Capítulo 9
Dejé a Richie en la puerta de su casa, un adosado de color beis en Crumlin; el mal estado de la pintura indicaba que era alquilada y las bicicletas encadenadas a la verja revelaban que compartía vivienda con un par de amigos.
—Duerme un poco —le aconsejé—. Y recuerda lo que te he dicho: nada de alcohol. Debemos estar en plena forma para esta noche. Nos reuniremos en la puerta de la comisaría a las siete menos cuarto.
Mientras introducía la llave en la cerradura vi cómo daba una cabezada, como si no le quedaran fuerzas para mantener la cabeza erguida.
Dina no me había telefoneado. Había intentado tomármelo como una señal de que estaría leyendo tranquilamente o viendo la tele, o de que quizá siguiera durmiendo, pero sabía que no me llamaría aunque estuviera dándose de cabezazos contra la pared. Cuando Dina está bien responde a los mensajes de texto y a las llamadas esporádicas que le hacemos, pero, cuando no lo está, desconfía tanto de su móvil que no se atreve a tocarlo. Cuanto más me acercaba a casa, más denso y volátil parecía tornarse el silencio, una niebla acre a través de la cual tuve que abrirme camino para llegar hasta mi puerta.
Dina estaba sentada en el suelo del salón, con las piernas cruzadas y con mis libros desperdigados a su alrededor como si un huracán los hubiera barrido de las estanterías. Estaba arrancando una página de Moby Dick. Me miró a los ojos, colocó la hoja en un montoncito frente a ella, lanzó el volumen de Melville contra la pared opuesta y cogió otro libro.
—¿Qué diablos…?
Solté mi maletín y le arrebaté el libro de la mano; me dio un puntapié en la espinilla, pero tuve tiempo de retroceder de un salto.
—¿Qué demonios haces, Dina?
—¡Maldito capullo! ¡Me has dejado encerrada! ¿Qué se suponía que tenía que hacer, quedarme sentadita como una buena niña, como si fuera tu perro? ¡No te pertenezco! ¡No puedes obligarme a estar aquí!
Intentó alcanzar otro libro; me dejé caer de rodillas y la agarré por las muñecas.
—Dina. Escúchame. Escucha, por favor. No podía dejarte las llaves. No tengo ningún juego extra.
Dina soltó una carcajada, un agudo aullido que dejó sus dientes a la vista.
—Claro, claro, claro. Don Obsesivo ordena los libros alfabéticamente pero mira por dónde no tiene un juego de llaves extra… Y yo voy y me lo trago. ¿Sabes qué pretendía hacer? Prenderle fuego.
Señaló con la barbilla, desafiante, el montón de páginas arrancadas que había frente a ella.
—Y si nadie conseguía sacarme de aquí, la alarma de incendios empezaría a aullar sin parar, cosa que a tus vecinitos yupis les habría encantado, ¿verdad? Tanto ruido en una zona residencial… ¡Qué escándalo!
Lo habría hecho. Se me encogió el estómago sólo de pensarlo, y quizá aflojé las manos: Dina se revolvió para intentar zafarse de mí y emprenderla con los libros de nuevo. La agarré con más fuerza y la empujé hasta apoyarle la espalda contra la pared; intentó escupirme, pero no le salió saliva.
—Dina. Dina. Mírame, por favor.
Luchó retorciéndose, dando patadas y gruñendo entre dientes, pero yo no la solté hasta que conseguí que se quedara quieta y me mirara de frente con aquellos ojos azules y salvajes como de gato siamés.
—Escúchame —le repetí, hablándole muy de cerca—. Tenía que ir a trabajar. Pensé que cuando regresara a casa aún estarías dormida. No quería tener que despertarte para que me abrieras la puerta. Así que me llevé las llaves. Eso es todo. No te oculto nada. ¿De acuerdo?
Dina se lo pensó por un momento y, poco a poco, fracción a fracción, sus muñecas empezaron a relajarse entre mis manos.
—No vuelvas a hacerlo nunca —me advirtió con frialdad—. Llamaré a tus policías y les diré que me tienes aquí encerrada y que me violas todos los días, de todas las maneras posibles. Ya me dirás entonces cómo te prueba el trabajo, sargento.
—Por todos los santos, Dina.
—Lo haré.
—Ya sé que lo harás.
—Y no me mires así. Si me encierras como si fuera un animal, una loca, y tengo que apañármelas para salir de aquí, la culpa es tuya. No es culpa mía. Es tuya.
La pelea había concluido. Se zafó de mis manos como si estuviera ahuyentando mosquitos a manotazos y empezó a peinarse con las puntas de los dedos.
—Está bien —dije. El corazón me iba a mil por hora—. De acuerdo. Lo siento.
—Hablo en serio, Mikey. Lo que has hecho ha sido una estupidez.
—Eso parece, sí.
—No es que lo parezca. Lo es.
Dina se levantó del suelo y pasó por mi lado airada, se sacudió el polvo de las manos y arrugó la nariz con desdén mientras se abría camino entre los libros esparcidos por el suelo.
—Dios, menudo desastre.
—Mañana también tengo que trabajar y no he tenido ocasión de hacer una copia de las llaves —le dije—. Supongo que preferirás quedarte con Geri hasta que lo haga.
Dina gruñó.
—Oh, Dios, Geri. Me dará la murga con los críos. Los adoro, desde luego, pero no sé por qué tengo que aguantar que me hable de la regla de Sheila y de los granos de Colm… Demasiada información.
Se desplomó en el sofá, rebotando sobre el trasero, y empezó a calzarse las botas de motero.
—Aunque no pienso quedarme aquí si de verdad sólo tienes un juego de llaves. Mejor me voy a casa de Jezzer. ¿Me dejas usar tu teléfono? Me he quedado sin saldo.
Yo no tenía ni idea de quién o qué era Jezzer, pero sabía que no iba a gustarme.
—Cariño, necesito que me hagas un favor —le rogué—. De verdad. Estoy en medio de algo importante y me sentiría mucho mejor si te quedaras en casa de Geri. Sé que puede sonar estúpido y que te vas a aburrir como una ostra, pero a mí me facilitaría mucho las cosas. Por favor.
Dina levantó la cabeza y me miró fijamente, con esa mirada impertérrita de gato siamés, con los cordones de las botas enrollados alrededor de las manos.
—Este caso —dijo—, el caso de Broken Harbour, te está tocando hondo, ¿no es cierto?
Maldito estúpido, estúpido, estúpido. Lo último que quería era que ella pensara en este caso.
—En realidad, no —respondí, hablando como si tal cosa—. Lo que ocurre es que tengo que mantenerme alerta con Richie, mi nuevo compañero, el novato del que te hablé, ¿recuerdas? Y es un trabajo duro.
—¿Por qué? ¿Acaso es tonto?
