Capítulo 18

Ha habido tantas… Salas destartaladas en diminutas comisarías de montaña que olían a moho y a pies; salas de estar con una abigarrada tapicería de flores, afectadas estampas de santos y todos los relucientes emblemas de la respetabilidad; cocinas de pisos de protección oficial donde un bebé gemía amorrado a una botella de Coca-Cola y un cenicero desbordado de colillas sobre una mesa con restos de cereales resecos; y nuestras propias salas de interrogatorios, silenciosas como santuarios, tan familiares que podría haber señalado a ciegas el punto en el que se encuentra cada pintada, cada muesca en la pared. Son las salas donde me enfrento cara a cara con el asesino y le digo: «Tú. Lo has hecho tú».

Recuerdo todas y cada una de ellas. Las colecciono en la memoria, un fajo de cromos de vivos colores conservado en un álbum de terciopelo que repaso cuando la jornada ha sido demasiado larga para conciliar el sueño. Sé dónde notaba el aire frío o cálido contra mi piel, cómo la luz empapaba la pintura amarilla desgastada o encendía el azul de una taza, si el eco de mi voz se colaba por los rincones del techo o si caía amortiguado por las gruesas cortinas y los estupefactos ornamentos de porcelana. Conozco las vetas de las sillas de madera, el patrón de una telaraña, el suave goteo de un grifo, el roce de la alfombra bajo mis pies. «En la casa de mi Padre muchas moradas hay»[13]: si alguna vez poseo una, será la que construya con todas estas estancias.

Siempre me ha encantado la simplicidad. «Contigo, todo es blanco o negro», me había recriminado Richie; sin embargo, la verdad es que casi todos los casos de asesinato son, si no simples, sí proclives a la simplicidad. Y eso es no sólo necesario, sino también sobrecogedor; si existen los milagros, este ha de contarse entre ellos. En esas salas, la vasta y sibilante maraña de sombras del mundo desaparece, todos sus traicioneros grises se afinan con la cruda pureza de una espada de doble filo desnuda: la causa y la consecuencia, el bien y el mal. Para mí, esas salas son de una singular belleza. Entro en ellas como un boxeador entra en el cuadrilátero: resuelto, invencible. En ellas me siento en casa.

La habitación que ocupaba Jenny Spain era la única a la cual siempre había temido. No atinaba a decir si era porque la oscuridad en su interior era más afilada de lo que yo había tocado nunca o porque algo me decía que no la habían afilado en absoluto, que aquellas sombras seguían entrecruzándose y multiplicándose, y que esta vez no había modo de detenerlas.

Fiona estaba con Jenny en la habitación. Las dos volvieron la cabeza hacia la puerta cuando la abrí, pero no interrumpí ninguna conversación a media frase: no hablaban, se limitaban a estar allí sentadas, Fiona junto a la cama en una silla de plástico demasiado pequeña, con su mano enlazada a la de Jenny sobre la manta deshilachada. Me miraron fijamente, rostros delgados y marchitos con surcos donde el dolor había hecho mella y planeaba quedarse, con sus miradas azules perdidas. Alguien había encontrado el modo de lavarle el cabello a Jenny, suave y lacio como el de una niña pequeña; su bronceado artificial se había descolorido y ahora se la veía aún más pálida que Fiona. Por primera vez detecté cierto parecido entre ellas.

—Lamento molestarlas —me disculpé—. Señorita Rafferty, necesito cambiar unas palabras con la señora Spain.

Fiona aferró con fuerza la mano de Jenny.

—Prefiero quedarme.

Fiona lo sabía.

—Me temo que eso no es posible —le dije.

—Entonces no quiere hablar con usted. De todas maneras, aún no se encuentra en condiciones de hablar. No voy a permitir que la acose.

—No pretendo acosar a nadie. Si la señora Spain quiere que haya un abogado presente durante el interrogatorio, puede solicitar uno, pero no puede haber nadie más en la habitación. Estoy seguro de que lo entiende.

Jenny desenlazó su mano, con suavidad, y posó la de Fiona sobre el brazo de la silla.

—No te preocupes —dijo—. Estoy bien.

—No, no lo estás.

—Lo estoy. De verdad, lo estoy.

Los médicos le habían reducido la dosis de calmantes. Los movimientos de Jenny aún conservaban un cierto aire subacuático y su rostro parecía extrañamente tranquilo, laxo, como si le hubieran extirpado algunos músculos faciales, y pronunciaba las palabras despacio y en voz baja, pero con claridad. Estaba lo bastante lúcida como para tomarle declaración, si conseguía llevarla tan lejos.

—Vamos, Fi. Ve a dar un paseo.

Sostuve la puerta abierta hasta que Fiona se puso en pie, a regañadientes, y agarró su abrigo de la silla. Mientras se lo ponía, le dije:

—Por favor, regrese dentro de un rato. Una vez su hermana y yo hayamos concluido, necesitaré hablar también con usted. Es importante.

Fiona no respondió. Sus ojos seguían posados en Jenny y, cuando esta asintió, Fiona pasó por mi lado como una exhalación y se alejó por el pasillo. Esperé hasta estar seguro de que se había marchado antes de cerrar la puerta.

Dejé el maletín en el suelo, junto a la cama, me quité el abrigo, lo colgué de la percha que había tras la puerta, agarré una silla y la acerqué tanto a Jenny que mis rodillas rozaron su manta. Me miró cansinamente, sin curiosidad, como si fuera otro médico afanado en manejar aquellos trastos que pitaban, destellaban y dolían. El grueso vendaje de su mejilla había sido reemplazado por una tirita estrecha y limpia; llevaba puesto algo suave y azul, una camiseta o la pieza superior de un pijama, con unas mangas tan largas que tenía que llevarlas recogidas. Un delgado tubo de goma colgaba de una bolsa de suero y se adentraba bajo una de las mangas. Al otro lado de la ventana, un árbol despedía molinetes de hojas brillantes hacia una delgada franja de cielo azul.

—Señora Spain —le dije—, creo que tenemos que hablar.

Me miró con la cabeza apoyada en la almohada. Esperaba paciente a que yo acabara y me marchara, a que la dejara hipnotizarse con las hojas en movimiento hasta disolverse en ellas, hasta convertirse en un destello de luz, en un soplo de brisa, y desaparecer.

—¿Cómo se encuentra? —le pregunté.

—Mejor. Gracias.

Tenía mejor aspecto. El aire del hospital le había cortado los labios, pero aquella carraspera seca se había desvanecido de su voz para dar paso a un tono agudo y dulce como el de una niña, y sus ojos ya no estaban rojos: había dejado de llorar. Si la hubiera hallado desconsolada, sollozante, habría temido menos por ella.

—Son buenas noticias —le dije—. ¿Cuándo tienen previsto darle el alta?

—Me dijeron que quizá pasado mañana. O tal vez un día después.

Me quedaban menos de cuarenta y ocho horas. El tictac del reloj y la cercanía de Jenny me forzaban a apresurarme.

—Señora Spain —le dije—, he venido para informarla de que se han producido algunos avances en la investigación. Hemos llevado a cabo un arresto en relación con el ataque perpetrado contra usted y su familia.

Aquello prendió una chispa de desconcierto en los ojos de Jenny.

—¿Su hermana no se lo ha explicado? —le pregunté.

Negó con la cabeza.

—¿Que han… arrestado a quién?

—Quizá la sorprenda, señora Spain. Es alguien a quien usted conoce, alguien muy cercano a usted durante mucho tiempo.

La chispa prendió de puro terror.

—¿Se le ocurre algún motivo por el que Conor Brennan quisiera hacer daño a su familia?

—¿Conor?

—Lo hemos detenido en relación con los crímenes. Presentaremos cargos contra él durante el fin de semana. Lo lamento.

—Por Dios, no. No, no, no. Se equivocan. Conor nunca nos haría daño. Él jamás haría daño a nadie.

Jenny pugnaba por incorporarse; extendió una mano hacia mí, una mano con los tendones abultados como los de una anciana, y entonces vi aquellas uñas rotas.

—Tienen que liberarlo.

—Lo crea o no, estoy de acuerdo con usted —le aseguré—: Yo tampoco creo que Conor sea un asesino. Por desgracia, no obstante, todas las pruebas apuntan hacia él; además, ha confesado haber cometido los crímenes.

—¿Que ha confesado?

—Sí, y es algo que no puedo pasar por alto. A menos que otra persona me aporte pruebas sólidas de que Conor no asesinó a su familia, no tengo más remedio que presentar cargos contra él… y, créame, el caso se sostendrá ante un tribunal. Lo encerrarán en prisión un largo tiempo.

—Yo estaba allí. No fue él. ¿Es eso lo bastante concreto?

—Creía que no recordaba nada de aquella noche —comenté en tono amable.

La desconcerté sólo por un segundo.

—Y no lo recuerdo. Pero si hubiera sido Conor, lo recordaría. Así que no pudo ser él.

—Dejémonos de juegos, señora Spain —repliqué—. Estoy casi seguro de que usted sabe qué sucedió aquella noche. De hecho, estoy convencido. Y también estoy bastante seguro de que Conor es la única persona viva, aparte de usted, que lo sabe. Eso la convierte en la única persona que puede liberarlo. A menos que quiera que lo condenen por asesinato, tendrá que explicarme lo que pasó.

Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero pestañeó y logró contenerlas.

—No me acuerdo.

—Tómese un minuto para reflexionar sobre lo que le está haciendo a Conor si insiste en mantener esa postura. Él la quiere.

Los quiere desde hace mucho tiempo. A Pat y a usted. Y creo que sabe cuánto la quiere. ¿Cómo se sentirá Conor si descubre que está usted dispuesta a obligarlo a pasar el resto de su vida en prisión por un crimen que no ha cometido?

Sus labios temblaban y, por un instante, creí que la tenía, pero luego cerró la boca con firmeza.

—No irá a la cárcel. Él no hizo nada malo. Ya lo verá.

Esperé, pero la conversación había finalizado. Richie y yo teníamos razón. Estaba planeando su suicidio. Quería a Conor, pero para ella el deseo de morir significaba mucho más que todas las personas a las que dejara atrás.

Me incliné sobre mi maletín, lo abrí y saqué el dibujo de Emma, el que encontramos en el piso de Conor. Lo dejé sobre la manta, en el regazo de Jenny. Por un instante creí oler la fría dulzura de la madera y las manzanas.

Jenny cerró los ojos con fuerza. Cuando volvió a abrirlos, dejó que su mirada vagara al otro lado de la ventana; contrajo el cuerpo y se alejó del dibujo, temerosa de que pudiera abalanzarse sobre ella.

—Emma dibujó esto el día en que murió —dije.

Aquel espasmo de nuevo, Jenny con los párpados apretados. Y luego la nada. Contempló el reflejo de la luz en las hojas, como si yo no estuviera presente.

—El animal que hay en el árbol. ¿Qué es?

Nada esta vez. Jenny optó por volcar las fuerzas que le quedaban en no dejarme avanzar. Pronto dejaría incluso de escucharme.

Me incliné hacia delante, tan cerca de ella que pude oler el perfume floral químico de su champú. Su cercanía hizo que se me erizara el vello de la nuca en una lenta y fría oleada. Era como acercar la mejilla a un espectro.

—Señora Spain —le dije.

Apoyé el dedo en el sobre de plástico que contenía la prueba, en la cosa negra y sinuosa recostada sobre una rama. Me sonreía con sus ojos anaranjados y sus fauces abiertas, con sus blancos dientes triangulares.

—Fíjese en el dibujo, señora Spain. Dígame qué es esto.

Mi aliento en su mejilla provocó que le titilaran las pestañas.

—Un gato.

Es lo que yo había pensado. No podía creer que no lo hubiera visto nunca como eso, como un animal tierno e inofensivo.

—Pero ustedes no tienen ningún gato. Ni tampoco ninguno de sus vecinos.

—Emma quería uno. Por eso lo dibujó.

—A mí no me parece una mascota mimosa. Parece más bien una fiera salvaje. No un animal que una niña querría tener acurrucado en su cama. ¿Qué es, señora Spain? ¿Un visón? ¿Un glotón? ¿Qué es?

—No lo sé. Algo que se inventó Emma. ¿Qué importancia tiene?

—Pues importa porque, por lo que he oído acerca de Emma, a ella le gustaban las cosas bonitas. Las cosas blanditas, peludas y de color rosa. Así que ¿de dónde sacó algo como esto?

—No tengo ni idea. Quizá de la escuela. O de la tele.

—No, señora Spain. Lo encontró en casa.

—Claro que no. Yo no dejaría que mis hijos se acercaran a un animal salvaje. Adelante: busque en nuestra casa. No encontrará nada parecido a eso.

—Ya lo he encontrado —repliqué—. ¿Sabe que Pat solía participar en foros de internet?

Jenny volvió la cabeza con tal rapidez que me estremecí. Me miró fijamente, con los ojos muy abiertos, gélidos.

—No lo hacía.

—Hemos encontrado sus consultas en la red.

—No es verdad. Cualquiera podría hacerse pasar por él en la red. Pat se conectaba muy pocas veces a internet. Sólo lo hacía para enviarle correos electrónicos a su hermano y buscar trabajo.

Se había echado a temblar, un temblor apenas perceptible e irrefrenable que le sacudía la cabeza y las manos.

—Recuperamos sus publicaciones a través del ordenador de su casa, señora Spain —le aclaré—. Alguien intentó borrar el historial de navegación, pero no hizo un trabajo demasiado fino: nuestros hombres restablecieron la información en un abrir y cerrar de ojos. Durante meses, antes de morir, Pat anduvo buscando el modo de atrapar, o al menos identificar, al depredador que vivía dentro de las paredes de su casa.

—No era más que una broma. Estaba aburrido. No sabía en qué emplear el tiempo. Se entretenía viendo qué le contestaban otros internautas. Eso es todo.

—¿Y la trampa para lobos que hay en el desván? ¿Y los agujeros de las paredes? ¿Y los monitores de vídeo? ¿Eso también formaba parte de la broma?

—No lo sé. No me acuerdo. Los agujeros de las paredes aparecieron de repente. Esas casas están construidas con materiales pésimos, se caen a pedazos… Y los monitores eran sólo un juego entre Pat y los niños, para ver si…

—Señora Spain —la interrumpí—, escúcheme bien. Somos las dos únicas personas presentes en esta habitación. No la estoy grabando. No le he leído sus derechos. Nada de lo que usted me diga podrá ser utilizado jamás en su contra.

