Capítulo 3

9 de Mirtul, Año de la Magia Desatada

Lo mismo que tantas otras cosas del Enclave de Refugio, Villa Dusari le causó a Galaeron la impresión de un monumento al encanto de la oscuridad y a la belleza de lo que sólo puede entreverse. Las puertas daban a un patio redondo pavimentado de un material gris perla que no era del todo piedra ni del todo cristal. En el centro, una pequeña fuente gorgoteaba vertiendo agua en un negro estanque. La columnata que rodeaba el recinto era profunda y llena de sombras, con nueve puertas en forma de arco que se abrían como bocas cavernosas hacia el interior de la casa. Frente a cada columna había unas preciosas urnas que los ricos shadovar usaban para fines decorativos, con un orificio a un lado para permitir que la sombra mágica saliera borboteando en una protuberancia informe.

—Una pena —dijo Aris con voz tonante. La puerta no tenía dintel, de modo que el gigante de piedra no tuvo necesidad de inclinarse al entrar en d patio. Se puso de rodillas y con todo cuidado cogió una de las urnas entre el pulgar y el índice—. ¿Quién haría semejante cosa?

—Una señal de duelo —les explicó su guía, Hadrhune, un hombre delgado vestido con una vaporosa túnica negra, tan envuelto en la magia de sombra que por momentos daba la impresión de desvanecerse en su propia aura liminar. Utilizó el bastón negro que llevaba en la mano para señalar la estatua a medio terminar que Aris llevaba bajo el brazo y dijo—: Tu obra es de calidad tan adecuada que nadie se opondría a que pusieras tus propias esculturas en su lugar.

—Sería un privilegio para mí —respondió el gigante con una inclinación de cabeza.

—De hecho, siempre es un privilegio para un huésped aumentar el patrimonio de su anfitrión con obras de arte —afirmó Malik. Se sentó en el borde de la fuente central y provocó un gesto de desaprobación de Hadrhune al coger agua en el cuenco de la mano para beber—. Tal vez me hagas el favor de quedarte algún tiempo en mi casa… cuando el Uno me conceda los fondos para comprar una.

—Hasta entonces, el Supremo espera que ésta te resulte adecuada —dijo Hadrhune. Cogió el cazo del gancho en el que estaba colgado e intencionadamente se lo ofreció a Malik—. Considérala tu casa.

—¿De veras? —Haciendo caso omiso del cazo, Malik se enjugó las manos en la túnica y paseó la mirada por el patio como estudiándolo—. Es un poco pequeño para Kelda, pero…

—Me temo que tu caballo deberá permanecer en los establos —dijo Hadrhune con aire desdeñoso. Se volvió hacia Aris y abarcó la estancia con su bastón—. Éste va a ser el alojamiento de Aris. ¿Te parece bien? Podemos hacerle poner un techo, pero el espacio está muy disputado tan cerca del palacio. Aparte del Gran Recinto propiamente dicho, no hay ningún edificio de tamaño suficiente para albergarte.

—No necesito un techo, gracias. —Aris estudió los alrededores con expresión de creciente inquietud, después trató de ocultar su decepción—. Tengo lugar suficiente para dormir.

—No temas, mi voluminoso amigo —dijo Hadrhune—. No tendrás otra cosa que hacer aquí. El Supremo ha declarado que puedes tener tu taller en el almacén de mercancías. Quedó muy impresionado con tu representación de la lucha de Escanor.

Esto arrancó una sonrisa al serio gigante.

—Entonces será suya cuando la acabe.

—Aris llenará la ciudad con sus obras si se lo permiten —dijo Galaeron, colocándose al lado de Hadrhune—. ¿Cuándo voy a empezar mis lecciones con el Supremo?

Hadrhune pasó la negra uña de su pulgar por un surco muy desgastado situado cerca del cabezal de su bastón.

—Pensé que antes querrías ponerte cómodo en tu nueva residencia.

—Me llevó una semana encontrar este lugar —dijo Galaeron—. No tengo tiempo que perder.

—El Supremo ha estado ocupado con la guerra. —Los ojos ambarinos de Hadrhune ardían—. Estoy seguro de que lo entenderás.

—Lo que entiendo es que dijo que me enseñaría a controlar a mi sombra —se quejó Galaeron—, y que tú me apartas cada vez que me presento.

El bastón de Hadrhune se alzó en el aire como si estuviera a punto de golpear a Galaeron, quien sintió la mano de Vala sujetando su antebrazo.

