Capítulo 16
27 de Mirtul, Año de la Magia Desatada
Al oeste se estaba poniendo el sol, pintando con su furia anaranjada una herrumbrosa espada de lado a lado en el cielo cada vez más oscuro y dando una fiera tonalidad cobriza a las escarpadas Tierras de Piedra. Detrás de los árboles solitarios y los distantes monolitos, las formas se iban alargando, estirando sus extremos puntiagudos a través de las tierras de pastoreo hacia la ciudad de Tilverton. Al norte, la oscuridad púrpura ya cubría las montañas de La Boca del Desierto. Al sur, un lago de tenebrosidad liminar se extendía desde el pie de los Picos de las Tormentas. El ataque podía llegar desde cualquier dirección o de todas al mismo tiempo, y sin más preaviso que el tiempo que necesita una sombra para recorrer la planicie. O tal vez no se produjera, aunque Galaeron no era tan tonto como para pensar en esa posibilidad.
Junto con Vangerdahast, Alusair, la regente Alasalynn Rowanmantle, y más asistentes de lo que resultaba prudente, Galaeron se encontraba en lo alto de la torre de una muralla sin terminar en el Distrito del Otero de la Ciudad Vieja, de pie sobre un improvisado andamiaje que crujía cada vez que alguien se movía para escudriñar la oscuridad en busca del primer atisbo del enemigo. La atención de Vangerdahast estaba fija en el sur, ya que ése era el único lado de la ciudad que no tenía puerta y estaba convencido de que los shadovar querrían tiempo para organizar sus filas antes de que empezara la batalla. La mayor parte de los ayudantes creía que vendría desde las estribaciones de La Boca del Desierto ya que era el camino más corto hacia el Anauroch y uno de los más protegidos. Alusair mantenía la vista y las flechas de sus arqueros fijas en el cielo, ya que estaba preocupada por las descripciones de los jinetes de los veserabs y por la alianza de los shadovar con Malygris y sus dragones azules. Galaeron no sabía qué esperar, pero estaba seguro de que hicieran lo que hiciesen los shadovar, sería tan inesperado como devastador.
Hubo cierto traqueteo debajo al poner en marcha las compañías de la guardia de la base de la torre el procedimiento de admisión de un emisario. Por fin, un heraldo pidió autorización para enviar arriba a uno de los magos de Vangerdahast, y hubo un murmullo de sorpresa en lo alto de la torre cuando los asistentes más próximos a la escalera vieron de quién se trataba. Al mirar hacia abajo, Galaeron vio a una mujer esbelta con una capa roja que subía por la larga escalera. Su pelo rojo y sus ojos dorados hicieron que incluso él la reconociera como la asistente favorita, y según algunos la amante, de Vangerdahast, Caladnei.
El viejo mago se aproximó a la escalera y, al acercarse ella a la cima, extendió una mano.
—Ya era hora, querida mía —dijo, ayudándola a subir al andamio—. ¿Qué noticias traes?
—Buenas noticias. —Se volvió y saludó con una reverencia a Alusair antes de presentarle directamente a ella su informe—. Ruha ha encontrado la ciudad voladora, y da la impresión de que está escasamente defendida.
—¿Dónde se encuentra? —preguntó Vangerdahast—. ¿Sobre el nuevo lago?
Caladnei hizo un gesto afirmativo.
—Flotando por encima del lado norte. Tienen agua dulce y un campamento defendible. Hhormun está preparando en estos momentos un círculo translocacional.
Alusair se quedó pensando en el informe un momento.
—Hay una razón para que la ciudad no esté bien defendida —dijo por fin.
Vangerdahast asintió.
—O bien Galaeron está en lo cierto y están preparando un ataque…
—O quieren hacernos caer en una trampa —completó Alusair. Se volvió hacia Galaeron—. ¿Qué crees?
—Los shadovar son guerreros astutos —dijo—, pero los phaerimm son sus enemigos más antiguos. Telamont Tanthul sólo se arriesgaría a liberarlos si se dejara guiar por su ira.
—A menos que eso sea lo que quiere hacernos creer —apuntó Alusair—. Tal vez Telamont confía en que puede derrotarnos rápidamente y hacer volver su ejército a los Sharaedim a tiempo para mantener a raya a los phaerimm.
—En cuyo caso, no puede dejar que nosotros marquemos el ritmo —concluyó Vangerdahast—. Sea como sea, es indudable que va a atacarnos. Todo apunta a eso.
Caladnei inclinó la cabeza ante el viejo mago.
—Enviaré un mensaje a Hhormun para que se ahorre su conjuro.
Alusair alzó una mano indicándole que esperara.
—Espera un momento. —Se mordió el labio mientras pensaba y después se volvió hacia Vangerdahast con una media sonrisa—. ¿Y si pudiéramos ganarles por la mano?
—¿Ganarles por la mano? —Galaeron enarcó las cejas—. Si no calculas bien, podrías perder Tilverton.
—Cierto —dijo Alusair sin perder su entusiasmo—, pero Cormyr tiene muchas ciudades, mientras que los shadovar tienen sólo una.
Alasalynn Rowanmantle dio un sonoro respingo.
—¿Sacrificarías Tilverton?
—No, pero seguramente la apostaría —afirmó Alusair sin sonreír—. ¿Tenéis un plan de evacuación?
La cara de por sí pálida de Alasalynn se volvió todavía más blanca.
—Lo activaré.
Pasó el pulgar por el anillo que llevaba en el dedo corazón y desapareció en un crepitar de magia.
Vangerdahast frunció su poblado entrecejo y estaba a punto de decir algo cuando vio la mirada de advertencia de Alusair y se limitó a carraspear.
Alusair sonrió.
—Vangey, podrías…
—Por supuesto, princesa. —Demasiado entrado en carnes e inestable, Vangerdahast se limitó a colocarse al borde del andamio y buscó abajo un lugar seguro—. Ahora mismo voy a preparar el artilugio de transporte.
