Capítulo 5
14 de Mirtul, Año de la Magia Desatada
En el cielo oscuro, el sol no era más que un disco ceniciento que asomaba sobre la cresta escarpada del Pico Oriental, demasiado débil para abrirse un hueco a través del manto tenebroso que los enemigos de Evereska habían tendido sobre el Sharaedim, demasiado pálido para alimentar a los escasos capullos hambrientos de luz y lo suficientemente intrépido como para surgir sobre los tallos chamuscados y secos del Valle de los Viñedos. Brumosa como estaba la mañana, tenía luz suficiente como para que los ojos de elfa de Keya Nihmedu pudieran distinguir el débil remolino de cenizas y polvo que recorría el otro lado de la Muralla de la Vega. A un par de tiros de lanza del árbol que le servía de escondite, se movía lento, silencioso y cauteloso, rebotando a lo largo del Mythal protector de Evereska, tratando una y otra vez de cruzar la frontera y penetrar en los campos intactos que quedaban al otro lado.
A Keya, todos sus instintos le pedían que arrojara su camuflaje y corriera a protegerse tras las puertas del acantilado. Se quedó. El Mythal la protegería, y había prometido estar allí cuando Khelben y los vaasan regresaran. Eso si realmente regresaban. Keya contempló el pálido disco en el cielo y se preguntó si siquiera a los Elegidos de Mystra les estaría deparado tamaño bien. Toda una noche entre los phaerimm.
El remolino se detuvo frente al árbol de Keya, tan desvaído que incluso llegó a dudar de que estuviera viéndolo realmente. Tal vez había sido sólo la brisa que revolvía la ceniza en su recorrido por la Muralla de la Vega. No todos los demonios de polvo que bailaban por una terraza chamuscada eran un phaerimm invisible, pero muchos lo eran. De haber estado en su puesto dentro de una de las torres de la ciudad, Keya habría utilizado una varita mágica y hubiera sabido de inmediato a qué se enfrentaba, pero los espinardos podían percibir la energía mística del mismo modo que los enanos veían el calor corporal, de ahí que la Cadena de Vigilancia no utilizase en absoluto la magia, ni siquiera llevase un instrumento mágico, al acercarse tanto al límite.
El remolino se desvaneció, pero Keya aún podía oír el crujido de los tallos secos de las vides que se movían con la brisa, y tuvo la absoluta certeza. Los phaerimm estaban rodeados por un aura de aire en movimiento que usaban para comunicarse unos con otros en un extraño lenguaje de silbidos y rugidos.
No era sólo un espinardo invisible el que hacía una pausa en su recorrido a lo largo del Mythal, eran dos, dos que susurraban en voz muy baja y que acechaban justo delante del árbol de Keya, el mismo árbol que ella había señalado a Khelben Arunsun y a los vaasan como punto de encuentro cuando volviesen a la ciudad.
Keya no se movió de su escondite en la oquedad del grueso tronco del tilo, protegida por su pantalla de corteza, no atreviéndose casi a respirar. Se pasó los minutos que siguieron preguntándose por qué los phaerimm habrían escogido ese lugar en particular en esta mañana en particular para mantener una conversación, y pensando en qué iba a hacer cuando Khelben y los vaasan volvieran. No podía pronunciar la palabra de paso cuando acechaban dos espinardos, ni siquiera por uno de los Elegidos, ni por sus amigos vaasan, ni siquiera si su propio hermano Galaeron apareciera de repente al otro lado de la Muralla de la Vega. Cuando un elfo abría una puerta en el Mythal, no podía controlar quién podía hacer uso de ella. Una vez dentro, los phaerimm tardarían apenas un instante en usar la misma magia segadora de la vida con la que ya habían agostado las viñas del Valle de los Viñedos y despojado de todo verdor a los otrora majestuosos cedros del Valle Superior, y eso era algo que Keya no podía permitir, y mucho menos cuando el Mythal estaba ya tan debilitado.
Keya tardó un momento en darse cuenta cuando los phaerimm se quedaron en silencio, pues la diferencia entre el silencio y sus voces sibilantes no era mayor que entre aquél y el revoloteo de una polilla. Por un instante pensó que habían seguido su camino, pero cuando siguió con la vista la Muralla de la Vega, no vio ningún remolino de cenizas ni ninguna otra señal de que se hubieran ido. Los espinardos se habían quedado callados por la misma razón por la que eran invisibles, porque querían que su presencia fuera un secreto y porque su presa estaba lo bastante cerca como para oírlos.
Tenían que ser Khelben y los vaasan, tan invisibles como los phaerimm, pero a punto de caer en una trampa. Keya sabía que Khelben llevaría activada su magia de detección y, suponiendo que todavía estuviera con el grupo, vería al enemigo en cuanto estuviera a su alcance. Los espinardos también debían de saberlo. La guerra en torno a Evereska se había convertido en una lucha de sigilo y magia, en la que los combatientes se movían furtivamente a través del asolado paisaje, silenciosos e invisibles, en busca de enemigos igualmente silenciosos e invisibles. La mayoría de las veces, el que salía victorioso era el que primero detectaba a su enemigo, y era evidente que los phaerimm habían detectado ya la presencia de Khelben y de los vaasan.
Keya sabía que podía prevenir a Khelben con el simple hecho de pronunciar su nombre, ya que él le había dicho que los Elegidos podían oír unas cuantas palabras cada vez que se mencionaban sus nombres en cualquier lugar de Faerun, pero en realidad eso no era muy diferente de hacer un envío por medios mágicos. Era presumible que los phaerimm lo detectarían con igual facilidad. No, necesitaba sobresaltar a los espinardos, confundirlos durante el medio segundo apenas que necesitaban Khelben y los demás para identificar la trampa y reaccionar.
Suponiendo que realmente estuvieran ahí fuera.
A Keya le hubiera gustado tener su varita de ver; ¡cómo le hubiera gustado! A falta de ella, fijó la vista en la Muralla de la Vega y se aferró al astil de su lanza. Era una lanza simple, con astil de roble y punta de acero mithral, y pesaba casi una tercera parte de lo que pesaba ella. Susurró una plegaria a Corellon Larethian, apartó de un puntapié su protección de corteza y salió en tromba de su escondite.
