Capítulo 8

16 de Mirtul, Año de la Magia Desatada

E ejército de Escanor se precipitó desde la Puerta de la Cueva formando un largo río de alas en movimiento y pendones sombríos que describió una curva hacia el este y desapareció en las nieblas por debajo de la ciudad. Galaeron esperó hasta que la última fila de jinetes hubo sobrepasado la Puerta de la Librea y después, llevando a su veserab por las riendas, se sumó a la cola de la gran formación. Al ver que nadie oponía resistencia y ni siquiera parecía darse cuenta, hizo una seña a Aris, quien se desplazó hasta la Plaza de Armas de rodillas sobre un disco volador tan cargado con odres de agua que se inclinaba al menor movimiento del gigante.

Aris se asomó para mirar a Galaeron, inclinando tanto el disco que habría dejado caer su carga si el gigante no hubiera bajado un brazo enorme para mantener los odres en su sitio.

—¿Estás seguro de que los guardias no se van a dar cuenta? —preguntó.

—Sí que se darán cuenta —replicó Galaeron, estremeciéndose ante la potencia de la respiración del gigante—, pero ya hemos viajado otras veces con Escanor. Un par de guardias vigilantes de la puerta no van a cuestionar ahora nuestra presencia.

—Eso ya lo sé, pero podrían preguntar —dijo Aris señalando sus rodillas, que estaban apoyadas sobre un trozo de manta de sombra que Galaeron había robado al abandonar los telares—. ¿Estás seguro de que debemos llevarla?

—Estoy seguro, muy seguro —afirmó Galaeron—. Ésa es mi forma de hacerles pagar.

—¿Hacerles pagar? ¿A quienes? —preguntó Aris.

—A todos ellos —dijo Galaeron entre dientes—. A Telamont, a Escanor, a Vala…, a todos los que me han traicionado.

—Es tu sombra la que habla por ti, Galaeron —repuso Aris—. Nadie te ha traicionado, y mucho menos Vala.

—Entonces, ¿dónde está? —bisbiseó Galaeron—. ¿Por qué no está aquí para cumplir su promesa?

—Porque no estar aquí es la única forma que se le ocurre de no tener que cumplirla —respondió Aris con tono tranquilo—. Debes abandonar este lugar para no perderte, y eso sería imposible si ella dejara a Escanor para venir con nosotros. Estoy seguro de que nos seguirá más adelante, especialmente si se demuestra que es necesario que cumpla su promesa.

Galaeron meneó la cabeza.

—Eres demasiado confiado, mi gran amigo. En cuanto nos hayamos ido no tendrá forma de saber en qué momento puede resultar necesario.

—Pero lo hará —dijo Aris—. Yo se lo diré.

Llegaron a las balconadas de vigilancia, y Aris cerró la boca y miró hacia adelante, manteniéndose tan rígido que tenía aspecto sospechoso incluso para Galaeron. Los ojos de piedras preciosas de los guardias se fijaron en el gigante y siguieron su avance hasta que hubieron pasado debajo del gran rastrillo y se hubieron lanzado al cielo. Se encontraron entonces siguiendo la misma trayectoria curva por debajo del enclave que el ejército de Escanor. Cuando dejaron atrás la Puerta de la Cueva, empezaron a quedarse rezagados, y Galaeron se valió de su magia de sombra para hacer que los dos fuesen invisibles. Realmente no lo sorprendió que el escalofrío familiar del Tejido de Sombra apagase una sed que estaba oculta apenas para la superficie de su subconsciente.

Salieron de la niebla de sombra para encontrarse en una especie de laberinto de profundas gargantas y altos pináculos que marcaban la transición entre el extenso mar de dunas sobre el cual había estado flotando la ciudad durante la mayor parte de la última semana y la columna vertebral escarpada de las montañas del desierto hacia la cual se dirigía. El ejército de Escanor flotaba más o menos en la misma dirección que el enclave, pero desviándose ligeramente hacia el sur, directamente hacia el sol naciente. Silbando una melodía elfa para ayudar a Aris a seguirlo, Galaeron tomó la dirección opuesta: hacia el oeste, hacia Evereska.

—¿Galaeron? —lo llamó Aris.

—Aquí estoy. ¿No oyes mi canción?

—Si ese canturreo se puede llamar canción, sí —respondió Aris—. ¿No deberíamos echar una mirada ahí abajo? Da la impresión de que alguien tiene problemas.

Galaeron examinó la arena por delante de él, pero no vio nada.

—¿Dónde?

—Al sur de donde nos encontramos —dijo Aris—. En un hueco sobre las laderas de esa duna, a un kilómetro y medio más o menos.

Galaeron miró sin ver nada más que el reflejo dorado del sol sobre las caras orientales de una interminable cadena de dunas.

—¿Dónde?

—Sígueme —dijo Aris.