—Galaeron, contrólate. —La mujer le hundió los dedos en la parte interna de la muñeca y los giró obligándolo a abrir la mano y a soltar la empuñadura que había asido sin darse cuenta—. Si no quiere que veas al Supremo, el que tú saques la espada es precisamente la excusa que necesita para encargarse de que no lo veas nunca.

Hadrhune le dirigió a Vala una sonrisa forzada.

—Yo quiero realmente que él aprenda del Supremo —dijo—. Todos lo queremos.

Con movimientos más lentos, agitó el bastón por encima de sus cabezas y apuntó con el extremo a la puerta, donde una mujer de pelo oscuro vestida con el traje y el velo de los bedines del desierto trataba de deslizarse hacia el patio. A juzgar por sus ojos pintados de kohl, que era todo lo que Galaeron podía ver de ella, era algo mayor que Vala y no tan morena como los shadovar.

—Eh, tú —llamó Hadrhune—. ¿Sabes lo que hacemos con los ladrones en esta ciudad?

La mujer pareció encogerse imperceptiblemente y a continuación se irguió cuan alta era.

—Por lo que veo, les dais cobijo. —Hablaba lengua común sin el menor acento bedine. Sostuvo la mirada de Hadrhune y atravesó el patio. Llevaba al cuello un colgante de plata representando el arpa y la luna, que se hacía más visible a medida que se acercaba—. Estoy buscando a uno que, según los rumores, acompaña a estas gentes.

Miró a Galaeron y a Vala como si no fueran dignos de su mirada, después pasó de largo por la rodilla de Aris y escrutó las sombrías profundidades de la columnata. A Galaeron no le sorprendió en absoluto que Malik se hubiera desvanecido. El hombrecillo tenía una capacidad sorprendente para el sigilo y ya había mencionado suficientes veces sus problemas con cierta Arpista como para que Galaeron adivinase de quién se trataba. Vala cruzó con él una mirada y enarcó apenas las cejas. Él hizo una señal descendente con la mano indicándole que esperara, y la Arpista bedine desvió la mirada fingiendo no haberlo visto.

Si Hadrhune percibió la discreción de la mujer, no dio muestras de ello.

—¿Cómo has entrado en el Enclave de Refugio?

La mujer alzó las oscuras cejas.

—De la manera habitual —respondió—. He servido a los príncipes Clariburnus y Brennus como guía en el desierto, un cargo establecido en Aguas Profundas por intermediación de Learal Mano de Plata y del príncipe Aglarel. Si hay distritos prohibidos, no me informaron cuando me trajeron a la ciudad.

—El distrito no está prohibido —aclaró Hadrhune—, pero sí bien guardado.

—¿Y tú sabrías de cualquiera que hubiera entrado?

—Sí —respondió Hadrhune.

Los ojos de la mujer centellearon.

—Yo creo que no —replicó.

A Galaeron le cayó bien inmediatamente.

—Ruha —le dijo—, pierdes el tiempo si buscas a Malik entre nosotros. Yo no diría que es el tipo de compañía que le gusta frecuentar a la gente sensata.

La bruja volvió su mirada burlona hacia Galaeron.

—Si sabes quién soy —dijo—, también debes saber que no se me engaña tan fácilmente. He visto su caballo en los establos. —Una pequeña cadena de oro se descolgó de su manga hacia el hueco de la mano, aunque lo hizo con tal habilidad que Galaeron dudó de que los demás lo hubieran notado—. Es una pena… era una buena cabalgadura.

—¡Malvada Arpista! —gritó Malik—. ¿Qué le has hecho a mi Kelda?

El hombrecillo salió furioso de entre las sombras a espaldas de la bedine haciendo girar la honda cargada con una piedra en actitud de atacar. Ruha giró ágilmente sobre sus talones alzando ante él la cadena dorada y formulando un conjuro común de aprisionamiento.

Galaeron ya tenía medio dispuesta la inversión. La sincronizó de modo que terminara en el mismo instante que la de Ruha, y un relámpago de magia de sombra le recorrió el cuerpo, frío y restallante, lo bastante cortante como para sentirlo en los huesos. Un cordel de magia pardusca envolvió en espiral el cuerpo de Ruha, atándole las rodillas y sujetándole los brazos a los lados del cuerpo. Entonces, su cadena de oro desapareció de manos de la mujer y apareció en las de Galaeron.