Me levanté del suelo. En algún momento de la refriega me había dado un golpe en la rodilla, pero permitir que Dina se percatara de ello sería una mala idea.
—No tiene un pelo de tonto, pero es nuevo en el oficio. Es un buen muchacho y se convertirá en un buen detective, pero le queda mucho por aprender. Y mi trabajo consiste en enseñárselo. Si a eso le añades que tendremos que hacer turnos de dieciocho horas, va a ser una semana muy larga.
—Turnos de dieciocho horas en Broken Harbour. Creo que deberías intercambiar el caso con otro detective.
Salí de aquel caos intentando no cojear. En aquel montón debía de haber un centenar de páginas arrancadas, cada una de un libro distinto. Intenté no pensar en ello.
—No es así como funciona. Estoy bien, cariño. De verdad.
—Humm…
Dina volvió a concentrarse en atarse los cordones, tirando con fuerza para tensarlos.
—Me preocupo por ti —dijo—. ¿Lo sabes?
—Pues no lo hagas. Si quieres ayudarme, lo mejor que puedes hacer es pasar un par de noches en casa de Geri. ¿De acuerdo?
Dina se ató los cordones en una especie de lazada doble con floritura y se incorporó para examinarla.
—De acuerdo —cedió, con un largo suspiro de sufrimiento—. Pero tendrás que llevarme. Los autobuses rascan mucho. Y apresúrate con el duplicado de las llaves.
Dejé a Dina en casa de Geri y me excusé por no entrar. Geri quería que me quedara a cenar. «No te contagiarás —dijo para convencerme—. Colm y Andrea no han enfermado; pensaba que Colm había caído, pero dice que se encuentra bien. Pookie, ¡baja de ahí! No entiendo qué hacía tanto tiempo en el baño, pero eso es asunto suyo…». Dina volvió la cabeza para dirigirme una mueca de disgusto y articuló en silencio: «Me debes una» mientras Geri la hacía entrar en la casa, sin dejar de hablar, con el perro dando brincos y ladrando a su alrededor.
Regresé a casa, metí unas cuantas cosas en una bolsa de viaje, me di una ducha rápida y dormí una hora. Me arreglé como un crío el día de su primera cita, con el corazón a mil por hora, pensando en que me vestía sólo para él: camisa y corbata por si tenía ocasión de interrogarlo, dos jerséis gruesos para poder esperarlo bajo el frío y un recio abrigo oscuro para guarecerme hasta que llegara el momento oportuno. Lo imaginé ahí fuera, en algún lugar, vistiéndose para mí y pensando en Broken Harbour. Me pregunté si seguiría considerándose el cazador o si entendía que ahora se había convertido en la presa.
Richie estaba esperándome junto a la verja trasera del castillo de Dublín a las siete menos cuarto. Llevaba una bolsa de deporte y una chaqueta acolchada, un gorro de lana y, a juzgar por su contorno, todas las prendas de lana que tenía. Conduje a la velocidad límite hasta Broken Harbour, mientras el perfil de los campos se atenuaba a nuestro alrededor y el aire se volvía dulce por efecto del rocío que cubría la hierba y la tierra arada. Comenzaba a oscurecer cuando aparcamos en Ocean View Parade (frente a la urbanización de los Spain, donde no había más que andamios, nadie que pudiera fijarse en un coche desconocido) y echamos a andar.
Aunque había memorizado el recorrido estudiando un mapa de la urbanización, una vez nos alejamos del coche me sentí perdido. Empezaba a anochecer: las nubes del día se habían disipado y el cielo lucía con un color azul verdoso profundo. Sobre los tejados, un leve destello blanco anunciaba la salida de la luna, pero las calles estaban a oscuras. Las tapias de los jardines, las farolas apagadas y las vallas de alambre combadas parecían emerger de la nada y retornar a ella unos pasos después. Cuando nuestras sombras se dejaban entrever, aparecían retorcidas y desconocidas, encorvadas por efecto de las bolsas que llevábamos al hombro. Nuestros pasos regresaban a nuestros oídos como si alguien nos persiguiera, rebotando en las paredes desnudas y el suelo embarrado. No hablamos: el crepúsculo que nos encubría podía estar escondiendo a cualquier otra persona, en cualquier lugar.
En la penumbra, el rugido del mar parecía más potente y desorientador y se elevaba hacia nosotros desde todas las direcciones al mismo tiempo. El viejo Peugeot azul oscuro de los refuerzos se materializó a nuestra espalda como un coche fantasma, tan cerca que nos sobresaltamos, con el ruido del motor amortiguado por aquel largo y sordo rugido. Para cuando finalmente comprendimos de quién se trataba, los refuerzos se habían marchado, deslizándose entre casas a través de cuyas ventanas sin acristalar se vislumbraban las estrellas.
Ocean View Rise estaba alumbrada por rectángulos de luz que caían sobre la carretera. Uno de ellos iluminó un Fiat amarillo aparcado a las puertas de la casa de los Spain: nuestra doble de Fiona estaba en su puesto. Cuando enfilamos Ocean View Walk aparté a Richie hacia la sombra de la casa de la esquina, acerqué mi boca a su oído y susurré:
—Gafas.
Rebuscó a tientas en su bolsa de deporte y sacó un par de gafas de visión nocturna. Los de suministros le habían prestado las mejores, aunque fuera un novato. Las estrellas se desvanecieron y la oscura calle cobró una apariencia fantasmal, con las enredaderas colgando pálidas sobre altos bloques de paredes grises y las malas hierbas cruzándose en zigzags blancos cual flores de encaje donde debería haber estado la acera. En un par de jardines, unas pequeñas formas resplandecientes se agazaparon en los rincones o se escabulleron entre los hierbajos, y tres palomos fantasmales dormían encaramados a un árbol, con la cabeza escondida bajo las alas. No había ninguna otra fuente de calor a la vista. En la calle reinaba el silencio, salvo por los ruidos del mar y del viento enredándose en las trepadoras y un pájaro solitario que piaba en la playa, al otro lado del muro.
—Parece despejado —le dije a Richie al oído—. Adelante. Con mucho cuidado.
Las gafas no revelaban la presencia de vida en la madriguera de nuestro hombre, al menos no en los rincones que yo alcanzaba a ver. El andamio estaba oxidado y noté que temblaba al cargarlo con nuestro peso. En la planta superior, la luna resplandecía a través del hueco de una ventana donde el plástico se había arrancado y después clavado con unas chinchetas, a modo de cortina. La estancia estaba ahora desnuda; los agentes de la Científica se lo habían llevado todo para buscar huellas, fibras, cabellos y fluidos corporales. Había manchas negras de polvo para detección de huellas en las paredes y los alféizares.