Galaeron frunció el entrecejo pero se mordió la lengua para no preguntar qué era el «artilugio». Su partida de Arabel se había retrasado casi un día y medio para dar a Vangerdahast y a los magos de guerra tiempo de «prepararse». Galaeron había supuesto que estaban reuniendo artículos mágicos y memorizando conjuros, pero se dio cuenta de que no era así cuando los magos salieron de su gabinete arrastrando una enorme carreta cubierta con una tienda negra de lienzo. El mago había hecho caso omiso de las repetidas preguntas de Galaeron sobre la cosa y se había limitado a decir que demostraría de una vez por todas que el Tejido era más poderoso que el Tejido de Sombra.
Al ver que Galaeron no hacía el menor intento de acercarse a la escalera ni a él, Vangerdahast lo cogió por el brazo.
—Ven conmigo, muchacho. —Lo arrastró fuera del andamio y ambos flotaron por el interior hueco de la torre inacabada—. Seguro que querrás ver esto.
Al llegar abajo se reunieron con Aris y el cuerpo de guardaespaldas de Vangerdahast y se fueron abriendo camino por el otero, pasando una tras otra por delante de las compañías que se preparaban para una marcha corta hasta el círculo translocacional. Los oficiales no perdían tiempo en arengas ni en palabras de aliento. Todos sabían que los shadovar eran un enemigo extraño y poderoso, y los comandantes más prudentes habían rogado por que el mero hecho de la Alianza de las Tierras Centrales moviera a los príncipes a reconsiderar el derretimiento del Hielo Alto. El hecho de que hubieran llegado instrucciones de que la Alianza se preparase para una marcha nocturna hacía que se abandonara cualquier esperanza de acabar aquello sin luchar.
En la base de la colina, donde las mansiones del Distrito del Otero dejaban paso a las tiendas y tabernas que poblaban el resto de la Ciudad Vieja, Vangerdahast pasó por la puerta del Descanso del Viento, donde había instalado el cuartel general de los magos de guerra. En lugar de entrar en la confortable posada, pasó por delante de una tropa mixta de magos de guerra y Dragones Púrpura en dirección a la cuadra.
Allí estaba el «artilugio» en la carreta y tapado con el lienzo. A través de las rendijas del vehículo se filtraba una luz dorada que iluminaba el suelo de la cuadra. La luz era increíblemente brillante, aunque no parecía quemar los ojos ni de Vangerdahast ni de los guardias del modo que hacía con los de Galaeron, que tuvo que protegerse la cara y hasta empezó a arderle la palma de la mano.
Vangerdahast sonrió satisfecho al ver la reacción de Galaeron, y sacó de su bolsillo un anillo que llevaba una representación bastante burda del Dragón Púrpura de Cormyr.
—Perdona que la factura no sea muy buena —dijo el mago real pasándoselo a Galaeron—, pero no hubo mucho tiempo. Póntelo.
Galaeron se puso el anillo e inmediatamente se sintió mejor. También vio que la luz no era ni con mucho tan brillante como le había parecido y que apenas lucía a través de las rendijas.
—Interesante —dijo—. ¿Cómo funciona?
—Te lo explicaré en el círculo —respondió Vangerdahast. Se volvió hacia las puertas principales, donde Aris estaba agachado a cuatro patas tratando de ver lo que había dentro del establo—. Te agradecería que tiraras de la carreta. La magia translocacional suele producir pánico a los caballos de tiro.
—Será un placer.
El gigante metió un brazo por la puerta y sujetó el tirante. En ese momento sonó un grito de alarma en el patio, detrás de él, y se detuvo para mirar por encima del hombro.
—¡Que los huesos de piedra nos protejan! —gritó Aris.
Galaeron se dirigió a la puerta y vio a una compañía de formas oscuras que se desprendían de las sombras, lanzando dardos de vidrio negro y rayos de magia de sombras sobre las atónitas compañías de guardias.
Aris dio un grito cuando un rayo oscuro le atravesó el antebrazo, y trató de coger con la misma mano a su atacante. Antes de que el gigante pudiera cerrar la mano, el shadovar volvió a transformarse en sombra y desapareció. Después volvió a emerger detrás de él y le atravesó el muslo con otro rayo.
Aris volvió a gritar y giró como una centella. Galaeron vio a un trío de shadovar que aparecía junto a la puerta y no pudo prestar más atención al gigante. Sacó la espada, y tras esperar a que los guerreros empezaran a adoptar una apariencia de solidez, decapitó al primero de ellos. El cuerpo simplemente se retrajo otra vez hacia la sombra, pero los compañeros del muerto se volvieron hacia Galaeron levantando las manos para lanzar conjuros de sombra.
Galaeron se retiró hacia el fondo del establo.
—¡Avisa a la princesa! —gritó—. ¡Me han encontrado!
—Han encontrado mi artilugio —se lamentó Vangerdahast espiando entre las piernas de Aris, que no paraban de moverse—, pero ¿cómo? ¡Esta ciudad cuenta con protección mágica!
Sus guardaespaldas empezaban a contraatacar con rayos relampagueantes, virotes de ballesta y rayos de magia pura, lo cual decepcionó a Galaeron. Incluso después de que Galaeron le contara cómo habían abierto una brecha en la Muralla de los Sharn, Vangerdahast había hecho caso omiso de su sugerencia de que los magos de guerra eliminaran todos los conjuros de magia pura de sus listas de batalla.
—Ya te dije que esas protecciones eran inútiles —dijo Galaeron—, como están a punto de demostrar los shadovar.
Las sombras del interior del edificio empezaron a ondularse a medida que iban llegando más guerreros shadovar. Galaeron dio unos golpecitos en el hombro a Vangerdahast y el mago miró por encima del hombro al bosque de siluetas que surgían detrás de ellos.
—Estos shadovar son unas criaturas molestas, ¿verdad? —dijo el mago real.
