Capítulo 14
La sala de investigaciones se había vaciado; sólo quedaba el chaval que atendía la línea telefónica de información y un par de agentes más haciendo horas extras, que, al verme, aceleraron la velocidad con la que hojeaban la documentación. Cuando nos sentamos a nuestras mesas, Richie espetó:
—No creo que ella tuviera nada que ver.
Estaba preparado para defender su postulado.
—¡Uf! ¡Menudo alivio! Al menos estamos de acuerdo en eso… —le dije con una sonrisa.
No me la devolvió.
—Relájate, Richie. Yo tampoco creo que ella tuviera nada que ver. Claro que envidiaba a Jenny, pero si hubiera querido cabrearse con ella, lo habría hecho cuando Jenny tenía una vida de cuento, no cuando estaba hecha unos zorros y Fiona podía haberle dicho: «Te lo advertí». A menos que su registro telefónico nos revele infinidad de llamadas a Conor o que su economía nos sorprenda con una deuda colosal, creo que podemos tacharla de nuestra lista.
—Yo creo que podemos hacerlo aunque esté sin blanca. Yo la creo: no le interesa el dinero. Y se ha esforzado por darnos toda la información posible, aunque le doliera. Quiere ver al culpable entre rejas.
—Bueno, lo ha hecho hasta que ha descubierto que se trataba de Conor Brennan. Si necesitamos hablar con ella de nuevo, te aseguro que no se mostrará tan predispuesta a colaborar.
Acerqué la silla a mi escritorio y busqué un formulario de informe para el comisario.
—Y eso es otra señal de su inocencia. Apostaría un dineral a que su reacción era sincera. La ha cogido por sorpresa. Si hubiera estado detrás de esto, habría pensado en Conor desde el momento en que le anunciamos que habíamos arrestado a un sospechoso. Y, desde luego, no nos iba a señalar en su dirección dándole un motivo.
Richie copiaba los números de teléfono que Fiona le había dado en su cuaderno de notas.
—Bueno, no era realmente un motivo —alegó.
—¡Venga ya! ¿Un amor desdeñado aderezado con una dosis de humillación? No habría podido obtener un motivo mejor ni pidiéndolo por catálogo.
—Pues yo sí. Fiona creía que quizá a Conor le gustaba Jenny, pero de eso hace diez años. A mi juicio eso no es un motivo sólido.
—Jenny le gustaba ahora. ¿A qué crees que viene todo eso de la chapa de Jojo’s? Jenny no habría conservado la suya, ni Pat, pero te apuesto lo que quieras a que conozco a alguien que sí. Y un día, cuando andaba deambulando por la casa de los Spain, decidió dejarle un regalito a Jenny, maldito capullo retorcido. «¿Te acuerdas de mí? ¿De cuando todo era maravilloso y tu vida no era una basura? ¿Recuerdas los grandes momentos que vivimos juntos? ¿No me añoras?».
Richie se guardó el cuaderno en el bolsillo y hojeó la pila de informes que había sobre su mesa, sin leerlos.
—Aun así, eso no significa que la matara. Pat es un tipo celoso, ya había advertido a Conor de que se alejara de Jenny en una ocasión y últimamente debía de sentirse bastante inseguro. Si descubrió que Conor iba por ahí dejando regalos a Jenny…
Hablé en voz baja.
—Pero no lo descubrió, ¿no es cierto? Esa chapa no estaba tirada en la cocina ni atragantada en el cuello de Jenny. Estaba oculta en su cajón, segura, a salvo.
—La chapa sí, pero no sabemos qué más pudo dejar Conor.
—Eso es verdad. Pero cuantos más regalitos le dejara a Jenny, más razón para creer que seguía estando loco por ella. Y eso son pruebas contra Conor, no contra Pat.
—Salvo porque Jenny seguramente sabía quién le había dejado aquella chapa. Seguro que sí. ¿Cuántas personas tendrían una chapa de Jojo’s y sabrían dónde dejársela? Y ella la conservó. Fuera lo que fuera que Conor sentía por ella, no era unidireccional. No es que Jenny tirara sus regalos a la basura y él se pusiera hecho un basilisco. En cambio, Pat sí que habría perdido los estribos de haber descubierto lo que estaba pasando.
—En cuanto los médicos de Jenny le retiren los calmantes, tendremos que mantener otra conversación con ella y descubrir exactamente cuál es el rumbo de esta historia —observé—. Es posible que no recuerde qué ocurrió la noche del lunes, pero es imposible que haya olvidado esa chapa.
Pensé en el rostro desfigurado de Jenny, en la mirada de sus ojos destrozados y me sorprendí esperando que Fiona convenciera a los médicos de que la mantuvieran dopada hasta las cejas durante un largo tiempo.
Richie pasó las páginas con más celeridad.
—¿Y qué hay de Conor? —quiso saber—. ¿Tienes previsto volver a interrogarlo esta noche?
Comprobé la hora en mi reloj. Eran más de las ocho.
—No, lo dejaremos cocerse un poquito más. Mañana arremeteremos con todo el arsenal.
Eso hizo que las rodillas de Richie empezaran a agitarse bajo su escritorio.
—Llamaré a Kieran antes de marcharme —anunció— para ver si ha encontrado algo nuevo relacionado con las páginas web.
Estaba ya buscando el teléfono cuando lo intercepté.
—Ya lo haré yo —dije—. Tú prepara el informe para el comisario.
Coloqué el formulario sobre su mesa antes de darle tiempo a discutir. Pese a la hora que era, Kieran parecía contento de oírme.
—¡Colega! Estaba pensando en usted. Déjeme que le diga algo: ¡soy un jodido monstruo!
Por un segundo, pensé que para corresponder a su tono desenfadado necesitaría más fuerzas de las que me quedaban.
—Yo aquí, a punto de quedarme en la estacada, y resulta que tú eres un monstruo. Dime qué tienes para mí.
—¡Tenía razón! Si le soy sincero, cuando recibí su correo electrónico pensé: de acuerdo, sí, pero aunque su hombre llevara el asunto de la comadreja a otro foro, el ciberespacio es un lugar muy grande, ¿cómo se suponía que debía buscarlo?, ¿introduciendo «comadreja» en internet? Pero ¿recuerda aquella URL parcial que arrojó el programa de recuperación de datos? ¿El foro sobre casa y jardín?
—Sí.
Le hice un gesto con los pulgares en alto a Richie. Dejó el formulario sobre la mesa y acercó su silla a la mía.
—La comprobamos, y revisamos los dos últimos meses de consultas. Había un par de tipos del foro de bricolaje que discutían sobre paneles de yeso, a saber por qué, un tema que no me interesa en absoluto. Nadie acosaba a nadie; de hecho, este podría ser el foro más aburrido de la historia, nadie encajaba con su víctima y nadie se llamaba nada parecido a «sparklyjenny», así que pasamos a otra web. Pero luego recibí su correo electrónico y se me ocurrió una idea genial: quizá estuviéramos equivocados respeto a lo que buscábamos así como a la fecha en que lo hacíamos.
—No fue Jenny quien publicó la consulta. Fue Pat.
—¡Bingo! Y tampoco fue en los últimos dos meses. Fue en junio. La última vez que dejó un comentario en Wildwatcher fue el día trece, ¿verdad? Si probó a consultar en algún otro lugar en el siguiente par de semanas, no he sido capaz de encontrarlo, al menos todavía, pero el veintinueve de junio aparece en la sección de «Naturaleza y fauna» de la web de casa y jardín bajo el apodo de Pat-el-colega de nuevo. Había publicado antes en ese foro, en torno a un año y medio atrás (algo relacionado con un atasco en el inodoro), de manera que, probablemente por eso, se le ocurrió hacerlo de nuevo. ¿Quiere que le reenvíe el enlace?
—Sí, por favor. Ahora mismo, si es posible.
—Y ahora dígame, colega, ¿soy un monstruo o no?
—Un jodido monstruo.
Richie sonrió. Le levanté el dedo: sabía que no me libraría de sus bromitas por utilizar aquel lenguaje, pero no me importaba.
—Música para mis oídos —dijo Kieran—. Ahora mismo le llega el enlace.
Y colgó.
La consulta de Pat en el sitio web de casa y jardín empezaba igual que el hilo de Wildwatcher: una exposición de los hechos clara y concisa, el tipo de exposición que a mí me habría gustado obtener de alguno de mis refuerzos. Sin embargo, esta continuaba más allá de donde se había detenido en Wildwatcher:
«He buscado excrementos varias veces, sin suerte; el bicho este debe de salir al exterior a hacer sus necesidades. Eché harina para intentar obtener sus huellas, pero eso tampoco ha resultado; cuando subía para comprobarlo, la harina estaba como manchada y barrida (puedo colgar fotografías si eso ayuda), pero no había ninguna huella. El único rastro físico lo vi hace unos diez días, cuando esa cosa se volvió loca. Subí al desván y, justo debajo del agujero, había cuatro largos tallos con hojas verdes (parecían pertenecer a una de las plantas de la playa, pero no estoy seguro, soy un tipo de ciudad) y un trozo de madera de unos 10 x 10 cm gastado, con pintura verde desconchada, del tablero de un barco, supongo. No tengo ni idea de: a) ¿por qué un animal querría cogerlo?, b) ¿cómo ha conseguido meterlo en el desván si apenas cabe por el agujero que hay bajo el alerón? Si sirve de ayuda, también puedo colgar fotografías».
—Vimos ese tablón —comentó Richie en voz baja—. En su armario. ¿Recuerdas?
La lata de galletas escondida en el estante del armario ropero de Pat. Había dado por sentado que eran regalos de los niños que había guardado como recuerdo.
—Sí —contesté—. Lo recuerdo.