En casa de los Spain todas las luces estaban encendidas, lo cual convertía el lugar en un magnífico faro para atraer a nuestro hombre. Nuestra doble de Fiona estaba en la cocina, aún enfundada en el abrigo rojo de lana gruesa; había llenado la tetera de los Spain y estaba apoyada en la encimera, esperando a que el agua hirviera, con la taza entre las manos y la mirada perdida en las láminas pintadas con los dedos que decoraban la puerta del frigorífico. En el jardín, la luz de la luna rebotaba en las hojas brillantes y las volvía blancas y temblorosas, transmitiendo la impresión de que todos los árboles y setos habían florecido simultáneamente.
Colocamos nuestras cosas donde nuestro hombre había colocado las suyas: apoyadas contra la pared del fondo de aquel escondite, para disfrutar de una visión sin obstáculos de la cocina de los Spain, por si acaso, y en el hueco de la ventana delantera, de cara al mar, que el asesino había utilizado a modo de puerta. El plástico con el que estaban cubiertos los otros huecos nos revelaría si había algún observador oculto en la jungla que nos rodeaba. La noche era fría y helaría antes del amanecer; extendí mi saco de dormir para sentarme encima y me puse otro jersey bajo el abrigo. Richie se arrodilló en el suelo mientras sacaba las cosas de su bolsa, como un muchacho en una acampada: un termo, un paquete de galletas de chocolate y una maltrecha torre de sándwiches envueltos en papel de aluminio.
—Me muero de hambre —dijo—. ¿Te apetece un sándwich? He traído para los dos, por si no habías tenido tiempo de prepararte nada.
Estaba a punto de responderle automáticamente que no, cuando caí en la cuenta de que el muchacho tenía razón: había olvidado traer comida (Dina) y estaba hambriento.
—Gracias —dije—. Te acepto uno con mucho gusto.
Richie asintió y empujó la torre de sándwiches en mi dirección.
—Queso y tomate, pavo o jamón cocido. Coge unos cuantos.
Cogí uno de queso y tomate. Richie vertió un té contundente en el tapón del termo y me lo ofreció; al mostrarle yo mi botella de agua, se bebió el té de un solo trago y se sirvió otra taza. Luego se acomodó con la espalda apoyada contra la pared y dio buena cuenta de su sándwich.
Richie no parecía dispuesto a mantener una conversación profunda y cargada de significado durante la noche, lo cual me reconfortaba. Sé que otros detectives se sinceran durante las misiones de vigilancia. No es mi caso. Uno o dos novatos han intentado hacerlo conmigo, fuera porque les caía realmente bien o porque querían hacerle la pelota al jefe, pero no me molesté en averiguarlo antes de cortarlo de raíz.
—Muy bueno —dije, al tiempo que cogía otro sándwich—. Gracias.
Antes de que oscureciera lo suficiente para entrar en alerta máxima, contacté con los refuerzos para comprobar que todo se desarrollara según lo previsto. Nuestra Fiona hablaba con voz calmada, quizá demasiado calmada, pero nos aseguró que estaba bien, gracias, y que no necesitaba la presencia de ningún agente de apoyo. El Hombre Marlboro y su amigo dijeron que lo más emocionante que habían visto en toda la noche éramos nosotros.
Richie daba cuenta de sus sándwiches metódicamente mientras observaba la última hilera de casas junto a la oscura playa. La reconfortante fragancia de su té confería cierta calidez a la estancia.
—Me pregunto si, en el pasado, esto fue de verdad un puerto —comentó transcurrido un rato.
—Así es —corroboré.
Richie daría por sentado que había estado investigando, que el Señor Aburrido dedicaba su escaso tiempo libre a peinar internet.
—Hace mucho tiempo, esto era un pueblecito pesquero. Si te fijas bien, aún pueden verse las ruinas del embarcadero en el extremo sur de la playa.
—¿Por eso lo llaman Broken Harbour, no? ¿Por las ruinas del embarcadero?
—No. Viene de breacadh, que significa «cuando rompe el alba». Supongo que antaño debió de ser un lugar fantástico para contemplar el amanecer.
Richie asintió.
—Seguramente fuera un lugar precioso antes de que construyeran todo esto.
—Es probable —repliqué yo.
El olor del mar acarició las paredes y entró por el hueco de la ventana, amplio y salvaje, llevando consigo un millón de secretos embriagadores. No confío en ese olor. Nos ancla a algo más profundo que la razón o la civilización, a las porciones de nuestras células que se mecieron en los océanos antes de que tuviéramos uso de razón y nos atrae hasta que lo seguimos impulsivamente, sin pensar, como animales en celo. Cuando era adolescente, ese olor me encendía, despertaba mis músculos como una descarga eléctrica, hacía que rebotara contra las paredes de la caravana hasta que mis padres me dejaban acudir a su reclamo, saltando tras la tentación que, en ese momento, se me antojaba ineludiblemente única en la vida. Pero ahora lo conozco mejor. Es el olor de una medicina que nos trastorna hasta enloquecer. Nos atrae para que saltemos desde los precipicios, nos arrojemos a las gigantescas olas, dejemos atrás a nuestros seres amados y nos adentremos en miles de kilómetros de aguas abiertas en busca de lo que quizá nos aguarde en la otra orilla. Ese olor había penetrado en la nariz de nuestro hombre dos noches atrás, cuando se descolgó por el andamio y saltó la tapia de los Spain.
—Ahora los niños contarán que está encantada —dijo Richie.
—Es probable.
—Se retarán a ir corriendo hasta la casa y tocar la puerta. A entrar, incluso.
A nuestros pies, las lámparas que Jenny había comprado para su acogedora cocina familiar resplandecían iluminadas con mariposas amarillas. Faltaba una, que ahora aguardaba su turno en el laboratorio de Larry.
—Hablas como si fuera a convertirse en una casa abandonada —dije—. Deshazte de esa negatividad, hombre. Cuando sea capaz de hacerlo, Jenny tendrá que venderla. Deséale buena suerte. La va a necesitar.
—Dentro de unos cuantos meses, toda esta urbanización estará abandonada —me espetó Richie—. Morirá junto a las aguas. Nadie comprará una propiedad en este sitio y, si lo hiciera, podría escoger entre un centenar de casas. ¿Intentas decirme que tú elegirías precisamente esa?
Señaló con la barbilla hacia la ventana.
—Yo no creo en fantasmas —repliqué—. Y tú tampoco deberías, al menos mientras estás de servicio.
No quise decirle que los fantasmas en los que sí creo no estaban atrapados en las manchas de sangre de los Spain, sino que revoloteaban como polillas gigantescas por toda la urbanización, abarrotándola, entrando y saliendo por las puertas y flotando sobre la tierra cuarteada, agolpándose contra las escasas ventanas iluminadas, con las bocas abiertas en mudos aullidos: eran todas las personas que deberían haber vivido en ella. Los jóvenes que habían soñado con cruzar aquellos umbrales sosteniendo en brazos a sus esposas, los recién nacidos que deberían haber llegado a casa desde el hospital para instalarse en sus cómodos dormitorios, los adolescentes que deberían haberse besado por primera vez apoyados en aquellas farolas que nunca iban a iluminarse. Con el tiempo, los fantasmas de las cosas ocurridas se vuelven distantes; cuando te han asustado un par de millones de veces, su temor apenas daña el tejido cicatrizado, se aplaca. Los que continúan cortando cual cuchillas hasta la eternidad son los fantasmas de las cosas que ni siquiera tuvieron la oportunidad de suceder.
