Quiere saber lo que les hacen?

Abrió los ojos como platos.

—Aguarde un instante. No puede enviar a Conor a la cárcel. Usted sabe que no es culpable.

—No lo haré, señorita Rafferty. Lo hará el sistema… No puedo ignorar el hecho de que tenemos pruebas más que suficientes para presentar cargos contra él; si luego lo condenan o no es asunto de los abogados, del juez y del jurado. Yo me limito a trabajar con lo que tengo. Y, si no tengo nada contra Jenny, tendré que incriminar a Conor.

Fiona negó con la cabeza.

—No lo hará —dijo.

Su voz volvía a traslucir aquella certeza, clara como el bronce bruñido. Parecía un don extraño, cálido como una diminuta llama en aquel frío lugar donde jamás habría sospechado encontrarlo. Aquella mujer con la que ni siquiera debería estar hablando, aquella mujer que ni tan sólo me caía bien, y resultaba que ella, de entre todas las personas del mundo, me intuía con absoluta certeza.

—No —le dije, incapaz de mentirle—. No lo haré.

Asintió.

—Bien —respondió y soltó un leve suspiro de cansancio.

—Pero no es Conor quien debería preocuparle —añadí—. Su hermana planea suicidarse a la menor oportunidad que se le presente.

Lo dije con toda la brutalidad de la que fui capaz. Esperaba conmocionarla, quizá, que le sobreviniera un ataque de pánico, pero Fiona ni siquiera miró alrededor; mantuvo la mirada firme en el fondo del pasillo, en unos deslucidos carteles que proclamaban el poder salvador de los desinfectantes de manos.

—Mientras esté en el hospital, no intentará nada —dijo.

Fiona ya lo sabía. Me sorprendió que, en realidad, quisiera que lo hiciera, como un gesto misericordioso, como le ocurría a Richie, o como un castigo, o como una violenta amalgama de sentimientos fraternales que ni siquiera ella misma entendería jamás.

—¿Qué planea hacer usted cuando le den el alta? —quise saber.

—Vigilarla.

—¿Usted sola? ¿Las veinticuatro horas del día? ¿Los siete días de la semana?

—Con ayuda de mi madre. Ella no lo sabe, pero imagina que, después de lo sucedido, Jenny podría…

Fiona sacudió la cabeza y se concentró más en aquellos carteles.

—La vigilaremos —repitió.

—¿Durante cuánto tiempo? —inquirí—. ¿Un año? ¿Dos? ¿Diez? ¿Y qué sucederá cuando deba ir al trabajo y su madre tenga que darse una ducha o dormir un rato?

—Podemos contratar a una enfermera. O a una cuidadora.

—Para eso debería tocarles la lotería. ¿Ha comprobado cuánto cuesta contratarlas?

—Ya sacaremos el dinero de algún sitio.

—¿Del seguro de vida de Pat?

Mi pregunta la silenció.

—¿Y qué ocurrirá cuando Jenny despida a la enfermera? Es una mujer adulta: si no quiere que nadie cuide de ella, y ambos sabemos que no transigirá, no hay absolutamente nada que ustedes puedan hacer para detenerla. Está usted entre la espada y la pared, señorita Rafferty: no podrá velar por su seguridad a menos que la encierren.

—La cárcel no es exactamente un lugar seguro. Nosotras nos encargaremos de cuidarla.

El deje afilado de su voz me reveló que mis palabras estaban haciendo mella en ella.

—Probablemente lo haga, al menos durante un tiempo —continué—. Es posible que logre hacerlo durante semanas, meses incluso. Pero antes o después le quitará el ojo de encima. Quizá su novio la llame para charlar un rato o sus amigas le insistan para que salga a tomar una copa y echar unas risas juntas y usted piense: «Sólo por esta vez. Sólo por esta vez, la vida dejará que me suelte del anzuelo; no me castigará por querer ser una persona normal durante sólo una o dos horas. Me lo merezco». Quizá dejará usted a Jenny a solas un minuto. Basta un minuto para encontrar un desinfectante o unas cuchillas. Si alguien quiere suicidarse, hallará el modo de hacerlo. Y si eso sucede durante su turno de vigilancia, se pasará usted la vida lamentándolo.

Fiona escondió las manos dentro de las mangas de su abrigo y dijo:

—¿Qué es lo que quiere?

—Necesito que Conor Brennan quede limpio de lo que sucedió aquella noche —le contesté—. Quiero que usted le explique exactamente lo que está haciendo. No sólo está pervirtiendo el curso de la justicia, sino que le está dando una patada en la boca: está dejando que Pat, Emma y Jack acaben bajo tierra mientras la persona que los asesinó sale a la calle libre como un pajarillo. Y está dándole vía libre a Jenny para morir.

Una cosa es hacer lo que Conor hizo en aquel momento espantoso de pánico y terror desesperantes, con Jenny aferrándose a él con sus manos ensangrentadas y suplicándole, y otra aguardar de pie, en la fría luz del día, a ver como alguien a quien amas se tira a las ruedas de un autobús.

—Si se lo digo yo, pensará que sólo intento confundirlo. Pero a usted la creerá —concluí.

Fiona arrugó la comisura de los labios en lo que casi pareció una sonrisita amarga.

—Usted no entiende a Conor, ¿verdad?

Podría haber soltado una carcajada.

—Sinceramente, creo que no.

—A él le importa un comino el curso de la justicia o la deuda de Jenny con la sociedad y todas esas estupideces. Lo único que le importa es Jenny, y estoy segura de que sabe lo que quiere hacer. Por eso se confesó autor de los crímenes: para brindarle la oportunidad de hacerlo. Probablemente Conor crea que yo soy una egoísta por intentar salvarla, porque lo que quiero es retenerla conmigo. Y quizá lo sea. Me da igual.

«Intentar salvarla». Ella estaba de mi parte. Tenía que encontrar un modo de aprovecharme de ello.

—Entonces, dígale que Jenny ha muerto. El sabe que saldrá del hospital en cualquier momento: explíquele que le dieron el alta y aprovechó la primera oportunidad que se le presentó. Si ya no puede hacer nada por protegerla, es posible que intente salvarse.

Fiona negaba con la cabeza.

—Sabría que le miento. Conoce a Jenny. Es imposible que ella… Ella no se marcharía sin dejar una nota que lo exculpara. De ninguna manera.

Habíamos bajado el tono de voz, como conspiradores.

—Entonces ¿cree usted que sería capaz de convencer a Jenny para que hiciera una declaración oficial? Suplíquele, amenácela con el remordimiento, háblele de los niños, de Pat, de Conor, dígale lo que tenga que decirle. Yo no he tenido suerte, pero quizá viniendo de usted…

Seguía sacudiendo la cabeza de lado a lado.

—No va a escucharme. ¿Lo haría usted si estuviera en su piel?

Los dos posamos la vista en aquella puerta cerrada.

—No lo sé —le dije.

Si me hubiera quedado algo de frustración, me hubiera hervido la sangre. Por un instante, me acordé de Dina royéndose el brazo.

—No tengo ni idea.

—Yo no quiero que muera.

La voz de Fiona se había tornado súbitamente gruesa y temblorosa. Estaba a punto de llorar.

—Entonces necesitamos alguna prueba —le expliqué.

—Pero ha dicho que no la tiene.

—Así es. Y, a estas alturas, ya no conseguiremos ninguna.

—Entonces ¿qué podemos hacer?

Fiona se presionó las mejillas con los dedos y se enjugó las lágrimas.

Cuando respiré, me pareció que inhalaba algo más volátil y violento que el aire, algo que me abrasaba al atravesar mis membranas y filtrarse hacia la sangre.

—Sólo se me ocurre una solución posible.

—Pues póngala en práctica, por favor.

—No es una buena solución, señorita Rafferty, pero en ocasiones muy contadas, en momentos desesperados, recurrimos a medidas desesperadas.

—¿Como qué?

—Rara vez, y digo muy rara vez, aparece una prueba crucial por la puerta trasera. A través de canales que no son del todo legítimos.

Fiona me miraba fijamente. Sus mejillas seguían húmedas, pero se había olvidado de llorar.

—Cree usted que podría… —Se detuvo y volvió a comenzar la frase, ahora con mucho más cuidado—: De acuerdo. ¿A qué se refiere?

Sucede. No a menudo, y desde luego no con la frecuencia que probablemente crean, pero sucede. Sucede porque un uniformado deja que un gilipollas lo incordie, porque un capullo holgazán como Quigley siente celos de los detectives de verdad y de nuestras tasas de resolución de casos, o porque un detective sabe a ciencia cierta que un individuo está a punto de mandar al hospital a su esposa o de prostituir a una cría de doce años. Sucede porque alguien decide confiar más en lo que le dicta la conciencia que en las reglas que ha jurado cumplir.

