Capítulo 6
El asesinato es caos en todas sus variables. En el fondo, nuestro trabajo es sencillo: nos enfrentamos al crimen en aras de mantener el orden.
Recuerdo cómo era este país durante mi infancia. Íbamos a la iglesia, cenábamos en familia alrededor de la mesa y a ningún niño se le habría ocurrido jamás mandar a la mierda a un adulto. Había mucha maldad, no lo niego, pero todos sabíamos exactamente cuál era nuestro lugar y no nos tomábamos las reglas a la ligera. Si eso les suena a trivialidad, si les aburre, si les parece anticuado o pasado de moda, piensen en esto: la gente sonreía a los desconocidos, saludaba a sus vecinos, dejaba las puertas de sus casas abiertas y ayudaba a las ancianas a llevar las bolsas de la compra, y la tasa de asesinatos rozaba el cero.
En algún momento entre entonces y ahora nos convertimos en fieras. El salvajismo penetró en el aire como un virus, y se propaga. Basta con observar a las pandillas de chavales que rondan las urbanizaciones de los barrios pobres, desnortados e impetuosos como babuinos, siempre en busca de algo o alguien a quien destrozar. O a hombres de negocios que empujan a mujeres embarazadas para hacerse con un asiento en él tren y utilizan sus todoterrenos para obligar a los vehículos más pequeños a apartarse de su camino, con el rostro lívido de ira y escandalizados si alguien osa contradecirles. Observen a los adolescentes llevarse un berrinche cuando, por una vez en la vida, no consiguen algo cuando lo quieren. Todo aquello que nos diferencia de los animales se está erosionando, desgastándose como la arena del mar, desapareciendo, perdiéndose.
El último estadio de esa fase de brutalidad es el asesinato. Y nosotros nos interponemos entre eso y ustedes. Cuando nadie más lo hace, decimos: «Existen unas reglas. Existen unos límites. Existen unas fronteras inamovibles».
Soy el tipo menos fantasioso que existe sobre la faz de la Tierra, pero en las noches en que me pregunto qué sentido ha tenido el día que acaba de terminar, pienso en que lo primero que hicimos cuando empezamos a volvernos humanos fue trazar una línea divisoria frente a la puerta de nuestra cueva y decir: «Lo salvaje acaba aquí». En mi caso, yo hago lo mismo que hicieron los primeros hombres. Levantaron muros para contener el mar. Pelearon con los lobos por el fuego.
Reuní a todo el personal en el salón; era demasiado pequeño, pero bajo ningún concepto íbamos a mantener aquella conversación en la cocina-pecera de los Spain. Los refuerzos se apiñaron como sardinas, intentando no pisar la alfombra ni rozar la tele, como si los Spain aún necesitaran que sus invitados manifestaran tener buenos modales. Les conté lo que había tras la tapia del jardín. Uno de los técnicos silbó, en un largo y tenue sonido.
—Escucha, Scorcher —dijo Larry, quien se había sentado cómodamente en el sofá—. No pretendo ponerte en entredicho, nada más lejos de mi intención, pero ¿no podría simplemente tratarse de un vagabundo que se ha buscado un lugar agradable y acogedor para echarse a dormir un rato?
—¿Con prismáticos, un saco de dormir caro y toda la parafernalia? Ni hablar, Lar. Esa guarida se estableció por un motivo: que alguien pudiera espiar a los Spain.
—Y no es ningún vagabundo —intervino Richie—. O, si lo es, tiene algún lugar donde puede asearse y lavar el saco de dormir, porque su guarida no huele mal.
—Contacta con la Unidad de Perros Adiestrados y pídeles que nos envíen un perro lo antes posible —ordené al refuerzo que tenía más cerca—. Explícales que buscamos a un sospechoso de asesinato y que necesitamos al mejor rastreador que tengan.
El refuerzo asintió con la cabeza y desapareció por el pasillo, justo después de sacarse el teléfono del bolsillo.
—Hasta que ese perro tenga la oportunidad de rastrear el olor —continué—, nadie más entrará en esa casa. Todos vosotros —señalé con un gesto a los refuerzos— podéis retomar la búsqueda del arma, pero esta vez manteneos bien alejados de esa guarida; bordead la fachada, recorred el perímetro y continuad descendiendo hasta la playa. Cuando llegue el adiestrador de perros, os enviaré un mensaje y regresaréis aquí de inmediato. Voy a necesitar armar un buen caos delante de esta casa: gente corriendo, gritando, conduciendo los coches patrulla con las luces y las sirenas en marcha, formando grupos para investigar algo; haced todo el teatro que podáis. Luego escoged un santo o lo que os apetezca y rezad por que, si nuestro hombre está observando, el caos lo atraiga hasta aquí para ver qué sucede.
Richie estaba apoyado en una pared con las manos en los bolsillos.
—Al menos se ha dejado los prismáticos. Si quiere presenciar el espectáculo, no podrá ocultarse y observar desde la distancia; tendrá que acercarse, venir hasta aquí —apuntó.
—No podemos estar seguros de que no tenga un segundo par, pero debemos albergar esa esperanza. Si se acerca lo suficiente, quizá podamos echarle el guante, aunque tal vez eso sea demasiado pedir; esta urbanización es un laberinto lleno de escondites en los que podría pasarse meses oculto. Entretanto, el perro olfateará su guarida y el saco de dormir y empezará a rastrear. En caso de que el adiestrador no consiga que el perro suba a la primera planta del edificio, puede bajar el saco a pie de calle. Uno de los técnicos irá hasta allí con ellos, discretamente, grabará el lugar en vídeo, tomará las huellas dactilares y se marchará. Todo lo demás puede esperar.
—Gerry —dijo Larry, señalando a un joven larguirucho, que asintió—. El tomador de huellas más rápido del Oeste.
—Excelente, Gerry. Si obtienes huellas, te marchas directamente al laboratorio y haces lo que tengas que hacer. El resto nos dedicaremos a simular una actividad frenética frente a esta casa durante todo el tiempo que necesites y luego retomaremos lo que estábamos haciendo. Tenemos hasta las seis en punto. Luego despejaremos la zona. Quienes estén trabajando dentro de la casa pueden continuar, pero desde el exterior debe parecer que hemos recogido nuestros bártulos y hemos concluido la jornada. Quiero que nuestro hombre encuentre, literalmente, la costa despejada.
Larry tenía las cejas casi en la calva. Apostar el trabajo de una jornada completa a aquella única posibilidad era un juego arriesgado: los recuerdos de los testigos pueden cambiar de la noche a la mañana, un aguacero puede eliminar la sangre y los olores, las mareas pueden arrastrar las armas y prendas ensangrentadas arrojadas al mar y hacer que desaparezcan para siempre. Yo no soy dado a los juegos arriesgados, pero este caso no era como la mayoría.
—Cuando oscurezca —añadí—, volveremos a desplegarnos.
—Estás dando por seguro que el perro no conseguirá localizarlo —señaló Larry—. ¿Crees que este tipo sabe lo que se hace?
Vi que los refuerzos se removían, como si esa idea hubiera activado al máximo sus cinco sentidos.