Dos remolinos de ceniza y polvo se elevaron al otro lado de la Muralla de la Vega al reaccionar los sorprendidos phaerimm. Keya se dirigió al de la derecha simplemente porque estaba un paso más cerca que el otro. La criatura reaccionó por instinto, lanzando relámpagos de magia dorada hacia la muchacha y tornándose visible instantáneamente. Los rayos se estrellaron en el Mythal sin ocasionar daño alguno. Para entonces, Keya ya se encontraba en la Muralla de la Vega, metiendo su lanza a través de la barrera mágica para alcanzar el vientre escamoso del phaerimm.
Las defensas mágicas del espinardo repelieron su lanza del mismo modo que el Mythal había repelido sus dorados rayos. Una bola plateada del conjuro de fuego de Khelben explotó contra la criatura desde atrás, sujetándola contra el Mythal y manteniéndola allí mientras era incinerada por la magia especial del Elegido.
Protegiéndose los ojos del brillo plateado, Keya retrocedió tambaleante y se volvió a contemplar cómo el otro phaerimm era atravesado por las negras espadas de los vaasan. Una de las espadas oscuras emitía una especie de zumbido musical, una animada melodía que sonaba casi como si alguien estuviera canturreando. La canción hizo que un escalofrío recorriera la espina dorsal de Keya. Ella había oído hablar a la espada de Dexon mientras él dormía y había visto palidecer a Kuhl por haber descuidado aquel día su deber de sumergirla en una cuba de hidromiel, pero esto era lo más extraño y misterioso de todo. La melodía era gozosa y ligera, como si la espada disfrutara con su sangrienta labor.
Los tres vaasan acabaron pronto con el phaerimm, después le cortaron el aguijón de la cola y se pusieron a discutir como sólo los vaasan pueden hacerlo sobre quién era merecedor del trofeo. Khelben apareció detrás de los tres hombres e impuso silencio con una palabra cortante antes de volverse hacia Keya con un gesto de agradecimiento.
—Ágil ingenio y valientes hazañas, Keya Nihmedu —dijo Khelben. Aquel hombre alto y de negra barba tenía una forma extraña de comportarse que confería una dignidad contenida incluso a sus actos más simples—. Te estamos agradecidos.
—No fue nada. —Keya pronunció la palabra de paso y a continuación les indicó al mago y a sus acompañantes que pasaran por encima de la Muralla de la Vega—. No corrí peligro en ningún momento.
—Pero nosotros sí —dijo Dexon, el más moreno de los vaasan corpulentos y de piel cetrina—. Seguramente habrían caído sobre nosotros por sorpresa. Me dan ganas de besarte.
Esto hizo que Keya alzara las cejas.
—¿De veras?
Dexon, que pesaba algo menos que un rote y tenía una sonrisa brillante y blanca, era el más guapo de los vaasan. Keya pronunció la palabra de cierre para sellar el Mythal tras ellos y a continuación le dedicó una sonrisa al humano.
—Bueno, ¿y por qué no lo haces entonces?
Dexon se quedó boquiabierto y empezó a mirarla de aquella manera lasciva que parecía aflorar a los ojos de los vaasan al menor atisbo de carne. Aunque Keya sabía que sus amigas de la Cadena de Vigilancia les tenían asco a los humanos en general y las horrorizaba la idea de que se las comieran con los ojos, ella mantuvo su sonrisa. La verdad era que cuando uno las conocía bien, los humanos eran bastante divertidos. A ella habían llegado a gustarle incluso las miradas que le echaban, al menos las que Dexon le echaba cada vez que iban a bañarse al estanque Gloria del Amanecer.
Al ver que Dexon parecía demasiado conmocionado como para pasar de una simple mirada, Burlen tomó la delantera.
—¿Qué es lo que pasa contigo, Dex? No puedes dejar esperando a nuestra anfitriona.
Burlen tendió sus corpulentos brazos y cerró los ojos…, y de repente se encontró abrazando a un furioso Khelben.
—Es Keya la que merece la recompensa, Burlen, no tú.
Keya rió por lo bajo, lo que hizo que el archimago se volviera hacia ella con mirada de reprobación.
—Y tú, jovencita, no deberías ir por ahí tentando a los osos. Estoy seguro de que lord Nihmedu no vería con buenos ojos que besaras a algo con más pelo en la cara que un thkaerth.
Keya alzó el mentón.
—Seguro que no, señor Bastón Negro, pero Galaeron ni está aquí ni es mi guardián. —Dirigió una mirada furtiva a Dexon, y luego añadió—: Ahora, os ruego me contéis cómo fue vuestra misión de exploración.
Una expresión divertida pareció a punto de asomar a los ojos oscuros de Khelben, pero desapareció antes de que Keya estuviera segura de ello. Hablando por encima del hombro, el Elegido se dio la vuelta y empezó a atravesar la vega hacia las puertas del acantilado.
—Lord Duirsar tiene motivos para estar preocupado por el cielo ensombrecido —dijo—. El Valle se está agostando fuera del Mythal incluso más rápido que dentro.
Keya dio un paso vacilante y, de no haber sido por la rapidez con que Dexon se aprestó a sujetarla, habría caído al suelo. La vida del Valle, tanto dentro como fuera de la Muralla de la Vega, era lo que alimentaba al Mythal.
—Debemos encontrar una manera de despejar el cielo, y rápido —continuó Khelben—, o pronto nos veremos obligados a combatir a los phaerimm en las calles de Evereska.
Galaeron se encontraba en la fría quietud que rodeaba al Supremo, contemplando aquella ventana al mundo, observando cómo una columna de kilómetros de voluntarios de toda laya avanzaba, hundiéndose hasta la rodilla, en el fango de lo que antes había sido el Camino del Comercio. Había gentes de todo el noroeste —elfos de Siempre Unidos, enanos de Adbarrim, hombres waterdhavianos—, pero sólo los bárbaros de Uthgardt parecían inmunes a las ventiscas y constantes chaparrones que habían castigado a Faerun occidental toda la primavera. Los demás voluntarios tosían y andaban vacilantes, tan debilitados por la fiebre y la fatiga que el ejército no estaba en condiciones de recorrer cinco kilómetros diarios, y mucho menos de incorporarse a la lucha al culminar la marcha.
Y sin embargo debían combatir. La cabeza encapuchada de Telamont se volvió hacia el Páramo Alto y la escena de la ventana al mundo se transformó en una horda de osgos conducida bajo una lluvia torrencial por un grupo de oficiales acechadores. Llevaban como tropas de apoyo a dos compañías de illitas y otra de magos de batalla zhentilares, aunque a Galaeron se le escapaba la razón por la cual el enemigo podía necesitar magos humanos con cinco phaerimm supervisando su ataque.
