Capítulo 11
El teléfono me arrancó de las profundidades marinas del sueño. Emergí a la realidad buscando aire y sacudiendo manos y pies; por un instante, atribuí aquel aullido a la alarma antiincendios informándome de que Dina estaba encerrada en mi piso entre llamas cada vez más altas.
—Kennedy —me presenté, cuando mi mente logró centrarse.
—Quizá no tenga nada que ver con su caso, pero me dijo que lo llamara si encontraba algo en algún foro. Sabe lo que es un mensaje privado, ¿verdad?
El fulano aquel, el técnico informático: Kieran.
—Más o menos —respondí yo.
El dormitorio estaba a oscuras; podría haber sido cualquier hora del día o de la noche. Rodé sobre mi espalda y busqué a tientas la lámpara de la mesilla de noche. El destello súbito de luz me apuñaló en los ojos.
—De acuerdo. Algunos foros permiten configurar las preferencias para que, en caso de recibir un mensaje privado, se remita una copia al correo electrónico personal. Pat Spain (podría haber sido Jennifer, pero yo parto del supuesto de que fue Pat, ya verá por qué) tenía ese parámetro activado al menos en un foro. Nuestro programa ha recuperado un mensaje privado que entró a través de Wildwatcher[8]. De ahí la «WW» del fichero de contraseñas: tiene que corresponder a esto y no a World of Warcraft[9].
Al parecer, Kieran trabaja al relajante son de música house sincopada. La cabeza me palpitaba.
—El remitente es un tipo llamado Martin y lo envió el trece de junio. El mensaje dice, cito textualmente: «No pretendo entrar en discusiones, pero te aconsejo que, si es un visón, eches veneno, sobre todo si tienes críos. Esos bichejos son malvados (escrito con b). No tendrían problemas en saltar sobre un niño». ¿Hay algún visón involucrado en el caso?
Mi despertador marcaba las diez y diez. Suponiendo que aún fuera jueves por la mañana, había dormido menos de tres horas.
—¿Has echado un vistazo a la web de Wildwatcher?
—No, he estado haciéndome la pedicura. Pues claro que la he comprobado. Es una web donde los usuarios hablan de los animales salvajes que han visto. Bueno, no tan «salvajes». Es un foro ubicado en el Reino Unido, así que, principalmente, estamos hablando de bichos como zorros urbanos y cosas por el estilo. La gente se pregunta por qué hay un pajarillo marrón anidado en su glicina y cosas así. He realizado una búsqueda por «visón» y me ha aparecido un hilo iniciado por un usuario llamado Pat-el-colega en la mañana del doce de junio. Era un usuario nuevo; todo apunta a que se registró expresamente para colgar su pregunta. ¿Quiere que se la lea?
—Ahora mismo estoy ocupado —respondí.
Tenía los ojos como si me los hubieran restregado con arena, y también la boca.
—¿Puedes enviarme el enlace por correo electrónico?
—Desde luego. ¿Qué quiere que haga con Wildwatcher? ¿Quiere que revise el foro por encima o a fondo?
—Por encima. Si nadie molestó a Pat-el-colega, puedes continuar con otra cosa, al menos por ahora. A esa familia no la mató un visón.
—Por mí perfecto. Nos vemos, colega.
Antes de colgar, oí que Kieran subía la música a un volumen capaz de perforarte los tímpanos.
Me di una ducha rápida, graduando el agua cada vez más fría hasta que mis ojos empezaron a enfocar de nuevo. La imagen de mi rostro en el espejo me irritó: tenía un aspecto deprimente y caviloso, como un hombre con los ojos puestos en el premio, no como un tipo cuyo premio estaba a buen recaudo en su vitrina. Cogí mi ordenador, un vaso grande de agua y algunas piezas de fruta (Dina había mordisqueado una pera, había cambiado de opinión y había vuelto a meterla en el frigorífico), y me senté en el sofá para echar un vistazo al foro de Wildwatcher. Pat-el-colega se había registrado a las 9.23 h del 12 de junio y había iniciado aquel hilo de consulta a las 9.35 h. Era la primera vez que lo escuchaba hablar. Parecía un buen tipo: práctico, directo al grano y capaz de exponer los hechos con claridad.
«Hola, amigos, tengo una pregunta. Vivo en la costa este de Irlanda, junto al mar, si eso supone alguna diferencia. En las últimas semanas he estado oyendo unos ruidos extraños en el desván. Correteos, muchos arañazos y un sonido que sólo puedo describir como un golpeteo y un tictac, como si algo duro rodase por el suelo. He subido a echar un vistazo, pero no he hallado rastro de ningún animal. Detecto un ligero olor difícil de describir, como ahumado o almizclado, pero podría tratarse de algo relacionado con la casa (las tuberías, por ejemplo, si se han recalentado). He encontrado un agujero bajo el alero que conduce al exterior, pero sólo mide doce por siete centímetros. Y, a juzgar por el ruido, diría que se trata de algo más grande que eso. He inspeccionado el jardín, pero no he encontrado rastro de ninguna madriguera ni de ningún agujero que algún animal hubiera podido excavar bajo la tapia (mide un metro y medio de altura). ¿Alguien tiene idea sobre qué puede ser o alguna sugerencia acerca de qué hacer al respecto? Tengo hijos pequeños, de manera que, si puede ser peligroso, necesito saberlo. Gracias».
El foro de Wildwatcher no era un hervidero de acción, pero la consulta de Pat no había pasado desapercibida: tenía más de cien respuestas. Las primeras le decían que tenía ratas o, posiblemente, ardillas, y le aconsejaban que contratara los servicios de un exterminador. Se había vuelto a conectar un par de horas más tarde para responder:
«Gracias a todo el mundo, pero creo que se trata de un solo animal. Nunca oigo ruidos en más de un punto al mismo tiempo. No creo que sea una rata o una ardilla; es lo que pensé al principio, pero puse una trampa para ratones con un pedazo grande de mantequilla de cacahuete y no conseguí atraparlo; mucha acción durante la noche, pero la trampa permanecía intacta por la mañana. ¡Así que se trata de un bicho al que no le gusta la mantequilla de cacahuete!».
Alguien le preguntaba a qué hora del día estaba más activo el animal. Esa noche, Pat contestó:
«Al principio sólo lo oíamos por la noche, después de acostarnos, pero tal vez fuera porque durante el día no le prestábamos atención. Hace más o menos una semana empecé a fijarme y se oye a todas horas del día y de la noche, sin un patrón establecido. En los últimos tres días he notado que el ruido aumenta mucho cuando mi mujer cocina, sobre todo carne; el bicho se vuelve loco. Es sinceramente espeluznante. Esta noche estaba preparando la cena (estofado de ternera) y yo estaba con los críos en la habitación, de mí hijo, que está justo encima de la cocina. Esa cosa escarbaba y golpeaba como si intentara atravesar el techo por encima de la cama de mi hijo, así que estoy preocupado. ¿Alguna otra sugerencia?».
La gente empezaba a mostrarse interesada. Pensaban que se trataba de un armiño, un visón o una marta; publicaban fotos de animales delgados y sinuosos, con las fauces abiertas para mostrar sus delicados y peligrosos dientes. Había quien le sugería que esparciera harina por el desván para obtener las huellas del animal, que les sacara fotos y que las publicara en el foro junto con imágenes de los excrementos del bicho. Alguien quiso saber a qué se debía tanto follón.