—Eso es lo que pretendo averiguar —contesté—. Probablemente no, o habría limpiado su escondite después del crimen, pero no quiero asumir riesgos. El sol se pone en torno a las siete y media, quizá un poco más tarde. Alrededor de las ocho u ocho y media, en cuanto ya no seamos visibles, el detective Curran y yo nos dirigiremos a esa guarida y pasaremos allí la noche.
Tropecé con la mirada de Richie, quien asintió.
—Entretanto, dos detectives patrullarán por la urbanización, con discreción, recordadlo, atentos a detectar alguna actividad, sobre todo cualquiera que se dirija en esta dirección. ¿Algún voluntario?
Todos los refuerzos levantaron la mano. Escogí al Hombre Marlboro (pues se lo había ganado) y a un tipo que parecía lo bastante joven como para que una noche de insomnio no lo dejara fuera de combate durante el resto de la semana.
—Tened en cuenta que puede venir tanto de fuera como de dentro de la urbanización. Podría estar oculto en una casa abandonada o ser uno de los residentes, y que fuera así como convirtió a los Spain en su objetivo. Si detectáis algo interesante, telefoneadme de inmediato. Continuaremos sin usar la radio: conviene asumir que este tipo conoce al dedillo el material de vigilancia, al menos lo bastante como para tener un interceptor de ondas radiofónicas. Si algún sujeto os parece prometedor, seguidlo si podéis, pero nuestra prioridad máxima debe ser asegurarnos de que no nos vea. Si tenéis la impresión, por leve que sea, de que os ha descubierto, retiraos e informadme. ¿Entendido?
Asintieron.
—También necesitaré que un par de técnicos pasen la noche aquí —anuncié.
—Conmigo no cuentes —se excusó Larry—. Sabes que te adoro, Scorcher, pero tengo un compromiso previo y soy demasiado viejo para guerrear toda una noche, sin dobles sentidos.
—Ningún problema. Estoy seguro de que alguno de vosotros estará dispuesto a trabajar horas extras, ¿me equivoco?
Larry fingió clavarse la mandíbula en el pecho: tengo fama de no autorizar horas extras. Algunos de los técnicos asintieron.
—Podéis traeros sacos de dormir y hacer turnos para echaros un sueñecito en el salón, si queréis; lo único que necesito es que haya cierta actividad y sea visible. Sacad y meted cosas en el coche, cambiad de sitio los trastos de la cocina, dejad a la vista un ordenador con un gráfico de aspecto profesional en pantalla… Vuestro cometido es avivar lo bastante el interés de nuestro hombre como para que no pueda resistir la tentación de ir a su guarida a recoger los prismáticos y espiar qué estáis haciendo.
—Un señuelo —dijo Gerry, el técnico de huellas.
—Exactamente. Tenemos señuelo, rastreadores y cazadores. Ahora lo único que nos resta es esperar que nuestro hombre caiga en la trampa. Disponemos de un par de horas de descanso entre las seis de la tarde y el anochecer; comed algo, regresad a la comisaría si tenéis que fichar y coged todo aquello que necesitéis para la operación de vigilancia. Por el momento, eso es todo. Ahora volved a lo que estabais haciendo. Gracias, damas y caballeros.
Se retiraron. Dos de los técnicos lanzaron una moneda al aire para echar a suerte las horas extras, y un par de refuerzos intentaban impresionarme o impresionarse mutuamente tomando notas. Me había manchado la manga del abrigo con el óxido del andamio. Encontré un pañuelo en mi bolsillo y me dirigí hacia la cocina para humedecerlo. Richie me siguió.
—Si quieres ir a buscar algo de comida, coge el coche y ve a la gasolinera que mencionó la señora Gogan.
Negó con la cabeza.
—No, estoy bien.
—De acuerdo. ¿Te va bien quedarte esta noche?
—Sí. Ningún problema.
—A las seis iremos a la comisaría, informaremos al jefe, cogeremos lo que necesitemos, volveremos a reunimos y luego regresaremos aquí.
Si Richie y yo éramos capaces de llegar a la ciudad lo bastante rápido y no tardábamos demasiado en informar al comisario, existía una pequeña posibilidad de que tuviera tiempo de hablar con Dina y enviarla en taxi a casa de Geri.
—Puedes anotar las horas extras si quieres. Yo no pienso hacerlo.
—¿Por qué no?
—No creo en las horas extras.
Aunque los muchachos de Larry habían cortado el agua y se habían llevado el sifón del fregadero, por si nuestro hombre se había lavado allí, aún manó un hilillo de agua del grifo. Mojé el pañuelo y me froté la manga.
—Sí, algo había oído al respecto. ¿Cómo es eso?
—No soy una niñera ni una camarera. Yo no cobro por horas. Y tampoco soy ningún político que urde el modo de que le paguen el triple por cada trabajo que hace. A mí me pagan un salario por hacer mi trabajo, implique eso lo que implique.
Richie no hizo ningún comentario al respecto.
—Estás bastante seguro de que nuestro hombre nos está observando, ¿no es así? —preguntó.
—Al contrario, probablemente esté a kilómetros de aquí, si es que tiene un empleo que atender y ha tenido la sangre fría de acudir hoy al trabajo. Pero, como le he dicho a Larry, no quiero correr ningún riesgo.
Capté de reojo algo blanco que se agitaba. Antes siquiera de saber que me había movido, me encontraba de cara a la ventana, listo para arremeter contra la puerta trasera. Uno de los técnicos estaba en el jardín, agachado sobre un adoquín, tomando muestras con un hisopo.
Richie dejó que la escena hablara por sí misma mientras yo me enderezaba y guardaba el pañuelo en mi maletín.
—Quizá «seguro» no sea la palabra correcta —dijo—. Pero crees que nos está observando.
La gran mancha de Rorschach en el suelo donde los Spain habían yacido empezaba a oscurecerse y a formar costra por los bordes. Sobre la superficie, las ventanas rebotaban la grisácea luz vespertina, arrojando reflejos deformados y descentrados: hojas que revoloteaban, un pedazo de pared, el sobrecogedor vuelo en picado de un pájaro contra una nube.
—Sí —corroboré—. Creo que sí. Creo que nos está observando.
Y así nos quedamos, esperando a que transcurriera el resto de la tarde, de camino hacia la noche. Los medios de comunicación habían empezado a congregarse (más tarde de lo que yo había previsto, debo señalar); era evidente que sus GPS no tenían el lugar mejor mapeado que el mío… Se dedicaban a hacer su trabajo, a asomarse por encima de la cinta que delimitaba la escena del crimen para fotografiar las entradas y salidas de los técnicos y a grabar tomas de vídeo con la voz más solemne que eran capaces de impostar. En mi profesión, los medios de comunicación son un mal necesario: viven a costa del animal que todos llevamos dentro y ceban sus portadas con sangre ajena para que las hienas se revuelquen en ella, pero muy a menudo nos son de utilidad, así que conviene tenerlos de nuestra parte. Comprobé mi peinado en el espejo del cuarto de baño de los Spain y salí a hacer una declaración. Por un instante, consideré seriamente enviarles a Richie. Imaginar a Dina escuchando mi voz mientras hablaba de Broken Harbour me desgarraba por dentro.