Vangerdahast señaló a su artilugio e hizo un movimiento hacia arriba. El lienzo se retiró y dejó al descubierto un globo de luz viva en cuyo exterior llevaba grabados cientos de glifos negros similares a las protecciones que Galaeron había visto dos días antes. Los glifos se desplazaban sobre la superficie como si surcaran las aguas de un estanque y proyectaban sombras oscuras de sí mismos en el interior de la cuadra. Cuando una de las siluetas caía sobre un guerrero shadovar, el glifo correspondiente dejaba de moverse y fijaba su sombra firmemente en el centro del pecho de su objetivo.
El shadovar gemía y trataba de desasirse o de volver a las sombras. Era difícil saber qué sucedía a los que se retiraban a la linde, pero los otros se debatían y gritaban mientras sus glifos se movían de un lado a otro del orbe para mantener el emblema oscuro fijado sobre su torso. Un segundo después, el símbolo estallaba en llamas doradas y se transformaban en un humo negro como el hollín.
Galaeron se dio cuenta de que, a pesar del anillo que le había dado Vangerdahast, estaba empezando a sentir un calor incómodo y se refugió detrás de la enorme figura del mago.
—Impresionante —dijo echando una mirada atrás, temeroso de que los que se habían retirado a las sombras volvieran a aparecer a sus espaldas, pero vio que las sombras permanecían tan quietas como deben hacerlo las sombras—. La utilización de una sombra para proyectar el símbolo —explicó—, impide que escapen hacia la linde.
Vangerdahast estaba henchido de orgullo.
—Imagina lo que hubiera podido aprender si me hubieras hecho una demostración de la magia de sombras. —El mago se dirigió a la parte delantera de la carreta y cogió el varal—. Ayúdame a sacar esto donde pueda hacer algo de provecho.
Galaeron fue al otro lado y empezó a empujar. La carreta era increíblemente pesada, como si el globo que transportaba estuviera hecho de metal dorado y no de luz dorada.
—¡Por los rayos de Corellon! —dijo—. ¿No sería más rápido usar la magia?
—Es una locura confiar en la magia para cosas que podemos hacer mejor con nuestra fuerza —repuso Vangerdahast, mirándolo con expresión ceñuda desde el otro lado del tirante—. Eso me enseñó una mujer sabia.
—Lo que quieres decir es que vas a necesitar tus conjuros de telequinesis más tarde —interpretó Galaeron.
—Exacto. —Vangerdahast se inclinó sobre el tirante—. Ahora, usa tu fuerza.
Galaeron afirmó bien los pies e hizo lo que le mandaba el mago. El esfuerzo estuvo a punto de hacerle romper su promesa de no usar la magia de sombras. El suelo estaba resbaladizo por el polvo y había una leve pendiente en el umbral, y la lucha que se desarrollaba en el patio había empezado a adquirir tintes dramáticos. Había dos o tres capas de cuerpos de Dragones Púrpuras en el suelo, y los magos de guerra de Vangerdahast tenían que combatir espalda con espalda para evitar que los atacantes shadovar se deslizaran entre las sombras para atacarlos por detrás. Pero además, los shadovar eran mucho más hábiles en el uso de sus defensas para interceptar los conjuros de sombra, y más de una docena de magos de batalla del reino yacían ya entre los dragones caídos.
Aris iba de un lado a otro como un bailarín de fuego borracho, sangrando por múltiples heridas, tratando alternativamente de derribar a los enemigos a puñetazos o de arrojarlos de un puntapié por encima del tejado de la posada.
—¡Aris! —gritó Galaeron—. ¡Ven a ayudarnos!
El gigante atravesó el campo de batalla de una zancada, dispersando a tres guerreros de las sombras con un movimiento de su enorme pie. Puso una rodilla en tierra y tiró de la carreta con tal rapidez que Galaeron y Vangerdahast tuvieron que saltar a un lado para no ser aplastados por las ruedas. Las siluetas de los glifos del viejo mago estuvieron danzando sobre las paredes circundantes por espacio de medio segundo hasta que se fijaron en sus objetivos. Los gritos ahogados de los angustiados shadovar llenaron el aire. Luego, un matorral de doradas llamaradas cobró vida extendiéndose por todo el patio y los atacantes se desvanecieron con tanta rapidez como habían aparecido.
Galaeron se puso de rodillas y encontró a Vangerdahast tendido contra la otra jamba de la puerta, jadeando y con un rictus de dolor en la cara. La mente de Galaeron sacó inmediatamente la peor de las conclusiones posibles.
—¿Vangerdahast? —Atravesó el hueco de la puerta y apoyó al pesado mago sobre su regazo, tarea nada fácil—. ¿Estás herido?
—No…, es sólo que… me estoy haciendo viejo —gruñó el anciano mago. Se frotó un hombro y apartó la vista de Galaeron para mirar a uno de sus ayudantes que había venido corriendo—. ¿Hubo muchas bajas?
—Hemos perdido a trece magos de guerra y a la mayor parte de tus dragones. —El asistente usó sus dos manos para poner a Vangerdahast de pie y después mostró una amplia sonrisa—. Pero tú tenías razón sobre esos mosaicos de guerra, mi señor. Atrajeron a los shadovar a través de la sombra como tú…
—Sí, bueno, no hay tiempo para felicitarnos —gruñó Vangerdahast mirando de reojo a Galaeron—. Acabemos esto.
Frotó su anillo de sello y después miró hacia el cielo.
—Alusair —dijo—. Ha llegado el momento. ¿Estás en posición?
El mago guardó silencio un momento, después asintió y volvió la vista a su asistente.
—El ataque abarca toda la ciudad. No les dejéis ningún lugar donde esconderse. Derribad cualquier edificio en el que entren, si es necesario.
—Transmitiré la consigna. —El asistente hizo una inclinación de cabeza y se volvió para formular un conjuro.