«¡¡No entiendo a qué viene tanto revuelo!! ¿¿Para qué abres esta consulta?? Compra veneno para ratas, échalo en el desván y listos. ¿O acaso eres uno de esos blandengues a quienes no les gusta matar alimañas? Si lo eres, te mereces lo que tienes».
Los usuarios parecieron olvidarse del desván de Pat y empezaron a lanzarse puyas en defensa y en contra de los derechos de los animales. La conversación se caldeó (se tachaban de asesinos entre sí), pero cuando Pat se conectó un día después, mantuvo la cordura y se situó lejos de las llamas.
«Prefiero utilizar el veneno sólo como último recurso. Hay huecos en el suelo del desván que conducen a un espacio (¿de unos 20 cm?) entre las vigas y el techo de los dormitorios de abajo. He echado un vistazo con una linterna y no he logrado ver nada raro, pero no quiero que se meta ahí, muera y la casa acabe apestando y, además, tendría que levantar el suelo del desván para sacarlo. Por eso mismo no he tapiado el agujero que hay bajo el alerón: no quiero dejar al bicho atrapado dentro por error. No he visto excrementos, pero me mantendré ojo avizor y voy a seguir vuestro consejo con lo de las huellas».
Nadie le prestó atención. Inevitablemente, uno de los usuarios acabó comparando a otro con Hitler. Ese mismo día, algo más tarde, el administrador del foro bloqueó la consulta. Pat-el-colega no volvió a publicar nada más.
Era evidente que ahí era donde entraban en juego las cámaras y los agujeros de las paredes, pero no acababa de entender su función. No me imaginaba a un tipo con la cabeza tan bien amueblada persiguiendo un armiño por la casa armado con una maza, como un personaje salido de El club de los chalados[10], si bien tampoco me lo imaginaba sentado tranquilamente con la mirada fija en un monitor para bebés mientras algo roía sus paredes, sobre todo con los críos a pocos metros de distancia.
En cualquier caso, esto podría haber significado que podíamos olvidarnos de los monitores y los boquetes. Como le había comentado a Kieran, ningún visón había convencido a Conor Brennan para que cometiera una masacre; el problema incumbía a Jenny o a la inmobiliaria, no a nosotros. Sin embargo, le había dado mi palabra a Richie: investigaríamos a Pat Spain, y cualquier comportamiento extraño en su vida exigía una explicación. Me convencí de que había un montón de aspectos positivos: cuantos más cabos sueltos atásemos, menos oportunidades tendría la defensa para crear confusión en los tribunales.
Me preparé un té y un bol de cereales (imaginar a Conor desayunando en su celda me hizo sonreír de satisfacción), y dediqué un buen rato a releer aquel hilo del foro. Conozco a detectives de homicidios que buscan recuerdos como esos: el eco de la voz de la víctima, un reflejo acuoso de su rostro. Quieren que resucite ante sus ojos. Yo no. Esos retales sueltos no me ayudarán a resolver el caso, y no tengo tiempo para dramatismos baratos ni para recrearme en la angustia fácil y atroz de contemplar a alguien caminando alegremente hacia el borde del precipicio. Yo prefiero dejar a los muertos en paz.
Pero Pat era distinto. Conor Brennan había intentado desfigurarlo con virulencia, forjar una eterna máscara de asesino sobre su cuerpo inerte. En ese momento, el hecho de vislumbrar un destello del rostro de Pat me pareció una bendición de los ángeles.
Dejé un mensaje en el teléfono de Larry pidiéndole que su experto en actividades al aire libre repasara la consulta de Wildwatcher, que se dirigiera a Brianstown lo antes posible y que verificara cuáles eran las posibilidades reales de que hubiera un bicho salvaje suelto en aquella casa. Luego respondí al correo electrónico de Kieran.
«Muchas gracias por la información. Después de la acogida, parece que Pat Spain debió de plantear sus problemas con la fauna en algún otro foro. Necesitamos averiguar dónde. Mantenme al corriente».
Eran las doce menos veinte cuando entré en la sala de investigaciones. Todos los refuerzos estaban en la calle trabajando o disfrutando de la pausa para el café, pero Richie se encontraba ya ante su escritorio, con los tobillos en torno a las patas de su silla como un adolescente y la vista clavada en la pantalla del ordenador.
—Ey —saludó, sin levantar la vista—. Los muchachos han encontrado el coche de tu hombre. Un Opel Corsa 03D de color azul oscuro.
—Le gustan los iconos del estilo. —Le ofrecí un café en vaso de plástico—. Te lo he traído por si acaso. ¿Dónde lo había aparcado?
—Gracias. En la colina que da al extremo sur de la bahía. Lo había escondido entre los árboles, lejos de la carretera, por eso los muchachos no lo han visto hasta el amanecer.
A un kilómetro y medio de la urbanización, quizá más. Conor no quería arriesgarse.
—Fantástico. ¿Se lo han llevado a Larry?
—Ahora mismo, una grúa lo está remolcando.
Señalé el ordenador con un gesto de cabeza.
—¿Algo interesante?
—Nada. Tu hombre nunca ha estado arrestado, al menos bajo el nombre de Conor Brennan. Tiene un par de multas por exceso de velocidad, pero las fechas y los lugares no se corresponden con ninguno de mis destinos.
—¿Sigues intentando recordar de qué te suena?
—Sí. Creo que podría ser de hace mucho tiempo, porque en la imagen que tengo de él en la memoria era más joven, de unos veinte años. Quizá no sea nada, pero quiero averiguarlo.
Arrojé el abrigo sobre el respaldo de mi butaca y tomé un sorbo de café.
—Me pregunto si alguien más lo conocía. Dentro de poco tendremos que decirle a Fiona Rafferty que venga para que le eche un vistazo y podamos comprobar cómo reacciona. Consiguió hacerse con la llave de la puerta trasera de los Spain, y Fiona es la única que la tenía. Me cuesta mucho imaginar que sea pura coincidencia, y no me creo esa patraña de que la encontrara durante un paseo al anochecer.
En aquel momento, Quigley se materializó detrás de mí y me dio unos golpecitos en el brazo con su tabloide matutino.
—Me he enterado de que anoche atrapaste a alguien relacionado con tu caso cinco estrellas —susurró, como si fuera un sucio secreto.
Quigley siempre me inspira la necesidad de enderezarme la corbata y comprobar si tengo restos de comida en los dientes. Olía como si hubiera desayunado en un establecimiento de comida rápida, lo cual explicaría un montón de cosas, entre ellas el brillo grasiento de su labio superior.
—Has oído bien —le dije, apartándome un paso de él.
Abrió sus ojillos saltones como platos, mirándome.
—¡Qué rapidez!
—Para eso nos pagan, colega: para atrapar a los malos. Deberías intentarlo alguna vez.
Quigley frunció los labios.
—¡Tranquilo, Kennedy, no te pongas a la defensiva! ¿Qué te pasa? ¿Tienes dudas? ¿Acaso crees que has encerrado al tipo equivocado?
—Mantente al loro. Lo dudo, pero eres libre de conservar el champán fresco, por si acaso.
—¡Eh! Frena el carro. No me hagas pagar por tus inseguridades. Me alegro por ti, de verdad.
Me señalaba el pecho con su diario, engreído y desdeñosamente ofendido. Quigley sólo funciona sintiéndose ofendido.
—Muy amable de tu parte —le dije mientras me volvía de cara a mi mesa para darle a entender que nuestra conversación había finalizado—. Un día de estos, si me aburro, te dejaré participar en un caso importante y te enseñaré cómo se hace.