Muchos detectives juegan habitualmente esa baza, pues piensan que, si el sospechoso habla una vez, la segunda les resultará más fácil; si no, esperan que esa primera confesión los ponga sobre la pista de algo de lo que puedan servirse después. A mí no me gusta jugar a esto, pero no tenía nada a lo que aferrarme ni tiempo que perder. Jenny no me daría una confesión después de leerle sus derechos, ni en un millón de años. Y yo no tenía nada que ofrecerle que ansiara más que la dulce frialdad de una cuchilla, el fuego purificador de un veneno, la irresistible llamada del mar, ni nada que le resultara más aterrador que la idea de pasar otros sesenta años en este planeta.

Si su mente hubiera albergado la más mínima esperanza de tener un futuro, no habría tenido motivo para contarme nada, tanto si su confesión la enviaba a prisión como si no. Pero hay algo que sí sé sobre las personas dispuestas a caminar por el filo de su propia vida: quieren que alguien sepa cómo han llegado hasta allí. Quizá quieran saber que, cuando se disuelvan en la tierra y el agua, ese último fragmento se salvará y permanecerá en un rinconcito de la mente de alguien; o quizá lo único que anhelen sea una oportunidad de descargar el peso de esa cosa palpitante y sangrienta en otra persona, para que no las haga naufragar durante el viaje. Quieren dejar atrás su historia. Y nadie en el mundo lo sabe mejor que yo.

Eso era lo único que podía ofrecerle a Jenny Spain: un lugar para explicar su historia. Habría permanecido allí sentado mientras el azul del cielo se oscurecía para dar paso a la noche, mientras las sonrientes calabazas de Halloween se apagaban sobre las montañas de Broken Harbour y las desafiantes luces navideñas comenzaban a iluminar sus celebraciones, si ese era el tiempo que necesitaba para contármelo. Mientras hablara, seguiría con vida.

Jenny dejó que mis palabras vagaran por su mente, en silencio. El temblor había desaparecido. Muy despacio, soltó las manos de la camiseta y las extendió para agarrar el dibujo que descansaba sobre su regazo; sus dedos se movían como los de una ciega sobre las cuatro cabezas amarillas, las cuatro sonrisas y el nombre en mayúsculas de Emma en el ángulo inferior.

Con un hilillo de voz, casi un susurro que tintineaba en la quietud del aire, dijo:

—Empezaba a salir.

Lentamente, para no asustarla, me recosté en la silla y le cedí espacio. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que me había estado esforzando para no respirar el aire que la rodeaba y noté que estaba un poco mareado.

—Empecemos por el principio —propuse—. ¿Cómo comenzó todo?

Jenny movió la cabeza sobre la almohada, pesadamente, de un lado al otro.

—De haberlo sabido, lo habría detenido. He estado aquí tumbada pensando y pensando en ello, pero no soy capaz de decir cuándo empezó.

—¿Cuándo se percató de que Pat estaba preocupado por algo?

—Hace muchísimo tiempo, un siglo. ¿En mayo? O tal vez a principios de junio. Le hablaba y no respondía y, cuando lo miraba, lo descubría con la mirada perdida en el vacío, como si estuviera escuchando algo. Cuando los niños comenzaban a hacer ruido, Pat se volvía como un loco y gritaba: «¡Callad!» y, cuando yo le preguntaba qué problema había, porque no era propio de él, me decía: «Nada, es sólo que me apetece disfrutar de un poco de paz y tranquilidad en mi propia casa, ese es el problema». Eran menudencias, nadie más se habría percatado, pero yo conocía a Pat, lo conocía mejor que ninguna otra persona, y sabía que algo no iba bien.

—Pero ignoraba qué era —apunté.

—¿Cómo iba a saberlo?

De repente, su voz adquirió un tono defensivo.

—Recuerdo que comentó que había oído ruidos en el desván, como arañazos, pero yo nunca oí nada. Pensé que probablemente fuera un pajarillo que entraba y salía. No creí que se tratara de nada importante… ¿por qué había de serlo? Supuse que, después de que lo despidieran, Pat estaba deprimido.

Entretanto, Pat había ido alimentando el temor de que Jenny pensara que oía ruidos inexistentes. Estaba convencido de que el animal también había hecho presa en la mente de ella.

—¿Le afectó mucho estar en paro?

—Sí. Muchísimo. Teníamos…

Jenny se revolvió inquieta en la cama y contuvo el aliento al notar el tirón de una de las heridas.

—Habíamos tenido algunos problemas con respecto a eso. No solíamos discutir, jamás. Pat se sentía afortunado por ser capaz de proporcionarnos sustento; se mostró encantado cuando yo dejé mi trabajo, orgulloso de poder mantenernos y de que, de ese modo, yo pudiera ocuparme de los niños. Cuando perdió su empleo… Al principio mantuvo una actitud positiva y me decía: «No te preocupes, conseguiré un trabajo antes de que te des cuenta. Ve a comprar esa blusa que sé que quieres y no te preocupes en absoluto». Yo también pensé que encontraría algo enseguida, porque es bueno en su trabajo y se deja la piel, así que ¿por qué iba a tener ningún problema?

Seguía revolviéndose, se pasaba una mano por el pelo, tirándose cada vez con más fuerza de los enredos.

—Así es como funciona. Todo el mundo lo sabe: si no tienes un empleo, es porque haces mal tu trabajo o porque no quieres trabajar. Fin de la historia.

—Estamos atravesando una crisis. Durante un período de recesión, hay excepciones a la mayoría de las reglas —le rebatí.

—Lo lógico es que Pat hubiera encontrado algo enseguida, ¿entiende? Pero las cosas han dejado de tener sentido. Poco importaba lo que Pat se mereciera: no había ofertas de empleo en el mercado y, cuando asumimos que esa era la situación, estábamos arruinados.

Aquella palabra hizo que el cuello se le enrojeciera.

—Y eso estaba creándoles cierta tensión.

—Sí. No tener dinero… es espantoso. En una ocasión intenté explicárselo a Fiona, pero no me entendió. Me preguntó: «¿Qué problema hay? Antes o después, uno de los dos conseguirá un trabajo. Y hasta entonces, no pasaréis hambre, tienes un montón de ropa para vestirte y los niños ni siquiera notarán la diferencia. Estaréis bien». No sé, quizá para ella y para su círculo de amigos artistas el dinero no sea importante, pero para la mayoría de las personas que vivimos en el mundo real, lo es; y mucho. Para hacer cosas reales, existe una gran diferencia entre tener dinero y no tenerlo.

Jenny me lanzó una mirada desafiante, como si no esperara que un viejo como yo la entendiera.

—¿Qué tipo de cosas? —le pregunté.

—Todo. Cualquier cosa. Antes, por ejemplo, solíamos tener invitados a cenar, celebrábamos barbacoas en verano… pero si lo único que puedes ofrecerles es un té y unas galletas baratas, tienes que dejar de hacerlo. Quizá Fiona no le diera ninguna importancia, pero yo me habría muerto de vergüenza. Conocemos a algunas personas que pueden ser auténticas arpías. Seguro que sus comentarios serían del tipo: «¿Has visto la etiqueta del vino? ¿Te has dado cuenta de que ya no tienen el todoterreno? ¿Verdad que ella viste ropa de la temporada pasada? La próxima vez que vengamos, llevarán chándales de licra y se alimentarán de hamburguesas de McDonald’s». Incluso quienes no se habrían comportado de ese modo, nos habrían compadecido. Y yo no quería que me compadecieran. Si no podíamos hacerlo bien, no lo hacíamos. Así que dejamos de tener invitados en casa.

El rojo candente del cuello le había trepado hasta la cara y le había conferido un aspecto abotargado y blando.

—Y tampoco podíamos permitirnos el lujo de salir. Así que, básicamente, dejamos de llamar a nuestros amigos. Mantener una conversación normal me resultaba un acto humillante. Mostrarse agradable con alguien y luego, cuando te decían: «Bueno, ¿cuándo quedamos?», tener que buscarte una excusa, como que Jack tenía la gripe o algo parecido. Después de varias rondas de falsos pretextos, ellos también dejaron de llamarnos. Debo decir que me alegré, porque nos facilitaba las cosas, pero al mismo tiempo…

—Debió de sentirse muy sola —apunté.

El sonrojo se avivó, como si eso también fuera algo vergonzoso. Agachó la cabeza para ocultar el rostro tras una cortina de pelo.

—Así es, sí. Muy sola. Si hubiéramos vivido en la ciudad, podría haber quedado con otras madres en el parque y cosas por el estilo, pero allí… A veces transcurría una semana entera sin que intercambiara una palabra con ningún adulto que no fuera Pat, aparte de un mero «Gracias» en las tiendas. Cuando nos casamos, salíamos tres o cuatro veces por semana, nuestros fines de semana estaban llenos de actividades, éramos populares y, sin embargo, allí estábamos, mirándonos el uno al otro como un par de perdedores sin amigos.

Se le aceleraba la voz.

—Empezamos a discutir por nimiedades, por las cosas más estúpidas: por cómo ordenaba yo la colada o por el volumen al que él ponía la tele. Todo acababa derivando en una discusión por dinero; ni siquiera sé cómo, pero ocurría. Así que imaginé que Pat debía de estar preocupado por eso. Por todas esas cosas.

—¿No se lo preguntó?

—No quería presionarlo. Sabía que no lo llevaba nada bien, y no quería empeorar las cosas preguntando. Así que me limité a decirme: «Vale. Bien. Me encargaré de que todo sea perfecto. Voy a demostrarle que estamos bien».

Al recordarlo, Jenny levantó la barbilla y pude captar un destello de acero.

—Yo siempre había cuidado del aspecto de la casa, pero empecé a tenerla impecable, impoluta, sin una sola miga en ninguna parte. Aunque estuviera agotada, limpiaba la cocina antes de acostarme, para que cuando Pat bajara a desayunar la encontrara inmaculada. Salía con nuestros hijos a recoger flores del campo para tener algo con lo que decorar los jarrones. Cuando los niños necesitaban ropa, se la compraba de segunda mano, en eBay; las prendas no estaban mal, pero, desde luego, un par de años atrás habría preferido morirme antes que ponerles nada de segunda mano. Aun así, eso me permitía disponer de dinero suficiente para comprar comida decente. A Pat le gustaba cenar solomillo de vez en cuando, y yo le decía: «¿Lo ves? Todo va bien. Podemos manejar la situación; no vamos a tener que andar rebuscando en las basuras de la noche a la mañana. Seguimos siendo nosotros».

Probablemente, Richie habría creído estar en presencia de una princesita de clase media consentida y superficial incapaz de vivir sin ensalada al pesto y zapatos de marca. Yo, en cambio, veía una valentía frágil y condenada que me desgarraba el corazón. Veía a una muchacha que creía haber construido una fortaleza contra el mar salvaje, que se había parapetado tras sus muros para defenderla con su patético arsenal y se había dejado el alma en ello mientras el agua se filtraba por todos los resquicios.

—Pero no todo iba bien —dije yo.

—No, claro que no. Hacia, no sé, hacia mediados de julio… Pat estaba cada vez más nervioso y más… Ni siquiera es que nos ignorara a los niños y a mí; fue como si se hubiera olvidado de que existíamos porque algo inmenso le ocupaba el pensamiento. Hablaba constantemente de esos ruidos en el desván e incluso instaló uno de los antiguos intercomunicadores con vídeo que conservábamos, pero yo no logré relacionar una cosa con la otra. Simplemente pensé: «Los hombres y la tecnología…», ¿entiende? Creí que Pat sólo buscaba un modo de ocupar el tiempo libre. Por aquel entonces, yo ya me había percatado de que su problema no era sólo el hecho de haberse quedado sin empleo… Cada vez pasaba más y más rato frente al ordenador o solo en la planta de arriba mientras los niños y yo estábamos abajo. Yo temía que se hubiera enganchado a alguna página de perversiones pornográficas, que tuviera uno de esos amoríos virtuales o que estuviera intercambiando mensajes sexuales a través del móvil.

Jenny emitió un sonido a medio camino entre una risa y un sollozo, duro y lo bastante doloroso como para sobresaltarme.

—Si sólo… Probablemente debería haber deducido lo que sucedía cuando vi el monitor, pero… No sé… Tenía otras preocupaciones en mente.

—Los allanamientos.

Un movimiento incómodo con los hombros.

—Bueno, sí, lo que fueran. Empezaron más o menos en esa época… o bien yo comencé a darme cuenta en aquel entonces. Me impedían pensar con claridad. Me pasaba todo el tiempo comprobando si faltaba algo o si había algún objeto fuera de lugar, pero luego, si encontraba algo, me preocupaba estar volviéndome paranoica… y entonces me inquietaba estar volviéndome también paranoica con respecto a Pat.

Y las dudas de Fiona no la habían ayudado. Me pregunté si, en el fondo, su hermana había contribuido a desestabilizar a Jenny a propósito o si había sido sólo un gesto honesto e inocente, si es que en temas familiares existe alguna vez algo inocente.

—Así que decidí hacer la vista gorda y continuar adelante. No se me ocurría qué más hacer. Limpiaba aún más la casa; en cuanto los niños desordenaban algo, yo me ponía a ordenarlo o a lavarlo… Fregaba el suelo de la cocina unas tres veces al día. Y ya no lo hacía sólo para animar a Pat. Necesitaba que todo estuviera perfecto para que, en caso de que hubiera algo fuera de su sitio, darme cuenta de inmediato. Me refiero a que…

Un destello de recelo.

—No era nada grave. Tal como ya le dije, sabía que lo más probable era que Pat hubiera movido algo y después olvidara colocarlo en su sitio. Pero quería asegurarme.

Yo había creído que Jenny estaba protegiendo a Conor, cuando, en realidad, ni siquiera se le había pasado por la cabeza la idea de que él pudiera estar involucrado en aquello. Estaba convencida de haber sufrido alucinaciones, y lo único que la preocupaba era la angustiosa posibilidad de que los médicos descubrieran que estaba loca y quisieran retenerla en el hospital. Lo que había estado protegiendo era lo más preciado que le quedaba: su plan.

—Lo entiendo —dije.

Fingiendo cambiar de postura, comprobé la hora en mi reloj: llevábamos unos veinte minutos hablando. Antes o después, sobre todo si yo estaba en lo cierto sobre ella, Fiona sería incapaz de soportar más la espera.

—Y entonces ¿qué cambió?

—Entonces… —dijo Jenny.

El aire de aquella habitación se estaba volviendo irrespirable, pero ella tenía los brazos cruzados sobre el pecho para calentarse, como si tuviera frío.