Había un par de docenas de periodistas fuera, de todo tipo, desde reporteros de periódicos de gran tirada hasta redactores de tabloides, desde las radios locales hasta la televisión nacional. Intenté ser lo más conciso y monótono posible, por si tenía suerte y sólo me citaban en lugar de emitir la grabación, y me aseguré de que se llevaran la impresión de que los cuatro miembros de la familia Spain estaban muertos. Mi hombre lo vería en las noticias y quería que se engrandeciera y se sintiera seguro: nada de testigos con vida, el crimen perfecto, que se diera una palmadita en la espalda por ser un ganador y descendiera a echar otro vistazo a su preciada obra.
El equipo de rastreo y el adiestrador de perros llegaron poco después, lo cual amplió el número de actores del reparto que participó en la función teatral que se representaba en el jardín delantero. La señora Gogan y su hijo dejaron de fingir que no nos espiaban y asomaron la cabeza por la puerta, y los periodistas estuvieron a punto de sobrepasar la cinta de la escena del crimen en una tentativa por averiguar qué sucedía, lo cual se me antojó una buena señal. Me incliné sobre algo imaginario en el vestíbulo con el resto de los muchachos, vociferé unas cuantas palabras en jerga policial hacia el exterior y corrí arriba y abajo por el camino de entrada para sacar cosas del coche. Tuve que echar mano de toda mi fuerza de voluntad para no escudriñar la maraña de casas en busca de un movimiento fugaz o un destello de luz en unas lentes, pero no alcé la vista ni una sola vez.
El perro era un alsaciano atlético y lustroso que olfateó el olor del saco de dormir en una fracción de segundo, lo rastreó hasta el final de la calle y lo perdió. Pedí al adiestrador que paseara al perro por la casa (si nuestro hombre nos estaba observando, necesitaba que creyera que ese era el motivo por el que lo habíamos hecho venir). Luego ordené que se retomara la búsqueda del arma homicida y asigné nuevas misiones a los refuerzos. Ir a la escuela de Emma (rápido, antes de que concluyera la jornada), hablar con su profesora, hablar con sus amigas y con los padres de estas. Ir a la guardería de Jack y hacer exactamente lo mismo. Recorrer todos los comercios de los alrededores de las escuelas, descubrir dónde compró Jenny lo que llevaba en las bolsas que Sinéad Gogan había visto, averiguar si alguien había tenido la impresión de que la seguían y si alguien disponía de un circuito cerrado de televisión cuyas grabaciones pudiéramos revisar. Acudir al hospital donde estaban tratando a Jenny, hablar con los parientes que hubieran ido con intención de visitarla, buscar a los que aún no lo hubieran hecho, asegurarse de que todos ellos mantuvieran la boca cerrada y permanecieran alejados de los medios de comunicación; acudir a todos los hospitales en cien kilómetros a la redonda y preguntar si la noche anterior habían atendido alguna herida de arma blanca y esperar que nuestro hombre hubiera resultado herido en la refriega. Contactar con la central y averiguar si los Spain habían llamado a la policía en los últimos seis meses; telefonear también al Departamento de Policía de Chicago y pedirles que comunicaran la noticia al hermano de Pat, Ian. Ir en busca de cualquiera que viviera en aquella urbanización de mala muerte y amenazarlos con lo que se les ocurriera, incluso con penas de prisión, si contaban algo a los medios de comunicación sin habérnoslo contado antes a nosotros; descubrir si vieron a los Spain, si vieron algo extraño o si vieron algo, lo que fuera.
Richie y yo retomamos el registro de la casa. La situación era muy distinta ahora que los Spain se habían convertido prácticamente en un mito, únicos como un pájaro con un dulce trino que nadie jamás haya visto: auténticas víctimas, del todo inocentes. Hasta entonces, habíamos estado buscando en qué habían fallado. Ahora debíamos concentrarnos en buscar aquello en lo que jamás sospecharon haber fallado. Los recibos que indicaran quién les había vendido comida, gasolina, ropa para los críos; las tarjetas de cumpleaños que nos dirían quién había asistido a la fiesta de Emma; el folleto donde se anotaba el nombre de las personas que habían acudido a las reuniones de vecinos. Buscábamos ese atractivo señuelo que había hecho que alguien se aferrara a ellos con las garras, como un animal, y los siguiera hasta su casa.
El primer refuerzo que nos telefoneó fue el que había enviado a la guardería de Jack.
—Señor —dijo—, Jack Spain no venía a este parvulario.
Habíamos obtenido el número de una lista escrita con la caligrafía redondeada de una niña que había colgada con una chincheta sobre la mesilla del teléfono: médico, comisaría de los garda, trabajo (tachado), escuela de E, parvulario de J.
—¿Nunca?
—No, sólo fue hasta el mes de junio, hasta las vacaciones de verano. Estaba matriculado para el siguiente curso, pero en agosto Jennifer Spain llamó por teléfono para cancelar su plaza. Explicó que iban a quedárselo en casa. La directora de la guardería cree que se debía a un problema de dinero.
Richie se encorvó más sobre el móvil (seguíamos sentados en la cama de los Spain, sumergidos en el papeleo).
—James, hola, al habla Richie Curran. ¿Has conseguido el nombre de algún amiguito de Jack?
—Sí, de tres niños.
—Bien —dije—. Ve a hablar con ellos y con sus padres. Y luego regresa para informarnos.
—¿Puedes preguntarles a los padres cuándo fue la última vez que vieron a Jack? —añadió Richie—. ¿Y cuándo fue la última vez que trajeron a sus hijos a jugar a casa de los Spain?
—Lo haré. Me pondré en contacto con ustedes lo antes posible.
—Está bien —dije y colgué—. ¿Qué estás buscando?
—Fiona dijo que, cuando habló con Jenny ayer por la mañana, esta le había contado que un amiguito del parvulario de Jack había estado jugando en su casa. Pero si Jack no iba al parvulario…
—Pudo referirse a un amiguito del curso pasado.
—Pero no sonaba a eso, ¿no te parece? Podría tratarse de un malentendido, pero como tú mismo has dicho, debemos investigar cualquier cosa que no cuadre. No veo por qué Fiona iba a mentirnos sobre eso, ni por qué Jenny le habría mentido a Fiona, pero…
Pero si alguna de ellas lo había hecho, estaría bien saberlo.
—Fiona podría habérselo inventado porque tuvo una discusión monumental con Jenny ayer por la mañana y ahora se siente culpable —conjeturé—. Y Jenny podría habérselo inventado porque no quería que Fiona supiera que estaban en la ruina. Regla número siete (creo que vamos por esa): todo el mundo miente, Richie. Los asesinos, los testigos, los mirones y las víctimas. Todos.
Los otros refuerzos fueron llamando, uno a uno. Según la policía de Chicago, Ian Spain había reaccionado con un «entendido», la típica mezcla de conmoción y pesar, nada que levantara sospechas; les había dicho que Pat y él no se habían escrito demasiados correos electrónicos últimamente, pero que Pat no había mencionado a ningún acosador, ninguna pelea ni a nadie que lo preocupara. Jenny tampoco tenía mucha más familia: su madre, que ya había ido al hospital, y unos primos en Liverpool, pero eso era todo. La madre también había reaccionado con un «entendido», acompañado de un ataque de histeria al saber que no podía ver a su hija. Al final, el agente había logrado obtener una declaración básica de escaso valor: Jenny y su madre no mantenían una estrecha relación y la señora Rafferty sabía aún menos que Fiona acerca de las vidas de los Spain. El refuerzo había intentado convencerla de que regresara a su casa, pero Fiona y ella se habían atrincherado en el hospital, lo cual nos daba al menos la garantía de saber dónde localizarlas.