Malik disparó la honda, pero Galaeron tiró fuertemente de la cadena y apartó a Ruha, de modo que la piedra pasó de largo y fue a dar de lleno en el pecho de Hadrhune. El senescal casi ni pestañeó, pero tal fue el asombro de Malik que a punto estuvieron sus ojos de saltar fuera de las órbitas.

—¡Oscurísimo señor, mil perdones! —gritó—. Pero sin duda un hombre tiene derecho a defender…

—¡Ya basta! —Hadrhune bajó su bastón apuntándolo hacia Malik.

Galaeron maldijo entre dientes y alzó la mano para formular otro conjuro…, pero Vala se la bajó de un manotazo.

—¿Estás loco?

Hadrhune pronunció una palabra y una diminuta esfera de sombra salió disparada del extremo del bastón y fue a dar a los pies de Malik. Éste gritó y trató de apartarse de un salto, pero el círculo oscuro se expandió a sus pies y cayó a través de él como si fuera un agujero. El círculo de sombra se cerró sobre sí mismo y se desvaneció de la vista.

Aris, que había estado observando todo esto desde muy arriba, gruñó y puso una rodilla en tierra, tendida ya la mano hacia Hadrhune. El senescal levantó el bastón por encima de su cabeza y alcanzó el centro de la mano del gigante con su extremo.

—No hay motivo para enfadarse por esto, Aris. Tu amigo volverá pronto.

—Más vale que así sea. —Aris retiró la mano del bastón, pero trató de que su voz sonara amenazadora—. Le debo la vida.

—No es necesario que le pagues hoy, mi enorme amigo —dijo Hadrhune bajando el bastón—. Lo único que pretendí fue que pusiera en orden sus asuntos.

Se colocó en el lugar por el que había desaparecido Malik y le hizo señas a Galaeron de que acercara a Ruha.

—Puesto que al parecer todos vosotros lo sabéis todo los unos de los otros, tal vez no os importaría ponerme al tanto.

Ruha fulminó a Galaeron con la mirada y luego, con las manos todavía sujetas por el cordel pardusco de magia dijo:

—No tengo nada que ver con el elfo ni con su ramera…

—¿Ramera? —rugió Vala—. ¡Jamás me han pagado un céntimo!

Echando mano de su espadaoscura avanzó, pero se detuvo frenada por un toque de advertencia del bastón negro de Hadrhune.

—Acabemos esto sin derramamiento de sangre, si os parece. —El senescal se volvió hacia Ruha y preguntó—. ¿Qué es lo que quieres de Malik?

—Quiero llevarlo a la Mansión del Crepúsculo para que responda de sus fechorías.

—¿Que son…?

—Tantos asesinatos que he perdido la cuenta, entre ellos los de Rinda y Gwydion, guardianes del maldito Cyrinishad, y el robo de ese mismo libro —explicó Ruha—. Si los shadovar quieren realmente ser buenos aliados de las naciones de Faerun como dicen, deberéis liberarme y entregarme a ese bellaco.

—Te aseguro que nuestro deseo es sincero —dijo Hadrhune—, pero no tenía la menor idea de que las Arpistas controlaran tantas naciones.

—No controlamos ninguna —reconoció Ruha—, pero tenemos influencia sobre muchas.

—Una distinción que nosotros, los shadovar, comprendemos muy bien —afirmó Hadrhune, sonriendo con amabilidad. A diferencia de las sonrisas de los príncipes y de la mayoría de los señores de las sombras, la suya no ponía al descubierto unos colmillos ceremoniales—. También sabemos que en toda discusión hay dos partes. Galaeron, ¿qué tienes que decir? ¿Qué aconsejarías al Supremo en esta cuestión?

Galaeron se quedó mirando a Hadrhune pensando en lo mal que le caía el hombrecillo.

—Sé lo que te gustaría oír —dijo por fin.

—¿Crees que estoy tan hundido en mi sombra?

Vala cogió a Galaeron por el brazo.

—Galaeron…

—Sé lo que está bien —dijo él, desasiéndose—. No voy a traicionar a un compañero leal para acceder al palacio.

—Galaeron, Hadrhune no te está pidiendo que traiciones a nadie —puntualizó Vala.

—Sólo pido la verdad —aseguró Hadrhune—. Si no eres capaz de ver eso es que estás realmente sometido a tu sombra. —Dejando que Galaeron rumiara su ira, Hadrhune echó la cabeza hacia atrás para mirar a Aris—. ¿Qué le dirías tú al Supremo, amigo mío?

