Capítulo 6

15 de Mirtul, Año de la Magia Desatada

Estando como estaba el puente de Boareskyr oculto bajo la superficie del lago cenagoso que antes habían sido las planicies situadas al norte de la Garra del Troll, el ejército de relevo de Learal atravesaba las Aguas Sinuosas en una flota de balsas de troncos calados por la lluvia. La propia Learal, acompañada de sus exploradores montados en hipogrifos y varias docenas de sus mejores magos de batalla, montaba guardia en la costa occidental, esperando que un phaerimm atacara en cualquier momento.

Éste era el último río que tenían que atravesar antes de llegar a Evereska, y si el enemigo tenía intención de detenerlos, y Learal sabía que era muy probable que lo hiciera, éste sería el punto más adecuado.

Además de hacer que el avance del ejército de relevo se hiciera a paso de tortuga, el inclemente tiempo hacía estragos en la salud y en la moral de las tropas. No había un solo guerrero entre ellos que dudase de que les debían la vida a las fuerzas de Refugio. De no haber aparecido los shadovar cuando lo hicieron, en el Páramo Alto, la horda enemiga los habría arrollado y exterminado hasta el último hombre.

Muchos oficiales estaban empezando a preguntarse si sería prudente seguir adelante. Aunque los sacerdotes y sanadores reducían las muertes por enfermedad al mínimo, la mayoría de los soldados tenían fiebre y, con la lluvia pertinaz que les estropeaba las raciones, estaban debilitados por el hambre. Aunque llegaran a Evereska a tiempo, lo más probable era que su deterioro físico representase más bien una carga para los que ya estaban allí.

Learal hacía oídos sordos a estos argumentos. Tarde o temprano el tiempo cambiaría, tenía que cambiar, y unos cuantos días de sol harían maravillas con la salud del ejército. Pero lo más importante era que tenía la certeza de que los phaerimm en un momento dado conseguirían superar el caparazón de sombra. Cuando eso sucediera, los espinardos aprenderían de su error y se extenderían por Faerun, y lo único capaz de detenerlos sería el numeroso ejército de relevo de Learal.

Y lo más importante: tenía que pensar en su amado Khelben. Había desaparecido en la batalla del Nido Roquero, defendiendo a un trío de altos magos de Siempre Unidos que intentaban abrir una puerta translocacional que hubiera permitido a Aguas Profundas enviar fuerzas de relevo en cuestión de instantes y no de meses, y Learal estaba decidida a descubrir qué había sido de él. De haber muerto, ella lo sabría, ya que siendo también ella una Elegida, habría sentido su pérdida en el Tejido. De modo que o bien había sido absorbido hacia otro plano cuando los phaerimm se hicieron con la puerta, o bien estaba atrapado dentro de Evereska con los elfos. Ella apostaba por Evereska, aunque sólo fuera porque había agotado todas las posibilidades de ponerse en contacto con él en los planos de más allá.

Las primeras balsas surgieron de la lluvia mientras las voces profundas de doscientos bárbaros uthgardt entonaban un sombrío canto de acarreo mientras se impulsaban por la cuerda que les servía de guía. Learal empezó a pensar que su ejército conseguiría rematar el cruce con éxito. Las balsas mantenían una distancia de unos treinta pasos entre sí, lo suficiente como para evitar que las atrapara una bola de fuego mágico, una tormenta de meteoros o algún otro ataque de extensión, aunque lo bastante próximas como para que los guerreros de cualquier balsa pudieran ayudar a los de otras en caso de que los atacaran.

Un trueno distante se oyó en el horizonte, del lado del Bosque de los Wyrms. Learal asignó sus magos de batalla a la defensa de tierra, después envió al aire a sus exploradores de los hipogrifos para formar una barrera de protección a cincuenta pasos de la orilla. El trueno se transformó en el rugido inconfundible de botas aporreando el terreno y de voces rugientes, pero la cortina de lluvia era tan densa que Learal no podía ver a sus enemigos ni siquiera desde treinta metros por encima del suelo.

El estruendo era cada vez mayor y pasó por debajo de Learal, que se dejó caer hasta que vio primero la oscuridad brumosa de la tierra y después miles de huellas oblongas de botas que aparecían en el barro. Alguien había vuelto invisible a todo el ejército, y eso significaba la presencia de phaerimm, probablemente de varios de ellos.

Learal alzó su palma contra la primera fila, pronunció unas cuantas sílabas de magia disipadora y apareció un círculo de diez metros de osgos a apenas treinta pasos de la orilla.

Varios de los magos de batalla alzaron las manos formulando conjuros, y un muro de llamas de kilómetro y medio de largo se alzó para devorar a la primera fila de osgos. La mayor parte se quedaron en el sitio, pero cientos de las bestias avanzaron tambaleantes, rugiendo de dolor y alzando sus espadas de doble hoja en su titubeante embestida contra la delgada línea de magos. Los primeros uthgardts ya chapoteaban en el agua para enfrentarse a las bestias, pero el cieno era profundo, eran pocos y tenían poco tiempo.