—Una noche, ya era tarde, entré en la cocina y me di cuenta de que Pat apagaba a toda prisa el ordenador, intentando que no viera lo que fuera que estaba haciendo; así que me senté a su lado y le dije: «Cariño, tienes que explicarme qué está pasando. Sea lo que sea, estoy segura de que podemos solucionarlo, pero necesito que me lo cuentes». Al principio, contestó: «Nada, no pasa nada. Lo tengo todo bajo control, no te preocupes». Lógicamente, me invadió una oleada de pánico y le espeté: «¡Oh Dios mío! ¿Qué? ¿Qué? No vamos a levantarnos de esta mesa hasta que me expliques qué está ocurriendo». Y a Pat, al verme tan asustada, se le escapó: «No quería preocuparte, pensé que podría atraparlo y que nunca lo sabrías…». Y entonces me contó toda esa historia sobre visones y mofetas, sobre los huesos en el desván y los comentarios de la gente en internet…

Aquella media sonrisa agria de nuevo.

—¿Quiere que le confiese algo? Casi salté de alegría. Le pregunté: «Espera, ¿es eso? ¿Eso es lo único que va mal?». Y yo que andaba preocupándome por si tenía una aventura o, qué sé yo, una enfermedad terminal… Y allí estaba Pat, explicándome que quizá tuviéramos una rata o cualquier otro bicho viviendo en casa. Estuve a punto de estallar en lágrimas de alivio. «Mañana llamaremos a un exterminador», le dije. «No importa si tenemos que pedir un préstamo al banco para pagarlo; merecerá la pena». Pero Pat se negó. Me dijo: «No, escucha, no lo entiendes». Me explicó que ya había hecho venir a un exterminador, pero que el tipo le había comentado que, fuera lo que fuese aquel animal, jugaba en otra liga. Entonces yo me puse nerviosa: «Dios mío, Pat, ¿y has permitido que siguiéramos viviendo aquí como si tal cosa? ¿Acaso te has vuelto loco?». Me miró como un niño que te regala el dibujo que acaba de hacer y ve como lo tiras a la basura, y replicó: «¿Crees que habría permitido que los críos y tú os quedarais en casa si no fuera un lugar seguro? Me estoy ocupando de ello. No necesitamos que venga ningún exterminador y nos cobre varios cientos de euros por echar un poco de veneno. Seré yo quien atrape a ese bicho».

Jenny sacudió la cabeza y continuó:

—Entonces yo le dije: «Escucha, hasta ahora ni siquiera has conseguido verlo», a lo que él respondió: «Ya lo sé, pero eso es porque no podía hacer nada sin que te dieras cuenta. Ahora que lo sabes, hay un montón de alternativas. ¡Madre mía, Jen, no sabes lo aliviado que me siento!». Se reía. Se recostó en la silla, se pasó las manos por el pelo hasta desordenárselo y siguió riendo. A mí no me hacía ninguna gracia, pero aun así…

Si sus ojos hubieran estado menos anegados por la tristeza, en su rostro se esbozó algo que bien podría haber sido una sonrisa.

—Era agradable verlo así, ¿lo entiende? Muy agradable. Así que le pregunté: «¿Cuáles son esas alternativas?». Pat apoyó los codos en la mesa, con actitud resuelta, como cuando nos sentábamos en ese mismo sitio para planificar nuestras vacaciones y me dijo: «Bueno, es evidente que el monitor del desván no está funcionando. El animal lo aparta; quizá le molesten los infrarrojos, no lo sé. Así que lo que tenemos que hacer es pensar como ese animal. ¿Entiendes lo que quiero decir?». Y yo le dije: «Ni una palabra», y él volvió a estallar en carcajadas. «Vale, ¿qué quiere ese bicho?», me explicó. «No estamos seguros: podría ser comida, calidez o incluso compañía. Sea lo que sea, cree que va a encontrarlo en esta casa o, de lo contrario, no estaría aquí, ¿me sigues? Si quiere algo que cree que puede obtener de nosotros, tenemos que brindarle la oportunidad de que se acerque un poco más». Yo repliqué: «No, Pat, eso no», pero él continuó:

«No, no, no te preocupes, ¡no le permitiremos que se acerque demasiado! Me refiero a brindarle una oportunidad “controlada”. Lo controlaremos en todo momento. Instalaré un monitor en el descansillo que apunte hacia la trampilla del desván, ¿de acuerdo? Dejaré la trampilla abierta, pero la cubriré con malla de alambre para que ese bicho no pueda bajar al resto de la casa. Mantendremos la luz del descansillo encendida para poder verlo sin necesidad de infrarrojos, por si es eso lo que lo está asustando. Y, a partir de ahí, nuestro único cometido será esperar. Antes o después caerá en la tentación y necesitará acercarse a nosotros, se dirigirá hacia la trampilla y, bingo, captaremos su imagen con la cámara. ¿Lo ves? ¡Es un plan perfecto!».

Jenny levantó las palmas en un gesto de indefensión y añadió:

—A mí no me parecía el plan perfecto, pero se supone que tengo que secundar las decisiones de mi marido, ¿no? Y como ya le he explicado, hacía meses que no parecía tan feliz. Así que le dije: «Bien, adelante. Ponte manos a la obra».

Aquel relato debería haber sido un galimatías, fragmentos incoherentes explicados entre sollozos. En su lugar, era cristalino como el agua. Lo explicaba con la misma implacabilidad, precisión y férrea voluntad que la habían impulsado a dejar la casa impoluta cada noche antes de lograr conciliar el sueño. Quizá yo debería haber admirado su capacidad para controlarse o, cuando menos, dar las gracias por ello: antes de comenzar aquel interrogatorio pensaba que ver a Jenny deshecha por la pena sería mi peor pesadilla. Pero aquella voz queda y uniforme, como un sonido descarnado que te despierta en mitad de la noche para susurrarte al oído, era mucho peor. Tuve que aclararme la garganta antes de poder preguntarle:

—¿Cuándo tuvo lugar esa conversación?

—Diría que hacia finales de julio. Dios… —La vi tragar saliva—. Hace menos de tres meses. No puedo creerlo… Parece que hayan pasado tres años.

El dato de finales de julio encajaba con las publicaciones de Pat en el foro.

—¿Dio usted por sentado que el animal existía? —le pregunté—. ¿O consideró en algún momento la posibilidad de que fuera un simple producto de la imaginación de su marido?

—Pat no está loco —me cortó Jenny, tajante.

—Nunca pensé que lo estuviera. Pero usted acaba de explicarme que vivía bajo una enorme presión. En tales circunstancias, la imaginación de cualquiera puede desatarse.

Jenny se movió en la cama, inquieta.

—No lo sé. Quizá me lo preguntara… veladamente. Yo nunca oí ningún ruido, así que… —respondió, con un encogimiento de hombros—. Pero la verdad es que no me importaba. Sólo quería volver a la normalidad. Imaginé que, una vez Pat hubiera instalado la cámara, las cosas mejorarían; que o bien conseguiría ver por fin aquel animal o bien decidiría que había desaparecido, porque se había largado a otro lugar o porque nunca estuvo allí. Y, en cualquiera de ambos casos, se sentiría mejor porque estaría haciendo algo y porque podría hablar conmigo con franqueza, ¿entiende? Sigo pensando que tiene sentido. No era una idea descabellada, ¿no cree? Cualquiera habría pensado lo mismo, ¿no le parece?

Posó los ojos sobre mí, abiertos como platos, suplicantes.

—Es exactamente lo que yo habría pensado —le confirmé—. Pero no fue eso lo que sucedió.

—En lugar de mejorar, la situación empeoró. Pat no conseguía captar la imagen del animal y, en lugar de tirar la toalla, decidió que aquel bicho sabía que había una cámara. Yo le dije: «¡Menuda tontería! ¿Cómo va a saberlo?», y él me contestó: «Sea lo que sea, no es estúpido. No tiene un pelo de tonto». Me comentó que, cuando estaba frente al televisor, seguía oyendo arañazos en el salón, así que imaginó que el animal se había asustado de la cámara y había descendido por las paredes. Dijo: «Esa trampilla está demasiado expuesta. No sé cómo se me ocurrió usarla; ninguna bestia salvaje saldría a la luz por ahí. Claro que ha bajado por las paredes. Lo que en realidad necesito es una cámara enfocada hacia el interior de la pared del salón». Yo me disgusté: «De ninguna manera», pero Pat insistió: «Venga, Jen, estamos hablando de un simple agujerito. Lo haré de modo que no se vea, junto al sofá; ni siquiera te darás cuenta de que está ahí. Será sólo por unos días, a lo sumo una semana; sólo hasta que podamos ver esa cosa. Si no lo solucionamos ahora, ese bicho podría quedar atrapado dentro de las paredes y morir ahí, y luego tendría que destrozar media casa para sacarlo. Y tú no quieres eso, ¿verdad?».

Jenny tiró del dobladillo de la sábana y lo recogió en pequeños pliegues.

—Para serle sincera —continuó—, no me preocupaba en absoluto. Quizá usted tenga razón: quizá, en el fondo, creyera que no había ningún animal. Pero, por si acaso… Y era tan importante para él… Así que accedí.

Jenny movía los dedos con celeridad.

—Quizá cometí un error; quizá fue ahí donde me equivoqué. Si me hubiera plantado entonces, tal vez Pat se habría olvidado del asunto. ¿Qué cree usted?

Aquella súplica desesperada me abrasaba la piel. Tuve la impresión de que nunca lograría zafarme de aquella sensación.

—Dudo que lo hubiera olvidado —opiné.

—¿De verdad? ¿No cree que si me hubiera limitado a negarme todo habría salido bien?

No soportaba mirarla a los ojos.

—¿Y Pat taladró aquel agujero en la pared? —le pregunté.

—Sí. Nuestra preciosa casa… Habíamos trabajado como condenados para comprarla y convertirla en nuestro hogar, nos encantaba, y ahora Pat quería hacerla pedazos. Me entraron ganas de llorar. Él me miró a la cara y me preguntó, ceñudo: «¿Qué problema hay? De todos modos, dentro de un par de meses será del banco». Jamás había dicho nada parecido. Antes, siempre habíamos creído que la situación acabaría por resolverse… Y aquella mirada en su rostro… No pude replicar. Me di media vuelta y allí lo dejé, martilleando la pared. Se desmoronó como si estuviera fabricada de aire.

Volví a comprobar la hora en mi reloj con el rabillo del ojo. Imaginé que Fiona tendría ya la oreja pegada a la puerta, intentando decidir cuándo irrumpir en la habitación. Aunque se me erizó el vello de la nuca al hacerlo, acerqué todavía más mi silla a la cama de Jenny para que no tuviera que alzar la voz.

—Y la nueva cámara tampoco captó nada —continuó—. Una semana más tarde, los niños y yo regresamos de hacer la compra y vimos otro agujero, esta vez en el vestíbulo. «¿Qué es esto?», le pregunté, y Pat contestó: «Dame las llaves del coche. Necesito otro monitor, rápido. Se mueve entre el salón y el vestíbulo; te juro que lo hace a propósito, para joderme. ¡Un monitor más y atraparé a ese malnacido!». Quizá hubiera tenido que plantarme entonces, quizá debería haberlo hecho en ese momento, pero Emma preguntó: «¿Qué? ¿Qué? ¿Qué se mueve, papá?» y Jack se echó a gritar: «¡Malnacido, malnacido, malnacido!», y lo único que yo quería era que Pat se largara para poder tranquilizarlos. Le di las llaves y cruzó la puerta disparado.

Una sonrisa torcida, leve y amarga.

—Estaba muy alterado, más de lo que había estado en meses —siguió relatando—. Les dije a los niños: «Papá cree que puede haber un ratoncito, pero no os preocupéis». Pat regresó cargado con tres monitores de vídeo, por si acaso, cuando Jack tenía que vestir pantalones vaqueros de segunda mano. Se lo eché en cara: «Al menos ten el detalle de no hablar de esto en presencia de los niños, o harás que tengan pesadillas. Lo digo muy en serio». Él me contestó con desdén: «Claro, cómo no, tienes razón, como siempre, ningún problema». Aquello duró unas dos horas, más o menos. Aquella misma noche yo estaba en la sala de juegos, leyéndoles un cuento a los niños, cuando Pat subió corriendo con uno de aquellos malditos monitores y gritó: «Jen, escucha, está haciendo ese ruido, como un silbido, ¡escucha!». Le lancé una mirada asesina pero pareció no darse cuenta, o al menos no hasta que le espeté: «Hablaremos de ello más tarde», y entonces se enfadó.

Hablaba en voz cada vez más alta. Me habría abofeteado a mí mismo por no acudir acompañado de alguien, de quien fuera, tanto daba, incluso de Richie, para que montara guardia al otro lado de la puerta.

—Y la tarde siguiente —continuó— se sentó frente al ordenador mientras los niños pululaban por la cocina. Yo estaba preparándoles la merienda cuando Pat volvió a la carga: «¡Caramba, Jen, escucha esto! Un tío de Eslovenia cría visones gigantes, del tamaño de un perro. Me pregunto si tal vez se le haya escapado uno y…». Y como los niños estaban delante, tuve que hacerlo callar: «Es muy interesante, ¿por qué no me lo cuentas más tarde?». Sin embargo, por dentro no dejaba de gritar: «¡No me importa! ¡No me importa un carajo! ¡Lo único que quiero es que te calles cuando los niños te están oyendo!».

Jenny intentó respirar hondo, pero estaba demasiado tensa para poder hacerlo.

—Y los niños acabaron por descubrirlo, claro —añadió—. Al menos, Emma lo hizo. Un par de días más tarde íbamos en el coche Emma, Jack y yo, y me preguntó: «Mamá, ¿qué es un visón?». Yo le contesté: «Un animal». «¿Hay un visón viviendo dentro de nuestras paredes?», quiso saber. «No, no lo creo», le respondí, con toda naturalidad. «Pero, si lo hay, papá se deshará de él». Los niños parecieron quedar satisfechos con aquella respuesta, pero hubiera sido capaz de golpear a Pat. Cuando regresamos a casa, se lo conté a voz en grito (había enviado a los niños al jardín para que no me oyeran) y Pat se limitó a decir: «¡Ups! Vaya, lo siento. Pero mira, ahora que lo saben, quizá puedan ayudarnos. Yo no puedo controlar todos estos monitores al mismo tiempo y me preocupa perderme algo. Quizá los niños podrían mirar uno cada uno», lo cual me parecía una idea tan descabellada que no supe ni qué decir. Al final le solté: «No, no y no. De ninguna manera. No te atrevas siquiera a volver a insinuarlo», y no lo hizo, pero aun así… Y, aunque él mismo había admitido que había demasiados monitores, no logró sacar nada de la pared del pasillo. Así que hizo más agujeros e instaló más monitores. ¡Llegó un momento en que cada vez que me daba la vuelta aparecía un nuevo boquete en la casa!

Emití un sonido de comprensión nada comprometedor. Jenny ni siquiera se dio cuenta.