De rodillas junto a la fuente, el gigante todavía doblaba al shadovar en altura.

—Es cierto que Malik sirve a un dios del mal —dijo Aris—, pero yo le debo la vida y el honor me obliga a mantener mi alianza con él contra cualquier enemigo.

Hadrhune se volvió hacia Vala.

—¿Y tú?

—Yo no estaría aquí de no ser por él.

A Galaeron todavía le resultaba difícil creer que Hadrhune estuviera realmente interesado en su opinión, pero no tenía otro remedio que confiar más en el criterio de Vala que en el suyo propio. Él no se sentía sometido a su sombra, pero tampoco lo había estado en el Desdoblamiento…, y acababa de formular un conjuro.

—Ni yo —coincidió Galaeron—. Nos ha salvado a todos.

Los ojos de Hadrhune relampaguearon.

—No vas a ayudar a tu causa tratando de emponzoñar las opiniones de nuestros huéspedes contra nosotros, Arpista.

—La verdad no emponzoña. —Aunque las palabras de Ruha se dirigían a Hadrhune, miraba a Galaeron—. Tú eres de Evereska, ¿no es cierto, Galaeron?

—¿Y qué si lo es? —inquirió Vala.

Ruha entrecerró los ojos.

—¿Cuánto tiempo hace que estuviste fuera de las tinieblas de esta ciudad?

Galaeron frunció el entrecejo, preguntándose que estaría tramando la bruja.

—No es que eso sea de tu incumbencia, pero hace más de una semana.

Ni siquiera el espeso velo de Ruha consiguió ocultar su sonrisa de satisfacción.

—¿Qué? —inquirió Galaeron.

La bruja miró a Hadrhune.

Los ojos del senescal lanzaron ambarinas llamaradas contra ella antes de volverse hacia Galaeron.

—El enclave se está moviendo —dijo.

—¿Moviéndose? —exclamó Galaeron—. Siempre se está moviendo.

—Internándose en el desierto —le aclaró Hadrhune—. Alejándose de Evereska. Es por eso que…

—¡Traidores! —Galaeron se lanzó sobre el senescal pero cayó bajo el peso de Vala que se le había echado encima—. ¡Lo prometisteis!

—Y mantendremos nuestra promesa —le aseguró Hadrhune—. El caparazón de sombra ha dejado a los phaerimm fuera del Tejido. En un momento dado agotarán la magia que les queda, pero eso llevará tiempo, Galaeron, muchos meses. Tú sabes mejor que nadie que no osaremos atacarlos antes de que hayan agotado sus poderes y hayan empezado a consumirse, de forma que estén demasiado débiles para defenderse.

—¿Entonces es que estáis abandonando Evereska por un tiempecito? —preguntó Ruha con tono sorprendentemente cínico—. Ah, sí, eso realmente tiene sentido.

Hadrhune se puso de rodillas delante de Galaeron que si no se resistía era sólo porque sabía con qué facilidad Vala podía estrangularlo inconscientemente con el brazo con que le tenía inmovilizado el cuello.

—No estamos abandonando Evereska —dijo Hadrhune—, pero la situación es estable en este momento y también tenemos que pensar en nuestras propias necesidades.

—¿Y cuándo pensabais decírmelo? —preguntó imperiosamente Galaeron.

Hadrhune vaciló y desvió la mirada.

—Es una pregunta justa —puntualizó Vala.

Hadrhune dejó escapar un suspiro de hastío.

—Como quieras —dijo—. El Supremo pensó…

Fue en ese momento que Malik apareció detrás del senescal, asomando de un círculo de sombra como un gato que sale de un pozo. Dejó escapar un grito que helaba la sangre y recorrió como una centella media docena de pasos a través del patio antes de chocar con la palma de la mano de Aris y detenerse para ver dónde estaba.

Con el turbante medio deshecho, se volvió hacia Hadrhune.

—Si supieras de qué naturaleza es mi corazón, eso no te habría parecido divertido en absoluto —protestó, y olvidado al parecer de todo lo relacionado con Ruha avanzó hacia el senescal elevando un dedo amenazador—. Tuviste suerte de que no muriera de miedo ahí dentro, porque si no el Uno te visitaría en un infierno mil veces peor…, o se reiría tanto de mi desdichado destino que a punto estaría de romperse las podridas costillas.

Este reconocimiento, forzado por la maldición de verdad de Mystra, pareció desvanecer toda su ira. Malik dedicó un momento a estudiar lo que estaba sucediendo en el patio y a continuación se deslizó hacia la forma indefensa de Ruha y le arreó una patada en la espinilla.