«Esa noche coloqué otra trampa con un trozo de pollo, pero sin suerte. Me han sugerido que podía ser un visón, una marta o un armiño, pero esos bichos se habrían comido el pollo, ¿no? Además, ¿por qué iban a traer hojas y un pedazo de madera? Me gustaría saber qué hay ahí arriba».
Atrajo la atención del foro de inmediato, tal como había ocurrido en Wildwatcher. Al cabo de unos minutos, ya tenía respuestas. Un usuario especulaba con que el animal estuviera haciendo un nido junto con toda su familia:
«El hecho de que apile hojas y madera podría indicar que está anidando. Junio es un poco tarde para hacerlo… pero nunca se sabe. ¿Has comprobado si ha añadido más objetos desde entonces?».
Otro opinaba que se estaba preocupando por una nimiedad:
«Si yo fuera tú, no me inquietaría. De tratarse de un depredador (es decir, un animal peligroso), habría tenido que ser lo bastante inteligente como para no tocar la carne. No se me ocurre ninguna alimaña capaz de hacer algo así. ¿Has considerado la posibilidad de que sean ardillas? ¿Ratones? O quizá pájaros. O urracas. Y, si vivís cerca del mar, también podrían ser gaviotas…».
Cuando Pat volvió a consultar el hilo, al día siguiente, no parecía convencido:
«Sí, desde luego, podrían ser ardillas, pero por el ruido parece algún animal más grande. No lo descarto del todo, porque la acústica de la casa es bastante curiosa (puede haber alguien en la otra punta y es como si lo tuvieras al lado), pero los golpetazos suenan como si tuviera el tamaño de un tejón. Sé que es improbable que un tejón pueda llegar al desván, pero definitivamente es más grande que una ardilla o una urraca y muchísimo más que un ratón. No me entusiasma la idea de tener un depredador demasiado listo para caer en trampas. Ni tampoco la de que anide en mi desván. Hace días que no subo, pero supongo que tendré que hacerlo para comprobarlo».
El tipo que había sugerido lo de los ratones seguía sin estar impresionado.
«Tú mismo dijiste que la acústica era curiosa. Probablemente sea el sonido amplificado de un par de ratones o algo parecido. No vives en África ni en ningún lugar donde pudiera haber un leopardo o fiera salvaje. De verdad, continúa con las trampas para ratones, prueba con distintos cebos y olvídate del tema».
Pat seguía conectado:
«Sí, eso es lo que cree mi esposa; de hecho, ella se inclina por que probablemente sea un pájaro (¿palomos?) y que los picotazos explicarían esos repiqueteos. Lo que ocurre es que ella no ha oído los ruidos, porque se producen o bien: a) de madrugada, mientras duerme (yo no duermo bien últimamente y ando despierto a horas intempestivas), o b) cuando está cocinando y yo juego con los niños en la planta de arriba para que no la molesten. Procuro no insistir demasiado en el tema ni convertirlo en un problema porque no quiero asustarla, pero para ser honesto empieza a inquietarme de verdad. No es que tema que vaya a devorarnos, pero sería un gran alivio saber de qué se trata. Comprobaré de nuevo el desván y os comunicaré las novedades lo antes posible. Cualquier consejo es bien recibido».
Los refuerzos andaban recogiendo, asegurándose de hacerlo con el ruido suficiente como para que yo fuera consciente de que habían trabajado hasta muy tarde.
—Buenas noches, detectives —se despidió uno de ellos, cuando se dirigían hacia la puerta.
—Buen regreso a casa. Nos vemos mañana —respondió Richie automáticamente.
Yo alcé mi mano y continué navegando por la pantalla.
Era tarde, cerca de medianoche, cuando Pat volvió a conectarse a internet.
«Bien. He subido al desván y he comprobado si había algún indicio más de anidamiento o algo parecido. Una de las vigas del tejado está cubierta por lo que parecen marcas de zarpas. Confieso que estoy bastante asustado, pues parecen corresponder a un bicho de un tamaño considerable. El caso es que no estoy seguro de haber revisado esa viga antes (está en un rincón apartado), así que podrían estar ahí desde hace siglos, incluso desde antes de que nos mudáramos a la casa. ¡Eso espero, al menos!».
El tipo que había sugerido que el bicho estaba construyendo un nido seguía la conversación: al cabo de unos minutos de ver el comentario de Pat, contraatacó con otra sugerencia.
«Supongo que tienes una trampilla de acceso al desván. Yo de ti dejaría la trampilla abierta, instalaría una videocámara apuntando hacia ella y la dejaría grabando cuando me acostara o antes de que mi esposa empiece a cocinar. Más pronto o más tarde el bicho sentirá curiosidad… y captarás su imagen. Si te preocupa que pueda bajar a la casa y sea peligroso, puedes cubrir la abertura clavando un trozo de malla de alambre. Espero que te ayude».
Pat respondió al instante con optimismo: la mera idea de obtener una imagen del animal le había levantado el ánimo.
«¡Fantástica idea! Muchísimas gracias. A estas alturas hace ya aproximadamente un mes que ronda por la casa, así que no creo que decida atacarnos. De hecho, no me preocuparía que lo hiciera; le daría algo en qué pensar; si no consigo abatirlo, me merezco lo que nos tenga preparado para nosotros, ¿no es cierto?».
A ese comentario añadía tres pequeños emoticonos que se tronchaban de la risa.
«Sencillamente, me gustaría ver bien esa cosa, no me importa cómo, sólo quiero ver a qué me enfrento. Además, me pregunto si mi mujer debería verlo; quizá si comprueba que no se trata de un pájaro, nos pondremos de acuerdo y seremos capaces de tomar una decisión sobre cómo actuar. ¡Y así dejaría de preocuparse porque esté perdiendo la poca cordura que me queda! Nuestro presupuesto no nos permite comprar una video-cámara en estos momentos, pero tengo un intercomunicador con vídeo que podría instalar. No sé cómo no se me ha ocurrido antes; de hecho, es incluso mejor que una cámara de vídeo, porque tiene infrarrojos, así que ni siquiera necesito dejar la trampilla abierta. Voy a instalarlo en el ático para probar. Le daré el receptor a mi mujer para que lo observe mientras prepara la cena y mantendré los dedos cruzados. ¡Es posible que incluso me deje cocinar por una vez en la vida! ¡Deseadme suerte!».
Se despedía con un pequeño emoticono sonriente y amarillo.
—«Perder la poca cordura que me queda» —repitió Richie.
—Es una forma de hablar, hijo. Este tipo mantuvo la cordura cuando su mejor amigo se enamoró de su futura esposa: abordó la situación sin dramas, con la frialdad de un témpano. ¿Crees que sufriría una crisis nerviosa por un visón?
Richie se dedicó a mordisquear el bolígrafo y no respondió.
Y ahí acababan los comentarios de Pat durante un par de semanas. Unos cuantos asiduos le solicitaban que los pusiera al día, había quien lo tachaba de desagradecido, y la consulta moría.
Pero, el catorce de julio, Pat regresó y la situación había aumentado una vuelta de rosca.
«Hola, muchachos, vuelvo a ser yo. Esta vez necesito realmente vuestra ayuda. Os pondré al día diciéndoos que instalé el monitor de vídeo, pero hasta ahora no ha arrojado ningún resultado. He intentado instalar una cámara para captar distintos puntos del desván, pero tampoco ha habido suerte. Sé que el animal no se ha ido porque sigo oyéndolo cada día/noche. Cada vez es más ruidoso; creo que o bien se siente más seguro o quizá haya crecido. Mi esposa sigue sin haberlo oído NI UNA SOLA VEZ. Si no supiera que es imposible, pensaría que el bicho espera a que ella no esté cerca para manifestarse. En cualquier caso, estas son las novedades: el que escribe subió al desván para comprobar si había más hojas/maderas/ lo que fuera y encontró cuatro esqueletos de animales en un rincón. No soy ningún experto, pero parecían ratas o quizá ardillas. Les habían arrancado la cabeza. Lo más desconcertante es que estaban todos perfectamente alineados, como si alguien los hubiera colocado allí para que yo los encontrara. Sé que suena a locura, pero os juro que es lo que parecía. No quiero decirle nada a mi esposa por si le entra el pánico, pero, muchachos, es un depredador y NECESITO averiguar de qué tipo».
En esta ocasión, los habituales se mostraron unánimes: el asunto se le había escapado de las manos y necesitaba recurrir cuanto antes a un profesional. Los usuarios publicaban enlaces de servicios de control de plagas y, menos útiles, de noticias sensacionalistas en las que animales insospechados habían mutilado o dado muerte a una criatura. El tono de Pat parecía un tanto seco («Esperaba poder lidiar con ello yo solo; no me gusta pedirle a nadie que solucione lo que yo debería solucionar»), pero al final dio las gracias a todo el mundo y se decidió a llamar a un exterminador.
—Pues aquí no parece frío como un témpano —comentó Richie.
Ignoré su comentario.
Tres días después, Pat regresaba.
«Bueno, el tipo del control de plagas ha venido esta mañana. Ha echado un vistazo a los esqueletos y me ha dicho: “Tío, no puedo ayudarte, los animales más grandes que tratamos son ratas, y esto no es cosa de una rata, seguro: las ratas no le arrancarían la cabeza a una ardilla y dejarían el resto”. Cree que los cuatro esqueletos son de ardilla. “Nunca he visto nada parecido”, ha dicho. Ha comentado que podía tratarse de un visón o alguna mascota exótica de la que algún imbécil se haya desprendido dejándola suelta. Posiblemente, algo semejante a un lince rojo o incluso un glotón; dice que nos sorprenderían lo pequeños que son los agujeros por los que esos bichos pueden colarse. Dice que se necesitaría un especialista para ocuparse de ellos, pero no me apetece gastarme un dineral en que alguien venga y me diga que no es asunto suyo. Además, a estas alturas empiezo a tomármelo como un asunto personal. ¡¡Esta casa no es lo bastante grande para los dos!!».