Richie había devorado la mitad de los sándwiches y andaba haciendo una bola con un trozo de papel de aluminio entre las palmas de las manos.
—¿Puedo preguntarte algo? —dijo.
No levantó la mano de milagro. Me hizo sentir como si tuviera el pelo plagado de canas y llevara unas gafas bifocales. Consciente del tono acartonado de mi voz, le dije:
—No necesitas pedirme permiso, Richie. Responder a tus preguntas forma parte de mi trabajo.
—De acuerdo —replicó él—. Entonces, me pregunto por qué estamos aquí.
—¿En la Tierra?
Richie no supo si que tenía que reírse.
—No, quiero decir… aquí, en esta misión de vigilancia.
—¿Preferirías estar en casa, en tu camita?
—¡No! Estoy fantásticamente bien aquí; lo prefiero a estar en cualquier otra parte. Sólo me lo preguntaba. Me refiero a que… en realidad no importa tanto quién esté aquí, ¿no es cierto? Si nuestro hombre aparece, aparece; cualquiera podría detenerlo. Yo había supuesto que tú…, no sé, que delegarías esta parte del trabajo en otro.
—Es probable que no implique ninguna diferencia en cuanto al arresto en sí, es cierto —respondí—, pero la diferencia radica en lo que ocurrirá a continuación. Si eres tú quien le pone las esposas a tu hombre, se establece una relación muy clara: le demuestras quién está al mando desde el principio, quién es ahora su papaíto. En un mundo ideal, yo sería siempre quien pesca al sospechoso.
—Pero no es así, ¿verdad?, no en todos los casos.
—Por el momento, amigo mío, no sé hacer magia. No soy omnipresente. A veces tengo que darles la oportunidad de hacerlo a otras personas.
—Pero esta vez no —terció Richie—. Nadie va a tener ninguna oportunidad en este caso, no hasta que los dos estemos tan cansados que caigamos desmayados. ¿Estoy en lo cierto?
El tono risueño de su voz me sentó bien, me agradó su confianza en dar por sentado que estábamos juntos en aquello.
—Así es —dije—. Y tengo bastantes grageas de cafeína como para mantenernos en pie un buen rato.
—¿Es por los niños?
El tono risueño se había desvanecido.
—No —respondí—. Si fuera sólo por los niños, no tendría problema en dejar que cualquier refuerzo arrestara a nuestro hombre. Quiero ser quien le eche el guante al tipo que asesinó a Pat Spain.
Richie aguardó unos instantes, observándome. Al ver que yo no añadía nada más, preguntó:
—¿Y eso por qué?
Quizá fuera porque me crujían las rodillas o porque tenía el cuello tenso después de trepar por el andamio, por la sensación lastrante de que empezaba a estar viejo y cansado; tal vez fuera eso lo que, de repente, me impulsó a querer saber de qué hablan los otros hombres en las largas y tediosas noches de vigilancia, qué los lleva a la sala de la brigada al día siguiente caminando con paso firme, adoptando decisiones compartidas con una leve inclinación de la cabeza o enarcando simplemente una ceja. Quizá fueran esos momentos, durante el último par de días, en los que me había sorprendido pensando que no sólo estaba enseñándole al novato cómo funcionaba todo, momentos en los que había creído sinceramente que Richie y yo estábamos colaborando, codo con codo. Quizá fuera aquel traidor olor a mar, que erosionaba todos mis «por qué no» y los convertía en arenas movedizas. Quizá fuera sólo el cansancio.
—Dime algo —dije—. ¿Qué crees que habría sucedido si nuestro amigo hubiera hecho algo mejor su trabajo? ¿Si hubiera limpiado esta guarida antes de salir de caza, hubiera borrado las huellas de sus pies y hubiera abandonado las armas en la escena del crimen?
—Que le hubiéramos colgado el marrón a Pat Spain.
En la oscuridad, apenas lo veía, apenas divisaba el ángulo de su cabeza apoyada contra la ventana, su mejilla inclinada hacia mí.
—Sí. Probablemente. Y aunque hubiéramos tenido el presentimiento de que había alguien más implicado… ¿Qué crees que habrían pensado los demás si no hubiéramos podido darles una descripción, si no hubiéramos encontrado ni una sola prueba de la existencia de esa persona? La señora Gogan, todo Brianstown, el ciudadano corriente que sigue el caso en las noticias, las familias de Pat y Jenny. ¿Qué habrían supuesto?
—Que había sido Pat —respondió Richie.
—Igual que hicimos nosotros.
—Y el verdadero culpable seguiría suelto, quizá preparándose para atacar de nuevo.
—Tal vez, sí, pero no es a eso a lo que me refiero. Aunque este tipo regresara a su casa anoche y encontrara un bonito lugar para ahorcarse, habría convertido a Pat Spain en un asesino. A los ojos de cualquiera que oyera su nombre, Pat habría sido un hombre que asesinó a la mujer con quien compartía el lecho y a los hijos que tuvieron juntos.
La mera formulación de aquellas palabras hizo que aquel zumbido agudo resonara en mi cráneo: el mal.
—Está muerto. Ya no puede hacerle daño —replicó Richie en tono amable.
—Efectivamente, está muerto. Todo lo que tendrá serán veintinueve años de vida. Debería haber disfrutado de cincuenta años más, quizá sesenta, pero ese tipo decidió arrebatárselos. Y por si eso no fuera suficiente, pretendía retroceder en el tiempo y despojarlo de esos tristes veintinueve años precedentes. Quitarle todo lo que Pat había sido en la vida. Dejarlo sin nada.
Vi el mal como una nube baja de polvo negro y pegajoso que se extendía lentamente fuera de aquella estancia y sepultaba casas y campos hasta acabar ocultando la luz de la luna.
—Y eso es perverso —continué—. Es tan despiadado que me faltan las palabras para describirlo.
Permanecimos allí sentados en silencio mientras nuestra Fiona particular buscaba el recogedor y barría los pedazos de un plato que había quedado roto en un rincón del suelo de la cocina. Al cabo de un rato, Richie abrió el paquete de galletas, me ofreció una y, cuando decliné su ofrecimiento, devoró la mitad sin prisas pero sin pausa. Luego dijo:
—¿Puedo preguntarte algo?
—De verdad, Richie, vas a tener que quitarte esa costumbre. A nuestro hombre no le va a inspirar ninguna confianza que levantes la mano en mitad de un interrogatorio y me pidas permiso para hablar.