—Y a eso fue a lo que se dedicó: a vigilar aquellos monitores. Compró una trampa, pero no una para ratones, no, compró una cosa gigante y espantosa con dientes de metal que colocó en el desván… supongo que la ha visto. Se comportaba como si todo fuera un gran misterio. No dejaba de repetir: «No te preocupes, cariño. Ojos que no ven, corazón que no siente», pero estaba encantado con aquella trampa, como si se tratara de un flamante Porsche nuevo o una varita mágica que fuera a solucionar todos nuestros problemas para siempre. De haber podido, se habría quedado contemplando aquel artilugio las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana. Dejó de jugar con los niños; ni siquiera podía dejar a Jack a solas con él mientras llevaba a Emma a la escuela o, de lo contrario, al regresar corría el riesgo de encontrármelo embadurnando el suelo de la cocina con salsa de tomate mientras Pat estaba allí sentado tan campante, a un metro de distancia, con la vista fija en aquellas pantallas y la boca abierta. Intenté que los apagara cuando los críos estaban delante, y muchas veces lo hacía, pero eso sólo significaba que, en el preciso instante en que los niños se iban a la cama, Pat se plantaba frente aquellos cacharros y se pasaba allí toda la noche. En un par de ocasiones intenté preparar una cena íntima, con velas, flores y la cubertería de las ocasiones especiales, y me acicalé como si tuviéramos una cita, pero Pat se limitó a alinear los monitores frente a su plato y se quedó mirándolos todo el tiempo mientras cenábamos. Decía que era importante: aquel bicho parecía enloquecer cuando olía comida, así que tenía que estar listo. Yo pensaba que nosotros, que nuestra relación de pareja también era importante, pero no, al parecer no.

Recordé el tono exaltado de los mensajes que había publicado en los foros: «No lo entiende, no lo capta…».

—¿Intentó explicarle a Pat cómo se sentía? —le pregunté.

Jenny levantó las manos con ademán de impotencia; el vial del suero quedó oscilando sobre aquel gran morado.

—¿Cómo? Era imposible mantener una conversación con él, por si se perdía algo en uno de aquellos puñeteros monitores. Cuando intentaba decirle algo, aunque fuera pedirle ayuda para que me alcanzara algo de una estantería, me mandaba callar. Nunca había hecho nada parecido. No me decidía a explicárselo a nadie, pues haciéndolo sólo conseguiría que Pat se pusiera hecho una furia conmigo o que se distanciara todavía más de mí. Además, no sabía por qué no me atrevía a contarlo, no sabía si era porque estaba tan estresada que no pensaba con claridad o porque sencillamente no existía la respuesta correcta…

—Lo entiendo —intenté tranquilizarla—. No era mi intención insinuar…

Pero Jenny no se detuvo:

—Además, ya prácticamente no nos veíamos el uno al otro. Pat aseguraba que aquella cosa estaba «más activa» de noche, así que permanecía despierto hasta altas horas de la madrugada y luego dormía hasta mediodía. Antes solíamos irnos juntos a la cama, pero los niños se levantan temprano y no podía quedarme para acompañarlo. Él me pedía que lo hiciera, me decía: «Venga, sé que esta noche lo veremos, lo presiento». Andaba siempre dándole vueltas a nuevas ideas para atrapar a esa cosa, como un cebo distinto o una especie de tienda que iba a colocar sobre el agujero y la cámara para que el animal «se sintiera seguro». Y me repetía: «Por favor, Jenny, por favor, te lo suplico… cuando lo hayas visto, te sentirás tan feliz que dejarás de preocuparte por mí. Sé que no me crees, pero quédate despierta conmigo esta noche y lo verás…».

—¿Y lo hizo usted?

Mantuve la voz baja y esperé que Jenny captara la indirecta, pero ella hablaba en un tono cada vez más elevado.

—¡Lo intenté! Yo detestaba incluso mirar aquellos agujeros, los odiaba con todas mis fuerzas, pero pensé que, si Pat estaba en lo cierto, se lo debía y, si estaba equivocado, prefería estar segura de ello, ¿me entiende? Al menos así haríamos algo juntos, aunque no fuera exactamente disfrutar de una cena romántica. Pero yo empezaba a estar exhausta. En un par de ocasiones había temido quedarme dormida conduciendo. Ya no podía más. Así que yo me acostaba a medianoche y Pat subía cuando se cansaba de tener los ojos abiertos. Al principio, venía a la cama hacia las dos de la madrugada, pero luego fue alargándose hasta las tres, las cuatro o las cinco, y a veces ni siquiera se acostaba. Por la mañana me lo encontraba rendido en el sofá, con todos los monitores alineados sobre la mesita de centro, o sentado frente al ordenador, porque se había pasado toda la noche conectado a internet leyendo sobre animales.

—«Si Pat estaba en lo cierto» —repetí yo—. Para entonces, usted había empezado a albergar algunas dudas.

Jenny tomó aire y, por un instante, pensé que iba a zanjar la conversación de nuevo, pero luego se relajó y se dejó caer sobre las almohadas.

—No. Para entonces no lo sospechaba, lo sabía —aclaró con voz tranquila—. Yo tenía la certeza de que ahí arriba no había nada. De haberlo habido, ¿cómo era posible que yo no lo hubiera oído nunca? Y con todas aquellas cámaras, ¿cómo se explica que nunca, ni una sola vez, viéramos nada? Intenté convencerme de que tal vez existiera, pero sabía que no. Sin embargo, ya era demasiado tarde. Nuestra casa hecha pedazos, Pat y yo sin apenas dirigirnos la palabra; ni siquiera recordaba la última vez que nos habíamos besado, besado de verdad. Los niños estaban cada vez más nerviosos, inquietos, aunque ni siquiera ellos mismos entendían por qué.

Jenny movió la cabeza de un lado a otro, a ciegas.

—Yo sabía que tenía que hacer algo, ponerle fin a todo aquello. No soy tonta ni estoy loca: simplemente, llegados a aquel punto, lo sabía. Pero no sabía qué hacer. No existe ningún libro de autoayuda para casos como este, ningún grupo en internet. Y en los cursos prematrimoniales tampoco nos explicaron cómo proceder en una situación semejante.

—¿No consideró la idea de hablar con alguien? —pregunté.

Aquel destello de acero otra vez.

—No. Claro que no. ¿Está de broma?

—Era una situación difícil. Mucha gente habría pensado que compartirlo con alguien podría haberla ayudado.

—¿Ya quién iba a contárselo?

—A su hermana, por ejemplo.

—¿A Fiona…?

Un gesto irónico con la boca.

—No lo creo. Yo quiero mucho a Fi, pero, tal como ya le he explicado, hay cosas que ella no entiende. Además, ella siempre estuvo… Bueno, ya sabe, entre las hermanas siempre surgen celos. Fi siempre pensó que yo lo había tenido muy fácil en la vida, como si las cosas me hubieran caído del cielo, mientras ella tenía que matarse a trabajar para conseguir cualquier cosa. Si le hubiera contado algo de aquello, una parte de ella se habría alegrado y habría pensado: «Ja, ja, pues ahora ya sabes lo que se siente». No hubiera llegado a decírmelo, pero yo lo habría sabido igualmente. ¿En qué sentido podría haberme ayudado eso?

—¿Y qué hay de sus amigos?

—No tengo ese tipo de amigos, ya no. Además, ¿qué iba a decirles? «Hola, Pat tiene alucinaciones y cree que hay un animal viviendo dentro de las paredes de nuestra casa… Creo que está perdiendo la cabeza…». Claro, por supuesto. No soy idiota y sé que, en cuanto le explicas algo así a alguien, corre el rumor. Y yo no pensaba tolerar que nadie se riera de nosotros o, todavía peor, que nos compadecieran.

La mera idea la hizo alzar la barbilla, lista para enfrentarse a cualquier cosa.

—No dejaba de pensar en Shona, una chica con la que solíamos salir cuando éramos críos. Se ha convertido en una auténtica arpía. Ya no mantenemos el contacto, pero, si se hubiera enterado de aquello, me habría llamado de inmediato. Cuando me sentía tentada de contárselo a Fi o a cualquier otra persona, oía a Shona en mi cabeza, siempre a ella. «¡Jenny! ¡Hola! Dios mío, me he enterado de que Pat ha perdido la chaveta y ve elefantes de color rosa volando por el techo, ¿es verdad? Todo el mundo está sorprendidísimo. Nadie hubiera imaginado algo así. Recuerdo que todos pensábamos que erais la pareja perfecta, el señor y la señora Aburridos, que fueron felices y comieron perdices… ¡Y mira lo equivocados que estábamos! He de dejarte, tengo cita para darme un masaje con piedras calientes, sólo quería decirte que lamento mucho que tu vida se haya ido al carajo… ¡Hasta luego!».

Jenny estaba rígida en la cama, con las manos clavadas con fuerza en la manta y los dedos hundidos en ella.

—Eso era lo único que nos quedaba —continuó—: Nadie lo sabía. Yo no me cansaba de repetirme: «Al menos tenemos eso». Mientras todo el mundo pensara que nos iba de maravilla, teníamos la oportunidad de levantar cabeza y hacer que la cosa volviera a funcionar. Si la gente cree que eres un lunático, empieza a tratarte como tal, y entonces sí que estás jodido. Totalmente jodido.

«Si todo el mundo te trata de ese modo —le había dicho yo mismo a Richie—, así es como te sientes. ¿Por qué habría de ser esto diferente?».

—Hay profesionales —apunté—. Terapeutas, consejeros. Todo lo que les hubieran explicado habría sido estrictamente confidencial.

—¿Para qué? ¿Para que me dijeran que Pat estaba como un cencerro y lo encerraran en un manicomio donde de verdad habría perdido la cabeza? No. Pat no necesitaba un psicólogo, necesitaba un empleo. Así no hubiera dispuesto de tanto tiempo libre para andar matando las horas alucinando tonterías, para acostarse a una hora decente en lugar de…

Jenny apartó el dibujo con tal violencia que salió volando de la cama y acabó por aterrizar junto a mi pie con un sonido áspero y desagradable.

—Pensé que debía tomar las riendas hasta que él encontrara un nuevo trabajo. Eso era todo. Y no podría hacerlo si todo el mundo sabía qué le ocurría. Cuando recogía a Emma de la escuela y su maestra me sonreía y me decía: «Caramba, Emma cada vez lee mejor…» o lo que fuera, me sentía como una madre normal que regresaba a un hogar normal; ese era el único momento en que me sentía normal. Lo necesitaba. Eso era lo único que me ayudaba a sobrellevarlo. Si la maestra me hubiera dedicado una espantosa sonrisa compasiva y me hubiera dado una palmadita en el brazo porque había descubierto que el papá de Emma estaba recluido en un manicomio, habría querido que me tragara la tierra allí mismo, en el aula de mi hija.

Hacía tanto calor que parecía que el aire pudiera cortarse con un cuchillo. Por una milésima de segundo me vi con Dina, yo con catorce años y ella con cinco, yo retorciéndole el brazo en la puerta de la escuela y diciéndole: «Cállate, cállate, no hables nunca de mamá fuera de casa o te romperé el brazo…». El alarido de dolor de ella, como el silbido de una locomotora a vapor, y el placer nauseabundo de la caída libre que sentí al tirar de su muñeca con más fuerza. Me incliné para recoger el dibujo y poder ocultar mi rostro.

—Nunca pedí demasiado. Nunca fui una de esas mujeres ambiciosas que aspiran a salir con una estrella del rock o con un alto ejecutivo, ni quise convertirme en un icono de moda —explicó Jenny—. Lo único que yo quería era tener una vida normal.

Su voz había perdido toda la fuerza, sonaba exhausta y lánguida. Volví a dejar el dibujo sobre la cama, pero no pareció darse cuenta.

—Por eso no volvió a llevar a Jack a la guardería, ¿verdad? —quise saber—. No fue por el dinero, sino porque decía que había oído al animal y temía que lo contara.

Jenny se estremeció como si le hubiera alzado la mano para abofetearla.

—¡No dejaba de repetirlo! A principios del verano lo decía de vez en cuando, pero sólo porque Pat lo animaba a hacerlo. Bajaban de la planta de arriba y Pat me decía: «¿Lo ves, Jen? No me estoy volviendo loco. Jack acaba de oírlo, ¿verdad Jack?». Y, claro, Jack contestaba: «¡Sí, mami, he oído al “amimal” del techo!». Si le dices a un crío de tres años que ha oído algo y él sabe que quieres que lo haya oído, acabará convenciéndose de que lo ha hecho. Entonces no me pareció que tuviera ninguna importancia. Lo tranquilicé diciéndole: «No te preocupes, cariño, no es más que un pajarito, se irá dentro de un minuto». Pero luego…

El cuerpo de Jenny se tensó hasta tal punto que pensé que iba a vomitar. Tardé un segundo en darme cuenta de que había sido un escalofrío.

—Luego empezó a repetirlo cada vez con más frecuencia —prosiguió—. «¡Mamá, el “amimal” ha estado rascando, rascando y rascando en mi pared! Mamá, el “amimal”, el “amimal”, el…». Y entonces, una tarde, hacia finales del mes de agosto, creo, lo llevé a jugar a casa de su amiguito Karl. Cuando fui a recogerlo, los dos niños estaban en el jardín, gritando y fingiendo ver algo que asomaba entre las ramas. Aisling, la madre de Karl, me comentó: «Jack ha estado fabulando sobre un animal enorme que gruñe y Karl asegura que deberían matarlo, así que eso es lo que han estado haciendo. ¿Te parece bien? ¿No te importa?».

De nuevo, aquel escalofrío martirizador.

—Pensé que iba a desmayarme —me explicó—. Por suerte, Aisling creyó que eran simples imaginaciones de Jack; lo único que le preocupaba era que yo creyera que estaba alentando a los niños a ser crueles con los animales o algo así. No sé cómo logré salir de allí. Cuando llegamos a casa, me senté en el sofá con Jack sobre el regazo; es lo que solemos hacer cuando vamos a mantener una conversación seria. Le dije: «Jack, mírame. ¿Recuerdas que te expliqué que el Gran Lobo Malo no existe? Pues ese animal del que le hablabas a Karl es igual que el Gran Lobo Malo: es un animal imaginario. Sabes que no existe, ¿verdad? Sabes que sólo es un animal imaginario, ¿verdad?». No me miraba. No dejaba de revolverse, intentaba soltarse y bajar al suelo… Jack odiaba tener que quedarse quieto, pero no era sólo eso. Lo agarré de los brazos con más fuerza. Me horrorizaba hacerle daño, pero quería oírlo decir que sí. Tenía que hacerlo. Finalmente gritó: «¡No! ¡Gruñe dentro de las paredes! ¡Te odio!», me dio una patada en la tripa, se soltó y se marchó corriendo.