Y de nuevo aquellas caritas, rodando y riendo.
«Así que busco ideas sobre cómo atraparlo/eliminarlo/qué utilizar como cebo/cómo obtener pruebas de su existencia para mostrárselas a mi esposa. Anteanoche pensé que las tenía: estaba bañando a mi hijo y esa cosa empezó a volverse loca sobre nuestras cabezas; al principio fueron sólo unos arañazos, pero luego fue en aumento, hasta que llegó un punto en que parecía estar dando vueltas en círculos intentando escarbar un agujero en el techo o algo así. Mi hijo también lo oyó y me preguntó qué era. Le dije que un ratón (normalmente, no le miento, pero estaba asustado y ¿¿qué podía decirle??). Bajé como una flecha a la planta de abajo para que mi mujer subiera a escucharlo, pero, cuando llegamos arriba, el ruido había cesado y el pequeño capullo no volvió a aparecer en toda la noche. ¡Juro por Dios que parecía saberlo! Muchachos, NECESITO QUE ME AYUDÉIS CON ESTO. Esa cosa está atemorizando a mi hijo en su propia casa. Mi mujer me miró como si me hubiera vuelto majara. Necesito atrapar a ese hijo de perra».
La desesperación traspasaba la pantalla, densa como el humo del alquitrán bajo un sol implacable. Su aroma agitó el foro, cuyos usuarios se mostraron inquietos y agresivos a partes iguales. Empezaron a incitar a Pat: ¿le había mostrado los esqueletos a su esposa? ¿Qué pensaba ahora ella de ese animal? ¿Sabía Pat lo peligrosos que pueden ser los glotones? ¿Iba a llamar a un especialista? ¿Pensaba poner veneno? ¿Tenía previsto tapiar el agujero bajo el alerón? ¿Qué pensaba hacer a continuación?
Y estaban consiguiendo alterar a Pat o, para ser más exactos, todas las cosas que se acumulaban en su vida estaban empezando a hacer mella en él: aquella serenidad empezaba a deshilacharse por los bordes.
«En respuesta a vuestras preguntas, mi mujer no sabe lo de los esqueletos, e hice que el tipo de control de plagas viniera cuando ella estaba de compras con los críos. No sé vosotros, pero yo considero que mi trabajo consiste en ocuparme de mi mujer y no en asustarla. Una cosa es que oiga los arañazos del bicho y otra muy distinta enseñarle los esqueletos decapitados. Cuando le eche el guante a esa cosa, lógicamente, se lo explicaré todo. La verdad es que no me gusta la idea de que, mientras tanto, piense que estoy perdiendo la chaveta, pero prefiero eso a que se quede petrificada de miedo cada vez que está sola en casa. Espero que lo comprendáis; si no, lo único que puedo decir es: mala suerte.
»En cuanto a lo del especialista, etc., aún no me he decidido, pero no tengo previsto tapiar el agujero ni tampoco usar veneno. Lamento si no hago lo que me aconsejáis, pero soy yo quien está viviendo esto. VOY a adivinar de qué se trata y voy a enseñarle qué pasa cuando alguien intenta joder a mi familia, para que LUEGO pueda largarse y morir donde le apetezca, pero, hasta entonces, no voy a correr el riesgo de perderlo. Si tenéis una idea que pueda serme realmente de ayuda, adelante, os ruego que me la digáis, estaré encantado de escucharla, pero si sólo estáis aquí para fastidiarme por no tener esto bajo control, que os jodan. A todos los que no están comportándose como auténticos capullos, gracias de nuevo. Os mantendré informados».
Llegados a este punto, alguien con un par de miles de publicaciones intervino:
«Tíos, no alimentéis al trol».
—¿Qué es un trol? —preguntó Richie.
—¿Lo preguntas en serio? ¡Madre mía! Pero ¿es que nunca te has conectado a internet? Pensaba que pertenecías a la generación «conectada».
Se encogió de hombros.
—Compro música online y he consultado cosas algunas veces. Pero nunca entro en ningún foro. Prefiero la vida real.
—Internet es la vida real, amigo mío. Todas estas personas son tan reales como tú y como yo. Un trol es alguien que publica chorradas para provocar. Este tipo piensa que Pat miente.
Una vez sembraron la sombra de la sospecha, ninguno de los participantes del foro quería parecer un ingenuo: de repente, todo el mundo había estado preguntándose si Pat-el-colega era un provocador, un escritor en ciernes en busca de inspiración. ¿Os acordáis de aquel tipo del año pasado que escribía en el foro de temas estructurales sobre la habitación tapiada y la calavera humana? Publicó el relato en su blog un mes después. «Esfúmate, trol» o un estafador abonando el terreno para hacer una recolecta. Al cabo de un par de horas, el consenso general era que, si Pat hubiera hablado en serio, habría puesto veneno hacía mucho tiempo; opinaban que, en cualquier momento, aparecería anunciando que el misterioso animal había devorado a sus hijos imaginarios y pediría ayuda para costear el funeral.
—¡Madre mía! —exclamó Richie—. Sí que se pasan…
—¿Por esto? Esto no es nada. Si te metieras en internet más a menudo, lo sabrías. Internet es la selva; en la red no se aplican las reglas normales. Las personas decentes y educadas que no alzan la voz bajo ninguna circunstancia se compran un módem y se convierten en Mel Gibson tras tomarse un par de botellas de tequila. En comparación con muchas de las cosas que se ven aquí, estos tipos son encantadores, créeme.
Pero Pat lo había visto desde la perspectiva de Richie: cuando regresó, estaba furioso.
«Escuchad, pandilla de subnormales, NO SOY UN MALDITO TROL, ¿DE ACUERDO? Sé que os pasáis las horas metidos en este foro, pero resulta que yo tengo una VIDA real y, si quisiera perder el tiempo tomándole el pelo a alguien no seríais vosotros, pandilla de perdedores. Sólo intentaba lidiar con LO QUE SEA QUE HAY EN MI DESVÁN y si vosotros, pandilla de imbéciles inútiles, no podéis ayudarme, pues IROS A LA MIERDA».
Y se esfumó.
Richie silbó.
—No me dirás que eso es también culpa de internet —comentó—. Tal como tú mismo has dicho, Pat era un tipo sensato. Para ponerse así —dijo señalando con la cabeza hacia la pantalla—, tenía que haber perdido los papeles.
—Tenía motivos para hacerlo —opiné yo—. Había un bicho asqueroso asustando a su familia y, dondequiera que buscara ayuda, se negaban a brindársela. Wildwatcher, el exterminador, este foro: en definitiva, todo el mundo le decía que no era asunto suyo, que se las apañara solo. Yo creo que, en su lugar, tú también hubieras «perdido los papeles».
—Sí. Quizá.
Richie alargó la mano hacia el teclado, me miró como pidiéndome permiso, y navegó hacia el inicio de la página para releer los mensajes. Una vez hubo acabado, dijo, con mucho tiento:
—De manera que nadie, salvo Pat, oyó aquel bicho.
—Pat y Jack.
—Jack tenía tres años. Los niños de esa edad no saben diferenciar la realidad de la imaginación.
—De manera que estás con Jenny —observé—. Crees que eran imaginaciones de Pat.
—Tom tampoco estaba muy convencido —apuntó Richie.
Eran más de las ocho y media. Por el pasillo, la mujer de la limpieza canturreaba al ritmo de los grandes éxitos musicales que escuchaba en su radio; al otro lado de las ventanas de la sala de investigaciones, el cielo era de un negro sólido. Dina llevaba cuatro horas desaparecida. No tenía tiempo para aquello.
—Pero no pudo asegurar que no lo hubiera. Sin embargo, tú tienes la impresión de que, de alguna manera, esto sustenta tu teoría de que Pat masacró a su familia. ¿Me equivoco?
—Sabemos que estaba sometido a mucha presión —contestó Richie escogiendo las palabras—. De eso no hay duda. Y, por lo que explica aquí, parece que su matrimonio tampoco iba como la seda. Si estaba ya en tan mala forma que empezaba a imaginar cosas… Sí, creo que eso haría más probable que perdiera los estribos.
—Las hojas y el madero no fueron imaginaciones suyas. No, a menos que nosotros también lo hayamos imaginado. Yo puedo tener mis problemas, pero no creo que haya llegado todavía a la fase de sufrir alucinaciones.
—Tal como comentaban los muchachos del foro, podría haberse tratado de un pájaro. No hay pruebas de que fuera ningún animal salvaje. Cualquier hombre que no hubiera estado estresado como un mono los habría tirado a la papelera y se habría olvidado del asunto.
—¿Y los esqueletos de las ardillas? ¿También eran obra de un pájaro? No es que sea un experto en fauna, o no más de lo que lo era Pat, pero déjame decirte algo: si hay algún pájaro en este país capaz de decapitar a una ardilla, comerse su carne y alinear los restos, nadie lo ha puesto en mi conocimiento.
Richie se frotó la nuca y observó las lentas espirales del salva-pantallas.
—No vimos los esqueletos —dijo—. Pat no los conservó. Las hojas, sí, pero los esqueletos, que demostrarían que efectivamente había algo peligroso ahí arriba, no estaban.
El arrebato de irritación me hizo tensar la mandíbula un instante.
—Venga ya, chaval. Yo no sé qué guardas tú en tu pisito de soltero, pero te prometo que cualquier hombre casado que le explique a su mujer que quiere guardar unos esqueletos de ardilla en el armario ropero se enfrenta a una bronca de órdago y a unas cuantas noches durmiendo en el sofá. ¿Y qué me dices de los niños? ¿Crees que habría querido que los niños los encontraran?
