Capítulo 14
25 de Mirtul, Año de la Magia Desatada
Gracias a la magia de la bola de escudriñamiento, Galaeron se sentía como una águila sobrevolando la ciudad amurallada de Tilverton en busca de algún mapache carroñero con el que saciar el hambre de las crías que aguardaban en el nido. Podía ver toda la ciudad y los cuatro caminos que conducían a ella, y a pesar de ello podía distinguir detalles tan menudos como las insignias de los escudos que llevaban el número cada vez mayor de guerreros acampados entre las mansiones y templos del Distrito del Otero. Había muchos Dragones Púrpura de Cormyr, por supuesto, pero también la Torre Retorcida del Valle de las Sombras, el Caballo Blanco del Valle del Tordo, incluso el Cuervo y la Plata de Sembia y docenas de otros símbolos que Galaeron no reconoció.
Según Vangerdahast, los vecinos de Cormyr habían mandado más de cien compañías para ayudar a convencer al Enclave de Refugio de que reconsiderara la fusión del Hielo Alto, algunas de apenas veinte jinetes bien montados, pero varias cuyo número se calculaba por millares, y con una cantidad generosa de clérigos y magos de batalla. Alusair había visto con desaliento que la respuesta más entusiasta había sido la de los príncipes mercaderes de Sembia, algunos de los cuales se enfrentaban a la posibilidad de perder cantidades ingentes si persistían las condiciones climáticas. Desconfiando como siempre de los designios de los sembianos sobre las tierras de Cormyr, la Regente de Acero ni siquiera había informado a los príncipes mercaderes de la alianza que estaba formando. De todos modos, habían enviado fuerzas numerosas, amenazando con formar su propia alianza si ella no aceptaba sus tropas.
Lo que Galaeron no veía era ninguna compañía en los caminos fuera de la ciudad. Aunque acudían cientos de guerreros al Distrito del Otero, pisoteando las tierras de los grandes señoríos en busca de lugares donde acampar, no entraban por las puertas de Tilverton. Las compañías parecían brotar de la propia ciudad, salir de los sombríos callejones o surgir de alguna torre o recinto antiguos para formar en las calles.
Galaeron alzó la vista y a través de la bola de escudriñamiento miró a los ojos de pobladas cejas de Vangerdahast.
—No va a funcionar —dijo el elfo—. Si vosotros podéis escudriñar esto, también pueden hacerlo los shadovar.
—Pues no. —Vangerdahast alzó la cabeza mostrando una expresión confiada que la barba no conseguía ocultar del todo—. Lo que verán es esto.
Pasó una mano sobre la bola de escudriñamiento y cuando Galaeron volvió a mirar los soldados habían desaparecido y los habitantes parecían estar celebrando una especie de festival en el Distrito del Otero.
—¿Puedes anular la magia de sombras? —preguntó Galaeron con asombro. Esto tenía implicaciones desalentadoras para Evereska. Si Vangerdahast había conseguido un modo de anular los conjuros de los shadovar, también podrían hacerlo los phaerimm—. ¿Cómo?
—Yo soy un mago con cierto poder, elfo.
—No es una cuestión de poder. —Galaeron señaló la bola—. ¿Puedo?
—Si crees que no va a hacer aflorar tu sombra. —En la voz de Vangerdahast había un tonillo de burla. Había estado tratando de convencer a Galaeron para que le hiciera una demostración de sus conjuros de sombra desde la marcha de Rivalen y daba la impresión de que no entendía la negativa del elfo—. No quisiera ser responsable de desatar a semejante demonio.
—No me pasará nada.
Galaeron evocó la ventana al mundo del palacio del Supremo y pasó la mano sobre la bola de escudriñamiento. El cristal se llenó de oscuros nubarrones primero y luego se abrió un círculo de luz en el centro y en los bordes pudo ver varias tenebrosas figuras shadovar. La imagen del centro era un gran lago rodeado de montañas desérticas.
—Ésta es la ventana escudriñadora de Telamont Tanthul —dijo Galaeron, decepcionado por no haber pillado a los shadovar espiando Tilverton—. ¿No crees que esta habitación estaría protegida si la magia de sombras y la magia regular fueran capaces de anularse mutuamente?
Vangerdahast estudió la imagen un momento.
—Por supuesto que la habitación no puede estar protegida. El Tejido es más poderoso que el Tejido de Sombra.
—Tal vez sea más poderoso —repuso Galaeron—, pero también diferente. Ellos pueden espiarte con tanta facilidad como tú a ellos.
El rostro de Vangerdahast apareció dentro de la bola de cristal.
—Tengo experiencia en estas cuestiones, ¿sabes?
Consciente de que nunca saldría ganador de esta discusión, Galaeron decidió probar otra aproximación.
—Aunque tengas razón, los shadovar tienen espías…, miles de espías, estoy seguro de ello.