A los ojos de Vangerdahast asomó una expresión de cansancio. Indicó a Galaeron que lo siguiera y, arrastrando los pies, se dirigió a donde estaba Aris con el globo de luz. Al ver que la batalla había agotado más al mago de lo que éste estaba dispuesto a admitir, Galaeron le ofreció su mano para que se apoyara… y no la rechazó.
—¿Tú planeaste esto? —preguntó el elfo—. ¿Escogiste una de tus propias ciudades como campo dé batalla?
—Por supuesto no dejamos que nos tomaran por sorpresa, si eso es lo que estás pensando —le soltó Vangerdahast—. Cormyr ha combatido en muchas guerras… y las ha ganado todas.
—Si te he subestimado, te pido que me perdones —se disculpó Galaeron—, pero todo eso que dijiste en la torre de la muralla…
—Para los espías —dijo Vangerdahast—. Los shadovar tienen espías, y tú lo sabes.
—Lo sé —afirmó Galaeron—. Pensé que no me escuchabas.
Vangerdahast fijó en Galaeron sus ojos legañosos.
—¿Y quién dice que lo hiciera?
Galaeron estaba demasiado sorprendido para reírse. Aunque la evacuación de Tilverton ya estaba en marcha, había visto con sus propios ojos que aquella tarde todavía quedaban cientos de mujeres y niños en la ciudad, y el plan de los cormyrianos significaba un riesgo para todos ellos. Se preguntó qué precio habrían tenido que pagar por las lecciones sacadas de su última guerra contra el dragón Nalavarauthatoryl. ¿Se habrían vuelto tan fríos como para sacrificar a sabiendas a tantos con miras a obtener una victoria rápida y salvar… a otros cuántos? Tal vez eso fuera lo que se necesitaba para vencer a los shadovar y, lo que era más importante, a los phaerimm.
Llegaron a la carreta y el mago se detuvo junto a la rodilla de Aris.
—No te alejes —dijo Vangerdahast—. Es posible que necesite de tu talento.
Sin aguardar una respuesta, Vangerdahast formuló un rápido conjuro y elevó la mano hacia el cielo. El orbe dorado salió despedido por el aire, inmovilizándose sus glifos al encontrar a sus primeros objetivos. Durante un momento, el fragor de la batalla fuera del patio se mantuvo, pero luego, lentamente, fue cambiando el tono al empezar a cobrarse sus víctimas las siluetas de los símbolos. El mago ladeó la cabeza como si escuchara una voz distante, después desplazó la mano unos centímetros y la esfera dorada hizo lo propio unos cientos de metros por el cielo.
—Vamos, necesitamos una posición estratégica desde donde tener una visión panorámica.
Vangerdahast puso una mano sobre cada uno de ellos, dijo una palabra mágica y los transportó a través del cuadrado oscuro de una puerta mágica.
Hubo un instante intemporal de caída y luego Galaeron se encontró envuelto en una brillante luz dorada, sintiéndose muy acalorado y mareado y oyendo el ruido de una batalla muy lejos.
—No os preocupéis de que puedan vernos —dijo una voz familiar—. He formulado un par de conjuros que nos mantendrán ocultos.
Galaeron se recuperó de su aturdimiento lo suficiente como para recordar que se encontraba en algún lugar en medio de la batalla de Tilverton.
Vangerdahast lo estaba sacudiendo por el brazo y señalando al suelo.
—¿Qué es lo que está haciendo?
Galaeron miró hacia abajo, muy pero que muy abajo, y se mareó tanto que tardó un momento en descubrir qué era lo que el mago estaba señalando. Era una figura oscura situada a más de cien pasos de la torre desde donde estaban observando la encarnizada batalla. Apenas visible bajo el toldo que cubría el patio de una taberna, la figura describía pequeños círculos con los brazos extendidos, aparentemente invocando la niebla negra que se elevaba de entre las juntas de las piedras del suelo sobre el que se encontraba y se extendía hacia la Ciudad Vieja, sembrando gran confusión entre las compañías de guerreros de la Alianza que corrían por las calles haciendo salir a los shadovar de los lugares donde se habían escondido.
—Es difícil saberlo sin ver cómo formula el conjuro —dijo Galaeron—, pero parece ser que está invocando a la sustanciasombra.
Vangerdahast alzó las cejas.
—¿Sustanciasombra? ¿Te refieres a la pura…?
—¡Y yo qué sé! —Galaeron tuvo un funesto presentimiento—. Los glifos…
—No, los glifos no, ni sus siluetas —dijo Vangerdahast—, pero la propia esfera sí es de magia pura.
—¿Y la luz? —preguntó Galaeron.
Vangerdahast se encogió de hombros.
—En sí misma no, pero nace de la magia pura.
—Con eso basta —dijo Aris. Estaba de rodillas al otro lado de Vangerdahast, con los codos apoyados en las almenas de piedra de la torre para no cargar todo su peso sobre el techo—. Ya hay una perturbación.
Señaló una calle que estaba a la vuelta de la esquina de donde se encontraba el shadovar, donde la negra niebla salía arrolladora de la sombra del edificio hacia la calle iluminada por la esfera y se arremolinaba en torno a las pantorrillas de una compañía de mercenarios sembianos que habían estado tratando de acercarse sigilosamente al objeto de su atención. Aunque el fragor de la batalla era demasiado intenso como para oír sus gritos, la forma en que retorcían los brazos y las contorsiones de sus cuerpos no dejaban lugar a dudas sobre el dolor que sentían.
Bajo la mirada atenta de Galaeron y de los demás, los guerreros quedaron enterrados hasta media pierna en la niebla y a continuación cayeron hacia adelante y desaparecieron totalmente. Un momento después, la luz de la esfera de Vangerdahast transformó en cenizas la propia sustanciasombra. Cayó al suelo, cubriendo la calle como una mancha negra desprovista de forma y de textura… Ni siquiera tenía un aspecto sustancial.