Esta vez sí sonrió.
—Se trata de algo personal.
No respondo a preguntas personales, no cuando me las formulan agentes en prácticas, pero aquella era una conversación que no solía mantener con ningún oficial en prácticas. Me cogió por sorpresa, por lo bien que me sentía y por la facilidad con que habíamos superado las barreras entre el veterano y el novato y todo lo que estas conllevan, y habíamos pasado a ser, sin más, dos hombres charlando.
—Dispara —lo alenté—. Si te pasas de la raya, te lo haré saber.
—¿A qué se dedica tu padre?
—Está jubilado. Era guardia de tráfico.
Richie soltó una risotada.
—¿Qué tiene de divertido? —quise saber.
—Nada. Es sólo que… me imaginaba que haría algo más pijo, que sería profesor en una escuela privada, de geografía o algo así. Pero, ahora que lo dices, todo encaja.
—¿Debo tomarme eso como un cumplido?
Richie no respondió. Se metió otra galleta en la boca y se limpió las migas de los dedos, pero podía percibir cómo funcionaba su mente. Al cabo de un rato, comentó:
—Hay algo que dijiste en la escena del crimen: que a la gente no la asesinan a menos que ande buscándoselo, que las cosas malas les suceden a las malas personas. Yo creo que pensar eso es un lujo. ¿Entiendes a qué me refiero?
Aparté de mi pensamiento el golpe de algo más doloroso que la irritación.
—La verdad es que no, muchacho. La experiencia me dice (y aunque no pretendo restregarte mi experiencia por la cara, lo cierto es que acumulo más que tú) que en la vida cosechas lo que siembras. No siempre, pero sí la mayoría de las veces. Si crees que eres un tipo con éxito, serás un tipo con éxito; si crees que no te mereces nada más que hundirte en el pozo, acabarás hundido en el pozo. Tu realidad interior da forma a tu realidad exterior todos los días de tu vida. ¿Me sigues?
Richie observó las cálidas luces amarillas de la cocina a nuestros pies.
—Yo no sé qué hace mi padre, no le conozco —dijo él con toda naturalidad, como si fuera algo que hubiera tenido que explicar demasiadas veces en el pasado—. Me crie en un suburbio, aunque probablemente ya lo sepas. Vi a un montón de gente sufrir cosas espantosas que no habían pedido. Muchísimas.
—Y ahora estás aquí —repliqué—. Un detective en una brigada de máximo rango, haciendo el trabajo que siempre quisiste hacer, formando parte del caso más importante del año y muy cerca de resolverlo. Procedas de donde procedas, eso cuenta como un éxito. Y opino que eso viene a confirmar mi teoría.
Richie no volvió la cabeza hacia mí.
—Seguramente, Pat Spain pensaba lo mismo que tú.
—Quizá sí. ¿Y?
—Pues que aun así perdió su empleo. Se dejó la piel trabajando, era optimista, lo hizo todo bien y acabó en el hoyo. ¿Cómo sembró todo eso?
—Lo que le ha ocurrido ha sido el colmo de la injusticia y soy el primero en defender que no debería haberle sucedido. Pero, vamos, vivimos tiempos de crisis. La coyuntura es excepcional.
Richie sacudió la cabeza.
—A veces, las cosas malas pasan sin más —sentenció.
El cielo estaba tachonado de estrellas; hacía años que no veía tantas. A nuestra espalda, el ruido del mar y el silbido del viento que agitaba las hierbas altas se fundían en una larga y apaciguadora caricia en la noche.
—No puedes pensar de ese modo. Tanto si es verdad como si es mentira. Tienes que creer que, en algún momento de la vida, como sea, la mayoría de las personas obtienen lo que merecen.
—¿Y sino es así…?
—Si no es así, me pregunto qué te impulsa a levantarte por las mañanas. Creer en que una causa tendrá una consecuencia no es ningún lujo. Es esencial, como el calcio o el hierro: puedes pasar sin ellos un tiempo, pero al final acabas corroyéndote por dentro. Tienes razón: de vez en cuando, la vida no es justa. Y ahí es donde entramos nosotros. Para eso estamos. Somos los encargados de solucionarlo.
La luz del dormitorio de Emma se encendió a nuestros pies: la doble de Fiona intentaba llamar la atención. La luz tornó las cortinas de un rosa pálido translúcido e iluminó las siluetas de los animalitos que hacían cabriolas sobre la tela. Richie señaló hacia la ventana con la cabeza.
—No vamos a solucionar eso —dijo.
La mañana en la morgue aún le permeaba en la voz.
—No —concedí—. Eso no hay manera de arreglarlo. Pero al menos podemos asegurarnos de que las malas personas paguen por lo que han hecho y las buenas personas tengan una oportunidad de seguir adelante con sus vidas. Al menos podremos conseguir eso. Sé que no vamos a salvar el mundo, pero lo convertiremos en un lugar mejor.
—¿De verdad lo crees?
Su rostro, blanco y joven bajo la luz de la luna, delataba cuánto deseaba que yo tuviera razón.
—Sí —respondí—, lo creo. Quizá sea un ingenuo. Me han acusado un par de veces de serlo, pero lo creo. Ya descubrirás a qué me refiero. Espera a que atrapemos a ese tipo. Espera a regresar esa noche a tu casa y meterte en la cama, sabiendo que está entre rejas y que va a seguir ahí para cumplir sus tres cadenas perpetuas. Espera a ver si el mundo en el que vives no te parece entonces un lugar mejor que en el que estás ahora.
Nuestra Fiona descorrió las cortinas de Emma y se asomó a contemplar el jardín, una silueta menuda y oscura recortada sobre el papel pintado de color rosa. Richie la observaba.
—Eso espero —dijo.
La frágil red de luces que se extendía por toda la urbanización había empezado a desintegrarse, al tiempo que los luminosos hilos de las calles habitadas empezaban a sumirse en la negritud. Richie se frotó las manos enguantadas e intentó calentárselas con el aliento. Nuestra Fiona se movía de un lado a otro por las estancias vacías, encendiendo y apagando luces, abriendo y cerrando cortinas. El frío se había instalado en el hormigón de nuestro escondite y se me clavaba en la columna a través de la espalda del abrigo.