—No en Tilverton, ni en ninguna otra ciudad de Cormyr. —Vangerdahast mostró un mosaico que tenía una protección mágica en la superficie—. Mis magos de guerra han estado muy ocupados.
Galaeron cogió el mosaico y pasó los dedos por encima del símbolo. Era una variación de un antiguo sigilo cormanthoriano que había estudiado en la academia de magia de Evereska y que se usaba para mantener a raya a los espíritus de la oscuridad y del frío. La factura era exquisita y la magia tan poderosa que la presencia de su ser sombra hizo que le ardiera la mano. Cuando devolvió el mosaico a Vangerdahast, vio sorprendido que el símbolo había quedado impreso a fuego en la palma de su mano. Al notar que incluso esa reproducción de la protección le hacía arder los ojos, Galaeron cerró la mano.
—Impresionante, pero inútil —dijo—. Todo lo que necesita hacer un shadovar es entrar en la linde, y tu protección casi no tendrá poder alguno sobre él.
En los ojos de Vangerdahast hubo un destello de alarma.
—¿De veras? —Le dio la vuelta a la protección contra Galaeron—. Demuéstramelo.
Galaeron tuvo que desviar la vista.
—No puedo hacerlo. Ya lo sabes.
—Ah, claro —dijo Vangerdahast con sorna.
—Ya te he explicado cómo puede ser burlado —insistió Galaeron alzando una mano para que el símbolo no incidiera en sus ojos—. No hay necesidad de que yo lo demuestre. El coste de satisfacer tu curiosidad sería demasiado caro.
—Muy bien. —Vangerdahast bajó el mosaico y lo dejó a un lado boca abajo—. Dicho sea de paso, la última vez que hablé con Storm Mano de Plata me pidió que transmitiera un mensaje de Khelben.
—¿De Khelben? —A Galaeron le empezó a latir el corazón más de prisa—. ¿Sobre Keya?
—Sí, creo que ése fue el nombre que mencionó.
Galaeron esperó que el mago siguiera adelante… Luego, al ver que no lo hacía.
—¿De qué se trata? —preguntó.
Los ojos de Vangerdahast se deslizaron hacia la protección.
Galaeron se puso de pie, disgustado.
—No te diferencias en nada de los shadovar.
—En eso te equivocas, elfo —replicó Vangerdahast, mirando a Galaeron por encima de la bola de escudriñamiento—. Yo soy muy diferente. Lo que hago, lo hago por el bien de Cormyr.
—Entonces harías bien en permanecer alejado del Tejido de las Sombras. —Galaeron se dirigió a la puerta—. Tú ya eres medio sombra.
—Tal vez. —El tono de Vangerdahast era pensativo. Permaneció silencioso hasta que Galaeron echó mano del picaporte y entonces dijo—: Vas a ser tío.
Galaeron se detuvo y luego se volvió.
—¿Qué?
—Según Khelben —dijo Vangerdahast encogiéndose de hombros—, tu hermana se va a casar.
—¿Qué se va a casar? —Galaeron se quedó boquiabierto—. Si sólo tiene ochenta años.
—Y lucha contra los phaerimm en primera línea por lo que he oído. La gente madura rápidamente ante la perspectiva de la muerte.
Galaeron se quedó estudiando al viejo mago, tratando de imaginar qué esperaba ganar inventando una historia tan estrafalaria.
Por fin renunció a entenderlo.
—No me lo creo, viejo —dijo sencillamente—. A los elfos les lleva años enamorarse. Un compromiso puede ser cuestión de décadas.
—He observado que la guerra tiende a acelerar las cuestiones del corazón —replicó Vangerdahast con los ojos chispeantes—. Y los humanos no son tan reticentes, especialmente los vaasan.
—¿Vaasan? —Galaeron soltó el picaporte y se dejó caer en una silla próxima—. ¿Fue uno de los vaasan?
—Por lo que tengo entendido, alguien llamado Dexon.
—¡Ese bastardo hijo del hielo! —dijo Galaeron entre dientes—. ¡Lo voy a abrir en canal!
—¿De veras? —Vangerdahast dejó escapar una risita—. Pensaba que estabas tratando de controlar a tu «ser sombra».
Un profundo bramido bárbaro amortiguado por la distancia y por las gruesas paredes de la tienda llegó desde los campamentos. Siempre preocupada por la fricción entre las diversas compañías de su heterogéneo ejército, Learal prestó atención al lugar de donde había llegado el sonido. La voz había sonado airada y un punto sorprendida, como si pidiera una explicación.
Probablemente no fuera más que uno de los guerreros del jefe Garra que todavía trataba de entender las letrinas mágicas que los clérigos insistían en instalar dondequiera que acampase un ejército.