—Ah, por supuesto. Si cierras este caso volverán a asignarte todos los buenos, ¿no es cierto? Sería fantástico para tu ego, desde luego. Algunos de nosotros —dijo dirigiéndose a Richie— sólo queremos resolver asesinatos, y nos la trae floja salir en los medios de comunicación. Pero nuestro Kennedy es distinto. A él le gusta estar bajo los focos.
Quigley agitó el diario. Junto a una imagen borrosa de unas vacaciones en la que los Spain sonreían desde una playa, el titular rezaba:
«ANGELITOS ASESINADOS EN SUS CAMAS».
—Supongo que no tiene nada de malo, siempre y cuando el trabajo se haga bien.
—¿Tú quieres resolver asesinatos? —le preguntó Richie, desconcertado.
Quigley hizo caso omiso de su pregunta y me dijo:
—¿No sería fantástico que resolvieras correctamente este caso? Así todo el mundo podría olvidar aquella otra vez.
Tenía la mano levantada y lista para darme una palmadita en el brazo, pero lo fulminé con la mirada y se lo pensó mejor.
—Buena suerte, ¿eh? Todos esperamos que hayas atrapado al tipo correcto.
Me lanzó una sonrisita, cruzó los dedos y se largó meneándose en busca de otra persona a quien intentar jorobarle la mañana.
Richie le dijo adiós con la mano, le dirigió una sonrisita cursi y lo siguió con la vista hasta que salió por la puerta.
—¿A qué otra vez se refiere? —quiso saber.
La pila de informes y declaraciones de testigos empezaba a crecer en mi escritorio. Los hojeé.
—Hace un par de años, uno de mis casos salió rana. Aposté por el tipo equivocado y perdí. Pero Quigley no dice más que gilipolleces: a estas alturas, nadie salvo él se acuerda de aquello. Él lo recordará toda la vida porque se preocupó de airearlo durante todo un año.
Richie asintió. No parecía en absoluto sorprendido.
—La cara que ha puesto cuando le has dicho que le enseñarías cómo se hace ha sido puro veneno. Compartís una larga historia, ¿eh?
Uno de los refuerzos tenía la desagradable costumbre de escribirlo todo en mayúsculas, costumbre de la que iba a tener que desprenderse.
—La verdad es que no. Quigley es un patán trabajando y piensa que la culpa no es suya, sino de todos los demás. Yo consigo casos que él nunca llevará y me culpa porque se le asigna sólo la escoria. Y yo los resuelvo, cosa que lo hace quedar aún peor. El hecho de que él no sea capaz ni de resolver un crimen del Quedo, también es culpa mía.
—Dos neuronas más y sería una col de Bruselas —dijo Richie. Estaba retrepado en su silla, mordisqueándose una uña y con la vista aún clavada en la puerta por la que había salido Quigley—. Pero también tiene su lado bueno. Le encantaría tener la oportunidad de machacarte. Si no fuera tan lerdo, podrías meterte en problemas.
Dejé las declaraciones sobre la mesa.
—¿Qué ha estado comentando Quigley sobre mí?
Richie empezó a repiquetear en el suelo con los pies, bajo la silla.
—Nada. Me refiero a lo que acaba de decir.
—¿Y antes de eso?
Richie puso cara de no saber a qué me refería, pero sus pies seguían moviéndose.
—Richie. Te aseguro que no vas a herir mis sentimientos. Si está intentando socavar nuestra relación laboral, necesito saberlo.
—No lo está haciendo. Ni siquiera recuerdo lo que dijo. Nada concreto.
—Eso es un rasgo habitual de Quigley. ¿Qué te dijo?
Un encogimiento incómodo.
—Nada, una chorrada sobre que el emperador no lleva tanta ropa como cree y que el orgullo se desvanece con la caída. Ni siquiera tenía sentido.
Deseé haber sacudido más fuerte a aquel pedazo de mierda cuando se me presentó la oportunidad.
—¿Y qué más?
—Nada más. Ahí fue cuando me desembaracé de él. Me estaba diciendo que hay que «actuar despacito y con buena letra» y le pregunté cómo era posible que a él no le funcionase. No le gustó.
Me desconcertó la ridícula punzada de calidez que sentí al pensar que aquel chaval había salido en mi defensa.
—¿Y no es eso precisamente lo que te preocupaba, que me estuviera precipitando con Conor Brennan?
—¡Claro que no! No tiene nada que ver con Quigley. Nada.
—Será mejor que así sea. Si crees que Quigley está de tu parte, vas a llevarte una desagradable sorpresa. Eres joven y prometedor, lo cual te convierte en culpable de que él sea un perdedor de mediana edad. Si se le presentara la oportunidad de arrojarnos bajo las ruedas de un autobús, no sé a cuál de los dos empujaría primero.
—Soy consciente de ello. Ese gordo capullo me dijo el otro día que quizá me «sintiera más a gusto» en Vehículos Motorizados, a menos que tuviera demasiadas «conexiones emocionales» con los sospechosos de este departamento. No hago caso de lo que dice.
—Bien hecho. No lo hagas. Es como un agujero negro: si te acercas demasiado, te arrastrará con él. Mantente siempre alejado de la negatividad, hijo.
—Lo que intento es mantenerme alejado de los capullos inútiles. Ese tipo no va a arrastrarme a ningún sitio. ¿Cómo consiguió entrar en esta brigada?
Me encogí de hombros.
—Tres posibilidades: o es pariente de alguien, o se está follando a alguien o tiene algo con lo que chantajear a alguien. Tú mismo. Personalmente, creo que si fuera familia de alguien, a estas alturas ya lo sabría, y tampoco tiene pinta de semental. Eso deja el chantaje como única opción viable. Lo cual te da otra buena razón para mantenerte alejado de él.
Richie arqueó las cejas.
—¿Crees que es peligroso? —preguntó—. ¿En serio? ¿Ese imbécil?
—No subestimes a Quigley. Es lerdo, eso es indiscutible, pero no tanto como crees; si lo fuera, no estaría aquí. Para mí no representa ningún peligro, y para ti tampoco (a menos que cometas alguna estupidez); pero no porque sea inofensivo. Piensa en él como un virus intestinal: puede conseguir que tu vida apeste y tarda una eternidad en marcharse. Yo de ti procuraría evitarlo, pero piensa que no puede hacerte ningún daño irreversible, a menos que haya detectado un punto débil: si eres vulnerable, aprovechará cualquier oportunidad para explotarlo. Y entonces sí podría ser peligroso.
—Tú mandas —dijo Richie en un tono despreocupado.
La imagen le había alegrado el ánimo, aunque seguía sin parecer especialmente convencido.
—Me mantendré alejado del Hombre Diarrea.
No me molesté en intentar no sonreír.
—Y otra cosa más: no le busques las cosquillas. Sé que el resto de nosotros lo hacemos y tampoco deberíamos hacerlo, pero no somos novatos. Por muy gilipollas que sea Quigley, tomarle el pelo te haría quedar como un soplagaitas engreído no sólo ante él, sino ante el resto de la brigada. Caerías de bruces a los pies de Quigley.
Richie me devolvió la sonrisa.
—Entendido. Aunque lo está pidiendo a gritos.
—Cierto. Pero no tienes por qué seguirle el juego.
Se llevó la mano al corazón.
—Me portaré bien. De verdad. ¿Cuál es el plan para hoy?
Regresé a mi pila de papeles.