Yo nunca lo había hecho. Siempre había creído que, si no podías resolver un caso por la vía correcta, no merecías resolverlo. Ni siquiera había sido nunca el tipo que mira hacia otro lado mientras el pañuelo manchado de sangre se desplaza hasta ocupar el lugar correcto, mientras alguien deja caer una papelina de cocaína o mientras se alecciona a un testigo. Nunca nadie me lo había pedido, probablemente por si yo lo denunciaba a Asuntos Internos, y agradecía a mis compañeros que no me hubieran obligado a hacerlo. Pero sabía que ocurría.

—Si pudiera usted proporcionarme alguna prueba que vinculara a Jenny con los asesinatos, pongamos esta tarde —le expliqué—, entonces podría arrestarla antes de que le den el alta. A partir de ese momento, estará vigilada para evitar que se suicide.

Todo aquel tiempo que había pasado en silencio contemplando a Jenny dormida había estado pensando en aquello. Vi el rápido pestañeo mientras Fiona interiorizaba mis palabras. Al cabo de un largo momento, me preguntó:

—¿Yo?

—Le aseguro que si se me ocurriera algún modo de hacerlo sin tener que solicitar su ayuda, no estaría hablando con usted.

La expresión de su rostro era tensa, recelosa.

—¿Cómo sé que no me está tendiendo una trampa?

—¿Con qué fin? Si lo único que quisiera fuera solucionar este caso y buscara a alguien a quien incriminar, no necesitaría su ayuda: tengo a Conor Brennan, bien empaquetado y listo para la entrega.

Al otro extremo del pasillo, un celador pasó empujando con gran estruendo un carrito y ambos nos sobresaltamos.

—Me estoy arriesgando al menos tanto como usted —dije, en voz todavía más baja—. Si alguna vez le revela esto a alguien, ya sea mañana, el mes que viene o dentro de diez años, Asuntos Internos abrirá como mínimo una investigación, y, en el peor de los escenarios, tal vez tenga que enfrentarme a una revisión de todos y cada uno de los casos en los que he participado y la presentación de cargos delictivos contra mí. Estoy poniendo en sus manos todo lo que tengo, señorita Rafferty.

—¿Por qué? —quiso saber Fiona.

Había demasiadas respuestas. Por aquel instante abrasador y luminoso que aún revoloteaba en mi interior en el que me había dicho que me creía. Por Richie. Por Dina con los labios manchados de vino tinto, diciéndome: «No existe un porqué». Al final, le di la única que podía soportar compartir.

—Porque teníamos una prueba que podría haber bastado, pero quedó destruida. Por mi culpa.

Al cabo de un momento, Fiona preguntó:

—¿Qué le harán a Jenny? Si la detienen, quiero decir. ¿Cuánto tiempo…?

—La enviarán a un hospital psiquiátrico, al menos en primera instancia. Si la consideran apta para soportar un juicio, su defensa alegará no culpabilidad o enajenación mental. Si el jurado considera que fue víctima de un arrebato de locura, entonces regresará al psiquiátrico hasta que los médicos determinen que ya no representa ningún peligro para sí misma ni para los demás. Si la declaran culpable, pasará entre diez y quince años en prisión.

Fiona se estremeció.

—Sé que parece mucho tiempo, pero podemos asegurarnos de que reciba el tratamiento que precisa y, para cuando tenga mi edad, estará de nuevo en la calle. Podrá comenzar de cero, con usted y con Conor a su lado para ayudarla.

El sistema de megafonía cobró vida con un chirrido para solicitar al doctor equis que acudiera a urgencias, por favor. Fiona no se movió. Finalmente, asintió. Tenía hasta el último músculo del cuerpo en tensión, pero el recelo había desaparecido de su semblante.

—De acuerdo —dijo—. Le ayudaré.

—Necesito que esté segura.

—Estoy segura.

—Está bien. Esto es lo que vamos a hacer —le expliqué.

Notaba mis palabras pesadas como piedras, hundiéndome.

—Va a decirme usted que se dirige a Ocean View para recoger algunas pertenencias de su hermana: un camisón, el neceser, su iPod, libros, lo que crea usted que puede necesitar. Yo le indicaré que la casa aún está precintada y que todavía no puede entrar. En su lugar, me ofreceré a conducirla hasta allí yo mismo, a entrar por usted en la casa y a recoger lo que Jenny necesite. Usted me acompañará para asegurarse de que recojo las pertenencias correctas. Puede confeccionarme una lista mientras vamos de camino. Anótela para que así yo pueda mostrarla si alguien me pregunta.

Fiona asintió. Me observaba como un refuerzo cuando le asignas una misión, alerta, atenta, memorizando cada palabra.

—Al ver la casa de nuevo, le vendrá algo a la memoria. De repente, recordará que la mañana en que usted y los agentes uniformados hallaron los cadáveres, cuando entró en la casa detrás de los agentes, recogió algo que había a los pies de las escaleras. Lo hizo de manera instintiva, porque la casa siempre estaba tan ordenada que cualquier cosa que hubiera en el suelo parecía fuera de lugar… Se lo guardó en el bolsillo del abrigo, sin ni siquiera darse cuenta de lo que hacía… al fin y al cabo, tenía la mente ocupada en otras cosas. ¿Lo ha comprendido?

—Eso que recogí, ¿qué es?

—Jenny tiene un puñado de pulseras en su joyero. ¿Hay alguna que suela ponerse más que las otras? No una de esas sólidas, no un brazalete. Necesitamos una cadena. Una cadena fuerte.

Fiona lo pensó.

—Tiene una pulsera con dijes, con una cadena de oro bastante gruesa. Parece fuerte. Pat se la compró cuando Jenny cumplió veintiún años, y después le fue regalando los dijes para celebrar acontecimientos importantes… Un corazón cuando se casaron, las iniciales de los niños cuando nacieron y una casita cuando se trasladaron. Jenny la lleva a menudo.

—Perfecto. Esa es la otra razón por la que usted la recogió: porque sabía que significaba mucho para Jenny y a ella no le gustaría que anduviera tirada por el suelo. Cuando usted vio lo que había sucedido, olvidó la pulsera por completo. Como es natural, no había vuelto a acordarse de ella. Pero, mientras me espera a que salga de la casa, lo recordará. Rebuscará en los bolsillos de su abrigo y la encontrará. Cuando yo regrese al coche, me la entregará, en caso de que pudiera sernos de utilidad.

—¿Y cómo nos ayudará eso? —quiso saber Fiona.

—Si todo hubiera sucedido exactamente como lo estoy describiendo —le contesté—, usted no habría tenido modo de saber que esa pulsera nos ayudaría en la investigación. Así que mejor que no se lo explique ahora. Así nos ahorramos correr el riesgo de que se le escape. Tendrá que confiar en mí.

—Está usted seguro, ¿verdad? —preguntó—. Esto funcionará. No nos saldrá el tiro por la culata. Está convencido.

—No es el plan perfecto. Algunas personas, incluido el fiscal, pensarán que usted lo sabía desde el principio y ocultó deliberadamente la prueba. Y otras personas pondrán en tela de juicio la conveniencia de tal casualidad… Es la política del departamento. Pero usted no necesita conocer los detalles. Yo me aseguraré de que no se meta en problemas. No la arrestarán por ocultación de pruebas ni por obstrucción a la justicia, no se preocupe. Sin embargo, no puedo garantizarle que el fiscal no le haga pasar un mal trago, o incluso la defensa, si llegamos a ese punto. Quizá lleguen a sugerir que debería usted considerarse sospechosa, ya que habría sido la beneficiarla en caso de que Jenny hubiera muerto.

Fiona abrió los ojos como platos.

—No se preocupe —la tranquilicé—. Le prometo que tal acusación no prosperaría. No va a meterse en problemas. Pero debo advertírselo de antemano: no se trata de un plan perfecto. Aun así, es la mejor opción que tenemos.

—De acuerdo —convino Fiona, respirando hondo.

Se enderezó en la silla y se apartó el pelo de la cara con ambas manos, lista para pasar a la acción.

—¿Qué hacemos ahora?

—Necesitamos hacerlo, mantener las conversaciones y todo lo demás. Si llevamos a la práctica cada uno de los pasos, usted recordará los detalles cuando preste declaración o cuando la sometan a interrogatorio. Sonará sincera, porque estará diciendo la verdad.

Asintió.

—Bien —dije yo—. ¿Adónde se dirige, señorita Rafferty?