Jenny alisó la manta con cuidado sobre sus rodillas.

—Así que —continuó— llamé a la guardería y les dije que Jack no regresaría. Puse la excusa del dinero; no es que me hiciera demasiada gracia, pero no se me ocurrió nada mejor. Cuando Aisling me llamó después de aquello, no respondí al teléfono. Me dejó mensajes, pero me limité a borrarlos sin haberlos escuchado siquiera. Al cabo de un tiempo dejó de llamar.

—¿Y Jack? —le pregunté—. ¿Continuó hablando de aquel animal?

—Después de aquello, no. Lo mencionó un par de veces, de pasada, igual que podía hablar de Baloo o de Elmo, ¿entiende? No como si formara parte de su vida. Yo sabía que quizá se debiera a que Jack era consciente de que yo no quería oírlo, pero me bastaba. Jack era muy pequeño. Mientras no actuara como si aquel animal existiera, no me importaba que supiera por qué tenía que hacerlo. Cuando todo acabara, lo olvidaría sin más.

—¿Y Emma? —pregunté con mucho tacto.

—Emma… —dijo Jenny con tanta dulzura como si quisiera acurrucar su nombre entre las manos y evitar que se derramara—. Tenía tanto miedo por Emma… Sabía que, si Pat insistía en seguir hablando del animal, Emma podía acabar creyéndolo, pues todavía era muy pequeña. Sin embargo, era lo bastante mayor para que, si alguien la oía mencionar aquel animal, pensara que había algo más, que no era sólo un juego, como había sucedido con Aisling y Jack. Y no podía dejar de llevarla a la escuela. Emma… cuando algo la intranquiliza, no consigue quitárselo de la cabeza; puede pasar semanas preocupada, retomando el tema una y otra vez. Si empezaba a obsesionarse con aquello, yo no sabría qué hacer. Cuando intentaba buscar una solución, me quedaba en blanco. Así que, aquella noche del mes de agosto, cuando subí a arroparla después de haber hablado con Jack, intenté explicárselo. Le dije: «Cielo, ¿sabes ese animal del que habla papá? ¿El del desván?». Emma me lanzó una mirada cautelosa. Me partió el alma: no debería tener que mostrarse vigilante conmigo, pero, al mismo tiempo, me alegré de que supiera que debía de tener cuidado. «Sí, el que araña», me respondió. «¿Tú lo has oído alguna vez?», le pregunté. Emma negó con la cabeza y me dijo: «No».

El pecho de Jenny se infló y se desinfló.

—Me sentí tan aliviada, tanto… —prosiguió—. A Emma no se le da bien mentir; si lo hubiera hecho, la habría descubierto. «Claro. Porque no existe», le dije. «Lo que ocurre es que papá está un poco confundido. A veces, cuando no se encuentra bien, la gente piensa cosas tontas. ¿Recuerdas cuando tuviste la gripe y te equivocabas de nombre al llamar a tus muñecas porque se te mezclaba todo en la cabeza? Pues así es como papi se siente ahora. De modo que tenemos que cuidar mucho de él y esperar a que se ponga mejor». Emma lo entendió; le gustaba ayudarme a cuidar de Jack cuando estaba enfermo. Me dijo: «Probablemente necesite tomar un medicamento y sopa de pollo». Y yo le contesté: «Claro. Voy a probar si con eso se cura. Pero, si no se pone bueno enseguida, ¿sabes qué es lo mejor que puedes hacer para ayudar? No contárselo a nadie. A nadie, nunca. Papá se recuperará pronto y, cuando lo haga, es muy importante que nadie sepa nada de esta historia, o pensarán que es un tonto. El animal tiene que ser un secreto de la familia. ¿Lo entiendes?».

Acariciaba la sábana con el pulgar, un movimiento minúsculo y tierno.

—Emma me preguntó: «¿Estás segura de que no está ahí?», y yo le respondí: «Claro, cariño, completamente segura. Es sólo una tontería, así que no hablaremos más de ello, ¿de acuerdo?». Emma se puso mucho más contenta. Se acurrucó en la cama y dijo: «Vale, sshhh» y se llevó un dedo a la boca, sonriéndome…

Jenny contuvo el aliento y dejó caer la cabeza sobre la almohada. Tenía los ojos idos, inquietos. Me apresuré a preguntarle:

—¿Y no volvió a mencionarlo?

No me oyó.

—Yo procuraba que los niños estuvieran bien. No podía hacer otra cosa. Mantener la casa limpia, a los niños seguros y levantarme por las mañanas. Algunos días pensaba que no sería capaz de conseguir ni siquiera eso. Sabía que Pat no iba a mejorar, que nada iba a mejorar. Había dejado de buscar trabajo y, además, ¿quién iba a contratarlo en aquel estado? Necesitábamos dinero, pero, aunque hubiera logrado encontrar el modo de conseguirlo, no podía dejar a los niños con él.

Intenté emitir un sonido tranquilizador, pero no sé muy bien qué salió de mi boca. Jenny no se detuvo:

—¿Quiere que le diga cómo me sentía? Tenía la impresión de estar atrapada en una ventisca. ¿Sabe? Cuando no ves a dos palmos de tu nariz y tan sólo oyes ese rugido blanco incesante y no tienes ni idea de dónde estás ni de adónde te diriges, y la ventisca te azota en todas direcciones, te azota y te azota sin cesar. Y lo único que puedes hacer es continuar dando un paso y luego otro… no porque vaya a conducirte a ninguna parte, sino sólo para no tumbarte y morir. Así es como me sentía.

Sumida en la narración de aquel recuerdo de pesadilla, su voz brotaba desgarrada, hinchada, como si algo oscuro y podrido hubiera empezado a reventar. Por su bien o por el mío, no lo sé, le dije:

—Avancemos en el tiempo. ¿Eso sucedió en el mes de agosto?

Pero yo no era más que sonidos imperceptibles y sin sentido, un parloteo en el límite de la ventisca.

—Empecé a sufrir mareos. Subía las escaleras y, de repente, la cabeza empezaba a darme vueltas y tenía que sentarme en un escalón y apoyarla entre las rodillas hasta que remitía. Empecé a olvidar cosas, cosas que acababan de ocurrir. Por ejemplo, les decía a los niños: «Poneos los abrigos, que vamos a salir a comprar», y Emma me miraba con extrañeza y me decía: «¡Pero si ya hemos ido esta mañana!». Entonces yo revisaba los armarios y, efectivamente, todo lo que creía que necesitábamos estaba ya ahí, pero era incapaz de recordar nada. No recordaba haber colocado las cosas en su sitio, ni siquiera haberlas comprado ni haber estado en la tienda. O bien decidía darme una ducha y, cuando me quitaba la camiseta, me daba cuenta de que tenía el pelo mojado: ¡y es que acababa de ducharme haría menos de media hora, pero no me acordaba! Habría pensado que estaba perdiendo el juicio, pero ni siquiera tenía espacio mental para preocuparme por eso. No podía concentrarme en nada más que en el instante presente.

En aquel momento pensé en Broken Harbour: en mi paraíso estival bañado por las ondulaciones del agua, el revoloteo de las aves marinas en el cielo y el largo descenso de aquella luz de oro y plata a través de la dulzura del aire; en el estiércol, en los cráteres y las paredes de aristas afiladas donde los seres humanos disfrutaban de su retiro. Por primera vez en mi vida vi aquel lugar tal como era: letal, concebido y condenado a la destrucción con la misma precisión que aquella trampa que amenazaba desde el desván de los Spain. Su amenaza me cegó y me resonó como un avispero en los huesos del cráneo. Necesitamos líneas rectas para sentirnos seguros, necesitamos paredes: construimos sólidos bloques de hormigón, señales viales y abigarrados horizontes urbanos porque los necesitamos. Sin todo eso a lo que aferrarse, las mentes de Pat y Jenny se habían desatado y volaban sin control, zigzagueando en un espacio sin cartografiar, sin ataduras.

—Lo peor era tener que hablar con Fi —confesó Jenny—. Hablábamos todas las mañanas, así que, si dejaba de hacerlo, sabría que algo no iba bien. Pero me resultaba muy difícil. Tenía tantas cosas que recordar… Tenía que asegurarme de que Jack estuviera en el jardín o en su habitación antes de que Fi me llamara porque no quería explicarle que ya no iba a la guardería, así que no podía oírlo correteando por casa. Y tenía que intentar recordar qué le había contado hasta entonces; durante un tiempo, me dediqué a tomar notas mientras conversábamos para poder consultarlas al día siguiente y no equivocarme, pero empecé a ponerme paranoica con que Pat o los niños las encontraran y quisieran saber qué estaba pasando. Además, tenía que esforzarme por sonar alegre, aunque Pat estuviera frito en el sofá porque había estado sentado hasta las cinco de la madrugada mirando un agujero en la maldita pared. Era espantoso. Llegó…

Jenny se enjugó una lágrima de la mejilla, con gesto ausente, como alguien que espanta una mosca.

—Llegó un momento en que me despertaba temiendo esa llamada telefónica. ¿No es algo horrible? Mi propia hermana, a la que quiero con toda mi alma…, y yo soñaba despierta con encontrar una excusa para discutir con ella hasta tal punto que dejara de hablarme. Lo habría hecho, salvo porque ni siquiera podía concentrarme el tiempo suficiente para ingeniar nada.

—Señora Spain —dije en voz más alta, en un tono algo tajante—. ¿Cuándo llegó la situación a ese extremo?

Al cabo de un momento, volvió el rostro hacia mí.

—¿Qué?… No estoy segura. Tengo la sensación de que se dilató años, pero… No lo sé. Quizá en septiembre. ¿En algún momento de septiembre?

Apuntalé mis pies con fuerza en el suelo y le dije:

—Avancemos hasta el pasado lunes.

—El lunes —repitió ella.

Desvió la mirada hacia la ventana y, por un instante, temí haberla perdido de nuevo; pero luego exhaló un largo suspiro y se enjugó otra lágrima.

—De acuerdo. Sí.

Al otro lado de la ventana, la luz había cambiado; incendiaba el revoloteo de las hojas con un destello anaranjado translúcido y las convertía en banderines rojos de peligro que me dispararon la adrenalina. En el interior de aquella habitación el aire parecía despojado de oxígeno, como si el calor y los desinfectantes lo hubieran chamuscado hasta secar la habitación y dejarla hueca. La ropa me picaba terriblemente en la piel.

—No fue un buen día —explicó Jenny—. Emma se levantó con el pie izquierdo: la tostada le sabía raro, la etiqueta de la camisa le molestaba y no dejaba de quejarse… Y Jack se le sumó y empezó también a dar la murga. Insistía en que el día de Halloween quería disfrazarse de animal. Se había pasado semanas con una bufanda enrollada en la cabeza diciendo que era un pirata y yo ya le había cosido un disfraz, pero, de repente, decidió que iba a disfrazarse del «animal temible de papi». No dejó de hablar de ello en todo el día. Intenté mil cosas para distraerlo: le di galletas, le dejé ver la tele y le prometí que le compraría una bolsa de patatas fritas cuando fuéramos a la tienda… Sé que pensará que soy una madre terrible, pero normalmente no comía ese tipo de guarradas… Es que no toleraba oírlo hablar de aquello, no aquel día.

El tono de ansiedad de su voz y el ceño fruncido cuando me miraba me resultaban tan familiares, tan corrientes… Ninguna mujer quiere que un extraño la considere una mala madre por sobornar a su hijito comprándole un capricho. Tuve que reprimir un escalofrío.

—Lo entiendo —la reconforté.

—Pero no paraba. En el supermercado, comenzó a hablarle a la cajera del animal. Le juro que le habría gritado que se callara, y nunca lo hago, pero me contuve porque no quería que la muchacha le diera importancia. Una vez salimos de allí, le retiré la palabra durante todo el trayecto de vuelta a casa y no le di la bolsa de patatas, de manera que cogió tal berrinche y empezó a soltar unos alaridos tan exagerados que estuvo a punto de reventarnos los tímpanos, pero seguí sin hacerle caso para poder concentrarme y conducir hasta casa sin que tuviéramos un accidente. Probablemente había un modo mejor de manejar la situación, pero es que…

Jenny movió la cabeza sobre la almohada, inquieta.

—La verdad es que yo tampoco estaba en buena forma.

«Domingo por la noche. Recordarle a Jenny los momentos en los que había sido feliz».

—Esa mañana, cuando usted bajó a la cocina, había sucedido algo —aventuré.

No me preguntó cómo lo sabía. Las fronteras de su vida se habían vuelto inestables y permeables desde hacía tanto tiempo que contar con otro intruso más no la inquietó.

—Sí. Fui a encender la tetera y, justo al lado, sobre la encimera, había una… una chapa. Como las que los niños llevan en las chaquetas, ¿sabe? «Yo voy a Jojo’s», se leía. Yo había tenido una chapa como aquella, pero hacía años que no la veía… Es probable que la tirara a la basura cuando nos mudamos a la casa nueva, ni siquiera lo recuerdo. Era imposible que hubiera estado ahí la noche antes. Yo había limpiado y ordenado la cocina antes de acostarme; estaba inmaculada. Era imposible.

—¿Cómo creyó que había llegado hasta allí?

El recuerdo le aceleró la respiración.

—No se me ocurría nada. Me quedé allí plantada como un fantasma, contemplándola boquiabierta. Pat también tenía una de aquellas chapas, así que intenté convencerme de que debía de haberla encontrado en algún rincón y la había dejado sobre la encimera para que yo la viera, como un gesto romántico, para recordarme los buenos tiempos y disculparse por lo espantoso en que todo se había convertido. Es el tipo de cosa que habría hecho antes… Pero él no conserva esa clase de recuerdos. Y, aunque hubiera sido así, habría estado guardada en una caja en el altillo. Y aquella estúpida malla seguía clavada a la trampilla, así que ¿cómo podía haberla bajado sin que yo me diera cuenta?

Jenny escrutaba mi rostro en busca de alguna partícula de duda.

—Le juro por Dios que no me lo imaginé. Puede comprobarlo. Envolví aquella chapa en un pañuelo de papel para no tener que tocarla y me la guardé en el bolsillo. Cuando Pat se despertó, rogué al cielo que comentara algo sobre aquello, por ejemplo: «¿Qué? ¿Has encontrado tu regalo?», pero no lo hizo. Así que la subí a mi dormitorio, la escondí en un jersey y la guardé en el último cajón de mi mesilla. Vaya a comprobarlo. Está ahí.

—Lo sé —le respondí en tono amable—. La hemos encontrado.

—¿Lo ve? ¿Lo ve? ¡Era real! De hecho yo…

Jenny bajó la cabeza para ocultarse de mí un instante; su voz, cuando comenzó a hablar de nuevo, sonaba apagada.