Vangerdahast apuntó hacia la sombra y formuló lo que Galaeron reconoció como un conjuro de disipación de la magia. La sustanciasombra siguió brotando del escondite del shadovar, flotando por encima de la mancha hasta tropezar con la base de la mansión del otro lado de la calle iluminada por la esfera. La piedra se desintegró de la misma forma que lo habían hecho las piernas de los mercenarios sembianos, y el propio edificio se desplomó y fue engullido por la tenebrosa oscuridad que momentos antes había sido una calle empedrada.
Desapareció sin levantar ni una nube de polvo.
Un edificio del otro lado del shadovar que estaba formulando el conjuro se vino abajo, y a continuación una compañía de Dragones Púrpuras apareció corriendo por la calle con una oleada de sustanciasombra pegada a los talones. Daba la impresión de que corrían lo bastante rápido como para ponerse a salvo, hasta que la última fila levantó los brazos y cayó al suelo, haciendo caer a los que iban delante, y así sucesivamente hasta que la compañía entera desapareció.
Los árboles y los edificios empezaron a desvanecerse en un círculo cada vez más amplio de sustanciasombra, creando primero una filigrana de senderos de ausencia de materia por los que la niebla negra se iba abriendo camino hacia el interior de las zonas iluminadas por la esfera, y transformándose después gradualmente en un disco sólido de tinieblas al quedar expuestas las áreas adyacentes a la luz dorada. En el perímetro del círculo, la lucha se intensificaba salvajemente al combatir los shadovar y los guerreros de la Alianza por el control de las vías de escape, llenando el cielo brumoso de rayos de luz relampagueante y de rayos sibilantes de oscuridad. Sólo el patio donde se encontraba el invocador de la niebla permanecía intacto, dejando ver una enorme figura de astado yelmo que seguía moviendo los brazos para acumular más sustanciasombra en las calles.
Galaeron asió el brazo de Vangerdahast.
—Estás destruyendo la ciudad —dijo—. Anula tu conjuro o trasládalo al menos a la llanura.
—¿Y dejar que los shadovar acaben con nuestro ejército? —respondió Vangerdahast con un resoplido—. Es mejor perder una ciudad que perder un reino.
Galaeron echó una mirada al conjunto de la ciudad arrasada y pensó en todos los guerreros muertos, en todos los inocentes que perecerían si la niebla de sombra seguía extendiéndose. Vangerdahast había tratado de disiparla y había fracasado.
Claro que Vangerdahast no podía usar el Tejido de Sombra, cosa que él podía hacer. ¿Qué clase de persona volvería la espalda a la muerte de tantas otras, aun cuando eso significara el regreso de su ser sombra? Galaeron ya se había recuperado de ello una vez, y teniendo de su lado a Aris y a Vangerdahast y a todo el reino de Cormyr indudablemente podría conseguirlo de nuevo. Y aunque no pudiera. ¿Qué estaba sacrificando? ¿Su vida? Cientos de personas ya lo habían hecho antes que él.
Galaeron respiró hondo, después levantó las manos y empezó a abrirse a la Red de Sombra… y se encontró con la enorme mano de Aris que de un tirón lo sacaba del tejado.
—Galaeron, estás olvidando tu promesa.
—No la he olvidado —dijo el elfo—, pero no puedo permitir que miles de personas mueran sin hacer nada.
—Eso es lo que quiere hacerte creer tu sombra —replicó el gigante—, pero tú eres demasiado listo como para pensar que puedes disipar la magia de alguien como el príncipe Rivalen.
—¿Ése es Rivalen? —balbució Vangerdahast.
Aris asintió.
—Reconocería esa cara en cualquier parte. ¿No puedes ver sus ojos dorados?
Galaeron estaba decidido.
—Tengo que intentarlo —dijo—. Si hay una posibilidad de que pueda salvar a Tilverton…
—No la hay, y tú lo sabes —replicó Aris—, pero tú mismo tienes que tomar la decisión, de lo contrario, tu sombra habrá ganado.
Volvió a poner a Galaeron sobre el tejado, al lado de Vangerdahast. El elfo vio cómo otra mansión se disolvía en la nada, y a continuación la llamarada dorada de una docena de guerreros shadovar que se transformaban en ceniza bajo la luz del sol artificial de los magos de guerra.
Vangerdahast echó una mirada a la calle que tenían debajo.
—La niebla viene hacia aquí —señaló—. Nuestra torre no tardará en desaparecer.
Galaeron empezó a alzar los brazos y sintió un remordimiento enorme, y supo que no podría soportar la idea de haber dejado morir a tanta gente.
—Tengo que intentarlo.
—No es cierto. —Esta vez fue Vangerdahast quien le obligó a bajar los brazos. No puedes enfrentarte a Rivalen y ambos lo sabemos.
—Pero…
—Hay otras posibilidades —sugirió Vangerdahast. En la expresión del mago había una emoción desacostumbrada, de tristeza y de pesar, casi de compasión—. Si vas a echar tu vida por la borda, al menos hazlo con cordura.
Puso la mano de Galaeron sobre su espada, luego le indicó que esperara y elevó la vista al cielo.
—Caladnei, te necesito. Estamos en la torre del…
Vangerdahast no había acabado de hablar cuando el aire se alborotó con la llegada de la maga.
—¿Cómo has tardado tanto, querida? —dijo Vangerdahast con sorna. Mientras la maga trataba de recuperarse de su aturdimiento, él le puso la mano sobre la rodilla de Aris—. Llévate al gigante e id a ver a Alusair. Si esa niebla de sombra no deja de extenderse en unos minutos, tocad retirada y telepórtate a un lugar seguro junto con la princesa y todos los que puedas salvar.
Caladnei seguía teniendo los ojos en blanco.
—¿Niebla? ¿Retirada?
—Yo lo entiendo —dijo Aris poniendo una pesada mano sobre los hombros de Galaeron—. Hasta que las espadas se alejen, amigo mío. Buena suerte.
—¿Buena suerte? —preguntó Galaeron—. ¿Qué estoy haciendo?