—Si Jenny está dormida, debería acercarme a Brianstown. Tengo que traerle algunas cosas de la casa.

Tenía la voz acartonada, vacía; tan sólo quedaba en ella un sedimento de tristeza.

—Me temo que no puede entrar en la casa. Sigue estando precintada. Si le sirve de ayuda, puedo llevarla hasta allí y sacar lo que necesite.

—Eso estaría bien. Gracias.

—Vamos —dije.

Me puse en pie, apoyándome en la pared como un anciano. Fiona se abotonó el abrigo, se enrolló la bufanda alrededor del cuello y se la ajustó. El niño había dejado de llorar. Permanecimos de pie en el pasillo durante un rato, escuchando a través de la puerta por si Jenny llamaba o hacía algún movimiento, algo que nos hubiera retenido, pero no oímos nada.

Recordaré aquel viaje durante el resto de mi vida. Fue el último momento en que podía haber dado media vuelta: haber recogido los pedazos de Jenny, haberle explicado a Fiona que había encontrado un defecto en mi magnífico plan, haberla dejado de nuevo en el hospital y haberme despedido de ella. Aquel día, de camino a Broken Harbour, fui lo que había consagrado toda mi vida adulta a ser: un detective de homicidios, el mejor de la brigada, el que solucionaba los casos y lo hacía siempre con rectitud. A mi regreso, era otra cosa.

Fiona se acurrucó contra la puerta del copiloto y se dedicó a mirar por la ventanilla. Cuando nos incorporamos a la autopista, solté una mano del volante, busqué mi bloc de notas y mi bolígrafo y se los entregué. Se apoyó el cuaderno en la rodilla y yo mantuve el coche a velocidad constante mientras escribía. Una vez hubo terminado, me devolvió el papel y el bolígrafo. Eché un rápido vistazo a la página: tenía una caligrafía inteligible y redondeada, con pequeñas y rápidas florituras en las astas. «Crema hidratante (la que haya en la mesita de noche o en el cuarto de baño). Vaqueros. Blusa. Jersey. Sujetador. Calcetines. Zapatillas deportivas. Abrigo. Bufanda».

—Necesitará ropa para salir del hospital, al margen de adonde se dirija —dijo Fiona.

—Gracias —le respondí.

—No puedo creer que esté haciendo esto.

«Estás haciendo lo correcto». Casi me salió de manera automática. En su lugar, le dije:

—Está salvando la vida de su hermana.

—La estoy enviando a la cárcel.

—Lo está haciendo lo mejor que puede. Es lo máximo a lo que podemos aspirar.

De repente, como si no hubiera sido capaz de contenerse, me explicó:

—Cuando éramos crías, yo solía rezar por que Jenny hiciera algo mal. Yo siempre me metía en líos. Nada grave, no era una delincuente; sólo cosas menores, como contestar a mi madre con malos modos o hacer novillos. Jenny nunca hizo nada malo, nunca. Era una santa por naturaleza. Yo solía rezar por que hiciera algo verdaderamente espantoso, al menos una vez. Entonces yo podría contarlo y ella se metería en problemas, y todo el mundo diría: «Bien hecho, Fiona. Has hecho lo correcto. Buena chica».

Tenía las manos enlazadas sobre el regazo, con fuerza, como un crío durante una confesión.

—No vuelva a explicar esa historia, señorita Rafferty —le dije, con voz más dura de lo que pretendía.

Fiona volvió a mirar por la ventanilla.

—No lo haría.

Después de aquello, no volvimos a hablar. Al doblar la esquina de Ocean View, un hombre salió corriendo de una de las calles laterales; pise el freno a fondo, pero se trataba simplemente de un corredor que avanzaba con la vista fija, sin mirar, y cuyas aletas de la nariz se ensanchaban y estrechaban como las de un caballo a la fuga. Por un instante, me pareció oír las grandes bocanadas de su respiración a través del cristal; luego desapareció. Fue la única persona a quien vimos. El viento que soplaba del mar agitaba las cadenas de las verjas, inclinaba los altos hierbajos de los jardines en un marcado ángulo y golpeaba las ventanillas del coche.

—He leído en la prensa que están pensando en derribar estas construcciones, estas urbanizaciones fantasma —comentó Fiona—. Las demolerán, se marcharán y fingirán que nunca han existido.

Por un último instante vi Broken Harbour como debería haber sido. Los cortacéspedes zumbaban y las radios sonaban a todo volumen al ritmo de dulces y animadas melodías, mientras los hombres lavaban sus coches en los caminos de entrada de sus hogares y los niños chillaban y se divertían montados en sus patinetes; las jóvenes salían a correr y sus colas de caballo se balanceaban a su espalda; las mujeres se inclinaban sobre las vallas de los jardines para intercambiar noticias; los adolescentes se daban codazos, reían y flirteaban en cada esquina; vi la explosión de color de las macetas con geranios, los coches nuevos y los juguetes de los niños, y noté el olor a pintura fresca y a barbacoa que desprendía la brisa marina. La imagen se materializó en el aire, con tal viveza que la distinguí con más claridad que las tuberías oxidadas y la suciedad de los baches.

—Es una lástima —observé.

—¡En absoluto! Deberían haberlo hecho hace cuatro años, antes de que se construyera nada en este lugar. Tendrían que haber quemado los planos y haberse esfumado. Más vale tarde que nunca.

A aquellas alturas, conocía bien la urbanización: di con la casa de los Spain al primer intento, sin necesidad de pedirle indicaciones a Fiona, quien había vuelto a sumirse en unos pensamientos de los cuales no tenía intención de sacarla. Cuando aparqué el coche y abrí la puerta, el viento rugió y me llenó los oídos y los ojos como agua fría.

—Regresaré dentro de unos minutos —le dije—. Gesticule como si buscara algo en sus bolsillos, por si hay alguien observándonos.

Las cortinas de los Gogan no se habían movido, pero era sólo cuestión de tiempo.

—Si alguien se le acerca, no le dirija la palabra.

Fiona asintió desde el otro lado de la ventanilla.

El candado seguía en su sitio: los cazadores de recuerdos y los morbosos aguardaban su momento. Encontré la llave que le había requisado al doctor Dolittle. Al entrar en la casa y quedar a resguardo del viento, el silencio resonó en mis oídos.

Rebusqué en los armarios de la cocina, sin preocuparme por no tocar las salpicaduras de sangre, hasta que encontré una bolsa de basura. Me la llevé arriba y arrojé unas cuantas cosas en ella, afanándome; seguramente, Sinéad Gogan estaría ya pegada a la ventana y se alegraría de explicarle a cualquiera que le preguntara cuánto tiempo había pasado yo en la casa. Cuando hube acabado, me puse los guantes y abrí el joyero de Jenny.

La pulsera con dijes estaba extendida en un pequeño compartimento propio, aguardando a su dueña. El corazón y la casita dorados resplandecían bajo la tenue luz procedente de la lámpara de color crema; la «E» afiligranada, con diamantitos engastados; la «J» esmaltada en rojo y la gota de diamante que Pat debió de regalarle a Jenny en su vigesimoprimer cumpleaños. Quedaban aún muchos eslabones libres en la cadena, para todas las cosas maravillosas que el futuro les habría deparado.

Dejé la bolsa de basura en el suelo y me llevé la pulsera a la habitación de Emma. Encendí la luz: me negaba rotundamente a descorrer las cortinas. El dormitorio estaba tal y como Richie y yo lo habíamos dejado cuando acabamos el registro: ordenado, lleno de pensamientos, de amor y de color rosa; sólo la cama desnuda indicaba que allí había ocurrido algo. Sobre la mesilla de noche, el monitor emitía una advertencia: «12 °C. TEMPERATURA BAJA».

El cepillo de Emma, rosa y con un poni pintado en la parte trasera, descansaba sobre la cajonera. Cogí unos cuantos cabellos con sumo cuidado, haciendo coincidir sus longitudes y sosteniéndolos en alto para localizar los que conservaban las raíces y restos de piel, arrancados debido a un cepillado demasiado enérgico. Eran tan finos y rubios que, en según qué ángulos, se desvanecían por efecto de la luz. Al final, conseguí ocho.

Los alisé y formé con ellos un diminuto mechón, sostuve las raíces entre los dedos pulgar e índice y prendí el otro extremo a la pulsera de los dijes. Me llevó unos cuantos intentos (en la cadena, en el cierre y en el corazoncito de oro) antes de que quedaran bien sujetos a la argolla que sostenía la J esmaltada. Los solté de mis dedos con un leve tirón y dejé que revolotearan contra el oro.