—No sé lo que quería ese tipo. Parecía ansiar poder demostrarle a su esposa que ese bicho existía y, cuando obtiene una prueba sólida de ello, se retira: ah, no, no podría hacer algo así, no me gustaría asustarla. Se muere por saber lo que hay ahí arriba, pero cuando el tipo de control de plagas le recomienda que llame a un especialista, ah, no, eso es tirar el dinero. Suplica en ese foro que le ayuden a determinar qué hay ahí arriba, se ofrece a publicar fotos de la harina en el suelo del desván, fotos de las hojas, pero, cuando encuentra los esqueletos (y podrían tener marcas de dientes), no dice ni pío sobre publicar las fotografías. Está actuando… —Richie me miró de reojo—. Puede que me equivoque, pero está actuando como si en el fondo supiera que ahí arriba no hay nada.
Durante un segundo efímero pero contundente quise agarrarlo por el pescuezo y apartarlo del ordenador, decirle que regresara a Vehículos Motorizados y que ya me ocuparía yo sólito de aquel caso. Según los informes de los refuerzos, el hermano de Pat, Ian, jamás había tenido noticia de ningún animal, ni tampoco sus antiguos compañeros de trabajo, ni los amigos que habían asistido a la fiesta de cumpleaños de Emma ni las pocas personas con quienes aún intercambiaba correos electrónicos. Esto explicaba por qué. Pat no se atrevía a contárselo por miedo a que reaccionaran como todos los demás, desde los extraños de los foros de debate hasta su propia esposa, por miedo a que reaccionaran como Richie.
—Sólo por curiosidad, chaval —dije—. ¿De dónde crees que se materializaron los esqueletos? El tipo del control de plagas sí los vio, ¿recuerdas? No eran producto de la imaginación de Pat. Sé que crees que Pat estaba como una chota, pero ¿crees sinceramente que arrancó las cabezas de unas ardillas a bocados?
—Yo no he dicho eso —respondió Richie—. Pero nadie, salvo el propio Pat, vio al exterminador. Lo único que tenemos es esa publicación en la que asegura que hizo ir a ese tipo a su casa. Y tú mismo lo dijiste: la gente miente en internet.
—Pues busquemos a ese tipo —propuse—. Destina a uno de los refuerzos a localizarlo. Dile que empiece por los números que le facilitaron a Pat a través del foro y, si ninguno de ellos es operativo, que llame a todas las empresas en un radio de ciento cincuenta kilómetros a la redonda.
La idea de que un refuerzo adoptara este ángulo, de otro par de ojos fríos leyendo aquellos comentarios y otro rostro adoptando poco a poco la misma expresión que Richie, hizo que se me volviera a tensar el cuello.
—O, mejor aún, lo haremos nosotros mismos. Mañana, a primera hora de la mañana.
Richie presionó el botón del ratón con mi dedo y examinó detenidamente los comentarios de Pat.
—No será difícil de averiguar —comentó.
—¿Averiguar qué?
—Si existe ese bicho. Un par de videocámaras…
—Como si le hubieran funcionado tan bien a Pat…
—Él no tenía cámaras. Los monitores de bebé no graban; únicamente podía ver lo que ocurría a tiempo real, cuando tenía un momento para estar observando. Si instalamos una cámara para que grabe en el desván las veinticuatro horas del día… dentro de pocos días, si hay algo ahí arriba, podremos echarle un vistazo.
Por algún motivo, aquella idea hizo que me asaltaran unas ganas terribles de arrancarle la cabeza de un mordisco.
—Va a quedar fantástico en el formulario de solicitud… —apunté—. «Nos gustaría solicitar un costoso aparato del material del departamento y un técnico desbordado de trabajo por si, por casualidad, podemos echar un vistazo a un animal que, tanto si existe como si no, no tiene que ver un carajo con nuestro caso».
—O’Kelly dijo que le pidiéramos cualquier cosa que necesitáramos…
—Ya lo sé. Y aprobaría nuestra solicitud. Eso no es lo importante. Pero tú y yo nos hemos ganado unos cuantos puntos con el comisario ahora mismo y, personalmente, prefiero no malgastarlos por echarle un vistazo a un visón. Antes me voy al zoológico, qué quieres que te diga…
Richie apartó su silla de un empujón y empezó a caminar describiendo círculos por la sala de investigaciones, inquieto.
—Yo rellenaré el formulario. Así no perderás tus puntos.
—No lo harás. Conseguirás que Pat parezca una especie de maníaco imbécil a la caza de gorilas de color rosa en su cocina. Recuerda el trato: no señalaremos con el dedo a Pat hasta y a menos que tengamos pruebas contra él.
Richie se volvió hacia mí de repente y golpeó el escritorio de alguien con las palmas de sus manos, haciendo que los papeles salieran volando.
—¿Cómo se supone que voy a obtener las pruebas si me pones palos en las ruedas cada vez que empiezo a investigar algo que podría llevarnos a algún sitio…?
—Cálmate, detective. Y baja la voz. ¿Quieres que Quigley se presente aquí para averiguar qué sucede?
—El trato era «investigar» a Pat, no que yo «mencione» investigar a Pat de vez en cuando y tú me cierres el paso. Si hay pruebas ahí fuera, ¿cómo se supone que voy a hacerme con ellas? Venga, dímelo, ¿cómo?
Señalé hacia mi monitor.
—¿Qué te parece que estamos haciendo con esto? Investigando al maldito Pat Spain. No, no lo estamos presentando al mundo como un sospechoso. Ese era el trato. Y si crees que no es justo contigo…
—No. A la mierda si es justo o no conmigo. Eso no me importa. No es justo con Conor Brennan.
Su voz seguía aumentando de tono. Yo me esforcé porque la mía sonara plana.
—¿No? No acabo de ver claro en qué podría ayudarle una cámara de vídeo. Pongamos que la instalamos y no obtenemos nada: ¿en qué sentido la ausencia de nutrias invalida la confesión de Brennan?
—Explícame algo —replicó Richie—. Si tanto crees en Pat, ¿por qué te empeñas en no instalar esas cámaras? Una sola imagen de un visón, de una ardilla o incluso de una rata y podrás mandarme a paseo. Suenas igual que Pat, tío: como si supieras que ahí arriba no hay nada.
—No, amiguito. Nada de eso. Sueno como si no me importara un bledo lo que pueda haber ahí arriba. Si no captamos nada, ¿qué prueba eso? El bicho podría haberse asustado, podría haberlo matado un depredador, podría estar hibernando… Aunque no hubiera existido, eso no culpa de las muertes a Pat. Quizá esos ruidos tuvieran algo que ver con el asentamiento o con las cañerías y se excedió en su reacción. Quizá quiso ver cosas donde no las había. Pero eso sólo lo convertiría en un tipo sometido a una gran presión, cosa que ya sabemos. No lo convertiría en un asesino.
Richie no me lo discutió. Se apoyó en una mesa y se presionó los ojos con los dedos. Al cabo de un momento dijo, con voz más serena:
—Nos revelaría algo. Eso es todo lo que estoy pidiendo.
Tenía ardor de estómago, ya fuera por la discusión, por el cansancio o por Dina. Intenté tragar saliva sin que trasluciera un gesto de dolor.
—Está bien —dije—. Rellena el formulario de solicitud. Yo tengo que marcharme, pero lo firmaré antes; es mejor que figuren los nombres de ambos. Y nada de pedir bailarinas de striptease.
—Lo estoy haciendo lo mejor que sé —dijo Richie, mirándose las manos.
Su tono de voz me sorprendió: crudo, perdido, como una llamada salvaje de ayuda.
—Lo único que intento es averiguar la verdad. Lo juro por Dios. Es lo único que pretendo.
Todos los novatos tienen la impresión de que el mundo se va a mantener en pie o a desmoronarse con su primer caso. No tenía tiempo de cogerlo de la manita y ayudarlo a pasar por aquello, no con Dina en la calle, deambulando y emitiendo ese brillo estroboscópico roto que atrae a los depredadores desde kilómetros a la redonda.
—Ya lo sé —lo tranquilicé—. Lo estás haciendo muy bien. Comprueba antes la ortografía: el superintendente es muy puntilloso con eso.
—De acuerdo.
—Entretanto, le reenviaremos este enlace a Comosellame, el doctor Dolittle; quizá él detecte alguna señal. Y haré que Kieran revise la cuenta de Pat en este foro para comprobar si envió o recibió algún mensaje privado. Un par de esos tipos sonaban bastante intrigados por la historia; quizá alguno de ellos intercambió correspondencia con él y Pat le facilitó algunos detalles adicionales. Y necesitaremos averiguar en qué foro de debate continuó sus consultas.
—Quizá en ninguno. Probó en dos foros y ninguno de ellos le sirvió de nada… Tal vez se dio por vencido.
—No se dio por vencido —atajé yo.
En mi monitor, conos y parábolas se entrelazaban con gracia, se plegaban sobre sí mismos y se desvanecían, para desplegarse de nuevo e iniciar su lenta danza una vez más.
—Ese tipo estaba desesperado. Puedes interpretarlo como quieras, puedes pensar que era porque estaba perdiendo la razón, pero los hechos no cambian: necesitaba ayuda. Seguramente siguió buscándola en internet, porque no tenía ningún otro sitio adonde dirigirse.
