Capítulo 12

De camino a Broken Harbour, en el coche, Richie se esforzó sobremanera: me dio conversación y me contó una larga y estrambótica anécdota de los tiempos en que iba de uniforme y tuvo que lidiar con dos ancianos hermanos que se pegaban por un asunto relacionado con unas ovejas; ambos eran sordos y hablaban con un acento de montaña tan cerrado que Richie no conseguía entenderlos, así que nadie tenía ni idea de qué estaba ocurriendo. La historia acabó con ambos hermanos aunando fuerzas contra el muchacho de ciudad y con Richie huyendo de aquella casa mientras le atizaban el trasero con un bastón. Aderezó la anécdota con payasadas, intentando mantener la conversación en terreno neutral. Y yo le seguí el juego: le conté meteduras de pata de mi época de uniformado, las novatadas a las que injustamente nos sometieron a un amigo y a mí en la escuela de formación, anécdotas con remates chistosos. Habría sido un trayecto divertido en el que nos echamos unas buenas risas, salvo por la delgada sombra que se interponía entre nosotros, que empañaba el parabrisas y se espesaba cada vez que se hacía un silencio.

El equipo subacuático había encontrado un bote que llevaba largo tiempo hundido en el fondo del puerto, y fueron muy claros al decir que eso era el objeto más interesante que esperaban hallar. Sin rostro y esbeltos en sus trajes de buzo, los submarinistas convertían el puerto en un lugar asediado y siniestro. Les dimos las gracias, estrechamos sus resbaladizas manos enguantadas y les dijimos que se marcharan a casa. Los rastreadores, que habían estado inspeccionando toda la urbanización, estaban sucios, exhaustos y enfadados: habían encontrado ocho cuchillos de formas y medidas diversas, todos los cuales habían sido arrojados durante la noche por adolescentes que se creían genios de la comedia, cuchillos que, sin excepción, habría que examinar. Les ordené que trasladaran la búsqueda a la colina donde Conor había ocultado su coche. Según nos había contado, había lanzado las armas al mar, pero Richie tenía razón en una cosa: Conor estaba jugando con nosotros. Y hasta que no supiéramos exactamente cuál era su juego y descubriéramos el porqué de este, sería preciso verificar todo lo que dijese.

En la tapia del jardín de los Spain, había un muchacho desaliñado y larguirucho con rastas y una parka polvorienta sentado fumándose un cigarrillo de liar.

—¿Podemos ayudarle?

—Hola —saludó, al tiempo que apagaba la colilla en la suela de su zapato—. Son los detectives, ¿no? Soy Tom. Larry me dijo que querían que los esperase.

¿Dónde habían ido a parar las batas de laboratorio, las prendas protectoras y la distancia con el público? El laboratorio se rige por unos estándares inferiores a los nuestros en cuanto a elegancia en el vestir, pero aquel tipo se pasaba de la raya.

—Soy el detective Kennedy —me presenté— y este es el detective Curran. ¿Eres tú quien ha venido a comprobar si hay algún animal en el desván?

—Sí. ¿Quieren entrar conmigo a echar un vistazo?

Parecía estar colocado hasta las cejas; sin embargo, sé que Larry es muy puntilloso con las personas que trabajan para él, de manera que opté por no descartar al muchacho todavía.

—Sí, adelante —repliqué—. Tus compañeros encontraron un petirrojo muerto en el jardín trasero. ¿Le has echado un vistazo?

Tom guardó la colilla en su paquete de tabaco, se agachó para pasar bajo la cinta que delimitaba la escena del crimen y avanzó arrastrando los pies por el camino de entrada.

—Sí, claro, pero no hay demasiado que ver. Lar me comentó que les interesaba saber si lo había matado otro animal o un ser humano, pero la actividad de los insectos había destrozado ya la herida. Lo único que puedo decirles es que era irregular, de manera que no pudo hacerse con una cuchilla afilada. La cabeza podría haberse cortado con un cuchillo de sierra, probablemente sin afilar, o bien arrancarse con los dientes, pero es imposible determinarlo.

—¿Qué tipo de dientes? —quiso saber Richie.

Tom sonrió.

—Humanos no. ¿Quién creen que era ese tipo, Ozzy[11]?

Richie le devolvió la sonrisa.

—De acuerdo. Feliz Halloween, soy demasiado viejo para murciélagos; aquí hablamos de un petirrojo.

—¡Qué chungo! —exclamó Tom alegremente.

Alguien había reparado la puerta de los Spain, más o menos, con unos cuantos tornillos y un cerrojo, para mantener alejados a los morbosos y a los periodistas. Tom buscó la llave en su bolsillo.

—Dientes de animal. Podría ser una rata o un zorro, salvo que ambos, probablemente, se habrían comido las entrañas del bicho, y no sólo la cabeza. Si fue un animal, yo diría que probablemente se tratara de un mustélido, como un armiño o un visón. Un animal de esa familia. Matan por matar.

—Es lo mismo que aventuraba el detective Curran —apunté—. ¿Encajaría un mustélido con lo que sea que está sucediendo en el desván?

El candado emitió un chasquido y Tom abrió la puerta de un empujón. La casa estaba fría (alguien había apagado la calefacción) y el tenue olor a limón en el aire se había desvanecido: en su lugar, olía a sudor, a sangre seca y al hedor químico del plástico de los monos integrales que los miembros de la Policía Científica visten para explorar la escena del crimen. Limpiar la escena del crimen no figura entre nuestras tareas. Dejamos atrás tanto los residuos del asesinato como los nuestros, hasta que los supervivientes o bien llaman a un equipo de limpieza profesional o se ocupan ellos mismos de hacerlo.

Tom se dirigió hacia las escaleras.

—He leído la consulta de la víctima en el foro de Wildwatcher. Probablemente tenga razón respecto a lo de descartar ratones, ratas y ardillas, porque se habrían abalanzado sobre la mantequilla de cacahuete. Lo primero que pensé fue que tal vez algún vecino tuviera un gato. Pero hay un par de cosas que no encajan. Un gato no se limitaría a arrancarle la cabeza a ese petirrojo ni se pasaría mucho rato paseándose por el desván sin delatarse, sin maullar para que lo dejaran bajar por la trampilla. No tienen tanto miedo de los humanos como los animales salvajes. Además, la víctima afirmó haber percibido un olor almizclado, ¿verdad? Almizclado o ahumado… Y a mí eso no me suena a olor de gato. En cambio, la mayoría de los mustélidos sí desprenden un olor a almizcle.

Había encontrado una escalera de mano en algún sitio y la había colocado en el descansillo, bajo la trampilla. Saqué mi linterna. Las puertas de los dormitorios continuaban entreabiertas, y atisbé la cama a rayas de Jack.

—Con cuidado —dijo Tom, al tiempo que entraba por la trampilla.

Nos iluminó desde arriba con su linterna.

—Muévanse hacia la izquierda, ¿de acuerdo? Hay algo que no quiero que golpeen.

La trampa estaba en el suelo del desván, situada unos pocos centímetros a la derecha de la trampilla. Yo sólo había visto trampas en fotografías. En directo me resultaba más potente y obscena, como unas fauces perversas abiertas de par en par, con la luz de las linternas deslizándose en suaves arcos por las mandíbulas. Bastaba un vistazo para oír la salvaje sacudida del aire y el crujido de huesos. Ninguno de los tres nos acercamos a ella.

