Capítulo 16

Antes de que nos trajeran a Conor, echamos un vistazo a la marea de papeles que había invadido la sala de investigaciones: informes, mensajes telefónicos, declaraciones, pistas, todo. Apenas había datos de interés: los refuerzos encargados de buscar a los amigos y familiares de Conor apenas habían dado con un par de primos, y la línea de atención ciudadana había atraído al enjambre habitual de tarados ansiosos por charlar sobre el Libro de las Revelaciones, matemáticas complejas y mujeres de la vida alegre, si bien también encontramos un par de perlas. La vieja amiga de Fiona, Shona, se encontraba en Dubái aquella semana y si bien afirmó que nos denunciaría personalmente si alguno de nosotros imprimía su nombre en conexión con aquel desaguisado, compartía no obstante la opinión de Fiona sobre Conor: había estado locamente enamorado de Jenny cuando eran críos y nada había cambiado desde entonces. Si no, ¿por qué no había mantenido ninguna relación de pareja que durara más de seis meses? Y los muchachos de Larry habían encontrado un abrigo, un jersey, un par de pantalones vaqueros, un par de guantes de piel y un par de zapatillas deportivas del número cuarenta y cuatro en la papelera de un bloque de pisos situado a un kilómetro y medio del apartamento de Conor. Estaban cubiertos de sangre. Los tipos sanguíneos encajaban con los de Pat y Jenny Spain. La zapatilla izquierda coincidía con la huella del coche de Conor y encajaba a la perfección con la que había en el suelo de la cocina de los Spain. Aguardamos a que los uniformados nos trajeran a Conor a la sala de interrogatorios, una de las más pequeñas y estrechas, sin sala de observación y sin apenas espacio para moverse. Alguien la había utilizado: había envoltorios de sándwiches y vasos de plástico esparcidos por la mesa, y un ligero aroma a loción para el afeitado mezclado con olor cítrico, sudor y cebolla impregnaba el ambiente. Me resultaba imposible permanecer quieto. No dejé de moverme por la sala, mientras hacía bolas con aquella basura y la arrojaba a la papelera.

—Debería estar muy nervioso —apuntó Richie—. Un día y medio sentado ahí, preguntándose a qué estamos esperando…

—Tenemos que estar muy seguros de lo que buscamos. Yo quiero un motivo —dije.

Richie metió unos cuantos sobres de azucarillos vacíos en un vaso de plástico.

—Es posible que no obtengamos ninguno.

—Sí. Ya lo sé.

El mero hecho de pronunciarlo en voz alta me provocó otra oleada de aturdimiento; por un instante pensé que tendría que apoyarme en la mesa hasta recuperar el equilibrio.

—Es posible que ni siquiera lo haya. Tenías razón: a veces la vida es una mierda. Pero eso no impedirá que emplee todo mi arsenal para probarlo.

Richie meditó sobre mis palabras mientras examinaba un envoltorio de papel que había recogido del suelo.

—Si es posible que no consigamos un motivo —dijo—, ¿qué otra cosa buscamos?

—Respuestas. Saber por qué se pelearon Conor y los Spain hace unos años. Cuál era su relación con Jenny. Por qué borró el historial de ese ordenador.

La sala estaba lo más limpia que iba a estar. Me apoyé en la pared y me quedé quieto.

—Quiero que estemos seguros. Cuando tú y yo salgamos de esta sala, quiero que ambos pensemos lo mismo y que ambos estemos seguros de a quién perseguimos. Eso es todo. Si logramos llegar hasta ese punto, el resto de las piezas encajarán por sí solas.

Richie me observaba con expresión inescrutable.

—Pensaba que tú estabas seguro —dijo.

Los ojos me escocían a causa del agotamiento. Deseé haberme tomado otro café cuando nos detuvimos a almorzar.

—Y lo estaba —confirmé.

Asintió. Tiró el vaso a la papelera y vino a apoyarse en la pared, a mi lado. Al cabo de un rato, se sacó un paquete de caramelos mentolados del bolsillo y me lo ofreció. Tomé uno y permanecimos allí, comiendo caramelos, hombro con hombro, hasta que la puerta de la sala de interrogatorios se abrió y el uniformado hizo entrar a Conor.

Tenía mal aspecto. Quizá se debiera sólo a que esta vez no llevaba la parka, pero parecía incluso más flaco, tanto que me pregunté si deberíamos requerir los servicios de un médico; los huesos le sobresalían dolorosamente bajo la pelirroja barba de varios días. Había estado llorando de nuevo.

Se sentó encorvado sobre la mesa, con la vista fija en sus puños, plantados frente a él, y no se movió ni siquiera cuando la calefacción central se puso en marcha con un ruido metálico. En cierto sentido, eso me tranquilizó. Los inocentes se revuelven, nerviosos, y saltan de sus sillas al menor ruido; se mueren de ganas de hablar contigo y aclararlo todo. En cambio, los culpables se concentran, reúnen todas sus fuerzas alrededor del bastión interior y se preparan para la batalla.

Richie alargó el brazo para encender la cámara de vídeo y dijo mirando a pantalla: «Detective Kennedy y detective Curran interrogando a Conor Brennan. El interrogatorio da comienzo a las 16.43». Yo le leí la hoja de derechos; Conor la firmó sin mirar, se apoyó en el respaldo de la silla y cruzó los brazos. Por lo que a él concernía, habíamos acabado.

—Caramba, Conor —dije yo, recostándome también en la silla y sacudiendo la cabeza con gesto triste—. Conor, Conor, Conor. Y yo que pensaba que la otra noche nos habíamos caído tan bien…

Me observó sin despegar los labios.

—Y resulta que no fuiste honesto con nosotros, amiguito.

Un destello de miedo le recorrió el rostro, demasiado evidente para ocultarlo.

—Sí que lo fui.

—No, no lo fuiste. ¿Has oído alguna vez eso de «la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad»? Pues nos has decepcionado en al menos una de esas premisas. Y nos preguntamos qué te habrá impulsado a hacerlo.

—No sé de qué me habla —replicó Conor.

Cerró la boca; sus labios dibujaron una línea severa, pero seguía mirándome fijamente. Tenía miedo.

Richie, apoyado contra la pared bajo la cámara, chasqueó la lengua en señal de reproche.

—Empecemos por esto —propuse—: Nos transmitiste la impresión de que, hasta el lunes por la noche, tu relación con los Spain se limitaba a observarlos a través de los prismáticos. ¿No se te ocurrió que podría ser buena idea mencionar que habían sido tus mejores amigos desde que erais críos?

Un leve rubor le encendió las mejillas, pero no pestañeó: no era lo que temía.

—No es asunto suyo.

Suspiré y le hice un gesto admonitorio con el dedo.

—Conor, no te hagas el tonto. Todo lo que digas ahora es asunto nuestro.

—¿Qué te habría costado? —señaló Richie—. Tenías que saber que Pat y Jenny guardaban fotos, tío. Lo único que conseguiste fue retrasarnos un par de horas y hacer que nos cabreáramos.

—Lo que dice mi colega es cierto —confirmé—. Si no te importa, recuérdalo la próxima vez que intentes tomarnos el pelo.

—¿Cómo está Jenny? —preguntó Conor.

Solté una carcajada.

—Pero ¿qué te pasa? Si tan preocupado estabas por su salud, podrías, no sé, no haberla apuñalado, por ejemplo. ¿O acaso esperas que haya concluido el trabajo por ti?

Se le había tensado la mandíbula, pero mantuvo la frialdad.

—Quiero saber cómo se encuentra.

—Y a mí me importa un carajo lo que tú quieras, pero deja que te aclare algo: tenemos unas cuantas preguntas que hacerte. Si las respondes como un buen chico, sin intentar confundirnos más, quizá me ponga de mejor humor y decida compartir contigo esa información. ¿Te parece un trato justo?

—¿Qué quieren saber?

—Empecemos por lo fácil. Háblanos de Pat y Jenny, de cuando erais unos críos. ¿Cómo era Pat?

—Era mi mejor amigo desde los catorce años —respondió Conor—, aunque probablemente ya lo sepan.

Richie y yo nos mantuvimos en silencio.

—Era un tío responsable. Eso es todo. El hombre más responsable que he conocido en la vida. Le gustaba el rugby, echarse unas risas y salir con sus amigos; la mayoría de la gente le caía bien y él caía bien a todo el mundo. A esa edad, muchos de los tíos más populares son auténticos gilipollas y, en cambio, jamás vi a Pat comportarse como un capullo con nadie. Quizá todo eso a ustedes no les parezca nada especial. Pero lo es.

Richie jugaba a lanzar un sobrecillo de azúcar al aire y recogerlo.

—Eran amigos íntimos, ¿no?

Conor nos señaló con la barbilla, primero a Richie y luego a mí.

—Ustedes son compañeros. Eso significa que tienen que estar dispuestos a confiar su vida al otro, ¿no es cierto?

Richie agarró el sobrecillo y se quedó inmóvil, a la espera de mi respuesta.

—Con los buenos compañeros sí, así es.

—Entonces saben cómo éramos Pat y yo. Le conté algunas cosas que, de haberlas descubierto cualquier otra persona, me habrían llevado a cortarme las venas. Pero yo confiaba en él y se las conté.

Había dejado a un lado la ironía, si es que la había. El latigazo de desasosiego estuvo a punto de hacerme saltar de la silla y volver a dar vueltas por la habitación.

—¿Qué clase de cosas?

—Si cree que voy a contárselas, lo lleva claro. Asuntos de familia.

Miré a Richie (si lo necesitábamos, podíamos descubrirlo por otra vía), pero tenía los ojos posados en Conor.

—Hablemos de Jenny —propuse—. ¿Cómo era en aquellos tiempos?

El rostro de Conor se suavizó.

—Jenny —dijo con dulzura— era especial.

—Sí, hemos visto las fotos. No parece haber pasado por situaciones difíciles.

—No me refiero a eso. Cuando entraba en una habitación, la atmósfera mejoraba. Siempre quería que todo fuera perfecto y que todo el mundo fuera feliz, y sabía qué hacer para conseguirlo. Tenía un don especial, nunca he visto nada parecido. Recuerdo una vez en que estábamos todos en la discoteca, una de esas para menores de edad, y Mac, un chico de la pandilla, estaba flirteando con una chica, bailando a su alrededor para llamar su atención. Ella hizo una mueca y le dijo algo, no sé qué, pero todas sus amigas estallaron en carcajadas. Mac regresó a nuestro lado rojo como la grana. Estaba hecho polvo. Aquellas chicas seguían señalándolo y riéndose; a él le habría gustado que se lo tragase la tierra. Y justo en aquel momento, Jenny se volvió para mirar a Mac, le tendió las manos y le dijo: «Me encanta esta canción, pero Pat la odia. ¿Quieres bailar conmigo? ¿Por favor?». Y se pusieron a bailar. Un momento después, Mac estaba sonriendo y Jenny reía de algo que le había contado mientras bailaban. Eso hizo que aquellas chicas cerraran el pico. Jenny era sin duda diez veces más guapa que aquella otra muchacha.

—¿Y Pat no se molestó?

—¿Porque Jenny bailara con Mac?

Conor estuvo a punto de soltar una carcajada.

—¡Qué va! Mac era un año más joven. Un chaval regordete con el cabello desordenado. Además, Pat era consciente de la jugada de Jenny. Diría que incluso debió de quererla más por aquello.

En su voz se había abierto camino la dulzura. Sonaba como la voz de un amante, una voz para una luz tenue y música embriagadora, para un solo oyente. Fiona y Shona estaban en lo cierto.

—Deduzco que mantenían una buena relación —observé.

—Eran fantásticos —respondió Conor sin más—. No existe otra manera de describirlos. ¿Conocen esa sensación que te invade cuando eres adolescente, cuando crees que el mundo es una mierda? Pues ellos dos te insuflaban esperanza.

—Adorable —dije—. De verdad.

Richie había empezado a juguetear otra vez con el sobrecito de azúcar.

—Saliste con la hermana de Jenny, Fiona, ¿no es cierto? ¿Qué edad tenía? ¿Dieciocho?

—Sí. Pero sólo duró unos meses.

—¿Por qué rompisteis?

Conor se encogió de hombros.

—No funcionaba.

—¿Por qué no? ¿Era desagradable? ¿No teníais nada en común? ¿No estaba dispuesta a llegar hasta el final?

—No. Fue ella quien rompió. Fiona es genial. Nos llevábamos muy bien. Sencillamente, no funcionaba.

—Desde luego, puedo entender en qué fallaba —apuntó Richie con sequedad, al tiempo que pescaba el sobrecillo de azúcar en el aire—. Si estabas enamorado de su hermana…

Conor se quedó inmóvil.

—¿Quién ha dicho eso?

—¿Y eso qué importa?

—Pues a mí sí que me importa, porque quien lo haya dicho miente.

—Conor —dije en un tono de advertencia—. ¿Recuerdas nuestro trato?

Habría jurado que lo que de verdad le apetecía era hacer que nos tragáramos los dientes con un par de puñetazos, pero, al cabo de un momento, dijo:

—No era lo que insinúas.