La noche continuó. Un puñado de veces, un ruido, un largo culebreo en el sotobosque que había a nuestros pies, el estallido de una refriega y algo que escarbaba en la casa al otro lado de la calle o un agudo chillido salvaje, nos hizo ponernos en pie y prepararnos para entrar en acción, guardándonos las espaldas contra la pared, antes incluso de ser conscientes de que habíamos oído algo. En una ocasión, las gafas de visión nocturna nos permitieron captar la figura de un zorro, luminoso, en medio de la carretera, con la cabeza alzada y algo colgando de su boca; en otra, un hilillo sinuoso de luz que serpenteaba por los jardines, entre ladrillos y hierbajos. En unas cuantas ocasiones reaccionamos con demasiada lentitud y no descubrimos nada salvo el repiqueteo de guijarros y enredaderas balanceándose al unísono y un destello de blanco que se disipaba. Cada vez transcurrían más minutos hasta conseguir que nuestro ritmo cardíaco se normalizase y podíamos sentarnos de nuevo. Se hacía tarde. Nuestro hombre estaba cerca, tiraba de la cuerda en ambas direcciones y se concentraba intensamente mientras decidía.
—Lo había olvidado —dijo Richie de repente, después de la una de la madrugada—. He traído esto.
Se inclinó sobre su bolsa de deporte y sacó un par de prismáticos en una funda de plástico negro.
—¿Unos prismáticos?
Extendí la mano para cogerlos, abrí la funda y eché un vistazo. Parecían baratos y no se los habían proporcionado en suministros; la funda aún olía a plástico nuevo.
—¿Has ido a comprarlos a propósito?
—Son del mismo modelo que los que utilizaba nuestro hombre —contestó Richie tímidamente—. Pensé que deberíamos tener unos. Ver lo que él veía, ¿entiendes?
—¡Por todos los santos! Dime que no eres uno de esos tipos sensibleros que se imbuyen de la idea de ver a través de los ojos del asesino y se dejan guiar por la intuición.
—No, claro que no lo soy. Me refiero a ver literalmente lo que él veía para saber, por ejemplo, si conseguía distinguir las expresiones faciales, si alcanzaba a ver la pantalla del ordenador, los nombres de las webs que consultaban o lo que fuera. Esa clase de cosas.
Incluso bajo la luz de la luna pude ver que se había puesto rojo como la grana. Me conmovió, no sólo la idea de que invirtiera parte de su tiempo y su dinero en buscar los prismáticos exactos, sino que confesara abiertamente cuánto le preocupaba lo que yo pensara.
—Buena idea —le dije, en un tono más amable, sosteniendo los prismáticos en alto—. Echa un vistazo; nunca se sabe qué podemos descubrir.
Parecía desear que los prismáticos desaparecieran, pero los ajustó y apoyó los codos en el alféizar para enfocarlos en la casa de los Spain. Nuestra Fiona estaba junto al fregadero aclarando su taza.
—¿Qué ves? —quise saber.
—Veo la cara de Janine con total claridad; podría leerle los labios si quisiera, ver todo lo que dijera. No vería la pantalla del ordenador aunque estuviera sobre la mesa, porque el ángulo no lo permite, pero alcanzo a leer los títulos de los libros que hay en la estantería y la pizarrita blanca con la lista de la compra: huevos, té, gel de ducha. Eso podría servirnos, ¿no? Si todas las noches leía la lista de la compra de Jenny, podía saber dónde iba a estar al día siguiente…
—No perdemos nada por comprobarlo. Prestaremos una atención especial al circuito cerrado de televisión de su ruta de compras para verificar si hay alguien que aparezca repetidas veces.
Junto al fregadero, la doble de Fiona giró la cabeza con un gesto brusco, como si hubiera notado nuestros ojos posados en ella. Incluso sin los prismáticos, la vi estremecerse.
—Joder —espetó Richie de repente, tan alto que me sobresaltó—. Vaya, lo siento. Pero mira esto.
Me pasó los prismáticos. Los dirigí hacia la cocina y los ajusté a mi capacidad visual, que, deprimentemente, era un punto peor que la de Richie.
—¿Qué se supone que tengo que mirar?
—La cocina no. Más allá, por el pasillo. Se ve la puerta principal.
—¿Y?
—Mira justo a la izquierda de la puerta —continuó Richie.
Desplacé los prismáticos hacia la izquierda y ahí estaba: el panel de la alarma. Silbé muy bajito. No distinguía los números, pero no me hacía ninguna falta: el movimiento de los dedos me habría revelado todo cuanto necesitaba saber. Jenny Spain podría haber cambiado el código todos los días, si quería; unos minutos en nuestro punto de observación mientras Patrick o ella conectaban la alarma habrían bastado para echar por tierra todas sus precauciones.
—¡Bien, bien, bien! —exclamé—. Richie, amigo mío, acepta mis disculpas por mofarme de tus prismáticos. Supongo que ya sabemos cómo consiguió burlar el sistema de alarma. Buen trabajo. Aunque nuestro hombre no se presente, esta noche no habrá sido una pérdida de tiempo.
Richie agachó la cabeza y se frotó la nariz, con aspecto de estar entre avergonzado y complacido.
—No obstante, seguimos sin saber cómo consiguió las llaves. Y el código de la alarma no sirve de nada sin ellas.
Justo entonces, el teléfono vibró en el bolsillo de mi abrigo: era el Hombre Marlboro.
—Kennedy —respondí.
Hablaba con voz sólo una octava por encima de un susurro.
—Señor, tenemos algo. Hemos divisado a un hombre saliendo de Ocean View Lañe. Es una calle sin salida, linda con el muro norte de la urbanización, y allí no hay nada más que obras: sólo alguien que hubiera saltado el muro podría proceder de esa dirección. Es más bien alto y va vestido con colores oscuros, pero no queríamos acercarnos demasiado, así que eso es todo lo que puedo decirle. Lo hemos seguido desde una distancia prudencial hasta que ha tomado Ocean View Lawns, otra calle sin salida en la que no hay ninguna casa acabada ni ningún motivo que justifique la presencia de nadie. No hemos querido seguirlo hasta allí, claro está, pero mantenemos la vigilancia en el extremo de Ocean View Lawns. Hasta ahora no lo hemos visto salir, pero podría haber vuelto a saltar por el muro. Pensábamos hacer una ronda y ver si podíamos darle alcance.
Richie se había dado media vuelta y me observaba; los prismáticos colgaban olvidados en sus manos.
—Buen trabajo, detective. Manténganse al aparato y hagan una breve ronda por la zona. Sería fantástico que consiguieran ver bien al tipo y darnos una descripción, pero, por lo que más quieran, no lo ahuyenten. Si se cruzan con alguien, no aminoren la marcha y no hagan que resulte evidente que lo están vigilando; continúen conduciendo y conversando hasta alejarse y fíjense en lo que puedan. Adelante.
No podía activar el altavoz, no con nuestro hombre suelto y en cualquier sitio, en todas partes, en cualquier movimiento entre las enredaderas. Lo señalé con el dedo y le hice un gesto a Richie para que se acercara. Se agachó y se colocó a mí lado, con la oreja pegada a la mía.
Murmullos de los refuerzos, uno de ellos desplegando un mapa y buscando una dirección, mientras el otro ponía el coche en marcha; el ronroneo grave del motor. Alguien martilleando con las puntas de los dedos en el salpicadero. Y luego, un minuto después, el repentino estallido de un parloteo («¡Y mi mujer me dice, adelante, échalo en la basura con el resto!») y una falsa risotada.