Khelben, echado en la esterilla junto a ella, le cogió el mentón y suavemente le hizo volver la cara para poder seguir besándola. Aunque habían pasado varios días desde que habían atrapado a los phaerimm en el Valle de los Viñedos, estuvieron tan ocupados reforzando las defensas de Evereska y dando caza a los supervivientes que ésta era la primera noche que habían podido robar para ellos. Khelben, que después de todo era el que había estado a punto de morir en el Nido Roquero y el que se había sentido atrapado por los espinardos todo estos meses, parecía más necesitado que Learal de poner fin a esta guerra. Con la destreza propia de un mago, usó una mano para deshacer el nudo que mantenía cerrado el chaleco de la mujer y empezó a desvestirla.
Un tremendo aleteo se oyó por encima de la tienda. Learal se alzó sobre los codos y miró hacia arriba a través del pequeño agujero abierto para la salida del humo. No vio nada más que el manto desprovisto de estrellas del caparazón de sombra.
—¿Has oído eso, Khelben? —preguntó.
Khelben la obligó a echarse y la inmovilizó con el peso de su propio cuerpo.
—Lo único que oigo es el galope de mi corazón gozoso ante la idea de nuestra primera noche juntos, nuestra primera noche juntos y sin perturbaciones desde que empezó todo esto.
Learal sonrió. Para todos los demás, Khelben podía ser el adusto y severo Bastón Negro, Señor y Mago de Aguas Profundas y fundador de los Estrellas Lunares. Para ella era un romántico sin remisión, dado a las demostraciones de amor más apasionadas y con un tacto tan sutil que no rompería ni una pompa de jabón.
—Ven aquí —susurró la mujer.
Dando por cierto que el aleteo tal vez fuera una patrulla de hipogrifos que trataba de esquivar a una cuadrilla de veserabs —los escoltas de Aelburn habían aprendido por la brava que a esas cosas les gustaba todo lo que tuviera plumas—. Learal retuvo a Khelben encima de ella.
—Quiero sentir el latido desenfrenado de ese corazón —dijo.
Khelben la besó una vez más, luego se puso de lado y se dedicó a desatar lazos con mano experta. Cuando se oyó el sonido siguiente, esta vez el estallido de un trueno, ya tenía a Learal a medio desnudar.
—Eso sí que lo he oído —dijo el archimago poniéndose de pie.
Learal hizo lo mismo de un salto, se echó la capa sobre los hombros y lo siguió hasta la puerta de la tienda. Por la llanura que había al pie de la elevación que ellos ocupaban había cientos de hogueras cuya luz permitía ver a miles de figuras yendo y viniendo en medio de la confusión, poniéndose las armaduras y ajustándose el correaje de las armas. Aunque al parecer nadie más que Learal y Khelben tenían idea de lo que estaba pasando, un número creciente de figuras parecían mirar hacia la zona de profunda oscuridad que señalaba el campamento shadovar.
Learal se volvió para llamar a un mensajero y encontró a dos de los escoltas vaasan de Khelben, Kuhl y Burlen, que corrían totalmente armados… como siempre. Por lo que Learal había podido ver, los vaasan dormían con la armadura puesta. El tercero de ellos, Dexon, había regresado a Evereska con Keya Nihmedu, para recuperarse de sus heridas.
—¡Se han ido! —explicó Burlen.
—¿Ido significa «partido» o «muerto»? —preguntó Khelben, sin pararse siquiera a aclarar si el vaasan se refería a los shadovar.
—Ido, de «no estar ahí» —gruñó Kuhl—. ¿Cuál es la diferencia? Un vigía uthgardt notó que las tiendas de los shadovar estaban vacías, y cuando fue a ver si estaban los veserabs, éstos se asustaron y salieron volando.
—¿No estaban atados? —preguntó Learal.
—Ni uno solo —confirmó Burlen—. Al menos no aquél con el que tropezó el centinela de Yoraedia.
Learal cruzó con Khelben una mirada de preocupación. El sonido de voces que discutían provenía del centro del campamento oscuro, y líneas movedizas de antorchas empezaron a acudir de todas partes. Khelben extendió una mano y llamó a su bastón, y Learal hizo lo mismo con su faja. Después, mientras Khelben enviaba a los vaasan a hacer un recorrido de los piquetes nocturnos y a poner a las compañías en estado de alerta, se ató los lazos del pantalón y se cerró la capa con la faja.
En cuanto hubo atado sus vestiduras, tendió una mano a Khelben.
—¿Vamos, querido? —preguntó.
Khelben suspiró y la cogió de la mano.
—Si no hay más remedio.
Learal fijó la vista en un punto próximo al centro en que convergían todas las corrientes de antorchas y empleó un conjuro para abrir una pequeña puerta translocacional. Ella y Khelben la atravesaron y salieron en medio de un tumulto de gentes vociferantes y de antorchas en movimiento. Tan encarnizada era la discusión que, durante el momento que les llevó superar el aturdimiento que sucede a la teleportación, le pareció que habían salido en mitad de una reyerta en una taberna. Sacó de su cinturón una varita de combate.