—De hecho, al principio, me pregunté si era real. Yo estaba… Ya le he explicado cuál era la situación. Pensé que quizá fueran imaginaciones mías. Así que me clavé el alfiler en el dedo, profundamente, y dejé que me sangrara durante un buen rato. Para asegurarme de que eso no podía ser producto de mi imaginación, ¿entiende? Durante todo el día, no fui capaz de pensar en nada más; me salté un semáforo en rojo cuando iba a recoger a Emma al colegio. Pero, cuando empezaba a temer que todo hubiera sido una alucinación, al menos podía mirarme el pulgar y decirme: «Vale, ninguna alucinación hace eso».

—Sin embargo, seguía usted muy alterada.

—Claro, por supuesto que lo estaba. Sólo se me ocurrían dos respuestas y ambas eran… ambas eran igual de malas. Pensé que quizá aquella persona había vuelto a colarse en nuestra casa y la había dejado allí, pero comprobé la alarma y estaba conectada; además, ¿cómo iba nadie a saber lo de Jojo’s? Tenía que haber sido alguien que había estado acechándome, que hubiera descubierto algo sobre mi vida y ahora quería que yo lo supiera… —Tembló—. Tuve la sensación de estar perdiendo la razón sólo por pensarlo. Esas cosas solamente pasan en las películas. La única alternativa que se me ocurría era que yo tuviera guardada esa chapa en algún sitio y hubiera hecho aquello sin saberlo: buscarla, encontrarla y dejarla en la cocina. Y no recordaba nada de eso. Y eso significaría…

Jenny clavó la vista en el techo y pestañeó para reprimir las lágrimas.

—Una cosa es ocuparse de las tareas cotidianas, las que haces con el piloto automático puesto, y olvidarte de ello… Ir de compras o darte una ducha, cosas que habrías hecho de cualquier modo. Pero hacer algo como desenterrar aquella chapa del recuerdo me parecía una locura sin sentido… Y, si había hecho eso, podía hacer cualquier cosa. Cualquier cosa. Una mañana podía levantarme, mirarme en el espejo y darme cuenta de que me había rapado la cabeza o me había pintado la cara de verde. O podía ir a recoger a Emma a la escuela un día y descubrir que ni la maestra ni el resto de las madres me dirigían la palabra, y no tendría ni idea de por qué.

Resollaba, se debatía en busca de cada respiración como si le hubieran arrebatado el aire.

—Y los niños. Dios mío, los niños. ¿Cómo se suponía que iba a protegerlos si ni siquiera sabía qué iba a hacer al segundo siguiente? ¿Cómo podía siquiera saber si estaba velando por su seguridad o si yo, yo…? Ni siquiera podía explicar qué era lo que tanto temía hacer, porque no lo descubriría hasta que hubiera sucedido. Pensar en ello me provocaba arcadas. Era como si pudiera notar aquella chapa en el piso de arriba, revolviéndose, intentando salir del cajón. Cada vez que me llevaba la mano al bolsillo, me aterrorizaba la posibilidad de encontrarla allí.

«Para recordarle los momentos en que había sido feliz». Conor, flotando en su fría burbuja de hormigón sin nada a lo que amarrarse, salvo las imágenes mudas y luminosas de los Spain moviéndose al otro lado de sus ventanas y la gruesa maroma de su amor por ellos: jamás había imaginado que su regalo pudiera ejercer justo el efecto contrario al que pretendía, que Jenny pudiera no reaccionar como él había previsto; que, con la mejor intención del mundo, pudiera hacer añicos el frágil andamiaje que la mantenía en pie.

—Entonces ¿por qué la primera vez que acudimos a visitarla me explicó que aquella noche había transcurrido con normalidad, que Pat y usted habían bañado a los niños, que Pat había hecho reír a Jack jugando con el vestido de Emma? —pregunté yo—. No era verdad.

Una lánguida sonrisa, torcida y amarga.

—Dios mío. Lo había olvidado. No quería que pensaran que estábamos… Debería haber sido Verdad. Son las cosas que solíamos hacer antes. Pero no: yo bañé á los niños y Pat se quedó en el salón. Me aseguró que tenía «grandes esperanzas» de que el animal asomara por el agujero que había junto al sofá. Tenía tantas esperanzas que ni siquiera cenó con nosotros, por si, entretanto, aquel agujero hacía algo asombroso. Alegó que no tenía hambre, que más tarde se prepararía un bocadillo o cualquier otra cosa. Cuando nos casamos, solíamos tumbarnos en la cama y hablar del futuro, de cuando tuviéramos hijos: qué aspecto tendrían, cómo los llamaríamos; Pat solía bromear imaginando a la familia reunida para cenar alrededor de la mesa, todas las noches, pasara lo que pasara, incluso cuando los niños se convirtieran en unos adolescentes insoportables y nos odiaran con todas sus fuerzas…

Jenny seguía mirando al techo y pestañeando con fuerza, pero se le escapó una lágrima que resbaló hasta los suaves cabellos que le cubrían la sien.

—Y allí estábamos —continuó—, con Jack golpeando la mesa con el tenedor y gritando: «¡Papi, papi, papi, ven aquí!» una y otra vez, porque Pat estaba en el salón, aún con el pijama puesto desde la noche anterior, mirando fijamente un agujero. Y Emma se tapaba los oídos con los dedos y le gritaba a Jack que se callara. Y yo ya ni siquiera intentaba que se calmaran, porque no me quedaban fuerzas. Tenía todo mi empeño dedicado a acabar aquel día sin cometer ninguna locura. Lo único que quería era dormir.

Richie y yo, en aquel primer registro a la luz de la linterna, iluminando el edredón arrugado que revelaba que alguien había estado en la cama cuando la situación se había torcido.

—Entonces bañó usted a los niños y los acostó. ¿Y luego…?

—También me metí en la cama. Oía a Pat moviéndose en la planta de abajo, pero no podía enfrentarme a él, no habría podido soportar escucharle decir lo que el animal estaba haciendo, aquella noche no, así que me quedé en el piso de arriba. Intenté leer un rato, pero era incapaz de concentrarme. Quería colocar algo delante del cajón donde estaba la chapa, algo pesado, pero sabía que era una locura. Así que, al final, apagué la luz e intenté conciliar el sueño.

Jenny se detuvo. Ninguno de los dos quería que prosiguiera.

—¿Y luego? —inquirí.

—Emma empezó a llorar. No sé qué hora era; yo daba cabezadas mientras esperaba a que Pat subiera y escuchaba lo que hacía en la planta de abajo. Emma siempre había tenido pesadillas, desde que era muy niña. Pensé que sería sólo eso, una pesadilla. Me desperté y fui a verla y la encontré sentada en la cama, muerta de miedo, horrorizada. Lloraba tanto que apenas podía respirar; intentaba decirme algo, pero era incapaz de articular palabra. Me senté en la cama y la abracé. Se aferró a mí, sollozando desconsolada, la pobrecita. Cuando se calmó un poco, le pregunté: «¿Qué sucede, cielo? Cuéntaselo a mamá y yo lo arreglaré». Y me dijo…

Jenny abrió la boca y tomó una honda bocanada de aire.

—Me dijo…: «Está en mi armario, mamá. Iba a salir a atraparme». Yo le pregunté: «¿Qué hay en tu armario, cariño?». Seguía pensando que era sólo una pesadilla, quizá una araña, porque a Emma le aterran las arañas. Pero me respondió: «¡El animal! Mamá, el animal, es el animal, se está riendo de mí con sus dientes…». Empezaba a desmoronarse de nuevo. Yo le dije: «Ahí no hay ningún animal; ha sido una pesadilla», y ella ululó, emitió un gemido tan agudo y espantoso que ni siquiera parecía humano. La agarré, la sacudí. Nunca antes había hecho algo así, jamás. Tenía miedo de que despertara a Jack, pero no era sólo eso. Estaba…

Jenny volvió a respirar profundamente.

—Yo también estaba asustada. Temía que la oyera y fuera a por ella. Yo sabía que no había nada, pero, aun así, con sólo imaginarlo… Tenía que hacer que Emma se callara antes de… Dejó de gemir, gracias al cielo, pero seguía llorando y aferrada a mí y señalaba con el dedo su mochila del colegio, que estaba tirada en el suelo, junto a la cama. Lo único que logré descifrar fue «ahí, ahí», así que encendí la lámpara de la mesilla de noche y vacié la mochila en el suelo. Cuando Emma vio esto…

Jenny sostuvo el dedo en alto sobre el dibujo.

—Cuando vio esto, dijo: «¡Esa cosa! ¡Mamá, esa cosa! ¡Está en mi armario!».

Había dejado de respirar con dificultad; su voz se había serenado, ralentizado y se había convertido en un suspiro de vida que rasgaba el denso silencio de la habitación.

—La lámpara de la mesilla de noche es muy pequeña y el dibujo estaba medio cubierto por las sombras. Lo único que veía eran los ojos y los dientes en la negritud —continuó explicando—. Aunque ya lo sabía, le pregunté: «¿Qué es esto, cielo?». Emma empezaba a recuperar la respiración, pero seguía teniéndola entrecortada. «El animal. El animal que papi quiere atrapar. Lo siento, mamá. Lo siento muchísimo…», me dijo. Yo entoné con mi voz más sensata: «No seas tonta, cariño. No tienes que disculparte por nada. Pero ya hemos hablado de ese animal. No es real, ¿recuerdas? Es sólo un juego al que papá está jugando. Sólo está un poco confundido. Ya lo sabes». Parecía estar destrozada. Emma es una niña muy sensible; las cosas que no comprende la desconciertan. Se arrodilló en la cama, me abrazó por el cuello y me susurró al oído, como si temiera que pudieran oírla: «Lo veo. Hace días que lo veo. Lo siento, mamá, he intentado no…». Quise morirme. Quise fundirme en un charco y empapar la moqueta. Yo, que había creído estar velando por su seguridad… Es lo único que había querido en la vida. Pero ese animal, esa cosa, lo había impregnado todo a nuestro alrededor. Estaba dentro de Emma, dentro de su cabeza. Si pudiera, habría matado a ese bicho, lo habría hecho con mis propias manos, pero no podía, porque no existía. Emma me decía: «Sé que me dijiste que no hablara de esto, pero la señorita Carey nos dijo que dibujáramos nuestra casa y me salió. Lo siento, lo siento…». Sabía que tenía que sacar a los niños de allí, pero no tenía adonde llevarlos. Aquella cosa había escapado, había logrado salir de nuestra casa y ahora estaba en todas partes. Ya no quedaba ningún refugio seguro. Y nada de lo que yo hiciera serviría, porque ya no confiaba en poder hacer nada a derechas.

Jenny apoyó las yemas de los dedos en el dibujo, con cuidado y con una especie de funesta maravilla: aquella cosa insignificante, aquella lámina de papel y ceras de colores había cambiado el mundo.

—Mantuve la calma y le dije a Emma: «Está bien, cielo. Sé que lo has intentado. Mamá se encargará de solucionarlo todo, ¿de acuerdo? Ahora ponte a dormir. Yo me quedaré aquí para que el animal no pueda atraparte. ¿Entendido?». Abrí su armario y revisé todos los rincones, para que viera que no había nada dentro. Volví a guardar sus cosas en la mochila de la escuela. Luego apagué la luz, me senté en la cama y la cogí de la mano, hasta que se quedó dormida. Tardó un rato, y de tanto en cuando abría los ojos para comprobar que yo seguía ahí; al final, exhausta de tanto llorar, cayó rendida. Entonces yo agarré aquel dibujo y bajé a hablar con Pat. Lo encontré sentado en el suelo de la cocina. Tenía la puerta del armario abierta, el armario en cuyo fondo había cavado un agujero, y estaba agazapado delante de él como un animal, como un gran animal a punto de abalanzarse sobre su presa. Tenía una mano dentro del armario, con la palma abierta sobre el estante. En la otra sostenía un jarrón, un jarrón de plata que mi madre nos había regalado por nuestra boda y que yo solía colocar en el alféizar de la ventana de nuestro dormitorio con un ramo de rosas, las mismas que las del ramillete de novia, como recordatorio del día de nuestro enlace… Pat lo tenía agarrado por el cuello, como si estuviera a punto de machacar algo con él. Y había un cuchillo en el suelo, junto a él, uno de esos cuchillos de cocina tan afilados que habíamos comprado cuando nos aficionamos a preparar las recetas de Gordon Ramsay, el chef de la tele. «Pero ¿qué haces?» le pregunté. Pat me contestó: «Calla y escucha». Agucé el oído, pero no oí nada. ¡Allí no había nada! Así que eso fue lo que le dije: «Ahí no hay nada». Pat soltó una carcajada; ni siquiera me miró, tenía la vista clavada en aquel armario y me dijo, me dijo: «Eso es lo que quiere que pienses. Está ahí, dentro de la pared, lo oigo y, si te callas un segundito, también lo oirás. Es un bicho muy inteligente, permanece en silencio hasta que estoy a punto de rendirme y justo entonces rasca un poquito, para mantenerme en alerta. Es como si se riera de mí. Pero no lo conseguirá. Yo soy más listo que él. Así que he decidido sacarle ventaja. Si él tiene planes, yo también los tengo. No voy a apartar la vista del premio. Estoy dispuesto a pelear». «Pero ¿de qué hablas, Pat?», le dije, y Pat, inclinado hacia mí, prácticamente entre susurros, como si creyera que aquella cosa podía entenderlo, me dijo: «Al fin me he dado cuenta de lo que quiere. Me quiere a mí. Y también quiere a los niños, y a ti, nos quiere a todos, pero, sobre todo, me quiere a mí. Eso es lo que persigue. No es de extrañar que no haya podido atraparlo antes, haciendo el idiota con mantequilla de cacahuete y una hamburguesa… Así que aquí estoy. Venga, hijo de puta, aquí estoy, ¡sal a por mí!». Le hacía señas con la mano para que se acercase, como un hombre que provoca a otro buscando camorra. «Puede olerme», continuó, «estoy tan cerca que casi puede saborearme, y se está volviendo loco. Es muy listo, eso sí, y también muy cauteloso, pero antes o después… No, antes, lo presiento, en cualquier momento, va a tener tantas ganas de saltar sobre mí que va a dejar de serlo. Va a perder el control y asomará la cabeza por ese agujero y me morderá la mano y entonces yo lo agarraré y bam, bam, bam, ahora ya no eres tan listo, ¿eh?, hijo de puta, ya no eres tan inteligente…».

El recuerdo la hacía temblar.