Learal sacó un trocito de carbón de su bolsillo de los conjuros y volando bajo ante los osgos que ardían como antorchas, lo pulverizó y pronunció un complicado encantamiento. El terreno se volvió negro y viscoso y las bestias se hundieron hasta la rodilla en él, después hasta la cintura mientras se seguían debatiendo y finalmente hasta el pecho. Allí donde sus cuerpos en llamas tocaban el negro fango, éste también empezaba a arder, y la franja de terreno no tardó en llenarse de espantajos rugientes que ardían con llamaradas anaranjadas.

Al final de su ataque, Learal se enfrentó a una tormenta de piedras lanzadas con hondas y de hachas de mano. Ninguno de los ataques logró penetrar su magia de protección, pero la intensidad fue suficiente como para retrasar su ascenso. Se volvió y se encontró mirando un mar de osgos y gnolls, todos ellos visibles desde el momento en que se inició el ataque. Abriéndose camino entre las hordas avanzaban pequeños grupos de acechadores e illitas con tentáculos en la cara, que iban abriendo brechas en las defensas mágicas que mantenían a raya a sus masas.

Learal no vio ni rastro de los phaerimm que controlaban el ejército. Incluso era posible que ni siquiera los propios illitas y acechadores supiesen dónde se encontraban. A los phaerimm les encantaba usar su magia para conseguir que otros hicieran su voluntad, y muchas veces las víctimas ni siquiera sabían que las estaban controlando.

Un coro de gritos llamó la atención de Learal hacia el río desbordado, donde dos escuadrillas de acechadores se habían desprendido de los flancos para atacar a la fila de balsas. La Elegida pasó un dedo por el anillo que llevaba en el pulgar para activar su magia de mensajes. Evocó el hosco rostro del jefe de los exploradores de los hipogrifos y pensó:

Aelburn, están tratando de atacar a las balsas por el flanco.

Como tú predijiste, señora —fue la respuesta de Aelburn—. Haremos que eso se les vuelva en contra.

La montura de Aelburn emitió una serie de agudos chillidos que hicieron que los exploradores se dividieran en dos grupos y volvieran grupas para lanzarse sobre las dos escuadrillas de acechadores desde atrás. Learal se quedó oteando el cielo gris para asegurarse de que ningún phaerimm saliera de las nubes por detrás de sus exploradores. Una tempestad de relámpagos y explosiones se desató sobre el río cuando los magos y clérigos de las balsas empezaron a lanzar conjuros contra los acechadores atacantes. Un instante después, al sonido se sumaron los gritos y alaridos de los guerreros que se ahogaban cuando las criaturas respondieron con rayos de desintegración y haces mortales. Los hipogrifos empezaron a chillar y las ballestas a disparar y cuerpos de ambos bandos comenzaron a caer al agua.

Cuando Learal se volvió hacia el grueso de la batalla, el primer acechador ya estaba en el muro de fuego, lanzando un rayo verde por su enorme ojo central y desactivando lentamente la magia que lo hacía arder. Learal apuntó con los dedos hacia la criatura y la abrió en dos con diez descargas doradas de magia. Los magos de batalla llenaron la brecha con una nueva cortina de fuego sin dar tiempo a que los primeros osgos pudieran aprovecharla, pero otra docena de acechadores ya avanzaba flotando para esparcir sobre las llamas sus rayos desactivadores de magia.

Learal sacó de su cinturón un par de varitas mágicas y sobrevoló la línea, lanzando rayos de magia con una mano y relámpagos con la otra. Los acechadores más próximos murieron antes de poder abrir una brecha, pero los que estaban en el otro extremo extinguieron ringleras enormes de llamas y docenas de osgos y de gnolls las atravesaron. Les salieron al encuentro tormentas de feroces meteoros y cadenas danzantes de relámpagos, pero los magos de batalla no pudieron detenerlos. Las debilitadas filas de los uthgardts se vieron obligadas a hacerles frente en la trinchera de alquitrán abierta por Learal, y en demasiadas ocasiones eran los bárbaros los que caían. Más guerreros acudían en auxilio de la segunda y tercera tandas de balsas, pero con el convoy de éstas todavía sometido al ataque de los acechadores, el flujo no tardaría en cesar.

Learal acabó su recorrido y se hizo cargo de los últimos acechadores, después se volvió y se encontró con otra docena de ellos que se lanzaba contra el muro de fuego a sus espaldas. Empezó a recorrer la fila nuevamente y sintió una sacudida mental cuando un illita trató de atacarla con sus poderes de entumecimiento mental. Su escudo de pensamiento aguantó firmemente el asalto, pero sabía que era sólo cuestión de tiempo que la criatura hiciera que uno de sus compañeros acechadores dirigiera contra ella su rayo disipador de magia y volviera a intentarlo, y esa vez seguro que surtiría efecto.

Tendría que llamar a su hermana… otra vez.

—Storm. —Learal no se molestó en utilizar la magia. Como todos los Elegidos de Mystra, cuando cualquiera en Faerun pronunciaba el nombre de Storm, ella siempre lo oía, y también unas cuantas palabras más—. Necesito ayuda. Estoy en…

Learal no había terminado de hablar aún cuando Storm apareció, aturdida por los efectos de la teleportación y precipitándose hacia el suelo. Learal a duras penas consiguió sujetarla por la muñeca a tiempo para evitar que cayera en la vorágine de osgos y gnolls que pugnaban por atravesar la feroz muralla de abajo.