Y, si eso no era un motivo, como poco, como mínimo, estaba a un solo paso de distancia. No podía dejar de mirar a Richie, pero él había lanzado el sobre de azúcar demasiado lejos y estaba alargando el brazo para agarrarlo.

—¿Sí? —preguntó—. ¿Y qué es lo que he insinuado?

—Que yo era un hijo de puta que intentaba interponerme entre ambos. No lo era. No los habría separado aunque me hubiera resultado tan fácil como pulsar un botón. Todo lo demás, mis sentimientos, eran asunto mío.

—Quizá —intervine. Me complació el tono de mi voz, perezosa, divertida—. Al menos hasta que Jenny lo descubrió. Porque lo descubrió, ¿verdad?

Conor se había ruborizado. Tras todos aquellos años, aquella herida debería haber cicatrizado.

—Yo nunca le dije ni una palabra.

—Ni falta que hacía. Jenny lo adivinó. Las mujeres son así, muchacho. ¿Qué sentía ella?

—¿Cómo iba a saberlo yo?

—¿Te dio calabazas sin más? ¿O le divertía tu atención y te siguió el juego? ¿Alguna vez os disteis un beso rápido y un achuchón cuando Pat no miraba?

Conor tenía los puños apretados sobre la mesa.

—No. Ya se lo he dicho. Pat era mi mejor amigo. Ya les expliqué la relación que mantenían. ¿Acaso cree que alguno de nosotros, Jenny o yo, nos habríamos atrevido a hacer algo así?

Solté una carcajada.

—Pues claro que sí… Yo también he sido un adolescente. Habría vendido a mi propia madre sin pestañear por sobar un par de tetas.

—Probablemente usted sí. Pero yo no.

—Vaya, así que eres un tipo respetable… —dije, con sólo un destello de sonrisa—. Sin embargo, Pat no entendió que te limitabas a adorarla como un caballero desde la distancia, ¿verdad? Se enfrentó contigo por Jenny. ¿Quieres contarnos tu versión de lo sucedido?

—Pero ¿qué pretenden? —preguntó Conor—. Les he contado que los maté. Lo que ocurrió cuando éramos unos críos no tiene ninguna importancia.

Tenía los nudillos blancos.

—¿Recuerdas lo que te dije? —repliqué con frialdad—. Nosotros decidimos qué es y qué no lo es. Así que cuéntanos qué sucedió entre Pat y tú.

Le tembló la mandíbula, pero mantuvo el control.

—No sucedió nada. Una tarde, pocos días después de que Fiona rompiera conmigo, yo estaba en casa. Pat vino y me dijo: «Vamos a dar un paseo». Yo sabía que pasaba algo, porque tenía una expresión adusta y no me miraba a la cara. Caminamos hasta la playa y me preguntó si Fiona me había dejado porque yo estaba enamorado de Jenny,

—¡Caramba! —exclamó Richie, poniendo cara de bochorno—. ¡Qué vergüenza!

—¿Eso crees? Pat estaba triste. Y yo también.

—Qué tipo más comedido nuestro Pat, ¿no? —añadí—. Te aseguro que yo te habría hecho saltar los dientes de un puñetazo.

—Pensé que probablemente lo haría. Y no me importaba. Supuse que me lo merecía. Pero Pat… no perdía los estribos, nunca. Se limitó a decir: «Sé que hay muchos chicos que van detrás de Jenny. Y no los culpo. Siempre que se mantengan alejados de ella, no me supone ningún problema. Pero tú… Joder, tío, nunca pensé que tuviera que preocuparme por ti».

—Y tú ¿qué le dijiste?

—Lo mismo que les he dicho a ustedes, que preferiría morirme a interponerme entre ellos. Que nunca se lo diría a Jenny. Que lo único que quería era encontrar a una chica con la que pudiera formar una pareja como la suya y olvidar que había sentido aquello alguna vez.

La sombra de aquella antigua pasión en su voz revelaba que había sido sincero al decirlo, tuviera eso el valor que tuviera. Alcé una ceja.

—¿Y eso bastó para zanjar el tema? ¿De verdad?

—Tardamos horas. Pasamos la tarde entera caminando por la playa, de un lado a otro, charlando. Pero, en resumen, eso fue lo que pasó.

—¿Y Pat te creyó?

—Me conocía. Le dije la verdad. Y me creyó.

—¿Y luego?

—Luego nos fuimos al pub. Nos emborrachamos y acabamos regresando a casa dando tumbos, sosteniéndonos en pie el uno al otro, diciéndonos todas las chorradas que los hombres se dicen en noches como esa.

«Te quiero, tío, no vayas a creer que soy marica, pero te quiero, ¿sabes? Haría cualquier cosa por ti, lo que fuera…». Aquel desasosiego volvió a despertar una llama en mí, esta vez más virulenta.

—Y fueron felices y comieron perdices —dije.

—Pues sí —respondió Conor—. Años más tarde fui testigo en su boda. Y soy el padrino de Emma. Comprueben el registro, si no me creen. ¿Les parece que Pat me habría elegido si pensara que intentaba ligar con su mujer?

—La gente hace cosas muy raras, amigo. Si no fuera así, mi compañero y yo estaríamos en paro. Pero te tomaré la palabra: volvisteis a ser los mejores amigos, hermanos del alma, y las aguas volvieron a su cauce. Y luego, unos años después, la amistad se hizo añicos. Nos gustaría conocer tu versión de lo que sucedió entonces.

—¿Quién dice que se hizo añicos?

Le sonreí.

—Te estás volviendo predecible, amigo. Uno: somos nosotros quienes formulamos las preguntas. Dos: no revelamos nuestras fuentes. Y tres: tú mismo lo dijiste. Si hubieras seguido siendo amigo de los Spain, no habrías tenido que congelarte las pelotas en un edificio en construcción para comprobar qué tal les iba.

Al cabo de un momento, Conor continuó:

—Fúe por esa mierda de lugar, Ocean View. Ojalá nunca hubieran oído hablar de ese sitio.

Su voz traslucía algo nuevo, salvaje.

—Lo supe enseguida, desde el primer momento. Hará unos tres años, no mucho después de que Jack naciera, estuve cenando en casa de Pat y Jenny (entonces vivían en un adosado de alquiler en Inchicore); mi casa estaba a diez minutos de la suya, en la misma calle, y nos veíamos con frecuencia. Aquella noche, cuando llegué, Pat y Jenny parecían estar en las nubes. Apenas hube cruzado el umbral, me enseñaron aquel folleto: «¡Mira! ¡Mira esto! Hemos pagado la fianza esta mañana; la madre de Jenny se quedó cuidando de los niños para que pudiéramos acampar fuera de las oficinas de la agencia inmobiliaria durante la noche; éramos los décimos en la cola… ¡y hemos conseguido justo la que queríamos!». Desde que se comprometieron, se morían de ganas de comprar una casa, así que, mi primera reacción fue alegrarme muchísimo por ellos. Pero luego eché un vistazo al folleto y a la urbanización en «Brianstown». Jamás había oído hablar de aquel lugar; me sonaba a uno de esos antros remotos que los promotores bautizaban en honor a su hijo o a ellos mismos, jugando a ser pequeños emperadores. En el folleto se leía algo parecido a: «A sólo cuarenta minutos de Dublín», pero, tras comprobarlo en el mapa, me dije que eso sería si viajaras en helicóptero.

—Vaya, eso está muy lejos de Inchicore. Se acabaron las visitas cada pocos días —apunté yo.

—Eso no me representaba ningún problema. Podrían haberse comprado una casa en Galway y yo me habría alegrado por ellos, siempre y cuando fueran a ser felices allí.

—Que es lo que ellos pensaban que ocurriría en ese lugar.

—El problema es que no existía ese tal lugar. Examiné de cerca aquel folleto y me percaté de que no eran casas; eran maquetas. Entonces les dije: «Pero ¿la urbanización está construida?», a lo que Pat respondió: «Lo estará para cuando nos mudemos».

Conor sacudió la cabeza e hizo una mueca de disgusto. Algo había cambiado. Broken Harbour había irrumpido en la conversación como una ráfaga de viento y había hecho que todos nos pusiéramos en tensión y nos concentráramos. Richie había dejado por fin el sobrecillo de azúcar.

—Se jugaron diez años de sus vidas en un campo en medio de la nada —dijo.

—Bueno, eran optimistas —dije—. Eso es bueno.

—¿Ah sí? Primero son optimistas y luego se vuelven locos de remate.

—¿Crees acaso que no eran lo bastante mayorcitos para tomar aquella decisión por sí mismos?

—Sí. Eso me pareció. Así que mantuve la boca cerrada. Los felicité, les dije que estaba encantado por ellos y que me moría de ganas de ver su casa. Me dediqué a asentir y sonreír cuando hablaban de ella, cuando Jenny me enseñaba muestras de tela para cortinas, cuando Emma hizo un dibujo de cómo sería su habitación. Me habría encantado que fuera maravilloso, de verdad. Rezaba por que fuera lo que ellos siempre habían anhelado.

—Pero no lo era —observé yo.

—Cuando la casa estuvo lista, me llevaron a verla —prosiguió Conor—. Un domingo, el día antes de firmar el contrato definitivo. Debió de ser hace un par de años, quizá un poco más, porque era verano. Hacía un día caluroso, bochornoso, estaba nublado y el aire pesaba. El lugar era…

Un sonido deprimente que podría haber sido una carcajada.

—Ya lo han visto. Entonces no estaba tan mal, aún no habían crecido las malas hierbas y las obras seguían su curso, así que al menos no parecía un cementerio, pero, de todos modos, no era nada parecido a un lugar donde alguien querría vivir. Nada más salir del coche, Jenny exclamó: «Mira, ¡se ve el mar! ¿No es fantástico?». Yo respondí: «Sí, la vista es maravillosa», pero no lo era. El agua parecía sucia y grasienta y la brisa marina debería habernos refrescado, pero el aire estaba estancado. La casa sí era bonita, si te gusta el estilo Stepford, pero al otro lado de la calle había un vertedero y una excavadora. En conjunto, el lugar era horrendo. Me dieron ganas de dar media vuelta y largarme de allí a la carrera, arrastrando a Pat y Jenny conmigo.

—¿Y qué hay de ellos? —quiso saber Richie—. ¿Estaban contentos?

Conor se encogió de hombros.

—Eso parecía. «Las obras de la acera opuesta estarán terminadas en un par de meses», me explicó Jenny. A mí no me parecía que eso fuera posible, pero no dije ni pío. Ella añadió: «Va a ser fantástico. El préstamo hipotecario cubre un ciento diez por ciento del precio para que podamos amueblar la casa. Había pensado decorar la cocina con temática marina, para combinar con el mar. ¿No crees que quedaría precioso tener una cocina con aire marítimo?». Yo le contesté: «Sería más seguro que pidierais sólo el cien por cien y fuerais decorando la casa poco a poco». Jenny se echó a reír; su risa sonaba falsa, pero quizá fuera porque el aire lo aplastaba todo; me dijo: «Venga, Conor, relájate. Podemos permitírnoslo. No saldremos tanto a comer fuera; de todos modos, no hay ningún restaurante cerca adonde ir. Quiero que todo sea muy bonito». Yo insistí: «Lo único que digo es que sería más seguro. Sólo por precaución». Tal vez no debería haber dicho nada, pero aquel lugar… Parecía como cuando un gran perro te observa y empieza a acercarse a ti poco a poco y sabes que, si quieres escapar, es ahora o nunca. Pat soltó una carcajada y dijo: «Tío, ¿sabes lo rápido que están subiendo los precios de las propiedades inmobiliarias? Aún no nos hemos mudado y la casa ya vale más de lo que pagamos por ella. Si en algún momento decidimos venderla, obtendremos beneficios».

—Si ellos estaban locos, el resto del país no lo estaba menos. Nadie pensó que la burbuja acabaría estallando —comenté, consciente del deje pomposo de mi voz.

Conor arqueó una ceja.

—¿De verdad lo cree?

—Si alguien lo hubiera sabido, este país no estaría en la situación en la que está.

Se encogió de hombros.

—Yo no sé de temas económicos. Soy un simple diseñador web. Pero sabía que nadie iba a querer comprar centenares de casas en medio de la nada. Quienes las adquirieron lo hicieron porque los convencieron de que dentro de cinco años podrían venderlas por el doble de lo que habían pagado y mudarse a un sitio decente. Tal como ya he dicho, quizá sea idiota, pero hasta yo sabía que las estructuras piramidales acaban quedándose sin imbéciles que las sustenten.

—Vaya, vaya, pero si tenemos a Alan Greenspan con nosotros —comenté.

Conor empezaba a tocarme las narices, porque estaba en lo cierto y porque Pat y Jenny tenían todo el derecho a creer que se equivocaba.

—Es fácil tener razón en retrospectiva, amiguito. No te habría hecho ningún daño ser un poco más positivo con tus amigos.

—¿Contarles más patrañas? Ya les estaban contando suficientes. Los bancos, los promotores, el Gobierno: «Adelante, la mejor inversión de vuestras vidas…».