Khelben estaba aún más alarmado. Empezó a hacer girar su bastón entre los hombres en una experta maniobra defensiva que derribó a un par de elfos y a un sargento waterdhaviano al suelo.
Un par de los subordinados del sargento acudieron a toda prisa.
—¡Eh, mago! —En lugar de pararse a ayudar a su superior pasaron por encima de su figura que no dejaba de gruñir y se abalanzaron sobre Khelben y Learal desde lados opuestos—. ¿Quién crees que eres aporreando a diestro y siniestro con esa cosa?
La evaluación que Learal había hecho de la situación tomó un cariz decididamente peor. Levantó su varita mágica ante la figura que tenía más próxima.
—Liebre —dijo.
El hombre dio un paso más, después se agachó hasta tocar el suelo y empezó a salirle pelo. Señaló con la varita al segundo, que seguía tratando de abrirse camino a través de la danza del bastón de Khelben.
—Asno —dijo.
El hombre se puso de cuatro patas mientras la nariz y las orejas empezaban a alargársele.
Learal paseó su varita por los demás integrantes del grupo vociferante de guerreros.
—¿A alguien más le ha molestado nuestra llegada?
—Bien —dijo Khelben al ver que nadie más daba un paso adelante.
Bajó su bastón, y pasando por delante de media docena de tiendas shadovar vacías llegó a la plaza de reuniones situada frente al pabellón de mando, donde lord Yoraedia estaba de pie con la nariz a la altura del ombligo del jefe Garra y la cara crispada en un gesto muy impropio de un elfo.
—¿Quiere alguien decirnos qué está pasando aquí? —preguntó Khelben.
Los dos jefes se volvieron hacia Khelben y Learal y empezaron a hablar al mismo tiempo, gesticulando a lo loco y señalándose mutuamente.
—De uno en uno —ordenó Learal—. Tú primero, lord Yoraedia.
El elfo miró a Garra con aire de superioridad.
—Los centinelas de este zoquete se durmieron y dejaron que los shadovar les pasaran por delante sin ser vistos.
—¡Mentiroso! —Garra chocó deliberadamente con Yoraedia, dándole un golpe con su voluminosa tripa que lo hizo retroceder diez pasos tambaleándose—. Mis vigías sólo descubrieron que el campamento estaba vacío. Tus vigías fueron los que se quedaron dormidos.
—Los elfos no duermen —dijo Yoraedia con desprecio.
—¡Entonces son ciegos! —Garra volvió a golpear a Yoraedia con la tripa—. Los shadovar no salieron por nuestro lado.
Yoraedia se estabilizó después de tres pasos y volvió hacia donde estaba el bárbaro echando mano a su daga.
—Si lo haces otra vez, morsa, voy a abrirte esa tri…
—Ya basta, lord Yoraedia. —Learal se interpuso entre ambos—. Los shadovar no eran prisioneros. Nadie es culpable de que se hayan ido.
—Los dos seréis culpables si esto continúa —dijo Khelben, poniéndose al lado de Learal y usando la empuñadura de su bastón para empujar a Yoraedia hacia atrás—. ¿Qué clase de locura se ha apoderado de vosotros?
La mirada solemne que dirigió a Learal era innecesaria. Ella ya había adivinado la razón de la ira del grupo y estaba buscando en los bolsillos de su capa un componente para un conjuro.
—Nadie podría haber impedido que los shadovar se escabulleran. Es probable que en cuanto se hizo de noche, los cobardes se hayan fundido con las sombras y hayan salido por su propio pie.
Skarn Hacha de Bronce y sus enanos irrumpieron en la plaza de reuniones, abriéndose camino a empellones entre elfos y bárbaros.
—¡Hay luz suficiente para cegar a Lathander! —se quejó Skarn—. ¿Es que sois todos tontos o estáis tratando de haceros bien visibles para los formuladores de conjuros del enemigo?
—A ver a quién llamas tonto, enano —dijo Aelburn, adelantándose desde el lado opuesto del tumulto—. Algunos de nosotros necesitamos la luz. No todos tenemos sangre de goblin corriendo por nuestras venas.
—¡Sangre de goblin! —rugió Skarn echando mano a su hacha—. Yo te voy a enseñar gob…
Khelben descargó un golpe de su bastón que dejó al enano sentado y con el brazo entumecido. Garra y Yoraedia seguían intercambiando insultos mientras la mayor parte de sus seguidores sumaban sus propias voces al griterío y los enanos y los exploradores de los hipogrifos se iban incorporando también. A Learal y a Khelben les habría resultado muy fácil disipar la magia, fuera cual fuera, que estaba en el origen de esta locura, pero hasta que averiguaran si era obra de los shadovar o de los phaerimm, era mejor hacerles creer que su táctica estaba dando sus frutos.