—Si me hubieras dejado terminar —dijo Learal, poniéndose fuera del alcance de las hondas de los osgos—, te habría dicho que estaba en el aire.

—Por las estrellas sangrantes, ¿de dónde sacan tantos brutos? —preguntó Storm, recuperando el control y mirando a la horda a la que sobrevolaban. Como ya había sido advertida del cruce del río, estaba totalmente armada y con su armadura completa—. Por lo que veo, esta vez no hay ayuda de Refugio.

—Es posible que los shadovar tengan mejores cosas que hacer que cuidar de mí —dijo Learal—. Esto no significa que nos estén traicionando.

—¿Ah, no? —Storm activó su propia magia de vuelo, sacó un par de varitas mágicas y enarcó las cejas—. ¿Has sabido algo de Khelben?

—Los shadovar no tuvieron nada que ver con su desaparición. —Learal le indicó a su hermana el extremo opuesto de la línea de batalla—. Ni siquiera han estado aquí, todavía —añadió.

—Uno de ellos sí que estuvo —puntualizó Storm—. ¿Crees que deberíamos llamar a alguna hermana más?

—Por supuesto que no —respondió Learal lanzándose al extremo de la batalla que le correspondía—. Tú ya eres suficientemente mala.

Se pasaron el siguiente cuarto de hora volando de un lado para otro por encima de las líneas de batalla, lanzando su magia contra los acechadores y los illitas desde lo alto y recurriendo de vez en cuando a magia más poderosa, como conjuros de explosión solar y nubes incendiarias, cuando se quedaban rezagadas y el enemigo irrumpía en números que los magos de batalla eran incapaces de detener. En una ocasión, Storm se vio cogida en el rayo antimagia de un acechador cuando un illita le descargó una explosión mental, y Learal tuvo que recurrir a la magia de detener el tiempo para rescatarla.

Una vez que uno de los clérigos de la guerra de Tempus le hubo restablecido la capacidad, Storm le devolvió el favor dos veces, en una ocasión envolviendo a Learal en una esfera protectora de colores relumbrantes y en otra creando una mano mágica que barrió a los posibles atacantes hasta que llegó ella para poner a su hermana a salvo.

Llegó un momento en que se quedaron sin acechadores e illitas que matar. El plan de Learal para desbaratar los ataques por el flanco contra los convoyes de balsas también funcionó, y los osgos y gnolls se vieron obligados a permanecer inactivos mientras el ejército de relevo llegaba hasta la orilla protegido por el muro de fuego. El simple hecho de que sus monstruosos atacantes permaneciesen allí para combatir fue para las hermanas señal suficiente de que todavía había phaerimm ocultos entre las hordas, pero también sabían que las criaturas tendrían mucho cuidado de no ponerse al descubierto en presencia de las Elegidas de Mystra. El arma especial de los Elegidos, el fuego de plata, era una de las escasas formas de magia capaces de hacer daño a los espinardos, y no podía decirse de ellos que no fueran cautos.

En cuanto la última balsa llegó a tierra, Learal y Storm descendieron para reunirse con los comandantes de las diferentes compañías en un consejo de oficiales. Llovía más fuerte que nunca, sus guerreros estaban exhaustos por la travesía y sus enemigos no sólo estaban más frescos, sino que además eran más fuertes. Por otra parte, ellos los aventajaban ligeramente en número y ampliamente en medios mágicos, y Learal confiaba en poder culminar el día.

Aunque el muro de llamas estaba a unos buenos veinte pasos por detrás de ella, Learal sentía que su calor secaba la humedad de sus ropas empapadas por la lluvia.

—¿Qué os parece, caballeros? —preguntó—. ¿Atacamos ahora o nos tomamos la noche para descansar detrás de nuestra muralla de fuego y les presentamos batalla por la mañana?

—Los elfos no estaremos más frescos por la mañana —dijo lord Yoraedia, que comandaba a los quinientos guerreros y magos de Siempre Unidos. Miró a Learal con inconfundible expresión de sorna, después se volvió hacia el comandante de negra cabellera de los uthgardts del León Negro, el jefe Garra.

—No puedo imaginar que ni siquiera los hombres de tu tribu pudieran dormir bien esta noche —le dijo.

Garra se encogió de hombros.

—Dormir o no, no significa nada para nosotros —precisó—, pero la noche favorece a los amarillos y a los perros merodeadores. Nos llevaremos a más con nosotros a los fuegos del infierno si atacamos antes de que oscurezca.

Sin saber a ciencia cierta si el fatalismo que notaba en sus voces la sorprendía o la alarmaba, Learal frunció el entrecejo y se dispuso a dar una reprimenda a los comandantes, pero se contuvo y esbozó una sonrisa forzada.