—¡Ahí tienes! ¿Qué le has hecho a mi Kelda?

Los ojos de Ruha centellearon, pero no acusó en absoluto el dolor.

—¿Por qué te preocupa más tu caballo que tus amigos?

—Porque mi caballo es más leal —respondió Malik. Rebuscó bajo sus ropajes y sacó su daga curva—. Ahora responde o tu muerte será aún más dolorosa.

—¡No!

Vala y Galaeron no fueron los únicos que gritaron eso, pero el bastón de Hadrhune fue el que golpeó las muñecas del hombrecillo obligándolo a soltar la daga.

—Aquí no —dijo el shadovar—. El asesinato está tan prohibido en el Enclave de Refugio como lo está en Aguas Profundas y en el Valle de las Sombras. —Dirigió a Malik una mirada significativa—. Y nuestra justicia es más rápida.

—Entonces, no tienes elección —se quejó Malik—. ¡La bruja no se marchará a menos que yo esté muerto!

—O que seas mi prisionero —puntualizó Ruha.

—Eso no lo permitiremos de ninguna manera —advirtió Aris.

Hadrhune se quedó pensando un momento y después meneó la cabeza con aire cansado.

—Estás poniendo al Enclave de Refugio en una situación difícil, Arpista. O damos acogida a este bellaco protegiéndolo de ti o te permitimos que violes la protección de nuestro huésped.

—No tienes de qué preocuparte —dijo Galaeron mirando con furia a Hadrhune—. Nos iremos en menos de una hora.

Hadrhune se quedó un momento mirando a Galaeron y por fin asintió con la cabeza.

—Estáis en vuestro derecho, sin duda, pero mientras tú o alguno de tus amigos permanezca en el Enclave de Refugio, Malik tendrá protección como huésped nuestro y no podrá ser asesinado ni tomado prisionero.

—¿De verdad vais a dar cobijo a un asesino? —inquirió Ruha.

—Aquí no ha matado a nadie —repuso Hadrhune. Tocó sus ligaduras con el bastón y el cordel mágico desapareció—. Y tú tampoco. La misma ley que lo protege a él te protege a ti…, y si algún infausto hecho sucediere a cualquiera de los dos, sabremos a quién debemos ejecutar.

Hadrhune volvió a dirigir a Malik una mirada de advertencia.

—¿Puedo quedarme? —preguntó Ruha.

—En esta misma casa. —Hadrhune casi no podía ocultar una mirada de satisfacción—. El Enclave de Refugio no querría bajo ninguna circunstancia que se dijera por ahí que hemos dificultado la tarea de llevar a un ladrón ante la justicia.

—¿Justicia? —dijo Malik con un resoplido—. ¡No sabes ni remotamente a qué me estás condenando!

—No por mucho tiempo —afirmó Galaeron. Miró a Vala con ironía—. Bueno, si eres tan amable de salir de encima de mí.

Vala lo estudió vacilante.

—¿Y no vas a atacar?

—Sólo voy a irme —aclaró Galaeron—. Voy a regresar a Evereska.

Hadrhune le indicó a Vala que se retirara y a continuación tendió una mano dispuesto a ayudarlo.

—Si ése es tu deseo, aunque el Supremo sufrirá una gran decepción mañana.

Galaeron hizo como si no viera la mano y se puso de pie por sus propios medios.

—Sin duda se sentirá decepcionado —insistió Hadrhune—. Quería explicarte él mismo por qué se está moviendo la ciudad. Fue por eso que yo no te lo dije.

—Sí, seguro. —A pesar de sus palabras, Galaeron no se dirigió hacia la puerta—. ¿Mañana?

Hadrhune asintió.

—Le gustaría romper el ayuno contigo. Todo quedará explicado.

Galaeron se volvió hacia Vala.

—¿Un día más? —Echó una mirada a la villa y se encogió de hombros—. ¿Qué puede haber de malo en ello?

Los humanos habían vuelto a la carga, trepando otra vez a la montaña de Malygris, arrodillándose y poniéndose de pie y volviendo a arrodillarse en el exterior de su cueva, con cánticos y actitudes serviles, rogando sus favores. Era un problema. Le había dicho a Namirrha que no quería que los miembros del culto deambularan por las inmediaciones de su guarida, pero ¿acaso le había obedecido el mamífero? Lo que debería hacer Malygris era aparecer repentinamente y ponerlos a todos en fuga, pero entonces tendría que salir y devorar algo, y realmente no tenía apetito. Los dracoliches sólo necesitaban alimentos para recargar sus armas de aliento, y Malygris todavía no había descargado la suya (ni siquiera había salido de su guarida) en más de un año…, o al menos eso le había dicho Namirrha la última vez que el nigromante se había dignado a hacerle una visita.