Por el suelo se extendía una larga cadena que anclaba la trampa a una tubería metálica en un rincón bajo, entre candelabros polvorientos y muñecos de plástico pasados de moda. Tom le dio un golpecito a la cadena con un dedo del pie, manteniendo la distancia.

—Eso —dijo— es un cepo. Malditos capullos. Con un par de euros más puedes hacerte con una trampa con relleno o mandíbulas descentradas para minimizar el daño al animal, pero esto es una trampa clásica para osos. El bicho se mete en ella atraído por el cebo y, al ejercer presión sobre la bandeja, las mandíbulas lo atrapan y no lo sueltan. Al cabo de un rato, se desangra o muere a causa del estrés y el agotamiento, a menos que lo liberes. Probablemente podría roerse la pata y soltarse, pero lo más seguro es que se desangre hasta morir. Las mandíbulas de este cepo, abiertas, tienen un diámetro de casi veinte centímetros. Podrían atrapar cualquier animal del tamaño de un lobo, por ejemplo. Su víctima no estaba seguro de qué perseguía, pero es indiscutible que estaba empeñado en atraparlo.

—¿Y tú? —pregunté.

Deseé que Pat hubiera tenido el sentido común de instalar una lámpara en el desván. No quería apartar el haz de luz de mi linterna de aquella trampa; tenía la sensación de que podía acercarse a nosotros sibilinamente, en medio de la oscuridad, hasta que alguno diera un mal paso, aunque lo cierto es que tampoco me entusiasmaba estar rodeado de rincones invisibles. Podía oír el mar, rugiendo con fuerza a través de la delgada capa de tejas y el aislante.

—¿Tú qué crees que perseguía?

—Bueno, lo primero que debemos preguntarnos es cómo entró. En ese sentido, no hay problema.

Tom levantó la barbilla. En la parte superior de la pared posterior, encima del dormitorio de Jack, por lo que pude figurarme, se distinguía un parche de tenue luz gris. Entendí lo que había querido decir el perito: aquel boquete irregular invitaba a pensar que la pared sencillamente se había desprendido del tejado. Richie exhaló un amargo suspiro, como una risa triste.

—Mirad eso —dijo—. No me extraña que los promotores no respondan al teléfono cuando llaman los Gogan. Yo sería capaz de construir una urbanización mejor con piezas de Lego.

—La mayoría de los mustélidos son unas alimañas muy ágiles —comentó Tom—. Podrían trepar por la tapia del jardín y subir hasta aquí sin problemas, atraídos por el calor o por el olor de la comida. Yo no diría que ese agujero lo hizo un animal, pero sí que podría haberlo agrandado. ¿Ven esto?

El borde superior del agujero, irregular y desmenuzado; la capa de aislamiento roída.

—Podrían haberlo hecho dientes y zarpas, o quizá sólo el desgaste del tiempo. No hay manera de saberlo a ciencia cierta. Y en este punto pasa lo mismo.

El haz de la linterna se deslizó hacia abajo y hacia atrás, por encima de mi hombro. Estuve a punto de dar un brinco para cambiarme de sitio, pero sólo señalaba una viga del techo en el rincón del fondo.

—¿Qué les parece?

En la madera había una maraña frenética de hondos arañazos entrecruzados, en grupos paralelos de tres o cuatro. Algunos de ellos debían de medir unos veinticinco centímetros. Cualquiera diría que un jaguar había atacado aquella viga.

—Las marcas podrían ser de zarpas —observó Tom—, pero también podrían haberse hecho con alguna máquina, un cuchillo o un tronco de madera con clavos. Elijan ustedes.

El chaval me estaba poniendo de mal humor: su actitud relajada empezaba a fastidiarme, y mucho, o quizá lo que me molestara fuera que todas las personas asignadas a aquel caso parecieran tener catorce años y yo me hubiera saltado la nota informativa donde se nos comunicaba que estábamos llevando a cabo el reclutamiento en parques de patinadores.

—El experto aquí eres tú, jovencito. Tú eres quien tiene que decirnos qué opinas. ¿Por qué no eliges tú?

Tom se encogió de hombros.

—Yo apostaría a que las hizo un animal, pero no tengo modo de decirles si estuvo en este desván alguna vez. Las marcas podrían remontarse a la época de la construcción, durante la cual la viga estaría al aire libre, o bien tirada en el suelo, afuera. Quizá eso tendría más sentido, dado que sólo hay marcas en una viga, ¿entienden? Sin embargo, si algo hizo esas marcas aquí, ¡caramba! ¿Ven los espacios que quedan entre ellas?

Inclinó el haz de la linterna de nuevo hacia aquellos arañazos.

—Hay unos dos centímetros y medio de distancia entre ellas. Y eso no corresponde a un armiño ni a un visón. Para eso se precisan unas garras jodidamente grandes. Si eso era lo que pretendía cazar su víctima, entonces el tamaño de ese cepo no sería tan desproporcionado.

La conversación me estaba disgustando más de lo que debería. Los rincones ocultos del desván se me antojaban repletos de cosas, rebosantes de ruidos prácticamente inaudibles y de ojos como puntitos rojos; tenía todos mis sentidos en alerta y los dientes afilados, listo para luchar.

—¿Hay algo más que debamos ver aquí arriba? —pregunté—. ¿O podemos proseguir esta charla en algún lugar que no duplique mi factura de la tintorería cada sesenta segundos?

Tom pareció vagamente sorprendido. Examinó la parte delantera de su parka, llena de bolas de pelusa.

—Oh —dijo—. Bien. No, no, eso es todo lo que tiene cierto interés: he buscado excrementos, pelos, cualquier señal de anidamiento, pero no ha habido suerte. Bajemos, ¿vale?

Yo bajé el último, sin apartar en ningún momento la linterna del cepo. De manera inconsciente, al salir por la trampilla, Richie y yo nos inclinamos para apartarnos de aquello.

—Bien —dije una vez en el descansillo, mientras sacaba un pañuelo y empezaba a limpiarme el abrigo; era un polvo desagradable, marrón y pegajoso, como de un subproducto industrial tóxico—. Dinos a qué nos enfrentamos.

Tom se acomodó apoyando el trasero en la escalera de mano, alzó una mano y empezó a contar con los dedos.

—Bien, empecemos por los mustélidos, ¿de acuerdo? En Irlanda no hay comadrejas. Tenemos armiños, pero son diminutos, no pesan más de doscientos veinticinco gramos y no estoy seguro de que pudieran emitir el tipo de ruido al que aludía su hombre. Las martas son más grandes y buenas escaladoras, pero no hay ningún bosque cerca, aparte de esa montaña al final de la bahía, así que esto quedaría fuera de su territorio y, además, tampoco se conocen avistamientos de martas en los alrededores. Lo que sí que encajaría es un visón. A los visones les gusta vivir cerca del agua, así que aquí estarían en la gloria —comentó, señalando con la barbilla hacia el mar—. Además, son asesinos natos, escaladores, no les asusta nada, ni siquiera los humanos, y apestan.

—Y son unas alimañas maléficas —apostillé—. Atacarían a un crío sin pensárselo. Si tuvieras uno en tu casa, intentarías deshacerte de él, ¿no es cierto?

Tom hizo un gesto poco comprometedor con la cabeza.