Richie hizo una pelota con el sobrecito de azúcar y lo lanzó a la papelera con un susurro.

—Si yo hubiera visto a mis mejores amigos correr hacia ese precipicio, también les habría dicho algo. Quizá no hubiera logrado detenerlos, pero puede que hubiera suavizado la caída.

Richie y Conor me miraban como si estuvieran en el mismo bando y yo fuera el extraño. Richie sólo pretendía presionar a Conor para que explicara las repercusiones que aquella caída había tenido en Pat, pero aun así me dolió.

—Continúa. ¿Qué sucedió luego? —pregunté.

Le tembló la mandíbula. El recuerdo se enroscaba a su alrededor con más y más fuerza.

—Jenny, quien odiaba las peleas, dijo: «¡Deberías ver el tamaño del jardín trasero! Estamos pensando en comprar un tobogán para los niños y, en verano, celebraremos barbacoas. Luego puedes quedarte a dormir, así no tendrás que preocuparte por tomar unas cuantas cervezas…». Pero justo entonces oímos un inmenso estrépito al otro lado de la calle, como si un fardo de pizarras hubiera caído de un andamio o algo así. Nos llevamos un susto de muerte. Cuando el corazón volvió a latirnos, yo dije: «¿Estáis seguros de lo que hacéis?». Pat respondió: «Sí. Lo estamos. Más nos conviene: la fianza no es retornable».

Conor sacudió la cabeza.

—Intentó que sonara a broma. Yo le dije: «¡A la mierda la fianza! Aún estáis a tiempo de cambiar de opinión». Y, de repente, Pat se puso hecho una fiera conmigo: «¡Por todos los diablos! ¿No puedes fingir que te alegras por nosotros?». No era propio de Pat, en absoluto; tal como he dicho, jamás perdía los estribos. Entonces supe que seguía dándole vueltas, que tenía serias dudas. Yo respondí: «¿De verdad quieres vivir en esta casa? Contéstame a eso». Y me respondió: «Sí. Siempre lo he querido. Ya lo sabes. Sólo porque tú seas feliz viviendo de alquiler en un piso de soltero durante el resto de tu vida…». Lo interrumpí: «No. No me refiero a una casa, hablo de esta. ¿La quieres? ¿De verdad te gusta? ¿O sólo la compras porque se supone que tienes que comprarla?». Y Pat me dijo: «No es perfecta, eso ya lo sé, ya lo sabía antes. Pero ¿qué quieres que hagamos? Tenemos hijos. Cuando tú tengas una familia, necesitarás un hogar. ¿Qué problema tienes con eso?».

Conor se pasó una mano por la barbilla, con fuerza suficiente como para dejar una línea roja.

—Estábamos hablando a voz en grito. Donde nosotros vivíamos de niños, para entonces ya habría habido media docena de viejecitas asomando la nariz por la puerta para cotillear. Pero allí no se movió ni un alma. Yo le dije: «Si no podéis comprar algo que os guste de verdad, continuad viviendo de alquiler». Pat replicó: «¡Joder, Conor, no es así como funciona esto! ¡Necesitamos ascender en la escalera de la propiedad!». Yo le pregunté: «¿Así es como queréis hacerlo? ¿Zambulléndoos de cabeza en una deuda colosal por un antro que quizá nunca llegue a ser un sitio decente donde vivir? ¿Qué pasa si los vientos cambian y esto se queda estancado?». Jenny enlazó su brazo con el mío y me dijo: «Conor, está bien, te lo juro. Sé que sólo pretendes protegernos, pero te estás comportando de un modo anticuado. Todo el mundo compra hoy en día. Todo el mundo».

Rio, una única carcajada seca.

—Lo dijo como si eso significara algo, como si fuera el argumento definitivo, el punto y final. Me costaba dar crédito a lo que oía.

—Tenía razón. ¿Cuánta gente de nuestra generación hizo lo mismo? Miles, tío. Miles y miles —comentó Richie como de pasada.

—¿Y qué? ¿A quién le importa lo que hagan los demás? Se estaban comprando una casa, no una camiseta. No era una inversión. Era un hogar. Si dejas que otra persona decida en aspectos como ese, si te dejas llevar por la corriente sólo porque está de moda, entonces ¿quién eres? ¿Qué sucede si el viento cambia de dirección al día siguiente? ¿Qué haces? ¿Te olvidas de todo y empiezas de cero, sólo porque otra gente lo diga? Entonces, en el fondo ¿qué eres? No eres nada. No eres nadie.

Aquella furia, densa y fría como una piedra. Pensé en la cocina, destrozada y ensangrentada.

—¿Es eso lo que le dijiste a Jenny?

—No pude decirle nada. Pat debió de vérmelo en la cara y me dijo: «Es cierto, tío. Pregúntale a cualquier ciudadano de este país: el noventa y nueve por ciento de ellos te dirían que estamos haciendo lo correcto».

Aquella risa ronca de nuevo.

—Yo me quedé allí plantado, boquiabierto, mirándolos atónito. No podía… Pat nunca había sido así. Nunca. Ni siquiera cuando teníamos dieciséis años. Sí que a veces se fumaba un cigarrillo o un porro sólo porque todo el mundo en la fiesta lo hacía, pero en el fondo sabía quién era. Jamás habría cometido ninguna estupidez, nunca se habría metido en un coche cuyo conductor estuviera borracho ni nada por el estilo sólo porque alguien lo empujara a hacerlo. Y allí estaba, un maldito hombre maduro rebuznando aquel «¡Todo el mundo lo hace!».

—¿Qué le dijiste tú? —le pregunté.

Conor meneó la cabeza de lado a lado.

—No había nada que pudiera decirle. Entonces lo supe. Ellos… Pensé que, de repente, se habían convertido en un par de extraños. No eran personas con quienes quisiera tener nada que ver. Pero lo intenté de todos modos, como un idiota. Les dije: «Pero ¿qué demonios os ha pasado?». Pat me contestó: «Hemos madurado. Eso es lo que ha pasado. Somos adultos. Tienes que amoldarte a las reglas». Yo le contesté: «¡Ni mucho menos! Cuando uno es adulto, piensa por sí mismo. ¿Es que te has vuelto loco? ¿Te has convertido en un zombi o qué? ¿Qué te pasa?». Nos cuadramos como si fuéramos a pegarnos. Pensé que lo haríamos; pensé que, en cualquier momento, me propinaría un puñetazo. Entonces Jenny volvió a agarrarme por el codo, me dio media vuelta y me gritó: «¡Cállate! ¡Cállate! Lo vas a echar todo a perder. No soporto toda esa negatividad, no quiero tenerla cerca de mis hijos ni de nosotros. ¡No la soporto! Es de enfermos. Si todo el mundo empieza a pensar como tú, el país entero va a irse por el retrete, y entonces sí que estaremos en problemas. ¿Serás feliz cuando eso ocurra?».

Conor volvió a pasarse la mano por la boca y se mordisqueó la carne de la palma

—Jenny se echó a llorar. Yo balbuceé algo, no recuerdo qué, pero ella se tapó los oídos con las manos y echó a andar a toda prisa por la calle. Pat me miró como si fuera una basura. «Gracias, tío, ha sido genial», me dijo, y se marchó detrás de ella.

—¿Y tú qué hiciste? —quise saber.

—Me marché. Me di una vuelta por aquella urbanización de mierda durante un par de horas, en busca de algo que me hiciera llamar a Pat y decirle: «Lo siento, tío, estaba equivocado. Este sitio va a ser el paraíso». Pero lo único que encontré fue más mierda. Al final opté por llamar a un amigo y pedirle que viniera a buscarme. No volvieron a llamarme. Y yo tampoco intenté ponerme en contacto con ellos.

—Hummm —dije.

Me recosté en la silla dándome golpecitos con el bolígrafo en los dientes y analicé su última respuesta.

—Había oído hablar de amistades que se rompen por motivos extraños, pero ¿por el valor de la propiedad? ¿En serio?

—Pues resulta que acerté, ¿no?

—¿Y te complació averiguarlo?

—¡No! Me habría encantado equivocarme.

—Porque querías a Pat… por no mencionar a Jenny. Querías a Jenny.

—Los quería a los cuatro.

—Sobre todo a Jenny. No, espera: no he acabado. Soy un tipo muy simple, Conor. Pregúntaselo a mi compañero; él te lo confirmará: siempre apuesto por la solución más sencilla, y resulta que normalmente es la correcta. Así que lo que se me ocurre es que quizá discutiste con los Spain por su elección, por el precio de su hipoteca, por su visión del mundo y por todo lo que nos has contado… Me he perdido, ya me lo recordarás más adelante. Pero, dado el trasfondo, a mí me parece mucho más sencillo pensar que os peleasteis porque tú seguías enamorado de Jenny Spain.

—Eso ni siquiera surgió durante la conversación. No habíamos hablado de ello desde aquella vez, después de que Fiona rompiera conmigo.

—Entonces ¿seguías enamorado de ella? —le pregunté.

Al cabo de un momento, Conor respondió, con tranquilidad y dolor:

—Nunca he conocido a nadie como Jenny.

—Motivo por el cual no te duran las novias, ¿cierto?

—No malgasto años de mi vida en algo que no quiero, por mucho que me digan que debería hacerlo. Vi a Pat y a Jenny; sé lo que es el amor verdadero. ¿Por qué tendría que conformarme con otra cosa?

—Sin embargo, pretendes decirme que la discusión que tuvisteis no fue por eso —alegué.

Un destello de asco iluminó sus ojos grises entrecerrados.

—No lo fue. ¿Cree que habría permitido que lo adivinaran?

—Ya lo sabían.

—Porque yo era más joven. En aquel entonces, era un patán ocultando cosas.

Solté una sonora carcajada.

—¿Así que eras un libro abierto? Pues parece que Pat y Jenny no fueron los únicos que cambiaron al madurar.

—Me volví más sensato. Y desarrollé un mayor control sobre las cosas. Yo no me convertí en una persona distinta.

—¿Significa eso que todavía estás enamorado de Jenny? —inquirí.

—Hace años que no hablo con ella.

Lo cual respondía a una pregunta completamente distinta, pero podía esperar.

—Quizá no. Pero la has visto a menudo desde tu pequeño escondite. Y ya que estamos, ¿cómo empezó todo eso?

Esperaba que evitara pronunciarse, pero respondió enseguida, sin rodeos, como si hubiera estado esperando aquella pregunta: cualquier tema era mejor que hablar de sus sentimientos hacia Jenny Spain.

—Casi por accidente. A finales del año pasado, las cosas empezaron a irme mal. El trabajo había menguado. Era el inicio de la crisis y, aunque nadie lo decía (todavía no, porque si te dabas cuenta y lo decías, te tachaban de traidor a tu país), yo lo intuí. Los trabajadores autónomos como yo fuimos los primeros en notarla. Yo estaba sin blanca. Tuve que mudarme de mi apartamento, instalarme en un agujero… probablemente ya lo hayan visto, ¿no es cierto?

No respondimos. En su rincón, Richie permanecía quieto, fusionándose con la estancia para despejarme el terreno. Conor torció el gesto.

—Espero que les haya gustado —continuó—. Ahora entenderán por qué no paso mucho tiempo allí, si puedo evitarlo.

—No obstante, tampoco parecías entusiasmado con Ocean View. ¿Cómo acabaste merodeando por la zona?

Se encogió de hombros.

—Tenía tiempo libre, estaba deprimido… No dejaba de pensar en Pat y Jenny. Solía hablar con ellos cuando algo iba mal. Los echaba de menos. Sólo me preguntaba… quería ver cómo les iba.

—Hasta ahí lo entiendo —repliqué—. Pero cuando una persona normal quiere recuperar el contacto con sus amigos, no instala un campamento con vistas a la cocina de su casa. Lo que hace es descolgar el teléfono. Lo siento si te parece una pregunta tonta, amigo, pero ¿no se te ocurrió hacerlo?

—No sabía si querrían hablar conmigo. Ni siquiera sabía si seguíamos teniendo lo bastante en común como para llevarnos bien. No habría soportado descubrir que no era así.

Por un instante, sonó como un adolescente, frágil y desprotegido.

—Claro, podría haber llamado a Fiona y haberle preguntado por ellos, pero no tenía muy claro qué le habían contado acerca de nuestra discusión y no quería involucrarla… Un fin de semana, pensé en dejarme caer por Brianstown para echarles un vistazo y regresar a casa. Eso fue todo.

—Y lo hiciste.

—Sí. Subí a la casa donde me encontraron. Lo único que pensé fue que podía verlos cuando salieran al jardín trasero, pero las ventanas de aquella cocina… Se veía todo. Los vi sentados a la mesa, los cuatro. A Jenny haciéndole una coleta a Emma para que no metiera el pelo en el plato. A Pat contando algo. Y a Jack riendo con la cara manchada de comida.

—¿Cuánto tiempo permaneciste allí arriba? —pregunté.

—Más o menos una hora. Era agradable, lo más agradable que había visto desde no sabía cuándo.

El recuerdo suavizó la tensión de la voz de Conor, la endulzó.

—Me sentí en paz. Me marché a casa en paz.