—Eso lo decidiremos después —respondió Vangerdahast cogiéndolo por el brazo—. Tú limítate a tener la espada preparada y a empezar a usarla cuando lleguemos allí.
El mago pronunció una palabra mística y Galaeron volvió a sentir la caída intemporal de la magia translocacional. Casi empezaba a acostumbrarse a la sensación, pero eso no evitó el aturdimiento cuando su estómago por fin volvió a estar en el lugar acostumbrado. El suelo en el que se apoyaba era inestable y poco firme, casi como si estuviera de pie sobre una blanda cama humana y no en el pavimento de una calle.
¡Corta!
La voz de Vangerdahast sonó en su cabeza. Sintió que el suelo se balanceaba bajo sus pies al apartarse el mago cojeando. Recordó vagamente que estaban en una especie de batalla y que la última instrucción que le había dado antes de la teleportación era empezar a cortar, de modo que hundió la espada en la blandura que había bajo sus botas y empezó a…
Oyó el sonido de un desgarrón entre sus pies y se dio cuenta de que el estómago le daba un vuelco otra vez, esta vez era normal ya que se precipitó a través de un toldo de lienzo. Algo punzante le atravesó la cota de malla a la altura de la pierna y se le clavó en el muslo, produciendo un dolor lacerante que le recorrió todo el cuerpo. Quedó suspendido un momento por encima del toldo hasta que aquello sobre lo que había aterrizado se partió y cayó, de golpe, sobre una mesa de madera.
Una voz áspera lanzó un grito de agonía. La punta aguzada que se le había clavado en la pierna se soltó. Galaeron cayó de la mesa sobre una dura superficie de piedra, entonces se puso de rodillas y se encontró mirando por encima de la mesa a la figura de un enorme shadovar que sostenía un yelmo astado en las manos.
—¡Elfo! —dijo Rivalen, arrojando el yelmo a un lado—. Ya había pensado que tendríamos que buscarte en Suzail a estas alturas.
—Pues aquí estoy. —Galaeron se puso de pie protegido por la mesa de piedra mientras echaba una mirada al ancho haz de luz de la esfera que los separaba tratando de dar una imagen de confianza—. Sólo tienes que venir y cogerme.
Rivalen miró furtivamente el desgarrón del toldo.
—Sí, estoy seguro de que eso te gustaría. —Sonrió y a continuación miró por encima de los hombros de Galaeron—. Creo que haré que se encarguen de ti mis guardias. ¡Cogedlo!
Desanimado por el súbito clamor que surgió en el perímetro del patio, Galaeron saltó por encima de la mesa introduciéndose en el haz de luz de la esfera y aterrizando entre el príncipe y su guardia personal. Por supuesto que había guardias.
Siempre había guardias.
Mientras se preguntaba qué era lo que entretenía a Vangerdahast tanto tiempo, Galaeron echó una mirada hacia el toldo desgarrado. Tenía la posibilidad de dar un salto hasta el toldo y ponerse a salvo…, pero con una pierna herida era dudoso que lo consiguiera.
—¡No lo dejéis escapar! —ordenó Rivalen, empezando a acercarse por su lado, aparentemente ignorante de que Galaeron había traído compañía. Al menos hasta ahí estaba funcionando el plan de Vangerdahast—. Cogedlo ahora.
Los guardias que venían corriendo desde el otro lado del patio empezaron a derribar mesas y sillas. Galaeron saltó todo lo alto que pudo y se asió al borde desgarrado del toldo.
El lienzo, ya debilitado por el primer corte, se rasgó a lo largo. Más shadovar de los que Galaeron podía contar de una mirada aullaban angustiados cuando los alcanzaba la luz del orbe y los enfocaba con la silueta de un glifo letal. Los que estaban más próximos a las paredes de la taberna se volvían y buscaban la sombra, y sus cuerpos estallaban en llamaradas doradas mientras se tiraban por las ventanas, prendiendo fuego a las mesas y sillas de madera al morir.
Galaeron dio un salto hacia la luz del sol y se puso en guardia blandiendo la espada. ¿Dónde diablos estaría Vangerdahast? Rivalen se detuvo a una distancia segura bajo el trozo de toldo que quedaba, con los ojos dorados casi blancos de furia.
—Ya basta, traidor. Depondrás tu espada y vendrás hacia mí. —Señaló con el dedo el otro extremo del patio que quedaba detrás de Galaeron y pronunció una orden, luego continuó—. O perecerás junto con tus amigos.
Galaeron miró por encima del hombro y vio una voluta de sustanciasombra que se elevaba en un rincón del patio todavía protegido por un trozo colgante del toldo roto. Lentamente se iba extendiendo por las piedras del suelo hacia él, arrastrando sin parar su marea de olvido. Volvió a mirar al príncipe.
—No te vas a atrever —dijo Galaeron, tratando de hablar con tono confiado—. El Supremo…
Sus palabras se vieron interrumpidas por el súbito estallido del pecho de Rivalen. Galaeron se apartó de un salto para evitar que lo alcanzaran las chispas residuales del mortífero rayo color púrpura, y al volverse vio que el cuerpo del príncipe se desplomaba mientras Vangerdahast estaba de pie detrás de él con las puntas de los dedos humeantes. Galaeron se puso a la sombra del toldo.
—Te tomaste tu tiempo —dijo.
—Estoy viejo —respondió Vangerdahast, y su voz era prueba de ello. Su mirada se mantenía fija en el extremo más alejado del patio, donde seguían saliendo volutas de sustanciasombra de la fisura que Rivalen había abierto en el plano de las sombras—. Pensé que eso cesaría con su muerte.
Galaeron frunció el entrecejo y al mirar al suelo descubrió que todo lo que quedaba de Rivalen era una gran columna negra y un corazón de ébano que latía en la caja rota formada por las negras costillas. Horrorizado, comprobó que se estaba volviendo de espaldas y se levantaba en la dirección de Vangerdahast.