La mirada de Telamont volvió a desplazarse, esta vez hasta una cresta rocosa que bordeaba el Camino del Comercio, al otro lado del Páramo Alto. Learal Mano de Plata y su hermana Storm ya se encontraban sobre la cresta, con sus largas trenzas al viento, mientras colocaban trampas mágicas. A pesar de ser del todo incierto que su ejército pudiera cubrir los dos kilómetros que quedaban antes de que los osgos de los phaerimm recorrieran los doce que las separaban de ellos, aquella cresta lo era todo. El ejército que la controlara tendría la ventaja que dan la altura y el terreno firme, mientras que el otro se vería obligado a luchar chapoteando en un pantano cenagoso.
Ninguna de las dos fuerzas contemplaba la posibilidad de retirarse, no con el tipo de magia que los cinco phaerimm o los dos Elegidos de Mystra, podían lanzar sobre un ejército empantanado en el fango. Al caer el crepúsculo tendría lugar una batalla, tal vez la más encarnizada de la guerra. Una batalla que aniquilaría a ambas partes, independientemente de cuál quedara viva para proclamar su derecho sobre el campo…, y ¿por qué?
Telamont se centró a continuación en los propios phaerimm, y la escena volvió a experimentar un cambio. Acostumbrado a los rápidos cambios de enfoque del Supremo, Galaeron se centró a su vez en los espinardos y empezó a dejar que sus pensamientos divagaran sobre la razón de que tantos se hubieran reunido en un mismo lugar. Había acudido a palacio todos los días desde su reunión inicial con el Supremo, y se había pasado la mayor parte del tiempo mirando por la ventana al mundo y tratando de ponerse en contacto con lo que Melegaunt le había traspasado en sus últimos minutos de vida. A veces funcionaba y era capaz de adivinar las intenciones de los enemigos a tiempo para salvar unas docenas, o incluso algunos cientos de vidas. La mayor parte de las veces no tenía más que ofrecer que cualquier otro.
A pesar de eso, Telamont Tanthul pasaba una parte de cada día, a veces la mayor parte, con Galaeron, no enseñándole de una manera directa, sino abordando siempre el tema de una manera oblicua, como si temiera que al concentrar una luz demasiado brillante en su ser sombra pudiera hacer que éste se escondiera. Independientemente de lo largas que fueran esas sesiones, Galaeron siempre volvía a Villa Dusari exhausto, entumecido e irritable, hasta tal punto que Vala empezaba a preguntarse si Telamont estaba ayudándolo a controlar su sombra o todo lo contrario. Aunque a ella le estaba vedado el acceso a la sala de las batallas —ni siquiera Escanor había podido influir sobre el Supremo para que le permitiera entrar—. Vala insistía en acudir a palacio todos los días y esperar en las tinieblas pobladas de murmullos de la sala del trono. Al ver lo malhumorada que aquello la estaba volviendo, Galaeron empezaba a pensar que era ella la que estaba pasando por una crisis de sombra.
Telamont se apartó del borde de la ventana al mundo y fijó sus ojos de platino en Galaeron, y, como siempre, éste adivinó la pregunta que rondaba la mente del Supremo.
—No veo el sentido de forzar esta batalla —admitió—. Cuando erigimos el caparazón de sombra, había sólo diez phaerimm fuera…
—Ahora son doce —puntualizó Hadrhune, que estaba junto a Telamont, al otro lado—. Nuestros agentes localizaron uno en la puerta de Baldur y otro en… ese pequeño reino al sur de las Marcas de los Goblin.
—¿Cormyr? —preguntó Galaeron.
Hadrhune asintió, clavando la uña del pulgar en el desgastado surco del bastón que siempre lo acompañaba.
—En lo que era antiguamente la ciudad de Arabel.
—Con todo, eso representa apenas la mitad de los que están fuera del caparazón —dijo Galaeron—. ¿Por qué arriesgar tanto para detener a un ejército que podría morir presa de las fiebres antes de llegar siquiera a los Sharaedim?
—¿Tal vez para matar a un par de los Elegidos? —preguntó Hadrhune.
Galaeron meneó la cabeza.
—Los phaerimm son demasiado listos para eso —afirmó—. Los Elegidos sólo pueden ser derrotados, pero no se los puede matar, al menos no con la magia de Mystra.
—Sea cual sea su propósito —dijo Telamont con los ojos centelleantes ante esta última puntualización—, ésta es una batalla que no debemos permitir. —Se volvió hacia donde habían aparecido Escanor y Rivalen aparentemente sin ser convocados y levantó una manga llena de tinieblas hacia la ventana al mundo—. Acudiréis con vuestros hermanos y vuestras mejores legiones a salvar a esos tontos enfermos si podéis. Dejad a los phaerimm hasta que consigamos entender cuál es su juego.
—Así se hará.
Ambos príncipes se llevaron la palma de la mano al pecho antes de girar en redondo y desaparecer.
Galaeron sintió el peso de la pregunta no pronunciada de Telamont y supo que se estaba exigiendo de él algo que hasta entonces sólo se le había pedido. Se volvió hacia la ventana al mundo y centró su atención en el Páramo Alto, luego en la horda de diminutas figuras que se arremolinaban en él y después en las cinco figuras que los seguían entre las dos compañías de illitas. Cada vez, la ventana respondía a su voluntad, cambiando y ampliando la imagen para mostrarle lo que deseaba ver.
Cuando Galaeron se encontró mirando por fin a los propios espinardos, pasó de uno a otro, estudiándolos por turnos, buscando cicatrices o dibujos en las escamas que pudieran evocar alguno de los recuerdos de Melegaunt. Si la ventana al mundo hubiera sido capaz de transmitir sonidos, habría formulado el conjuro que Melegaunt le había enseñado para entender su lengua, pero ni siquiera los shadovar podían escuchar sin mandar un espía. El Supremo le había dejado bien claro a Galaeron que mientras no hubiera adquirido la pericia suficiente con la magia de sombras como para encontrar y transmitir el conocimiento que Melegaunt le había confiado, no se le permitiría arriesgar su vida de ninguna manera. Para un oficial de los Guardianes de Tumbas, acostumbrado a perseguir a profanadores de criptas por estrechos pasadizos sembrados de mortíferas trampas mágicas, aquélla era una restricción difícil de respetar.
Después de varios minutos de meditar sobre los phaerimm, Galaeron finalmente apartó la vista de la ventana al mundo.