Emma sí había continuado asistiendo a la escuela primaria, donde los profesores la describían como una niña agradable de una agradable familia: popular, bien educada y amable, no era ninguna lumbrera en los estudios, pero progresaba adecuadamente. El agente había recopilado una lista de maestros y amigos. No había constancia de heridas de arma blanca sospechosas en los servicios de urgencias de los alrededores ni llamadas de los Spain a la policía. Las entrevistas puerta a puerta no habían arrojado ningún resultado: de las aproximadamente doscientas cincuenta casas, unas cincuenta o sesenta mostraban indicios de ocupación oficial, pero sólo en la mitad había alguien dentro y ninguna de las personas de ese par de docenas de viviendas sabía gran cosa de los Spain. Ningún vecino recordaba haber visto ni oído nada raro, pero no estaban seguros: por la urbanización solían pulular ladrones de coches y adolescentes asilvestrados que vagaban por las calles vacías, encendían hogueras y buscaban algo que destrozar.
En torno a las cuatro de la tarde del día anterior Jenny había pasado por el supermercado de una población cercana, la única de unas dimensiones decentes, para comprar leche, carne picada, patatas fritas y otros artículos que la cajera no recordaba; la tienda estaba en proceso de facilitarnos una copia del recibo, además de la cinta del circuito cerrado de televisión. Jenny se comportó con normalidad, según la cajera, iba con prisas y estaba un poco estresada, pero fue educada; nadie había hablado con la familia y nadie los había seguido cuando salieron, al menos nadie que la joven hubiera visto. Sólo los recordaba porque Jack había estado dando botes en el carrito, canturreando y, mientras ella pasaba la compra por el lector de códigos, le había explicado que en Halloween iba a disfrazarse de un animal grande y temible.
La búsqueda sólo nos aportó algunos restos del naufragio. Álbumes de fotos, agendas, tarjetas de felicitación a los Spain por su compromiso, por su boda y por el nacimiento de los críos; facturas del dentista, del médico y de la farmacia. Anoté todos y cada uno de aquellos nombres y números de teléfono en mi cuaderno. Poco a poco, la lista de interrogantes se reducía, mientras que la de posibles puntos de contacto no dejaba de crecer.
Los de Delitos Informáticos me llamaron a última hora de la tarde para informarme de que habían echado un vistazo preliminar al material que les habíamos remitido. Nos encontrábamos en la habitación de Emma: habíamos registrado su mochila del colegio (montones de dibujos con lápiz rosa, «HOY SOY UNA PRINCESA» escrito en esmeradas y temblorosas mayúsculas). Richie se había arrodillado en el suelo y había estado hojeando los cuentos de hadas de la estantería. Ahora que la niña no estaba y que la cama había quedado desocupada (los muchachos de la morgue la habían envuelto en sus sábanas y se lo habían llevado todo para averiguar si nuestro hombre había dejado caer algún pelo o fibra en el acto del crimen), la habitación estaba tan vacía que te faltaba el aliento, como si se hubieran llevado a la cría mil años atrás y nadie hubiera entrado en ella desde entonces.
El técnico informático se llamaba Kieran, Cian o algo por el estilo. Era joven, hablaba rápido y estaba disfrutando: sin duda, este caso se parecía más a lo que lo había atraído del trabajo que revisar discos duros en busca de pornografía infantil o a lo que fuera que se dedicaba normalmente. No había nada destacable en los teléfonos ni nada de interés acerca de los intercomunicadores, pero el ordenador era otro asunto. Alguien lo había limpiado.
—No iba a encender la máquina y estropear la hora de acceso a los distintos archivos, ¿verdad? Además, alguien configuró el encendido para que todo el contenido se borrase al arrancar el ordenador. De manera que lo primero que he hecho ha sido crear una copia de seguridad del disco duro.
Activé el altavoz. Sobre nuestras cabezas se oía el insistente y desagradable zumbido de un helicóptero que describía círculos a poca altura: los medios de comunicación. Uno de los agentes de refuerzo debería averiguar de quién se trataba y advertirles de que no podían emitir grabaciones clandestinas.
—He enchufado la copia en mi propia máquina y he consultado el historial de navegación; si hay algo interesante, es ahí donde se encuentra. Pero este ordenador no lo tiene. No hay nada. Ni una sola página web.
—Quizá sólo utilizaran internet para enviar correos electrónicos —dije.
Sin embargo, por las compras en línea de Jenny, sabía que eso no era cierto.
—Hummm, le concedo otro intento. Nadie utiliza internet sólo para enviar correos electrónicos. Incluso mi abuelita ha conseguido encontrar una página web de fans del cantante Val Doonican, y si tiene un ordenador es porque yo se lo compré con la idea de que no se deprimiera tras la muerte de mi abuelo. Puedes configurar el navegador para que borre el historial cada vez que lo cierras, pero la mayoría de la gente no lo hace; es un parámetro de configuración que se usa en ordenadores públicos, en los cibercafés y esa clase de lugares, pero no en los ordenadores personales. De todos modos, lo he comprobado y, no, el navegador no está configurado para borrar el historial. De manera que he revisado el registro de eliminaciones de archivos del historial de navegación y de archivos temporales y voilá!, he descubierto que, a la cuatro y ocho minutos de esta madrugada, alguien los ha borrado manualmente.
Richie, todavía de rodillas en el suelo, buscó mi mirada. Nos habíamos concentrado tanto en el puesto de vigilancia y el allanamiento de morada que ni siquiera se nos había ocurrido que nuestro hombre tuviera modos más sutiles de ir y venir, escotillas menos visibles para merodear por la vida de los Spain. Tuve que refrenarme y no mirar por encima de mi hombro para asegurarme de que no había nadie observándome desde el armario de Emma.
—Buen trabajo —dije.
El técnico continuó hablando.
—Quería averiguar algo más acerca de lo que el tipo hizo mientras andaba hurgando por ahí, de manera que he buscado todos los archivos suprimidos en torno a la misma hora. Y adivinen qué he encontrado: han borrado todo el archivo PST de Outlook. Aniquilado. A las cuatro y once minutos de la madrugada.
Richie tenía el cuaderno apoyado en la cama e iba tomando notas.
—¿Corresponde ese archivo al correo electrónico?
—Sí. Todos sus correos electrónicos, todo lo que han enviado y recibido. Y también las direcciones de contacto.
—¿Han borrado algo más?
—No, eso es todo. Hay mucha más información en la máquina, lo típico: fotos, documentos y música, pero no se ha accedido ni modificado ningún archivo en las últimas veinticuatro horas. Su hombre entró ahí, fue directo a por el material de internet y lo borró.
—«Nuestro hombre» —remarqué—. Pareces seguro de que no fueron los propietarios quienes lo hicieron.
Kieran o Cian soltó una carcajada.
—Ni de casualidad.
—¿Por qué no?