* * *
Dejé a Richie redactando el formulario de solicitud. Ya me había hecho una lista mental de los sitios a los que acudir en busca de Dina a partir de la última vez, la vez antes que esa y la anterior: los pisos de sus ex, los pubs a cuyos camareros les gustaba y antros donde, por sesenta euros, te ofrecían un sinfín de modos de freírte el cerebro durante un rato. Sabía que todo era inútil, que Dina podía haber subido a un autocar rumbo a Galway porque le había parecido precioso en un documental o haberse marchado a casa del primer tipo que le hubiera entrado para contemplar sus litografías, pero no tenía otra alternativa. Aún me quedaban unas cuantas píldoras de cafeína en el maletín, de la misión de vigilancia: cafeína, una ducha, un sándwich y estaría listo para emprender la marcha. Acallé la vocecilla tosca que me advertía que ya estaba muy viejo y demasiado cansado para aquello.
Cuando introduje la llave en la cerradura de mi apartamento, seguía repasando la lista de direcciones en mi cabeza, intentando trazar la ruta más rápida entre ellas. Tardé un segundo en caer en la cuenta de que algo no encajaba. La puerta no estaba cerrada con llave.
Durante un largo minuto permanecí inmóvil en el pasillo, escuchando: nada. Luego dejé el maletín en el suelo, saqué la pistola y abrí la puerta de par en par de un golpe.
El Sunken Cathedral de Debussy sonaba a un volumen bajo en el salón, tenuemente iluminado; la luz de las velas quedaba atrapada en las curvas de las copas y resplandecía con el rojo vivo del vino tinto. Por un instante increíble que me dejó sin aliento pensé: «Laura». Luego Dina desenroscó las piernas sobre el sofá y se inclinó hacia delante para agarrar su copa.
—Hola —me saludó, alzando la copa—. Ya era hora.
El corazón me había subido a la garganta.
—¿Qué demonios?
—Joder, Mikey. Tranquilo. ¿Eso es una pistola?
Tardé un par de segundos en poner el seguro de nuevo.
—¿Cómo diantre has entrado aquí?
—Pero ¿quién eres? ¿Rambo? ¿No estás exagerando un poco?
—¡Joder, Dina! Me has dado un susto de muerte.
—Así que apuntando con la pistola a tu propia hermana… Y yo que creía que estarías contento de verme…
Su mohín era de mofa, pero el destello de sus ojos a la luz de las velas me indicó que debía proceder con cautela.
—Y lo estoy —dije, bajando la voz—. Es sólo que no te esperaba. ¿Cómo has entrado?
Me sonrió con petulancia y sacudió el bolsillo de su rebeca, que emitió un alegre tintineo.
—Geri tenía tus llaves. De hecho, ¿quieres que te diga algo? Geri tiene un juego de llaves de todo Dublín. La pequeña señorita De Confianza, oh, perdón, la señora De Confianza no es exactamente la persona más indicada para vigilar tu casa si te roban estando de vacaciones, permíteme que te lo diga. Si un ladrón intentara averiguar quién podría tener unas llaves extra de otra persona, ¿no se le ocurriría pensar inmediatamente en alguien como Geri? Deberías haberlo visto, te habrías muerto de risa: las tiene todas colgadas en una fila de clavos en el cuarto de la colada, todas ordenaditas y etiquetadas con su mejor caligrafía. Podría haber robado en las casas de medio vecindario si me hubiera dado la gana.
—Geri está preocupadísima por ti. Los dos los estábamos.
—Bueno, por eso he venido. Por eso y para animarte un poco. El otro día me pareció que estabas muy estresado. Te juro que, si tuviera una tarjeta de crédito, te habría contratado a una prostituta.
Se inclinó sobre la mesa y me tendió la otra copa de vino.
—Ten. En su defecto, te he comprado esto.
O lo había comprado con el dinero que Sheila había ganado haciendo de canguro, o bien lo había robado en una tienda. Dina no podía resistir la tentación de invitarme a beber vino robado, comer pastelitos de hachís o llevarme a pasear en el coche sin seguro de su último novio.
—Gracias —dije.
—Venga, siéntate a beber conmigo. Me estás poniendo nerviosa ahí plantado como un pasmarote.
Tras la descarga de adrenalina, esperanza y alivio, aún me temblaban las piernas. Recuperé mi maletín y cerré la puerta.
—¿Por qué no estás en casa de Geri?
—Porque con Geri me aburro como una ostra, por eso. No he estado allí ni un día entero y ya me ha contado todo lo que Sheila, Colm y el pequeñajo han hecho en toda su vida. Me da ganas de cortarme las venas. Siéntate de una vez.
Cuanto más rápido la llevara de regreso a casa de Geri, más podría dormir, pero, si no demostraba un cierto aprecio por aquella escenita que me había montado, se le desatarían los cables hasta Dios sabe qué hora de la madrugada. Me desplomé en el sillón, que me abrazó con tanto amor que pensé que nunca más lograría levantarme de allí. Dina se inclinó sobre la mesilla de centro, equilibrándose sobre una mano, para pasarme el vino.
—Ten. Apuesto a que Geri pensaba que andaría muerta en una zanja.
—No puedes culparla.
—Si me hubiera encontrado tan mal como para salir, no habría salido. Siento tanta lástima por Sheila… ¿a ti no? Apuesto a que cada vez que va a casa de una de sus amigas tiene que llamar a su madre cada media hora para que Geri no crea que la han vendido para la trata de blancas.
Dina siempre ha tenido la capacidad de hacerme sonreír aunque me esfuerce por no hacerlo.
—¿Es eso lo que estamos celebrando? Un día con Geri y, de repente, ¿yo te caigo bien?
Se acurrucó en un rincón del sofá y se encogió de hombros.
—Me apetecía ser amable contigo, eso es lo que celebramos. Desde que Laura y tú os separasteis, no hay nadie que cuide de ti.
—Dina, estoy bien.
—Todo el mundo necesita que lo cuiden. ¿Quién es la última persona que hizo algo agradable por ti?
Pensé en Richie ofreciéndome un café y cerrándole el pico a Quigley cuando intentaba criticarme.
—Mi compañero —respondí.
Dina arqueó las cejas.
—¿De verdad? Pensaba que era un novato incapaz de encontrarse el trasero con ambas manos. Probablemente sólo estuviera haciéndote la pelota.
—No —repliqué—. Es un buen compañero.
Me invadió una oleada de calor al escucharme pronunciar aquellas palabras. Ninguno de los otros muchachos a quienes había formado se habría atrevido a discutir conmigo el asunto de la cámara: mi negativa habría puesto punto y final al tema.
De súbito, la discusión se me antojó un regalo, el tipo de disputa igualada que los compañeros pueden mantener todas las semanas durante veinte años.
—Vaya —dijo Dina—. Me alegro.
Alargó la mano para agarrar la botella y se llenó la copa.
—Esto es muy agradable. —En parte, lo decía en serio—. Gracias, Dina.
—Ya lo sé. ¿Por qué no te tomas el vino? ¿Acaso temes que vaya a envenenarte? —Sonrió, mostrándome sus dientecillos blancos de gata—. No soy tan tonta como para echarte el veneno en el vino, por favor, un poco más de confianza…
Le sonreí.
—Apuesto a que serías muy creativa, Dina. Pero esta noche no puedo emborracharme. Mañana por la mañana tengo que trabajar.
Dina puso los ojos en blanco.
—¡Por todos los santos! Ya estamos otra vez con el puñetero trabajo. Trabajo, trabajo, trabajo… Llama y di que te encuentras mal.
—Ojalá pudiera hacerlo.
—Hazlo, ¿qué te lo impide? Hagamos algo agradable juntos. El Museo de Cera acaba de abrir las puertas de nuevo. ¿Sabes que nunca lo he visitado?
Aquello no iba a acabar bien.
—Me encantaría, pero tendremos que esperar a la semana próxima. Necesito estar en comisaría despejadísimo y a primera hora de la mañana, y promete ser una jornada muy larga.
Tomé un sorbito de vino y, sosteniendo la copa en alto, le dije:
—Está muy bueno. Cuando nos lo acabemos te llevaré de vuelta a casa de Geri. Sé que es aburrida, pero hace lo que puede, ¿de acuerdo?
Dina hizo oídos sordos a mi comentario.
—¿Por qué no puedes llamar y decir que te encuentras mal? Me apuesto lo que sea a que tienes un año entero de vacaciones ahorradas. Estoy segura de que nunca has llamado diciendo que estabas enfermo. ¿Qué van a hacerte? ¿Despedirte?
La cálida sensación se desvanecía por momentos.
—Tengo a un tipo detenido y el plazo para presentar cargos contra él o dejarlo en libertad termina el domingo por la mañana —le expliqué—. Necesito cada minuto disponible para solucionar el caso. Lo siento, cariño. El Museo de Cera tendrá que esperar.
—Tu caso —dijo Dina con gesto adusto—. Eso que ha pasado en Broken Harbour, ¿no?
No tenía sentido negarlo.
—Sí.
—Pensaba que se lo ibas a endosar a otra persona.
—No puedo.
—¿Por qué?
—Porque no es así como funcionan las cosas. Visitaremos el Museo de Cera tan pronto como solucione este asunto, ¿de acuerdo?
—¡A la porra el Museo de Cera! Preferiría apuñalarme en los ojos antes que ir a ver un estúpido monigote de Roñan Keating, el cantante ese de los Boyzone.
—Entonces haremos cualquier otra cosa. Tú eliges.
Dina empujó la botella de vino en mi dirección con la punta de su bota.
—Sírvete más.
Mi copa todavía estaba llena.
—Debo llevarte a casa de Geri. Con lo que tengo en la copa, me basta, gracias.
Dina hizo sonar su uña contra el filo de la copa, un repiqueteo metálico monótono, mientras me observaba por debajo del flequillo.
—Geri recibe el diario cada mañana —me informó—. Por supuesto, cómo iba a ser de otra manera. Así que lo leí.
—Bien —dije.
Me tragué una bola de enfado: Geri debería haber estado más atenta, pero es una mujer demasiado ocupada y Dina es muy sibilina.
—¿Cómo es ahora Broken Harbour? En la foto tenía una pinta penosa.