—Vangerdahast, cuidado con tu…
Los restos del príncipe, si eso es lo que eran, arremetieron contra el mago. Una profunda herida apareció en el cuello de Vangerdahast y por ella empezó a salir sangre a chorros. Vangerdahast gimió de dolor y cayó hacia atrás mientras en una de sus manos crepitaba el fuego y en la otra un rayo. Galaeron se lanzó al ataque descargando su espada contra la columna de ébano con fuerza suficiente como para derribar un árbol de buen tamaño.
Del hueso no se desprendió ni una astilla, aunque las costillas se desplazaron levemente mientras una rodilla invisible alcanzaba a Galaeron en el estómago. El elfo se dobló en dos y salió despedido hacia atrás. La espada salió volando de sus manos y él se quedó sin aire en los pulmones. Cayó un poco más allá de la sombra del toldo, a menos de una brazada del borde del olvido que seguía avanzando. Detrás de él, la pared del patio se derrumbó y desapareció en la oscuridad.
Vangerdahast extendió una mano y lanzó un rayo contra el oscuro corazón, que dejó de latir pero sólo mientras duró el rayo. Se abrió una brecha en la capa del mago y por su espalda salieron unas salpicaduras de sangre que dibujaron la forma de la hoja de una espada.
Vangerdahast lanzó un bramido, más de rabia que de dolor, y llenó la negra caja torácica de fuego mágico.
La cabeza de Vangerdahast cayó hacia un lado, los brazos inertes quedaron pegados al cuerpo, y Galaeron, que ya se incorporaba otra vez a la refriega con la daga preparada, dio un grito. Las costillas se volvieron a medias hacia él y por un momento los ojos dorados de Rivalen surgieron en el aire por encima de las vértebras del cuello.
Los brazos agotados de Vangerdahast se levantaron y se cerraron sobre el cuerpo esquelético al tiempo que pronunciaba una voz de mando familiar. Ambos se desvanecieron en una reverberación de magia de teleportación.
La voz áspera de Rivalen resonó angustiada sobre el patio iluminado por el orbe. Galaeron giró sobre sus talones a tiempo para ver al príncipe, o más bien las costillas y el corazón del príncipe, estallando en una llama dorada mientras Vangerdahast trataba de empujar aquella materia negra hacia la oscuridad tenebrosa que se arrastraba hacia ellos.
De un salto, Galaeron llegó al lugar y con los talones dio a Rivalen el empujón necesario para hacerle traspasar el borde. Las costillas y el corazón desaparecieron, ardiendo, y sumiéndose en la negra nada. Vangerdahast se lanzó tras ellos, girando repentinamente sobre su espalda, protegiéndose la cabeza con las mangas y precipitándose en las sombras. Galaeron aterrizó junto a él, mirando en la dirección equivocada, pero cogió al mago por el cinturón y girando sobre sí mismo liberó el puño de un tajo.
Vangerdahast dio un respingo de dolor y replegó la mano. Todo lo que quedaba de ella eran los dedos, el pulgar y un hilo de carne que la conectaba a la muñeca. El resto simplemente había desaparecido, como si se hubiera vuelto invisible o lo hubiera engullido el mordisco de alguna extraña criatura.
La pared adyacente de la taberna desapareció en el olvido, dejando en pie sólo la esquina donde se originaba la sustanciasombra. Galaeron tiró de Vangerdahast hacia la protección del toldo y empezó a rebuscar en los bolsillos del mago.
—¿Tienes alguna poción curativa? —preguntó Galaeron, apartando plumas y bolsitas llenas de limaduras de hierro.
Con los ojos hundidos y la piel tan gris como las nubes cuando presagian una nevada, el mago daba la impresión de estar ya muerto. Galaeron pudo ver por lo menos dos heridas que podían ser mortales, y sospechaba que había otras que ni siquiera podía imaginar.
—¿Hay alguna manera de que podamos pedir ayuda?
Vangerdahast puso los ojos en blanco y se desvaneció.
—¿Vangerdahast? —Galaeron aplicó el oído a la boca del mago y comprobó aliviado que respiraba muy levemente—. ¿Vangerdahast?
Al ver que el mago seguía sin responder, Galaeron restañó la herida lo mejor que pudo y a continuación se puso de pie sobre una mesa para pedir ayuda. No le sorprendió comprobar que la lucha ya había cesado, ya que una de las características de la magia cataclísmica es que pone fin rápidamente a las batallas, pero sí quedó atónito ante la magnitud de la destrucción. Gran parte de Tilverton, toda la Ciudad Vieja que se extendía por debajo de él y el resto de la ciudad hasta más allá del Paseo del Mar de Luna ya estaba bajo un manto de sustanciasombra, y la mancha seguía extendiéndose. La gran Torre del Consejo situada en el centro de la ciudad se estaba hundiendo en el olvido ante sus ojos, y podía oír a guerreros de ambos bandos llamándose en las oscuras calles que quedaban más allá, mucho más preocupados por salvar sus propias vidas que por cobrarse las de los demás. Galaeron no sabía si la regente Rowanmantle había conseguido evacuar al resto de los ciudadanos, pero interpretó la falta de voces de matronas y de llantos de niños como una buena señal, una de las pocas del día.
Al no ver allí posibilidad de encontrar ayuda, Galaeron saltó al suelo y se dirigió al lado del patio que daba contra la ladera. Allí la escena era poco más o menos la misma, salvo que la mayor parte de la sustanciasombra había corrido colina abajo, hacia la parte baja de la ciudad, salvando gran parte del Distrito del Otero, las ruinas del Palacio de Tilver y una extensa sección de la muralla.
Fue allí, en la cima de una de las torres sin terminar de la muralla, donde encontró la salvación. En lo alto de una de las agujas, a no más de doscientos pasos, estaba la figura sobresaliente de Aris, iluminada por la luz amarilla del orbe de Vangerdahast, protegiéndose la vista con una mano mientras escudriñaba la ciudad. Galaeron se acercó todo lo que pudo al borde de la protección del toldo y le hizo señas. Por un momento no obtuvo respuesta y empezó a temer que ni siquiera la aguda vista del gigante fuera capaz de verlo debajo del lienzo.