—Porque no son precisamente unos genios de la informática. ¿Sabe lo que tienen en esa máquina, en el mismísimo escritorio? No daba crédito a lo que veían mis ojos: un archivo con el nombre «Contraseñas». E imaginen lo que contiene: todas las contraseñas de esta gente. Las del correo electrónico, las de la cuenta bancaria, todo. Pero no queda ahí la cosa. Utilizaban la misma contraseña para un montón de sitios, como diversos foros, eBay y para iniciar sesión en el propio ordenador: «Emmajack». Me ha dado mala espina desde el primer momento, pero siempre me gusta concederle a la gente el beneficio de la duda, de manera que, antes de empezar a golpearme la cabeza contra el teclado, he llamado a Larry y le he preguntado si los propietarios tenían niños y cuáles eran sus nombres. Y agárrense: me ha respondido que se llamaban Emma y Jack.
—Probablemente pensaran que, si alguien les robaba el ordenador, no sabría el nombre de sus hijos, de manera que no podrían encenderlo y leer el archivo de las contraseñas —aventuré.
El técnico emitió un suspiro de hastío que indicaba que acababa de incluirme en la misma categoría que a los Spain.
—Humm, no creo. Mi novia se llama Adrienne y yo me arrancaría los ojos antes de utilizar su nombre como contraseña para nada, porque tengo principios. Créame: nadie lo bastante incauto como para utilizar los puñeteros nombres de sus hijos como contraseña sería siquiera capaz de limpiarse el culo, y mucho menos de limpiar el disco duro de un ordenador. Esto lo hizo otra persona.
—Alguien con conocimientos informáticos.
—Sí, algunos. Como mínimo, con más conocimientos que los propietarios del ordenador. No digo que se trate de un profesional, pero sí sabía cómo manejar una máquina.
—¿Cuánto rato le habría llevado?
—¿En total? No demasiado. Apagó el ordenador a las cuatro y diecisiete de la madrugada. Menos de diez minutos para entrar y salir.
—¿Crees que ese tipo podría haber sabido que vosotros averiguaríais lo que había hecho? —preguntó Richie—. ¿O quizá pensaba que así estaba borrando su rastro?
El técnico emitió un sonido evasivo.
—Depende. Mucha gente cree que somos una pandilla de palurdos con apenas conocimientos para encontrar el botón de encendido. Y también hay mucha gente que va de espabilada por la vida en cuestiones informáticas y acaba metiéndose en líos, sobre todo si anda con prisas, como podría haberle ocurrido a su hombre… Si hubiera querido borrar de verdad todos estos archivos o hubiera pretendido eliminar sus huellas para que yo no hubiera sido capaz de detectar que alguien había tocado el ordenador, podría haberlo hecho con un programa de eliminación, pero para eso se requiere más tiempo y más conocimientos. A su hombre le faltaba lo uno o lo otro, o ambas cosas. En mi opinión, apostaría a que sabía que nos daríamos cuenta que había borrado cierta información.
Pero eso no le había impedido hacerlo. En aquel ordenador había habido algún dato crucial.
—Dime que puedes recuperar los datos —le supliqué.
—Probablemente, parte de ellos sí. La cuestión es cuántos. Voy a probar con un programa de recuperación de datos, pero si ese tipo sobrescribió los archivos eliminados varias veces (y yo en su lugar lo habría hecho), van a estar hechos polvo. Estos malditos archivos se corrompen con sólo usarlos, así que no le cuento lo que ocurre si los borras a propósito… Podríamos acabar teniendo una sopa de letras. Aun así, déjenme que pruebe.
Su voz revelaba que se moría de ganas de ponerse manos a la obra.
—Prueba todo lo que se te ocurra —lo alenté—. Cruzaremos los dedos.
—No se preocupen. Si no consigo superar a un aficionado de pacotilla que se dedica a ir por ahí pulsando el botón de eliminar, lo mejor será que cuelgue las botas y me busque un empleo en las cloacas del departamento de atención al cliente de alguna empresa informática. Les conseguiré lo que pueda. Confíen en mí.
—Un aficionado de pacotilla… —comentó Richie mientras yo guardaba el teléfono.
Seguía arrodillado en el suelo, toqueteando con aire ausente una fotografía enmarcada que había sobre la estantería: Fiona y un tipo con el pelo lacio y castaño sostenían en brazos a una diminuta Emma arrullada en su vestido de puntilla el día de su bautizo, y los tres sonreían.
—… Que consiguió adivinar la contraseña de inicio de sesión.
—Sí —dije—. O bien el ordenador estaba encendido cuando llegó en plena noche, o bien sabía los nombres de los niños.
—Scorcher —me gritó alegremente Larry, alejándose de la ventana de la cocina cuando nos vio en el umbral—. Justo el hombre en quien estaba pensando. Ven aquí, y tráete a ese joven contigo. Os voy a enseñar algo que os va a poner muy, pero que muy contentos.
—Cualquier cosa que me anime en estos momentos es bienvenida. ¿Qué tienes?
—¿Qué te alegraría el día?
—No estoy para bromas, Lar. No me quedan energías. ¿Qué te has sacado de esa chistera de mago?
—La magia no pinta nada en esto. Ha sido cuestión de suerte. ¿Recuerdas que tus uniformados anduvieron pisoteando la cocina como una manada de búfalos en celo?
Le hice un gesto de advertencia con el dedo.
—No son mis uniformados, amiguito. Si yo tuviera uniformados, pasarían por la escena del crimen de puntillas. Ni siquiera te percatarías de que habían estado ahí.
—Bueno, pues de que esa pandilla estuvo aquí sí que me he percatado. Entiendo que tenían que tratar de salvar a la víctima que aún seguía con vida, pero te juro por Dios que, a juzgar por lo que hemos visto, se diría que anduvieron revolcándose por el suelo. De todos modos, pensaba que necesitaríamos un milagro para obtener algo que no procediera de sus torponas pisadas y, por extraño que suene, lo cierto es que lograron no malograr del todo la escena. Mis encantadores muchachos han encontrado huellas dactilares. Tres de ellas. En sangre.
—Eres una joya —le dije.
Un par de técnicos me miraron y asintieron. Su ritmo empezaba a ralentizarse: estaban a punto de terminar su trabajo y reducían la marcha para asegurarse de que no se les pasara por alto ningún detalle. Todos ellos parecían cansados.
—No malgastes la pólvora en salvas —me advirtió Larry—. Ahora viene lo bueno de verdad. Siento tener que decírtelo, pero tu hombre llevaba guantes.
—¡Joder! —exclamé.
Incluso el delincuente más lerdo de hoy en día sabe que tiene que llevar guantes, pero siempre rezas porque el tuyo sea la excepción y se haya dejado llevar por un arrebato de deseo que le haya borrado de la mente todo lo demás.
—Vamos, no te quejes. Al menos te hemos encontrado una prueba de que anoche hubo alguien más en esta casa. Y yo que pensaba que eso serviría para algo…
—Y sirve de mucho.
El recuerdo de mi presencia en el dormitorio de Pat, echándole alegremente la culpa de todo, me provocó un escalofrío de malestar.
—No te voy a reprochar lo de los guantes, Lar. Mantengo mi teoría: eres una joya.
—Por supuesto que lo soy. Acércate aquí y echa un vistazo.
La primera huella era la palma de una mano con sus cinco dedos, estampada a la altura de los hombros, en una de las placas de vidrio de una ventana, que indicaba que el asesino se había asomado al jardín trasero.