El sonoro canturreo del gigante de piedra surgió junto a Galaeron. Éste refrenó a su veserab y se colocó detrás de su invisible compañero, siguiendo su sonido, que descendía describiendo una suave línea oblicua hacia el desierto. Unos segundos después vio el pequeño hoyo al que se dirigían, un círculo del tamaño de la punta de su dedo con un punto minúsculo de oscuridad en el centro. El punto fue ampliándose gradualmente hasta que Galaeron pudo observar que se removía como una crisálida luchando por salir de su capullo.

—¡Mintió! —dijo Aris con voz tonante.

—¿Quién mintió? —inquirió Galaeron.

—¡Malik! —exclamó el gigante—. Me dijo que nada malo le pasaría a Ruha.

Galaeron estudió el oscuro capullo. Tenía aproximadamente un palmo de largo y pudo distinguir una forma vagamente humana, con una protuberancia con forma de cabeza en un extremo y una cola que parecían pies en la otra.

—¿Cómo sabes que eso es Ruha? —preguntó el elfo.

—¿Y quién otra podría ser? —replicó Aris—. ¿Cuántas mujeres de pelo oscuro y cubiertas con un velo piensas que se pueden encontrar en este desierto?

—Más de las que piensas —contestó Galaeron. La descripción del gigante podía corresponder a cualquier mujer bedine de las que había visto Galaeron, aunque habría sido una coincidencia inimaginable encontrar a una, tirada y amarrada, en la trayectoria recorrida por el Enclave de Refugio—. Pero si tú dices que es Ruha, me fiaré de tu vista que evidentemente es mejor que la de los elfos.

—Ah, sí, decididamente es la bruja —dijo Aris—. Ahora la reconozco.

Para Galaeron seguía siendo un bulto de oscuridad irreconocible. Descendieron en silencio al interior del cráter, y un minuto después, Galaeron reconoció los ojos oscuros de Ruha asomando por encima de su habitual velo color púrpura. A juzgar por el tamaño del agujero en que se encontraba, había caído en la duna a una velocidad considerable, pero tenía o bien protección mágica o bien una resistencia excepcional incluso para una bedine. Envuelta en un capullo de red de sombra que de todos modos se hubiera disuelto transcurrida una hora más, no dejaba de removerse hacia adelante y hacia atrás en un esfuerzo por liberar sus manos para poder disipar la magia que la tenía prisionera.

—No te hagas daño —le dijo Galaeron—. Estamos aquí.

—¡Ya era hora! —Ruha se tendió de espaldas y miró hacia el punto de donde parecía provenir la voz de Galaeron—. Empezaba a pensar que teníais intención de dejarme morir aquí.

—¿Intención? —dijo Aris, hablando desde el lado opuesto a aquél en que estaba Galaeron—. No teníamos intención de hacer nada. Fue una suerte que te hayamos visto. ¿Cómo viniste a parar aquí?

—No te hagas el inocente conmigo, rostro gris. No mientes mucho mejor que Malik.

—¿Mentir? —Aris no salía de su asombro—. Él dijo que no sufrirías ningún daño.

—Y así tenía que ser —corroboró Ruha—, pero vuestro plan se torció.

—¿Y de qué plan se supone que hablas? —Galaeron desmontó y trató de disipar la red de sombra. Ante su sorpresa, el conjuro falló, e incluso eso le produjo una sensación agradable—. ¿Quién formuló este conjuro? ¿Uno de los príncipes?

—Como si no lo supieras —dijo Ruha con un bufido.

Galaeron tuvo un mal presentimiento.

—Y no lo sé —afirmó—. ¿Cuál se supone que era nuestro plan?

—Hacer ver que yo había violado la protección de huéspedes de los shadovar, por supuesto —respondió Ruha.

—¿Y por qué habríamos de hacer eso? —preguntó Galaeron.

—Para hacer que me expulsaran y así tuviera que serviros de guía. —El enfado de Ruha estaba empezando a disiparse dejando paso a la perplejidad—. Pero Malik no fue capaz de guardar vuestro secreto, del mismo modo que no puede dejar pasar una bolsa descuidada.

Galaeron miró hacia el este, y viendo que el Enclave de Refugio era poco más que un diamante oscuro apenas visible contra las siluetas de las montañas lejanas, disipó sus conjuros de invisibilidad. Se encontró con un Aris de expresión muy consternada.

—¿Qué pasó, Aris? —preguntó Galaeron—. Se suponía que sólo teníais que organizar una maniobra de distracción.

—Y la organizamos, sin lugar a dudas —le aseguró el gigante—. Hicimos ver que Ruha había atacado a Malik y me había hecho caer del enclave.

—Hasta ahí todo funcionó —confirmó Ruha—, pero Hadrhune no tiene un pelo de tonto. Sabía que Malik ocultaba algo, y llegó un momento en que Malik tuvo que admitir que tú y Aris habíais abandonado la ciudad.

Galaeron y Aris miraron inmediatamente hacia la ciudad.