—Sí, la tiene. Alguien empezó a construir lo que podría haber sido una bonita urbanización, pero nunca la acabó. Y a estas alturas, probablemente se quede así. La gente que vive allí no es feliz.
Dina metió un dedo en el vino y lo removió.
—¡Joder! ¡Qué estupidez hacer algo así!
—Los promotores no sabían que las cosas se pondrían tan feas.
—Pues yo apuesto a que sí lo sabían o a que no les importaba. Pero no me refiero a eso. Lo que me parece una estupidez es que la gente se mudara a Broken Harbour. Preferiría vivir en un vertedero.
—Yo tengo un montón de buenos recuerdos de Broken Harbour —tercié yo.
Se chupó el dedo ruidosamente para limpiárselo.
—Tú sólo piensas eso porque siempre te gusta pensar que todo es fantástico. Damas y caballeros, mi hermano Pollyanna, el paladín del optimismo.
—Nunca he entendido qué hay de malo en centrarse en lo positivo —alegué yo—, aunque quizá para ti no sea lo suficientemente interesante…
—¿Qué tenía de positivo? Para Geri y para ti estaba bien, porque salíais por ahí con vuestros amigos, mientras que yo me tenía que quedar allí atrapada con mamá y papá, jugando con la pala y el cubo, fingiendo que me entretenía chapoteando en el agua helada.
—Bueno —repliqué alegremente—, tú sólo tenías cinco años la última vez que fuimos. ¿Tan bien lo recuerdas?
Un destello azul de su mirada, bajo el flequillo.
—Lo recuerdo lo suficiente como para saber que era una mierda. Aquel lugar era espeluznante. Aquellas montañas. Siempre tuve la sensación de que me observaban, como algo que trepara por mi cuello… Me venían ganas de…
Se dio una palmada en el cuello, un gesto reflejo perverso que hizo que me estremeciera
—Y aquel ruido… El mar, el viento, las gaviotas, todos aquellos ruidos extraños que llenaban tus oídos y que no sabías de qué eran… Prácticamente todas las noches tenía pesadillas con monstruos marinos que introducían sus tentáculos a través de la ventana de la caravana e intentaban estrangularme. Me apuesto lo que sea a que alguien murió construyendo esa urbanización de mierda, como en Titanio.
—Pensaba que te gustaba Broken Harbour. Siempre pensé que lo pasabas bien.
—Pues no me gustaba. Lo que ocurre es que a ti te gusta creer que sí.
Por un instante, el gesto de la boca de Dina la hizo parecer casi fea.
—Lo único bueno era que mamá era muy feliz allí. Y mira cómo acabó.
Se produjo un momento de silencio que podría haberse cortado con un cuchillo. Estuve a punto de dejarlo correr todo, de tomarme el vino y decirle que estaba delicioso. Tal vez debería haberlo hecho. Pero, no sé por qué, no pude.
—Haces que parezca que tus problemas se remontan a aquel entonces —comenté.
—¿Quieres decir que ya estaba loca? ¿Es eso lo que intentas decirme?
—Si quieres expresarlo así… Cuando íbamos de vacaciones a Broken Harbour, tú eras una cría feliz y estable. Quizá no disfrutaras de las vacaciones de tu vida, pero, en general, estabas bien.
Necesitaba que me lo dijera.
—Yo nunca estuve bien —replicó—. Hubo una vez en que estaba excavando un hoyo en la arena, con mi cubo y la palita y todas esas cosas tan adorables, y en el fondo de aquel hoyo vi una cara. Parecía una cara de hombre aplastada, y hacía muecas, como si intentara sacarse la arena de los ojos y la boca. Grité y mamá vino, pero para entonces había desaparecido. Y, además, no sólo ocurría en Broken Harbour. Una vez estaba en mi habitación y…
No podía soportar seguir oyendo aquellas cosas.
—Tenías mucha imaginación. No es lo mismo. Todos los niños imaginan cosas. Cuando mamá murió empezaste…
—Fue antes, Mikey. No lo sabíais porque, cuando era pequeña, podíais achacarlo a la imaginación desbordante de los niños, pero siempre he sido así. La muerte de mamá no tuvo nada que ver con ello.
—De acuerdo —dije.
Mi mente se revolvía como una ciudad agitada por un terremoto.
—Quizá la causa no fuera la muerte de mamá exactamente. Mamá había estado deprimida durante toda su vida, con continuos altibajos. Nosotros hicimos cuanto pudimos para que no lo notaras, pero los niños perciben esas cosas. De hecho, tal vez habría sido mejor si no hubiéramos intentado…
—Sí, claro, vosotros hicisteis cuanto pudisteis y ¿sabéis qué? Hicisteis un trabajo excelente. Apenas recuerdo haberme preocupado por mamá, nunca. Sabía que a veces se ponía enferma o triste, pero no tenía ni idea de que era algo grave. Pero yo no soy así por eso. Sigues intentando organizarme, encasillarme y conseguir que todo encaje, como si yo fuera uno de tus casos, pero no lo soy.
—Yo no intento organizarte —refuté.
Mi voz sonaba extrañamente tranquila, generada artificialmente en un punto distante. Recuerdos minúsculos me asaltaron el pensamiento, estallando como chispas de cenizas candentes: Dina con cuatro años gritando como una loca en la bañera y aferrándose a mamá porque el bote del champú le estaba susurrando; entonces yo había creído que lo único que quería era que no le lavaran el pelo. Dina entre Geri y yo en el asiento trasero del coche, peleándose con su cinturón de seguridad y mordisqueándose los dedos con un sonido espantoso y preocupante hasta que se le hinchaban, se le amorataban y sangraban, e incluso recordaba el porqué.
—Lo único que digo es que fue por mamá. ¿Por qué habría de ser, si no? Nunca abusaron de ti, eso lo juraría por mi vida, jamás te pegaron ni pasaste hambre ni… Ni siquiera te llevaste un cachete en el culo. Todos te queríamos. Si la causa no fue mamá, entonces ¿por qué?
—No existe un porqué. Eso es lo que intento explicarte. Por eso digo que no tiene sentido que intentes organizarme. No estoy loca por causa de algo. Simplemente lo estoy.
Hablaba con voz clara, firme, realista, y me miraba a los ojos con algo que podía aproximarse a la compasión. Me dije que Dina se agarra a la realidad con un solo dedo en sus mejores momentos y que, si entendiera los motivos por los que estaba loca, entonces, para empezar, no lo estaría.
—Sé que no es lo que te gustaría pensar —remató.
Mi pecho parecía un globo llenándose de helio, balanceándome de manera peligrosa. Me agarraba con la mano al brazo del sillón como si pudiera anclarme a él.
—Si crees que esto te sucede sin un motivo, no entiendo cómo puedes vivir con ello.
Dina se encogió de hombros.
—Lo hago y ya está. ¿Cómo sobrellevas tú la vida en un mal día?
Había vuelto a retreparse en el rincón del sofá, mientras se bebía el vino; había perdido el interés por la conversación. Respiré hondo.
—Yo intento entender por qué estoy teniendo un mal día para poder arreglarlo. Me concentro en el lado positivo.
—Genial. Pues si Broken Harbour era tan fantástico y todos guardáis tan gratos recuerdos y todo es tan positivo, entonces ¿por qué regresar allí te está destrozando?
—Yo nunca he dicho que eso estuviera sucediendo.
—No hace falta que lo digas, Mikey. No deberías ocuparte de ese caso.
Estar manteniendo la misma discusión de siempre, hallarme de nuevo en terreno familiar, con aquel destello sesgado despertándose de nuevo en los ojos de Dina, me pareció una salvación.
—Dina. Es un caso de homicidio, como todas las docenas de casos en los que he trabajado. No tiene nada de especial, salvo la ubicación.
—La ubicación, la ubicación… pero ¿qué eres? ¿Un agente de la propiedad inmobiliaria? Esa ubicación te sienta mal. Me di cuenta en el mismísimo momento en que te vi la otra noche, estabas descompuesto; olías raro, como a chamusquina. Y mírate ahora, ve a mirarte al espejo. Cualquiera diría que se te ha cagado algo en la cabeza y te ha prendido fuego. Este caso te está, destrozando. Llama al trabajo mañana y diles que no vas a seguir en él.
En aquel instante estuve a punto de mandarla a la porra. Me sorprendió lo repentina y duramente que aquellas palabras se estrellaron contra mis labios. Jamás en mi vida adulta le he dicho nada parecido a Dina.
Cuando estuve seguro de que mi voz se había despojado de todo rastro de ira, respondí:
—No voy a abandonar el caso. Seguro que tengo un aspecto penoso, pero se debe a que estoy agotado. Y si quieres ayudarme un poco en ese sentido, estaría bien que te quedaras en casa de Geri.
—No puedo. Estoy preocupada por ti. Cada segundo que pasas ahí fuera pensando en ese sitio, noto que algo malo te ronda en la cabeza. Por eso he regresado.
Era tal la ironía que cualquiera habría aullado de la risa, pero Dina hablaba completamente en serio: con la espalda bien erguida en el sofá y las piernas cruzadas bajo el trasero, estaba lista para enfrentarse a mí hasta el final.
—Estoy bien. Te agradezco que cuides de mí, pero no me hace falta. De verdad.
—Claro que sí. Tú eres tan desastre como yo. Lo que ronda es que tú lo disimulas mejor.
—Quizá. A mí me gustaría pensar que me he esforzado lo bastante como para dejar de ser un desastre, pero, quién sabe, quizá tengas razón. En cualquier caso, la conclusión es que soy perfectamente capaz de ocuparme de este caso.