—Hoy vamos a averiguar por qué Conor Brennan hizo lo que hizo. Tiene derecho a ocho horas de sueño, así que no podemos tocarlo, como mínimo, en otro par de horas. Pero no tengo prisa. Propongo que esta vez lo hagamos esperar.
Una vez arrestados, cuentas con un plazo de tres días para presentar cargos contra ellos o dejarlos libres; en este caso, tenía previsto tomarme todo el tiempo necesario. La historia sólo acaba con la confesión grabada en una cinta y el clic de las esposas en la televisión. En una investigación real, ese clic no es más que el principio. Lo que ocurre es lo siguiente: el sospechoso cae desde el puesto más alto de tu lista de prioridades al más bajo, y te concentras en levantar los muros que lo mantengan encerrado. Una vez lo tienes donde quieres, pueden transcurrir varios días sin que le veas el pelo.
—Ahora iremos a hablar con O’Kelly —continué—, y luego charlaremos con los refuerzos y les pediremos que empiecen a investigar las vidas de Conor y los Spain. Tenemos que encontrar un punto de confluencia en el que los Spain llamaran su atención, una fiesta a la que asistieron, una empresa que contrató a Pat para su departamento de recursos humanos y a Conor para ocuparse del diseño de su página web, algo así. Conor dijo que llevaba aproximadamente un año espiándolos, lo cual significa que nuestros hombres deberán concentrarse en 2008. Entretanto, tú y yo vamos a ir a registrar la casa de Conor para ver si podemos rellenar algunas lagunas y detectar cualquier cosa que pueda señalarnos un motivo, cualquier indicio que nos conduzca en la dirección de cualquiera de los Spain o de las llaves.
Richie se toqueteaba el hoyuelo de la barbilla (no necesitaba afeitarse, pero al menos demostraba una actitud correcta) mientras buscaba el mejor modo de formular la pregunta que tenía en mente.
—No te preocupes —lo tranquilicé—. No me he olvidado de Pat Spain. Tengo algo que enseñarte.
Encendí el ordenador y busqué la web de Wildwatcher. Richie acercó su silla para poder leer por encima de mi hombro.
—Vaya —dijo, cuando hubo acabado—. Supongo que eso podría explicar lo de los monitores de vídeo. Hay gente así, ¿no? Gente que llega hasta donde haga falta para ver animales, que ínstala circuitos cerrados de televisión para vigilar si hay zorros en su jardín trasero.
—Es como ver Gran Hermano, sólo que con concursantes más inteligentes. Pero no creo que eso fuera lo que sucedió en este caso. Pat estaba obviamente preocupado porque el bicho pudiera entrar en contacto con sus hijos; no lo haría sólo por diversión. Suena como si quisiera deshacerse de esa alimaña.
—Sí, es verdad. Pero hay un largo trecho entre eso e instalar media docena de cámaras. —Richie releía en silencio—. ¿Y los boquetes en la pared? —preguntó con cautela—. Se necesita un animal bastante grande para hacer esos agujeros.
—Quizá sí y quizá no. Tengo gente investigándolo. ¿Alguien ha mandado llamar a un perito para que eche un vistazo a la casa y compruebe si se han producido desplazamientos por asentamiento o alguna irregularidad de otro tipo?
—El informe está en el montón. Lo hizo Graham. —Yo no tenía ni idea de quién era Graham—. Te daré la versión abreviada: la casa está hecha pedazos. La humedad sube hasta media altura de las paredes, hay problemas de asentamiento (de ahí las grietas) y el estado de las cañerías es deficiente. No he entendido por qué, pero la conclusión que se desprende es que, en un par de años, será necesario reinstalar todas las tuberías. Sinéad Gogan no se equivocaba al dar su opinión acerca de los constructores: son una pandilla de jodidos oportunista. Levantaron las casas, las vendieron y se largaron antes de que nadie descubriera su juego. Pero el perito asegura que ninguno de esos problemas estaría relacionado con los agujeros de las paredes. El del alerón sí que podría deberse al asentamiento, pero los de las paredes, no.
Los ojos de Richie buscaron los míos.
—Si Pat hizo esos boquetes persiguiendo una ardilla… —añadió.
—No era una ardilla —lo atajé—. Y no sabemos quién los hizo. ¿Quién se está precipitando ahora?
—Sólo digo «si». Horadar las paredes de tu propia casa…
—Es una medida drástica, desde luego. Pero ¿qué hubieras hecho tú en su lugar? Imagina que hay un animal misterioso correteando por tu casa, quieres que desaparezca y no tienes pasta para pagar a un exterminador ¿Qué harías?
—Tapiar el agujero bajo el alerón. Si el bicho queda atrapado dentro por error, esperas un par de días a que esté hambriento, retiras los tablones para que pueda escapar y vuelves a intentarlo. Y si así tampoco consigues que se largue, echas veneno. Si se muere en las paredes y la casa apesta, sacas la maza. No antes.
Richie se apartó de mi mesa de un empujón y se deslizó hacia su propio escritorio sin levantarse de la silla.
—Si Pat hizo esos agujeros, entonces Conor no es el único cuya mente no carburaba bien —concluyó.
—Tal como he dicho, ya lo descubriremos, pero hasta entonces…
—Sí, ya lo sé. Tengo que mantener el pico cerrado.
Richie se puso la chaqueta y empezó a tironear del nudo de la corbata, intentando comprobar cómo estaba sin deshacerlo.
—Está bien —lo tranquilicé—. Y ahora, vayamos a ver al comisario.
Richie se había olvidado de lo de Quigley, pero yo no. Había una parte que no le había contado a Richie: Quigley jamás se bate en un combate justo. Su don es tener un olfato de hiena para detectar cualquier debilidad o herida, y no ataca a nadie a menos que esté seguro de que puede hundirlo. Era evidente por qué había convertido a Richie en su diana. El novato, el chaval de clase obrera que necesitaba demostrar su valía de mil modos distintos, el listillo que no era capaz de morderse la lengua: era una diana fácil y segura, y lo estaría aguijoneando hasta conseguir que sus propias palabras lo metieran en problemas. Lo que no acababa de entender, y me habría preocupado si no hubiera estado de tan buen humor, era por qué Quigley cargaba contra mí.
O’Kelly estaba feliz como una perdiz.
—Precisamente los hombres a quienes estaba esperando —nos saludó, haciendo girar su silla para mirarnos cuando llamamos a la puerta de su despacho.
Nos señaló un par de sillas, y tuvimos que despejar las montañas de correos electrónicos impresos y de solicitudes de vacaciones antes de poder sentarnos; el despacho de O’Kelly transmite siempre la sensación de que el papeleo está a punto de ganar la batalla.
—Adelante. Decidme que no estoy soñando —dijo levantando su copia del informe.
Lo puse al día.
—Maldito capullo… —dijo O’Kelly cuando hube acabado, sin acalorarse demasiado. El comisario lleva mucho tiempo trabajando en Homicidios y ha visto de todo—. ¿La confesión está contrastada?
—Sólo en parte —respondí—, porque empezó a caerse de sueño antes de que tuviéramos tiempo de entrar en detalles. Más tarde retomaremos la conversación con él, o tal vez mañana.
—Pero ese pequeño hijo de puta es nuestro hombre. Con lo que tenéis, puedo presentarme ante los medios de comunicación y decirle a la población de Brianstown que ya puede volver a dormir tranquila, ¿no? ¿Es eso lo que me estáis diciendo?
Richie me miraba.
—La población está segura —afirmé.