—Disponéis de un poco de tiempo —dijo Ruha—. Hadrhune no le creyó, pero tarde o temprano descubrirán que os habéis marchado…, y cuando eso suceda, Malik tendrá problemas.

—Y Vala también —intervino Aris—. No tardarán mucho en descubrir que todos participamos en el plan.

—A menos que volvamos en seguida a la ciudad —sugirió Ruha—. Hadrhune todavía cree que yo maté a Aris mientras trataba de capturar a Malik. Si volvemos al enclave con Aris vivo, habrá mucha confusión, pero ningún crimen. Las cosas volverán a ser como antes. Podréis tomaros vuestro tiempo y escapar cuando no haya peligro para Vala.

Galaeron meneó la cabeza.

—Podría ser si no fuera por la manta de sombra. —Señaló el disco volador de bronce de Aris—. En cuanto se den cuenta de que ha desaparecido, no van a creer una sola palabra de lo que digamos.

—¿Manta de sombra? —preguntó Ruha.

Aris levantó una esquina por detrás de los odres de agua.

—La venganza de Galaeron —dijo—. Será la desgracia de todos nosotros.

Ruha frunció el entrecejo.

—¿De qué se trata?

Galaeron explicó cómo estaban usando los shadovar las mantas de sombra para fundir el Hielo Alto y modificar el clima a lo largo de la Frontera Salvaje y la Costa de la Espada.

—En cuanto se den cuenta de que la he cogido, dudo de que vayan a confiar más en nosotros.

—Creo que ha llegado el momento —dijo Aris. Señaló a la ciudad flotante donde podía verse una única línea oscura descendiendo por debajo del enclave—. Da la impresión de que están tomando nuestra dirección.

—¡En el nombre de Kozah! —maldijo Ruha. Todavía estaba envuelta en su red de sombra y empezó a deslizarse hacia el lado en sombras de la duna—. Pronto, envía al veserab y al disco de sombra hacia el oeste. Os ocultaréis entre la arena y después podréis escabulliros cuando ya hayan pasado.

Galaeron asintió e hizo que su veserab tomara altura, después se volvió y atravesó corriendo el cráter en el que Aris estaba descargando sus odres de agua.

—Deja el agua. ¡No hay tiempo! —le dijo, subiendo de un salto al disco—. ¡Coge la manta!

—¿La manta? —preguntó Aris asombrado.

—¡La manta! —gritó Galaeron, transportando la pesada manta hacia el cráter—. Ya tendremos tiempo para buscar agua.

A los ojos de Keya Nihmedu, la estrella mágica plateada que pasaba por la ventana de la atalaya de la Puerta de la Librea parecía todavía más brillante que el sol que otrora bañaba Evereska desde las cumbres escarpadas de los Sharaedim. Le hacía daño en los ojos mirar el prado amarillento que rodeaba los farallones de la ciudad por debajo de ella, y su luz inundaba la estrecha cámara con un brillo blanco que no dejaba lugar a las sombras.

La estrella mágica no era un sol. Zumbaba y crepitaba como una antorcha que se consume y dejaba una estela constante de cenizas a su paso, llenando el aire con el olor acre del azufre y del aceite de lámpara. Cuando Keya cerró los ojos, no la percibió en absoluto, no pudo ver su resplandor a través de los párpados ni sentir su calor acariciándole la piel. Era como si la estrella mágica sólo produjera la ilusión de la luz y su irradiación careciera de la auténtica sustancia de la luz del sol.

Algo le faltaba. Aunque había más de cien esferas como ésta flotando en Evereska y sus alrededores, la hierba seguía amarilla, los grandes copas azules y los sicomoros seguían perdiendo el follaje y los capullos de liliac se secaban y oscurecían. Hasta Zharilee y los demás elfos del sol estaban empezando a perder su color y a convertirse en sombras enfermizas de color azafrán y ocre.

Algo habría que hacer para atraer el sol verdadero al Valle, y Keya no era la única que lo pensaba. Khelben Arunsun estaba de pie en la ventana contigua con Kiinyon Colbathin y lord Duirsar, contemplando las tierras moribundas dentro del Mythal y argumentando en voz baja sobre la conveniencia de un asalto al manto de sombra del enemigo.

—Sólo necesitamos una compañía de guerreros arcanos, una docena de centinelas de la Cadena de Vigilancia y el Círculo de Magos de las Nubes —estaba diciendo Khelben detrás de ella. Hizo una señal a Dexon y a los otros vaasan, que se habían convertido en una escolta más o menos permanente, cuando no estaban en Copa de Árbol comiendo y agotando la despensa de Nihmedu—. Sólo necesitamos mantener nuestra posición el tiempo suficiente para adosar una estrella mágica…

Lord Duirsar alzó un dedo para interrumpir.

—¿No habías dicho que el manto de sombra estaba fuera del muro infranqueable, amigo mío?

—Así es.