—No. De ninguna manera. Tú te crees muy fuerte, por eso te encanta que me descarríe, porque te hace sentir Don Perfecto, pero eso no son más que pamplinas. Me apuesto lo que sea a que, en ocasiones, cuando tienes un mal día, albergas la esperanza de que me presente en el umbral de tu casa diciendo chorradas sólo para sentirte mejor contigo mismo.
Parte del infierno que representa Dina es que, aunque sepas que sólo dice tonterías, que lo que hablan son los recovecos oscuros y corroídos de su mente, sus palabras siguen siendo hirientes.
—Espero que sepas que eso no es verdad —alegué—. Si amputándome un brazo te ayudara, me lo amputaría sin pestañear.
Se sentó sobre sus talones y meditó mis palabras.
—¿Ah, sí?
—Por supuesto.
—¡Caramba! —exclamó Dina con más aprecio que sarcasmo. Se dejó caer en el sofá y se pasó las piernas por encima del brazo, mirándome—. No me encuentro bien —dijo—. Desde que leí esos diarios, todo suena raro otra vez. He tirado de la cadena en tu baño y sonaba a palomitas.
—No me sorprende. Por eso necesitamos llevarte a casa de Geri —insistí—. Si te sientes mal, vas a necesitar tener a alguien cerca.
—No quiero tener a «alguien» cerca. Te quiero a ti. Geri me da ganas de agarrar un ladrillo y aporrearme la cabeza. Un día más con ella y te juro que lo haré.
Con Dina, uno no puede darse el lujo de interpretar nada como una hipérbole.
—Pues encuentra un modo de ignorarla —le sugerí—. Respira hondo. Lee un libro. Puedo prestarte mi iPod y así dejarás de escuchar a Geri. Podemos cargarlo con la música que quieras, si mi gusto no es lo bastante moderno para ti.
—No puedo utilizar auriculares. Empiezo a escuchar cosas y no soy capaz de discernir si salen de ellos o de dentro de mis oídos.
Golpeaba un talón con el lateral del sofá con un ritmo implacable y exasperante que desentonaba con la fluida música de Debussy.
—Entonces te prestaré un buen libro. Escógelo tú.
—No necesito ni un buen libro ni un pack de DVD ni una puñetera taza de té calentita ni una revista de sudokus. Te necesito a ti.
Pensé en Richie sentado ante su escritorio, mordisqueándose una uña y revisando la ortografía del formulario de solicitud, en su voz implorante y desesperada; pensé en Jenny tendida en la cama del hospital, envuelta en una pesadilla que no iba a tener fin; pensé en Pat, destripado como un trofeo de caza esperando en uno de los cajones de Cooper a que me asegurase de que unos cuantos millones de mentes no lo etiquetaran como un asesino; pensé en sus hijos, demasiado pequeños para saber qué era la muerte. Ese arrebato de ira volvió a resurgir en mí, con fuerza.
—Ya lo sé. Pero ahora hay otra gente que me necesita más.
—¿Quieres decir que este asunto de Broken Harbour es más importante que tu familia? ¿Te refieres a eso? Ni siquiera te das cuenta de lo lamentable que es, ¿verdad? Ni siquiera ves que ningún tipo normal en el mundo diría algo así, que nadie lo diría a menos que estuviera obsesionado con un lugar infernal que le bombea mierda en el cerebro. Sabes perfectamente que, si me devuelves a casa de Geri, acabará aburriéndome hasta hacerme perder la cordura y me escaparé y ella enloquecerá de preocupación, pero a ti eso te importa un comino, ¿verdad? Aun así, pretendes llevarme de vuelta allí.
—Dina, no tengo tiempo para pamplinas. Me quedan poco más de cincuenta horas para presentar cargos contra ese tipo. Transcurrido ese tiempo haré lo que necesites, iré a buscarte a casa de Geri al romper el alba, te acompañaré al museo que te dé la gana, pero hasta entonces tienes razón: no eres el centro de mi universo. Ni puedes serlo.
Dina me miró impertérrita, apoyada sobre sus codos. Nunca antes había escuchado el azote de mi voz. Su mirada patidifusa hinchó aún más el globo dentro de mi pecho. Por un instante aterrador, pensé que iba a echarme a reír.
—Respóndeme a una cosa —dijo.
Sus ojos se habían estrechado: se estaba quitando los guantes de boxeo.
—¿A veces desearías que estuviera muerta? Por ejemplo, cuando soy inoportuna, como ahora. ¿Te gustaría que me muriera y ya está? ¿Esperas que alguien te llame por la mañana y te diga: «Lo lamento muchísimo, señor, un tren acaba de arrollar a su hermana»?
—Claro que no quiero que mueras. Lo que deseo es que seas tú quien me telefonee por la mañana y me diga: «¿Sabes qué, Mick? Tenías razón. Geri no es una forma de tortura prohibida por la Convención de Ginebra; no sé cómo me las he apañado, pero he sobrevivido…».
—Entonces ¿por qué te comportas como si desearas mi muerte? Pensándolo bien, supongo que no te gustaría que fuera un tren; que preferirías una muerte limpia, ¿no es cierto? ¿Cómo te gustaría que fuera? ¿Que me ahorcara, es eso lo que te gustaría, o que me tomara una sobredosis…?
Se me habían pasado las ganas de reírme. Me agarraba con fuerza a la copa de vino, con tanta fuerza que pensé que iba a hacerla añicos.
—No seas ridícula. Me comporto como si quisiera que tuvieras un poco de autocontrol. Sólo el suficiente como para quedarte en casa de Geri durante dos puñeteros días. ¿De verdad te parece que es mucho pedir?
—¿Por qué debería hacerlo? ¿Qué sucede, que este caso va a cerrar algo? ¿Acaso eres tan estúpido para pensar que si lo arreglas compensarás lo que le ocurrió a mamá? Porque si es así, me dan ganas de vomitar, no te soporto, voy a vomitar en tu bonito sofá…
—Esto no tiene nada que ver con ella, ¡joder! Es una de las cosas más estúpidas que he oído en la vida. Si no se te ocurre nada con un poco más de sentido, entonces quizá deberías mantener la bocaza cerrada.
Yo no había perdido los estribos desde que era adolescente, no de ese modo y desde luego no con Dina, y me pareció como conducir a ciento cincuenta kilómetros por hora por una autopista después de haber tomado seis vodkas uno detrás de otro, una sensación inmensa, letal y deliciosa. Dina se sentó muy recta, inclinada sobre la mesita del café, apuntándome con los dedos como puñales.
—¿Lo ves? A esto es exactamente a lo que me refiero. Esto es lo que te está haciendo ese asunto. Nunca te enfadas conmigo y ahora, mírate, mira cómo te has puesto. Te gustaría pegarme, ¿no es cierto? Dilo, venga, dilo de una vez, dime cuánto te gustaría…
Tenía razón: me habría gustado abofetearla. Una pequeña parte de mí entendía que, si le pegaba, me quedaría con ella, y ella también lo sabía. Dejé mi copa sobre la mesita de centro, con tranquilidad.
—No voy a pegarte.
—Venga, adelante, no pasa nada. ¿Qué diferencia hay? ¿Acaso va a ser mejor si me arrojas al hogar infernal de Geri, me escapo, no puedo venir a verte, no consigo dominarme y me tiro al río?
Estaba casi encima de la mesita de centro, ofreciéndome la mejilla, justo al alcance de mi mano.
—No me abofeteas porque, claro, eres demasiado bueno para eso y que Dios te ampare por sentirte como el malo de la película por una sola vez en tu vida, pero en cambio sí que está bien hacerme saltar de un puente, claro, eso sí que está bien…
Un sonido a medio camino entre una carcajada y un grito.
—¡Virgen Santa! No puedes ni imaginarte lo cansado que estoy de escuchar todo eso. ¿Crees que sólo eres tú quien tiene ganas de vomitar? ¿Y qué hay de mí? ¿Qué te parece que me ocurre cuando tengo que tragarme esta mierda cada vez que me doy media vuelta? «Si no me llevas al Museo de Cera, me voy a suicidar». «Si no me ayudas a sacar todas mis cosas de mi piso a las cuatro de la madrugada, me voy a suicidar». «Si no te pasas la noche escuchando mis problemas en lugar de intentar salvar tu matrimonio por última vez, me voy a suicidar». Sé que es culpa mía, por haber cedido siempre que me azotabas con esas tonterías, pero esta vez no pienso hacerlo. ¿Quieres suicidarte? Pues adelante, hazlo. No quieres, pues no lo hagas. Tú decides. Nada de lo que yo haga servirá de nada, de todos modos. Así que no me eches esa jodida carga encima.
Dina me miró de hito en hito, boquiabierta. El corazón me iba a estallar entre las costillas; me costaba incluso respirar. Al cabo de un momento, arrojó su copa de vino al suelo, esta rebotó en la alfombra y rodó dibujando un arco rojo como sangre derramada. Se puso en pie y se dirigió a la puerta, agarrando su bolso de camino a ella. Pasó deliberadamente tan cerca de mí que su cadera chocó con mi hombro; esperaba que la agarrara, que me enfrentara a ella para que la obligara a quedarse. No me moví.
—Será mejor que encuentres un modo de acabar el trabajo. Si no vienes a buscarme mañana por la noche, lo vas a lamentar —dijo desde el umbral.
No me volví para mirarla. Al cabo de un momento, cerró de un portazo a su espalda y la oí dar un puntapié antes de largarse corriendo por el pasillo. Permanecí sentado inmóvil durante un buen rato, agarrado a los brazos del sillón para aquietar el temblor de mis manos. Escuché mi corazón palpitándome en los oídos y entre el susurro de los altavoces. Cuando Debussy dejó de sonar, agucé el oído para no perderme los pasos de Dina al regresar.