Algo vivo, algo humano, apareció en las sombras sobrevolando su pila de platino número tres. Malygris sintió que una acusada sensación de ultraje llenaba la vacuidad de su tórax y balanceó el gran cráneo astado hacia el punto donde había surgido la intrusión. ¿Acaso los sangrecaliente no eran capaces de respetar siquiera su reclusión? Un par de oscuras siluetas surgieron de la oscuridad, no era exactamente que hubieran emergido de la oscuridad sino más bien que se habían despegado de ella, y avanzaron hacia donde él estaba.

¿Cómo habían conseguido los mamíferos esquivar sus trampas teleportadoras? Malygris no lo sabía, ni cómo habían conseguido que no se activara su magia de alarma. De lo que sí estaba seguro era de que ya había llegado al límite y de que esta intrusión en su guarida era el insulto supremo. Abrió las fauces y les lanzó un relámpago. En el chisporroteante destello que llenó la caverna entrevió a un par de humanos de piel morena vestidos con oscuras vestiduras que salían despedidos por encima de su tesoro e iban a dar de cabeza contra la pared. Cayeron entre sus diamantes, chamuscados, humeantes y, sorprendentemente, más o menos vivos.

Malygris siguió mirando hacia donde se encontraban. Cuando Namirrha lo había transformado en un dracolich, había adquirido una conciencia muy aguda de toda la materia viva presente a la distancia que abarcaban sus alas, y sabía que los dos humanos estaban malheridos. Los mamíferos eran frágiles, por lo que tenía la impresión de que morirían en cuestión de horas, y él no iba a derrochar otro ataque de aliento en ellos. Si ahorraba, todavía le quedaban dos buenas bocanadas de relámpagos antes de tener necesidad de abandonar su guarida para comer.

Pero aquéllos no expiraron. Todo lo contrario, en las horas que siguieron se recuperaron considerablemente. Primero se arrastraron hasta detrás de una pila de monedas de oro a las que el calor de su relámpago había transformado en un promontorio sólido, y allí se escondieron y fueron recuperándose poco a poco, hablando entre ellos en alguna antigua lengua humana que ni siquiera Malygris había oído antes. Era el supremo insulto de los sangrecaliente: no sentirse lo bastante amedrentados como para huir o al menos para permanecer allí callados. Malygris los hubiera desmembrado de buena gana de no ser porque a lo largo del último año, su esqueleto desprovisto de pellejo se había hundido hasta la espina dorsal en su nido de zafiros y no estaba dispuesto a abandonar una cama tan confortable.

Una voz, profunda y tonante, al menos para un humano, resonó en lengua común.

—Poderosísimo Malygris, no es preciso que nos ataques. Venimos en son de paz.

Malygris se quedó pensando.

—Si venís en son de paz —dijo por fin—, ¿por qué os ocultáis tras mis pertenencias como cazadores de dragones y ladrones de tesoros?

Un leve tintineo se oyó contra las paredes al levantarse ambos del lugar donde permanecían ocultos. Avanzaron hasta ponerse al descubierto, revelándose como un guerrero y un sacerdote, vestidos ambos con los restos fundidos de ciertas armaduras negras, vítreas y relucientes.

Malygris volvió a lanzarles su aliento.

Esta vez, su eléctrica furia los dejó pegados a la pared, con los miembros rígidos y humeantes, con los ojos color de acero del guerrero y color bronce del sacerdote relumbrando como luces mágicas. Sus lustrosas armaduras resbalaron de sus cuerpos y formaron a sus pies una especie de charcos negros. La carne oscura también se fundió y dejó al descubierto los negros órganos y los oscurecidos huesos del pecho. Sus talones y puños se convirtieron en una masa pulposa contra la pared de piedra.

Y a pesar de todo, seguían vivos cuando Malygris se quedó sin aliento, inertes como espantajos, oliendo a carne quemada y con los huesos al aire en algunas partes…, pero vivos. Cayeron al suelo y se quedaron allí quejándose durante media hora hasta que reunieron fuerzas suficientes para volver a ocultarse tras los tesoros.