Keya se volvió lo suficiente como para ver a Khelben acompañando sus palabras con un gesto de asentimiento. Aunque se sentía honrada de que lord Duirsar y los demás se encontraran cómodos hablando de estas cuestiones en su presencia, era totalmente consciente de la disparidad de sus rangos y trataba de pasar lo más desapercibida posible mientras escuchaba.

—La aparición del manto de sombra sugirió una interesante posibilidad —continuó Khelben—. Estoy empezando a pensar que el muro infranqueable se compone en realidad de tres muros, una esfera de magia de aprisionamiento entre dos capas de magia inerte.

Duirsar asintió ansiosamente.

—Eso explicaría por qué no pueden traspasarlo los conjuros.

—Exactamente —dijo Khelben—. Por eso tal vez pueda atravesarlo con mi fuego de plata.

—Seguramente ya lo has intentado antes —intervino Kiinyon Colbathin, con gesto de desaprobación en su demacrado rostro.

—Así es —confirmó Khelben—. He observado una perturbación, pero la capa de aprisionamiento se ha mantenido siempre intacta ya que el fuego de plata no tiene efecto sobre la magia normal, y los phaerimm acudieron siempre a ahuyentarme antes de que tuviera ocasión de disiparla.

—Y es por eso que necesitas ayuda —conjeturó lord Duirsar—, para mantener al enemigo a raya el tiempo suficiente y así poder formular un segundo conjuro.

—Un poco más de tiempo —admitió Khelben—. El Círculo de las Nubes necesitaría tiempo suficiente para formular una estrella mágica y adosarla al manto de sombra.

—No me gusta —dijo Kiinyon, meneando su huesuda cabeza—. Eso puede llevar tranquilamente un cuarto de hora. Para entonces, mis guerreros arcanos estarán tratando de mantener a raya a cien phaerimm. El círculo tendría suerte si acabase su conjuro antes de que estuvieran todos muertos.

—El Valle se está muriendo, Kiinyon —dijo lord Duirsar—. Debemos hacer algo o el Mythal morirá con él. ¿Qué crees tú, Keya?

Keya sintió que el corazón estaba a punto de salírsele por la boca.

—¿Mi señor?

—¡Sobre la misión de Khelben! —le espetó Kiinyon—. Éste no es momento para reticencias, vigilante. Si no hubiéramos querido que oyeras, te habríamos mandado al tejado.

A Keya se le subió el color a las mejillas.

—Por supuesto, señor. —Se volvió para dirigirse a Khelben y vio que éste estaba mirando al techo con la cabeza echada hacia atrás y los ojos en blanco. Ansiosa de evitar otra reprimenda, se decidió a hablar de todos modos—. Si el señor Bastón Negro considera que merece la pena sacrificar nuestras vidas, estoy segura de hablar en nombre de Zharilee y los demás de la Cadena de Vigilancia…

Khelben alzó una mano pidiendo silencio y después habló dirigiéndose al techo.

—¿Learal? ¿Eras tú?

Lord Duirsar y Kiinyon se miraron atónitos. Sabían tan bien como Keya que aunque todos los Elegidos eran capaces de oír unas cuantas palabras que se pronunciasen a continuación de su nombre en algún lugar de Faerun, el muro infranqueable había hecho que la capacidad de Khelben quedara limitada a los montes Sharaedim. Si estaba en contacto con Learal, o bien ella había entrado en los Sharaedim o algo había debilitado la barrera de los phaerimm.

—Learal, claro que estoy vivo —dijo Khelben—. Estoy en Evereska.

Entre todos los presentes en la habitación hubo una gran agitación. Lord Duirsar y Kiinyon empezaron a pronunciar el nombre de Learal y peticiones de armas y de magia, mientras que los vaasan preguntaban por Vala y si los phaerimm habían atacado sus hogares. Ni siquiera Keya pudo contenerse de pedir noticias de su hermano.

Khelben los miró a todos amenazador.

—¿No os importa? —dijo.

Un silencio de muerte reinó en el lugar, y Keya y los demás pasaron los siguientes minutos escuchando sólo a una de las partes de una extraña conversación puntuada por el uso del nombre de Learal cada pocas palabras.

Después de dejar claro que ella estaba bastante lejos de los Sharaedim, abriéndose camino por el Bosque de los Wyrms, los dos Elegidos pasaron algunos minutos informándose mutuamente de los acontecimientos que habían tenido lugar dentro y fuera de los Sharaedim. En cuanto ambos tuvieron una idea básica de lo que el otro había estado haciendo durante aproximadamente los cuatro últimos meses, empezaron a sondear el grado de debilitamiento del muro infranqueable, intentando diversas formas de magia de comunicación. Al ver que todos sus conjuros resultaban incapaces de penetrar la barrera, Khelben decidió intentar otra cosa y usó un conjuro para enviar su daga a la mano de Learal. El arma se desvaneció cuando formuló el encantamiento.

—Learal, está de camino. —Khelben guardó silencio un momento, luego frunció el entrecejo—. ¿No llegó, Learal? ¿No llegó?

Un golpe fuerte resonó en el techo.