Sujeté la pulsera sobre una mano y tiré con fuerza, hasta que una argolla cedió y se abrió. Me dejó una marca roja en la palma, pero Jenny también tenía las muñecas repletas de moretones y abrasiones, señales de los puntos por donde Pat había intentado sujetarla. Cualquiera de ellos, difuminado por los otros, podía haber sido causado por aquella pulsera.

Cooper nos había dicho que Emma había luchado. Por un instante había logrado apartarse la almohada de la cabeza. Cuando Jenny buscó a tientas para volver a colocarla, la pulsera se le había enganchado en los cabellos revueltos de Emma. La niña se había agarrado a ella y había tirado hasta que una de aquellas débiles argollas había cedido; luego dejó de tirar: su mano había quedado atrapada de nuevo bajo la almohada, dejando unos pocos cabellos enredados en la pulsera.

La pulsera había permanecido en la muñeca de Jenny mientras acababa lo que estaba haciendo. Al bajar para ir en busca de Pat, la argolla se había soltado.

Con toda probabilidad, aquello no bastaría para condenar a Jenny. Los cabellos de Emma podían haberse enredado en la pulsera mientras Jenny le cepillaba el pelo antes de acostarla aquella última noche; la argolla podía haberse enganchado en la manecilla de una puerta mientras Jenny bajaba a toda prisa para comprobar de dónde procedía aquel escándalo. El caso estaba sembrado de consistentes dudas razonables. Pero, junto con todo lo demás, sería suficiente para arrestar a Jenny, presentar cargos contra ella y mantenerla en prisión preventiva mientras aguardaba la celebración del juicio.

Hasta que eso sucediera, podía transcurrir al menos un año. Para entonces, Jenny habría pasado el tiempo suficiente con psiquiatras y psicólogos que la atiborrarían de medicamentos, la someterían a terapia y la tratarían de mil modos distintos para poder brindarle la oportunidad de que se apeara de aquel precipicio azotado por el viento. Si cambiaba de opinión con respecto al suicidio se declararía culpable, puesto que nada la aguardaba al otro lado de los barrotes. Su declaración de culpabilidad acabaría con cualquier sombra de sospecha que hubiera recaído sobre Pat y Conor. Y, si se mantenía firme, alguien descubriría sus planes (a pesar de lo que opinan algunos, la mayoría de los profesionales de la salud mental hacen bien su trabajo) y haría lo necesario para mantenerla en un lugar seguro. Le había contado la verdad a Fiona: no era un plan perfecto, ni mucho menos, pero en aquel caso no había lugar para la perfección.

Antes de abandonar la habitación de Emma retiré una de las cortinas y permanecí de pie junto a la ventana, contemplando las hileras de casas a medio construir y la playa que se extendía tras ellas. El invierno empezaba a cernirse sobre Broken Harbour; eran poco más de las tres de la tarde y, sin embargo, la luz adquiría ya esa melancolía vespertina y el azul se había evaporado del mar, dejándolo gris y agitado con vetas de espuma blanca. En el escondite de Conor, las cubiertas de plástico vibraban con el viento; las casas de los alrededores proyectaban sombras insanas sobre la carretera sin asfaltar. El lugar parecía Pompeya, un yacimiento arqueológico conservado para que los turistas deambularan por él boquiabiertos, alargando el cuello e intentando imaginar el desastre que había barrido la vida de aquel lugar; así permanecería durante unos cuantos años, pocos, hasta que quedara reducido a escombros, hasta que aparecieran hormigueros en mitad de los suelos de las cocinas y la hiedra trepara hasta cubrir las lámparas.

Cerré la puerta de la habitación de Emma a mi espalda, con delicadeza. En el descansillo, junto a un rollo de cable eléctrico que se perdía en el baño, la preciada videocámara de Richie apuntaba hacia la trampilla del altillo y parpadeaba con un diminuto ojo rojo para indicar que estaba grabando. Una arañita gris había tejido una hamaca entre la cámara y la pared.

En el ático, el viento se filtraba por el boquete que había bajo el alerón con un lamento agudo y agitado, como un zorro o una bansheed[14]. Escudriñé. Por un instante creí ver que algo se movía, un cambio y una fusión en negro, una onda que se propagaba, pero, cuando pestañeé, sólo había oscuridad y una ráfaga de aire frío.

Al día siguiente, una vez cerrado el caso, enviaría al técnico de Richie para que recogiera la cámara, revisara uno a uno los fotogramas del metraje y redactara un informe por triplicado en el que explicara lo que había visto. No había motivo para no coger aquel pequeño monitor y rebobinar la cinta yo mismo, arrodillado en aquel descansillo, pero no lo hice. Ya sabía que allí no encontraría nada.

Fiona estaba apoyada en la puerta del copiloto, con la vista perdida en el esqueleto de la casa donde habíamos hablado con ella aquel primer día, sujetando un cigarrillo entre los dedos que desprendía un fino hilillo de humo. Al ver que me acercaba, arrojó el cigarrillo en un surco medio embarrado.

—Aquí tiene las cosas de su hermana —le dije, sosteniendo en alto la bolsa de basura—. ¿Es lo que usted quería o prefiere que vaya a recoger algo distinto?

—Con esto nos basta. Gracias.

Ni siquiera me miró. Por un instante confuso, pensé que había cambiado de opinión.

—¿Se encuentra bien? —le pregunté.

—Ver la casa me ha hecho recordar que el día en que encontramos a Jenny, Pat y los niños, recogí esto del suelo —dijo.

Se sacó la mano del bolsillo, cerrada en un puño, fingiendo sostener algo. Yo extendí mi palma, ahuecada alrededor de la pulsera para protegerla de miradas curiosas y del viento, y ella abrió su mano vacía sobre la mía.

—Debería tocarla, por si acaso —le aconsejé.

Cerró la mano alrededor de la pulsera, con fuerza, un instante. Incluso a través de los guantes noté el frío de sus dedos.

—¿Dónde la encontró? —le pregunté.

—Cuando los policías entraron en la casa aquella mañana, yo entré tras ellos. Quería saber qué ocurría. Vi esto a los pies de las escaleras, cerca del primer escalón, y lo recogí. A Jenny no le habría gustado que anduvieran dándole patadas a su pulsera. Me la guardé en el bolsillo del abrigo. Tengo el bolsillo agujereado y se coló en el forro. Se me había olvidado por completo, hasta ahora.

Hablaba con voz fina y monótona; el incesante rugido del viento arrastraba sus palabras para estrellarlas contra el hormigón y el metal oxidado.

—Gracias —le dije—. Lo investigaré.

Me dirigí hacia el lado del conductor y abrí la puerta. Fiona no se movió. Hasta que no hube metido la pulsera en un sobre para pruebas, lo etiqueté debidamente y me lo guardé en el bolsillo del abrigo, ella no se enderezó y entró en el coche. Seguía sin mirarme.

Encendí el motor y abandonamos Broken Harbour, maniobrando alrededor de los baches y los cables esparcidos por el suelo, con el viento aún azotando las ventanas como una bola de demolición. Así de sencillo.

El emplazamiento de las caravanas estaba en la misma playa que la casa de los Spain, sólo que más al norte, a unos noventa metros. Cuando Richie y yo caminamos en penumbra hacia el escondite de Conor Brennan y de nuevo con él entre nosotros y nuestro caso resuelto, atravesamos el punto donde probablemente había estado acampada la caravana de mi familia.

La última vez que vi a mi madre fue fuera de aquella caravana, en nuestra última noche en Broken Harbour. Mi familia había ido al restaurante de Whelan’s para celebrar la cena de despedida; yo me había preparado un par de emparedados de jamón en la pequeña cocina de la caravana y me estaba arreglando para reunirme con mi pandilla en la playa. Teníamos botellones de sidra y paquetes de cigarrillos escondidos entre las dunas, señalados con bolsas de plástico azul atadas a barrones; alguien iba a llevar una guitarra, y mis padres me habían dado permiso para regresar a medianoche. El perfume almizclado del desodorante Lynx Musk invadía la caravana y una luz baja y densa se filtraba por las ventanas e incidía en el espejo, tanto que tuve que agacharme y ladear la cabeza para engominarme bien el pelo formando cuidadosas púas; la maleta de Geri estaba abierta y a medio hacer sobre su litera, y sobre la de Dina descansaban su gorrito blanco y sus gafas de sol. En algún lugar, unos niños reían y una madre los llamaba a cenar; en una radio lejana sonaba «Every Little Thing She Does Is Magic», y yo canturreé con mi nueva y profunda voz y pensé en Amelia apartándose el pelo de la cara.