—Supongo que sí. Son muy, muy agresivos. He oído decir que un visón atacó a un cordero de veintidós kilos, comenzó por arrancarle el ojo y se abrió camino hasta el cerebro, luego saltó al siguiente cordero y luego al siguiente, hasta acabar con un par de docenas en una sola noche. Y, cuando los acorralas, arremeten contra lo que sea. Así que, sí, a nadie le haría ninguna gracia tener uno afincado en casa. Sin embargo, no estoy completamente convencido de que eso sea lo que tenemos aquí. Los visones tienen el tamaño de un gato grande, como mucho. No habría motivo para que intentaran agrandar el orificio de entrada y, desde luego, no podrían dejar esas marcas de garras en las vigas, ni tampoco sería necesario utilizar un cepo como ese para cazarlos.

—No obstante, eso tampoco sería motivo para descartarlo. Según tú mismo has dicho, no podemos dar por sentado que el bicho del desván hiciera el agujero de entrada ni las marcas de la viga. En cuanto a la trampa, nuestra víctima no sabía qué estaba cazando, así que prefirió ser precavido. Aún no podemos descartar un visón.

Tom me miró con cierta sorpresa y me di cuenta de que le había hablado con acritud.

—Claro. Ni siquiera podría asegurar que hubiera habido un animal ahí arriba, así que nada descarta nada; estamos hablando de hipótesis, ¿de acuerdo? Lo único que digo es qué piezas podrían encajar con lo que buscamos.

—Fantástico. Y muchas de ellas apuntan a un visón. ¿Alguna otra posibilidad?

—Otra posibilidad podría ser una nutria. El mar está muy cerca y ocupan vastas extensiones, de manera que una de ellas podría vivir en la playa y considerar esta casa como parte de su territorio. Son bastante grandes, pueden medir entre sesenta y noventa centímetros y pesar hasta nueve kilos: una nutria sí podría haber dejado esas marcas en la viga y podría haber necesitado agrandar el orificio de acceso. Además, son bastante juguetonas, de modo que esos ruidos de rodamiento por el desván tendrían sentido; si, por ejemplo, encontró uno de esos candelabros, uno de los juguetes o algo así, es posible que se dedicara a jugar con él revolcándose por el suelo…

—Noventa centímetros y nueve kilos —le comenté a Richie— retozando por tu casa, sobre las cabezas de tus hijos. Creo que algo así podría preocupar bastante a un tipo cuerdo y razonable. ¿No te parece?

—Eh —me frenó Tom sin alterarse, levantando las manos—. Pare el carro. La nutria no encaja a la perfección. Dejan olor, eso sí, pero es el de sus excrementos, y su hombre no encontró ninguno. Yo he estado husmeando por allí y tampoco he logrado hallar nada. No los hay ni en el desván, ni en el hueco que queda bajo el suelo ni en el jardín.

Fuera de aquel desván, la casa se me seguía antojando inquietante, infestada. La pared que quedaba a mi espalda, la fina capa de yeso, me enervaba.

—Yo tampoco he olido nada —comenté—. ¿Y vosotros?

Richie y Tom negaron con la cabeza.

—De manera que quizá no fueran excrementos lo que Pat oliera —aventuré—, quizá fuera a la nutria misma, y ahora que hace un tiempo que no está por aquí, el olor se ha desvanecido.

—Podría ser. Oler, huelen. Pero… no sé… —Tom entrecerró los ojos y clavó la vista en la distancia al tiempo que se metía un dedo entre las rastas para rascarse el cuero cabelludo—. No sólo está lo del olor. Todo esto no se corresponde con el comportamiento de una nutria. Tan sencillo como eso. Las nutrias no escalan; sí que he oído hablar de alguna que lo hace, pero, de ser así, sale en los titulares, ¿me entiende? Y aunque lo hubiera hecho, si un animal de ese tamaño hubiera andado subiendo y bajando por las paredes de una casa, alguien lo habría visto. Además, las nutrias son salvajes. No son como las ratas o los zorros, animales urbanizados a los que no les importa vivir cerca de los humanos. Las nutrias no se acercan a nosotros. Si esto es obra de una nutria, es la nutria más rara del planeta. Las otras nutrias se encargarían muy mucho de que sus crías se mantuvieran alejadas de ella.

Richie señaló con la barbilla hacia el agujero que había encima del zócalo.

—Has visto estos agujeros, ¿verdad?

Tom asintió.

—¡Qué cosa tan rara, ¿no?! Las víctimas tenían la casa inmaculada, todo a conjunto y, sin embargo, no les importaba tener las paredes llenas de agujeros enormes. La gente es más rara…

—¿Podría haber hecho esos boquetes una nutria? ¿O un visón?

Tom se acuclilló y examinó el agujero, asomando la cabeza desde distintos ángulos, como si tuviera toda la semana para hacerlo.

—Quizá —dijo al fin—. Nos sería de gran ayuda tener escombros, para al menos poder determinar si se hicieron desde dentro o desde fuera de las paredes, pero las víctimas parecían unas personas obsesas de la limpieza. Alguien incluso limpió la arenilla de los bordes, ¿ven aquí?, de manera que, si hubo marcas de garras o de dientes, se han esfumado. Como ya he dicho, todo esto es muy raro.

—Pediré a nuestras próximas víctimas que se aseguren de vivir en una pocilga —apunté—. Entretanto, trabajaremos con lo que tenemos.

—No hay problema —replicó Tom jovialmente—. Pero debo decir que un visón no podría haber hecho algo semejante. No les gusta escarbar, a menos que tengan que hacerlo, y con esas patas tan pequeñas… —Se sacudió las manos—. La capa de yeso es bastante delgada, pero, aun así, tardarían años en causar un daño como este. Las nutrias sí excavan y son fuertes, así que supongo que una nutria sí podría haberlo hecho. Salvo porque en algún momento del camino habría quedado atrapada o habría mordido un cable eléctrico y, zas, ¡nutria a la parrilla! Así que probablemente también quede descartada. ¿Ayuda eso?

—Has sido de gran ayuda —le agradecí—. Gracias. Nos pondremos en contacto contigo si recibimos más información.

—Háganlo —dijo Tom, enderezándose. Levantó los pulgares y me ofreció una gran sonrisa—. Lo que ha pasado aquí es de locos. Me gustaría conocer el desenlace.

—Me alegro de haberte alegrado el día —repliqué—. Me quedaré la llave, si ya no la necesitas.

Extendí la mano. Tom sacó un montón de porquería de su bolsillo, desenmarañó la llave del candado y la soltó en mi palma.

—El placer ha sido mío —contestó con buen humor y se fue bamboleándose por las escaleras, con las rastas balanceándose a su espalda.

Cuando nos encontrábamos a la altura de la verja, Richie comentó:

—Seguramente los de uniforme hayan dejado una copia para nosotros en la comisaría, ¿no?

Observamos a Tom avanzar arrastrando los pies hasta su vehículo, que, como no podía ser de otra manera, era una furgoneta Volkswagen verde que imploraba al cielo una mano de pintura.

—Probablemente sí —respondí—. No quería que ese capullín trajera aquí a sus colegas buscadores de visones para darles una vueltecita por la escena del crimen. «Tíos, ¿a que mola?». Aquí no estamos para entretenernos.

—Son técnicos —comentó Richie con aire ausente—. Ya sabes cómo son. Larry es igual, estoy seguro.

—Es diferente. Ese chaval es un adolescente. Necesita madurar un poco y desarrollar cierto sentido común. O quizá es que he perdido el contacto con los jóvenes últimamente.

—Bien —dijo Richie, embutiéndose las manos hasta el fondo de los bolsillos y esquivando mi mirada—. ¿Y esos agujeros? No se deben al asentamiento del edificio y tampoco los hizo ningún animal que ese tipo pudiera señalar.