—Eh —gritó un vigilante atónito—. ¿Quién está arrojando dagas?

Khelben cerró los ojos un momento.

—No funciona, Learal —dijo—, hablaremos más tarde.

Khelben siguió con la mirada fija en el techo y luego se volvió hacia lord Duirsar.

—¿Cuánto pudisteis sacar en claro de la conversación?

—Sería mejor que la relataras completa —dijo lord Duirsar—. Creo haber entendido que lady Learal encontró una manera de debilitar el muro infranqueable.

—Learal no —dijo Khelben—. Los netherilianos.

—¿Los netherilianos? —preguntó lord Duirsar, atónito.

—El Enclave de Refugio, para ser más exactos —recalcó Khelben—. Fueron ellos los que crearon el manto de sombra para impedir el acceso de los phaerimm al Tejido y debilitarlos para un asalto final.

—Entonces no es necesario sacrificar una compañía de guerreros arcanos para adosarle una estrella mágica —aventuró Kiinyon—. Si el Enclave de Refugio está de nuestro lado, sólo necesitamos pedirles que lo bajen antes de que se debilite el Mythal.

La expresión de Khelben se ensombreció.

—Me temo que las cosas no están tan claras. —Miró a Keya y a los vaasan, después cogió a lord Duirsar y se dirigió hacia la escalera—. Tal vez sería mejor que discutiéramos esto en Las Nubes. Deberemos tomar decisiones difíciles y quizá necesites consejo de los Ancianos de la Colina.

Keya se mordió el labio y procuró permanecer en silencio, incluso cuando Khelben se marchó escalera abajo junto con Kiinyon y lord Duirsar.

En cuanto los perdieron de vista, Dexon se acercó a ella y le rodeó los hombros con el musculoso brazo.

—Estoy seguro de que Galaeron está bien —dijo—. Más tarde le preguntaremos, en cuanto hayan decidido su estrategia.

Keya asintió y apretó la mano de Dexon.

—Gracias. —Cerró los ojos y alzó el rostro hacia el cielo—. Ruego a Hanali que al menos por esta vez los Ancianos de la Colina actúen con una rapidez más propia de los humanos que de los elfos.

Después de tres días bajo el sol cegador del Anauroch, la lengua de Galaeron estaba tan hinchada como un rote. Las sienes le latían y se le nublaba la vista en el momento menos pensado. El corazón le latía con un ritmo lánguido que apenas conseguía bombear la sangre viscosa por sus venas, y sin embargo estaba lo bastante cerca del agua como para oler la humedad de la piedra caliza. A veces, a través de la pantalla de follaje esmeralda que bordeaba la base del barranco que tenían enfrente, incluso lograba atisbar un destello plateado. Si Ruha no hubiera insistido en que hicieran una pausa para estudiar el oasis antes de entrar, él y Aris ya estarían en el estanque, intentando bebérselo todo.

Sin embargo, dos minutos después Aris y Ruha habrían estado muertos y Galaeron de vuelta al Enclave de Refugio apresado por un par de garras escamosas.

A Ruha le habían bastado unos minutos de observación para darse cuenta de que el oasis estaba demasiado tranquilo: no había pájaros entre el follaje ni liebres corriendo entre los arbustos. Minutos después, Aris había visto al dragón, un joven azul metido en una repisa escondida, un poco más alta que las copas de los árboles, y del que apenas se veía algo más que los ojos y los cuernos en un extremo y la punta de la cola en el otro.

Galaeron hizo una señal a sus compañeros y se deslizaron detrás de la cresta de la duna hasta esconderse en un hoyo casi ciento veinte metros más abajo. No había sombra, de modo que Aris se dejó caer sentado sobre la manta de sombra robada que estaba plegada sobre la duna opuesta. Tenía los ojos vidriosos y hundidos por la deshidratación, los labios cuarteados j las fosas nasales irritadas.

El gigante miró al sol de mediodía.

—Necesito esa agua —dijo con una voz que era un ronco graznido—, aunque tenga que luchar con un dragón para conseguirla.

—El dragón no será más que el principio —apuntó Galaeron—. Parece demasiado pequeño para disponer de muchos conjuros, pero apostaría algo a que los shadovar han establecido una forma de que pueda comunicarse con Malygris.

—A lo mejor no tiene nada que ver con ellos —dijo Aris—. Puede ser que los oasis sean lugares propicios para que los dragones jóvenes practiquen la caza.

—Pero no para vigilar —disintió Ruha. Aunque no había bebido más que unos tragos desde que habían salido de Refugio, nada en su voz indicaba que tuviera sed—. No vendrá nada mientras haya aquí un dragón. Cuando están cazando, deben bajar en picado y coger lo que pueden, de lo contrario, el silencio de los pájaros los delata.

Aris dejó caer la cabeza.

—No puedo aguantar un día más —dijo—. Si entro solo tal vez podamos burlarlo.