—Tenía la cara roja y cubierta de sudor —explicó—, los ojos desorbitados. Golpeaba con el jarrón una y otra vez, como si estuviera aplastando algo, enloquecido. Le grité que se callara, le dije: «Esto tiene que acabar. Ya me he hartado. Mira esto, mira…», y le puse el papel delante de la cara.

Jenny tenía las manos sobre el dibujo y lo presionaba sobre la manta.

—Intentaba no alzar la voz porque no quería despertar a los niños, no quería que vieran a su padre en aquel estado, pero supongo que grité lo suficiente para captar al menos la atención de Pat. Dejó de blandir el jarrón, agarró el dibujo, lo contempló impasible durante un rato y luego preguntó: «¿Qué pasa?». Yo le contesté: «Lo ha dibujado Emma, en la escuela». Seguía mirándome: «¿Y qué problema hay?», quiso saber. Sentí unas ganas terribles de chillarle. Pat y yo no solemos discutirnos a gritos, no somos así… no éramos así. Pero seguía allí agachado, mirándome como si aquello fuera de lo más normal, y no pude contenerme… Apenas podía soportar mirarlo. Me arrodillé a su lado en el suelo y le dije: «Pat, escúchame. Tienes que escucharme. Esto tiene que acabar ahora mismo. Ahí no hay nada. Nunca ha habido nada. Antes de que los niños se despierten mañana por la mañana, habrás sellado todos y cada uno de estos malditos agujeros; voy a llevarme estos puñeteros monitores a la playa y los arrojaré al mar. Y luego nos olvidaremos de todo este asunto y no volveremos a mencionarlo nunca, nunca jamás». Creí haber zanjado el tema de una vez por todas. Pat dejó el jarrón el suelo, sacó la mano que utilizaba como cebo del armario, se inclinó hacia mí y me agarró de las manos. Pensé que…

Una respiración rápida la sorprendió con la guardia baja y todo su cuerpo vibró.

—Sus manos tenían un tacto tan cálido… Eran tan fuertes como siempre, las manos que conocía desde que éramos unos adolescentes. Me miraba a los ojos, volvía a parecer Pat. Por un instante, creí que todo estaba bien. Creí que Pat iba a darme un abrazo, un largo abrazo, y que luego encontraríamos el modo de arreglar aquellos agujeros juntos, nos acostaríamos y dormiríamos abrazados. Y algún día, cuando fuéramos viejecitos, nos reiríamos de aquella locura. Le prometo que lo creí de verdad.

El dolor que transmitía su voz era tan intenso que tuve que desviar la mirada para no ver cómo la desgarraba ante mis ojos, para no ver la negritud que se abría paso hasta el centro de la tierra. Burbujas en la pintura de magnolias de la pared. Hojas rojas repiqueteando y rascando la ventana.

—Sin embargo, Pat dijo: «Jenny, amor mío, mi mujercita adorable, sé que en los últimos tiempos he sido un marido desastroso. Soy perfectamente consciente, créeme. No he sido capaz de cuidar de ti, no he sido capaz de cuidar de los niños y vosotros habéis estado a mi lado mientras yo me quedaba aquí sentado y dejaba que nos hundiéramos cada vez más en el fango». Intenté explicarle que no tenía nada que ver con el dinero, que el dinero había dejado de ser importante, pero no me dejaba hablar. Sacudió la cabeza y continuó: «Ssshhh. Espera. Necesito decirte esto, ¿de acuerdo? Sé que no os merecéis vivir así. Tú te mereces toda esa ropa bonita que tanto te gusta y todas las cortinas caras del mundo. Emma se merece ir a clases de danza. Y Jack, entradas para los partidos del Manchester United. Y me mata no poder ofreceros todas esas cosas. Pero, esto, esto al menos sí que puedo hacerlo. Puedo atrapar a ese capullo. Lo disecaremos y lo colgaremos en la pared del salón. ¿Qué opinas?». Me acariciaba el pelo, la mejilla, me sonreía, ¡me estaba sonriendo!, parecía verdaderamente feliz. Alegre, como si la respuesta a todos nuestros problemas resplandeciera justo delante de él y él supiera exactamente cómo darle alcance. Continuó: «Confía en mí. Por favor. Por fin sé lo que estoy haciendo. Nuestra preciosa casa, Jen, volverá a ser un lugar seguro. Y los niños volverán a estar seguros. No te preocupes, cariño. Todo va bien. No dejaré que esta cosa os atrape».

La voz de Jenny temblaba salvajemente; aferraba las sábanas con los puños cerrados.

—Yo no sabía cómo decírselo —siguió relatando—, no sabía cómo decirle que eso era justamente lo que estaba haciendo: dejar que aquella cosa, aquel animal, aquella invención estúpida y loca nacida de su imaginación y nunca había estado allí, devorara vivos a Jack y a Emma. Cada segundo que permanecía sentado mirando aquel agujero le ofrecía otro bocado de sus mentes. Si no quería que se los arrebatara, lo único que tenía que hacer era despertar de una vez, ¡maldita sea! ¡Arreglar los agujeros! ¡Y soltar el maldito jarrón!

Hablaba con una voz tan ronca por el dolor, por las lágrimas y por la histeria creciente que me costaba descifrar sus palabras. Quizá otra persona le habría dado unas palmaditas en el hombro y le habría dicho exactamente lo que necesitaba oír. Pero yo no era capaz de tocarla. Cogí el vaso de agua que había en la mesilla de noche y se lo ofrecí. Jenny enterró la cara en él, se atragantó y tosió hasta que consiguió beber un poco de agua y aquellos espantosos ruidos remitieron.

—Así que me senté allí a su lado, en el suelo —dijo, mirando el vaso—. Hacía un frío de muerte, pero no era capaz de ponerme en pie. Estaba demasiado mareada, más que nunca, todo parecía deslizarse e inclinarse. Pensé que, si intentaba incorporarme, me caería de bruces y me estamparía la cabeza contra uno de los armarios, y no podía permitir que eso ocurriera. Creo que permanecimos allí sentados un par de horas, no lo sé. Yo seguí aferrándome a esta cosa —el dibujo, salpicado ahora con gotas de agua—, mirándolo fijamente. Me aterrorizaba pensar que, si dejaba de mirarlo, aunque fuera por un segundo, olvidaría que había existido y entonces me olvidaría también de que necesitaba hacer algo al respecto.

Se secó la cara, de agua o de lágrimas, no supe discernirlo.

—Yo no dejaba de pensar en la chapa de Jojo’s que había en mi cajón —añadió—, en lo felices que habíamos sido entonces y en que seguramente fuera eso lo que me había llevado a recuperarla de alguna caja, porque intentaba encontrar un momento feliz. Lo único en lo que podía pensar era: «¿Cómo hemos llegado hasta aquí?». Me pareció que Pat y yo teníamos que haber hecho algo para que sucediera y, si lograba descubrir qué era, quizá podría cambiarlo y hacer que todo fuera diferente. Pero no lo descubrí. Me acordé de la primera vez que nos besamos, a los dieciséis años; fue en la playa de Monkstown, un atardecer de verano luminoso y cálido, con la brisa acariciándome los brazos. Estábamos sentados en una roca, charlando, y Pat se inclinó sobre mí y… Revisé cada momento que fui capaz de recordar, todos y cada uno de ellos, pero no encontraba nada, no lograba entender cómo, desde nuestro punto de partida, habíamos llegado hasta allí, hasta el suelo de aquella cocina.

Se había sosegado. Tras la fina cortina dorada de sus cabellos, su rostro estaba en calma, reconcentrado. Hablaba con voz firme. Era yo quien estaba asustado.

—Todo me parecía tan extraño… —explicó Jenny—. Tenía la sensación de que la luz se hacía cada vez más brillante, hasta acabar convirtiéndose en reflectores que iluminaban desde todas partes; o como si mis ojos hubieran estado enfermos desde hacía meses, como si una especie de neblina me los hubiera empañado y, de repente, se hubiera desvanecido y vieran de nuevo. Todo parecía tan resplandeciente y pulcro que dolía, todo era tan bonito… Cosas normales como el frigorífico, la tostadora o la mesa se me antojaban hechas de luz, flotantes, como si fueran objetos angelicales que pudieran disgregar los átomos de tu cuerpo si los tocabas. Y entonces yo también empecé a flotar, me elevaba sobre el suelo y sabía que tenía que hacer algo enseguida, antes de salir volando a través de aquella ventana y dejar que los niños y Pat quedaran a merced del animal que iba a devorarlos vivos. «Pat, tenemos que salir ahora mismo», le dije, o al menos eso creo, no estoy segura. En cualquier caso, no me oyó. Tampoco se dio cuenta de que me ponía en pie y salía de la cocina… Le estaba susurrando algo a aquel agujero, no oí qué… Me costó una eternidad subir las escaleras, porque mis pies flotaban sobre el suelo y no podía avanzar; allí estaba, suspendida, intentando ascender a cámara lenta. Sabía que debería estar asustada porque no iba a llegar a tiempo, pero no lo estaba: no sentía nada, sólo me notaba entumecida y triste. Muy triste.

El delgado hilillo ensangrentado de su voz serpenteando a través de la oscuridad de la noche hasta su monstruoso corazón. Las lágrimas se habían detenido: aquel lugar quedaba mucho más allá del llanto.

—Les besé, a Emma y a Jack, y les dije: «No pasa nada. No pasa nada. Mamá os quiere mucho. Ahora voy. Esperadme. Me reuniré con vosotros en cuanto pueda».

Quizá debería haberla obligado a decirlo, pero no podía abrir la boca. El zumbido era como una sierra de calar chirriándome en el cráneo; si me movía, si respiraba, haría que estallara en un millón de pedazos. Mi mente se sacudía en busca de algo más, en busca de cualquier cosa: Dina, Quigley, Richie blanco como el papel.

—Pat seguía en el suelo de la cocina. El cuchillo estaba justo ahí, a su lado. Lo cogí, se volvió para mirarme y se lo clavé en el pecho. Se puso en pie y dijo: «¿Qué…?». Se miraba el pecho y parecía tan sorprendido que no acertaba a entender qué había ocurrido, no lograba comprenderlo. Le dije: «Pat, tenemos que irnos», y volví a hacerlo. Entonces él me agarró por las muñecas y peleamos, por toda la cocina. Él intentaba no hacerme daño, sólo sujetarme, pero era mucho más fuerte que yo y tenía miedo de que me hiciera soltar el cuchillo, así que no dejaba de propinarle patadas mientras le gritaba: «Pat, deprisa, tenemos que darnos prisa…». Él repetía: «Jenny, Jenny, Jenny» y volvía a parecer el mismo Pat de siempre, me miraba como siempre lo había hecho, era espantoso, ¿por qué no me había mirado así antes?

O’Kelly. Geri. Mi padre. Desenfoqué la vista hasta que Jenny se convirtió en un borrón blanco y dorado. Su voz continuó resonando en mis oídos con una nitidez inclemente, como un delgado hilo que me impulsaba a continuar y me horadaba por dentro.

—Había sangre por todas partes. Noté que se estaba debilitando, pero yo también… Estaba tan cansada… Le dije: «Por favor, Pat, por favor, para, tenemos que ir a buscar a los niños, no podemos dejarlos solos» y se quedó helado, se detuvo en mitad del suelo y me miró. Oía a ambos respirar con aquellos sonoros y espantosos estertores, en busca de aire. Pat dijo, su voz, Dios mío, el sonido de su voz, dijo: «Dios mío, ¿qué has hecho?». Sus manos se aflojaron y me soltaron las muñecas. Me zafé de él y volví a clavarle el cuchillo. Ni siquiera se dio cuenta. Empezó a caminar hacia la puerta de la cocina, pero cayó de bruces. Cayó. Por un segundo, intentó arrastrarse. Pero se detuvo.

Jenny cerró los ojos un instante. Yo también. La única esperanza que había albergado para Pat, lo único que había deseado, era que no hubiera llegado a saber lo de los niños.

—Me senté a su lado y me clavé el cuchillo en el pecho y luego en el estómago, pero no funcionó —continuó Jenny—. Tenía las manos… Me resbalaban y temblaba tanto que no tenía fuerza suficiente. Lloraba. Intenté clavármelo en la cara y en la garganta, en todas partes, pero no podía: mis brazos se habían convertido en gelatina. Ni siquiera podía sentarme. Estaba tumbada en el suelo, pero seguía estando allí. Yo… Oh, Dios mío.

El estremecimiento le agarrotó el cuerpo entero.

—Pensé que iba a quedarme allí para siempre. Pensé que los vecinos habrían oído cómo nos peleábamos y habrían llamado a la policía y que vendría una ambulancia y… Nunca he estado tan asustada. Nunca. Nunca.

Estaba rígida, con la vista clavada en los pliegues y los valles de aquella manta raída, viendo no sabía qué.

—Recé —continuó—. Sabía que no tenía derecho a hacerlo, pero lo hice de todos modos. Pensé que quizá Dios me fulminaría por mi atrevimiento, pero eso era precisamente lo que imploraba. Rogué a la Virgen María, pensé que ella me entendería. Dije un Ave María. No me acordaba de las palabras, hacía mucho que no lo recitaba, pero aun así recé los fragmentos que me vinieron a la memoria. No dejaba de repetir «por favor» una y otra vez, «por favor».

—Y entonces llegó Conor —dije.

Jenny levantó la cabeza y me miró, confusa, como si hubiera olvidado mi presencia. Al cabo de un momento, negó con la cabeza.

—No. Conor no hizo nada. No he visto a Conor desde, desde hace años…

—Señora Spain, tenemos pruebas que indican que estuvo en su casa aquella noche. Podemos demostrar que usted no se infligió algunas de las heridas. Y eso induce a pensar que parte del ataque recaiga en Conor. Ahora mismo está a punto de ser acusado de tres asesinatos y un intento de homicidio. Si quiere evitarle problemas, lo mejor que puede hacer por él es explicarme exactamente qué ocurrió.

Me sentía incapaz de imprimir contundencia a mi voz. La notaba presa de una especie de lucha submarina, ralentizada, recelosa; ambos estábamos demasiado exhaustos para recordar por qué nos peleábamos, pero continuamos adelante, porque era lo único que podíamos hacer.

—¿Cuánto tardó en llegar? —pregunté.

Jenny estaba más cansada que yo. Su lucha se agotó antes que la mía.

Transcurrido un momento, desvió la mirada de nuevo y respondió:

—No lo sé. Parecieron siglos.

Salir del saco de dormir, descender por el andamio, saltar la tapia, recorrer el jardín y sacar la llave para abrir la puerta trasera: un minuto, a lo sumo dos. Conor debía de estar dormitando, acurrucado en su cálido saco de dormir, con la certeza de que las vidas de los Spain navegaban con buen rumbo a sus pies, en su resplandeciente barquito. Quizá la pelea lo despertara: los chillidos ahogados de Jenny, los gritos de Pat, los leves golpes secos de los muebles al caer. Me pregunté qué habría visto al inclinarse sobre aquel alféizar, entre bostezos, frotándose los ojos, y cuánto tiempo habría tardado en comprender lo que estaba sucediendo y darse cuenta de que era lo bastante real como para hacer añicos la pared de cristal que lo había mantenido alejado de sus mejores amigos durante tanto tiempo.