—Eso no es lo que ha dicho.

—Más o menos.

—«Más o menos» no es una justificación que sirva en este oficio. De acuerdo con esa especie de doctor Dolittle que acaba de irse, seguimos sin poder descartar que se trate de un visón o una nutria.

—¿Crees que uno de esos animales hizo esto? ¿De verdad? —preguntó Richie.

El aire transportaba el primer aroma a invierno; en las casas a medio construir que había al otro lado de la carretera, unos críos que se exponían a morir vestían ya anoraks y gorros de lana.

—No lo sé —respondí— y te juro que no me importa, porque, aunque Pat hiciera esos boquetes, no atino a ver por qué eso lo convierte en un asesino. Tal como te he planteado ahí dentro, imagina que tuvieras un animal misterioso de unos nueve kilos correteando por el desván de tu casa. O imagina que tuvieras uno de los depredadores más locos y agresivos de Irlanda colgado justo encima de la cama de tu hijo. ¿Te importaría hacer un par de agujeros en las paredes de tu casa, si creyeras que es el mejor modo de deshacerte del bicho? ¿O sería eso indicativo de que estás como una regadera?

—No sería la mejor opción, no obstante. El veneno…

—Imagina que hubieras probado a usar veneno y que el animal fuera demasiado listo para comérselo. O lo que es aún más probable: imagina que el veneno hubiera funcionado, pero el animal hubiera muerto dentro de tus paredes y no supieras exactamente dónde. ¿Sacarías entonces la maza? ¿Significaría eso que estás lo bastante chiflado como para masacrar a tu familia?

Tom encendió el motor de su furgoneta, que desprendió una nube de humos poco saludable para la fauna, y se despidió de nosotros sacando la mano por la ventanilla. Richie le devolvió el saludo de manera automática y yo vi aquellos flacos hombros levantarse y caer con un profundo suspiro. Comprobó la hora en el reloj y preguntó:

—¿Tenemos tiempo para hablar con los Gogan, verdad?

En la ventana de los Gogan había brotado un puñado de murciélagos de plástico y, con el sutil gusto que cabía esperar de ellos, un esqueleto a tamaño real también de plástico. La puerta se abrió al instante: alguien había estado espiándonos.

Gogan era un tipo grandullón, con un barrigón que le colgaba por encima de los pantalones de chándal azul marino y la cabeza rapada. Sin duda, Jayden había heredado de él aquella mirada de besugo.

—¿Qué? —nos saludó.

—Soy el detective Kennedy y este es el detective Curran —anuncié—. ¿Señor…?

—Señor Gogan. ¿Qué quieren?

El señor Gogan se llamaba en realidad Niall Gogan, tenía treinta y dos años y en el pasado había cumplido ocho de condena por lanzar una botella a través de la ventana de su vecino; había conducido una carretilla elevadora en un almacén durante gran parte de su vida adulta y en el presente estaba en paro, al menos oficialmente.

—Estamos investigando las muertes de sus vecinos. ¿Nos permite entrar unos minutos? —le pregunté.

—Podemos hablar aquí.

—Le prometí a la señora Gogan que la mantendríamos al corriente —alegó Richie—. Estaba preocupada, ¿entiende? Tenemos novedades.

Al cabo de un momento, Gogan se apartó de la puerta.

—Que sea rápido. Estamos ocupados —dijo.

Esta vez pudimos disfrutar de la familia al completo. Habían estado viendo una serie en la televisión y comiendo algo que contenía huevos duros y kétchup, a juzgar por el olor y por los platos que había sobre la mesilla de centro. Jayden estaba despatarrado en un sofá y Sinéad estaba sentada en el otro, con el bebé apoyado en un rincón, tomando un biberón. El crío era la prueba irrefutable de la virtud de Sinéad: el vivo retrato de su padre, la cabeza calva y aquella mirada pálida.

Me aparté a un lado y cedí el protagonismo a Richie.

—Señora Gogan —la saludó, inclinándose para darle la mano—. No, no se levante, por favor. Lamento interrumpirles la velada, pero le prometí mantenerla al tanto de las novedades, ¿recuerda?

Sinéad estaba a punto de saltar del sofá de la impaciencia.

—¿Han atrapado al asesino?

Me aposenté en un sillón esquinero y saqué mi cuaderno; cuando tomas notas, si lo haces bien, te vuelves invisible. Richie se sentó en el otro sillón, después de que Gogan obligara a Jayden a bajar las piernas del sofá.

—Hemos arrestado a un sospechoso.

—Jesús —respiró Sinéad. Aquella ávida mirada le iluminaba los ojos—. ¿Es un psicópata?

Richie negó con la cabeza.

—No puedo hablarle de él, señora Gogan. La investigación aún sigue en curso.

Sinéad lo miró boquiabierta, disgustada. En su rostro se leía: «¿Para eso me han hecho poner la tele en silencio?».

—He pensado que tenían derecho a saber que ese tipo ya no anda suelto —añadió Richie—. En cuanto pueda facilitarle más información, lo haré. Pero, por el momento, estamos intentando cerciorarnos de que podemos mantenerlo retenido, así que no podemos enseñar nuestras cartas.

—Gracias. ¿Es eso todo? —quiso saber Gogan.

Richie hizo una mueca y se frotó la nuca, como un adolescente tímido.

—Escuchen… Está bien, se lo contaré. No hace mucho que me dedico a esto, pero hay algo que sí sé: los mejores testigos son siempre niños inteligentes. Se meten por todas partes y lo ven todo. A los niños no se les escapa nada, mientras que a los adultos sí: captan todo lo que sucede. Por eso me alegré tanto de conocer a Jayden.

Sinéad le advirtió con un dedo y empezó a alegar:

—Jayden no vio…

Pero Richie alzó las manos para cortarla.

—Concédame un segundo, ¿de acuerdo? Sólo para no perder el hilo. Escuche, sé que Jayden cree que no vio nada o, de lo contrario, nos lo habría explicado la vez anterior, cuando estuvimos aquí. Pero he pensado que quizá haya recordado algo en los últimos dos días. Esa es otra de las cosas buenas de los chicos listos: que lo retienen todo —dijo dándose unos toquecitos en la sien—. He pensado que, quizá, con un poco de suerte, hubiera recordado algo.

Todas las miradas se posaron en Jayden.

—¿Qué? —preguntó él.

—¿Has recordado algo que pudiera sernos de ayuda?

Jayden tardó un segundo de más en encogerse de hombros. Richie tenía razón: sabía algo.

—Ahí tiene su respuesta —dijo Gogan.

—Jayden —continuó Richie—. Yo tengo un montón de hermanos pequeños y sé detectar cuando un niño se calla algo.

Los ojos de Jayden se deslizaron hacia un lado y se alzaron hacia su padre, con gesto interrogativo.

—¿Hay recompensa? —quiso saber Gogan.

No era el momento de hablar de recompensas por prestar ayuda a la comunidad.

—Por el momento, no —aclaró Richie—, pero le haré saber si alguien ofrece alguna. Sé que no le apetece que su hijo se vea involucrado en esto. A mí tampoco me gustaría. Lo único que puedo decirle es que el tipo que cometió los asesinatos actuaba en solitario: no tiene compinches que quieran escarmentar a los testigos ni nada por el estilo. Mientras no le soltemos, su familia está a salvo.

Gogan se rascó la barba de dos días y e intentó asimilar aquellas palabras, incluida la parte tácita.

—Es un chalado, ¿no?