—¿Cuántos gigantes de piedra piensas que andan vagando por el desierto? —preguntó Ruha—. Si el dragón nos ve a alguno de nosotros, los shadovar se darán cuenta de que nos dirigimos a Cormyr y no a Evereska.

Aris miró hacia la cresta de la duna con ojos desesperados.

—Entonces tenemos que matarlo —dijo—. Tenemos que entrar sigilosamente y darle muerte.

—El sol te ha puesto enfermo, Aris —lo amonestó Galaeron—. No puedes llegar con sigilo hasta un dragón.

—Habrá agua en el Saiyaddar. —Ruha se puso de pie y se encaminó hacia el sur, marchando sobre la empinada pared del hoyo para que la arena cayera y cubriera sus huellas—. Llegaremos pronto, no está muy lejos.

Aris emitió un gruñido y ocultó la cabeza entre los brazos.

—Vamos —dijo Galaeron—. Yo llevaré la manta de sombra.

Aris levantó la cabeza lo suficiente como para fijar un solo ojo en Galaeron.

—Te dobla en tamaño. ¿Cómo vas a llevarla?

Galaeron sacó una hebra de sedasombra de su capote y empezó a formar un círculo con ella.

—¿Cómo crees?

—¡No! —dijo Aris con voz tan potente que la palabra provocó una pequeña avalancha en la pendiente que había detrás de Galaeron—. Nada de magia de sombra.

Ruha se volvió como una centella.

—¿Acaso estás tratando de atraer la atención del dragón sobre nosotros? —Miró al gigante con furia un momento y luego a Galaeron—. Deja la manta. Es demasiado pesada y hace mucho calor para que él la lleve.

—Es una prueba —dijo Galaeron empezando a unir los extremos de la sedasombra—, y no pienso dejarla.

—Entonces la llevo yo. —Aris se puso de pie y se cargó al hombro la enorme manta—. Porque tú, decididamente, no vas a formular otro conjuro de sombra.

Sin un solo lugar donde refugiarse del sol y temerosos de atraer a los buitres y delatar su posición aunque sólo fuera por detenerse, los tres pasaron el resto del día marchando hacia el sur. Cada tanto, Ruha se subía a la cresta de una duna para estudiar el terreno y escudriñar el cielo en busca de dragones, después hacía una seña a sus compañeros para que subieran tras ella y los conducía hacia el este en una loca carrera de duna en duna. Al parecer, el esfuerzo no hacía mella en la bedine, pero Galaeron y Aris se cansaban tanto tras una docena aproximada de cruces que se les doblaban las piernas y caían de pies y manos.

Galaeron pasaba gran parte del tiempo reconcomiéndose por la deserción de Vala, saboreando la perspectiva de la venganza que se tomaría contra Telamont por negarse a intervenir ante Escanor y pensando cómo poner de manifiesto la participación del príncipe en la fusión del Hielo Alto.

Los shadovar lo habían traicionado, le habían robado a Vala y habían hecho que se olvidara de la promesa que los unía y tendrían que pagar por todo eso. Por todo eso, revelaría al mundo su auténtica naturaleza, revelaría cómo estaban derritiendo el Hielo Alto y modificando el clima a lo largo de toda la Costa de la Espada. Ni siquiera se paraba a pensar en lo que esa decisión podía significar para Evereska. El Enclave de Refugio tenía sus propias razones para destruir a los phaerimm, y era poco probable que su huida tuviera alguna repercusión sobre sus planes.

Por fin, cuando las sombras de la tarde empezaban a extenderse hacia la noche, culminaron una duna y ante ellos apareció una vasta pradera de pastizales de color verde pálido. A lo lejos, la sombra pardusca de un rebaño de gacelas se desplazaba lentamente por el purpúreo horizonte, mientras que el resto de la planicie estaba sembrado de pequeñas bandadas de aves en busca de alimento. Dispersas a lo largo del curso de un cauce seco se veían las copas hinchadas de varias docenas de grandes álamos.

—¡Que Skoraeus me deje muerto aquí mismo! —maldijo Aris—. Este río está tan seco como un hueso.

—Sólo en la superficie. —Ruha superó la cresta de la duna y empezó a bajar por el otro lado—. Hay agua debajo.

—¿Debajo? —Aris echó una mirada nostálgica hacia el norte, hacia los barrancos donde habían dejado al dragón joven—. ¿A qué profundidad?

—No mucha —dijo Ruha indicándole al gigante que la siguiera.

—Eso ya lo has dicho antes —señaló Aris.

A pesar de sus protestas, el gigante bajó corriendo la duna, pasando por delante de la bruja y empezó a atravesar la planicie.

—¡Aris! ¡Espera a que se haga de noche! —le advirtió Ruha—. Los pájaros.

Su advertencia llegó demasiado tarde, y aunque así no hubiera sido, era poco probable que el gigante se hubiera detenido. Con la pesada manta de sombra todavía cargada sobre sus hombros, se dirigió al cauce seco en largas zancadas retumbantes que hicieron levantar vuelo entre chillidos y graznidos a una nube de pájaros sorprendidos.