—¿Ves la textura, esos puntitos? Indican que son guantes de cuero —explicó Larry—. Y que tenía las manos grandes. No era ningún alfeñique.
La segunda huella se encontraba en el borde superior de la librería de los niños, como si nuestro hombre hubiera tenido que aferrarse para mantener el equilibrio. Y la tercera era una huella lisa sobre la pintura amarilla de la mesa del ordenador, junto al vago contorno del lugar donde había estado la máquina, como si hubiera apoyado una mano allí mientras se tomaba su tiempo para leer lo que fuera que hubiera en la pantalla.
—Eso es precisamente lo que íbamos a preguntarte —apunté—. ¿Tornasteis las huellas de ese ordenador antes de enviarlo al laboratorio?
—Lo intentamos. Cualquiera pensaría que un teclado es una superficie de ensueño, ¿no es cierto? Craso error. La gente no utiliza toda la yema de los dedos para teclear, sólo una fracción diminuta de la superficie, una y otra vez, desde ángulos ligeramente distintos… Es como coger un trozo de papel e imprimir cien palabras distintas en él, una encima de la otra, y luego esperar que podamos descifrar la frase a la cual pertenecían. Lo mejor es siempre el ratón; de ahí extrajimos un par de huellas parciales que podrían ser casi útiles. Aparte de eso, nada lo bastante claro ni grande para poder presentarlo en un juicio.
—¿Y qué hay de la sangre? ¿Había sangre en el teclado o en el ratón, en concreto?
Larry negó con la cabeza.
—Había una salpicadura en el monitor y un par de gotas a un lado del teclado. Pero no había manchas en las teclas ni en el ratón. Nadie los utilizó con los dedos ensangrentados, si eso es lo que queréis saber.
—Entonces se diría que usaron el ordenador antes de los asesinatos —planteé—, al menos antes de los asesinatos de los adultos. Vaya, vaya, el tipo debe de tener unos nervios de acero para sentarse ahí a juguetear con el historial de internet mientras los Spain dormían en el piso de arriba.
—No necesariamente —me contradijo Richie—. Esos guantes eran de cuero; se habrían endurecido, sobre todo si estaban ensangrentados. Quizá no pudiera teclear con ellos y se los quitó; eso justificaría el hecho de que no tuviera los dedos manchados de sangre…
En sus primeros casos, la mayoría de los novatos mantienen el pico cerrado y se limitan a asentir ante todo lo que digo. Normalmente, ese proceder me parece correcto, pero, de vez en cuando, ver como otras parejas de compañeros discuten y rebaten sus teorías y se tildan el uno al otro de tontos para arriba despierta en mí un sentimiento de algo que podría ser soledad. Empezaba a gustarme trabajar con Richie.
—Entonces el tipo se sentó ahí a toquetear el historial de internet de Pat y Jenny mientras ellos se desangraban a unos metros de distancia —le corregí—. En cualquier caso, es indudable que tiene un gran temple.
—Hola, hola… —dijo Larry, saludándonos con la mano—. ¿Os acordáis de mí? ¿Recordáis que os he anunciado que las huellas dactilares no eran la parte buena?
—Me encanta guardarme el postre para el final —dije—. Cuando tú lo creas conveniente, Larry, somos todo oídos.
Nos agarró a cada uno por un codo y nos volvió hacia el denso charco de sangre.
—Aquí es donde estaba la víctima masculina, ¿no es cierto? Boca abajo, con la cabeza hacia la puerta del pasillo y los pies hacia la ventana. Según vuestros búfalos, la mujer estaba a su izquierda, tumbada sobre el costado izquierdo, de cara a él, acurrucada contra su cuerpo, con la cabeza apoyada en el brazo izquierdo del tipo. Y aquí, a sólo cuarenta y cinco centímetros de donde supuestamente estaba su espalda, tenemos esto.
Señaló hacia el suelo, hacia los chorreones de sangre a lo Jackson Pollock que radiaban alrededor del charco.
—¿Una huella de zapato? —quise saber.
—De hecho, son unas doscientas huellas de zapato, ¡que Dios nos ampare! Pero fijaos en esta de aquí.
Richie y yo nos inclinamos sobre la mancha. La huella era tan tenue que apenas se distinguía sobre el jaspeado de las baldosas, pero Larry y sus muchachos ven cosas que el resto de los mortales no vemos.
—Esta huella es especial —anunció Larry—. Corresponde a una zapatilla deportiva del pie izquierdo de un hombre, de una talla entre un cuarenta y cuatro y medio y un cuarenta y seis, estampada en sangre. Y ¡ojo al dato!: no corresponde a ninguno de los uniformados ni a ninguno de los enfermeros, gracias a que hay algunas personas con el cerebro suficiente como para colocarse los protectores para el calzado, y tampoco corresponde a ninguna de las víctimas.
El mono estaba a punto de estallarle de pura satisfacción. Y tenía derecho a estar complacido consigo mismo.
—Larry —dije—, te amo.
—Pues ponte a la cola. Pero no me gustaría darte falsas esperanzas. En primer lugar, es sólo media huella: uno de tus búfalos borró la otra mitad; en segundo lugar, a menos que vuestro hombre sea tonto de remate, a estas alturas esa zapatilla estará ya en el fondo del mar de Irlanda. Pero si por casualidad conseguís echarle el guante, estaremos de suerte: la huella es perfecta. Ni yo mismo podría tomar una mejor. Cuando el laboratorio nos envíe las fotografías, podremos indicarte exactamente el número y, si nos das tiempo suficiente, es muy posible que incluso podamos facilitarte la marca y el modelo. Proporcióname la zapatilla de ese tipo y te diré si encaja en menos de un minuto.
—Gracias, Larry —dije—. Como siempre, tenías razón: es una buena noticia.
Intercambié una mirada con Richie y empecé a caminar hacia la puerta, pero Larry me detuvo dándome un golpecito en el brazo.
—¿Acaso he dicho yo que eso fuera todo? Esto no son más que los preliminares, Scorch, ya sabes cómo funciona. Si citas mi nombre tendré que divorciarme de ti, pero me dijiste que querías algo que te ayudara a hacerte una idea de cómo había sido el enfrentamiento.
—Siempre lo hago, Larry. Todas las aportaciones son bienvenidas.
—Pues parece que la lucha no se limitó a esta estancia, tal como pensabais. Sin embargo, sí que fue aquí donde alcanzó toda su contundencia. Ocupó la cocina de punta a punta (vosotros mismos podéis ver el estropicio de este lugar), pero me refiero a lo que ocurrió después de que comenzaran los apuñalamientos. Tenemos un puf justo allí, en el extremo, rajado con un cuchillo ensangrentado, y también una gran salpicadura de sangre en la pared de este lado, por encima de la mesa; entremedio de ambos puntos, hemos contado al menos nueve salpicaduras. —Larry señaló aquellas que arremetían desde la pared contra mí, súbitamente vivaces como si fueran pintura—. Probablemente, algunas de ellas brotaran del brazo de la víctima masculina; ya habéis oído a Cooper: sangraba por todas partes. Si movió el brazo para intentar defenderse, debió de salpicar sangre, y es posible que también se desprendiera del cuchillo que blandía vuestro hombre. El caso es que entre los dos hubo un gran movimiento. Y las salpicaduras se sitúan a distintos niveles, en distintos ángulos: el asesino apuñaló a las víctimas mientras estas intentaban defenderse, mientras yacían en el suelo…
Richie encogió un hombro; intentó disimularlo rascándose, como si le hubiera picado algo.