—Lo siento —dijo—, no puedo evocar nada.
Telamont aceptó el fracaso con una paciencia de la que no hacía gala con nadie excepto con Galaeron.
—Que eso no te atribule —manifestó—. Estoy seguro de que se debe a una interferencia de tu sombra. Cuanto más tratas de controlarla, más fuerte se vuelve.
—Yo no trato de controlarla —replicó Galaeron—, simplemente dejo vagar mis pensamientos.
Los ojos de Telamont chispearon bajo su capucha y hubo un atisbo de algo parecido a una sonrisa entre blancos colmillos.
—Siempre estás tratando de controlar a tu sombra, elfo. Eres de los que deben controlar lo que temen.
—Lo que temo es convertirme en un monstruo —insistió Galaeron—. Claro que quiero controlar a mi sombra.
—Como ya te dije —replicó Telamont, levantando una manga y apoyando un peso frío sobre el hombro de Galaeron—, no tiene importancia. Los príncipes han recibido sus órdenes.
La ventana al mundo se llenó con una imagen neblinosa que gradualmente se fue aclarando a medida que el Supremo iba enfocando lo que quería ver. Incluso cuando la escena ya había dejado de cambiar, Galaeron tardó un poco en reconocer una serie de débiles líneas azuladas como grietas en el Hielo Alto.
Las grietas se fueron ensanchando hasta transformarse en franjas en forma de daga de cañones helados y profundos, y Galaeron empezó a notar extraños parches de columnas de vapor que salían de algunas partes del enorme glaciar. Una de estas columnas creció hasta llenar la ventana al mundo, y una parcela cuadrada de nieve se oscureció gradualmente pasando del blanco al gris y al ébano a medida que se iba agrandando. Por fin, Galaeron se encontró mirando algo que parecía una enorme alfombra negra que estuviese desenrollando una compañía de shadovar del tamaño de hormigas.
—Una manta de sombra —explicó Telamont respondiendo a la pregunta de Galaeron antes de que éste pudiera formularla—. Más de un kilómetro cuadrado de pura sedasombra.
Galaeron frunció el entrecejo, tan intrigado por lo que estaban haciendo los shadovar como por la razón que podría tener Telamont para enseñárselo. Al final de la manta ya extendida, una nube de vapor que se iba engrosando empezaba a ascender en el aire mientras de debajo del borde brotaban pequeños riachuelos de agua cristalina, convirtiéndose en corrientes burbujeantes que se unían formando anchos arroyos y desaparecían por las azules grietas en cascadas plateadas de agua que se precipitaba.
—¡Lo está derritiendo! —exclamó Galaeron con un respingo.
—Así es. —Si Telamont notó la alarma en la voz de Galaeron, el tono con el que habló no lo delató—. Las mantas de sombra absorben toda la luz que cae sobre ellas, a continuación la atrapan debajo en forma de calor. Ya hemos extendido cientos de ellas a lo largo de la linde del Hielo Alto.
—¿Cientos?
Galaeron se concentró en un área más extensa del Hielo Alto. Al notar su cambio de enfoque, Telamont le pasó el control de la ventana al mundo, y la escena se retrajo hasta mostrar los cientos de columnas de vapor que salían del hielo.
—¡Está cambiando el clima de Faerun!
—Estamos renovando lo que destruyeron los phaerimm —puntualizó Telamont.
La escena volvió a desplazarse, esta vez hacia el extremo suroriental del Hielo Alto, donde docenas de enormes ríos surgían de cavernas con una tonalidad azul en la base de un muro montañoso de nieve y hielo. El agua convergía en enormes cuencas que llevaban secas un millar de años, recreando los lagos que en una época había habido a lo largo de las franjas septentrionales de Netheril.
—Del Hielo Alto baja aire frío que recoge humedad al pasar por los lagos y se calienta —explicó Telamont—. A medida que el efecto se intensifique, los vientos llevarán la lluvia y la niebla hacia el sur, al interior del Anauroch, obligando al aire tórrido del desierto a elevarse y atraer más vientos desde el Hielo Alto. El sistema se autoalimenta. Ya empieza a haber chaparrones en una zona tan meridional como las Columnas del Cielo.
Aunque Galaeron no tenía la menor idea de dónde estaban las Columnas del Cielo, el nombre tenía resonancias netherilianas, y no necesitó que le explicaran lo que las mantas de sombra significaban para la zona occidental de Faerun. Ya lo había visto en las ventiscas que azotaban Aguas Profundas y en los diluvios que habían transformado la mayoría de las explotaciones al sur del bosque de Ardeep en cenagales en los que uno se hundía hasta las corvas.
—Eso está muy bien para Refugio —dijo—, pero ¿y el resto de Faerun?
Los hombros tenebrosos de Telamont subieron y bajaron.
—Todo lo bueno tiene un lado malo. Para que Refugio reivindique su patrimonio, otros tienen que sufrir.
—Es demasiado —aventuró Galaeron.
Miró hacia el oeste, y la escena pasó a Daggerford, donde las aguas heladas del río Delymbyr habían inundado las calles y los residentes tenían botes sujetos a las ventanas de la segunda planta de sus casas.
—Seguramente podría adoptar un sistema más gradual. Un sistema que no dejara a tanta gente sin hogar y sin alimentos.
Telamont tomó el control de la ventana al mundo, enfocando la cúpula de sombras que se cernía sobre los Sharaedim.
—Pensé que lo que te preocupaba era Evereska.
—No hay mucha relación entre ambas cosas —respondió Galaeron.
—¿No la hay? —preguntó Telamont—. Para prevalecer, Refugio tiene que hacerse fuerte. ¿A qué gente quieres salvar, elfo, a la tuya o a la de ellos?
—No es ésa la alternativa —replicó Galaeron—. Incluso al ritmo que vosotros estáis fundiendo el Hielo Alto, el Anauroch tardará décadas en recuperarse. Evereska se salvará o perderá en un año.
La capucha llena de sombras de Telamont se inclinó hacia Galaeron.
—Es la alternativa que te he dado, elfo. ¿Quién perecerá, Evereska o el oeste?
—Nnoo… no puedo creer que me plantees semejante cosa —balbució Galaeron.
Pensó que seguramente estaría malinterpretando lo que oía, perdiendo algún matiz importante capaz de aclarar lo que el Supremo le estaba preguntando realmente.
Una mezcla de frío y furia creció en su interior, y lo entendió todo. Los shadovar estaban tratando de atraparlo, de corromperlo quizá, o de ponerlo a prueba, o de cargarle a él la culpa de todas aquellas muertes.