—Caballeros, estáis dejando que el tiempo nuble vuestro buen juicio —declaró—. Contáis con dos Elegidas de Mystra entre vosotros. ¿Realmente creéis que nos pueden vencer unos cuantos millares de gnolls y de osgos?

—A vosotras no —dijo el jefe Garra, y luego señaló vagamente al ejército con un gesto de la mano—, pero todos los demás no somos Elegidos. Todos los demás moriremos.

Learal oyó un murmullo nervioso que se iba extendiendo por las filas, pero lo pasó por alto y mantuvo su atención centrada en los comandantes.

—Hasta los Elegidos mueren —dijo—, pero este ejército no va a morir…, al menos hoy no.

—Perdóname si me parece que tu juicio está un poco nublado —dijo lord Yoraedia.

—¿Nublado? —Learal estaba montando en cólera, y el murmullo creciente de los hombres no contribuía a calmarla—. ¿En qué esta nublado mi juicio?

—Temes por tu hombre. —El jefe Garra miró por encima del hombro y luego volvió a mirar a Learal en el preciso momento en que ella cerraba los puños para contenerse y no hacer algo de lo que pudiera arrepentirse—. Tu devoción lo honra, pero no te deja ver el peligro.

Learal tuvo la impresión de que le hubieran dado un bofetón. Yoraedia, Garra, todos los comandantes la miraban como si realmente creyeran que los llevaba directamente a la muerte sólo por Khelben.

—No soy yo la que está ciega —dijo—. Si no podéis ver…

—Learal, espera —la interrumpió Storm.

Señaló río arriba, a un lugar donde una bandada de docenas de alas enormes, escamosas, empezaba a surgir de la lluvia. Eran tan grandes como velas y de un azul tan intenso que su color se veía con claridad bajo la gris luminosidad, y aunque las hermanas no hubieran visto jamás una Furia de Dragones, habrían entendido lo que se avecinaba a la vista de tantas bocas llenas de colmillos.

—Tal vez ellos tengan algo de razón.

Por la ventana al mundo del palacio de Telamont Tanthul en el Enclave de Refugio, los dragones parecían una extensión de mar azul vista a través de las nubes: sus grandes alas producían un movimiento ondulante, como el de las olas, y las escamas azules lanzaban destellos igual que cuando la luz se refleja en el agua… Todos menos el que abría la marcha. Éste era un puro esqueleto, con ascuas azuladas brillando en las cuencas vacías de los ojos y unas garras que podían abarcar la cabeza hasta de sus seguidores más grandes.

Sólo podía ser Malygris, el necio dragón azul que había vendido su alma al Culto del Dragón para matar a su odiado soberano, Sussethilasis, y reclamar para sí el título de Suzerain Azul del Anauroch. Aunque Galaeron jamás había visto al dracolich, los azules más jóvenes que acudían a la linde del desierto para comerse a los profanadores de tumbas y a sus caballos a menudo adoptaban una actitud desafiante hablando de la necedad de su Suzerain. Sin embargo, no eran demasiado rebeldes, ya que varios de los wyrms más pequeños de la Furia eran los mismos que tanto se habían burlado de su jefe ante Galaeron.

Una planicie inclinada de color pardo apareció delante de los dragones, con un semicírculo de fuego anaranjado que iluminaba el borde superior y miles de diminutos puntos que ennegrecían el terreno circundante. Galaeron reconoció los puntos como guerreros, pero tuvieron que pasar unos instantes antes de que lograra identificar la planicie pardusca como un río desbordado, y eso fue cuando los dragones, al descender, se acercaron lo suficiente como para ver la corriente que pasaba por encima del tejado de una cabaña.

Galaeron prestó atención a la muralla de fuego, y los puntos se transformaron en dos ejércitos. El más numeroso, compuesto por figuras más grandes, estaba siendo mantenido a raya por el crepitante muro de fuego. El ejército menos numeroso estaba atrapado contra el río, con una flotilla de balsas de troncos atracada en la cenagosa orilla a sus espaldas y el ejército mucho más numeroso enfrente. Según todas las apariencias, eran conscientes de la presencia de los dragones que se lanzaban en picado detrás de ellos, porque sus ordenadas filas se estaban transformando en un caos al meterse los hombres en el río o arracimarse contra la muralla de fuego.

La imagen de la ventana al mundo empezó a hacerse borrosa y poco definida, con volutas de sombra que se acumulaban en los bordes. Galaeron se fijó en el centro del ejército presa del pánico, donde un grupo pequeño de figuras miraba a los dragones con calma relativa. La ventana al mundo se esforzaba por responder a su voluntad, pero la interferencia era demasiado poderosa. Pudo entrever a dos mujeres con rostros familiares y largas trenzas plateadas, a un elfo dorado atemorizado y a un bárbaro uthgardt de blanca cabellera y ojos azules. Entonces la imagen se convirtió en un borrón irreconocible y las sombras se abatieron sobre ella hasta que no hubo más que oscuridad.

Una quietud fría y familiar rodeó a Galaeron. Al volverse se encontró con los ojos de platino de Telamont Tanthul que relucían en las profundidades de su sombría capucha.

—Ése es el ejército de relevo de Aguas Profundas —dijo Galaeron—. ¿Qué tratas de ocultar?