—En realidad es una gran ventaja —continuó Larry en tono amable—. Cuanto más revuelto está el lugar, más pruebas encontramos: huellas, cabellos, fibras… Donde esté una buena escena sangrienta, que se quite todo lo demás.
Señalé hacia la puerta del pasillo.
—¿Y qué hay de allí? ¿Llegaron a acercarse?
Larry negó con la cabeza.
—No lo parece. No hay nada a un metro de esa puerta: ni salpicaduras, ni huellas de sangre…, salvo las de los enfermeros y los uniformados. Nada fuera de lugar. Todo tal y como Dios y los decoradores lo previeron.
—¿Hay algún teléfono aquí? ¿Quizá un inalámbrico?
—No que nosotros hayamos encontrado.
—¿Entiendes adónde quiero llegar? —le pregunté a Richie.
—Sí. El teléfono fijo estaba sobre la mesa del pasillo.
—Exacto. ¿Por qué no intentaron Patrick ni Jennifer cogerlo y llamar al 999, o al menos intentarlo? ¿Cómo los contuvo a ambos a la vez?
Richie se encogió de hombros. Sus ojos seguían deslizándose por la pared del fondo, de salpicadura de sangre en salpicadura de sangre.
—Ya has oído lo que dijo la señora Gogan —respondió—. No tenemos muy buena reputación en esta zona. Quizá pensaron que no merecía la pena.
Una imagen me palpitaba dentro del cráneo: Pat y Jenny Spain presas del más profundo terror, creyendo que estábamos demasiado lejos y que nos mostraríamos indiferentes, tanto que ni siquiera tenía sentido llamarnos, convencidos de que toda la protección del mundo los había abandonado; que estaban solos ellos dos, con la oscuridad y el mar rugiendo a su alrededor, solos contra un hombre que sostenía un cuchillo en una mano y las muertes de sus hijos en la otra. A juzgar por el tenso movimiento de la mandíbula de Richie, estaba visualizando la misma escena.
—Otra posibilidad es que hubiera dos peleas por separado. Que nuestro hombre hiciera lo que hizo en la planta de arriba y luego Pat o Jenny se despertaran y lo oyeran salir de casa. Pat sería un mejor candidato, pues es menos probable que Jenny decidiera bajar a investigarlo sola. Que Pat persiguiera al tipo, lo descubriera aquí e intentara agarrarlo. Eso explicaría el arma escogida al azar y la magnitud de la lucha: nuestro hombre habría intentado zafarse de un tipo fuerte y furioso. Quizá el ruido despertara a Jenny, pero, para cuando llegó aquí, nuestro hombre tal vez ya hubiera derribado a Pat, lo cual le habría dejado el camino libre para ocuparse de ella. Todo podría haber sucedido muy rápido. No se tarda demasiado en crear un caos semejante, no cuando hay un cuchillo de por medio.
—En ese caso, los niños serían el principal objetivo —apuntó Richie.
—Eso es lo que parece. Los asesinatos de los críos fueron organizados, limpios: es indudable que estaban planeados y que todo salió según lo previsto. En cambio, el enfrentamiento con los adultos degeneró en un desbarajuste sangriento y descontrolado que podría haber acabado de un modo muy distinto. O bien no tenía previsto cruzarse con los adultos, o bien tenía también un plan para acabar con ellos y algo se torció. Sea como fuere, empezó por los niños. Y eso me dice que quizá fueran su máxima prioridad.
—O bien podría ser justo al contrario —argumentó Richie. Sus ojos habían vuelto a alejarse de mí y se habían posado de nuevo en aquel caos—. Quizá los adultos fueran su principal objetivo, o sólo uno de ellos, y organizar este follón de sangre y vísceras formara parte de su plan; quizá eso fuera lo que pretendía. Tal vez los niños sólo fueran un obstáculo del que tuvo que deshacerse para que no se despertaran y se entrometieran.
Larry se había metido un dedo bajo la capucha con mucho cuidado y se rascaba el punto en el que debería haber estado el nacimiento del pelo. Nuestra cháchara psicológica empezaba a aburrirle.
—Dondequiera que empezara, yo diría que acabó saliendo por la puerta de atrás, no por la principal. El recibidor está limpio, y también lo está el camino de acceso a la casa. Sin embargo, hemos encontrado tres manchas de sangre en las losas del jardín trasero.
Nos hizo señas para que nos acercáramos a la ventana y señaló tres tiras claras de cinta amarilla, una justo fuera de la puerta y dos en el borde del césped.
—La superficie es irregular, de manera que no vamos a poder deciros de qué tipo de manchas se trata; podrían ser huellas de zapato o transferencias del punto en el que alguien arrojó un objeto manchado de sangre, o bien podrían ser gotas que se emborronaron de algún modo, quizá sí estaba sangrando y pisó la sangre. De hecho, incluso cabe la posibilidad de que uno de los niños se arañara una rodilla hace días y la mancha corresponda a eso. Por el momento, no sabemos nada. Lo único que sabemos es que están ahí.
—Eso significa que tenía una llave de la puerta trasera —apunté.
—O eso o un teletransportador. Y hemos encontrado otra cosa en el jardín que creo que os gustará saber. Está relacionada con la trampa del altillo y todo eso.
Larry hizo un gesto con los dedos a uno de sus muchachos, quien agarró una bolsa de pruebas de un montón y la sostuvo en alto.
—Si no os interesa, lo tiraremos a la basura. Es bastante desagradable.
Era un petirrojo, o gran parte del animal. Algo le había arrancado la cabeza un par de días atrás. Había algo pálido enroscado en el hueco oscuro e irregular del cuello.
—Nos interesa —dije—. ¿Tenéis manera de saber cómo murió?
—La verdad es que no es mi campo, pero uno de los muchachos del laboratorio practica actividades al aire libre durante los fines de semana. Persigue tejones con mocasines o algo por el estilo. A ver qué nos cuenta.
Richie se inclinó para mirar más de cerca el petirrojo: garras diminutas y apretadas, terrones de tierra colgando de las coloridas plumas del pecho. Empezaba a apestar, pero Richie no parecía percatarse de ello.
—Si lo hubiera matado un animal, se lo habría comido —dijo—. Un gato, un zorro o algo parecido le habrían arrancado las entrañas. No matan por placer.
—Vaya, no te habría tomado por un hombre de campo —comentó Larry, arqueando una ceja.
Richie se encogió de hombros.
—No lo soy. Pero estuve destinado en una zona rural durante un tiempo, en Galway. Aprendí algunas cosas escuchando a los lugareños.
—Adelante entonces, Cocodrilo Dundee. ¿Qué le arrancaría la cabeza a un petirrojo y dejaría el resto?
—Un visón, tal vez. O una marta.
—O un humano —aventuré.
En el momento en que vi lo que quedaba del petirrojo, no pensé ni por un segundo en la trampa del altillo. Quizá Emma y Jack salieron a jugar al jardín un día, de buena mañana, y encontraron aquello entre la hierba y el rocío. Desde aquel escondrijo, alguien habría disfrutado de una visión perfecta.