Cuando Aris señaló hacia él, Galaeron supo que estaban salvados. Esperó un par de segundos a que Aris le hiciera señas a su vez. Después bajó de la mesa para volver al lado de Vangerdahast y, cuál no sería su sorpresa, cuando encontró a Caladnei ya arrodillada a su lado, vertiendo una poción curativa por la garganta del mago, gota a gota.
Al acercarse Galaeron renqueando, ella lo miró con expresión furiosa.
—Cuando necesites ayuda, pídela. —Señaló con la barbilla el anillo que le había dado Vangerdahast—. Para eso sirve el dragón púrpura.
—En nombre de todos los dioses drow —estalló la Regente de Acero paseándose por la habitación delante de Galaeron—, ¿qué le has hecho a mi Mago Real?
Casi había amanecido y estaban acampados, ocultos para ser más exactos, con lo que quedaba de los ejércitos de las Tierras Centrales, a un kilómetro y medio de lo que había sido Tilverton. La sustanciasombra había consumido la ciudad casi por completo, extendiéndose bastante más allá de las murallas para engullir incluso los corrales de ganado y los campamentos de las caravanas que quedaban fuera de sus límites. Todo lo que quedaba de la ciudad era la muralla encima del Distrito del Otero y las deterioradas ruinas del Palacio de Tilver, que se recortaba ahora contra la luz en descenso del orbe mágico de Vangerdahast.
Alusair señaló con una mano la bola dorada.
—No quiere ver nada que no sea ese maldito globo y no deja de preguntar si hemos ganado. ¿Qué le digo? ¿Que ganamos porque tenemos más supervivientes que los shadovar? ¿O que hemos sido derrotados porque hemos perdido todo nuestro ejército? ¿Cómo voy a sacarlo de esto?
—Dile la verdad —sugirió Galaeron—. Dile que nadie ganó.
—Ésa no sería la verdad —dijo Aris.
Alusair se volvió hacia el gigante y, aunque tuvo que estirar el cuello para verle la cara, daba la impresión de estar mirándolo directamente a los ojos.
—¿Quieres decir que ganó Refugio? —preguntó—. Porque yo sé que nosotros no ganamos. No, si hemos perdido a Vangerdahast.
—Lo que digo es que ganaron los phaerimm —respondió el gigante—. Ellos siguen controlando Evereska y en poco tiempo más serán libres.
El rostro furioso de Alusair adoptó una expresión absolutamente tempestuosa.
—Gracias por hacer que una pérdida insufrible parezca todavía peor. —Giró para encararse a Galaeron—. Esto es culpa tuya, elfo. Si Vangerdahast hubiera tenido un conocimiento más cabal de la magia de sombras…
—Habría hecho exactamente lo mismo, majestad —dijo Caladnei asumiendo la defensa de Galaeron—. Puedes pedir a un guerrero que entregue su vida, pero no su alma.
—Los elfos no tienen alma —le espetó Alusair—, pero ya entiendo lo que quieres decir. —Miró de reojo a Galaeron—. Eso es lo más parecido a una disculpa que vas o oír jamás, elfo.
—Y más de lo que necesito —respondió Galaeron—. Todo lo que pido es que me dejes ayudarte cuando ataques.
—¿Pensando todavía en Vala? —preguntó Alusair.
—Siempre —respondió Galaeron con un gesto afirmativo.
Lo cierto es que desde la huida de Tilverton no había podido pensar en otra cosa que no fuera lo que Vangerdahast había matado, y se preguntaba si Escanor sería algo similar mientras imaginaba lo que Vala debía de estar sufriendo al servir a algo así. Por grande que fuera su dolor, por grande que fuera su humillación, él tenía la culpa. Había permitido que su ser sombra la apartara de él y había sido por su debilidad, por esa debilidad, que ella había sido hecha prisionera en el palacio de Escanor.
—Tengo muchas culpas que pagar —añadió Galaeron.
La expresión de Alusair se volvió casi fraternal.
—Todos las tenemos, Galaeron. —Se acercó a él y le apretó el brazo antes de volver la vista hacia Tilverton, donde el orbe de Vangerdahast se estaba poniendo detrás de la muralla del Distrito del Otero—. Todos las tenemos.
Cuando el globo se ocultó a la vista, un retumbo terrible recorrió todo el valle, sacudiendo el suelo con tal fuerza que los heridos, los pocos que habían podido evacuar, empezaron a gemir. El resplandor sobre Tilverton se oscureció por un momento, y luego volvió en un despliegue de luz dorada.
Eso hizo que Vangerdahast se pusiera de pie y se mantuviera muy erguido, con un aspecto tan majestuoso, tremendo y aterrador como el del poderoso mago que Galaeron había llegado a conocer, y quizá a querer, en el poco tiempo que había pasado en Cormyr.
—¡A las armas! —Su voz resonó en la llanura—. ¡Llamad a mis magos de guerra! ¡Llamad a los Dragones Púrpuras! Azoun nos llama y nosotros cabalgamos… ¡Por el rey y por Cormyr!
Alusair y Caladnei se pusieron de inmediato una a cada lado del mago, sujetándolo por los brazos y tratando de tranquilizarlo con suaves palabras. Galaeron no oía exactamente lo que decían porque su atención estaba fija en Tilverton, donde todo el Distrito del Otero se hundía rápidamente en el plano oscuro, llevándose consigo los últimos y amargos recuerdos de la Alianza de las Tierras Centrales y todas las esperanzas de Faerun de una estación sin hambruna. Muy pronto, no quedó de la ciudad más que las ruinas del Palacio de Tilver, rodeadas por montones más reducidos de oscuros escombros. Los últimos rayos de la luz de Vangerdahast fueron palideciendo transformándose en oscuridad y, en un momento dado, se perdieron.