Telamont levantó la manga y Galaeron sintió un estilizado dedo que se agitaba delante de su nariz.

—No debes permitir que tu ser sombra saque las conclusiones en tu lugar, elfo.

Telamont esperó, y como de costumbre Galaeron sintió el peso de la pregunta sin necesidad de oírla.

—Te ruego que me disculpes, Supremo. Cuando la ventana al mundo se cerró supuse que tú habías tomado el control.

—Porque quería ocultarte algo.

Galaeron asintió.

Al elfo se le erizó la piel cuando Telamont suspiró.

—No todo lo hago yo, elfo. La culpa la tiene el miedo del ejército de las Elegidas. Los muy tontos están enviando mensajes a sus seres queridos, y Ja magia que usan para transmitirlos está interfiriendo con la de la ventana al mundo. La imagen se aclarará en unos minutos.

«¿Y qué nos mostrará?», se preguntó Galaeron. Sentía el peso de otra pregunta pero no podía determinar qué era lo que quería saber el Supremo.

—Tu atención está dispersa hoy, Galaeron —dijo Telamont—. Es peligroso dejarla divagar. Tu sombra se aprovechará de ello.

Galaeron asintió.

—Las bajas del ejército de relevo serán pequeñas. Es posible que incluso lleguen a Evereska algún día, aunque no veo qué van a poder hacer allí. De lo que debemos preocuparnos es de ti, Galaeron, no me gusta esta preocupación que advierto. Es peligrosa. —Telamont alzó una manga para indicar a Galaeron que pasara a su sala privada, y ambos se adentraron en la penumbra—. ¿Qué es lo que te preocupa?

Galaeron quedó tan sorprendido al oír la pregunta formulada de viva voz que empezó a hablar sin tener todavía conciencia de haber articulado la respuesta.

—Sabes que Escanor le ha pedido a Vala que lo acompañe en el asalto a los phaerimm de Myth Drannor.

—Es una buena guerrera, y su espadaoscura tiene poder —dijo Telamont—. Es una buena elección.

Yo quiero que se quede aquí.

—Vala no es de las que se ocultan a la muerte —aseguró Telamont—. Aunque tal cosa fuera posible, eso rebajaría la idea que tiene de sí misma.

—No es eso lo que me preocupa —repuso Galaeron—. Es capaz de cuidar de sí misma incluso en una cueva llena de phaerimm, pero yo la necesito aquí.

—Ah, la promesa.

Llegaron a una arcada y la atravesaron entrando en una pequeña habitación que hacía esquina con ventanas de obsidiana cortada en láminas muy finas en dos de las paredes. Al otro lado de las ventanas, las tinieblas habituales que envolvían el enclave parecían casi inexistentes, lo que permitía tener una vista espectacular, aunque un poco oscurecida, de las arenas del Anauroch allá abajo.

Telamont señaló a Galaeron una butaca junto a una ventana y ocupó la que estaba enfrente.

—La promesa que te hizo de matarte si tu ser sombra gana la batalla —dijo.

Galaeron asintió.

—Necesito saber que ella está ahí para cumplirla.

—No, no lo necesitas.

Hadrhune apareció espontáneamente al lado del Supremo, pasando una vez más la uña del pulgar por el profundo surco de su bastón. Telamont pidió vino para Galaeron y para él, y el senescal hundió tanto la uña en el surco que la punta de su pulgar palideció tornándose de un color gris claro.

Telamont continuó.

—Vala no tendrá necesidad de cumplir esa promesa, no mientras estés en mi compañía.

Galaeron inclinó la cabeza.

—Tú eres capaz de muchas cosas, Supremo, pero ni siquiera tú puedes resolver por mí mi crisis de sombra, como tú mismo has dicho…

—Repetidas veces. —Telamont levantó una manga para imponerle silencio y Galaeron vio la forma translúcida de una garra marchita que se destacaba en gris contra la débil luz de las ventanas de obsidiana—. Pero si vas a mentir, miéntete a ti mismo, no me mientas a mí.

Galaeron frunció el entrecejo.

—¿Qué estás diciendo?

—Sabes muy bien lo que estoy diciendo —dijo Telamont—. Al menos tu sombra lo sabe.

—¿Qué no quiero que Vala se vaya porque estoy celoso?

Telamont no dijo nada.

Galaeron se puso de pie y empezó a recorrer la habitación a grandes zancadas, chocando casi con un pequeño escritorio antes de darse cuenta de que flotaba en la sombra.

—Los elfos no sentimos celos.

—Tampoco duermen —replicó Telamont—, ni sueñan como los humanos.

Galaeron se tragó su creciente ira y se volvió a mirar al Supremo.

—¿Y qué si tengo celos? Sigo queriendo que se quede aquí.

Telamont miró a lo lejos, al desierto que pasaba ante sus ojos.

—¿Y quién quiere eso?

Galaeron se quedó pensando un momento y se dio cuenta de que sólo pensaba en sus propias necesidades, no en las de Vala. Ella se sentiría dolida al pensar que él no confiaba en ella…, pero de todos modos no quería que se fuera.