Interesante.

Era lo primero que conseguía interesar a Malygris desde que Namirrha había conseguido que mataran a su compañero, Verianthraxa, en el ataque sin sentido contra los guardianes, un asalto al que los había lanzado la magia profana de Namirrha. Malygris buscó sus patas en las profundidades de su nido de zafiros y las puso en movimiento. Se levantó de entre las gemas y avanzó haciendo crujir sus huesos desprovistos de carne mientras atravesaba la caverna hacia donde estaban encogidos los dos humanos.

No, encogidos no.

Los dos estaban sentados, apoyados contra la pared, mirándolo con sus pequeños ojos fundidos. Ni siquiera temblaban. Los chamuscados huesos del pecho que hacía apenas un momento estaban a la vista ya aparecían cubiertos de carne oscura y las cicatrices incluso estaban desapareciendo.

Malygris cogió a uno en cada garra y observó, maravillado, cómo sus manos y pies recuperaban su forma normal.

—¿Qué clase de humanos sois que os curáis como trolls? —inquirió.

—Somos príncipes del Enclave de Refugio —dijo el de los ojos de bronce—. Yo soy Clariburnus y mi hermano es Brennus.

—¿Creéis que me importan vuestros nombres? ¡Vuestra arrogancia es intolerable! —Malygris oprimió al que había dicho llamarse Clariburnus y notó con satisfacción que se le quebraban los huesos. Sintió que el cuerpo quedaba inerte en su mano, pero ésa fue la única señal de que el mamífero sufría. Balanceó su hocico descarnado hacia el que tenía ojos de acero—. He preguntado qué sois, no quiénes sois.

—Nos damos el nombre de shadovar —dijo el prisionero—. En nuestra lengua significa «de la sombra».

—Ah, entonces sois sombras —repuso Malygris. Las sombras eran mamíferos de dos piernas que cambiaban sus almas por esencia de sombra. A la luz del día parecían hombres normales, pero cuando la luz se hacía más tenue se volvían más fuertes—. Ahora lo comprendo. He conocido a pocas sombras en mis siglos de vida.

Satisfecha su curiosidad, hizo presión para aplastarlos, pero sus garras se cerraron sobre el aire. Sintió que surgían a sus espaldas, y al darse la vuelta se encontró al de ojos de acero saliendo a su encuentro desde las sombras delante de su nido. El otro, el del cuerpo aplastado, estaba en un hueco justo encima.

Estaban entre él y su filacteria.

—Clariburnus y yo somos sombras —dijo el de los ojos de acero—, pero no todos los shadovar son sombras, y no todas las sombras son shadovar. Un shadovar es un ciudadano del Enclave de Refugio.

—Ya veo cuál es vuestro juego. —Malygris dio un paso adelante, levantando con su poderosa cola montañas de monedas que volaron por la oscura caverna en todas direcciones—. Intentadlo, pues. De una u otra manera yo haré lo que me plazca.

El de los ojos de acero, Brennus, alzó una mano.

—Detente —dijo—. No estamos aquí para atacarte, pero tú ya no nos atacarás más.

Malygris se detuvo, no porque lo hubiera mandado el humano, que no lo había hecho, sino porque la risa lo sacudía.

—¿Te atreves a amenazarme? —Diminutas horquillas de luz empezaron a bailar en torno a sus fosas nasales—. ¿De veras?

—No te estamos amenazando. —Esta vez el que habló fue el aplastado, que ya se había recuperado lo suficiente como para mantenerse sentado—. Hemos venido a hablar.

—¿Hablar? —Malygris se sentó y señaló con una garra un punto en el suelo, ante sí—. Muy bien, ya podéis presentar vuestras ofrendas.

Los dos shadovar se miraron.

—No te hemos traído ofrendas —dijo Brennus.

—¿No habéis traído ofrendas? —exclamó Malygris en el colmo del desconcierto. Esto se volvía cada vez más interesante, insultante, pero interesante—. ¿Cómo podéis rogar sin ofrendas? ¿Cómo osáis postraros ante mí sin nada que ofrecer?

—No hemos venido a postrarnos ante ti —puntualizó Clariburnus. Se puso de pie, cuando hacía tan poco que había sido aplastado, y se acercó renqueando hasta colocarse al lado de su compañero—, pero el Enclave de Refugio sí tiene algo que ofrecer.