El elfo meneó la cabeza.
—Ya veo cuál es tu juego, y no va a funcionar conmigo.
—¿Crees que esto es un juego? —Telamont levantó una manga hacia la ventana al mundo—. Mira y piénsalo otra vez.
La escena había vuelto al Páramo Alto, donde los príncipes de Refugio y sus legiones se despegaban del tenebroso suelo, miles y miles de siluetas que se desprendían de las sombras y recuperaban su estatura normal mientras cargaban, formulando conjuros de muerte liminar y blandiendo armas de cristal negro indestructible.
Atrapados por la retaguardia y el flanco, los osgos rugían confundidos, y luchaban contra sus amos acechadores con mucha más ferocidad que contra los shadovar. Una compañía de illitas ya estaba a merced de la espada negra, mientras que la otra corría a desplegarse detrás de sus líneas de batalla y a buscar a los magos más poderosos para dirigir contra ellos sus estallidos mentales. La búsqueda estaba resultando difícil, ya que la mayor parte de los guerreros del Enclave de Refugio luchaban al mismo tiempo con el conjuro y la espada, pasando a menudo del uno al otro con una gracia envidiable incluso para un elfo cantor de la espada.
Tan poco ávidos de enfrentarse a los príncipes como éstos de enfrentarse a ellos, los cinco phaerimm se mantenían a la espera, atacando las filas de sus enemigos con bolas de fuego, relámpagos y sábanas de luz ardiente que segaban filas enteras de shadovar. Aunque este último conjuro era nuevo para Galaeron, tenía ciertas semejanzas con algunos elementos de un muro prismático, y estaba seguro de que era poco más que una modificación que los espinardos habían desarrollado especialmente para combatir contra las sombras.
Fue entonces cuando la idea lo asaltó.
—Esta batalla es una distracción.
—Un ejército de esas proporciones puede ser muchas cosas, pero no una distracción —dijo Hadrhune—. Una fuerza semejante requiere recursos que según nos aseguran nuestros agentes, los phaerimm no osarían derrochar tan a la ligera.
—Vuestros agentes no conocen tan bien a los phaerimm como para llegar a esas conclusiones —replicó Galaeron, algo sorprendido al comprobar que él tenía la sensación de conocerlos. Señaló un despliegue restallante de luz azulada—. Ese conjuro es nuevo, destinado a combatir a los shadovar.
—Aunque pudieras saber eso —contestó Hadrhune—, se me escapa cómo…
—Yo puedo saberlo y vosotros no lo veis —interrumpió Galaeron, confiando en su discernimiento—. Si los phaerimm esperaran luchar contra los Elegidos, no acumularían conjuros diseñados para combatir con los shadovar…, y no anunciarían su presencia flotando hacia la batalla totalmente visibles.
Todo el Anauroch y la región occidental de Faerun aparecieron en la ventana al mundo, las nubes se apartaron para dejar ver los ríos caudalosos.
—¿Qué están tratando de ocultar? —preguntó Telamont.
Galaeron aplicó la adivinación durante algunos minutos, dedicando la mayor parte del tiempo al área que circundaba al caparazón de sombra, Nido Roquero y las colinas del Manto Gris. Por fin, meneó la cabeza.
—No puedo verlo.
—Tal vez porque no hay nada que ver —dijo Hadrhune—. Teniendo estos cinco a la vista, conocemos la ubicación de los doce phaerimm que escaparon del caparazón de sombra.
—¿Está actualizada tu información? —preguntó Telamont.
Los ojos ambarinos de Hadrhune se ocultaron un momento tras los oscuros párpados y luego asintió.
—Los vigilantes de sombras los han visto a todos en el último cuarto de hora. Cinco son visibles en este momento.
Galaeron asintió.
—Por supuesto. Sabrían que estamos esperando.
—Nuestros vigilantes lo sabrían si fueran simulacros o imágenes mágicas —dijo Telamont—. Es posible que, después de todo, esto no sea una distracción.
—No podemos saber qué es lo que conocen los phaerimm del caparazón de sombras —afirmó Hadrhune, mirando con aire de satisfacción a Galaeron—. Tal vez teman que sea obra de los Elegidos y que este ejército sea parte de su plan.
—O que los phaerimm de Myth Drannor también formen parte de esto —sugirió lord Terxa, del que Galaeron ni siquiera había advertido que estuviera escuchando entre las sombras—. Lo que queda allí del Mythal interfiere con la labor de los vigilantes de sombras, y ni siquiera están seguros de haberlos encontrado a todos.
Galaeron recordó cómo había fallado la magia de sombras de Melegaunt dentro del Mythal de Evereska, pero frunció el entrecejo y meneó la cabeza.
—Está bien pensado, pero los phaerimm no son seres sociales. Sólo trabajan juntos cuando se benefician individualmente, y no hay razón alguna para que los phaerimm de Myth Drannor piensen que podría valer la pena ayudar a los demás.
La expresión de Terxa reflejó cierta desazón, y escudriñó la oscuridad que se ocultaba bajo la capucha de Telamont.
—¿No crees que tal vez debería saberlo, Supremo?
—¿Saber qué? —Galaeron se volvió inmediatamente suspicaz—. ¿Es que ahora tenéis secretos para mí?
Los ojos de Telamont chispearon como si aquello lo divirtiera… o lo satisficiera.
—¿Nos has contado todos tus secretos, elfo?
Alzó una manga y en la ventana al mundo apareció una tranquila aldea del bosque. No hacía demasiado tiempo se habían librado una o varias batallas en sus inmediaciones, ya que el fuego había abierto varios claros nuevos en los bosques a lo largo de sus lindes. Frente a una atalaya muy próxima al centro mismo de la aldea había una extraña veta de distorsión suspendida en el aire que emitía volutas de fuego y de humo oscuro.
—Hay cosas que es mejor mantenerlas en secreto —dijo Telamont—. Entre ellas, hechos vergonzosos cometidos en momentos de necesidad.
Hadrhune se movió hasta interponerse entre Galaeron y el Supremo.
—¿Es esto necesario, altísimo señor?
Galaeron dio un paso adelante esquivando a Hadrhune.
—Lo es, a menos que queráis dejar que los phaerimm hagan lo que les plazca con vuestras legiones.
—Necesita saberlo —dijo Terxa.