Mi madre estuvo a punto de llevarse a Dina con ella. En algún momento después de la una de la madrugada, durante nuestra última noche en Broken Harbour, despertó a Dina, salió a hurtadillas de la caravana y se encaminó hacia la playa. Lo sé porque yo regresé a medianoche, confuso y jadeando después de haber estado tumbado en las dunas con Amelia bajo un cielo como un inmenso cuenco negro rebosante de estrellas y, cuando abrí la puerta de la caravana, el haz de luz de la luna los iluminó a los cuatro, todos ellos acurrucados y calentitos en sus literas. Geri roncaba delicadamente. Dina dio media vuelta y murmuró algo mientras yo me metía en la cama vestido. Había sobornado a uno de los mayores para que nos comprara un botellón de sidra, así que estaba medio borracho, pero debió de transcurrir una hora antes de que mi aturdimiento por el placer dejara de zumbarme en la piel y lograra conciliar el sueño.
Unas horas más tarde volví a despertarme, sólo para cerciorarme de que seguía siendo verdad. La puerta estaba abierta, la luz de la luna y los sonidos del mar inundaban la caravana con su presencia, y había dos literas vacías. La nota estaba encima de la mesa. No recuerdo qué decía. Probablemente se la llevara la policía; probablemente podría buscarla en el Departamento de Informes, pero no lo haré. Lo único que recuerdo es la posdata. Rezaba: «Dina es demasiado pequeña para estar sin su madre».
Sabíamos dónde buscar: a mi madre siempre le había encantado el mar. En las pocas horas transcurridas desde que yo había estado allí, la playa se había transformado en algo oscuro y huracanado. Bramaba un viento creciente, las nubes se movían rápidamente sobre la luna, conchas afiladas me cortaban los pies desnudos mientras corría, sin causarme dolor. A Geri le faltaba el aire a mi lado; mi padre corría hacia el mar bajo la luz de la luna, con el pijama aleteando al viento y moviendo los brazos como aspas, un espantapájaros pálido y grotesco. Gritaba «Annie, Annie, Annie», pero el viento y las olas ahogaban sus gritos en la nada. Nos colgamos de sus mangas como niños. Yo le grité al oído:
—¡Papá! ¡Papá! ¡Voy a buscar ayuda!
Me agarró del brazo y me lo retorció. Mi padre nunca nos había hecho daño.
—¡No! ¡Ni se te ocurra! —gruñó.
Tenía los ojos en blanco. Tardé años en darme cuenta de lo que había sucedido entonces: aún pensaba que podíamos encontrarlas con vida. Quería salvarla de todas las personas que se la habrían llevado de haber sabido lo que pretendía.
Así que las buscamos nosotros. Nadie nos oyó gritar «Mamá, Annie, Dina, mamá, mamá, mamá», no a través del viento y el mar. Geraldine permaneció en tierra, peinando la playa, escarbando en las dunas de arena y arrancando matojos de hierbas a zarpazos. Yo me metí en el agua con mi padre, hasta la altura de los muslos. Cuando se me durmieron las piernas, me resultó más fácil seguir avanzando.
Durante el resto de aquella noche (jamás imaginé cuánto había durado, mucho más de lo que deberíamos haber sido capaces de sobrevivir), luché contra la corriente para mantenerme de pie y tantee a ciegas el agua. En una ocasión, mis dedos se enredaron en algo y aullé pensando que eran los cabellos de una de ellas, pero del agua salió un bulto que no eran sino algas que se me enroscaban en las muñecas y se me quedaban pegadas cuando intentaba zafarme de ellas. Horas después, todavía encontré una tira fría de aquellas algas enrollada alrededor de mi cuello.
Cuando el alba comenzó a conferir un lóbrego tono gris blanquecino al día, Geraldine encontró a Dina, escarbando como un conejo, en un terrón de barrones, con los brazos metidos hasta los codos en la arena. Geri dobló las largas briznas de hierba una a una y fue sacando la arena a manos llenas, como si estuviera liberando algo que pudiera hacerse añicos. Finalmente, Dina quedó sentada en la arena, temblando. Enfocó la mirada en Geraldine y le dijo:
—Geri, he tenido pesadillas.
Luego vio dónde estaba y empezó a gritar.
Mi padre se negaba a abandonar la playa. Al final, envolví a Dina con mi camiseta (estaba mojada de agua del mar y la hizo temblar aún más), me la eché sobre el hombro y la llevé de regreso a la caravana. Geraldine avanzó dando traspiés a mi lado, sosteniendo a Dina en alto cuando se me escurría de las manos.
Le sacamos el camisón. Estaba fría como un pez y rebozada en arena. La envolvimos en todas las prendas calientes que encontramos. Las rebecas de mamá olían a ella; quizá fuera eso lo que hizo aullar a Dina como un cachorro al recibir una patada, o quizá le hicimos daño con nuestra torpeza. Geraldine se desnudó como si yo no estuviera delante, se metió en la litera de Dina con ella y echó el edredón por encima de sus cabezas. Las dejé allí y salí en busca de alguien.
La luz se tornaba amarillenta y las otras caravanas empezaban a despertarse. Una mujer con un vestido veraniego llenaba su tetera bajo un grifo; un par de niños pequeños bailaban a su alrededor, salpicándose agua y gritando entre risitas. Mi padre se había dejado caer en la arena de la orilla, con las manos colgando indefensas a los lados mientras contemplaba el sol alzarse sobre el mar.
Geri y yo estábamos cubiertos de cortes y arañazos de la cabeza a los pies. Los enfermeros nos limpiaron los que tenían peor aspecto; uno de ellos lanzó un silbido bajo al ver mis pies (yo no entendí por qué hasta mucho después). A Dina la trasladaron al hospital, donde nos informaron de que estaba físicamente bien, salvo por una leve hipotermia. No dejaron que Geri y yo nos la lleváramos a casa y cuidáramos de ella hasta que se convencieron de que mi padre no pensaba hacer «ninguna tontería» y le dieran el alta. Nos inventamos la existencia de unas tías y les aseguramos a los médicos que nos ayudarían.
Dos semanas después, el vestido de nuestra madre apareció enredado en las redes de pesca de un barco en Cornualles. Yo lo identifiqué (mi padre seguía sin poder levantarse de la cama y no podía permitir que lo hiciera Geri, así que sólo quedaba yo). Era su vestido favorito, de seda, con flores verdes sobre un fondo de color crema. Había ahorrado para comprárselo. Solía llevarlo a misa, cuando estábamos en Broken Harbour y los domingos, cuando íbamos a comer al Lynch’s y paseábamos por la playa. Le confería el aspecto de una bailarina, de una muchacha salida de una postal que ríe y camina de puntillas. Cuando lo vi extendido sobre la mesa de la comisaría de policía estaba manchado de marrón y verde, de todas las cosas innombrables que se habían arremolinado a su alrededor en el agua, que lo habían manoseado, acariciado y ayudado en su largo viaje. Podría no haberlo reconocido, pero sabía qué buscaba: Geri y yo nos habíamos dado cuenta de su ausencia cuando empaquetamos las cosas de mi madre para dejar la caravana.
Eso fue lo que Dina había oído en la radio, con mi voz girando a su alrededor, el día que asumí este caso. «Muerto, Broken Harbour, descubrió el cuerpo, el forense del Estado está en la escena del crimen». La posibilidad de que ocurriera algo como aquello nunca había cruzado por su mente; las reglas de la probabilidad y la lógica, los patrones nítidos de rayas continuas y ojos de gato que nos mantienen en la carretera cuando el clima es adverso no significan nada para Dina. El galimatías de su mente había saltado a los humeantes restos del naufragio, a los crujidos de una hoguera, y había acudido a mí.
Nunca nos contó qué sucedió aquella noche. Geri y yo habíamos intentado que lo hiciera un par de miles de veces, para pillarla con la guardia baja. Le preguntábamos cuando estaba adormilada frente a la tele o mirando las musarañas a través de la ventanilla del coche. Pero lo único que obteníamos por respuesta era un simple y llano «Tuve pesadillas», y sus ojos azules desviándose rápidamente hacia la nada.
Cuando tenía trece o catorce años empezamos a darnos cuenta, poco a poco y sin que ello nos sorprendiera realmente, de que algo fallaba. Había noches en que se sentaba en mi cama o en la de Geri y hablaba a toda velocidad hasta el amanecer, acelerada y frenética sobre algo que apenas podíamos traducir, enojada con nosotros por no ser capaces de entenderla; días en los que llamaban de la escuela para decir que tenía la mirada fija, vidriosa, aterrorizada, como si sus compañeros de clase y sus profesores se hubieran transformado en formas sin sentido que gesticulaban y parloteaban; o los caminillos de uñas marcadas que le formaban costra en los brazos. Yo siempre había sabido que aquella noche algo había corroído en el fondo de la mente de Dina. ¿Cuál, si no, podría ser la causa?
«No existe un porqué». Aquel aturdimiento volvió a apoderarse de mí. Pensé en globos desamarrados y elevándose en el cielo, estallando en el delgado aire por la presión de su propia ingravidez.
Oí el ir y venir de pasos por el pasillo, pero ninguno de ellos se detuvo en mi puerta. Geri llamó en dos ocasiones; no respondí. Cuando fui capaz de ponerme en pie, cubrí la alfombra con papel de cocina hasta absorber todo el vino posible. Esparcí sal sobre la mancha y dejé que surtiera efecto. Vertí el resto del vino por el fregadero, tiré la botella a la papelera de reciclaje y lavé las copas. Luego busqué una cinta de celo y un par de tijeras de manicura, me senté en el suelo del salón y me dediqué a pegar las páginas que Dina había arrancado de los libros, recortando la cinta a ras del papel, hasta que el montón de libros destrozados se convirtió en una pila ordenada de remiendos y pude empezar a colocarlos de nuevo en las estanterías, en orden alfabético.