—Y regresaste para un segundo asalto.

—Sí. Un par de semanas después. Emma había sacado las muñecas al jardín y las hacía bailar por turnos, las estaba enseñando. Jenny estaba tendiendo la colada. Y Jack simulaba ser un avión.

—Y eso también te infundió paz. Así que comenzaste a acudir asiduamente.

—Sí. ¿Qué más podía hacer durante todo el día? ¿Sentarme en aquel cuchitril y mirar la tele?

—Y al momento siguiente, te has instalado allí con un saco de dormir y unos prismáticos —comenté.

—Sé que suena a locura —replicó Conor—. No es necesario que me lo diga.

—Así es. Pero, por el momento, también suena inofensivo. Cuando se convierte en una actitud propia de psicópata sin paliativos es cuando empiezas a entrar en su casa. ¿Quieres contarnos tu versión de esa parte?

No se lo pensó dos veces. Incluso allanar aquella morada se le antojaba un tema más llevadero que hablar de Jenny.

—Encontré la llave de la puerta trasera, como les dije. No planeaba hacer nada con ella; sólo me gustaba tenerla. Pero una mañana salieron de casa y yo había pasado allí la noche, tenía el cuerpo entumecido por la humedad, hacía un frío de mil demonios (eso fue antes de que me hiciera con un saco de dormir decente) y pensé: «¿Por qué no? Sólo serán cinco minutos, para entrar en calor…». Sin embargo, me pareció que allí se estaba bien. Olía a ropa recién planchada, a flores, a té y a bollos calientes. Todo estaba limpio, impoluto. Hacía mucho tiempo que no estaba en un lugar como aquel. Era un auténtico hogar.

—¿Cuándo fue eso?

—En primavera. No recuerdo la fecha.

—Y luego seguiste entrando —añadí—. No se te da muy bien resistir la tentación, ¿no es cierto, muchacho?

—No le hacía ningún daño a nadie.

—¿Ah, no? Entonces ¿qué hacías ahí dentro?

Un leve encogimiento de hombros. Conor tenía los brazos cruzados y no nos miraba: estaba avergonzado.

—Poca cosa. Tomarme una taza de té y una galleta. O a veces un sándwich.

Las lonchas de jamón desaparecidas de Jenny.

—A veces yo…

El rubor cobraba fuerza en sus mejillas.

—A veces cerraba las cortinas del salón para que los capullos de los vecinos no me vieran y veía un rato la tele. Cosas así.

—Fingías vivir ahí —sentencié yo.

Conor no respondió.

—¿Alguna vez subiste a la planta superior? ¿Entraste en los dormitorios?

Silencio por respuesta.

—Conor.

—¿Un par de veces?

—¿Y qué hiciste?

—Contemplar los dormitorios de Emma y de Jack. Me quedé en la puerta, observando. Quería ser capaz de imaginármelos allí.

—¿Y en el dormitorio de Pat y Jenny? ¿Entraste alguna vez?

—Sí.

—¿Y?

—No es lo que están pensando. Me descalcé y me tumbé en su cama. Sólo un minuto. Cerré los ojos. Eso es todo.

No nos miraba. Se estaba dejando arrastrar por los recuerdos; noté la tristeza que se acumulaba en su interior, fría como el hielo.

—¿No pensaste que podías estar atemorizando a los Spain? —pregunté con crudeza—. ¿O te daba igual?

Mi pregunta lo hizo regresar.

—No los estaba asustando. Siempre me aseguré de salir mucho antes de que volvieran a casa. Lo dejé todo tal como estaba antes: lavé mi taza, la sequé y la guardé en el armario. Barrí el suelo, por si había dejado alguna mancha de tierra. Los objetos que me llevé eran insignificantes: nadie iba a echar de menos un par de gomas para el pelo. Nadie podía saber que había estado allí.

—Sin embargo, nosotros sí lo sabemos —repliqué—, que no se te olvide. Dime una cosa, Conor, y, recuerda, nada de tomarme el pelo: te morías de los celos, ¿no es verdad? De los Spain. De Pat.

Conor negó con la cabeza, un gesto impaciente, como si estuviera espantando una mosca.

—¡No! No lo entienden. Es lo mismo que cuando teníamos dieciocho años: no es lo que usted insinúa.

—Entonces ¿cómo es?

—Yo nunca quise que les ocurriera nada malo. Yo sólo… Sé que los puse a parir al decirles que hacían lo que todo el mundo. Pero, cuando empecé a espiarlos…

Una respiración larga. La calefacción había vuelto a pararse. Sin el zumbido, la sala se antojaba silenciosa, vacía: los leves sonidos de nuestras respiraciones eran absorbidos por el silencio y se disolvían en la nada.

—Desde fuera, su vida parecía exactamente como la de cualquier otra familia, como sacada de una película de terror de clones. Pero, una vez la contemplabas desde dentro, te dabas cuenta de que… Por ejemplo, Jenny solía aplicarse esa gilipollez de bronceador que se ponen todas las mujeres y tenía el mismo aspecto que cualquiera de ellas, pero después se lo llevaba a la cocina y ella y los críos cogían unos pincelitos y se pintaban las manos. Se dibujaban estrellas o caras sonrientes, o escribían sus iniciales; en una ocasión, Jenny le pintó rayas de tigre a Jack en los brazos y él se pasó toda la semana encantado siendo un tigre. O, después de acostar a los niños, Jenny ordenaba sus cosas, como cualquier otra ama de casa del mundo, sólo que a veces Pat aparecía para echarle una mano y acababan jugando con los juguetes, peleando con los peluches y riendo, y luego se tumbaban en el suelo juntos y contemplaban la luna a través de la ventana. Desde allí arriba, veías que seguían siendo ellos, seguían siendo los mismos que a los dieciséis años.

Conor había separado los brazos; tenía las manos ahuecadas sobre la mesa, con las palmas hacia arriba, y los labios entreabiertos. Observaba una lenta procesión de imágenes pasar frente a una ventana iluminada, lejana e intocable, resplandeciente y llamativa como el esmalte y el oro.

—Las noches son más largas cuando uno las pasa solo. Empiezas a pensar cosas extrañas. Veía otras luces, en otras casas de la urbanización. A veces se oía música; había alguien que ponía rock a toda pastilla y otro vecino solía ensayar con la flauta. Empecé a pensar en todas las personas que vivían allí, en todas aquellas vidas. Aunque todo el mundo estuviera preparando la cena, un tipo podía estar cocinándole su plato favorito a su hija para alegrarle el ánimo después de un mal día en la escuela o una pareja podía estar celebrando la noticia de que ella estaba embarazada… Cada una de aquellas personas pensaba en algo suyo, personal. Y quería a alguien sólo suyo. Cada vez que subía allí, me daba más cuenta de que ese tipo de vida, en el fondo, es bonita.

Conor respiró profundamente de nuevo y extendió las palmas sobre la mesa.

—Eso es todo —dijo—. No eran celos. Sólo… eso.

—Sin embargo, las vidas de los Spain dejaron de ser tan idílicas después de que Pat perdiera su empleo —apuntó Richie desde su rincón.

—Se llevaban genial.

El sesgo instantáneo en la voz de Conor, en defensa de Pat, hizo que aquel desasosiego rebotara dentro de mí una vez más. Richie se separó de la pared y apoyó el trasero en la mesa, demasiado cerca de Conor.

—La última vez que hablamos, nos dijiste que aquello lo había hundido. ¿Qué querías decir exactamente?

—Nada. Conozco a Pat. Sabía que debía de estar pasándolo fatal. Eso es todo.

—El pobre tío estaba destrozado, no nos estás diciendo nada que no sepamos. Así que dinos, ¿qué viste? ¿Lo viste comportarse de manera extraña? ¿Llorar? ¿Gritar? ¿Pelearse con Jenny?

—No.

Una pausa breve, tensa, mientras Conor sopesaba qué contarnos. Volvió a cruzarse de brazos.

—Al principio estaba bien. Al cabo de unos meses, más o menos durante el verano, empezó a quedarse despierto hasta altas horas de la madrugada y luego dormía hasta bien entrada la mañana. No salía tanto. Antes iba a correr todos los días, pero acabó tirando la toalla. Algunos días ni siquiera se molestaba en vestirse o afeitarse.

—A mí me suena a depresión.

—Estaba abatido. ¿Y? ¿Quién podría culparlo por ello?

—Y aun así, tampoco se te ocurrió ponerte en contacto con él —comentó Richie—. Cuando a ti te iban mal las cosas, echaste de menos a Pat y Jenny. Pero ¿nunca se te ocurrió que ellos te echaran de menos a ti en los malos momentos?

—Sí, lo pensé —contestó Conor—. Mucho. De hecho, pensé que podría ayudarlos, llevarme a Pat al bar a tomar un par de cervezas y echarnos unas risas, cuidar de los niños mientras ellos dos disfrutaban de un rato a solas… Pero no me vi capaz de hacerlo. Habría sido como restregarles lo ocurrido por la cara: «Jajaja, os dije que todo esto se iría al carajo». Sólo habría empeorado las cosas.

—Joder, tío. ¿Acaso podían empeorar mucho más?

—Pues sí. La falta de ejercicio no le sentaba bien a Pat. Pero eso no significa que se estuviera desmoronando.

La ola defensiva seguía presente.

—El hecho de que Pat dejara de salir no debió de hacerte ninguna gracia —especulé—. Si se quedaba en casa, se acabaron el té y los sándwiches para ti. Aun así, ¿te las apañaste para pasar algún momento en la casa durante el último par de meses?

Se volvió hacia mí de repente, dándole la espalda a Richie, como si yo lo estuviera salvando.

—Menos. Aunque, una vez a la semana, aproximadamente, salían todos juntos, iban a recoger a Emma a la escuela y luego de compras. A Pat no le asustaba dejar la casa; simplemente, quería quedarse dentro para poder vigilar a ese visón o lo que fuera. No tenía ninguna fobia ni nada parecido.

No miré a Richie, pero noté que se quedaba paralizado. Conor no debería haber sabido lo del animal de Pat.

—¿Viste alguna vez al animal? —pregunté como si tal cosa, antes de que cayera en la cuenta de su error.

—Como ya les he dicho, no estaba mucho en la casa.

—Claro que sí. No me refiero sólo al último par de meses: te hablo de todo el tiempo en que estuviste entrando y saliendo. ¿Lo viste? ¿Lo oíste?

Conor empezaba a mostrarse receloso, aunque no estaba seguro de por qué.

—Oí rascadas un par de veces. Pensé que quizá serían ratones o un pájaro que se había colado en el desván.

—¿Y por la noche? Es entonces cuando supuestamente el animal debía de cazar, copular o lo que fuera que hiciera, y tú estabas justo enfrente, con tus prismáticos. ¿Alguna vez viste un armiño durante tus viajecitos? ¿Una nutria? ¿Ni que fuera una rata?

—Había bichos viviendo ahí fuera, eso seguro. Oía un montón de cosas moviéndose por los alrededores, de noche. Algunos eran grandes. No tengo ni idea de qué podían ser, porque no los vi. Estaba oscuro.

—¿Y eso no te preocupaba? ¿No te inquietaba estar a la intemperie, en mitad de la nada, rodeado por fauna salvaje que no veías, sin nada con lo que poder defenderte?

Conor se encogió de hombros.

—Los animales no me asustan.

—¡Qué valiente! —exclamé en señal de admiración.

Richie se rascó la cabeza, confuso, como un novato perplejo que intentaba dar sentido a todo aquello, y dijo:

—Espera un momento. Me he perdido algo. ¿Cómo sabes que Pat estaba al acecho de ese animal?

Conor abrió la boca un instante, pero la cerró enseguida, su cerebro discurriendo a toda velocidad.

—¿Qué ocurre? —pregunté—. No es una pregunta complicada. ¿Hay algún motivo para que no quieras contestarnos?

—No. Es sólo que no recuerdo cómo lo descubrí.

Richie y yo nos miramos y empezamos a reír.

—Fantástico —dije—. Te juro por Dios que, por muchos años que lleves en este oficio, esa respuesta nunca falla.

La mandíbula de Conor se había tensado: no le gustaba que se rieran de él.

—Lo siento, amigo. Pero tienes que entender que nos topamos con muchos casos de amnesia. A veces me preocupa que el Gobierno pueda estar echando algo en el agua. ¿Quieres volver a intentarlo?

La mente le iba a mil revoluciones.

—Venga, tío. ¿Qué daño puedes hacer? —le preguntó Richie aún con voz divertida.

—Una noche me paré a escuchar bajo la ventana de la cocina —respondió Conor—. Pat y Jenny estaban hablando de ello.

No había alumbrado en las calles ni focos en el jardín de los Spain: una vez anochecía, podría haber saltado la tapia y pasarse las noches agazapado bajo sus ventanas, escuchando. La privacidad no debía de preocupar en exceso a los Spain, rodeados como estaban de escombros, de vides trepadoras y de sonidos marinos, a kilómetros de distancia de cualquiera a quien le importaran algo. Y, sin embargo, no habían tenido intimidad. Conor se había estado paseando por su casa, escuchándolos a hurtadillas mientras tomaban una copa de vino y se hacían arrumacos a última hora de la tarde, y los dedos grasientos de los Gogan habían manoseado sus discusiones y les habían permitido asomarse a las romas grietas de su matrimonio. Las paredes de su hogar habían sido como un pañuelo de papel que se rasga y desaparece en la nada.