—¿Importa eso? —preguntó.

La cabeza encapuchada de Telamont hizo un gesto de aprobación.

—Estás empezando a entender, pero no voy a interferir con la misión de Escanor. —Apartó la vista de la ventana y fijó en Galaeron sus ojos de platino—. Olvídate de esa mujer. Tu sombra usará tu amor en tu contra, y esas ataduras emocionales sólo pueden interferir con tus estudios.

A Galaeron le daba vueltas la cabeza. Por supuesto que había sido consciente de la atracción creciente que sentía por Vala, pero nunca lo había llamado amor, ni siquiera mentalmente. Los elfos necesitaban años de conocimiento, a veces décadas, antes de llegar a sentir algo parecido a lo que los humanos llamaban amor, y él sólo hacía unos meses que conocía a Vala. Decir que la amaba… Es cierto, la mayoría de los elfos no dormían ni soñaban. Galaeron sintió el peso de una pregunta y al volverse se encontró con la mirada de Telamont fija en él.

—¿Estudios? —preguntó, confiando en ocultar lo que realmente le estaba pasando por la cabeza.

Los ojos de Telamont relucieron.

—Tus estudios de magia —dijo—. Eres un innanoth con grandes dotes. Una vez que consigas estar en paz con tu sombra, empezaré a enseñarte seriamente.

—¿De veras? —Incluso a Galaeron le pareció que la respuesta no sonaba nada entusiasmada, pero seguía viendo a Vala en brazos de Escanor, y ésa era una imagen con la que nunca iba a querer sentirse cómodo—. Esto me toma un poco por sorpresa. Melegaunt me advirtió que dejara de utilizar la magia de inmediato.

—Melegaunt era muy cauteloso —dijo Telamont—. Un buen atributo para los espías…, pero limita mucho.

Hadrhune apareció de la oscuridad con el vino. Le sirvió primero a Telamont y luego atravesó la habitación para ofrecerle a Galaeron una copa de un imbebible líquido negro avinagrado que en Evereska no hubieran usado ni siquiera para hacer encurtidos. Galaeron alzó una mano para rechazarlo e hizo una reverencia a Telamont.

—Me has dado mucho en que pensar —dijo—. Si es posible, quisiera volver a Villa Dusari para meditar.

Los ojos de Telamont se ensombrecieron, pero alzó una manga y despidió a Galaeron con un gesto.

—Si piensas que es lo mejor, tal vez Hadrhune quiera acompañarme en tu lugar.

—Sería para mí un honor, alteza. —Hadrhune atravesó a Galaeron con la mirada y se volvió tan rápido hacia la ventana que la copa salió volando de la bandeja y se derramó—. Qué lástima, tendré que traer otra.

Galaeron abandonó el saloncito con el pelo de la nuca erizado y con las ideas tan revueltas como una de las tormentas de arena que a veces obligaban a la ciudad a alzarse en el aire frío kilómetros por encima del desierto. Como Melegaunt antes que él, era evidente que el Supremo tenía planes para ayudar a Galaeron a realizar plenamente su potencial como usuario de la magia, y no lo haría vacilar en absoluto lo que eso podría costarles al elfo y a quienes lo rodeaban. Teniendo en cuenta el precio que había pagado sólo por aprender a hacer uso del Tejido de Sombra, no lo entusiasmaba en absoluto profundizar en su conocimiento, especialmente si pensaba en lo que Telamont había dicho que le costaría. Todavía conservaba lo suficiente de su naturaleza elfa como para resistirse a la idea de renunciar a sus emociones, pero perder a Vala era impensable, especialmente si el que se la llevaba era Escanor.

Galaeron llegó a Villa Dusari furioso y decidido. Encontró a sus compañeros reunidos en el patio, sentados sobre cojines en el suelo para poder compartir la cena con Aris, que estaba echado de lado en un lateral del patio con la cabeza apoyada en la palma de una mano tan grande como una silla de montar.

—Galaeron, qué sorpresa —dijo Vala.

En su voz no había verdadero entusiasmo. Todavía no había olvidado las palabras hirientes que le había dicho después de la batalla en el Mythallar, y cada vez que Galaeron se disponía a disculparse, la sombra que había en él parecía transformar el momento en algo inoportuno o frío.

—Tráete un plato y un jarro —dijo la mujer—. Tenemos mucha comida.

En lugar de internarse en la sombría columnata para hacer lo que Vala le sugería, Galaeron se dirigió derecho hacia el grupo. Ruha lo miró y miró después a Vala, y se levantó a continuación con la gracia de un fantasma. Malik se quedó donde estaba, observando a la bruja con los ojos entrecerrados. Aris dio la bienvenida al elfo con una inclinación de cabeza.

—Siéntate —dijo la bruja—. Ya voy yo.

Desapareció en el interior del edificio. Vala se apartó de mala gana para dejarle sitio a Galaeron, pero él se detuvo a su lado y se quedó de pie, sin prestar la menor atención a Malik y al gigante.

—Vala, no puedes marcharte esta noche con Escanor.

Ella lo miró como si no pudiera creer lo que oía.