Me puse la cazadora vaquera, bajé corriendo los escalones de la caravana y me detuve en seco. Mi madre estaba sentada afuera, en una silla plegable, con la cabeza echada hacia atrás, contemplando como el cielo adquiría una tonalidad dorada y de color melocotón. Tenía la nariz quemada por el sol y, tras haber pasado el día tumbada en la playa, construyendo castillos de arena con Dina y paseando por la orilla agarrada de la mano de mi padre, tenía el moño medio deshecho, dejando algunos mechones de su cabello lacio y rubio desordenados y sueltos. La brisa le levantaba y le arremolinaba el dobladillo de la falda, una falda larga de algodón azul cielo estampada con florecillas blancas.

—Mikey —me dijo con una sonrisa—, estás muy guapo.

—Pensaba que estabas en el pub.

—Había demasiada gente.

Eso debería haberme dado la primera pista.

—Aquí se está tan bien, se respira tanta paz… Mira.

Lancé una mirada simbólica al cielo.

—Sí. Muy bonito. Voy a bajar a la playa, ¿recuerdas? Volveré…

—Siéntate aquí conmigo un momento.

Extendió su mano, haciéndome un gesto para que me acercara.

—Tengo que marcharme. Los chicos me…

—Ya lo sé. Será sólo un minuto.

Debería haberme dado cuenta. Sin embargo, durante aquellas dos últimas semanas parecía haber sido feliz. Siempre era feliz en Broken Harbour. Aquellas eran las únicas dos semanas del año en las que yo podía ser un muchacho corriente: nada de lo que protegerse, salvo de decir alguna tontería delante de los de la pandilla; ningún secreto trepándome por la nuca, salvo los pensamientos acerca de Amelia que me sonrojaban en los momentos más inoportunos; nada que vigilar, salvo al gran Dean Gorry, a quien también le gustaba Amelia. Me había relajado. Durante todo el año, había estado tan alerta y me había esforzado tanto que pensaba que me lo merecía. Olvidé que Dios, el mundo o lo que sea que labra las reglas en piedra no te concede tiempo libre como premio por haber demostrado tener un buen comportamiento.

Me senté en el borde de otra silla e intenté estarme quieto. Mi madre se recostó y suspiró, un sonido alegre y soñador.

—Mira eso —me dijo alargando los brazos hacia el ir y venir del agua.

Era una tarde cálida, nos llegaban ráfagas de aroma a lavanda y el aire sabía dulce y salado como un caramelo; sólo una clara neblina alta sobre la puesta de sol anunciaba que el viento podía cambiar de dirección y azotarnos en algún momento de la noche.

—No hay ningún lugar como este, desde luego que no. Ojalá nunca tuviéramos que regresar a casa, ¿no te parece?

—Sí. Probablemente. Es bonito.

—Dime algo. Esa chica rubia, la hija de ese hombre tan agradable que nos dio leche el día que nos quedamos sin, ¿es tu novia?

—¡Jolines, mamá!

Me retorcía de la vergüenza, pero ella no se dio cuenta.

—Bien. Eso está bien. A veces me preocupa que no tengas novias porque…

Otro leve suspiro, mientras se apartaba el pelo de la frente.

—Eso está muy bien. Es una chica muy guapa, tiene una sonrisa encantadora.

—Sí.

La sonrisa de Amelia, su forma de buscar mis ojos con los suyos; la curva de su labio, las ganas que tenía de mordérselo…

—Supongo que sí.

—Cuídala mucho. Tu padre siempre me ha cuidado.

Mi madre sonrió, alargó la mano para salvar el vacío entre nuestras sillas y me dio unas palmaditas en la mano.

—Y tú también. Espero que esa muchacha sepa lo afortunada que es.

—Hace sólo unos días que salimos.

—¿Vais a seguir viéndoos?

Me encogí de hombros.

—No lo sé. Ella es de Newry.

En mi cabeza, yo ya le estaba enviando a Amelia casetes con mezclas, escribiendo su dirección con mi mejor caligrafía e imaginando la habitación donde los escucharía.

—Mantened el contacto. Tendríais unos hijos muy guapos.

—¡Mamá! Pero si acabamos de conocernos…

—Nunca se sabe.

Algo ensombreció por un instante su rostro, algo rápido y frágil como la sombra de un pájaro sobre el agua.

—En esta vida nunca se sabe…

Dean tenía un millón de hermanos y hermanas pequeños, y a sus padres no les importaba dónde estuviera; ya estaría en la playa, preparado, a la espera de aprovechar la menor oportunidad.

—Mamá, tengo que irme, ¿vale? ¿Puedo?

Estaba ya casi fuera de la silla, con los pies plantados en el suelo, listo para salir como un rayo y saltar sobre las dunas. Su mano volvió a salvar el hueco que nos separaba y agarró la mía.

—Todavía no. No quiero estar sola.

Alcé la vista hacia el sendero que conducía al pub de Whelan’s, rezando, pero estaba vacío.

—Papá y las niñas regresarán en cualquier momento.

Ambos sabíamos que tardarían. El pub de Whelan’s era el bar al que acudían todas las familias de aquel campamento de caravanas: Dina andaría correteando y chillando mientras jugaba a pillapilla con los otros niños. Papá echaría una partida de dardos y Geri se sentaría en la tapia y flirtearía sólo un minutito más. Mi madre seguía agarrándome de la mano.

—Hay cosas de las que necesito hablarte. Es importante.

Yo sólo podía pensar en Amelia y en Dean. El aroma salvaje del mar me hervía en la sangre, con todo un mundo con sabor a cerveza, a noche, a risas y a misterio aguardándome entre aquellas dunas. Pensé que quería hablarme de amor, de chicas, de Dios y ojalá no de sexo.

—Sí. De acuerdo, pero ahora no, mamá. Mañana, cuando lleguemos a casa… Ahora tengo que irme, en serio. He quedado con Amelia…

—Te esperará. Quédate conmigo. No me dejes sola.

La primera nota de desesperación se filtró en su voz, contaminando el aire como humo tóxico. Solté mi mano de la suya con un gesto brusco, como si su contacto me abrasara. Al día siguiente, en casa, habría estado dispuesto a aquello, pero no allí, no entonces. La injusticia de la situación me golpeó como un latigazo en el rostro y me dejó perplejo, indignado, ciego.

—Mamá. No empieces.

Seguía teniendo la mano extendida, lista para agarrarse a la mía.

—Por favor, Mikey. Te necesito.

—¿Y qué? —exploté, de manera tan incontrolada que me quedé sin aliento y me descubrí jadeando.

Me habría gustado apartarla de mi camino a empujones, alejarla de mi mundo.

—¡Estoy harto, hartísimo, de cuidar de ti! ¡Se supone que eres tú quien debería cuidar de mí!

Su rostro afligido, boquiabierto. La luz del atardecer cubriendo de oro las canas de sus cabellos, volviéndola más joven y resplandeciente, lista para desvanecerse en su cegadora luminosidad.

—Oh, Mike, perdóname. De verdad, perdóname. Lo siento mucho.

—Sí. Ya lo sé. Yo también.

Me revolvía en la silla, rojo de la vergüenza, del desafío y de aquel espantoso bochorno, me moría de ganas de largarme de allí, cada vez más.

—Olvídalo. No hablaba en serio.

—Claro que sí. Sé que lo hacías. Y tienes razón. No deberías tener que… Dios mío, cariño, lo siento muchísimo.

—No pasa nada. Está bien.

Las dunas se cubrieron de destellos luminosos en movimiento, sombras de largas piernas que se proyectaban en la arena mientras corrían hacia el agua. Una muchacha rio; no discerní si se trataba de Amelia.

—¿Puedo irme ya?

—Claro. Desde luego. Vete.

Retorcía las flores de su falda entre las manos.

—No te preocupes, Mike, amor mío. No volveré a hacerte esto. Te lo prometo. Que disfrutes de una noche maravillosa.

Me puse en pie de un brinco, me llevé una mano a la cabeza para comprobar con cautela mi peinado y me pasé la lengua por los dientes para asegurarme de que los tenía limpios. Y entonces mi madre me agarró de una manga.

—Mamá, tengo que…

—Lo sé. Sólo un segundo.

Tiró de mí para hacer que me agachara, sostuvo mis mejillas entre sus manos y me dio un beso en la frente. Olía a bronceador de coco, a sal, a verano, a mi madre.