Telamont extendió sus mangas. Llamas y humo salieron de los claros chamuscados, y Galaeron empezó a ver cuerpos cónicos familiares desplazándose entre los bosques. Un momento después, la figura inconfundible de Elminster apareció y empezó a describir círculos por encima de la aldea.
—Después de que Melegaunt convocó a sus hermanos a la Piedra de Karse —relató Telamont—, Elminster empezó a ser sumamente difícil de localizar. Para encontrarlo, los príncipes tuvieron que matar a algunos de los phaerimm de Myth Drannor…
—Y dejar en el aire el olor de la hierba maloliente de Elminster —completó Galaeron.
—Por lo que tengo entendido, no fue necesario dejar nada —prosiguió Telamont, prácticamente riendo entre dientes—. Los espinardos no podían imaginar que nadie más fuera capaz, y acudieron a vengarse de Elminster.
—¿Y cuando volvió a ver lo que estaba sucediendo, los príncipes le tendieron una emboscada y lo mandaron a los Nueve Infiernos? —inquirió Galaeron—. ¿Cómo pudisteis…?
—Fue un accidente —protestó Hadrhune con tono enérgico.
—De todos modos, no viene al caso en relación con lo que nos ocupa —dijo Telamont—. Lo que sí viene al caso es que los phaerimm de Myth Drannor tal vez se hayan enterado de quién fue el auténtico responsable.
—Y hayan hecho un pacto con los demás para librarse de vosotros —acabó Galaeron.
A cada momento que pasaba su enfado se iba intensificando, y no sólo por lo que le habían hecho a Elminster. Veía que Telamont también lo había manipulado a él, haciendo salir deliberadamente a su sombra al mostrarle las mantas de sombra y decirle que debía elegir entre salvar a Evereska o a todo el oeste. Aunque Telamont guardaba silencio, la fuerza de su pregunta no enunciada le pesó como una losa. Tan furioso estaba Galaeron que se resistía a responder, quería ocultar lo que veía tan claramente, o mentir al respecto… Pero no pudo contener el conocimiento que tenía dentro. La presión de la voluntad del Supremo era insufrible, como si de algún modo hubiera aplicado todo el peso del Enclave de Refugio en ese único punto de presión.
Finalmente, no tuvo más remedio que preguntar.
—¿Tenéis un Mythal?
El aire se volvió todavía más inerte y frío que de costumbre en torno a Telamont.
—Algo parecido. Aquí hay un Mythallar, como el que se encontraba en todos los enclaves de Netheril.
—Es por eso que van a atacar.
—Imposible —dijo Hadrhune—. Jamás conseguirán atravesar los fosos de sombra.
Galaeron se encogió de hombros.
—Entonces no tenéis nada de qué preocuparos.
El Supremo se volvió hacia Galaeron.
—Tú conoces nuestras defensas —dijo—. ¿Pueden atravesarlas los phaerimm?
—Ya lo han hecho, o a estas alturas tus centinelas estarían dando la alarma. —Luego, respondiendo a lo que el Supremo quiso saber a continuación, añadió—: Probablemente se trate de una pequeña compañía de infiltrados. Si hubieran sido uno o dos, habrían recurrido al sigilo en vez de tratar de alejar a tus fuerzas.
—¿Toda una compañía? —Hadrhune meneó su huesuda cabeza—. Imposible.
—No estaría de más comprobarlo —ordenó Telamont.
Los ojos de ámbar de Hadrhune se ocultaron tras los párpados, pero Telamont no se quedó esperando. Se dirigió a la sala del trono indicándole a Galaeron que lo siguiera, y a muchos otros también, a juzgar por el frío remolino de oscuridad que los acompañó.
Hadrhune apareció al lado de Telamont con los ojos ya abiertos.
—Es cierto que una patrulla de veserabs volvió inesperadamente, Supremo. No se ha podido encontrar al oficial al mando, y las monturas presentan quemaduras donde fueron enjaezadas con magia del Tejido.
—No es imposible —dijo Telamont—. Volved a reunir a los príncipes.
Estaban en la sala del trono, avanzando a grandes zancadas entre las sombras susurrantes hacia la sala de recepción, rodeados por una multitud de figuras cada vez más concretas. Varias de las siluetas se apartaron para que Vala se colocara al lado de Galaeron.
—¿Qué ha pasado?
—Phaerimm infiltrados —explicó Galaeron—. Vienen a por el Mythallar.
Vala enarcó las cejas.
—No es eso lo que yo quería saber —manifestó.
—¿No?
—Tú, Galaeron —dijo Telamont hablando desde su posición más avanzada—. Lo que quiere saber es qué te pasó a ti.
Galaeron frunció el entrecejo.
—¿Mi sombra? —Dirigió una mirada a la mujer—. ¿Te das cuenta con sólo mirarme?
Vala asintió.
—Galaeron. Ya ni siquiera tengo que mirarte —dijo—, y eso no me gusta demasiado.
—¡A las armas! —gritó Hadrhune.
Vala echó mano de su espadaoscura.
—¿Vienen hacia aquí? —preguntó.
Se encontraban en otra parte, saliendo de las sombras a un enorme cuenco de obsidiana, deslizándose por las cuestas cristalinas mientras láminas de luz purpúrea ardían todo en derredor, entre gritos, relámpagos restallantes y olor a carne chamuscada en el aire. Galaeron tardó un instante en darse cuenta de dónde estaba y por qué, y un poco más en darse cuenta de que el dolor que tenía en el brazo era la mano libre de Vala que se le clavaba en el bíceps, después, por fin, empezó a encontrarle sentido a lo que veía.
En el fondo de la hondonada había una enorme bola de obsidiana de unos cuarenta y cinco metros de diámetro en cuyo interior flotaban formas pálidas y fantasmales y cuya superficie irradiaba una oscuridad cada vez más profunda. Una bandada de phaerimm bajaba de la oscuridad que había por encima, formulando a su paso conjuros de fuego y luz, tratando de abrirse camino entre el enjambre de shadovar aturdidos por la teleportación que se tambaleaban y caían por las pendientes del cristalino cuenco, lo mismo que Galaeron y Vala.
Un orbe de oscuridad se desprendió del cuenco y abrió un agujero del tamaño de un puño a una criatura que se encontraba cerca de sus cabezas. Ésta cayó sobre la pendiente que se cernía sobre ellos y empezó a deslizarse hacia donde estaban, rugiendo de dolor en medio de una vertiginosa tempestad de vientos mientras lanzaba una furiosa profusión de relámpagos y luces abrasadoras. Galaeron recibió un rayo blanco de energía en el hombro y se puso rígido, mordiéndose la lengua con tanta fuerza que a punto estuvo de atravesarla con los dientes Vala lanzó su espada, rebanando uno de los brazos del phaerimm y una buena parte del hombro. La criatura se alejó de una voltereta y, bisbiseando algo en la lengua de viento de los espinardos, desapareció.