—Eso es lo que quería oír. He estado espantando periodistas a manotazos; os juro que a la mitad de esos capullos les encantaría que ese hijo de puta volviera a atacar sólo para tener otra noticia. Así frenaremos su galope.
O’Kelly se recostó en su butaca, suspiró aliviado y apuntó con su regordete dedo índice en dirección a Richie.
—Curran, te seré sincero, no quería que tomaras parte en este caso. ¿Te lo había dicho Kennedy?
Richie negó con la cabeza.
—No, señor.
—Pues no te quería. Pensaba que estabas demasiado verde para poder limpiarte el culo sin que alguien te sostuviera el papel.
Capté de reojo el tic en la comisura del labio de Richie, pero asintió con aire serio.
—Pero me equivocaba. Quizá debería contar más a menudo con los novatos, darles a esos vagos zoquetes de ahí fuera algo en lo que pensar. Te felicito.
—Gracias, señor.
—Y en cuanto a este tipo —dijo señalándome con el pulgar—, algunos de ahí fuera me habían aconsejado que no lo dejara aproximarse a menos de un kilómetro de este caso, me recomendaban que lo hiciera trabajar de refuerzo, que lo obligara a demostrar que aún tiene lo que hace falta…
Un día antes me habría muerto de ganas de averiguar quiénes habían sido esos hijos de puta y obligarlos a tragarse sus palabras. Pero los noticiarios vespertinos se encargarían de hacerlo por mí. O’Kelly me observaba.
—Espero haberlo hecho bien, señor —dije mansamente.
—Sabía que lo harías; de lo contrario, no me habría arriesgado. Les dije que se metieran sus opiniones donde todos sabemos, y tenía razón. Bienvenido a bordo.
—Me alegro de estar de vuelta, señor —repliqué.
—Así está la cosa: yo tenía razón sobre ti, Kennedy, y tú la tenías acerca de este jovencito. Hay un montón de tipos en esta brigada que aún andarían tocándose los cojones y esperando a que la confesión aterrizara en su regazo. ¿Cuándo vais a presentar cargos contra ese malnacido?
—Me gustaría contar con los tres días de plazo íntegro —solicité yo—. Quiero asegurarme de no dejar ningún cabo suelto.
—Ese es nuestro Kennedy —le dijo O’Kelly a Richie—. Cuando le hinca los dientes a su presa, que Dios ayude al pobre capullo. Observa y aprende. Adelante, adelante —me alentó con un gesto magnánimo de la mano—, tómate todo el tiempo que precises. Te lo has ganado. Te conseguiré una prórroga. Y ya que hablamos de ello, ¿necesitas algo más? ¿Más hombres? ¿Más horas extras? Lo que sea…
—Por el momento estamos bien, señor. Si hay algún cambio, se lo comunicaré.
—Hazlo —replicó O’Kelly.
Nos hizo un gesto de aprobación con la cabeza, cuadró las esquinas de nuestro informe y lo colocó sobre una pila: fin de la conversación.
—Ahora largaos de aquí y demostradle a esa pandilla de ahí fuera cómo se hacen las cosas.
En el pasillo, a una distancia segura de la puerta de O’Kelly, Richie buscó mi mirada.
—¿Significa eso que ahora ya me puedo limpiar el culo solo? —preguntó.
Mucha gente se ríe del comisario, pero es mi jefe y siempre me ha tratado bien, y yo me tomo ambas cosas muy en serio.
—Es una metáfora —respondí.
—Ya lo he pillado. ¿Qué significa el rollo de papel?
—¿Quigley? —aventuré, al tiempo que entrábamos de nuevo en la sala de investigaciones entre risas.
Conor vivía en el sótano de una alta casa de ladrillo rojo con la pintura de los marcos de las ventanas desconchada; la puerta de su apartamento daba a la parte trasera, y se llegaba a ella tras bajar un tramo de escaleras bordeado por una barandilla oxidada. El interior constaba de un dormitorio, un salón-cocina de diminutas dimensiones y un cuarto de baño aún más diminuto, y todo parecía haber caído en el olvido hacía largo tiempo. No estaba sucio, al menos no demasiado, pero había telarañas en las esquinas, restos de comida en el fregadero y pegotes en el linóleo del suelo. En el frigorífico había platos precocinados y Sprite. La ropa de Conor era de buena calidad, pero tenía un par de años; estaba limpia, pero la guardaba mal plegada en montones abultados en la base del armario. Sus papeles descansaban en un rincón del salón, dentro de una caja de cartón: facturas, extractos bancarios, recibos, todo mezclado; algunos de los sobres ni siquiera estaban abiertos. Con un poco de esfuerzo, habría podido apuntar el mes exacto en que había perdido la conexión con su vida.
No había ropa ensangrentada a la vista, ni tampoco en la lavadora ni tendida para que se secara; tampoco había ningún par de zapatillas deportivas manchadas de sangre (de hecho, no había zapatillas deportivas a la vista), pero los dos pares de zapatos que guardaba en el armario eran del cuarenta y cuatro.
—Jamás he visto a un tipo de su edad que no tenga unas zapatillas de deporte —observé.
—Se habrá deshecho de ellas —aventuró Richie.
Había levantado el colchón de Conor, lo había apoyado contra la pared y andaba palpándolo por debajo con la mano enguantada.
—Debió de ser lo primero que hizo al regresar a casa el lunes por la noche: ponerse ropa limpia y deshacerse de la vieja lo antes posible.
—Lo cual significa que, con un poco de suerte, no la tiraría demasiado lejos. Haremos que algunos de los muchachos empiecen a rebuscar en los contenedores del vecindario.
Yo andaba revisando los montones de ropa, comprobando si había algo en los bolsillos y palpando las prendas por si estaban húmedas. Hacía frío: la calefacción (un calefactor de aceite) estaba apagada y el frío se colaba a través del suelo.
—Aunque no encontremos la ropa manchada de sangre, el registro servirá de algo. Si el joven Conor intenta alegar demencia en su defensa (y básicamente esa es la única opción que le queda), podremos afirmar que intentó ocultar sus actos, lo cual significa que sabía que lo que había hecho estaba mal. De todo ello se deduce que está igual de cuerdo que tú y que yo. Al menos, a efectos legales.
Telefoneé a algunos de los refuerzos para encargarles la estimulante labor de registrar la basura; el piso estaba tan soterrado que tuve que salir a la calle para disponer de cobertura telefónica; Conor no habría podido hablar con sus amigos ni aun habiéndolos tenido. A continuación, registramos el salón.
Incluso con las luces encendidas, era una estancia lúgubre. La ventana, a la altura de mi cabeza, daba a una triste pared gris; tuve que estirar el cuello y ladearlo para poder atisbar siquiera un estrecho rectángulo de cielo y una bandada de pajarillos revoloteando entre los nubarrones. Lo más prometedor estaba sobre el escritorio de Conor: un ordenador del paleolítico con cereales de desayuno esparcidos por el teclado y un móvil hecho polvo, aunque de nada servía tocar ninguna de aquellas cosas sin Kieran. Junto al escritorio había una vieja caja de fruta con una etiqueta desgastada en la que se veía a una chica morena y sonriente que sostenía una naranja en la mano. Abrí la tapa. En el interior encontré el alijo de souvenirs de Conor.