Aquel truco de Richie otra vez: poco a poco, la frontera entre un interrogatorio y una conversación se relajaba. Richie hizo un gesto con las manos.

—Ahora mismo no puedo hablar de eso. Lo único que le digo es que alguna vez tendrá que salir, ¿no? Para ir al trabajo, a entrevistas, a reuniones… Si fuera yo, estaría más tranquilo dejando a mi familia en casa si supiera que ese tipo no anda suelto.

Gogan lo observó mientras continuaba rascándose. Sinéad espetó:

—Te digo una cosa: si hay un asesino en serie chalado rondando por ahí, ya puedes olvidarte de ir al pub. Yo no pienso quedarme aquí sola esperando a que un lunático…

Gogan miró a Jayden, que se estaba repantingando en el sofá y observaba la escena boquiabierto, y señaló con la cabeza a Richie.

—Adelante. Cuéntaselo.

—¿Que le cuente qué? —quiso saber Jayden.

—No te hagas el tonto. Lo que sea que te está preguntando.

Jayden se hundió aún más en el sofá y contempló como los dedos de sus pies se hundían en la alfombra.

—Había un tipo, pero fue hace mucho —dijo.

—¿Sí? ¿Cuándo? —preguntó Richie.

—Antes del verano. Cuando acabó la escuela.

—¿Ves? A eso me refería. A recordar pequeños detalles. Sabía que eras un chico listo. En junio, ¿no?

Un encogimiento de hombros.

—Probablemente.

—¿Dónde estaba?

Los ojos de Jayden se posaron de nuevo en su padre.

—Venga, chaval, lo que estás haciendo está bien —lo alentó Richie—. No vas a meterte en problemas.

—Díselo —le indicó Gogan.

—Yo estaba en la casa número once. La que está al lado de la casa de los asesinatos. Estaba…

—¿Qué demonios hacías ahí? —quiso saber Sinéad—. Te voy a dar una colleja que te vas a enterar…

Pero al ver el dedo en alto de Richie se calló, con la barbilla en un ángulo que revelaba que nos estábamos metiendo todos en graves problemas.

—¿Cómo entraste en el número once? —preguntó Richie.

Jayden se retorció. Su chándal emitió un ruido semejante a un pedo sobre la piel sintética del sofá y soltó una risita, pero se frenó en seco al ver que nadie más reía. Finalmente, dijo:

—Estaba haciendo travesuras. Tenía las llaves y… Sólo estaba haciendo el travieso, ¿vale? Quería comprobar si las llaves funcionaban.

—¿Probaste tus llaves en las otras casas? —quiso saber Richie.

Jayden se encogió de hombros.

—Más o menos.

—¡Qué niño más listo! De verdad. A nosotros no se nos había ocurrido.

Y tendría que habérsenos ocurrido: sería típico de unos promotores de esa calaña seleccionar un lote de llaves únicas a precio rebajado para aquella birria de cerraduras.

—¿Y funcionan en todas las casas?

Jayden se había enderezado en su asiento y empezaba a disfrutar de lo listo que era.

—No. Las de las puertas principales no funcionan; las nuestras no funcionaban en ninguna otra casa, y las probé en muchas. Pero las de las puertas traseras abren la mitad de…

—Ya basta —lo atajó Gogan—. Cállate.

—Señor Gogan, se lo aseguro: no va a meterse en ningún lío —lo tranquilizó Richie.

—¿Me toma por un idiota? Si ha entrado en otras casas, cosa que no ha hecho, es allanamiento de morada.

—Ni siquiera se me había ocurrido pensar en esos términos. Y nadie más lo hará, se lo garantizo. ¿Sabe el gran favor que nos está haciendo Jayden? Nos está ayudando a meter a un asesino entre rejas. Estoy encantado de que se dedicara a hacer travesuras con esa llave.

Gogan lo disuadió con la mirada.

—Si intenta volver a por él más adelante acusándolo de algo, negará habérselo contado.

Richie ni siquiera pestañeó.

—No lo haré. Créame. Y no dejaría que nadie lo hiciera. Esto es demasiado importante.

Gogan gruñó y asintió para indicarle a Jayden que continuara.

—¿De verdad no se les había ocurrido? —preguntó Jayden.

Richie negó la cabeza.

—¡Qué tontos! —apuntó Jayden en voz baja.

—A eso me refería: tenemos suerte de haberte encontrado. Cuéntame la historia de la llave.

—Abre más o menos la mitad de las puertas traseras de las casas de los alrededores. No intenté abrir ninguna de las casas en las que viviera gente, claro.

Jayden fingió ser un niño bueno, pero nadie se lo tragó.

—Pero sí en las casas vacías de esta calle y de Ocean View Promenade, y entré en un montón. Es muy fácil. No puedo creer que a nadie más se le haya ocurrido.

—Y abre la casa del número once —continuó Richie—. ¿Fue ahí donde encontraste a aquel tipo?

—Sí. Yo estaba allí pasando el rato y él llamó con los nudillos a la puerta de atrás. Supongo que saltó la tapia del jardín.

Había salido de su escondite. Había atisbado una oportunidad.

—Así que fui a abrirle. Estaba aburrido… y allí no había nada que hacer.

—¿Qué te he dicho yo mil veces sobre hablar con desconocidos? —espetó Sinéad—. ¿Qué habría pasado si te hubiera metido en una furgoneta y…?

Jayden puso los ojos en blanco.

—¿Acaso parezco idiota? Si hubiera intentado agarrarme, me habría escapado corriendo. Estaba a dos segundos de aquí.

—¿De qué hablasteis? —quiso saber Richie.

Jayden se encogió de hombros.

—De nada en especial. Me preguntó qué estaba haciendo allí y le dije que pasando el rato. Me preguntó cómo había entrado y le expliqué lo de las llaves.

Había estado presumiendo para impresionar a un extraño con su inteligencia, de la misma manera que presumía para impresionar a Richie.

—¿Y qué dijo él? —preguntó Richie.

—Me dijo que era muy listo y que le gustaría tener una llave como esa. Vivía en el otro extremo de la finca, pero su casa se había inundado porque las tuberías habían reventado o algo así, y ahora buscaba una casa vacía donde poder dormir hasta que repararan la avería.

Era una buena historia. Conor sabía suficiente sobre la urbanización para haberse inventado algo plausible (Jayden podía tragarse perfectamente lo de las tuberías reventadas y las reparaciones que se prologaban hasta el infinito) y se la había inventado en un periquete, sobre la marcha, una mentira plausible para aprovechar lo que le ponían en bandeja: cuando quería algo con toda su alma, el tío era bueno.

—Pero me dijo que las casas no tenían puertas ni ventanas, estaban congeladas o cerradas con llave y no podía entrar. Me preguntó si le podía prestar mi llave para hacer una copia y poder entrar en una casa que estuviera mejor. Me dijo que me daría cinco euros. Yo le pedí diez.

Sinéad estalló:

—¿Le dejaste nuestra llave a un pervertido? ¡Eres más tonto…!

—Cambiaré la cerradura mañana mismo —la interrumpió Gogan con brusquedad—. Cierra el pico.

Richie continuó como si tal cosa, ignorándolos a ambos:

—Tiene sentido. Así que te dio un billete de diez euros y le prestaste la llave, ¿no es así?

Jayden miró a su madre de reojo para saber si se había metido en un lío.

—Sí. ¿Y?

—¿Qué sucedió después?