Learal encontró lo que estaba buscando y con disimulo empezó a esparcir polvo de diamante en todas direcciones al tiempo que pronunciaba un encantamiento y con los dedos hacía los gestos de su más poderoso conjuro. Cuando la magia hizo efecto, tuvo que morderse la lengua para no lanzar un grito ahogado.
En el lado occidental de la plaza, los enanos de Skarn venían pisando fuerte desde su propio campamento flanqueados por las figuras borrosas de más de doce phaerimm invisibles. La escena se repetía en el lado norte, aunque en este caso eran voluntarios waterdhavianos y exploradores de Aelburn los que acudían. Dado que la mayoría de los bárbaros y de los elfos ya estaban reunidos en la plaza, los espinardos venían en formación de combate.
—Eh, Khelben.
—¿Sí?
Al ver que más líderes acudían con sus compañías a la polvorienta plaza, Khelben había renunciado a poner fin a la discusión entre Yoraedia y Garra y estaba usando su magia para intervenir en estallidos reales de violencia.
Khelben señaló a un enano de expresión ceñuda que llevaba la brillante armadura de los Caballeros de la Plata y cargaba hacia el centro de la plaza blandiendo una hacha de mano.
—¿Te importaría? —le preguntó a Learal.
—En absoluto.
Learal sacó dos bolitas de alquitrán del bolsillo de su capa. Pronunció un breve conjuro, hizo un movimiento rápido primero con una bolita y después con la otra en dirección al enano de mala catadura cuyo avance se redujo inmediatamente a un andar cansino.
—Como iba diciendo —continuó Learal—, ¿te acuerdas de aquellos amuletos de detección que distribuimos para que los centinelas pudieran detectar a los infiltradores invisibles?
Khelben frunció el ceño y utilizó su bastón negro para hacer perder pie a uno de los bárbaros de Garra que se lanzaba contra uno de los elfos de Yoraedia.
—Lo recuerdo —respondió—. Tú trajiste veinte…
—Veinticinco —corrigió Learal—. Pues parece que no funcionan.
Khelben hizo una mueca.
—¿A cuánto ascienden los daños?
—Quince —dijo Learal—, de cada lado.
Khelben se quedó pensativo un momento.
—¡Bastardos! —gruñó—. ¡Esos bastardos escurridizos, sombríos y traicioneros!
—Yo no sería tan benévola con ellos.
Learal ya había hecho los cálculos. Después de la batalla en el Valle de los Viñedos, habían estimado que podían quedar unos cien phaerimm dentro del caparazón de sombra. En los últimos días habían dado caza y matado a otros veinte, lo que significaba que sólo podía haber unos ochenta espinardos en toda la extensión de los Sharaedim.
Por alguna razón, la mayor parte de ellos había convergido en el campamento del ejército de relevo a escasas horas de la partida de los shadovar. Clariburnus y Lamorak no sólo habían abandonado a sus aliados, sino que habían invitado al enemigo a destruirlos.
—¿Y ahora qué, Khelben? —preguntó Learal. Vio a un elfo echando mano a la espada y con un pase de su varita mágica lo transformó en un lustroso ciervo—. ¿Empezamos a disipar conjuros y confiamos en que todo salga bien?
Khelben meneó la cabeza.
—Esto requiere algo más… extraordinario. ¿Puedes distraer a los phaerimm mientras yo construyo una esfera?
—Por supuesto —dijo Learal sacando una segunda varita mágica de su cinturón. Uno de los conjuros favoritos de Khelben, la esfera de los prodigios, creaba una área en la que sólo un tipo de magia escogida por quien formulaba los conjuros podía funcionar—. Pero no aguantará para siempre.
—Abriré un círculo de teleportación desde dentro —confirmó Khelben.
—Bien —aprobó Learal—. Nos reuniremos en la posada A Medio Camino.
—¿Reunimos?
—Alguien tiene que traer al resto del ejército.
Learal empezó a atravesar la plaza de las reuniones usando una varita para paralizar a todo el que gritaba y la otra para transformar a los que blandían armas en conejos y liebres.
—¡Silencio! —exclamó—. Ya he oído bastantes bravuconadas.
Nadie obedeció, por supuesto, y hubo varios lo bastante tontos como para justificar una sacudida de una de las varitas en su dirección al volver a discutir. La distracción parecía funcionar y atraer la atención de los phaerimm para que Khelben pudiera trazar con sus brazos los círculos necesarios y pronunciar un prolongado encantamiento, un encantamiento que todos los Elegidos menos él consideraban que necesitaba cierto montaje.
Learal paralizó y cambió de forma a tantos guerreros que éstos finalmente empezaban a prestar atención a sus órdenes y a callarse a regañadientes, todo lo cual significaba que los espinardos iban a tener que atacar abiertamente en lugar de usar a sus esclavos mentales para inducir a los demás a atacar por ellos y hacer que Learal fuera su primer objetivo.