—¡Qué interesante! —opiné—. ¿Y cómo te sonó aquella conversación?

—¿Qué quiere decir?

—¿Quién dijo qué? ¿Estaban preocupados? ¿Alterados? ¿Discutían? ¿Se gritaban? ¿Qué?

Conor se había quedado perplejo. No se había preparado para aquello.

—No la oí entera. Pat comentó algo respecto a una trampa que no funcionaba. Y supongo que Jenny le propuso que probara con un cebo distinto y Pat le contestó que, si pudiera al menos ver al animal, entonces sabría qué utilizar. No se les oía alterados ni nada por el estilo. Un poco preocupados, quizá, como lo estaría cualquiera. Desde luego, no hubo ninguna discusión. No parecía un problema de peso.

—De acuerdo. ¿Y cuándo ocurrió eso?

—No me acuerdo. En algún momento del verano, probablemente. Pero podría haber sido más tarde.

—¡Muy interesante! —observé, apartando mi silla de la mesa—. Guarda ese pensamiento, amigo. Vamos a salir afuera a charlar sobre ti durante un rato. Interrogatorio suspendido: los detectives Kennedy y Curran abandonan la sala.

—Esperen. ¿Cómo está Jenny? ¿Está…? —espetó Conor.

No pudo concluir la frase.

—Ah —dije, echándome la chaqueta sobre el hombro—. Estaba esperando que me lo preguntaras. Lo has hecho muy bien, Conor: has esperado un buen rato antes de preguntar. Pensaba que estarías suplicándome en menos de sesenta segundos. Te he subestimado.

—Les he respondido a todo lo que me han preguntado.

—Sí, es vedad. Más o menos. Buen chico.

Arqueé una ceja en gesto interrogativo mirando a Richie, que se encogió de hombros y se apartó de la mesa.

—Bueno, supongo que podemos contártelo. Jenny está viva, amigo. Está fuera de peligro. Unos cuantos días más y podrá salir del hospital.

Esperaba una expresión de alivio o temor, quizá incluso de ira. En su lugar, lo asimiló con una rápida respiración susurrante y un asentimiento brusco, sin decir palabra.

—Nos ha facilitado alguna información interesante —añadí.

—¿Qué les ha dicho?

—Venga, tío. Ya sabes que no podemos explicarte eso. Pero digamos que deberías andarte con cuidado y no contarnos ninguna mentira que Jenny Spain pueda contradecir. Medítalo mientras salimos. Concéntrate bien.

Le eché un último vistazo mientras sostenía la puerta abierta para franquearle el paso a Richie. Conor tenía la vista perdida y respiraba entre dientes y, tal como le había sugerido, estaba concentrado en el tema.

En el pasillo, le pregunté a Richie:

—¿Has oído eso? Hay un motivo en algún sitio. Al final, está ahí, gracias al cielo. Y voy a sacárselo, aunque tenga que partirle el alma a ese tarado.

El corazón me iba a mil por hora; me habría gustado abrazar a Richie y dar un golpe en la puerta para sobresaltar a Conor, no sé por qué. Richie rascaba con una uña la pintura verde desconchada de la pared y observaba la puerta.

—¿Eso crees, eh? —preguntó.

—¡Desde luego que lo creo! Cuando ha metido la pata con lo del animal, ha empezado a tomarnos el pelo de nuevo. Esa conversación sobre las trampas y el cebo nunca tuvo lugar. Si hubieran estado discutiéndose y Conor tenía la oreja pegada a la ventana, probablemente habría oído un montón de cosas; pero los Spain tenían doble acristalamiento, recuérdalo. Añádele a eso el rugido del mar e, incluso desde muy cerca, es imposible que escuchara una conversación a un volumen normal. Quizá sólo esté mintiendo sobre el tono y, en realidad, se estuvieran gritando, pero por el motivo que sea no le apetece contárnoslo. No obstante, si no es así como descubrió lo del bicho, ¿cómo lo hizo?

—En una de las ocasiones en que entró en la casa, encontró el ordenador encendido y echó un vistazo —aventuró Richie.

—Podría ser. Tiene más sentido que esa patraña que pretende vendernos. Pero ¿por qué no decirlo y ya está?

—No sabe que hemos recuperado nada del ordenador. No quiere que sepamos que Pat estaba perdiendo la cabeza y deduzcamos que lo está encubriendo.

—Si es eso lo que está haciendo. Recuerda: «si».

Yo ya me había percatado de que Richie aún no estaba convencido, pero al oírselo decir en voz alta empecé a caminar por el pasillo con paso ligero. Tras haberme forzado a estar sentado quieto durante tanto rato ante aquella mesa, me dolían todos los músculos.

—¿Se te ocurre algún otro modo de descubrirlo?

—Jenny y él estaban teniendo una aventura y ella le contó lo del animal —contestó Richie.

—Sí. Quizá. Podría ser. Lo descubriremos. Pero no es eso lo que yo tengo en mente. «Perder la cabeza» has dicho: Pat estaba perdiendo la cabeza. ¿Qué ocurre si eso es lo que se suponía que Pat tenía que pensar?

Richie apoyó la espalda contra la pared y se metió las manos en los bolsillos.

—Continúa —me pidió.

—¿Recuerdas lo que dijo aquel cazador de internet, el que le recomendó la trampa? —pregunté—. Quería saber si existía alguna posibilidad de que los críos de Pat le estuvieran gastando una broma. Sabemos que los niños eran demasiado pequeños para eso, pero hay otra persona que no lo era. Alguien que tenía acceso a la casa.

—¿Crees que Conor soltó al animal de la trampa? ¿Que se llevó el ratón del cebo?

No podía dejar de dar vueltas. Me habría gustado disponer de una sala de observación, un lugar donde pudiera moverme y no tuviera que hablar en voz baja.

—Quizá sea eso. Quizá algo más. Hay un hecho: para empezar, Conor estaba volviendo loca a Jenny. Se comía su comida, mordisqueaba un poquito de aquí y de allá. Puede continuar diciéndonos hasta el día del Juicio Final que no tenía intención de asustarla, pero el hecho es que eso es exactamente lo que conseguía: la tenía atemorizada. Además, consiguió que Fiona pensara que Jenny había perdido la razón, y probablemente Jenny también lo pensara de sí misma. ¿Qué sucede si le hizo lo mismo a Pat?

—¿Cómo?

—¿Cómo se llama? El doctor Dolittle ese dijo que no podía jurar que hubiera habido un animal en ese desván. Eso te impulsó a pensar que todo aquello era producto de la imaginación de Pat Spain. Pero ¿qué sucedería si realmente nunca hubiera habido un animal y fuera obra de Conor?

Mis palabras provocaron que una expresión vivida encendiera el rostro de Richie: escepticismo, una reacción defensiva, no pude descifrar qué.

—Lo que Pat ha contado, todo lo que hemos visto, podría haberlo inventado cualquiera con acceso a la casa. Ya oíste lo que opinaba el doctor Dolittle sobre aquel petirrojo: los dientes de un animal podían haberle arrancado la cabeza, pero también podía haber sido mediante un cuchillo. Y esos arañazos en la viga del altillo: podrían ser marcas de garras, pero también de cuchillo o de uñas. Y los esqueletos: un animal no es el único ser capaz de destripar un par de ardillas hasta dejarlas en los huesos.

—¿Y los ruidos?

—Sí, desde luego. No nos olvidemos de los ruidos. ¿Recuerdas lo que publicó Pat en el foro de Wildwatcher? Hay un hueco de unos veinte centímetros entre el suelo del desván y el techo de las habitaciones inferiores. ¿Habría resultado muy difícil hacerse con un reproductor de MP3 con mando a distancia y un par de buenos altavoces, instalarlos en ese hueco y activarlo con una pista de arañazos y golpes cada vez que veía a Pat subir a la planta de arriba? Quizá lo ocultó entre las planchas aislantes, para que, en el caso de que Pat echase un vistazo al hueco con una linterna, tal como hizo, no viera nada. Además, tampoco buscaría un dispositivo electrónico, sino pelos, excrementos o un animal, y era imposible que viera nada de eso. Y, para añadirle un poco más de jugo a la historia, desactivas el sonido cada vez que Jenny está cerca, para que empiece a preguntarse si Pat está perdiendo el juicio. Cambias las pilas cada vez que entras en la casa (o encuentras un modo de conectar el sistema a la corriente de la casa) y te dedicas a tu jueguecito todo el tiempo que sea necesario.

—Pero el animal no se quedó en el desván… si es que tal animal existió. Bajó por las paredes. Pat lo oyó casi en todas las habitaciones —señaló Richie.

—Creyó haberlo oído. ¿Recuerdas qué más publicó? Dijo que no estaba seguro de dónde se encontraba porque la acústica de la casa era extraña. Pongamos que Conor cambiara de lugar los altavoces de vez en cuando, para que Pat se mantuviera alerta, que simulara que el animal se estaba moviendo por el altillo. Y que, de repente, por casualidad, un día se da cuenta de que, al colocar los altavoces en un punto concreto, el sonido desciende por las cavidades de las paredes y parece proceder de una estancia de la planta baja… La casa habría jugado a favor de Conor.

Richie se mordía una uña mientras pensaba.

—Ese escondite está muy lejos del desván. ¿Funcionaría un mando a distancia?

No podía detenerme.

—Estoy seguro de que puedes conseguir uno que funcione. O, si no es posible, sales de tu escondite después de caer la noche, te sientas en el jardín de los Spain y te dedicas a pulsar los botones; durante el día, usas el mando a distancia desde el desván de la casa contigua y sólo reproduces la pista de audio cuando sabes que Jenny está fuera o cocinando. No es tan preciso, porque no puedes ver a los Spain, pero de todos modos funciona.

—Eso implicaría tomarse infinitas molestias.

—Desde luego. Pero también lo fue instalar aquel escondite.

—Los muchachos de la Científica no encontraron nada parecido. Ningún reproductor de MP3, nada.

—Quizá Conor se lo llevó y lo tiró a la basura antes de matar a los Spain; de haberlo hecho después, habría dejado manchas de sangre. Y eso implicaría que los asesinatos fueron premeditados, planeados con sumo cuidado.

—¡Espeluznante! —comentó Richie, casi ausente. Seguía mordiéndose la uña—. Pero ¿por qué? ¿Por qué inventarse un animal?

—Porque sigue loco por Jenny e imaginó que tenía más posibilidades de que ella se marchara con él si Pat perdía la cordura —aventuré—. O porque quería demostrarles lo estúpidos que habían sido al comprar aquella propiedad en Brianstown. O porque no tenía nada mejor que hacer.

—Pero hay algo que no encaja: Conor quería a Pat tanto como a Jenny. Tú mismo lo dijiste, desde el principio. ¿Crees que intentaría volver loco a Pat?

—Quererlos no le impidió asesinarlos.

Richie buscó mis ojos un instante y desvió la mirada, pero no dijo nada.

—Sigues sin creer que lo hiciera.

—Creo que los quería. Es lo que he dicho.

—«Querer» no significa lo mismo para Conor que para ti o para mí. Ya lo has oído ahí dentro: quería ser Pat Spain. Lo ha deseado desde que eran adolescentes. Por eso se agarró un berrinche cuando Pat empezó a tomar decisiones que no le gustaban: él creía que la vida de Pat era la suya, que le pertenecía.

Al pasar por delante de la sala de interrogatorios, le di una patada a la puerta, más fuerte de lo que pretendía.

—El año pasado, cuando la vida de Conor se fue al traste, tuvo que afrontarlo. Cuanto más espiaba a los Spain, más se daba cuenta de que, por mucho que hubiera despotricado sobre Stepford y los zombis, aquello era lo que él quería: unos hijitos dulces, un hogar acogedor, un trabajo estable y Jenny. La vida de Pat. —Aquella idea me aceleró cada vez más—. Allí arriba, en su propio mundo, Conor «era» Pat Spain. Y cuando la vida de Pat se fue por el retrete, Conor sintió que se la estaban robando.

—¿Y ese es el motivo? ¿La venganza?

—Es más complicado. Pat ya no lleva la vida que Conor habría firmado por llevar. Conor no obtiene su transfusión de felicidad suprema de segunda mano y la busca desesperadamente. De manera que decide pasar a la acción y volver a encauzar las cosas. Ahora le toca a él solucionar la vida de Jenny y de los críos. Quizá no de Pat, pero eso no importa. En la mente de Conor, Pat ha roto el contrato: no está cumpliendo su misión. Ya no se merece esa vida perfecta, que debería recaer en manos de otra persona que la aprovecharía al máximo.

—Entonces no es venganza —apuntó Richie con voz neutra: escuchaba, pero no estaba convencido—. Es puro salvajismo.