—Nada. Me dijo que no se lo contara a nadie, porque los promotores son los propietarios de las casas y podría meterse en problemas. Y yo le dije que vale.

Otro gesto inteligente: era poco probable que los promotores fueran demasiado populares entre los habitantes de Ocean View, ni siquiera entre los niños.

—Me dijo que dejaría la llave bajo una roca y me enseñó cuál. Luego se marchó. Me dio las gracias. Yo tenía que regresar a casa.

—¿Volviste a verlo?

—No.

—¿Te devolvió la llave?

—Sí. Al día siguiente. La dejó debajo de la roca, como me había dicho.

—¿Sabes si tu llave abre la puerta de los Spain?

Era un modo de preguntarlo con tacto. Jayden se encogió de hombros con rapidez y sin una vehemencia suficiente como para ser mentira.

—No lo he probado.

En otras palabras, no se había arriesgado a que lo sorprendiera alguien que supiera dónde vivía.

—¿Entró ese hombre por la puerta trasera? —quiso saber Sinéad. Tenía los ojos como platos.

—Estamos evaluando todas las posibilidades —contestó Richie—. Jayden, ¿qué aspecto tenía ese hombre?

Jayden se encogió de hombros otra vez.

—Delgado.

—¿Más viejo que yo? ¿Más joven?

—Más o menos como usted. Más joven que él.

Yo.

—¿Alto? ¿Bajo?

Un encogimiento de hombros.

—Normal. Quizá más bien alto, como él.

Yo de nuevo.

—¿Lo reconocerías si volvieras a verlo?

—Sí. Probablemente.

Me incliné sobre mi maletín y encontré una hoja con fotos. Uno de los refuerzos la había recopilado por la mañana y había hecho un buen trabajo: contenía imágenes de seis tipos de veintitantos años, todos ellos delgados, con el pelo castaño muy corto y una mandíbula prominente. Jayden tendría que acompañarnos a la comisaría para asistir a una rueda de identificación formal, pero al menos podríamos descartar la posibilidad de que le hubiera dejado su llave a otro tipo raro ajeno al caso.

Le pasé la hoja con las fotos a Richie, quien la sostuvo en alto para Jayden.

—¿Es uno de estos?

Jayden disfrutó del momento cuanto pudo: inclinando la hoja en distintos ángulos, sosteniéndola a la altura de los ojos y escudriñándola. Finalmente dijo:

—Sí. Este.

Señaló con el dedo la fotografía central de la hilera inferior: Conor Brennan. Richie me miró a los ojos un segundo.

—¡Madre de Dios! —exclamó Sinéad—. ¡Ha estado hablando con un asesino!

Sonaba entre atemorizada y encolerizada. La vi intentando pensar cómo debía proceder.

—¿Estás seguro, Jayden? —preguntó Richie.

—Sí. El número cinco.

Richie alargó la mano para recuperar la hoja con la selección de fotografías, pero Jayden seguía con la mirada clavada en ella.

—¿Es el tipo que los mató?

Vi el rápido parpadeo de Richie.

—Serán los jueces de un tribunal quienes lo determinen.

—Si no le hubiera dado la llave, ¿me habría matado?

Su voz sonaba frágil. El morbo había desaparecido; de repente, parecía tan sólo un niño asustado.

—No lo creo —le contestó Richie para tranquilizarlo—. No puedo jurarlo, pero apuesto a que nunca estuviste en peligro, ni por un segundo. Aunque tu madre tiene razón: no debes hablar con extraños, ¿de acuerdo?

—¿Va a volver?

—No. No va a volver.

El primer patinazo de Richie: no puedes hacer esa promesa, al menos no cuando aún necesitas cierta ventaja.

—De eso es de lo que estamos intentando asegurarnos —apunté yo con voz pausada al tiempo que extendía una mano para que me entregaran la hoja—. Jayden, has sido de gran ayuda y lo que nos has contado es importantísimo. Pero necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir para mantener a ese tipo donde está. Señor Gogan, señora Gogan, ustedes también han tenido un par de días para pensar. ¿Han recordado algo que pueda ayudarnos? ¿Se les ocurre algo? ¿Algo que hayan visto, oído, algo que no encaje? Lo que sea…

Se produjo un silencio. El bebé empezó a emitir pequeños resoplidos de queja; Sinéad alargó una mano, sin mirar, y meneó el cojín hasta que se calló de nuevo. Ni ella ni Gogan miraban a nadie.

Al final, Sinéad dijo:

—No se me ocurre nada.

Y Gogan negó con la cabeza.

Dejamos que el silencio se acrecentara. El bebé se retorció y lanzó un gañido agudo en señal de protesta; Sinéad lo tomó en brazos y lo meció. Sus ojos, posados en la cabeza del crío, eran fríos, planos como los de su marido, desafiantes.

Al final, Richie asintió.

—Si se les ocurre algo, tienen nuestra tarjeta. Entretanto, hágannos un favor, ¿de acuerdo? Hay algunos periodistas ahí fuera que podrían estar interesados en la historia de Jayden. No la divulguen durante unas semanas, ¿de acuerdo?

Sinéad apretó los labios en gesto de indignación; obviamente, había estado planeando salir de compras y decidiendo dónde peinarse para la sesión fotográfica.

—Podemos hablar con quien queramos. No pueden impedírnoslo.

—Los periodistas seguirán ahí fuera dentro de un par de semanas —contestó Richie con calma—. Cuando hayamos encerrado a ese tipo, les daré carta blanca y podrán llamarlos. Hasta entonces, les ruego que nos hagan el favor de no entorpecer la investigación.

Gogan asimiló la amenaza, aunque su mujer no lo hiciera.

—Jayden no hablará con nadie. ¿Eso es todo?

Se puso en pie.

—Una última cosa —dijo Richie— y les dejaremos tranquilos. ¿Podrían prestarnos la llave de su puerta trasera un minuto?

Encajó en la puerta trasera de los Spain como si hubiera estado engrasada. La cerradura se abrió con un clic y el último eslabón de aquella cadena encajó en su sitio, un brillante y tenso hilo que corría desde el escondite de Conor hasta la cocina de los Spain. Estuve a punto de levantar la mano para chocar los cinco con Richie, pero él estaba asomado por encima de la tapia del jardín, mirando hacia los huecos de las ventanas de aquella guarida, no a mí.

—Y así fue como las manchas de sangre llegaron al pavimento —dije—. Salió por el mismo sitio por el que entró.

Los tics nerviosos de Richie habían regresado; se repiqueteaba con los dedos en el muslo, a un ritmo rápido. Fuera lo que fuese aquello que lo preocupaba, los Gogan no habían ayudado a solucionarlo.

—Pat y Jenny —dijo—. ¿Cómo demonios acabaron aquí?

—¿Qué quieres decir?

—A las tres de la madrugada, en pijama. Si estaban en la cama y Conor vino persiguiéndolos, ¿cómo puede ser que acabaran peleando aquí? ¿Por qué no en su dormitorio?

—Lo atraparon cuando intentaba escaparse.

—Eso implicaría que su objetivo eran los niños. No encaja con la confesión: todo giraba en torno a Pat y Jenny. ¿Y no habrían ido ellos a comprobar primero si los niños estaban bien en caso de que hubieran oído un ruido y se hubieran quedado junto a ellos para intentar ayudarlos? ¿Te importaría que un intruso escapara si les hubiera pasado algo a tus hijos?