—¿Quién eres tú para decirme lo que no puedo hacer? —preguntó.

La furia hizo enrojecer el rostro de Galaeron.

—Yo… yo…

Sorprendido al comprender que no podía responder a esa pregunta, dejó la respuesta incompleta. ¿Qué derecho tenía a influir sobre sus decisiones? Jamás le había hablado de amor, incluso él mismo había rechazado ese sentimiento hasta que Escanor empezó a mostrar interés por ella. Entre ellos lo único que había era un juramento.

—Me hiciste una promesa —exclamó.

—Si yo fuera tú, eso sería algo que no querría que me recordaran.

Consciente de que no llegaría a nada enfrentándose con una vaasan, Galaeron se tomó un momento para tranquilizarse… y para aquietar a su sombra, que le susurraba oscuras advertencias sobre la sinceridad de la amenaza implícita en las palabras de ella.

—Vala, necesito que te quedes —dijo cuando por fin sintió que controlaba la situación.

—Tienes una curiosa forma de demostrarlo… Y no me refiero solamente a lo que dijiste en el Mythallar —repuso Vala—. Me has estado tratando como a una furcia barata y a todos los demás como sirvientes. No es que me importe demasiado, pero…

La furia que le transmitía a Galaeron su sombra se transformó rápidamente en una especie de enfado más frío, en algo más sutil y astuto. Se encontró asintiendo y mirando al suelo.

—Tienes razón —se sorprendió de lo que decía—. Te debo una disculpa.

Vala enarcó una ceja y no respondió.

—Y te la voy a dar en el momento adecuado —continuó Galaeron. Su sombra no le permitiría decir que lo sentía. Realmente quería hacerlo, pero no fueron ésas las palabras que salieron de sus labios—. Y en el lugar adecuado.

Vala frunció el entrecejo.

—Éste no está nada mal.

Galaeron meneó la cabeza.

—No, cuando nos hayamos marchado de esta maldita ciudad.

Vala lo miró boquiabierta.

—¿Te quieres marchar?

—Lo antes posible.

Galaeron se sentó junto a ella. Íntimamente se sentía mal porque las palabras eran sólo lo que su sombra sabía que Vala quería oír, pero en realidad, ¿qué había de malo en ello? Si Telamont le negaba un pequeño favor como mantener a Vala dentro del enclave, entonces Galaeron estaba dispuesto a marcharse.

—Haremos los planes después de cenar y nos iremos en cuanto reunamos todo lo que necesitamos —dijo.

Malik se puso de pie tan repentinamente que volcó su plato.

—¿Irnos? ¿Y tu formación?

—Por lo que yo veo —manifestó Vala—, Telamont está menos interesado en enseñarle a Galaeron a controlar su ser sombra que en convertirlo en un instrumento del Enclave de Refugio. Está empeorando en vez de mejorar, eso es algo que todos vemos.

—¡Por lo que a mí respecta, no he visto nada de eso! —Malik trató de no seguir adelante, pero su cara experimentó una transformación y añadió—: Aunque, por supuesto, tal vez lo que yo entienda por «mejorar» esté muy influido por las actuales necesidades del Uno.

—No hay duda sobre lo que dice Vala —asintió Aris—. Galaeron se está volviendo malo.

—¿Y qué si es así? —preguntó Malik. Se volvió para dirigirse directamente a Galaeron—. ¿Te has olvidado de Evereska? Telamont necesita el conocimiento que hay dentro de tu cabeza para vencer a los phaerimm.

—La necesidad no puede ser tan grande —replicó Vala—, o no habría alejado tanto el enclave del frente de batalla.

—Eso no puedes saberlo…, aunque tu argumento tiene bases muy sólidas. —Malik hizo una mueca contra la maldición que lo obligaba a añadir esto último. Después probó con otro recurso—. Aunque la necesidad no sea grande, hay una negociación implícita. Si abandonas a los shadovar ¿por qué habrían de defender Evereska?

—No creo que nada de lo que pueda hacer Galaeron influya sobre los shadovar en absoluto —dijo Aris. Se sentó erguido y habló incluso con aire más pensativo que de costumbre—. Los shadovar sirven a sus propios intereses. Defenderán Evereska porque ésa es la mejor forma de destruir a sus enemigos.

—¿Acaso aquí nadie puede dejar que un hombre exponga sus argumentos sin estropearlos con la lógica y el sentido común? —protestó Malik. Reconcomiéndose, empezó a amenazar a Galaeron con un muslo de ave asada—. ¿Y a quiénes incluyes en ese «nos vamos»? Yo no voy a ninguna parte.

—Sí que te vas —insistió Galaeron, sintiéndose vagamente traicionado—. ¿Piensas que Hadrhune va a permitir que te quedes en esta confortable casa cuando nos hayamos marchado? Tú estás aquí sólo porque estoy yo.

Malik se irguió cuan alto era, lo cual significaba apenas un poco más que un enano.

—Tengo mis propios medios —dijo—, y aunque me faltaran, ya he vivido antes bajo los puentes cuando el servicio al Uno así lo requería…, o cuando no me podía pagar nada mejor.