Ruha miró hacia el norte.

—¿A qué distancias piensas…?

—Demasiado cerca —dijo Galaeron—. He oído jactarse a los dragones azules de que escogen sus presas en los Sharaedim desde un nido en las Colinas del Manto Gris.

—¿Hablas con los dragones? —preguntó Ruha.

—A veces —dijo Galaeron—. Los Guardianes de Tumbas tenían un acuerdo con algunos jóvenes azules.

En lugar de preguntar sobre el acuerdo, Ruha asintió y empezó a atravesarla planicie en pos de Aris.

—Entonces debemos darnos prisa.

Galaeron la sujetó por el hombro y señaló una extensión de grava aluvial que salía de las estribaciones que separaban el Saiyaddar de las laderas de las Agujas de la Cimitarra.

—Tenemos más posibilidades si nos escondemos —dijo—. Un joven dragón se acerca con arrogancia y siempre podemos tomarlo por sorpresa.

—¿Usarías a tu amigo como cebo?

—Fue él quien espantó a las aves. —El tono de Galaeron era defensivo—. Sólo trato de evitar que nos maten a todos.

Ruha pensó lo que decía y luego se puso en marcha siguiendo el borde de la planicie.

—Tu plan tiene sentido, aunque sería mejor darle ocasión de presentarse como voluntario.

—Se ofreció voluntario cuando dejó que su sed nos pusiera a todos en peligro —dijo Galaeron uniéndose a ella.

—Es posible —repuso Ruha—, pero si tú hubieras cogidos sus odres de agua del disco volador en lugar de tu manta de sombra, no habría tenido tanta sed.

Galaeron respondió con una mueca malhumorada. Casi habían llegado a la mitad de la extensión de grava cuando las aves empezaron a huir de repente hacia el sur. Ruha tiró de Galaeron hacia un bosquecillo de zarzas y se agachó, colocando algunos tallos espinosos sobre sus cabezas para que no los vieran desde el aire. Al parecer, Aris no se dio cuenta de que algo andaba mal hasta que dio unos doce pasos más, cuando observó el vuelo de los pájaros se detuvo y miró a su alrededor. Pasó un rato buscando en la planicie a sus espaldas y llamando a Galaeron antes de elevar la mirada al cielo y dirigirla hacia el norte, hacia el oasis donde habían visto al dragón.

Aunque Galaeron estaba escondido a unos quinientos pasos de distancia, estaba lo bastante cerca como para ver la expresión atónita del gigante y sus hombros hundidos. Aris dedicó un momento más a escudriñar la planicie que se extendía detrás de él, y entonces, cargado todavía con la pesada manta de sombra, se dio media vuelta y corrió hacia las estribaciones, dirigiéndose hacia una estrecha garganta no muy lejos de donde estaban escondidos Galaeron y Ruha.

—Bien —musitó Galaeron.

Empezó a hacer una pequeña figura de palillos con la seda sombra. Ruha miró hacia el cielo. Un instante después dio un codazo a Galaeron y la sombra en forma de cruz de un pequeño dragón empezó a atravesar el Saiyaddar. Galaeron terminó su efigie y apuntando con ella a Aris formuló un encantamiento. Un círculo de sombras rodeó al gigante. Una tras otra se desprendieron del suelo y tomaron la forma de Aris para dispersarse a continuación en una docena de direcciones diferentes.

Un graznido furioso sonó en el cielo y entonces el dragón se hizo visible, con sus azules escamas refulgiendo como zafiros a la luz crepuscular. Comenzó a volar bajo a algo más de tres metros del suelo y, empezando por un extremo de las réplicas que huían, abrió la boca y lanzó un enorme rayo que se desplegó enfrente de tres de las gigantescas sombras a la fuga.

Carentes de raciocinio propio, las imágenes siguieron derechas hacia el rayo y desaparecieron de la vista.

—Es un ejemplar listo —susurró Ruha, sacando un pequeño pedernal de acero de su aba—, y nos quiere vivos.

—Es a mí a quien quiere vivo —corrigió Galaeron—. No sobrestimes tu valor o el de Aris para los shadovar.

El dragón volvió a echar el aliento, lanzando otro rayo frente a otros cuatro de los gigantes que huían. Esta vez se detuvieron y huyeron en dirección contraria. El dragón giró sobre la punta de un ala y extendió las garras, acuchillando con ellas a dos de los gigantes ilusorios en su primera pasada. A continuación se detuvo a menos de cincuenta pasos de ellos, dejando al descubierto las delgadas escamas del abdomen mientras giraba para apoderarse del que huía. Ruha empezó a ponerse de pie en su escondite, apuntando con el pedernal y el acero al abdomen del dragón para atacarlo con lo que Galaeron sabía que sería una tormenta de fuego.

—¡Todavía no! —le dijo el elfo en un susurro.