Una bufanda azul de cuadros descolorida de tanto lavarla con unos cuantos cabellos largos y rubios prendidos de la tela. Una vela verde medio consumida en un vaso de vidrio que impregnaba la caja con el aroma dulce y nostálgico de las manzanas maduras. Una página de un cuaderno de notas de un palmo de tamaño con las arrugas alisadas, un dibujo de un jugador de rugby corriendo con una pelota bajo el brazo, garabateado con trazo rápido y fuerte mientras se habla por teléfono. Una taza resquebrajada y manchada de té con margaritas pintadas. Un puñado de gomas de coleta, ordenadas pulcramente como si fueran un tesoro. Un dibujo infantil a lápiz de cuatro cabezas amarillas, un cielo azul, pájaros volando y un gato negro tumbado sobre la copa de un árbol en flor. Un imán de plástico verde con forma de X descolorido y mordisqueado. Y un bolígrafo azul oscuro con unas letras caligráficas doradas que rezaban: «Golden Bay Resort, ¡su puerta al paraíso!».
Aparté con un dedo la bufanda que ocultaba el cuadrante inferior del dibujo. «EMMA», leí, escrito en mayúsculas temblorosas junto a la fecha. El óxido que manchaba el cielo y las flores no era pintura. Había hecho el dibujo un lunes, probablemente en la escuela, cuando apenas le quedaban unas horas de vida.
Se produjo un largo silencio. Nos arrodillamos en el suelo, entre aquel olor a madera y a manzanas.
—Bien —dije—. Aquí tenemos nuestra prueba. Conor estuvo en la casa la noche en que fallecieron.
—Eso ya lo sé —replicó Richie.
Otro silencio, este más largo y tenso, mientras ambos esperábamos a que el otro lo rompiera. En el piso de arriba, unos tacones repiqueteaban agudamente en el suelo desnudo.
—Está bien —dije yo, al tiempo que cerraba con cuidado la caja—. Está bien. La meteremos en una bolsa, la etiquetaremos y continuaremos con nuestras pesquisas.
El viejo sofá naranja apenas se veía bajo la pila de jerséis, DVD y bolsas de plástico vacías. Nos abrimos camino entre las distintas capas en busca de restos de sangre, sacudiendo todo lo que encontrábamos a nuestro paso y arrojándolo al suelo.
—¡Por el amor de Dios! —exclamé al desenterrar una guía de televisión correspondiente a mediados de junio y una bolsa medio llena de patatas con sabor a sal y vinagre—. Mira esto.
Richie me sonrió con ironía y sostuvo en alto una toallita de papel que se había utilizado para limpiar algo de un color parecido al café.
—He visto cosas peores.
—Yo también, pero no es excusa. Me importa un carajo que el tipo estuviera sin blanca: el respeto por uno mismo es gratis. Los Spain estaban tan pelados como él y su casa estaba inmaculada.
Ni siquiera en mis peores momentos anímicos, después de la ruptura con Laura, nunca dejé que los restos de comida se pudrieran en el fregadero.
—Cualquiera diría que estaba demasiado ocupado para pasar una bayeta.
Richie andaba entretenido con los cojines del sofá; levantó uno y lo recorrió pasando la mano alrededor, entre las migajas.
—Veinticuatro horas al día encerrado en este lugar, sin un trabajo al que acudir ni dinero para salir: eso debe fundirte los plomos. Creo que yo tampoco me habría dedicado a limpiar.
—No se pasaba las veinticuatro horas del día los siete días de la semana encerrado en este lugar, acuérdate. Conor tenía otros lugares que visitar. Estaba bastante ocupado en Brianstown.
Richie bajó la cremallera de la funda del cojín y metió la mano dentro.
—Es cierto —confirmó—. ¿Y quieres que te diga una cosa? Por eso este lugar está hecho una pocilga. No era su hogar. Aquel escondite en la urbanización era lo que él consideraba su hogar. Por eso estaba limpio como una patena.
Realizamos un registro a conciencia: miramos debajo de los cajones, en la parte trasera de las estanterías, dentro de las cajas de la comida basura procesada y caducada que había en el congelador… incluso utilizamos el cargador de Conor para conectar el móvil de Richie a todos los enchufes de la casa para asegurarnos de que ninguno de ellos fuera falso y ocultara un escondite. La caja de los papeles iría a la comisaría central con nosotros, por si Conor había utilizado un cajero automático dos minutos después de que lo hiciera Jenny o había guardado alguna factura por diseñar la página web de la empresa en la que trabajaba Pat, pero aun así le echamos un rápido vistazo. Sus extractos bancarios mostraban el mismo deprimente patrón que los de Pat y Jenny: unos ingresos decentes y unos ahorros sólidos, luego unos ingresos más reducidos y unos ahorros en merma, y finalmente la ruina. Puesto que Conor trabajaba por cuenta propia, se había venido abajo menos espectacularmente que Pat Spain: poco a poco, sus cheques habían ido reduciéndose y los intervalos en los que los ingresaba se habían ido espaciando, pero se había quedado antes sin blanca. Su caída se había iniciado a finales de 2007; hacia mediados de 2008 había comenzado a subsistir de sus ahorros. Habían transcurrido meses antes de que ingresara nada en cuenta.
En torno a las dos y media habíamos acabado y estábamos volviendo a colocar las cosas en su sitio, que en este caso significaba pasar de nuestro desorden ordenado al caos absoluto de Conor. A nuestro modo quedaba mejor.
—¿Sabes qué es lo que más me sorprende de este lugar? —pregunté.
Richie estaba colocando los libros en la estanterías a puñados, cosa que hacía que algunas pelusas de polvo revolotearan en el aire.
—¿Qué?
—No hay rastro de nadie más. Ningún cepillo de dientes de una novia, ninguna foto de Conor con sus amigos, ninguna tarjeta de cumpleaños, ni un «Llamar a papá» o «Reunión con Joe a las 20.00 h en el pub» en el calendario: nada que diga que Conor tuvo contacto con algún otro ser humano en su vida.
Recoloqué los DVD en su estante y añadí:
—¿Recuerdas lo que dije sobre él, que no tenía a nadie a quien querer?
—Quizá lo tenía todo en digital. Mucha gente de nuestra generación lo guarda todo en sus teléfonos móviles o en el ordenador: fotos, citas.
Uno de los libros cayó de la estantería con un gran estrépito y Richie se volvió precipitadamente hacia mí, con la boca abierta y echándose las manos a la nuca.
—¡Joder! —exclamó—. ¡Fotos!
—¿La frase sigue de alguna manera, muchacho?
—¡Joder! Sabía que lo había visto. No me extraña que se preocupara por ellos…
—Richie.
Richie se frotó las mejillas con las manos, respiró hondo y exhaló de nuevo.
—¿Recuerdas cuando anoche le preguntaste a Conor cuál de los Spain le gustaría que siguiera con vida? ¿Y contestó que Emma? Joder, no me extraña, tío. Es su padrino.
La foto enmarcada en la estantería de Emma: un bebé sin rasgos distintivos, Fiona pulcramente acicalada y un tipo con el pelo lacio asomando sobre su hombro. Yo recordaba una cara de niño, sonriente, pero no le veía el rostro.
—¿Estás seguro?
—Sí, claro que estoy seguro. ¿Te acuerdas de la foto que había en la habitación de Emma? Era más joven, ha adelgazado mucho y se ha cortado el pelo, pero te juro por Dios que es él.
La fotografía había ido a parar a la comisaría, junto con el resto de objetos que ayudaran a identificar a cualquier conocido de los Spain.
—Verifiquémoslo —propuse.
Richie ya tenía el teléfono en la mano. Subió casi corriendo los escalones.