Galaeron sintió que Vala lo cogía por el cuello de la camisa y a continuación empezaron a descender más lentamente ya que estaban llegando al fondo del cuenco y la pendiente no era ahora tan pronunciada. Vala llamó a su espadaoscura para hacerla volver a su mano, y sólo cuando la hubo recuperado prestó atención al agujero humeante que el elfo tenía en el hombro.
—¿Qué tal va eso? —preguntó.
Galaeron consiguió desencajar la mandíbula.
—Rígido, pero bien —dijo con la boca llena de sangre.
Trató de incorporarse, pero sólo pudo ponerse de rodillas porque sus músculos se negaban a obedecer. Vala le puso la pierna en una posición arrodillada estable y a continuación ambos pasaron revista a la zona. La batalla parecía haber terminado tan rápidamente como había empezado. Los guerreros shadovar y lo que quedaba de algunos de ellos se acumulaban en pilas quejumbrosas de medio metro de alto. Media docena de phaerimm, o más bien partes de media docena de ellos, yacían entreverados con los cuerpos humeantes.
Telamont Tanthul estaba a una cierta distancia del cuenco con Hadrhune a su lado, como siempre, convocando a sus príncipes y ordenando a los supervivientes que formaran partidas de vigilancia. No había espinardos a la vista; cuando una batalla se les volvía adversa, su instinto hacía que se teleportaran. Galaeron sabía que las defensas del enclave les impedirían salir de la ciudad mediante magia translocacional, pero también sabía que los phaerimm ya habrían previsto eso y habrían elegido un punto seguro de reunión.
Galaeron se cogió del brazo de Vala y se puso de pie.
—Con calma —le dijo ella—. No tienes muy buen aspecto.
Aunque todavía le duraba el enfado con Telamont por atraer a su sombra y en ese momento lo que quería realmente era ver destruido el Mythallar de los shadovar —considerando el número de muertes que eso traería aparejado confió en que ese deseo en particular fuese de su sombra y no suyo propio—. Galaeron también sabía que el destino de Evereska dependía de la supervivencia del Enclave de Refugio.
—No se ha acabado —dijo Galaeron—. Todavía siguen en la ciudad.
Vala lo rodeó con el brazo para que se apoyara en ella y ambos se dirigieron hacia el Supremo.
—A Telamont no va a gustarle esto. ¿No te ordenó que te mantuvieras al margen de toda lucha hasta que fueras capaz de transmitir el conocimiento de Melegaunt?
Galaeron indicó con la cabeza la enorme esfera de obsidiana que estaban rodeando.
—Al parecer ha hecho una excepción con el Mythallar.
Vala echó una mirada al orbe y enarcó las cejas.
—¿Eso es el Mythallar? Yo casi había pensado que era la Piedra de Karse.
—Yo también —dijo Galaeron.
Después de dejar libres a los phaerimm, habían viajado al Bosque Espectral, luchando contra liches y otros guardianes no muertos para ayudar a Melegaunt a recuperar la famosa Piedra de Karse y usar su magia «pesada», de una época anterior a la división entre el Tejido y el Tejido de Sombra, para devolver el Enclave de Refugio a Faerun.
—Supongo que sólo necesitaban la piedra para abrir una puerta de proporciones suficientes entre las dimensiones —decidió—. Aparentemente, el Tejido de Sombra todavía puede dar soporte a conjuros tan poderosos como para hacer que levite una ciudad.
—¿Y el Tejido no puede? —preguntó Vala.
—No lo ha hecho —respondió Galaeron con un encogimiento de hombros—. No desde la caída de Netheril.
Si Vala advirtió el peligro que eso entrañaba, no dio muestras de ello.
—Es una buena noticia para Evereska, si eso significa que los shadovar son más poderosos que los phaerimm —razonó.
Galaeron asintió, pero no dijo lo que podía significar también. Si los shadovar eran más poderosos que los phaerimm, entonces eran también más poderosos que la mayor parte de los grandes magos del reino. Sólo los propios Elegidos, o tal vez un círculo completo de altos magos, podían rivalizar con su poder.
Casi habían llegado donde se encontraban Telamont y Hadrhune cuando el primero de los príncipes y media docena de señores shadovar tras él salieron de las tinieblas del borde del cuenco y empezaron a descender por la resbaladiza pared. Galaeron reconoció a Brennus por su gran boca en forma de media luna y por el tono anaranjado de sus ojos del color del hierro. Sin resbalar en la pronunciada pendiente de obsidiana, él y los demás empezaron a avanzar en la dirección de Telamont. Sus rostros no mostraban la menor emoción ante la carnicería que los rodeaba. Cuando llegaron a las pilas de cuerpos acumulados en el fondo, empezaron a atravesarlas sin provocar ni un solo gemido y sin perturbar un brazo siquiera.
—¿Ves eso, Vala? —preguntó Galaeron.
—¿El qué? —inquirió ella.
Como casi todos los que estaban en el cuenco, Vala tenía fija su atención en las tinieblas próximas al borde, y esperaba despreocupadamente la llegada del resto de los príncipes.
—Más abajo. Mira los pies de Brennus.
Vala hizo lo que le decía y frunció el entrecejo al ver que a nadie parecía molestarle que Brennus lo estuviera pisando.
—Eso no tiene sentido.
—Eso mismo pensé yo —dijo Galaeron.
Les quedaban todavía treinta pasos para llegar a Telamont, tal vez la mitad de los que les faltaban a Brennus y a sus acompañantes. Galaeron se detuvo y sacó una pequeña escama de obsidiana del bolsillo de su túnica.
—No, Galaeron. —Vala le sujetó el brazo—. Vas a…
—¡Suéltame! —Galaeron se liberó de un tirón y a continuación empezó a frotar la escama por la palma de su mano—. Si ése es Brennus realmente, jamás se enterará.
Galaeron inició el encantamiento de una adivinación de sombra, uno más poderoso de lo que debería usar, pero necesario si quería disipar la magia de disfraz de un phaerimm. Una oleada de fría magia de sombras recorrió todo su cuerpo, helándolo hasta la médula de los huesos y llenándolo de un rencor frío, penetrante, contra… bueno, contra todos: contra Melegaunt y los demás príncipes, contra Telamont, Hadrhune… e incluso contra Vala.