Después, la gente culpó a mi padre. Junto con Geri, los tres habíamos hecho un trabajo excelente. Un trabajo quizá demasiado bueno: habíamos logrado mantener nuestro secreto dentro de nuestras cuatro paredes. Nadie había sospechado jamás que mi madre tenía días en los que permanecía tumbada en la cama mirando la pared; pero en aquellos tiempos los vecinos cuidaban unos de otros. O se vigilaban, no lo sé bien. Toda la calle sabía que, a veces, mi madre pasaba semanas sin salir de casa y que había días en los que ni siquiera lograba pronunciar un débil «hola», días en los que agachaba la cabeza y se escabullía de sus miradas curiosas.

Los adultos procuraban ser sutiles, pero bajo cada condolencia subyacía un interrogante; en la escuela, la mitad de las veces los chavales ni siquiera intentaban disimular. Todos querían saber las mismas cosas. Cuando mi madre caminaba con la cabeza gacha, ¿ocultaba moretones en los ojos? Cuando permanecía en casa, ¿esperaba a que se le soldaran las costillas? Cuando entró en aquel mar, ¿fue porque mi padre la empujó a hacerlo?

Yo callaba a los adultos con una mirada fría y rotunda y me enzarzaba en peleas con mis compañeros de clase cuando se pasaban de la raya, hasta el día en que consumí los puntos de compasión por mi situación y los profesores empezaron a castigarme después de clase. Necesitaba llegar a casa a tiempo para ayudar a Geri con Dina y con las tareas domésticas. Mi padre no podía ocuparse de ello; apenas si hablaba. No podía permitir que me castigaran. Así fue como empecé a aprender a controlarme.

En el fondo, no los culpaba por preguntar. Parecía simple curiosidad morbosa, pero incluso entonces yo entendía que había algo más. Querían saber. Tal como yo le había explicado a Richie, la causa y la consecuencia no son un lujo. Suprimidas, nos sentimos paralizados, aferrados a una diminuta balsa que avanza a la deriva por un mar negro e infinito. Si mi madre se había hundido en el mar porque sí, también podían hacerlo las suyas, cualquier noche, en cualquier momento, y por qué no ellos. Cuando no logramos ver un patrón, movemos las piezas hasta que una de ellas encaja, porque tenemos que hacerlo.

Yo me peleaba porque el patrón que los demás veían era incorrecto, pero no podía explicarles ningún otro. Aunque sabía que sí acertaban en algo: las cosas no pasan sin una razón. Y yo era el único en el mundo que sabía que esa razón era yo.

Había aprendido a vivir con ello. Había encontrado un modo de hacerlo, lentamente y con una cantidad ingente de esfuerzo y dolor. No podía olvidarlo.

«No existe un porqué». Si Dina estaba en lo cierto, entonces el mundo era un lugar inhóspito. Si se equivocaba, si (y más valía que fuera verdad) el mundo estaba cuerdo y sólo la extraña galaxia que orbitaba en su mente giraba sin sentido fuera de un eje, entonces todo aquello era por mi culpa.

Dejé a Fiona a las puertas del hospital. Cuando aparqué el coche, le dije:

—Necesitaré que venga a la comisaría y me proporcione una declaración oficial sobre el hallazgo de la pulsera.

La vi cerrar los ojos un instante.

—¿Cuándo?

—Ahora, si no le importa. Puedo esperarla mientras sube a llevarle las cosas a su hermana.

—¿Cuándo tiene previsto…?

Señaló con la barbilla hacia el edificio.

—¿Decírselo a su hermana?

—Arrestarla.

—Lo antes posible —aclaré—. Probablemente mañana.

—Entonces iré a la comisaría después de que lo haya hecho. Me quedaré acompañándola hasta entonces.

—Le sería más fácil si viniera esta tarde —apunté—. Tal vez le resulte duro estar con Jenny en estos momentos.

—Tal vez sí —dijo sin imprimir ningún matiz en su voz.

Salió del coche y se alejó sujetando la bolsa de basura con las dos manos, encorvada, como si pesara demasiado para cargarla.

Estacioné el Beemer en el aparcamiento y esperé fuera de la muralla del castillo, acechando entre las sombras como un camello callejero, hasta que finalizó el turno y los muchachos se hubieron marchado a casa. Luego entré para reunirme con el comisario.

O’Kelly seguía ante su escritorio, con la cabeza inclinada sobre el círculo de luz que proyectaba la lámpara, repasando con su bolígrafo las líneas de una hoja de declaración. Tenía las gafas de lectura apoyadas en la punta de la nariz. La acogedora luz amarilla resaltaba las profundas arrugas alrededor de sus ojos y su boca y las canas que entreveraban sus cabellos; parecía un viejecito de cuento, el sabio anciano que sabe cómo solucionarlo todo.

Al otro lado de la ventana, el cielo era de un denso negro invernal y las sombras comenzaban a cernirse alrededor de las pilas irregulares de expedientes que se inclinaban en los rincones. El despacho me pareció un lugar con el cual había soñado una vez en mi infancia y que había pasado años intentando encontrar, un lugar cuyo valiosísimo detalle debería haber preservado en mi memoria, un lugar que se me escurría entre los dedos, perdido para siempre.

Me moví en el umbral y O’Kelly levantó la cabeza. Por una milésima de segundo, pareció cansado y triste. Después, aquella impresión se desvaneció y su rostro se volvió adusto, inescrutable.

—Detective Kennedy —me saludó, al tiempo que se quitaba las gafas de lectura—. Cierra la puerta.

La cerré tras de mí y permanecí de pie hasta que O’Kelly señaló una silla con su bolígrafo.

—Quigley ha venido a verme esta mañana.

—Debería haber dejado que fuera yo quien lo hiciera —me defendí.

—Es precisamente lo mismo que yo le he dicho. Se ha puesto la careta de monja y ha alegado que no confiaba en que admitieras tu error.

Maldito hijo de puta.

—Yo creo que es más probable que quisiera adelantarse y exponer su versión —aventuré.

—Se moría de ganas de lanzarte al fango. Si hubiera podido, habría venido a verme en calzoncillos nada más despertarse. Sin embargo, la cuestión es la siguiente: todos sabemos que Quigley tergiversa las historias a su conveniencia, pero nunca he tenido constancia de que se las invente de la nada. No arriesgaría su trasero de esa manera.

—No se lo ha inventado —dije.

Me saqué el sobre con la prueba del bolsillo (tuve la sensación de que hacía días que lo había guardado allí) y lo deposité sobre el escritorio de O’Kelly.

No lo tocó.

—Explícame tu versión —me pidió—. Necesitaré una declaración por escrito, pero antes quiero escucharla de viva voz.

—El detective Curran encontró esto en el apartamento de Conor Brennan mientras yo estaba fuera haciendo una llamada telefónica. El esmalte de uñas coincide con el de Jennifer Spain. Y la lana coincide con la almohada que se utilizó para asfixiar a Emma Spain.

O’Kelly silbó.

—¡Joder con la mamaíta! ¿Estás seguro?

—He pasado la tarde con ella. No va a proporcionarnos una confesión oficial, pero me ha explicado lo ocurrido con todo detalle.

—Lo cual no nos sirve de nada… sin esto.

Señaló el sobre con un gesto de la cabeza.

—¿Cómo llegó al piso de Brennan, si no es nuestro hombre?

—Estuvo en la escena del crimen. Él fue quien intentó acabar con la vida de Jennifer Spain.

—Demos gracias al cielo. Al menos no arrestaste a un inocente. Un pleito menos que tenemos que afrontar.

O’Kelly reflexionó sobre lo que le había explicado y gruñó.

—Continúa. Curran encuentra esto y deduce qué significa. ¿Y luego? ¿Por qué diablos no lo entrega?

—Estaba indeciso. A su modo de ver, Jennifer Spain ya había sufrido bastante y no conseguiríamos nada con su arresto: la mejor solución sería dejar en libertad a Conor Brennan y cerrar el caso, dejando que la culpa recayera sobre Patrick Spain.

O’Kelly soltó una carcajada.

—Maravilloso. Estupendísimo. ¡Maldito imbécil! Y se dedica a pasear por ahí, tieso como un pepino, con esta prueba en el bolsillo.

—Pretendía retener la prueba mientras decidía qué hacer con ella. Anoche, una mujer a la que yo también conozco estuvo en casa del detective Curran. Vio ese sobre y pensó que no debería estar allí, así que se lo llevó. Intentó entregármelo esta mañana, pero se topó con Quigley.

—Esa joven… —dijo O’Kelly.

O’Kelly accionaba el mecanismo del bolígrafo con el pulgar una y otra vez, observándolo como si fuera algo fascinante.

—Quigley me ha insinuado que manteníais una extraña relación a tres bandas; dice que le preocupa que se pierdan los valores morales en la brigada y todas esas chorradas de monaguillo. ¿Cuál es la verdadera historia?