Por fin, una cúpula de luz dorada levemente reverberante se elevó en medio de la plaza de las reuniones, obligando a los phaerimm a hacerse visibles al lanzar en vano rayos mágicos y llamaradas contra sus paredes. Los aturdidos guerreros dejaron de discutir y miraron en derredor con expresión atónita y asombrada. Dejando que Khelben se encargara de su recuperación, Learal volvió a su tienda y abrió otra puerta translocacional.
Se produjo el consabido instante de caída y a continuación se encontró en medio del mayor estrépito de armas que hubiera oído jamás. Las espadas chocaban contra las armaduras en una macabra cacofonía que se mezclaba con gritos desgarradores de dolor. El aire se llenó del hedor a sangre y a vísceras abiertas, y los guerreros pasaban como un torrente de oscuras siluetas. Algunos se doblaban de dolor y otros perdían miembros o partes de ellos, pero ninguno tenía armas ni en las fundas ni en las manos.
A pesar de que todavía luchaba contra el aturdimiento y era incapaz de encontrar sentido a lo que estaba viendo, Learal respondió instantáneamente. Sacó un frasco de polvo de granito del bolsillo de su capa y se lo echó por encima de la cabeza mientras pronunciaba las palabras de un conjuro de blindaje. Su piel se volvió fría e insensible y tan dura como la roca. Se volvió hacia el fragor de la batalla y se encontró ante la tela sembrada de cadáveres de una tienda, y por fin recordó dónde estaba y qué había venido a hacer.
Había llegado demasiado tarde.
Un tornado de espadas venía atravesando la tienda hacia ella, arrebatando las espadas y dagas de las manos y de las fundas de los soldados que huían ante él. Un puñado de valientes guerreros se detuvo para disparar sus ballestas o arrojar sus lanzas hacia el núcleo del remolino, que las absorbía incorporándolas al resto de las armas y luego las arrojaba contra los mismos hombres transformándolos en un amasijo de sangre y restos de armadura. El tornado debía de haber absorbido ya más de mil armas y una docena más afluía cada segundo que pasaba. Tan densa era la nube de acero que Learal no podía ver el centro.
El borde de la tormenta de espadas alcanzó el lado de la tienda en el que se encontraba. Los fragmentos eran absorbidos por el torbellino, más mortífero que nunca. Learal se metió en el centro de la tempestad, tambaleándose bajo las constantes embestidas de las armas que la golpeaban desde todos lados. La tela de la tienda estaba resbaladiza de sangre y sembrada de cadáveres y de miembros mutilados, algunos todavía con vida suficiente como para tratar de asirse a sus tobillos. Varias veces tropezó y estuvo a punto de caer, y en una ocasión tuvo que librarse a patadas de un semielfo empapado en sangre que consiguió aferrarse con los dos brazos a sus piernas rogándole que lo salvara.
Por fin Learal empezó a atisbar el centro de la tempestad, donde la silueta cónica de un phaerimm flotaba hacia ella en diagonal. Ella alzó la mano y soltó su fuego de plata. En ese mismo instante, la tierra se abrió a sus pies y el espinardo trató de hacer que se la tragase. Aunque el contraataque había sido rápido, se trataba de una táctica muy vista y hacía tiempo que Learal se había inmunizado contra ella. El Tejido la mantuvo suspendida sobre el agujero hasta que éste se cerró.
Lo más probable es que el phaerimm no se enterase jamás de que su ataque no había dado resultado, ya que fue engullido por el fuego de plata y pasó los segundos que siguieron girando en un loco torbellino mientras se transformaba en cenizas. La tormenta de espadas cesó de repente, cubriendo la tienda derribada de Learal con una alfombra de acero al caer al suelo con gran estrépito un millar de espadas.
La luz de las hogueras encendidas en cada campamento le permitió ver a Learal el reguero de figuras inmóviles y de formas que se retorcían de dolor que los phaerimm habían dejado en su ejército. Era un espacio ancho que empezaba por los Caballeros de la Luna Plateada y describía una curva hacia adentro, asolando la totalidad del campamento de los mercenarios de Hacha de Bronce, enviados en nombre de Sundabar, para abrir luego una ancha pista a través de las tiendas de los aplastababosas que representaban a la ciudadela de Adbar y llegar, después de describir una trayectoria en espiral a través del campamento de los waterdhavianos, hasta la colina donde estaba la tienda de Learal y Khelben.
Tampoco había sido éste el único phaerimm que había atacado los campamentos mientras sus compañeros preparaban la emboscada principal. Había tormentas de fuego y relámpagos por todas partes, otra tormenta de espadas y más guerreros convertidos en esclavos mentales que luchaban los unos con los otros en lugar de combatir contra los phaerimm. Deshecha por la tristeza y la desesperación, y sintiéndose bastante culpable por no haber previsto la traición de los shadovar, Learal sacó un dedal de plata del bolsillo, formuló un conjuro y se lo llevó luego a los labios como si se tratara de un cuerno en miniatura.