—Salvajismo. Probablemente Conor haya elaborado una fantasía sobre llevarse a Jenny y a los críos a California, Australia, a algún lugar donde un diseñador web pueda tener un buen trabajo y mantener a una familia encantadora con estilo y bajo el calor del sol. Pero, para poder intervenir, necesita que Pat deje de ser un obstáculo. Necesita romper ese matrimonio. Y, desde luego, debo concederle que fue muy listo haciéndolo. Pat y Jenny están sometidos a mucha presión, las grietas empiezan a aflorar, y Conor utiliza lo que tiene a mano: aumenta esa presión. Encuentra modos de volverlos paranoicos, sobre su casa, sobre el otro, sobre sí mismos… Es muy hábil. Se toma su tiempo para cumplir con su misión, va girando la tuerca poco a poco y, al momento siguiente, no queda ningún lugar donde Pat y Jenny se sientan seguros. Ni el uno al lado del otro, ni en su propia casa ni en sus propias mentes.

Me di cuenta, con cierta sorpresa indiferente, de que me temblaban las manos. Me las metí en los bolsillos.

—Fue muy inteligente. Muy bueno.

Richie se sacó la uña de la boca.

—Te diré lo que me preocupa —apuntó—. ¿Qué ha pasado con la solución más sencilla?

—¿De qué hablas?

—De atenerse a la respuesta que necesita menos extras. Eso es lo que dijiste. El reproductor de MP3, los altavoces, el mando a distancia; entrar en la casa para cambiarlos de sitio; contar con la dosis necesaria de suerte para que Jenny nunca oiga los ruidos… No sé, me parecen demasiados complementos.

—Es más fácil dar por sentado que Pat era un zumbado.

—No es más fácil. Es más simple. Es más simple suponer que todo era producto de su imaginación.

—¿De verdad? ¿Y qué hay del tipo que los acechaba, que deambulaba por su casa y se comía sus lonchas de jamón, exactamente en el mismo momento en que Pat estaba pasando de ser un hombre sensible a convertirse en un chiflado peligroso? ¿Mera coincidencia? Una coincidencia de ese calibre, amigo mío, es un extra de proporciones colosales.

Richie sacudía la cabeza.

—La recesión los afectó a ambos: ahí no hay ninguna gran coincidencia. Pero esa hipótesis del MP3, la posibilidad de asegurarse de que Pat oyera los ruidos y Jenny no era de una entre un millón. Estamos hablando de días y noches durante meses, y esa casa no es precisamente una mansión gigantesca donde los inquilinos puedan estar a kilómetros de distancia. Por muy cauteloso que fuera, ella habría oído algo antes o después.

—Sí —convine—. Probablemente tengas razón.

Me di cuenta de que hacía mucho rato que había dejado de moverme, o eso me pareció.

—Quizá los oyera.

—¿Qué quieres decir?

—Que quizá lo tramaron juntos: Conor y Jenny. Eso simplificaría las cosas, ¿no? No hay necesidad de que Conor oculte los ruidos a Jenny. Si Pat le pregunta: «¿Has oído eso?», basta con que ella ponga cara de pez y responda: «¿Oír qué?». Y tampoco tendría que preocuparse por si los niños lo oían: Jenny podía convencerlos de que se lo estaban imaginando y ellos no mencionarían el tema delante de papi. Además, Conor no tendría ninguna necesidad de entrar en la casa y cambiar de lugar el material: Jenny podría ocuparse de ello.

Bajo el resplandor blanco de los fluorescentes, el rostro de Richie ofrecía el mismo aspecto que bajo la luz matinal austera fuera de la morgue: de un blanco mortecino, erosionado hasta el hueso. Aquello no le gustaba.

—Eso explicaría por qué Jenny no ha demostrado la importancia debida al estado de salud mental de Pat —proseguí—. Eso explicaría también por qué no le contó el asunto del intruso ni llamó a la policía. Explicaría por qué Conor borró el historial del ordenador. Explicaría por qué confesó: para proteger a su novia. Explicaría por qué no lo delata: por el remordimiento. De hecho, hijo mío, lo explicaría casi todo.

Escuchaba las piezas encajar en su sitio a mi alrededor, un golpeteo como suaves gotas de lluvia. Quería alzar el rostro hacia esa lluvia, lavarme con ella, bebérmela.

Richie no se movió y, por un instante, supe que él también la notaba, pero luego aspiró una rápida bocanada de aire y negó con la cabeza.

—No lo veo.

—Pues está más claro que el agua. Es fantástico. No lo ves porque no quieres verlo.

—No es eso. ¿Cómo pasas de eso a los asesinatos? El objetivo de Conor era volver loco a Pat, y estaba funcionando a las mil maravillas: el pobre hombre tenía los fusibles fundidos. ¿Por qué iba a abandonar Conor todos sus planes y matarlo? Y, si Jenny y los niños eran su objetivo, ¿por qué decidió aniquilarlos?

—Venga ya —repliqué.

Caminaba a grandes zancadas arriba y abajo por el pasillo, tan rápido como podía, sin echar a correr. Richie tenía que trotar a mi lado para seguirme.

—¿Recuerdas esa chapa de Jojo’s?

—Sí.

—¡Maldito capullo! —exclamé, mientras bajaba de dos en dos las escaleras que conducen a la sala de pruebas.

Conor seguía en su silla, pero tenía marcas rojas alrededor del dedo pulgar que se había estado mordisqueando. Sabía que la había fastidiado, aunque no estuviera seguro de en qué sentido. Al final, y ya era hora, se había puesto nervioso como una rata. Ninguno de nosotros dos se molestó en sentarse. Richie anunció a la cámara:

—El detective Kennedy y el detective Curran reanudan el interrogatorio de Conor Brennan.

Luego se apoyó en un rincón, en la periferia del campo visual de Conor, cruzó los brazos y golpeó la pared con un talón a un ritmo lento y persistente. Yo ni siquiera me esforcé por permanecer quieto: avancé en círculos alrededor de la sala, con rapidez, apartando las sillas que se interponían en mi camino. Conor intentaba mirarnos a los dos a la vez.

—Conor —dije—. Tenemos que hablar.

—Quiero regresar a la celda —respondió él.

—Y yo quiero una cita con Anna Kournikova. La vida es dura. ¿Y sabes qué más quiero, Conor?

Negó con la cabeza.

—Quiero saber por qué sucedió esto. Quiero saber por qué Jenny Spain está en el hospital y el resto de su familia en el depósito de cadáveres. ¿Quieres hacerlo por las buenas y contármelo ahora?

—Tienen todo lo que necesitan —respondió Conor—. Confesé los crímenes. ¿A quién le importa el porqué?

—A mí. Y al detective Curran. Y a un montón de personas más, pero nosotros somos quienes más debemos preocuparte en estos momentos.

Se encogió de hombros. Al pasar junto a él, me saqué la bolsa de pruebas del bolsillo y la lancé sobre la mesa, delante de él, con tanta fuerza que rebotó.

—Explícanos esto.

Conor no se acobardó: se había preparado para aquello.

—Es una chapa.

—No, Einstein. No es una chapa cualquiera. Es esta chapa.

Me incliné por encima de su hombro, deposité la fotografía del verano de los helados en la mesa con un manotazo y permanecí a su lado, prácticamente rozándole la mejilla. Olía al áspero jabón de la cárcel.

—Esta chapa de aquí, la que llevabas en esta foto. La encontramos entre las pertenencias de Jenny. ¿De dónde la sacó?

Señaló la foto con la barbilla.

—De ahí. Ella también la llevaba. Teníamos una cada uno.

—Esta es la tuya. El análisis fotográfico demuestra que la imagen de tu chapa está ligeramente descentrada, exactamente en el mismo grado que la imagen de esta chapita de aquí. Ninguna de las otras encaja. Así que vamos a intentarlo otra vez: ¿cómo llegó tu chapa a las cosas de Jenny Spain?

Me encanta CSI: hoy en día, nuestros técnicos no necesitan obrar milagros porque todos los civiles creen que pueden hacerlo. Al cabo de un momento, Conor se apartó de mí.

—La dejé en su casa —dijo.

—¿Dónde?

—Sobre la encimera de la cocina.

Volví a acercarme a él.

—Pensaba que habías dicho que no intentabas asustar a los Spain. Pensaba que habías dicho que nadie se habría dado cuenta de que habías estado en la casa. Y entonces ¿qué diablos es esto? ¿Imaginaste acaso que pensarían que se había materializado de la nada o qué?

Conor cubrió la chapa con la mano, como si fuera privada.

—Imaginé que sería Jenny quien la encontraría. Ella es siempre la primera que baja por las mañanas.

—Aparta tus manos de la prueba. ¿Que la encontraría y qué? ¿Pensaría que se la habían dejado las hadas?

—No.

Su mano no se movió.

—Sabía que adivinaría que había sido yo. Quería que lo hiciera.

—¿Por qué?

—Porque sí. Sólo para que supiera que no estaba sola en el mundo, para que supiera que yo seguía estando cerca, que seguía preocupándome por ella.

—¿Y qué? ¿Entonces dejaría a Pat, se lanzaría a tus brazos y viviríais felices y comeríais perdices? ¿Es que te drogas o qué, capullo?

Asomó un destello fugaz y vil de asco, antes de que los ojos de Conor se desviaran de los míos de nuevo.

—No es nada de eso. Sólo pensé que la alegraría. ¿Entendido?

—¿Y por qué tenía que alegrarla?

Le aparté la mano de un manotazo y envié la chapa de prueba al otro lado de la mesa, lejos de su alcance.

—¿Por qué no le enviaste una postal o un correo electrónico diciéndole: «Pienso en ti»? No, optaste por entrar en su casa y dejarle un pedazo de basura oxidada que posiblemente había olvidado por completo. No me extraña que estés soltero, chaval.

—No la había olvidado —respondió con una certeza absoluta—. Aquel verano, en esa foto, éramos felices. Todos. Creo que fue el verano más feliz de todos. Y eso no se olvida. Era para recordarle a Jenny los momentos en los que había sido feliz.

—¿Por qué, tío? —le preguntó Richie desde su rincón.

—¿Qué significa «por qué»?

—¿Por qué necesitaba que se los recordaran? ¿Por qué necesitaba que le dijeran que alguien la quería? Tenía a Pat, ¿no es cierto?

—Estaba un poco abatido. Ya se lo he explicado.

—Nos dijiste que llevaba varios meses un poco abatido, pero que no querías restablecer el contacto para no empeorar las cosas. ¿Qué cambió?

Conor se había erguido. Lo teníamos precisamente allí donde le queríamos: bailando, sopesando cada paso en busca de posibles trampas.

—Nada. Cambié de opinión.

Me incliné hacia él, agarré la bolsa con la prueba con un gesto rápido y empecé a describir círculos alrededor de la sala de nuevo, pasándome la bolsa de una a otra mano.

—¿Por casualidad no viste un montón de monitores para bebés instalados por toda la casa mientras disfrutabas de tu té y tus sándwiches?

—¿Eso es lo que eran? —Conor fingió una expresión atónita de nuevo: tenía la respuesta preparada—. Pensé que eran walkie-talkies. Algún juego entre Pat y Jack, quizá.

—Pues no lo era. ¿Puedes decirme por qué crees que Pat y Jenny tenían media docena de monitores distribuidos por toda la casa?

Encogimiento de hombros.

—¿Cómo voy a saberlo?

—De acuerdo. ¿Y qué hay de los agujeros en las paredes? ¿Te diste cuenta?

—Sí. Los vi. Siempre supe que esa casa era un desastre. Deberían haber denunciado al hijo de perra que la construyó, aunque seguramente se habrá declarado en bancarrota, se habrá largado a la Costa del Sol y tendrá sus cuentas en paraísos fiscales.

—Lo siento, pero los culpables de eso no son los constructores, jovencito. Pat abrió esos boquetes en sus propias paredes porque se estaba volviendo loco intentando atrapar a ese armiño o lo que fuese. Sembró la casa de monitores de vídeo porque estaba obsesionado con echar un vistazo a esa cosa que se dedicaba a bailar claque sobre su cabeza. ¿Pretendes decirnos que, en todas tus horas de espionaje, eso se te pasó por alto?

—Sabía lo del animal. Ya se lo he dicho.

—Desde luego que lo sabías. Pero has obviado la explicación de que Pat se estaba volviendo tarumba.

Dejé caer la bolsa, la frené con la punta del pie y la chuté para que regresara a mi mano.

—Ups.

Richie cogió una silla y se sentó al otro lado de la mesa, frente a Conor.

—Tío, hemos recuperado toda la información del ordenador. Sabemos el estado en que estaba. «Deprimido» ni siquiera se acerca.

Conor respiraba más rápido, las aletas de la nariz se le hinchaban y deshinchaban.

—¿El ordenador?

—Saltémonos la parte en la que te haces el tonto —propuse—. Es aburrido, no tiene sentido y me pone de muy, pero que muy mal humor.

Reboté la bolsa de la prueba contra la pared con toda la maldad que pude.

—¿Te parece bien?

Mantuvo la boca cerrada.

—Volvamos a empezar, ¿de acuerdo? —preguntó Richie—. Algo cambió para que le dejaras esta cosa a Jenny.