En menos de cinco minutos, el refuerzo que estaba de guardia en el número habilitado para aportar pistas sobre el caso había desenterrado la fotografía, la había fotografiado con su teléfono móvil y se la había enviado a Richie. Era una foto pequeña y estaba algo pixelada, y Conor parecía más feliz y descansado de lo que yo lo habría imaginado nunca, pero era él, no cabía duda: firme en su traje de adulto, sostenía a Emma como si fuera de cristal, con Fiona alargando la mano por delante de él para meter un dedo en la diminuta mano de la cría.
—Maldita sea —dijo Richie en voz baja, con la vista clavada en el teléfono.
—Sí —añadí—. Esto lo explica todo.
—¡Claro que lo sabía todo sobre la relación de Pat y Jenny!
—¡Por supuesto! Maldito hijo de puta: ha estado sentado riéndose de nosotros todo el tiempo.
Richie torció el gesto.
—A mí no me pareció que se estuviera riendo.
—Desde luego, no se reirá cuando vea esta fotografía. Pero no la verá hasta que no lo tengamos todo listo. Quiero tener todos los cabos bien atados antes de verlo de nuevo. ¿Querías un motivo? Me apuesto lo que sea a que ese rastro empieza justo aquí.
—Podría remontarse a mucho tiempo atrás. —Richie dio un golpecito en la pantalla del móvil—. Esta foto fue tomada hace seis años. Si Conor y los Spain eran amigos íntimos entonces, seguramente hacía ya tiempo que se conocían. Estamos hablando como mínimo, del instituto, probablemente de la escuela. El motivo podría localizarse en cualquier punto del recorrido. Quizá ocurrió algo, todo el mundo se olvidó de ello y luego, cuando la vida de Conor se fue al carajo, algo sucedido quince años atrás se le antojó una montaña…
Hablaba como sí por fin creyera que Conor era nuestro hombre. Me acerqué al teléfono para ocultar una sonrisa.
—O podría tratarse de algo mucho más reciente. En algún momento de los últimos seis años, la relación se deterioró tanto que el único modo que Conor tenía de ver a su ahijada era a través de unos prismáticos. Me encantaría saber qué sucedió.
—Lo descubriremos. Hablaremos con Fiona, con su grupo de antiguos amigos…
—Claro que lo haremos. Ahora ya tenemos a ese capullo.
Me dieron ganas de achuchar a Richie, como si fuéramos un par de adolescentes idiotas que se dan leves puñetazos el uno al otro para bromear.
—Richie, amigo mío, acabas de ganarte el salario.
Richie sonrió y, rojo como la grana, dijo:
—Nada de eso. Lo habríamos descubierto antes o después.
—Claro que sí. Pero mejor antes que después, mucho mejor. Media docena de refuerzos pueden dejar de intentar averiguar si Conor y Jenny repostaron en la misma gasolinera en zoo, y eso nos brinda media docena de oportunidades adicionales de encontrar esas prendas de ropa antes de que el camión de la basura se las lleve al vertedero… Eres el Hombre de las Coincidencias. Puedes estar más que contento.
Se encogió de hombros y se frotó la nariz para ocultar su rubor.
—Ha sido cuestión de suerte.
—Y una leche. La suerte no existe. La suerte sólo resulta de utilidad tras un sólido trabajo de detective, y eso es exactamente lo que tenemos aquí. Y ahora dime: ¿cuál debe ser el siguiente paso?
—Fiona Rafferty. Lo más rápido posible.
—Desde luego que sí. Llámala; tú le caíste mejor que yo. —No me dolió admitirlo—. Intenta hacer que venga a la comisaría en cuanto pueda. Estaría bien tenerla allí en un par de horas; yo pago la comida.
Fiona estaba en el hospital (de fondo, aquella máquina seguía emitiendo pitidos) e incluso su «¿Dígame?» sonó exhausto, rendido.
—Señorita Rafferty, soy el detective Curran —se presentó Richie—. ¿Dispone de un minuto?
Un segundo de silencio.
—Aguarde —dijo Fiona.
Su voz sonó amortiguada por la mano con la que cubrió el teléfono.
—Tengo que contestar, Jenny. Estaré afuera, ¿de acuerdo? Llámame si me necesitas.
Se oyó el clic de una puerta y, después, el pitido de la máquina se desvaneció.
—Dígame.
—Siento alejarla de su hermana —se disculpó Richie—. ¿Cómo se encuentra?
Un silencio momentáneo.
—No demasiado bien. Igual que ayer. ¿Fue entonces cuando hablaron con ella, no? Antes de permitir que la viéramos nosotras.
La voz de Fiona delataba resentimiento.
—Sí, hablamos con ella unos pocos minutos. No queríamos cansarla demasiado —contestó Richie, con calma.
—¿Tienen previsto volver para hacerle más preguntas? No lo hagan. No tiene nada que decirles. No quiere recordar nada. De hecho, apenas puede hablar. Lo único que hace es llorar. Es lo que hacemos todos nosotros.
Su voz sonaba temblorosa.
—¿Les importaría… dejarla en paz? Por favor…
Richie estaba aprendiendo muy deprisa: no contestó a eso.
—La llamo porque tenemos noticias que darles. Lo verán hoy mismo por televisión, pero hemos creído oportuno comunicárselo. Hemos arrestado a alguien.
Silencio. Y luego:
—Así que no fue Pat. Se lo dije. Se lo dije.
Los ojos de Richie se posaron en los míos un instante.
—Sí, nos lo dijo.
—¿Quién…? Dios mío, ¿quién ha sido? ¿Por qué lo ha hecho? ¿Por qué?
—Aún estamos trabajando en eso. Hemos pensado que quizá usted podría echarnos una mano. ¿Podría acercarse al castillo de Dublín para hablar de ello? Allí le facilitaremos todos los detalles.
Otro segundo de aire muerto, mientras Fiona procesaba la información.
—Sí. Sí, desde luego. Pero ¿les importa esperar un poco? Mi madre se ha ido a casa para dormir un poco. No quiero dejar a Jenny sola. Mi madre regresará a las seis, así que podría reunirme con ustedes a las siete. ¿Es demasiado tarde?
Richie levantó las cejas con gesto interrogativo. Asentí.
—Perfecto —contestó—. Y escuche, señorita Rafferty, háganos un favor y no se lo diga a su hermana. Asegúrese de que su madre tampoco lo hace, ¿de acuerdo? Cuando hayamos presentado cargos contra el sospechoso podremos decírselo, pero aún es demasiado pronto; no conviene alterarla por si algo no sale como esperamos. ¿Me lo promete?
—Sí. No diré nada.
Tomó aliento.
—Ese tipo. Por favor, dígame quién es.
—Hablaremos más tarde —contestó Richie con amabilidad—. Cuide de su hermana, ¿de acuerdo? Y cuídese usted también. Hasta pronto.
Colgó el teléfono antes de que Fiona tuviera tiempo de seguir preguntando.
Eché un vistazo a mi reloj. Eran casi las tres de la tarde: cuatro horas de espera.
—Te has quedado sin comida gratis, cielo.
Richie se guardó el teléfono y me sonrió.
—Y yo que pensaba pedir bogavante…
—¿Te conformas con un sándwich de atún? Me gustaría acercarme a Brianstown, comprobar cómo avanzan los equipos de rastreo y probar de nuevo con el chaval de los Gogan, pero de camino podemos comprar algo para comer. Si caes muerto de hambre, voy a quedar fatal.