Nuestras cabezas rozaban sobre el teléfono, ni siquiera respirábamos. El parloteo se alzó y se desvaneció. Tras una pausa que pareció durar una semana, el Hombre Marlboro señaló, en voz aún más baja, pero en un tono de emoción creciente:
—Señor, acabamos de pasar junto a un hombre de entre un metro setenta y cinco y un metro ochenta de estatura, de complexión delgada. Se dirige hacia el este por Ocean View Avenue, justo al otro lado del muro de Ocean View Lawns. Las calles no están iluminadas, así que no hemos podido verlo con claridad, pero lleva un abrigo tres cuartos oscuro, tejanos oscuros y un gorro de lana también oscuro. A juzgar por su forma de caminar, diría que debe de rondar la treintena.
Richie respiraba con agitación. En voz también muy baja, pregunté:
—¿Se ha percatado de que lo vigilabais?
—No, señor. No podría jurarlo, pero creo sinceramente que no. Ha vuelto la cabeza con gesto rápido cuando nos ha oído a su espalda, pero luego la ha agachado. No ha hecho ademán de huir y, al menos mientras lo hemos seguido a través del retrovisor, continuaba caminando por la calle al mismo ritmo y en la misma dirección.
—Ocean View Avenue. ¿Está habitada?
—No, señor. No hay más que paredes.
Así que nadie podía decir que estábamos poniendo en riesgo la vida de los ciudadanos al dejar que aquella cosa se acercara libremente hasta nosotros en mitad de la noche. Aunque Ocean View Avenue hubiera estado repleta de familias confiadas y puertas abiertas, no me habría preocupado. No estábamos ante un asesino que actuara por impulso y atacara a cualquiera que se cruzara en su camino. Para aquel tipo, sólo existían los Spain.
Richie se acercó a su bolsa de deporte y, muy agazapado para que su silueta no se recortara en los huecos de las ventanas, sacó un papel doblado. Lo extendió en el suelo, delante de ambos, bajo el pálido rectángulo que dibujaba la luz de la luna: era un mapa de la urbanización.
—Bien —dije—. Poneos en contacto con la detective…
Chasqueé los dedos mirando a Richie y le señalé la cocina de los Spain; «Oates», articuló en silencio.
—La detective Oates. Hacedle saber que está a punto de comenzar la acción. Decidle que se asegure de cerrar con llave todas las puertas, de cerrar bien las ventanas y de tener la pistola cargada. Pedidle que empiece a trasladar cosas (papeles, libros, discos DVD, lo que sea), desde la parte delantera de la casa hasta la cocina, de la manera más visible posible. Vosotros dos regresad al punto en el que visteis por primera vez a ese tipo. Si se acobarda e intenta regresar adonde os encontráis, arrestadlo. No contactéis conmigo a menos que sea urgente. Si ocurre algo, os lo comunicaremos.
Me guardé el teléfono en el bolsillo. Richie recorrió el mapa con un dedo: Ocean View Avenue, en el extremo noroeste de la urbanización.
—Es aquí —dijo en voz muy baja, un leve susurro bajo el potente murmullo del mar—. Si se dirige hacia nosotros y sólo avanza por calles desérticas y ataja saltando tapias, tardará unos diez, quizá quince minutos.
—Suena correcto. No creo que venga hasta aquí directamente: debe de estar preocupado porque hayamos encontrado su escondite. Primero husmeará un poco y luego decidirá si quiere arriesgarse a subir: buscará la presencia de policías, coches desconocidos, comprobará si hay actividad… Pongamos que tardará unos veinticinco minutos a lo sumo.
Richie alzó la vista para mirarme.
—Si decide que es demasiado arriesgado y se da a la fuga, serán los refuerzos quienes lo arresten, no nosotros.
—Ningún problema. Si no sube aquí, no es más que un tipo que ha salido a dar un paseo nocturno en mitad de la nada. Podemos averiguar quién es y mantener una agradable charla con él, pero, a menos que sea lo bastante temerario como para llevar unas zapatillas ensangrentadas o hacer una confesión completa, no podremos retenerlo. Y, en ese caso, no me importa dejar que sea otra persona quien lo arreste y tenga que liberarlo pocas horas después. No nos interesa que crea que nos lleva ventaja.
Lo que haríamos si echaba a correr carecía de importancia: yo sabía que vendría hacia nosotros, lo sabía con tanta certeza como si pudiera olerlo, por el cortante olor a almizcle caliente que humeaba en los tejados y los escombros cuyas volutas se aproximaban más y más. Desde el preciso instante en que había visto aquella guarida, sabía que regresaría a ella. Antes o después, un animal que huye regresa a casa.
El pensamiento de Richie había discurrido en la misma dirección.
—Vendrá —dijo—. Ya está más cerca de lo que llegó anoche; se muere de ganas de averiguar qué está pasando. Cuando vea a Janine…
—Por eso tenemos que hacer que mueva cosas hacia la cocina —expliqué yo—. Apuesto a que lo primero que hará nuestro hombre es comprobar la fachada de la casa de los Spain, desde las obras del lado opuesto de la calle. Confío en que, cuando la divise desde ahí, quiera saber qué está haciendo con todas esas cosas, pero, para averiguarlo, tendrá que venir hasta aquí. Las casas están demasiado juntas para que se cuele entre ellas, así que no puede saltar la tapia y entrar por detrás. Tendrá que venir por Ocean View Walk.
La parte alta de la calle estaba a oscuras, bajo las sombras de las casas; el tramo inferior describía una curva hacia la luz de la luna.
—Yo cubriré la parte alta y me llevaré las gafas de infrarrojos. Tú te ocuparás de la parte baja. Comunícame cualquier movimiento que detectes, por pequeño que sea. Si no aparece por aquí, haremos lo posible por mantener la situación en calma (procuraremos no alertar a los residentes de que algo sucede), pero es posible que no nos dé esa opción. No debemos olvidar que se trata de un tipo peligroso. A juzgar por lo que sabemos de él, no hay motivo para pensar que vaya armado, pero tendremos que actuar como si lo fuera. Armado o no, es un animal rabioso y estamos en su madriguera. Recuerda bien lo que hizo ahí dentro y ten muy claro que, si se le presenta la oportunidad, nos hará lo mismo a ti y a mí.
Richie asintió. Me pasó las gafas de visión nocturna y empezó a guardar las cosas de nuevo en su bolsa de deporte, con rapidez y eficiencia. Yo plegué el mapa, metí los envoltorios de la comida de Richie en una bolsa de plástico y la guardé. Segundos más tarde, la estancia volvía a no ser más que tablones desnudos y bloques de hormigón, como si nunca hubiéramos estado allí. Lancé nuestras bolsas a un rincón oscuro, fuera de la vista.