—En este caso, son muchas las cosas aún por explicar —sentencié—. No te lo voy a negar. Pero recuerda que no era un simple intruso. Era su mejor amigo, o lo había sido en el pasado. Eso podría cambiar el curso de los acontecimientos. Esperemos a ver qué nos cuenta Fiona.

—Sí —convino Richie.

Abrió la puerta de un empujón y una bocanada de aire frío barrió la cocina, arrancando el olor de la estancada capa de sangre y productos químicos y convirtiendo aquella estancia, por un instante, en un lugar fresco y conmovedor como la mañana.

—Esperemos a ver.

Busqué mi teléfono y llamé a los uniformados: tenían que enviar a un cerrajero antes de que los Gogan decidieran montar un puesto de venta de recuerdos. Mientras esperaba a que contestaran, le dije a Richie:

—Ha sido un buen interrogatorio.

—Gracias.

No sonaba ni de lejos tan complacido consigo mismo como debería.

—Al menos ahora sabemos por qué Conor inventó esa historia acerca de cómo encontró la llave de Pat, para no incriminar a Jayden.

—¡Qué amable por su parte! Muchos asesinos también dan de comer a los cachorrillos abandonados.

Richie miraba hacia el jardín, que ya había empezado a cobrar un aspecto de dejadez: las malas hierbas se abrían camino entre el césped, y una bolsa de plástico azul azotaba un arbusto por efecto del viento.

—Sí —contestó—. Probablemente.

Cerró de un portazo y fue a devolver la llave. La última ráfaga de aire frío hizo que revolotearan los papeles sueltos esparcidos por el suelo.

Gogan lo esperaba en la puerta principal de su casa para recuperarla. Jayden estaba tras él, colgado del pomo de la puerta. Cuando Richie entregó la llave, Jayden se asomó bajo el brazo de su padre y dijo:

—Señor.

—¿Sí? —preguntó Richie.

—Si yo no le hubiera prestado la llave a ese hombre, ¿no los habría matado?

Miraba a Richie con ojos de verdadero horror. Richie, con amabilidad pero también con firmeza, le contestó:

—No ha sido culpa tuya, Jayden. La culpa es de la persona que lo ha hecho. Punto y final.

Jayden se retorció.

—Pero no habría podido entrar sin la llave…

—Habría encontrado otro modo de hacerlo. Algunas cosas acaban sucediendo; cuando empiezan, por mucho que te esfuerces, no puedes detenerlas. Todo esto empezó mucho antes de que tú conocieras a ese hombre, ¿lo entiendes?

Sus palabras se deslizaron por mi cráneo y se clavaron en mi nuca. Me revolví para que Richie se apresurara, pero estaba concentrado en Jayden. El chaval parecía medio convencido. Al cabo de un momento, dijo:

—Supongo que sí.

Volvió a colarse bajo el brazo de su padre y desapareció en el sombrío pasillo. Justo antes de cerrar la puerta, Gogan miró a Richie a los ojos y asintió, en un leve y reticente gesto de aprobación.

Las dos familias vecinas que vivían al final de la calle estaban en casa aquella vez. Eran como los Spain tres días antes: parejas jóvenes con críos pequeños, suelos limpios y casas decoradas a la moda con esfuerzo y ahorros, ordenadas y listas para dar la bienvenida a unos visitantes que no se dignarían a venir. Ninguno de ellos había visto ni oído nada. Les informamos de que convenía cambiar las cerraduras de las puertas traseras, con discreción, insinuándoles que era sólo por precaución, un posible defecto de fabricación con el que habíamos topado durante el transcurso de la investigación, nada relacionado con los crímenes.

Uno de los integrantes de cada una de las parejas tenía un empleo, jornadas largas a largas distancias; al otro hombre lo habían despedido una semana antes, y a la otra mujer en julio. Había intentado entablar amistad con Jenny Spain. «Estábamos aquí confinadas todo el día, así que pensé que nos sentiríamos menos solas si teníamos a alguien con quien hablar…». Jenny se había mostrado educada, pero había mantenido las distancias: siempre le parecía fantástico tomar una taza de té, pero nunca estaba libre y nunca estaba segura de cuándo lo estaría.

—Pensé que quizá fuera tímida o que no quería que yo imaginara que éramos amigas del alma y me presentara en su casa todos los días, o quizá estuviera molesta porque antes no lo hubiera intentado. Pero es que antes apenas había tenido oportunidad de hacerlo, apenas estaba en casa… Pero si estaba preocupada por… Quiero decir… ¿Ha sido…? ¿Puedo preguntar?

Había dado por supuesto que había sido Pat, tal como yo le había dicho a Richie que haría todo el mundo.

—Hemos detenido a un hombre en relación con los crímenes —la informé.

—Dios mío.

Agarró la mano de su marido, sobre la mesa de la cocina. Era una mujer guapa, delgada, rubia y bien vestida, pero había estado llorando antes de que llegáramos.

—Entonces no fue… ¿Fue… otra persona? ¿Un ladrón?

—La persona arrestada no vivía en la casa.

Se echó a llorar de nuevo.

—Entonces… Oh, Dios…

Sus ojos se desplazaron por encima de mi hombro, hacia el fondo de la cocina… Su hija, de unos cuatro años, estaba sentada con las piernas cruzadas en el suelo, con su cabecita rubia apoyada sobre un tigre de peluche, murmurando algo.

—Entonces podría habernos pasado a nosotros. Nada lo hubiera impedido. Me gustaría poder decir «Gracias a Dios», pero no puedo, ¿verdad? Porque eso equivaldría a decir que Dios quería que muriesen… Y no ha sido Dios. Ha sido sólo un accidente, pura suerte. Sólo suerte…

Los nudillos de la mano que tenía apoyada sobre la de su marido se le habían quedado blancos y se esforzaba por no estallar en sollozos. Me dolía la mandíbula de cuánto deseaba aclararle que se equivocaba: que los Spain habían lanzado algún mensaje al viento marino y Conor había respondido, y que ella y los suyos podían vivir una vida segura.

—El sospechoso está bajo arresto. Pasará a la sombra mucho tiempo —la tranquilicé.

La mujer asintió, sin mirarme. Su rostro me decía que yo no lo entendía.

—De todos modos, queríamos marcharnos de aquí —explicó el marido—. Nos habríamos marchado hace meses, pero ¿quién va a querer comprar esto? Ahora…

—No vamos a quedarnos aquí. Ni lo sueñes —sentenció la mujer.

Rompió a llorar. Su voz y los ojos del marido revelaban la misma sombra de indefensión. Ambos sabían que no irían a ningún sitio.

De regreso al coche, mi teléfono vibró para informarme de que tenía un mensaje. Geri me había llamado justo después de las cinco.

—«Mick… Lamento mucho molestarte, sé que estás hasta las cejas de trabajo, pero he pensado que querrías saber… Quizá ya lo sabes, seguramente sí, pero… Dina se ha largado. Mick, lo siento mucho, sé que se suponía que debíamos cuidar de ella… y lo estábamos haciendo; la dejé con Sheila quince minutos mientras iba a comprar… ¿Ha vuelto a tu casa? Sé que seguramente estés enfadado conmigo, no te culpo, pero Mick, si está contigo, por favor, llámame. Lo lamento muchísimo, de verdad, yo…».

—¡Mierda! —exclamé.

Dina llevaba desaparecida una hora como mínimo. Y no habría nada que yo pudiera hacer hasta dentro de al menos dos horas más, una vez Richie y yo hubiéramos acabado de interrogar a Fiona. La idea de lo que podía sucederle a Dina en ese lapso de tiempo hizo que mi corazón latiera contra un muro de barro endurecido.