Agité la bolsa mirando a Conor, entre lanzamientos.

—Fue Pat, ¿no es cierto? Estaba empeorando.

—Si ya lo saben, ¿para qué me lo preguntan?

—Es el procedimiento habitual, tío —contestó Richie como si tal cosa—. Sólo estamos comprobando que tu historia coincida con las que hemos obtenido de otras fuentes. Si todo encaja, todos felices, te creeremos. Si, por el contrario, tú nos cuentas una cosa y las pruebas nos revelan otra…

Se encogió de hombros.

—Entonces tenemos un problema y hay que continuar escarbando hasta solucionarlo. ¿Me sigues?

Al cabo de un momento, Conor contestó:

—De acuerdo. Pat estaba empeorando. No es que se hubiera vuelto loco, no le gritaba a ese bicho para que saliera a pelear ni nada por el estilo. Simplemente, estaba atravesando un mal momento. ¿Entienden?

—Pero algo debió de suceder. Algo te impulsó a ponerte en contacto con Jenny de repente.

—Parecía muy sola —respondió Conor sin más—. Pat no le había dirigido la palabra en un par de días, al menos no que yo lo viera. Se pasaba todo el tiempo sentado en la cocina con esos monitores alineados frente a él, mirándolos fijamente. Ella había intentado hablar con él un par de veces, pero él ni siquiera había despegado la vista de las pantallas para mirarla. Y no es que se pusieran al día por la noche: la noche anterior él había dormido en la cocina, sobre aquel cojín grande.

Conor había estado oculto en aquel escondite prácticamente las veinticuatro horas de los siete días de la semana en los últimos tiempos. Dejé de juguetear con la bolsa de la prueba y me detuve a su espalda.

—Jenny… La vi en la cocina, esperando a que la tetera hirviera. Estaba apoyada sobre la encimera, demasiado hundida para mantenerse en pie sin apoyo, con la mirada perdida. Jack le tironeaba de una pierna, quería enseñarle algo, y ella ni siquiera se dio cuenta. Parecía una mujer de cuarenta años, como mínimo. Estaba perdida. Estuve a punto de saltar de esa casa, salvar la tapia y estrecharla entre mis brazos.

—Y decidiste que lo que ella más necesitaba, en aquellos momentos difíciles de su vida, era descubrir que tenía un acosador —comenté como si tal cosa.

—Sólo intentaba ayudar. Pensé en presentarme en la casa, en llamarla o enviarle un correo electrónico, pero Jenny… —Sacudió la cabeza pesadamente—. Cuando las cosas van mal, a Jenny no le gusta hablar de ello. No habría querido charlar, y menos con Pat… Así que pensé en hacer algo que la incitara a pensar que yo estaba ahí. Fui a casa y recuperé esa chapa. Quizá me equivoqué. Denúncienme. Pero entonces me pareció una buena idea.

—Precisa cuándo fue ese entonces —le solicité.

—¿Qué?

—¿Cuándo dejaste esto en casa de los Spain?

Conor había tomado aire para responder, pero algo lo detuvo: vi cómo sus hombros se tensaban repentinamente.

—No me acuerdo —respondió.

—Eso ni lo intentes, amiguito. Ya no tiene gracia. ¿Cuándo dejaste allí la chapa?

Al cabo de un momento, Conor respondió:

—El domingo por la noche.

Mis ojos se encontraron con los de Richie por encima de la cabeza de Conor.

—¿El domingo por la noche pasado? —pregunté.

—Sí.

—¿A qué hora?

—Alrededor de las cinco de la madrugada.

—Con los Spain dormidos a unos pocos metros de distancia. Debo reconocer algo, muchacho: no hay duda de que tienes agallas.

—Entré por la puerta trasera, la dejé sobre la encimera y me marché. Esperé a que Pat se acostara, pues aquella noche no se quedó en la planta baja. No es nada del otro mundo.

—¿Qué hay de la alarma?

—Conozco el código. Vi a Pat teclearlo.

Sorpresa, sorpresa.

—Aun así —respondí—, era muy arriesgado. Debías de estar desesperado para hacer aquello, ¿me equivoco?

—Quería que Jenny la tuviera.

—Claro que sí. Y veinticuatro horas después, Jenny está agonizando y su familia está muerta. No se te ocurra siquiera insinuarme que es una coincidencia, Conor.

—No insinúo nada.

—¿Qué sucedió entonces? ¿No le gustó tu regalito? ¿No se mostró lo bastante agradecida? ¿Lo guardó en un cajón en lugar de ponérselo?

—Se lo guardó en el bolsillo. No sé qué haría después con él y no me importa. Sólo quería que lo tuviera.

Apoyé las dos manos en el respaldo de la silla de Conor y le susurré con dureza, directamente al oído:

—Estás tan lleno de mierda que me dan ganas de meterte la cabeza en el retrete y tirar de la cadena. Sabes perfectamente bien lo que Jenny pensó de la chapa. Sabías que no se iba a asustar porque tú mismo se la pusiste en la mano. ¿Es así como funcionaba lo vuestro? Ella dejaba a Pat durmiendo, se escabullía a la planta baja bien entrada la madrugada y os dedicabais a follar sobre el puf de los críos.

Se volvió como un látigo para mirarme, con los ojos como dos témpanos de hielo. No se apartó de mí, esta vez no: nuestros rostros casi se rozaban.

—Me da usted asco. Si piensa eso, si de verdad piensa eso, es que está mal de la cabeza.

No estaba asustado. Me sorprendió: uno se acostumbra a que la gente le tenga miedo, ya sea culpable o inocente. Quizá, al margen de que lo admitamos o no, a todos nos gusta provocar esa sensación. A Conor ya no le quedaban razones para tenerme miedo.

—De acuerdo, así que no era en el puf —repliqué—. ¿Dónde entonces? ¿En tu escondite? ¿Qué vamos a encontrar cuando analicemos ese saco de dormir?

—Se van a joder. Se van a quedar boquiabiertos. Ella nunca estuvo ahí.

—Entonces ¿dónde, Conor? ¿En la playa? ¿En la cama de Pat? ¿Dónde hacíais Jenny y tú vuestras cositas?

Se agarraba con los puños a las arrugas de sus tejanos para resistir la tentación de pegarme. La situación estaba llegando al límite y yo no podía esperar.

—Nunca la he tocado. Y ella nunca me ha tocado a mí. Nunca. ¿Acaso es usted demasiado zoquete para entenderlo?

Me reí en su cara.

—Claro que la tocaste. Oh, pobrecita Jenny, tan sola, atrapada en esa urbanización de pena: sólo necesitaba saber que alguien se preocupaba por ella. ¿No es eso lo que has dicho? Y tú te morías de ganas de ser ese hombre. Todas esas bobadas sobre lo sola que se sentía, todo eso no fue más que una excusa que te vino al dedillo para poder follártela sin sentirte culpable por Pat. ¿Cuándo comenzó?

—Nunca. Si usted lo haría, es su problema. Si nunca ha tenido un amigo de verdad, si nunca ha estado enamorado, es su problema.

—¡Menudo amigo eras tú! Fuiste tú el animal que estaba volviendo loco a Pat todo el tiempo.

Aquella mirada gélida, incrédula de nuevo.

—Pero ¿qué…?

—¿Cómo lo hiciste? No me preocupan los ruidos; vamos a rastrear la tienda donde compraste el equipo de sonido, antes o después, pero me gustaría saber cómo les arrancaste la carne a aquellas ardillas. ¿Con un cuchillo? ¿Con agua hirviendo? ¿Con tus propios dientes?

—No sé de qué me está hablando.

—De acuerdo. Dejaré que el laboratorio me informe acerca del resultado del análisis de las ardillas. Pero lo que de verdad quiero saber es: ¿lo del animal fue cosa sólo tuya? ¿O Jenny también estaba implicada?

Conor arrastró su silla hacia atrás, con la fuerza suficiente como para derribarla, y caminó ofendido hasta el extremo opuesto de la sala. Yo lo perseguí tan rápido que ni siquiera noté que me movía. Lo arrinconé contra la pared.

—A mí no me dejas plantado. Te estoy hablando, amiguito. Y cuando yo te hablo, tú te sientas a escuchar.

Tenía el rostro rígido, una máscara tallada en madera noble. Miraba más allá de mí, con los ojos entrecerrados y enfocados en la nada.

—¿Ella te ayudaba, verdad? ¿Os reíais de lo que hacíais, allí arriba, en tu escondite? Ese idiota de Pat, el pobre, tragándose cada pedazo de mierda con el que lo alimentabas…

—Jenny no hizo nada.

—Todo iba tan bien, ¿verdad? Pat estaba volviéndose más loco cada día, Jenny se arrimaba cada vez más a ti. Y de repente pasó esto.

Le mostré la bolsa con la prueba, tan cerca que noté cómo le rozaba la mejilla. Estuve a punto de restregársela por la cara.

—Resultó ser un craso error, ¿no? Tú creíste que sería un gesto romántico, encantador, pero lo único que conseguiste fue enviar a Jenny a un viaje de remordimiento espectacular. Tal como tú mismo has dicho, aquel verano ella era feliz. Feliz con Pat. Y tú se lo recordaste. De súbito, se sintió como una mierda por ponerle los cuernos. Y decidió que tenía que acabar con aquello.

—Ella no le estaba poniendo los cuernos…

—¿Cómo te lo dijo? ¿Te dejó una nota en tu escondite? Seguro que ni siquiera se atrevió a decírtelo a la cara, ¿verdad?

—No había nada que romper. Ella ni siquiera sabía que yo…

Lancé la bolsa con la prueba a un lado y apoyé las manos con fuerza en la pared, una a cada lado de la cabeza de Conor, acorralándolo. El tono de mi voz era cada vez más alto, pero no me importaba.

—¿Fue entonces cuando decidiste que ibas a matarlos a todos? ¿O sólo pensaste en matar a Jenny y luego te dijiste: «¡Qué diantres, me los cargo a todos!»? ¿O acaso es así como lo habías planeado desde el principio: Pat y los niños muertos y Jenny viva y en el infierno?

Nada. Di un golpe con las manos en la pared; ni siquiera se sobresaltó.

—Todo esto, Conor, todo esto es porque querías la vida de Pat en lugar de ocuparte de la tuya. ¿Merecía la pena? ¿Tan buena follando es esa mujer?

—Yo nunca…

—Cierra el pico. Sé que te la estabas tirando. Lo sé. Lo sé porque es el único modo en el mundo de que esta jodida pesadilla tenga sentido.

—Apártese de mí.

—Oblígame. Vamos, Conor. Pégame. Apártame. Sólo un empujoncito.

Le gritaba directamente a la cara. Golpeé la pared con las palmas una y otra vez, la vibración me recorría los huesos, pero, si me hice daño, no lo noté. Nunca antes había hecho nada parecido y no recordaba por qué, porque la sensación era increíble, me provocaba una alegría pura, desaforada.

—Eras un gran hombre cuando te follabas a la esposa de tu mejor amigo, un gran hombre cuando asfixiaste a un niño de tres años, ¿dónde está ese gran hombre ahora que te enfrentas a alguien de tu misma estatura? Vamos, gran hombre, demuéstrame lo que tienes…

Conor no movió un solo músculo. Seguía con los ojos entrecerrados, fijos en la nada por encima de mi hombro. Estábamos prácticamente pegados, a poquísimos centímetros de distancia. Yo sabía que la cámara de vídeo no lo captaría, un solo puñetazo en el estómago, un solo rodillazo y Richie me cubriría.

—Venga, hijo de puta, pégame, cabronazo, te lo suplico, dame una excusa…

Noté algo cálido y firme, algo en mi hombro que me sujetaba, que me hacía notar que mis pies tocaban el suelo. Estuve a punto de quitármelo de encima de un manotazo, hasta que entendí que era la mano de Richie.

—Detective Kennedy —me dijo con calma al oído—. Este hombre está seguro de que no había nada entre él y Jenny. Supongo que tenemos que creerle. ¿No?

Me lo quedé mirando como un idiota, boquiabierto. No sabía si darle un puñetazo o agarrarme a él para salvar mi vida.

—Me gustaría hablar un momento con Conor —solicitó Richie en tono práctico—, si no tiene inconveniente.

Yo seguía sin poder hablar. Asentí y me retiré. Las paredes habían impreso su textura irregular en las palmas de mis manos.

Richie apartó dos sillas de la mesa y las colocó una frente a la otra, a apenas sesenta centímetros de distancia:

—Conor —dijo, dirigiéndose a una de ellas—, siéntate.

Conor no se movió. Seguía teniendo el rostro rígido. No supe decir si había oído aquellas palabras.

—Venga. No voy a preguntarte por el motivo ni creo que Jenny y tú estuvierais liados. Te lo prometo. Sólo necesito aclarar un par de aspectos, sólo para mí, ¿de acuerdo?

Al cabo de un momento, Conor se desplomó en la silla. Algo en aquel movimiento, la flojera repentina, como si las piernas le hubieran fallado, bastó para que me diera cuenta de una cosa: al final, había conseguido convencerlo. Había estado a punto de romperse: de gritarme o de golpearme, nunca lo sabría. Y yo habría estado al filo de obtener la respuesta.