—¿Y prefieres eso a nuestra compañía? —preguntó Aris—. Amigo mío, no lo entiendo.

Malik suspiró.

—Claro que no. Sois los mejores amigos que he tenido jamás…, al menos sin tener que pagar. —Con el rostro ensombrecido, sus ojos como cuentas vieron a Ruha que volvía al patio con un jarro y un plato para Galaeron—. Es lo más seguro. En cuanto salgamos de esta ciudad, esta hija del infierno me clavará una jambiya en la espalda.

—Sólo si escapas a la justicia del Arpa —dijo Ruha desde detrás de su velo—. Pero ¿por qué temer? Estás a salvo en el Enclave de Refugio…, a menos que pienses marcharte.

—Eso no es asunto tuyo —replicó Malik mientras su cara se retorcía al obligarlo la maldición a seguir hablando—. Pero son mis amigos quienes se marchan, no yo. El Uno exige mi presencia en esta ciudad para que sus ciudadanos puedan bañarse en la luz del Sol Negro.

—Ah —advirtió Aris, afirmando con la cabeza como si todo empezara a encajar—. Mi astado amigo, sé demasiado sobre tu dios como para desearte éxito, pero entiendo que es tu deber. Echaré de menos tu ayuda para hacer las estatuas.

Galaeron seguía sintiéndose traicionado, pero sabía que no debía tratar de disuadir al Serafín de las Mentiras de obedecer la voluntad de su dios.

—Haz lo que debas hacer, Malik. ¿Podemos confiar en que guardarás nuestro secreto?

—Por supuesto —respondió Malik—. Estoy seguro de que podría sacar buen provecho si corriera de inmediato a contarle a Hadrhune lo de vuestra huida, pero la verdad es que el talento de Aris me ha convertido eh un hombre rico, y he aprendido bastante de su arte como para seguir con el negocio hasta que se descubra vuestra partida. Podéis estar seguros de que seré tan leal con vosotros como lo soy con mi propio dios, y por la cuenta que me trae guardaré silencio sobre vuestra fuga…, a menos que alguien me engañe para que lo revele todo contra mi voluntad.

—No podemos pedir más —afirmó Aris—. Con suerte ya estaremos bien internados en el desierto antes de eso.

—¿Desierto? —preguntó Ruha—. ¿Vais a tratar de atravesar el Anauroch… a pie?

—No creo que Galaeron cuente con la magia capaz de transportarnos a todos de otra manera —respondió Aris, mirando a Galaeron en busca de una confirmación.

Galaeron meneó la cabeza.

—Eso me supera.

—Y sería poco prudente por su parte sobrepasar sus límites —añadió Vala.

—Sin duda sería más prudente que tratar de atravesar el Anauroch a pie —replicó Ruha—. No sabéis nada del desierto.

—No importa, ellos deben irse, y cuanto antes mejor. —Vala le cogió la mano—. Me habías asustado, Galaeron. Estaba empezando a pensar que me obligarías a cumplir mi promesa.

Galaeron a duras penas oyó la última parte. La palabra «ellos» había quedado resonando en su cabeza.

—¿Ellos? —inquirió.

—No puedo ir con vosotros —dijo Vala—. Debo partir con Escanor a medianoche. Si no aparezco, sabrá que algo anda mal…, y todos sabemos que no te dejarán marchar de buena gana, no mientras tengas los conocimientos de Melegaunt todavía dentro de tu cabeza.

—Entonces esperaremos a que regreses —repuso Galaeron. Era todo lo que podía hacer para no acusarla de irse voluntariamente con Escanor—. Es así de simple.

Vala meneó la cabeza.

—No lo es. Puede que odie lo que Telamont te está haciendo, pero la deuda que tiene la Torre de Granito con Melegaunt no está pagada todavía.

—Melegaunt está muerto —objetó Galaeron.

—Por eso su deber es mi deber —dijo Vala—, y está la cuestión de los hombres atrapados en el interior de Evereska. No puedo volver a Vaasa sin saber qué ha sido de ellos.

—Una buena excusa —replicó Galaeron.

A Vala, el enfado le ensombreció la cara.

—¿Buena excusa?

—Para poder pasar más tiempo con el príncipe —continuó Galaeron. No creía realmente lo que estaba diciendo, pero las palabras salían de su boca de todos modos—. Una vez que yo me hubiera ido…

—Galaeron, no hagas eso. —La expresión de Vala pasó del enfado a la tristeza—. Tienes que irte.

—¿Y dejarte con Escanor?

—Galaeron —empezó a decir Aris—, ella nunca…

Vala alzó una mano.

—Sí que lo haría, Aris. —Se volvió hacia Galaeron—. No siento nada por ti desde lo del Mythallar.

—Eso no importa —dijo Galaeron. Se preguntó quién estaba hablando, porque sí que importaba, claro que importaba—. Me hiciste una promesa.

Vala entrecerró los ojos.

—Y ahora la rompo. —Le dio la espalda y se dirigió al interior de la villa—. Me voy con Escanor. Haznos un favor a los dos, Galaeron, y no estés aquí cuando regrese.