—¡Me cago en todo!

No me di cuenta de que había dejado de caminar hasta que vi a Richie, un par de pasos por delante, con la cabeza vuelta hacia mí.

—¿Va todo bien? —me preguntó.

—Sí, todo bien —respondí—. No tiene nada que ver con el trabajo. Sólo necesito un minuto para aclarar una cosa.

Richie abrió la boca para decir algo, pero antes de que pudiera hacerlo le di la espalda y me eché a caminar en dirección contraria, a un ritmo que le sugería que era mejor no seguirme.

Geri descolgó al primer timbrazo.

—¿Mick? ¿Está contigo?

—No. ¿A qué hora se ha marchado?

—Oh, Dios. Tenía la esperanza de que…

—No te pongas nerviosa. Podría estar en mi casa o en la comisaría. He estado trabajando fuera toda la tarde. ¿A qué hora se ha marchado?

—Alrededor de las cuatro y media. A Sheila le ha sonado el móvil y era Barry, su novio, así que ha subido a su habitación para hablar con él en privado y, cuando ha bajado, Dina se había ido. Ha escrito: «Gracias, ¡adiós!» en el frigorífico con el lápiz de ojos y lo ha subrayado como hace siempre, con una onda. Se ha llevado el monedero de Sheila. Había sesenta euros, así que al menos tiene dinero… En cuanto he llegado a casa y Sheila me lo ha contado, he salido a buscarla en coche por el vecindario. Te prometo que he mirado por todas partes, he entrado en las tiendas, en los jardines de los vecinos, en todos los sitios, pero había desaparecido. No sabía dónde más buscarla. La he llamado una docena de veces, pero tiene el móvil desconectado.

—¿Cómo estaba esta tarde? ¿Se ha molestado contigo o con Sheila?

Si Dina se aburría… Intenté recordar si había mencionado el apellido de Jezzer.

—¡No, estaba mejor! Mucho mejor. No estaba enfadada, asustada ni herida… Razonaba, al menos la mayor parte del tiempo. Parecía un poco distraída, como si no prestara demasiada atención cuando hablabas con ella, como si estuviera dándole vueltas a algo en la cabeza. Eso es todo.

Geri hablaba en un tono cada vez más agudo.

—Te prometo que estaba prácticamente recuperada, Mick. Estaba segura de que empezaba a estar mejor; de otro modo, jamás la habría dejado a solas con Sheila, nunca…

—Ya lo sé. Seguro que estará bien.

—No está bien, Mick. No lo está. Nada más lejos de la realidad.

Miré hacia atrás por encima de mi hombro: Richie estaba apoyado en la puerta del coche, con las manos en los bolsillos, de cara a las obras para concederme la máxima intimidad.

—Ya sabes a qué me refiero. Estoy seguro de que sólo se ha aburrido y se ha marchado a casa de algún amigo. Aparecerá mañana por la mañana con unos cruasanes para pedirte perdón…

—Pero eso no significa que esté bien. Alguien que está bien no le roba a su sobrina el dinero que gana haciendo de niñera. Alguien que está bien no necesita que andemos pisando huevos todo el rato…

—Ya lo sé, Geri. Pero eso no es algo que podamos solucionar esta noche. Concentrémonos en una cosa cada vez, ¿de acuerdo?

Por encima de la tapia de la urbanización, el mar se oscurecía, meciéndose implacablemente hacia la noche; los pajarillos habían vuelto y hurgaban en la orilla. Geri contuvo el aliento y suspiró con voz temblorosa.

—Estoy tan harta de todo esto…

Había oído aquella queja un millón de veces antes, en su voz y en la mía: agotamiento, frustración y molestia mezclados con puro terror. Por muchas veces que vivas la misma situación, nunca olvidas que esta podría ser la vez en que, al fin, concluye de forma distinta: no con una tarjeta de disculpa garabateada y con un ramo de flores robadas en el umbral de casa, sino con una llamada telefónica de madrugada, un policía novato practicando sus dotes para dar malas noticias y una visita a la morgue de Cooper para identificarla.

—Geri —le dije—. No te preocupes. Tengo que hacer un interrogatorio antes de marcharme, pero luego solucionaré este asunto. Si la encuentro esperándome en el trabajo, te llamaré. Tú sigue intentando que responda al móvil; si consigues hablar con ella, dile que se reúna conmigo en la comisaría y envíame un mensaje de texto para que sepa que está de camino. En caso contrario, me pondré a buscarla en cuanto acabe. ¿De acuerdo?

—Sí. De acuerdo.

Geri no preguntó cómo. Necesitaba creer que sería sencillo. Y yo también.

—Seguramente no le sucederá nada por pasar sola otro par de horas.

—Intenta dormir un poco. Se quedará en mi casa esta noche, pero es posible que mañana tenga que volver a llevártela.

—Claro. Por supuesto. Todos se encuentran mejor. Colm y Andrea no se han contagiado, gracias a Dios… Y no dejaré que se aparte de mi vista esta vez. Te lo prometo. Mick, lo lamento muchísimo.

—De verdad, Geri: no tienes que disculparte por nada. Diles a Sheila y a Phil que espero que se encuentren mejor. Te llamo luego.

Richie seguía apoyado en la puerta del coche, con la vista alzada hacia los afilados zigzags de las paredes y los andamios recortados contra el frío cielo azul turquesa. Cuando desbloqueé las puertas del coche con el mando a distancia, el pitido hizo que se enderezara y se volviera hacia mí.

—Hola.

—Solucionado —dije—. Vámonos.

Abrí la puerta, pero no se movió. Bajo la luz menguante, su rostro parecía pálido y sabio, mucho mayor de sus treinta y un años.

—¿Puedo hacer algo por ti? —preguntó.

Un segundo antes de poder abrir la boca noté una oleada dentro de mí, repentina y potente como una inundación e igual de peligrosa: la idea de explicárselo. Pensé en esos compañeros que llevan diez años juntos y se conocen al dedillo, en lo que habría dicho cualquiera de ellos: «¿Te acuerdas de la chica del otro día? Pues es mi hermana y está como una regadera. Y ya no sé cómo ayudarla…». Vi el bar, al compañero pidiendo las cervezas y haciendo comentarios sobre deportes, chistes verdes, explicando anécdotas que eran verdades a medias hasta que los hombros se te destensaban y olvidabas que el cerebro se te había cortocircuitado; lo vi enviándote a casa de noche con una resaca, notándolo detrás de ti, sólido como un muro de roca. Vi aquella imagen con tanta claridad que me podría haber calentado las manos con ella.

Pero, un segundo después, me recompuse. La idea de explayarme con los asuntos privados de mi familia delante de él y rogarle que me diera una colleja y me dijera que todo iba a salir bien me revolvió el estómago. Richie no era un colega de hacía años ni un hermano de sangre; era casi un extraño que ni siquiera se había preocupado de compartir conmigo qué lo había desconcertado en el piso de Conor Brennan.

—No hace falta —le contesté con sequedad.

Por un momento, pensé en pedirle a Richie que se ocupara del interrogatorio de Fiona, que redactara el informe de la jornada o pospusiera la reunión con la hermana hasta la mañana siguiente (Conor no iba a marcharse a ninguna parte), pero ambas opciones me parecieron tan patéticas que me provocaron náuseas.

—Aprecio el ofrecimiento, pero lo tengo todo controlado. Vayamos a ver qué tiene Fiona que contarnos.