—Los shadovar nos han traicionado. Coged a los que podáis salvar y huid. —Aunque lo dijo en voz baja, su orden la oirían todos los comandantes y magos de su ejército, excepto los que habían caído presas de la influencia mental del enemigo, ya que había formulado el conjuro teniendo en cuenta a los phaerimm—. Nos reuniremos en la posada A Medio Camino. Que los dioses os deparen un viaje rápido.
Oyó a sus espaldas el ruido de alguien que corría por encima de la alfombra de espadas caídas. Al volverse vio el cuerpo fornido de un vaasan que corría en su dirección, y después de un grito de confusión su espada voló hacia ella. Learal se ladeó e instintivamente levantó el brazo, pero tratar de parar una espadaoscura no era buena idea ni siquiera viniendo de un Elegido.
Una ola de frío lacerante la alcanzó en el brazo, y éste cayó cercenado por debajo del codo. Learal dio un grito, más por la impresión que por el dolor y cayó de rodillas. A punto estuvo de perder el conocimiento cuando vio su mano y su antebrazo tirados sobre la alfombra de espadas frente a ella. La hoja negra que le había cortado el brazo yacía a un paso de ella, bañada con su sangre, y de repente se alzó en el aire y empezó a flotar hacia el sitio de donde había venido.
Learal volvió la cabeza y vio a Burlen corriendo hacia ella con la mano tendida hacia la espada voladora. Demasiado aturdida como para entender por qué la había atacado, sabía que tenía que detenerlo antes de que volviera a intentarlo. Buscó en su bolsillo un componente para un conjuro, pero entonces sintió una oleada de dolor penetrante y recordó que estaba buscando con el muñón. Trató de llegar con la otra mano, pero el ángulo era difícil y el movimiento desusado. Burlen estaba casi encima de ella cuando por fin encontró lo que estaba buscando.
El vaasan levantó su espadaoscura.
—Fue culpa tuya —dijo.
Learal sacó la barra de hierro del bolsillo y la apuntó hacia él. La alfombra de acero volvió a resonar cuando otra figura de gran estatura apareció corriendo detrás del vaasan. Burlen se agachó y empezó a girar y se encontró con que la bota de otro vaasan apartaba de una patada su protección.
—¿Kuhl? —dijo Burlen con expresión sorprendida—. ¿Qué estás…?
La empuñadura de la espada de Khul alcanzó a Burlen de lleno en la base de la mandíbula y le hizo perder pie, arrojándolo de espaldas entre las armas acumuladas. Khul se tomó un momento para asegurarse de que su camarada estaba inconsciente y luego se volvió hacia Learal que, todavía aturdida y sin saber con certeza lo que estaba pasando, apuntaba hacia él la barra de hierro.
—Mis disculpas, lady Arunsun, hay infiltradores por todas partes. —Se colgó un par de colas de phaerimm al cinto, luego recogió la espada de Burlen y la metió en su propia vaina—. ¿Puedes ponerte de pie?
Learal lo intentó y a punto estuvo de desmayarse.
—No. —Se guardó la barra de hierro en el bolsillo y luego extendió la mano—. Ponme ahí, junto a Burden, y átanos fuerte.
—¿Atarte, mi señora?
Learal asintió.
—Por tu vida. —Señaló su brazo amputado—. Podría ser un viaje muy movido hasta la posada A Medio Camino.
Con una patata cruda en una mano y una daga arrojadiza en la otra, Galaeron pasó directamente de la palma de la mano de Aris al alféizar de la ventana del tercer piso donde Vangerdahast tenía reunido a su consejo. La media docena de magos de guerra reunidos en torno a la mesa dieron un grito de sorpresa y empezaron a buscar componentes para conjuros, y uno incluso se puso de pie y abrió la boca para lanzar una lluvia de rayos mágicos. Galaeron arrojó la patata contra la cabeza del mago que, más por la sorpresa que por el golpe, cayó sentado en su silla, y luego centró su atención en una mujer alta y rubia que sostenía un cilindro de cristal del largo de un dedo.
—No querrás apuntarme a mí con eso —dijo levantando su daga arrojadiza—. Ésta es mi mano buena.
Vangerdahast, sentado de espaldas a la ventana, lanzó un hondo suspiro. Hizo una señal a sus magos de guerra para que se sentaran y apoyando el codo en el reposabrazos de su sillón se volvió a mirar a Galaeron.
—Como podrás ver, estamos en un cónclave.
Galaeron bajó la daga.
—Eso me dijeron los guardias que hay en la puerta, pero la interrupción será breve. Sólo quiero saber una cosa. ¿Es cierto?