—Un sándwich de atún suena bien. No quisiera arruinar tu reputación…
Seguía sonriendo. Modesto o no, Richie era un hombre feliz.
—Te agradezco la preocupación —contesté—. Acaba tú ahí dentro. Yo voy a llamar a Larry para decirle que envíe aquí a sus muchachos y así podremos ponernos en marcha.
Richie regresó al sótano saltando los escalones de dos en dos.
—Scorcher —me saludó Larry encantado—. ¿Te he dicho que te quiero?
—Nunca está de más. ¿Qué he hecho ahora?
—Ese coche. Es el sueño de cualquier hombre, y eso que ni siquiera es mi cumpleaños.
—Ponme al corriente. Si yo te envío regalitos, al menos merezco saber qué contienen.
—Bueno, lo primero no estaba exactamente dentro del coche. Cuando los muchachos fueron a remolcarlo con la grúa, encontraron un llavero. Eran las llaves del coche y lo que parecen un par de llaves de una casa, una Chubb y otra Yale, y, ¡bingo!, tenemos la llave de la puerta trasera de los Spain.
—¡Tú sí que sabes endulzarme el día! —exclamé.
El código de la alarma y ahora aquello: lo único que necesitábamos averiguar era de dónde había sacado Conor la llave; la respuesta evidente vendría a charlar con nosotros en cuestión de horas, y la maraña en torno a la llave quedaría aclarada. La robusta y acogedora casa de Pat y Jenny había sido tan segura como una tienda de campaña en una playa.
—Pensaba que te gustaría. Y, cuando entramos en el coche, ¡oh Dios! Adoro los coches. He visto a tipos que se bañaban en lejía después de hacer sus cositas, pero ¿se preocupaban de limpiar sus coches? No, no lo hacían. Y este coche es un nido de cabellos, fibras, suciedad y todo tipo de cosas. Si me gustara apostar, te diría que apuesto lo que sea a que al menos encontramos una coincidencia entre el coche y la escena del crimen. Además, hay una huella de barro en la alfombrilla del asiento del conductor: tenemos que analizarla para ver qué grado de detalle obtenemos, pero corresponde a una zapatilla deportiva de hombre de un cuarenta y cuatro o un cuarenta y cinco.
—Aún más dulce.
—Y, por supuesto —continuó Larry con recato—, está la sangre.
A aquellas alturas, ni siquiera me sorprendí. De vez en cuando, este trabajo te brinda un día así, un día en el que todos los dados ruedan en tu dirección, cuando lo único que tienes que hacer es extender la mano para que caiga en ella una prueba suculenta y jugosa.
—¿Cuánta?
—Hay manchas por todas partes. Sólo un par de ellas en la manecilla de la puerta y en el volante, como si se hubiera quitado los guantes antes de llegar al coche, pero el asiento del conductor está repleto… Vamos a enviarlas para que analicen el ADN, pero voy a arriesgarme y diría que coincidirá con el de tus víctimas. Dime que te hago feliz.
—El hombre más feliz del mundo —repliqué—. A cambio, tengo otro regalito para ti. Richie y yo estamos en el piso del sospechoso, echando un primer vistazo. Cuando tengas un momento, sería genial que os dejarais caer por aquí y le dierais un repaso como Dios manda. No hemos visto sangre, lo siento, pero tenemos otro ordenador y otro teléfono móvil para mantener al joven Kieran entretenido, y estoy convencido de que encontrarás algo de tu interés.
—¡Cuánta generosidad! Me acercaré lo antes posible. ¿Estaréis tú y tu nuevo amiguito por ahí?
—Probablemente no. Vamos a regresar a la escena del crimen. ¿Está allí tu buscador de tejones?
—Así es. Le diré que os espere. Me debes un abrazo. Ciao ciao.
Larry colgó.
El caso empezaba a cobrar forma. Lo percibía, era una sensación física, como si mis propias vértebras estuvieran alineándose con pequeños y confiados clics y me permitieran enderezarme y respirar hondo por primera vez en días. Killester está cerca del mar y, por un segundo, tuve la sensación de percibir el olor del aire salado, vivido y salvaje, que se abría paso entre los olores de la ciudad para venir en mi busca. Mientras me guardaba el teléfono en el bolsillo y empezaba a descender por las escaleras, me descubrí sonriendo al cielo gris y a los pajarillos.
Richie andaba apilando cosas sobre el sofá.
—Larry se lo está pasando en grande con el coche de Conor. Hay cabellos, fibras, una huella de zapatilla y, ¡adivina!, la llave de la puerta trasera de los Spain. Richie, amigo mío, es nuestro día de suerte.
—Fantástico. Es genial, sí.
No levantó la mirada.
—¿Qué sucede? —le pregunté.
Se dio media vuelta como si estuviera arrastrándose para salir de un pesado sueño.
—Nada. Estoy bien.
Tenía el rostro contraído y reconcentrado. Algo había pasado.
—Richie… —le dije yo.
—Sólo necesito comerme ese sándwich. De repente se me ha venido todo el cansancio encima, como si tuviera un bajón de azúcar. Y la atmósfera de este lugar no ayuda…
—Richie. Si ha ocurrido algo, tienes que contármelo.
Sus ojos buscaron los míos. Parecía joven y completamente perdido y, cuando separó los labios, supe que era para pedir ayuda. De repente, su rostro se cerró sin más y dijo:
—Nada. De verdad. ¿Nos vamos?
Cuando pienso en el caso de los Spain, en el abismo de las noches inacabables, ese es el momento que me viene a la memoria. Todo lo demás, cada tropiezo o desliz en el camino, podría haberse compensado. Me aferró a ese momento por su profundidad, por cómo me desgarra. El aire frío e inmóvil, un tenue rayo de luz rebotando en la pared al otro lado de la ventana y el olor a pan rancio y manzanas.
Sabía que Richie me mentía. Había visto algo, oído algo, encajado una pieza o captado un destello de una imagen completamente nueva. Mi trabajo consistía en seguir insistiendo hasta que me contara la verdad. Lo entiendo y lo entendía entonces, en aquel apartamento de techo bajo donde el polvo impregnaba el aire y hacía que me picaran las manos. Entendí o, si hubiera conseguido ver con claridad en mitad de la fatiga y del resto de cosas inexcusables, debería haber entendido que Richie era responsabilidad mía.
Pensé que había encontrado algo que demostraba de manera inequívoca que Conor era nuestro hombre y quería acariciar su orgullo en privado durante un rato más. Pensé que algo le había señalado un motivo y quería avanzar un paso más, hasta que estuviera seguro, antes de exponérmelo. Pensé en mis otros compañeros de la brigada, los que se consolidan tras más tiempo de lo que duran la mayoría de los matrimonios: el equilibrio diestro con el que se mueven unos alrededor de otros; la confianza sólida y práctica como un abrigo o una taza, algo de lo que nunca hablaron porque siempre los acompañaba.
—Sí —convine—. Y probablemente también te sentaría bien tomarte otro café. Larguémonos de aquí.
Richie arrojó la última de las pertenencias de Conor sobre el sofá, agarró la bolsa de pruebas que contenía la caja de frutas y pasó como una flecha por mi lado, sacándose un guante con los dientes. Lo oí subir los escalones con la caja en brazos.
Antes de apagar la luz, eché un último vistazo alrededor, repasando el lugar en busca de aquella cosa misteriosa que lo había deslumbrado de súbito. El piso estaba en silencio, hosco, regresaba a su antiguo yo, a su estado desértico. Allí no había nada.