Richie se posicionó junto al hueco de la ventana que daba a la parte baja de la calle, agazapado en un ángulo en sombra a un lado del alféizar, y liberó una esquina del revestimiento de plástico para poder observar el exterior. Yo vigilaba la casa de los Spain: nuestra Fiona entró en la cocina cargada con un montón de ropa, lo dejó sobre la mesa y volvió a marcharse. En la planta superior, a través de la ventana de Jack, distinguí el tenue fulgor de una luz en el dormitorio de Pat y Jenny. Me apoyé contra la pared, junto a la ventana que daba a la parte alta de la carretera, y me ajusté las gafas de visión nocturna.
El mar se volvió invisible a través de los cristales, de un negro insondable. En la parte alta de la calle, el zigzag gris de los andamios se extendía en la lejanía: un búho sobrevoló la calle, dejándose mecer por las corrientes de aire como un papel en llamas. La quietud continuó y continuó.
Pensé que tenía los ojos abiertos como platos, pero debí de pestañear. No se produjo ningún sonido. En un momento, la parte alta de la calle estaba vacía; al siguiente estaba ahí, resplandeciendo blanco y fiero como un ángel flanqueado por ruinas en sombras. Su rostro resultaba casi demasiado luminoso para mirarlo. Permaneció inmóvil, escuchando como un gladiador antes de entrar en la arena, con la cabeza en alto y los brazos colgando a los lados, las manos medio cerradas, listo.
Contuve el aliento. Sin apartar la vista de él, levanté una mano para llamar la atención de Richie. Cuando este volvió la cabeza para mirarme, señalé al otro lado de la ventana y le hice un gesto para que se acercase.
Richie se agachó y se deslizó por el suelo hasta el lado opuesto de mi ventana, ingrávido. Cuando apoyó la espalda en la pared, vi que su mano se posaba en la culata de su arma.
Nuestro hombre avanzaba por la calle despacio, pisando con sumo cuidado, y volvía la cabeza al menor ruido. No llevaba nada en las manos ni gafas de visión nocturna; sólo él. En los jardines, los animalillos resplandecientes se erguían y se alejaban brincando a su paso. Radiante, recortado contra aquel entramado de metal y hormigón, parecía el último hombre sobre la faz de la Tierra.
Cuando se encontraba a una casa de distancia, me quité las gafas; aquella alta figura resplandeciente se tornó una mancha negra, un monstruo que se deslizaba en la noche para acercarse a nuestro umbral. Le hice un gesto a Richie y me aparté del hueco de la ventana, cobijándome en las sombras. Richie se situó en el rincón opuesto; por un instante, oí su respiración acelerada, hasta que la contuvo y se serenó. El primer contacto de la mano de nuestro hombre sobre la barra de metal hizo que el andamiaje vibrara con un siniestro escalofrío, y la casa se estremeció.
Aumentó a medida que trepaba, un zumbido grave como el ritmo de un tambor, y luego se desvaneció en el silencio. Su cabeza y sus hombros aparecieron en la ventana, más oscuros que la oscuridad. Vi su rostro escudriñar los rincones, pero la estancia era amplia y las sombras nos guarecían.
Entró a través de la ventana con una facilidad que indicaba que lo había hecho miles de veces. En el preciso instante en que sus pies tocaron el suelo y volvió el cuerpo hacia la ventana de su puesto de vigilancia, yo salí de mi rincón y me abalancé sobre su espalda. Exhaló un suspiro ronco y avanzó dando traspiés; le agarré del cuello con un brazo, le retorcí el brazo a la espalda con la otra mano y lo empujé contra una pared. Emitió un hondo gruñido. Cuando abrió los ojos, lo que vio fue la pistola de Richie.
—Policía. No se mueva —le advertí.
Tenía todos los músculos del cuerpo rígidos, como si estuvieran armados con varillas de acero. Con voz fría y entrecortada, una voz que podría haber sido la de cualquiera, le anuncié:
—Voy a esposarlo por la seguridad de todos. ¿Lleva algo encima de lo que debamos tener conocimiento?
No parecía oírme. Lo solté, sin dejar de observarlo; no se movió; ni siquiera hizo un gesto de dolor cuando le llevé las muñecas a la espalda y le puse las esposas. Richie lo cacheó, rápido y con contundencia, mientras iba apilando todo lo que hallaba en un montoncito en el suelo: una linterna, un paquete de pañuelos y unos caramelos mentolados. Dondequiera que hubiera ocultado su coche, había dejado el carné de identidad, el dinero y las llaves dentro. Viajaba ligero de equipaje, seguro de que ni el más leve tintineo lo delataría.
—Voy a quitarle las esposas para que pueda bajar por el andamio —le dije—. Confío en que no intente ninguna estupidez; de lo contrario, sólo conseguirá que mi compañero y yo nos cabreemos. Vamos a dirigirnos a comisaría para mantener una charla. Allí le devolverán sus pertenencias. ¿Lo ha entendido?
Estaba en otro sitio, o ponía todo su empeño en estarlo. Mantenía sus ojos, entrecerrados bajo la luz de la luna, fijos en algún punto del cielo, al otro lado de la ventana, sobre el tejado de la casa de los Spain.
—Fantástico —continué, cuando me quedó claro que no obtendría ninguna respuesta—. Deduzco que no le supone ningún problema. Si se produce algún cambio, no lo dude y hágamelo saber. Y ahora, andando.
Richie descendió primero, torpemente, con una bolsa colgada de cada hombro. Yo esperé sujetando la cadena de las esposas que rodeaban las muñecas de nuestro hombre hasta que Richie me hizo un gesto con los pulgares en alto desde el suelo; entonces abrí las esposas y dije:
—Adelante. Nada de movimientos bruscos.
Cuando lo agarré por el hombro y lo orienté en la dirección correcta, pareció despertar y avanzó a trompicones por el suelo desnudo. Se detuvo un instante ante el hueco de la ventana, y entonces leí el pensamiento que cruzaba su mente: antes de que tuviera tiempo de decirle nada, debió de ser consciente de que, desde aquella altura, tendría suerte si se rompía algo más que los tobillos. Salió por la ventana y empezó a descender, dócil como un perro.
Un chaval del instituto me puso el apodo de «Scorcher, el Pichichi» tras marcar un golazo en un partido de fútbol. Dejé que me llamaran así porque pensé que me serviría de acicate en la vida. En el instante en que me encontré solo en aquella terrible estancia tomada por la luz de la luna, el rugido del mar y meses de espera y de vigilancia, en algún recoveco de mi mente resonó: «Cuatro casos resueltos en cuarenta y ocho horas. Eso sí que es meter un golazo». Sé que mucha gente opinaría que ese pensamiento es fruto de una mente enferma, y entiendo el porqué, pero eso no cambia las cosas: el mundo me necesita.