—Debió de entrar por la puerta trasera —conjeturó Jenny—; noté el viento sobre mi cuerpo cuando se abrió. Olía a mar. Me levantó del suelo y apoyó mi cabeza sobre su regazo. Me pareció oír un sonido, un gemido, un lamento, como el de un perro atropellado. Al principio ni siquiera lo reconocí. Estaba muy delgado y muy pálido y tenía un aspecto espantoso, el rostro desfigurado, ni siquiera parecía humano. Pensé que era otra cosa, un ángel enviado en respuesta a mis plegarias, tal vez, o un monstruo horrible salido del mar. Entonces dijo: «Dios mío, Jenny, Dios mío, ¿qué ha pasado?». Y tenía la misma voz de siempre, la misma que cuando éramos críos.

Se señaló el estómago con un gesto vago.

—Tiraba de mí, aquí, me tiraba del pijama. Supongo que intentaba ver… Estaba cubierto de sangre, pero yo no entendía por qué, porque no me dolía nada. Le dije: «Conor, ayúdame, tienes que ayudarme». Al principio no lo entendió. Me dijo: «Está bien, está bien, llamaré a una ambulancia», e hizo amago de ir a buscar el teléfono, pero yo grité, lo agarré y grité: «¡No!», hasta que se detuvo.

La uña que se había roto mientras Emma luchaba por su vida, que se había enganchado un instante en la lana rosa de su almohada bordada y finalmente se había desgarrado en el grueso tejido del jersey de Conor. Ni él ni Jenny se habían dado cuenta. ¿Cómo iban a hacerlo? Y más tarde, en su casa, cuando Conor se había desprendido de sus ropas ensangrentadas y las había tirado al suelo, no había visto aquella uña caer en la alfombra. Era imposible. Debía de estar cegado, destrozado, rezando por que algún día pudiera ver algo más que aquella cocina.

—Yo le dije: «No lo entiendes. Nada de ambulancias. No quiero una ambulancia» —prosiguió Jenny—. Y Conor me decía: «Te pondrás bien enseguida, ya lo verás, ellos te curarán». Me estrechaba entre sus brazos, mi rostro apretado contra su jersey… Tuve la sensación de que tardaba una eternidad en poder soltarme lo suficiente como para poder hablar con él.

Jenny seguía con la mirada perdida, pero tenía los labios separados, flácidos como los de un niño, y su rostro parecía casi sereno. Para ella, la peor parte había pasado; aquello se le había antojado un final feliz.

—Ya no estaba asustada. Sabía exactamente lo que tenía que hacer, como si estuviera escrito ante mis ojos. El dibujo estaba en el suelo, aquel horrible dibujo de Emma, y le dije: «Quita esa cosa de ahí. Guárdatela en el bolsillo y quémala cuando llegues a casa». Conor se lo metió en el bolsillo; no creo siquiera que lo mirara, se limitó a hacer lo que le pedí. Si alguien hubiera encontrado aquel dibujo podría haber adivinado lo sucedido, como usted, y yo no quería que nadie lo adivinara, ¿entiende? Pensarían que Pat estaba loco. Y no se lo merecía.

—No —repliqué—. Claro que no.

Pero cuando Conor encontró aquel dibujo, más tarde, en casa, no fue capaz de quemarlo. El último mensaje de su ahijada: lo había conservado como un último recuerdo.

—Entonces —continuó Jenny—, entonces le dije lo que necesitaba que hiciera. Le dije: «Ten, ten el cuchillo, hazlo, Conor, por favor, tienes que hacerlo». Y le puse el cuchillo en la mano. Sus ojos. Miró el cuchillo y luego me miró como si me tuviera miedo, como si yo fuera la cosa más aterradora que había visto en su vida. Me dijo: «No piensas con claridad», pero yo insistí: «Sí, de verdad. Sí». Intenté gritarle de nuevo, pero lo único que me salió fue un susurro. Le dije: «Pat está muerto, lo he apuñalado y está muerto…». Él me preguntó: «Pero ¿por qué, Jenny? Dios, ¿qué ha pasado?».

Jenny emitió un doloroso sonido, como un arañazo, un remedo de risa.

—Si hubiéramos dispuesto quizá de un mes o dos, entonces… Pero me limité a decirle: «Nada de ambulancias. Por favor». Conor dijo: «Espera. Espera un momento. Por favor», me tendió en el suelo y se acercó a rastras hasta el cuerpo de Pat. Le volvió la cabeza e hizo algo, no recuerdo qué, intentó abrirle los ojos, tal vez. No dijo nada, pero le vi la cara, vi su mirada y lo supe, y me alegré.

Me pregunté cuántas veces habría rememorado Conor aquellos minutos, con la vista fija en el techo de su celda, cambiando algún aspecto minúsculo cada vez: «Si no me hubiera quedado dormido… Si me hubiera levantado en cuanto oí ruidos… Si hubiera corrido más deprisa… Si hubiera sido más hábil metiendo la llave en la cerradura…». Si hubiera llegado a aquella cocina unos minutos antes, habría tenido tiempo de salvar a Pat, al menos.

—Pero entonces —continuó Jenny— Conor… empezó a intentar ponerse en pie. Pretendía agarrarse a la mesa del ordenador, pero volvía a caerse, como si resbalara en la sangre o estuviera mareado, pero supe que quería alcanzar la puerta de la cocina. Quería ir al piso de arriba. Lo agarré, lo agarré por la pernera del pantalón y le dije: «No. No subas. También están muertos. Tenía que sacarlos de aquí». Conor cayó de rodillas y agachó la cabeza, pero lo escuché decir: «Dios mío…».

Hasta ese momento, Conor debía de pensar que se trataba de una pelea doméstica que había derivado por un cauce espantoso, que el amor sepultado bajo toneladas de presión se había transformado en algo duro como el diamante que cortaba la carne y el hueso. Quizá incluso llegó a pensar que Jenny había actuado en defensa propia, que Pat finalmente se había vuelto loco y la había atacado. Pero cuando ella le habló de los niños, ya no quedó espacio para los interrogantes, para el consuelo, para ambulancias, para médicos ni para mañanas.

—Le imploré: «Necesito estar con los niños. Necesito estar con Pat. Por favor, Conor, sácame de aquí». La garganta de Conor emitió un sonido, como un acceso de tos quizá, o como si fuera a vomitar. Me dijo: «No puedo». Su voz delataba que deseaba que todo aquello fuera una pesadilla, como si estuviera buscando un modo de despertarse y escapar. Conseguí acercarme a él. Tuve que arrastrarme; tenía las piernas entumecidas, temblorosas. Lo agarré por la muñeca y le dije: «Conor, tienes que hacerlo. No puedo quedarme aquí. Date prisa, por favor».

La voz de Jenny se apagaba, era poco más que un destello ronco de sonido; se le agotaban las fuerzas.

—Se sentó junto a mí y me volvió la cabeza para apoyarme de nuevo la cara contra su pecho. Me dijo: «Está bien. Está bien. Cierra los ojos». Me acariciaba los cabellos. Yo le dije: «Gracias» y cerré los ojos.

Jenny extendió las manos sobre la manta, con las palmas hacia arriba.

—Eso es todo —concluyó sin más.

Conor había creído que aquello era lo último que haría nunca por Jenny. Pero antes de marcharse, había hecho dos últimas cosas por Pat: borrar el historial del ordenador y llevarse las armas homicidas. Ciertamente, había hecho un trabajo rápido y no muy eficaz; cada segundo que Conor permaneció en aquella casa le había hecho trizas la mente. Pero había sabido que, si leíamos la espiral de locura en aquel ordenador y sin otras pruebas de que nadie más hubiera estado en aquella casa, nunca hubiéramos mirado más allá de Pat.

Seguramente también sabía que, si dejaba que toda la culpa recayera en Pat, él habría salido indemne, si es que su situación podía calificarse como tal. Pero Conor había creído lo mismo que yo: que no era justo. Había perdido la oportunidad de salvar la vida que Pat debería haber tenido. Y, en su lugar, se había puesto en el punto de mira para evitar que aquellos veintinueve años quedaran marcados por una mentira.

Cuando fuimos a por él, Conor decidió confiar en su silencio, en sus guantes, en la esperanza de que no pudiéramos demostrar nada. Entonces yo le había explicado que Jenny estaba viva y, antes de que yo la forzara a contarme la verdad, él había hecho aún otra cosa más por ella. Probablemente, una parte de él había agradecido aquella oportunidad.

—¿Lo ve? —dijo Jenny—. Conor sólo hizo lo que yo le pedí que hiciera.

Su mano se movía con dificultad sobre la manta, en mi dirección, y su voz transmitía cierta urgencia.

—Él la atacó. Intentó matarla. Y eso es un delito. El consentimiento no sirve para defenderse de un intento de asesinato.

—Pero yo lo obligué a hacerlo. No pueden meterlo en la cárcel por eso.

—Eso depende —respondí—. Si usted testifica ante un tribunal, existen muchas posibilidades de que Conor quede en libertad. Los jurados son humanos; a veces interpretan las reglas a su modo y se rigen por lo que les dicta la conciencia. Si usted me proporcionara una declaración oficial, probablemente podría hacer algo con ella. Sin embargo, en estos momentos contamos sólo con las pruebas y la confesión de Conor. Y eso lo convierte en autor de un triple asesinato.

—¡Pero él no ha matado a nadie! Ya le he explicado lo que sucedió. Usted me dijo que si se lo contaba…

—Usted me ha contado su versión y Conor la suya. Las pruebas no descartan a ninguno de los dos y Conor es el único dispuesto a declarar. Eso implica que su versión tiene mucho más peso que la de usted.

—Pero usted me cree, ¿verdad? Si usted me cree…

Su mano había alcanzado la mía. Se agarró a mis dedos como un niño. Los suyos estaban terriblemente fríos y eran tan delgados que noté el movimiento de los huesos.

—Que yo la crea o no es irrelevante —respondí—. Yo no soy un miembro del jurado; no tengo el privilegio de actuar según me dicta la conciencia. Mi trabajo es atenerme a las pruebas. Si no desea que Conor vaya a la cárcel, señora Spain, deberá acudir a juicio para salvarlo. Después de lo que él hizo por usted, considero que se lo debe.

Me escuché a mí mismo: sonaba pomposo, pretencioso, insípido, el tipo de gilipollas engreído que se dedica a aleccionar a sus compañeros de clase sobre los efectos nocivos del alcohol y cuya cabeza acaba siempre estampada contra las puertas de las taquillas. De haber creído en maldiciones, pensaría que aquella era la mía: cuando más importa, en aquellos momentos en los que sé exactamente y con una claridad cristalina qué hay que hacer, no digo más que sandeces.

—Conor estará bien —dijo Jenny, no sé si dirigiéndose a las máquinas, las paredes y el aire de la habitación o a mí.

Seguía planeando su suicidio.

—Señora Spain —le dije—. Entiendo la situación por la que está usted atravesando. Probablemente no me crea, pero le juro por lo más sagrado que es verdad. Entiendo lo que pretende hacer. Pero aún hay personas que la necesitan. Todavía le quedan cosas por hacer. No puede abandonarlas. Son suyas.

Por un instante, pensé que Jenny me había escuchado. Sus ojos se posaron en los míos, desconcertados y transparentes, como si en aquel momento hubiera atisbado un destello del mundo que seguía girando fuera de aquella habitación sellada: niños a quienes la ropa se les quedaba pequeña y ancianos que olvidaban antiguas heridas, amantes que se reunían y se separaban, mareas que erosionaban las rocas para convertirlas en arena y hojas que caían y cubrían las semillas que germinaban en las profundidades de la fría tierra. Por un instante pensé que, milagrosamente, había encontrado las palabras adecuadas.

Luego desvió los ojos y retorció la mano para soltarse; hasta entonces no me había dado cuenta de que se la estaba apretando tanto que le hacía daño.

—No entiendo qué hacía Conor allí —dijo—. Cuando me desperté en esta habitación, cuando empecé a recordar lo ocurrido, pensé que probablemente nunca hubiera estado en mi casa, que fue una alucinación mía. De hecho, es lo que pensaba hasta que usted lo ha mencionado. ¿Qué estaba…? ¿Cómo llegó allí?

—Había estado pasando mucho tiempo en Brianstown. Cuando vio que Pat y usted tenían problemas, acudió en su ayuda.

Vi que las piezas empezaban a encajar, lenta y dolorosamente.

—La chapa —dijo Jenny—. La chapa de Jojo’s. ¿Fue…? ¿Fue cosa de Conor?

No me quedaba espacio mental para determinar qué respuesta le sentaría mejor, cuál sería la menos cruel. El instante de silencio le reveló todo cuanto necesitaba saber.

—Oh, Dios. Y yo que pensé…

Una respiración ahogada, rápida, como un niño al hacerse daño.

—¿Era Conor el intruso?

—Eso no puedo revelárselo.

Jenny asintió. La intensidad de la lucha había consumido sus últimas fuerzas; ni siquiera parecía poder moverse. Al cabo de un rato, dijo con voz queda:

—Pobre Conor.

—Sí —convine—. Supongo que sí.

Permanecimos allí sentados un largo rato. Jenny no habló ni me miró; había acabado. Recostó la cabeza en las almohadas y observó el recorrido de sus dedos sobre las arrugas de la sábana, despacio, a un ritmo constante, una y otra vez. Al cabo de un rato, cerró los ojos.

Dos mujeres pasaron charlando y riendo por el pasillo, sus zapatos repiqueteando con brío en el suelo embaldosado. Me dolía la garganta de respirar aquel aire tan seco. Al otro lado de la ventana, la luz había cambiado; no recordaba haber oído la lluvia, pero las hojas tenían ahora un tono oscuro, estaban empapadas y temblaban recortadas contra un cielo moteado y sombrío. Jenny dejó caer la cabeza a un lado. Su pecho se agitaba con pequeños estremecimientos entrecortados, hasta que, poco a poco, el ir y venir de su respiración logró sosegarlos.

Sigo sin saber por qué permanecí allí. Quizá mis piernas se negaran a andar o quizá temiera dejar a Jenny sola, o quizá una parte de mí aún esperara que se quedara dormida y murmurara la contraseña secreta que descifraría el código, la magia que convertiría aquella nube de grises borrosos en blanco y negro y me revelaría el sentido de todo aquello.