Tenía ganas de rugir, de lanzar a Richie por los aires y echarle las manos al pescuezo a Conor. En su lugar, permanecí allí de pie, con las manos colgando a los lados y la boca abierta, mirándolos atónito. Al cabo de un momento vi la bolsa con la prueba, arrugada en un rincón, y me agaché para recogerla. Aquel movimiento me hizo sentir un ardor terrible, caliente y corrosivo en la garganta.

Richie le preguntó a Conor:

—¿Estás bien?

Conor tenía los codos apoyados en las rodillas y las manos enlazadas con fuerza.

—Estoy bien.

—¿Te apetece tomar una taza de té? ¿Un café? ¿Agua?

—Estoy bien.

—Bien —respondió Richie pacíficamente, asiendo la otra silla y poniéndose cómodo—. Sólo quiero asegurarme de haber entendido bien unas cuantas cosas, ¿de acuerdo?

—Como quieras.

—Genial. Sólo para empezar: ¿cómo de mal estaba Pat?

—Estaba deprimido. No se subía por las paredes, pero estaba abatido. Ya lo he explicado.

Richie se rascó una mancha que tenía en la rodilla de los pantalones e inclinó la cabeza para verla mejor.

—Voy a decirte un par de cosas que he detectado —añadió—. Cada vez que empezamos a hablar de Pat, tú te apresuras a decirnos que no estaba loco. ¿Te has dado cuenta?

—Porque no lo estaba.

Richie asintió, aún inspeccionando sus pantalones.

—Cuando entraste en la casa el lunes por la noche, ¿el ordenador estaba encendido? —preguntó.

Conor contempló la pregunta desde todos los ángulos antes de responder.

—No. Apagado.

—Tenía una contraseña. ¿Cómo la supiste?

—La adiviné. En una ocasión, antes de que Jack naciera, regañé a Pat por utilizar sólo «Emma» como contraseña. Soltó una carcajada y me dijo que no pasaba nada. Imaginé que existía la posibilidad de que cualquier contraseña configurada después del nacimiento de Jack fuera «EmmaJack».

—Muy listo. De modo que encendiste el ordenador y borraste el historial. ¿Por qué?

—Porque no eran asunto de la policía.

—¿Es ahí donde descubriste lo del animal? ¿En el ordenador?

Los ojos de Conor, vacíos de todo salvo de recelo, se alzaron para encontrar los de Richie. Richie no pestañeó.

—Lo hemos leído todo. Ya lo sabemos —le respondió con calma.

—Un día entré en la casa, hará un par de meses —dijo Conor—. El ordenador estaba encendido. Tenía abierta la pestaña de un foro de cazadores que especulaban sobre lo que podía haber en casa de Pat y Jenny. Exploré el historial del navegador: más de lo mismo.

—¿Por qué no nos lo contaste desde el principio?

—No quería que conjeturaran acerca de una idea equivocada.

—Te refieres a que no querías que pensáramos que Pat se había vuelto loco y había asesinado a su familia, ¿me equivoco? —preguntó Richie.

—Porque no lo hizo. Lo hice yo.

—De acuerdo. Pero todo eso del ordenador, todo eso tuvo que revelarte que Pat no estaba en buena forma, ¿no es así?

Conor movió la cabeza.

—Es internet. No puedes regirte por lo que dice la gente.

—Aun así. Si hubiera sido uno de mis amigos, yo me habría preocupado.

—Y me preocupé.

—Ya me lo imaginaba. ¿Alguna vez lo viste llorar?

—Sí. En dos ocasiones.

—¿Y discutir con Jenny?

—Sí.

—¿Y pegarle un bofetón?

Conor alzó la barbilla enfadado, pero Richie tenía una mano alzada para callarlo.

—Espera. No me lo estoy sacando de la manga. Tenemos pruebas de que le pegaba.

—Eso es un montón de…

—Concédeme un segundo, ¿vale? Quiero asegurarme de exponerlo con claridad. Pat había cumplido siempre las reglas, había hecho lo que le decían, y luego las reglas cambiaron y lo arrojaron al fango, en pleno esplendor. Tal como tú mismo has dicho: ¿en quién se había convertido una vez sucedió eso? Las personas que no saben quiénes son se vuelven peligrosas, tío. Son capaces de hacer cualquier cosa. No creo que a nadie le sorprendiera saber que, de vez en cuando, Pat perdía el control. No lo excuso ni nada por el estilo; lo único que digo es que entiendo que eso pueda pasarle incluso a un buen tipo.

—¿Puedo responder ahora? —pidió Conor.

—Adelante.

—Pat nunca le hizo daño a Jenny. Ni tampoco a los críos. Sí que estaba hecho polvo. Lo vi pegarle un puñetazo a una pared un par de veces; la última de ellas, no pudo utilizar la mano durante días; probablemente, el golpe fuera lo bastante grave como para ir al hospital. Pero a ella y a los niños no les pegó… nunca.

—¿Por qué no te pusiste en contacto con él, tío? —preguntó Richie.

Su curiosidad sonaba real.

—Quise hacerlo —respondió Conor—. Lo pensaba todo el tiempo. Pero Pat es tozudo como una mula. Si las cosas le hubieran ido de perlas, habría estado encantado de volver a saber de mí. Pero cuando todo se había ido al traste y había resultado que yo tenía razón… me habría cerrado la puerta en la cara.

—Al menos podrías haberlo intentado.

—Sí, podría…

La amargura de su voz me abrasaba. Richie estaba inclinado con la cabeza gacha cerca de la de Conor.

—Y te sentías mal por ello, ¿verdad? Por no intentarlo siquiera.

—Sí, me siento como una mierda.

—A mí me pasaría lo mismo, tío. ¿Qué harías para compensarlo?

—Lo que fuera. Cualquier cosa.

Las manos enlazadas de Richie casi rozaban las de Conor.

—Te has portado muy bien con Pat —le dijo con serenidad—. Has sido un buen amigo; te has preocupado por él. Si hay algún lugar después de la muerte, te lo estará agradeciendo desde allí ahora mismo.

Conor clavó la mirada en el suelo y se mordió los labios con fuerza. Contenía el llanto.

—Pero ahora Pat está muerto. Donde está ahora, no hay nada más que pueda herirle. Al margen de lo que la gente sepa sobre él, de lo que la gente piense, a él ya no le afecta.

Conor contuvo el aliento, un gran suspiro descarnado, y volvió a morderse los labios.

—Es hora de decírmelo, tío. Tú estabas en tu escondite y viste que Pat iba a por Jenny. Bajaste corriendo hasta allí, pero llegaste demasiado tarde. Eso es lo que pasó, ¿no es cierto?

Otro suspiro, que pareció desgarrarle el cuerpo como un sollozo.

—Sé que te gustaría haber podido hacer más, pero es hora de dejar de intentar compensarlo. Ya no necesitas proteger a Pat. Está a salvo. Está bien.

Sonaba como su mejor amigo, como un hermano, como si fuera la única persona en el mundo a quien le importara. Conor logró alzar la vista, boquiabierto, intentando coger aire. En aquel momento, tuve la certeza de que Richie lo tenía. No supe decir qué fue más intenso: si el alivio, la vergüenza o la ira.

Entonces Conor se reclinó en la silla y se restregó la cara con las manos. A través de sus dedos, musitó:

—Pat nunca los tocó.

Transcurrido un instante, Richie también se recostó.

—De acuerdo —dijo, asintiendo con la cabeza—. De acuerdo. Fantástico. Una pregunta más y me largaré y te dejaré en paz. Respóndeme a esto y Pat quedará limpio: ¿qué les hiciste a los niños?

—Que se lo digan los médicos.

—Ya lo han hecho, pero, como te he explicado antes, estoy cotejando las respuestas.

Nadie había subido a la planta de arriba desde la cocina después de que empezara la masacre. Si Conor había acudido corriendo cuando vio la pelea, había entrado por la puerta trasera, a la cocina, y se había marchado por el mismo lugar, sin subir al piso superior. Si sabía cómo habían fallecido Emma y Jack, era nuestro hombre.

Conor cruzó los brazos, apoyó un pie contra la mesa y le dio media vuelta a la silla, arrastrándola, para mirarme, dándole la espalda a Richie. Tenía los ojos enrojecidos. Me dijo:

—Lo hice porque estaba loco por Jenny y ella no me quería. Ese fue el motivo. Escríbalo en una confesión. La firmaré.

El pasillo estaba frío como unas ruinas. Necesitábamos tomarle declaración a Conor y enviarlo de vuelta a su celda, poner al día al comisario y a los refuerzos y redactar los informes. Ninguno de nosotros se apartó de la puerta de la sala de interrogatorios.

—¿Estás bien? —preguntó Richie.

—Sí.

—¿Lo que he hecho ahí dentro ha estado bien? No estaba seguro de si… —dejó morir sus palabras.

—Gracias. Te lo agradezco —le respondí, sin mirarlo.

—De nada.

—Lo has hecho muy bien. Pensé que lo tenías.

—Yo también —convino Richie.

Su voz sonaba extraña. Ambos estábamos cerca de agotar nuestras fuerzas.

Encontré mi peine e intenté pasármelo por el pelo, pero no tenía espejo y era incapaz de enfocar la vista.

—El motivo que nos da es una patraña. Sigue mintiéndonos.

—Sí.

—Se nos escapa algo. Tenemos todo el día de mañana y gran parte de mañana por la noche, si lo necesitamos.

La mera idea me hizo cerrar los ojos.

—Querías estar seguro —comentó Richie.

—Sí.

—¿Y lo estás?

Busqué aquel sentimiento, ese dulce sonido de las piezas cuando encajan en su sitio, pero brillaba por su ausencia. Se me antojaba una fantasía patética, como un cuento infantil protagonizado por muñecos de peluche que se enfrentan a los monstruos en la oscuridad.

—No —respondí con los ojos cerrados—. No estoy seguro.

Aquella noche me desperté escuchando el océano. No el batir implacable e insistente de las olas en Broken Harbour; era un sonido como una gran mano que me acariciara el cabello, el balanceo de las olas de kilómetros de anchura que rompen en la orilla de una agradable playa en el Pacífico. Procedía de más allá de la puerta de mi dormitorio.

«Dina —me dije, notando el corazón atragantado en la garganta—. Dina está viendo algo en la tele para dormirse». El alivio me dejó sin aliento. Luego lo recordé: Dina estaba en alguna otra parte, en el sofá piojoso de Jezzer o en un callejón hediondo. Por un segundo invertido, el estómago se me revolvió de puro terror, como si fuera yo quien estuviera solo y no tuviera a nadie para enjaezar mi mente desbocada, como si ella fuera quien me había estado protegiendo a mí.

Sin apartar la vista de la puerta, abrí con suavidad el cajón de la mesilla de noche. El peso frío de mi arma me resultó reconfortante, sólido. Más allá de la puerta, las olas continuaban meciéndose, impasibles.

Abrí la puerta del dormitorio, con la espalda apoyada en la pared y el arma en alto, listo para actuar con un solo movimiento. El salón estaba vacío y en penumbra, las ventanas eran lánguidos rectángulos casi negros, mi abrigo estaba tirado sobre el brazo del sofá. Había una delgada línea de luz blanca alrededor de la puerta de la cocina. El sonido de las olas emergió con más fuerza: procedía de la cocina.

Me mordí la cara interna del carrillo hasta notar el sabor a sangre. Luego atravesé el salón, la alfombra me hacía cosquillas en las plantas de los pies, y abrí la puerta de la cocina de una patada.

El tubo fluorescente bajo uno de los armarios estaba encendido y confería un resplandor alienígena a un cuchillo y media manzana que había olvidado sobre la encimera. El rugido del océano se acrecentó y se abalanzó sobre mí, caliente como la sangre y terso como la piel, tanto que podría haber soltado mi arma y haberme sumergido en el agua, dejar que me transportara.

La radio estaba apagada. Todos los electrodomésticos estaban apagados, salvo la nevera, que zumbaba sombríamente para sí misma, pero tuve que inclinarme sobre ella, de cerca, para captar el sonido bajo las olas. Cuando por fin lo oí y escuché también el chasquido de mis dedos, supe que no me pasaba nada raro en los oídos. Apoyé la oreja contra la pared de los vecinos: nada. La apoyé con más fuerza, esperando escuchar un murmullo de voces o un fragmento de un programa en la tele, cualquier cosa que me demostrara que mi apartamento no se había transformado en algo ingrávido y que flotaba libremente y que seguía anclado en un edificio sólido, rodeado de cálida vida. Silencio.

Aguardé un largo rato a que el sonido languideciera. Cuando entendí que no iba a hacerlo, apagué el fluorescente, cerré la puerta de la cocina y regresé a mi dormitorio. Me senté en el borde de la cama, apretándome el cañón del arma contra la palma de la mano hasta dejarme sus círculos grabados, deseando tener algo a lo que dispararle, escuchando el suspiro de las olas como si se tratara de un gran animal dormido e intentando recordar cuándo había encendido aquella luz.