—Los humanos sí matan por placer, constantemente.
* * *
Hacia las seis menos veinte nos hallábamos concentrados en inspeccionar la sala de juegos mientras la luz al otro lado de las ventanas de la cocina empezaba a enfriarse con la caída de la tarde.
—¿Te importa acabar tú aquí? —le pregunté a Richie.
Alzó la vista y, sin objetar nada, contestó:
—Ningún problema.
—Volveré dentro de quince minutos. Estate preparado para regresar a la comisaría.
Me puse en pie (me dio un calambre y me crujieron las rodillas; me estaba haciendo demasiado mayor para aquello) y lo dejé a él agachado, hurgando entre libros ilustrados y estuches de plástico llenos de lápices de colores, rodeado por las salpicaduras de sangre que Larry y su equipo ya habían examinado. De camino hacia la puerta le di un puntapié a un animal de peluche azul que, al caer al suelo, soltó una risita aguda y empezó a cantar. Su canto ligero, dulce e inhumano me persiguió hasta que salí de la casa.
Cuando el día se acercaba a su ocaso, la urbanización empezaba a cobrar vida. Los reporteros habían recogido sus trastos y habían regresado a sus hogares, helicóptero incluido, pero en la casa donde habíamos hablado con Fiona Rafferty andaba trasteando una pandilla de críos, columpiándose en los andamios y fingiendo empujarse unos a otros por las altas ventanas. Sus negras siluetas bailaban recortadas sobre el fondo de un cielo encendido. Al final de la calle, había un puñado de adolescentes apoyados en la valla que rodeaba un jardín invadido por las malas hierbas; ni siquiera se molestaron en fingir que no estaban fumando, bebiendo ni mirándome. En algún lugar, una ruidosa moto de gran cilindrada describía círculos furiosos al son del rugido del motor; algo más lejos, la cháchara crecía implacable. Los pájaros entraban y salían de los huecos de las ventanas y, al borde del camino, algo se hundió en un montón de ladrillos y alambre de púas, levantando una leve estela de polvo.
La entrada posterior de la urbanización estaba formada por dos enormes pilares de piedra que se abrían a un vasto campo donde el césped, crecido y descuidado, se bamboleaba con la brisa y había cubierto densamente el hueco donde debería haber estado la verja. La hierba susurraba tranquilizadoramente y se aferró a mis rodillas, tirando de mí hacia atrás, mientras yo descendía por la suave pendiente hacia las dunas de arena.
El equipo de búsqueda se encontraba en la orilla, hurgando entre las algas marinas y los agujeros burbujeantes donde se enterraban los bígaros. Al ver que me acercaba a ellos se enderezaron, uno por uno.
—¿Ha habido suerte? —pregunté.
Me mostraron su botín de bolsas con pruebas, como niños que regresan a sus casas rezagados y ateridos al final de un largo día de caza carroñera y grotesca. Colillas, latas de sidra, condones usados, auriculares rotos, camisetas desgarradas, envases de comida, zapatos viejos… Cada una de las casas vacías tenía algo que ofrecer, cada una de ellas había sido reclamada y colonizada por alguien: niños en busca de lugares para desafiarse mutuamente, parejas en busca de intimidad o emoción, adolescentes en busca de algo que destrozar, animales en busca de un sitio donde guarecerse y criar, ratones, ratas, pájaros, malas hierbas, insectos diminutos y ajetreados. La naturaleza no deja que nada quede vacío, que nada se desperdicie. En el mismísimo momento en el que los constructores y las agencias inmobiliarias se habían largado, otros seres se habían mudado a aquel lugar.
Eran pocos los hallazgos de cierto valor: un par de cuchillas (un cortaplumas roto, probablemente demasiado pequeño para ser el que andábamos buscando, y una navaja automática que habría podido ser interesante de no haber estado oxidada), tres llaves que habría que comprobar en las cerraduras de los Spain y una bufanda con una mancha oscura y seca que podría resultar ser sangre.
—Bien hecho —los alenté—. Entregádselo todo a Boyle, de la Policía Científica, y marchaos a casa. A las ocho en punto de la mañana retomad la tarea donde la hayáis dejado. Yo estaré en el depósito de cadáveres, pero me reuniré con vosotros lo antes posible. Gracias, damas y caballeros. Buen trabajo.
Avanzaron con dificultad a través de las dunas en dirección a la urbanización, mientras se quitaban los guantes y frotaban sus tensos cuellos. Yo permanecí donde estaba. El equipo supondría que me estaba tomando un momento para reflexionar sobre el caso, para calcular las siniestras probabilidades matemáticas o para dejar que aquellos pequeños rostros sin vida llenaran poco a poco mi pensamiento. Si nuestro hombre me estaba observando, sin duda pensaría lo mismo. Pero no era así. Me había reservado aquellos diez minutos del programa del día para ponerme a prueba frente a aquella playa.
Permanecí de espaldas a la urbanización, a la imagen de aquella esperanza hecha trizas donde antes hubo bañadores de alegres colores agitándose colgados de los tendederos improvisados entre las caravanas. La luna había salido temprano y lucía pálidamente en el pálido cielo, destellando tras delgadas nubes grisáceas; bajo ella, el mar se extendía plomizo y revuelto, insistente. Ahora que los rastreadores se habían marchado, las aves marinas reclamaban la orilla; me quedé allí quieto y, al cabo de un minuto, se olvidaron de mí y retomaron su búsqueda de comida deslizándose sobre la superficie del mar con sus reclamos, altos y nítidos como el viento contra una roca agrietada. En una ocasión, cuando el chillido de un ave nocturna fuera de la ventana de la caravana asustó a Dina y la desveló, mi madre le recitó un pasaje de Shakespeare: «No temas: la isla está llena de ruidos y músicas que deleitan y no dañan».
El viento se había vuelto frío; me alcé el cuello del abrigo y metí las manos en los bolsillos. La última vez que había puesto el pie en aquella playa tenía quince años: justo acababa de empezar a afeitarme y comenzaba a acostumbrarme a la nueva anchura de mis hombros. Hacía apenas una semana que, por primera vez en mi vida, había empezado a salir con una chica. Era una muchacha dorada de Newry llamada Amelia que me reía todos los chistes y sabía a fresas. Entonces yo era muy diferente: eléctrico e inquieto, me precipitaba ante cualquier oportunidad de echarme unas risas o afrontar un reto, con un ímpetu tan denodado que me creía capaz de atravesar muros de piedra. Cuando los chicos empezaron a echar pulsos para impresionar a las chicas, desafié al corpulento Dean Gorry (aunque medía el doble que yo) y lo derroté tres veces seguidas; y todo porque lo que más ansiaba en el mundo era que Amelia aplaudiera por mí.
Oteé el agua. La noche caía sobre la marea y yo no sentí nada. La playa se me antojaba algo que había visto en una película antigua, mucho tiempo atrás; aquel intrépido crío me parecía el personaje de un libro cuya lectura había abandonado en la infancia. Pero en algún recoveco de mi columna vertebral y en un punto muy profundo de las palmas de mis manos, algo zumbaba: como un sonido apenas audible, como una advertencia, como un violonchelo cuando un arco afinado hace sonar la nota perfecta para devolverlo a la vida.