O’Kelly siempre se ha portado bien conmigo.

—Es mi hermana —expliqué.

Aquello captó su atención.

—¡Por todos los santos! Ahora mismo, a ese Curran deben de faltarle unos cuantos dientes, ¿no?

—Él no lo sabía.

—Eso no es excusa. Maldito capullo.

—Señor, me gustaría mantener a mi hermana al margen de esto, si es posible —le pedí—. No se encuentra bien.

—Sí, eso me ha comentado Quigley.

Aunque seguramente no lo había hecho con esas palabras.

—No hay necesidad de implicarla. Los de Asuntos Internos tal vez quieran hablar con ella, pero les diré que no puede añadir nada más. Asegúrate de que no hable con ningún periodista malnacido y no le pasará nada.

—Gracias, señor.

O’Kelly asintió.

—¿Y esto? —preguntó, dándole un toquecito al sobre con el bolígrafo—. ¿Me juras que no lo habías visto hasta hoy?

—Se lo juro, señor —respondí—. No sabía que existía hasta que Quigley me lo restregó por la cara.

—¿Cuándo lo recogió Curran?

—El jueves por la mañana.

—El jueves por la mañana… —repitió O’Kelly. Su voz no auguraba nada bueno—. Así que se lo guardó para él sólito durante dos días enteros. Habéis pasado todos los momentos de vigilia juntos, sin hablar de otro tema que no fuera este caso, o al menos eso espero, y Curran ha tenido la respuesta escondida en el bolsillo de su chándal de licra todo este tiempo. Dime, detective: ¿cómo cojones se te ha podido escapar algo así?

—Estaba centrado en el caso. Sí que noté…

—¡Virgen santa! —explotó O’Kelly—. ¿Qué demonios te parece esto? ¿Una nimiedad? Esto es el jodido caso. Y no se trata de un simple caso de trapicheo que a nadie le importa un carajo. Estamos hablando de niños asesinados. ¿No se te ocurrió que quizá era un buen momento para actuar como un maldito detective y estar ojo avizor a lo que sucedía a tu alrededor?

—Sabía que algo lo preocupaba, señor —me defendí—. Eso no se me pasó por alto. Pero pensé que se debía al desacuerdo que manteníamos en un punto de la investigación: yo pensaba que Brennan era nuestro hombre y que buscar en otra dirección era una pérdida de tiempo; Curran creía, o así lo manifestó, que Patrick Spain encajaba mejor en el perfil del sospechoso y que deberíamos dedicar más tiempo a investigarlo. Creí que ahí radicaba el problema.

O’Kelly respiró hondo para no seguir abroncándome, pero no estaba convencido.

—Entonces, o bien Curran se merece un Óscar por su actuación —dijo, ahora ya sin rastro de ira en la voz— o bien tú te mereces un buen puntapié en el trasero. ¿Y dónde está ahora ese listillo? —preguntó frotándose los ojos.

—Lo he enviado a casa. No quería que tocara nada más.

—Has hecho bien. Llámalo y dile que venga a verme a primera hora de la mañana. Si sobrevive a esto, le encontraré un bonito escritorio donde pueda archivar papeleo hasta que Asuntos Internos haya acabado con él.

—Sí, señor.

Le enviaría un mensaje de texto. No me apetecía volver a hablar con Richie. Jamás.

—Si tu hermana no hubiera robado la prueba —continuó O’Kelly—, ¿crees que Curran habría acabado por entregarla? ¿O la habría tirado por el retrete y habría mantenido el pico cerrado para siempre? Tú lo conoces mejor que yo. ¿Qué opinas?

«La habría entregado hoy mismo, señor, me apostaría el salario de un mes…». Todos esos compañeros a los que yo tanto había envidiado lo habrían afirmado sin pensárselo dos veces, pero Richie ya no era mi compañero, si es que alguna vez lo había sido.

—No lo sé —contesté—. No tengo ni idea.

O’Kelly resopló.

—Tampoco importa demasiado. Curran está acabado. Lo devolvería al piso de protección oficial del que haya salido, si pudiera hacerlo sin que Asuntos Internos, los jefazos y los medios de comunicación me tocaran las narices; pero como no puedo, volverán a mandarlo con los uniformados. Me ocuparé de encontrarle un bonito agujero lleno de drogadictos y navajas donde pueda esperar hasta que le llegue el día de cobrar la pensión. Si sabe lo que le conviene, cerrará el pico y aceptará el destino que le proponga.

Hizo una pausa por si yo quería discutir aquella opción. Su mirada me reveló que no tendría sentido, pero ni siquiera me había planteado hacerlo.

—Creo que es la solución correcta —sentencié.

—Soooo. No tan rápido. Asuntos Internos y los peces gordos tampoco van a estar muy contentos contigo. Curran todavía está en período de pruebas, y tú eres el hombre al mando. Si esta investigación se ha ido al garete, la responsabilidad es toda tuya.

—Soy consciente de ello, señor, pero no creo que se haya ido al garete todavía. Mientras estaba en el hospital con Jennifer Spain, me encontré con Fiona Rafferty, la hermana. Había recogido esto del vestíbulo de los Spain la mañana en la que nos llamaron para que acudiéramos a la escena del crimen. Se le había olvidado por completo, hasta hoy.

Saqué el sobre con la pulsera y lo coloqué sobre la mesa, junto al otro sobre. Una parte de mí fue capaz de alegrarse por la firmeza de mi pulso.

—Ha identificado la pulsera como perteneciente a Jennifer Spain. A juzgar por el color y la longitud, los cabellos prendidos de ella podrían pertenecer a Jennifer o a Emma, cosa que los técnicos del laboratorio no tendrán problema en determinar: si pertenecen a Jennifer, todo estará perdido, pero si pertenecen a Emma, y apuesto a que es sí, aún tenemos caso.

O’Kelly me observó durante un largo rato mientras accionaba una y otra vez el mecanismo de su bolígrafo, con aquellos agudos ojos posados en mí.

—¡Caramba! ¡Qué casualidad más conveniente!

Era una pregunta.

—Cuestión de suerte, señor.

Tras un largo momento, asintió.

—Te aconsejo que juegues a la lotería esta noche. Eres el hombre más afortunado de Irlanda. No necesito explicarte el follón en el que te habrías metido de no haber aparecido esta prueba.

Scorcher Kennedy, la flecha más recta de todas, veinte años de servicio sin haber puesto jamás un pie fuera de la línea, ni una sola vez: tras aquella sombra de sospecha, O’Kelly creyó que le estaba diciendo la verdad y nada más que la verdad. Y lo mismo ocurriría con todos los demás. La defensa ni siquiera perdería el tiempo intentando impugnar la prueba. Quigley haría correr rumores, pero nadie le hace caso.

—Lo sé, señor —respondí.

—Llévala a la sala de pruebas, rápido, antes de que encuentres un modo de fastidiarla. Y luego vete a casa y duerme un poco. Necesitaré que el lunes, cuando aparezcan los de Asuntos Internos, estés en plena forma.

Se ajustó de nuevo las gafas de lectura y volvió a agachar la cabeza sobre la declaración que estaba revisando. La conversación había concluido.

—Señor, hay algo más que debería saber —lo interrumpí.

—Oh, Dios. Si es otra chapuza relacionada con todo este embrollo, no quiero oírla.

—No es nada de eso, señor. Cuando este caso esté cerrado, me gustaría presentar la dimisión.

O’Kelly levantó la cabeza.

—¿Por qué? —preguntó al cabo de un momento.

—Creo que ha llegado la hora de cambiar.

Clavó sus afilados ojos en mí.

—Aún no llevas treinta años en el cuerpo —me recordó—. No cobrarás pensión hasta que cumplas los sesenta.

—Ya lo sé, señor.

—¿Ya qué te dedicarás?

—Todavía no lo sé.

Me observó, dando golpéenos con el bolígrafo en la hoja que tenía sobre la mesa.

—Te he devuelto al ruedo demasiado pronto. Pensaba que estabas listo para la batalla. Habría jurado que te morías de ganas de saltar del banquillo.

En su voz permeaba algo que podría interpretarse como preocupación, compasión incluso.

—Y así era —confirmé.

—Debería haberme percatado de que aún no estabas preparado. Y ahora este embrollo te ha hecho flaquear. Eso es lo que ocurre. Unas cuantas noches de sueño reparador, unas cuantas pintas con los muchachos y volverás a estar en forma.

—No es tan sencillo, señor.