Un murmullo de alarma recorrió toda la mesa y Vangerdahast cerró los ojos y asintió.
—Me temo que sí.
A Galaeron se le cayó el alma a los pies. No podía soportar la idea de que Vala estuviera en aquel sitio, sufriendo semejantes abusos. Se dirigió a donde estaba Vangerdahast.
—¿Por qué no se me avisó? —preguntó imperativo—. ¿Por qué tuve que enterarme por las habladurías de palacio? Si ésta es otra de tus tretas para inducirme a usar la magia de sombras…
—Ésa sería tu cuarta pregunta, si es que puede considerarse como tal —interrumpió Vangerdahast. Hizo un gesto y una silla que estaba junto a la pared se colocó detrás de Galaeron—. Toma asiento y explica qué quieres decir con eso de las habladurías de palacio. No es posible que todo el palacio lo sepa tan pronto.
—Pues creo que toda la ciudad lo sabe. Yo me enteré por un guardia de la puerta. —Galaeron no prestó la menor atención a la silla—. Lo que quiero saber es por qué no se me informó. ¿Tenías miedo de que volviera al enclave?
Vangerdahast frunció su poblado entrecejo.
—En realidad, eso es lo último que hubiera esperado de ti —dijo—. El hecho es que nosotros mismos nos enteramos hace escasos minutos. Estaba a punto de enviar a buscarte para ver si tenías alguna idea sobre su partida.
—¿Partida? —preguntó Galaeron—. ¿La partida de quién?
Una luz de comprensión brilló en los ojos de Vangerdahast.
—O sea que no lo sabías —dijo. Algunos de los magos suspiraron con alivio—. Los shadovar se han marchado de los Sharaedim, salieron furtivamente en mitad de la noche. El ejército de relevo de Learal fue diezmado y ella resultó horriblemente herida.
Galaeron se sentó, para ser más exactos, cayó sentado en la silla.
—¿Qué? —preguntó—. ¿Está Keya…?
—El Mythal no fue derribado —intervino la mujer a la que Galaeron había amenazado con arrojarle la daga—. Tu hermana y todos los que estaban dentro de Evereska están en la misma situación que antes; a decir verdad, están mejor ya que tienen refuerzos y provisiones renovadas, pero con el ejército de relevo tan mermado y Learal herida, los phaerimm quedarán libres para centrar otra vez su atención en la ciudad.
Vangerdahast posó una arrugada mano en el brazo de Galaeron.
—Creo innecesario decirte lo que el caparazón de sombra está haciendo con el Mythal. Si sabes algo que Storm y el resto de los Elegidos puedan hacer para derribarlo…
—Es preciso renovar la magia —dijo Galaeron—. Todo lo que necesitan es mantener a los shadovar alejados del Desdoblamiento. Los vínculos se debilitarán con el tiempo, y la magia del Tejido empezará a afluir otra vez hacia los Sharaedim.
Vangerdahast suspiró aliviado.
—Bien. Entonces nuestro único problema es la magia adicional que necesitará el mayor número de tropas cuando la Alianza de las Tierras Centrales ataque a la fortaleza voladora. —Paseó su mirada por todos los presentes—. Creo que podemos tomar este cambio de destino como la respuesta de Telamont Tanthul a nuestra exigencia de que dejara de derretir el Hielo Alto.
—En realidad, no —dijo Galaeron—. Esto tiene que ver conmigo.
La expresión de los magos de guerra reflejó a las claras lo que pensaban de su teoría.
—Así es —insistió Galaeron—. Yo vine aquí porque hay rumores de que Vala ha sido transformada en esclava de Escanor. Han abandonado Evereska para castigarme por haberme marchado de Refugio.
—Tienes una opinión desmesurada de tu valía —dijo el mago al que Galaeron había golpeado con la patata—. ¿No es de suponer que estén consolidando sus fuerzas para defenderse del ataque de la Alianza de las Tierras Centrales?
Vangerdahast carraspeó.
—Es posible que el elfo tenga razón. El posee ciertos, hum, secretos que tal vez deseen recuperar.
Vangerdahast y Alusair habían optado por mantener oculto el hecho de que Melegaunt había traspasado a Galaeron muchos conocimientos sobre los phaerimm por si éstos tenían espías en el palacio de Arabel.
—El daño que les ocasionó revelando lo de las mantas de sombra fue inmenso —continuó el mago real—. Es muy posible que estén haciendo esto para castigarlo… y para obligarlo a volver a Refugio.
—O para obligaros a entregarme —dijo—. Y para castigaros a vosotros por darme cobijo y por tener la osadía de amenazarlos. Vangerdahast hizo un gesto despectivo.
—¿Castigarnos? No podrían.
—Claro que podrían —insistió Galaeron—. ¿Cuándo fue la última vez que comprobasteis cómo estaban las cosas en Tilverton?