La sujetó por el brazo y la obligó a esconderse, entonces apuntó con la efigie a una figura que él sabía era un falso Aris. Repitió el mismo conjuro y un círculo de sombras apareció alrededor de cada uno de los gigantes que todavía estaban en la llanura. Empezaron a levantarse por docenas y a huir en todas direcciones. El dragón rugió de frustración e hizo estallar el círculo más próximo con un tercer y último rayo.

Por desgracia, su objetivo resultó ser el auténtico. Aris lanzó un bramido de dolor y cayó de bruces, entonces el dragón se abalanzó sobre él, aplastándolo contra el suelo con una garra enorme y bisbiseando algo furioso que Galaeron casi no pudo oír desde la distancia.

—¡Cobarde! —gruñó Ruha entre dientes, arrojando a un lado las zarzas—. Deberías haberme dejado atacar cuando podía apuntar a su tripa. Echó a correr por la llanura, apuntando con los dedos al enorme dragón. Hirviéndole la sangre por el insulto, Galaeron la siguió y se detuvo mientras ella lanzaba una andanada de rayos dorados al flanco del wyrm. La ráfaga resultante hizo que saltaran por el aire un montón de escamas azules junto con una buena cantidad de sangre y carne de dragón.

El dragón rugió y volvió la enorme cabeza, con lo que recibió otra andanada de los rayos dorados de la bruja en pleno hocico. Esta vez, la erupción se llevó consigo una fosa nasal, dos cuernos y un ojo de pupila rasgada. Tan sorprendida como Galaeron por el poder de Ruha, la criatura desplegó sus grandes alas y alzó el vuelo.

Tenía a Aris y la manta de sombra entre sus enormes garras.

Ruha pasó a su pedernal y acero voceando un conjuro de fuego bedine y lanzando chispas al aire. Una larga línea de pequeños meteoros golpearon al dragón en el ala derecha y le abrieron varias docenas de agujeros del tamaño de un melón en la piel coriácea. La criatura se escoró hacia la derecha y descendió unos treinta metros en dirección a las estribaciones, entonces consiguió nivelarse y volar hacia la libertad, llevándose consigo a Aris y la manta de sombra.

Galaeron no estaba dispuesto a dejarlo escapar con su manta de sombra. Hizo un nudo corredizo de sedasombra y pronunció una larga sucesión de sílabas mágicas arrojando a continuación el lazo en pos del dragón a la fuga. El filamento se estiró hasta casi un kilómetro de largo, dándole a Galaeron el tiempo suficiente para deslizar el extremo de la línea debajo de su pie antes de que el lazo se ampliara al tamaño de una rueda de carreta y se dejase caer desde lo alto por encima de la cabeza del dragón.

El encantamiento, una versión de otro que los Guardianes de Tumbas usaban para capturar a los profanadores de criptas que intentaban huir, funcionó todavía mejor con sedasombra que con hilo elfo. En cuanto el extremo de la línea tocó al dragón, el lazo se cerró y el filamento se contrajo a una pequeña fracción de su anterior longitud, impidiendo respirar al dragón y tirando de él hacia atrás hasta caer a unas docenas de pasos de donde estaba Galaeron.

El aturdido wyrm cayó de cabeza y quedó allí tirado, hecho un guiñapo, sacudido por convulsiones y tratando en vano de cortar con sus garras la línea mágica. Sin quitar el pie del extremo de la línea para mantener el lazo tirante, Galaeron dirigió la palma de la mano a la mutilada cabeza y le abrió un agujero en el cráneo con un único rayo de sombra. El cuerpo se le llenó de tanta magia de sombra que lo sentía casi entumecido, pero no le importó. El frío era una sensación agradable.

Ruha acudió a su lado e hizo una pausa como para decir algo, pero se lo pensó mejor y se dirigió a la cabeza del dragón.

—Muerto —confirmó.

—Bien.

Galaeron sacó el pie de encima de la línea mágica, que se desvaneció en cuanto perdió contacto con él, y avanzó mientras Ruha trepaba por el cuello del wyrm hasta su abdomen.

—¿Y mi manta? —preguntó—. ¿Sigue de una pieza?

Ruha volvió la cabeza y lo miró llena de furia.

—Sí, la manta está todavía de una pieza. —Desapareció detrás del dragón—. Que es más de lo que puede decirse de tu amigo —añadió.

—¿Aris? —Galaeron rompió a correr—. ¿Está herido?

—Sí, y de gravedad. —Ruha asomó la cabeza por encima del lomo del wyrm—. Eso es lo que pasa cuando se usa a alguien como cebo para atrapar a un dragón.

Galaeron subió por el lomo del dragón hasta donde estaba Aris atrapado bajo su cuerpo. Tenía cuatro heridas en el pecho hechas por las garras del wyrm y un brazo retorcido en un ángulo imposible. Los ojos grises del gigante estaban casi cerrados, y cuando tropezaron con la cara de Galaeron, se desviaron hacia otro lado.