El conjuro acabó cuando el «príncipe» y su escolta pasaban por encima de los últimos caídos en el fondo del cuenco. La sombra abandonó sus cuerpos como si fuera agua, dejando ver a seis phaerimm y a un extraño orbe de tres ojos y tres tentáculos con un enorme pico parecido al de un pinzón.
—¡Impos…!
Fue todo lo que pudo gritar Vala a modo de advertencia antes de que en el cuenco estallaran bolas de sombra voladoras y abanicos de luz restallante. Dos de los phaerimm y cincuenta shadovar cayeron en el fragor inicial de la batalla, y la criatura de tres ojos se volvió hacia Galaeron, moviendo sus tentáculos como las cimitarras de un maestro de armas drow. Vala lo interceptó, alzando su espadaoscura para detener los tentáculos rotatorios, y cayó hacia atrás cuando la criatura le hizo bajar la guardia golpeándola en la mejilla, por encima del ojo y en el cuello a continuación.
Galaeron tiró de ella hacia atrás y sacó su propia espada. Su acero elfo cercenó un ganchudo tentáculo en el momento mismo en que golpeaba en el hueco del cuello de la mujer, y a continuación se replegó antes de que la criatura pudiera alcanzarlo con su pico. Otro gancho restalló en el aire dirigido contra el corazón de Galaeron, que no estaba protegido por la armadura, y fue interceptado por la espadaoscura de Vala. Hundió su negra espada en el tentáculo con un movimiento giratorio y atrajo a la criatura hacia sí, dispuesta a recibirla con su daga de hierro. La espada se hundió a la profundidad que podría hacerlo un dedo, y apareció el tercer tentáculo, que la enganchó por el pliegue de la rodilla tratando de hacerle perder pie. Pero Vala era demasiado ágil. Dejó la pierna muerta permitiendo que el pie se alzara mientras hacía presión sobre la espada que se hundió unos centímetros más.
Galaeron sacó una hebra de sedasombra del bolsillo y formó con ella una pelota mientras iniciaba el encantamiento de una bola de sombra.
—¡Galaeron! —gritó Vala, saltando sobre una pierna mientras la criatura hacía oscilar la que le tenía sujeta adelante y atrás. A pesar de todo, consiguió hacer caer la sedasombra de la mano del elfo—. No más…
—¡Maldita sea! ¡Calla y lucha!
Galaeron apartó de un puntapié el pico de la cosa y le atravesó el cuerpo con la espada. Dejándola allí clavada, sacó un pequeño cilindro de cristal del bolsillo y empezó a lanzar un rayo normal, sin sentir nada.
Bueno, no exactamente nada. Hubo un frío hormigueo mientras la magia de sombra trataba de infiltrarse en él en el punto en que su cuerpo tocaba el suelo, pero él la repelió y se abrió al Tejido para poder lanzar un rayo normal, brillante, penetrante…, pero no pasó nada. Había perdido el contacto con el Tejido.
Vala cambió su daga por la espada de Galaeron y la clavó, la retorció y cortó, entonces gritó alarmada al ver que la cosa le rodeaba el tobillo con un tentáculo al que ya había despojado de su extremo ganchudo. En lugar de dejarse derribar, Vala se echó de espaldas, tirando para desprender la espada de Galaeron del cuerpo de la criatura y haciendo salir una cascada de entrañas.
La cosa emitió un chillido angustiado y explotó en una nube sanguinolenta al estallar en su centro una enorme bola de sombra. Los restos cayeron inertes entre Galaeron y Vala sin que los babosos tentáculos hubieran soltado a la mujer y a su espadaoscura. Vala usó rápidamente la espada de Galaeron para liberarse y a continuación la hizo girar en el aire y le ofreció a él la empuñadura.
—Jamás…, y me da lo mismo que estés poseído por tu sombra oscura…, jamás me digas que me calle.
—Y tú jamás, y quiero decir jamás, me interrumpas cuando estoy formulando un conjuro —le espetó Galaeron—, o la próxima vez dejaré que te arranquen la cabeza.
—Prefiero un monstruo desconocido —dijo mirando a la criatura de tres ojos con un gesto de disgusto— que uno conocido.
Dejó caer la espada de Galaeron sobre los despojos, después se puso en pie de una voltereta y salió renqueando entre los sanguinolentos restos, dejando que Galaeron se enfrentara a Telamont y Hadrhune, que aparecieron tras el cadáver destripado del monstruo. El Supremo le dio un puntapié con una bota oscura.
—Hasta aquí nos atacan nuestros enemigos del plano de las sombras —dijo—. Este «monstruo» es un malaugrym. Has hecho bien en desenmascararlo. Podría decirse incluso que todos te debemos la vida.
—Podría —dijo Galaeron procurando ponerse de pie—, pero parece que un simple «gracias» es demasiado pedir.
Los ojos de Telamont centellearon.
—¿Es eso lo que necesita oír tu sombra?
—¿Mi sombra? —replicó Galaeron con un gruñido—. Si no es más que una cuestión de cortesía.
Después, recordando cómo había salvado Vala su vida cuando le había fallado el rayo, se dio cuenta de que Telamont tenía razón. También Vala la tenía. Su sombra lo había dominado por completo… Tal vez todavía lo tuviera dominado.
A una señal de Telamont, tanto él como Hadrhune se arrodillaron ante Galaeron, haciendo que todos los señores de las sombras que en ese momento los estaban mirando hicieran lo propio.
—Galaeron Nihmedu, en nombre del Enclave de Refugio —empezó Telamont con un leve deje irónico en la voz—, te rogamos aceptes nuestro más sincero…
—No es necesario —se excusó Galaeron, dándose cuenta de lo innoble que era su pretensión cuando tantos habían muerto—. Perdonadme por pedirlo.
Telamont no se levantó.
—Ya ves —dijo—. Puedes aceptar a tu sombra.
—Claro que puedo —repuso Galaeron irónicamente mientras miraba por encima del hombro del Supremo. Había alguien a quien le debía una disculpa—. ¿Dónde estará Vala?
Telamont se puso de pie y miró a su alrededor.
—Hay cosas que ni siquiera yo sé.
—No temas por su bienestar —dijo Hadrhune, mirando en la misma dirección que el elfo—. Vala salvó la vida del príncipe Escanor. Siempre será bien recibida en su villa.