—¿Por qué no? No es que vayas a pasarte los próximos años compartiendo mesa con Curran, si es eso lo que te preocupa. Cometí un error, y me encargaré de explicárselo a los jefazos. No quiero que te confinen a tu escritorio para realizar tareas administrativas, o al menos no más de las que ya haces; deja que yo me ocupe de ese puñado de memos. —O’Kelly señaló con la cabeza hacia la sala de la brigada—. No permitiré que te incordien. Tendrás que aguantar el chaparrón y perderás unos cuantos días de vacaciones, eso desde luego, pero, si no me equivoco, te quedan unos cuantos… Y luego todo volverá a la normalidad.

—Gracias, señor —dije—. De verdad que se lo agradezco, pero no tengo problema en aceptar lo que venga. Tiene usted razón: debería haberme dado cuenta de esto.

—¿Es por eso? ¿Estás cabreado porque se te ha pasado por alto una jugarreta? Por todos los santos, hombre, eso nos ha sucedido a todos. Los muchachos te darán la lata durante un tiempo: el Detective Perfecto ha pisado una piel de plátano y se ha dado un culazo, tendrían que ser unos santurrones para desperdiciar una ocasión así. Pero sobrevivirás. Cálmate un poco y no me sueltes el gran discurso de despedida.

No era sólo que hubiera contaminado todo lo que hubiera tocado o tocara en el futuro; si aquello salía a la luz, entonces ni uno solo de mis casos resueltos estaría a salvo. No era sólo que supiera, por alguna razón más profunda que la lógica, que iba a perder mi próximo caso, y el siguiente y el de después de ese. Era porque me había convertido en un peligro. Me había resultado demasiado fácil cruzar la línea cuando no me había quedado otra alternativa, me había parecido tan natural… Puedes repetirte: «Sólo ha sido esta vez, no volverá a suceder, este caso era distinto» tanto como quieras. Pero siempre habrá otra ocasión única, un caso especial que requiera que des un pasito más allá. Lo único que se necesita es un diminuto agujero en el dique, un agujero sin importancia. Pero el agua lo encontrará. Penetrará en la grieta, empujará y erosionará, mecánica e incesantemente, hasta que el dique que construiste se derrumbe y el mar se abalance rugiendo sobre ti. La única posibilidad de impedirlo consiste en atajarlo desde el principio.

—No estoy cabreado, señor —me defendí—. En ocasiones anteriores, cuando la he jodido, he afrontado el cachondeo de los muchachos; no diré que lo disfrutara, pero sobreviví. Quizá esté usted en lo cierto: quizá haya perdido el temple. Pero si de una cosa estoy seguro es de que este ya no es lugar para mí.

O’Kelly jugueteó con el bolígrafo haciéndolo rodar por los nudillos y me observó atentamente para comprobar si hablaba en serio.

—Será mejor que estés completamente seguro. Si te lo replanteas después de abandonar, no tendrás derecho a reincorporarte. Medítalo. Piénsalo con detenimiento.

—Lo haré, señor. No renunciaré hasta que el juicio de Jennifer Spain haya concluido.

—Bien. Entretanto, no se lo mencionaré a nadie. Si cambias de opinión, ven a contármelo, cuando quieras, y esta conversación nunca habrá tenido lugar.

Ambos sabíamos que no iba a cambiar de opinión.

—Gracias, señor, se lo agradezco sinceramente.

O’Kelly asintió.

—Eres un buen policía —me dijo—. Has elegido el caso equivocado para cagarla, es cierto, pero eres un buen policía. No lo olvides.

Eché un último vistazo a su despacho antes de cerrar la puerta tras de mí. La luz caía con suavidad sobre la maciza taza verde que O’Kelly tenía desde que me incorporé a la brigada, sobre los trofeos de golf que decoran su estantería y sobre la placa de latón con su nombre en la que se lee: «DET. COMISARIO G. O’KELLY». En el pasado yo había soñado con que algún día aquel fuera mi despacho. Me lo había imaginado tantas veces… Las fotos enmarcadas de Laura y de los hijos de Geri sobre la mesa, mis mohosos libros de criminología llenando las estanterías y tal vez un bonsái o un acuario con pececillos tropicales. No es que quisiera que O’Kelly se marchara, no, pero hay que mantener los sueños vivos para que no se pierdan en el camino. Y aquel había sido el mío.

Subí al coche y me dirigí a casa de Dina. La busqué en su apartamento y en todos los apartamentos de aquel edificio piojoso en el que vivía. Les mostré mi placa a todos los perdedores de rostro peludo que respondieron a mi llamada: hacía días que nadie la veía. Probé suerte en las casas de cuatro de sus exnovios y recibí de todo, desde un interfono colgado con mala leche hasta un «Cuando aparezca, dile que me llame». Recorrí hasta el último rincón del vecindario de Geri, asomándome a cada pub cuyas ventanas iluminadas podían haber atraído la atención de Dina y a cada espacio verde que pudiera habérsele antojado acogedor. Busqué también en mi casa y en los callejones aledaños, donde viles seres infrahumanos venden hasta la última vileza en la que posan sus manazas. La llamé a su teléfono móvil un par de docenas de veces. Pensé en ir a echar una ojeada por Broken Harbour, pero Dina no conduce y el trayecto era muy largo para ir en taxi.

Me dediqué a recorrer el centro de la ciudad, asomándome por la ventanilla del coche para escrutar el rostro de todas las chicas con las que me cruzaba: la noche era fría y todo el mundo iba bien protegido con bufandas, gorros y capuchas. Una docena de veces, la grácil forma de andar de una joven delgada avivó en mí un hálito de esperanza… antes de sacar el cuello lo suficiente para lograr verle la cara. Cuando una chica morena y diminuta con unos tacones de aguja y un cigarrillo me mandó al carajo, caí en la cuenta de que era pasada la medianoche y yo parecía lo que parecía. Aparqué a un lado de la calle y permanecí allí sentado un largo rato, escuchando el buzón de voz de Dina y observando cómo mi aliento se transformaba en vaho en el frío del coche, antes de rendirme y regresar a casa.

En algún momento pasadas las tres de la madrugada, cuando llevaba ya tumbado en la cama un largo rato, noté que había alguien en la puerta de mi apartamento. Tras unos cuantos intentos, una llave abrió la cerradura y una franja de luz blanquecina procedente del rellano se ensanchó sobre el suelo del salón.

—¿Mikey? —susurró Dina.

Me quedé quieto. El haz de luz se encogió hasta desaparecer y la puerta se cerró con un clic. Pasos cautelosos en el suelo, de puntillas; luego, su silueta en el marco de la puerta de mi habitación, una delgada condensación de negritud balanceándose ligeramente por la incertidumbre.

—Mikey —dijo, elevando apenas el tono de un susurro—. ¿Estás despierto?

Cerré los ojos y respiré pausadamente. Al cabo de un rato, Dina suspiró, un suspiro leve y exhausto, como el de un crío después de pasar un largo día jugando en el parque.

—Está lloviendo —dijo casi para sí misma.

La oí sentarse en el suelo y descalzarse las botas, el golpe seco al dejarlas sobre el suelo laminado. Se metió en la cama, a mi lado, y nos arropó a ambos con el edredón, remetiendo bien los bordes. Apretó su espalda contra mi pecho, insistente, hasta que la rodeé con el brazo. Luego suspiró de nuevo, acurrucó un poco más la cabeza en la almohada y se metió la punta del cuello del abrigo en la boca, lista para dormir.

En todas aquellas horas que Geri y yo habíamos pasado formulándole preguntas, a lo largo de todos aquellos años, había una que jamás nos habíamos atrevido a hacerle. «¿Te escapaste cuando estabas en la orilla, con las olas rodeándote los tobillos? ¿Retorciste el brazo y te zafaste de sus cálidos dedos para echar a correr, en medio de la oscuridad, hasta aquellos borrones sibilantes que se cerraron en torno a ti y te ocultaron de su llamada? ¿O fue lo último que hizo antes de saltar desde aquel precipicio? ¿Abrió la mano y te dejó marchar? ¿Te gritó que te alejaras corriendo, corriendo?». Aquella noche podría habérsela formulado. Creo que Dina me habría contestado.

Escuché los ruiditos que hacía al sorber el cuello del abrigo, su respiración ralentizándose y ahondándose al caer presa del sueño. Olía al aire frío de la calle, a humo de cigarrillo y a moras. Tenía el abrigo empapado por la lluvia, tanto que me caló el pijama y me helaba la piel. Me quedé allí tumbado, inmóvil, contemplando la oscuridad y sintiendo su cabello húmedo contra mi mejilla, aguardando el amanecer.