Malygris percibió la llegada de Namirrha a la guarida y se volvió hacia la entrada. El nigromante, una figura de calva incipiente y arrugada incluso para lo que suelen ser los mamíferos, ya estaba bien adentrado en la cueva y avanzaba a grandes zancadas por el pasillo dorado que formaban los cálices cuidadosamente apilados de Malygris.

—¡Vosotros, los sangrecaliente! —bisbiseó—. ¿Pensáis que mi guarida es vuestra para cuando se os antoje entrar?

Namirrha se fingió amedrentado y deteniéndose unió las manos en actitud implorante e hizo una profunda reverencia.

—Mil perdones, sacratísimo señor. Se me ha informado de que has estado lanzando relámpagos a diestro y siniestro y pensé que tal vez necesitaras ayuda.

El nigromante echó una mirada significativa a los shadovar.

—¿Crees que necesito la asistencia de un humano? —preguntó Malygris con desprecio—. Cuando así sea, esparcirás mis huesos por toda Desolación.

—Como ordenes, sacratísimo señor —replicó Namirrha.

Tal como Malygris había sabido que lo haría, el nigromante frotó su amuleto y toda la ira de Malygris se disipó.

A Malygris le disgustaba aquello, realmente era algo que odiaba, pero no podía hacer nada al respecto. Del mismo modo que no podía recuperar su piel y sus escamas corrompidas hacía tiempo, tampoco podía atacar a Namirrha. Era la criatura del nigromante desde el hocico hasta la cola, y el hecho de que el viejo y taimado sangrecaliente se tomara tantos trabajos para darle otra apariencia a la cosa no hacía más que sumar el insulto al ultraje.

—Tal vez puedas ayudarme, de todos modos —se encontró diciendo a pesar de todo—. Estas cosas de sombra —señaló con una garra a los shadovar— han venido a mí con una oferta.

Las blancas cejas de Namirrha se alzaron.

—¿Ah, sí? —Avanzó por el flanco de Malygris, un recorrido algo largo que le llevó casi un minuto, y se detuvo en el lado opuesto al que ocupaban los shadovar—. ¿Y qué es lo que el Enclave de Refugio quiere ofrecer al poderoso Malygris, Suzerain de Desolación y de todos sus wyrms?

Los dos shadovar se miraron y entonces Clariburnus se encogió de hombros y respondió:

—Nos gustaría eliminar a los zhentarim del Anauroch.

—¿Eliminarlos? —gruñó Malygris—. ¿Y de qué se van a alimentar mis seguidores? Yo preferiría eliminaros a vosotros…

—¿Qué hay de malo en escucharlos hasta el final, sacratísimo señor? —Una vez más, Namirrha frotó su amuleto y una calma total invadió a Malygris. En el rostro del nigromante apareció una sonrisa de satisfacción—. ¿Y a cambio de este pequeño servicio, qué desean los shadovar?

—El servicio no tiene nada de pequeño —replicó Brennus, dirigiéndose directamente a Namirrha—, y tampoco lo que esperamos a cambio: la paz con los dragones y su ayuda en la guerra contra los phaerimm.

Malygris estiró el cuello para mirar a Namirrha.

—¿Es que hay una guerra contra los phaerimm?

—¿Acaso no te he aconsejado que salieras más, sacratísimo señor? —respondió Namirrha—. Se han escapado de su prisión y se han adueñado de los Sharaedim.

—¿Los Sharaedim de Evereska? —Malygris bufó divertido—. ¿El Refugio Ultimo de los elfos? Bien hecho. ¡Que se los queden!

Otra vez Namirrha echó mano de su amuleto. Malygris trató de impedírselo, pero se encontró con que su pie era demasiado pesado y sus garras demasiado rígidas.

—La cosa no es tan sencilla, poderoso señor —dijo Namirrha—. Los phaerimm son un peligro para todos nosotros. Hasta tus caravanas se han visto obligadas a dar un rodeo por rutas muy apartadas al norte o al sur.

—Ah, las caravanas. —Aunque Malygris no tenía la menor idea de cuáles eran las caravanas a las que se refería el nigromante, y no le hubiera importado saberlo, se encontró asintiendo sabiamente—. No debemos dejar que interfieran con mis caravanas.

Namirrha sonrió a los shadovar.

—Si Malygris se compromete, las huestes que aportará a esta guerra no tendrán rival. Sin duda, su ayuda vale mucho más que el simple hecho de eliminar a los zhentarim del Anauroch.

—¿Cuánto más? —inquirió Clariburnus.

Namirrha se puso serio.

—A Malygris le gustaría verlos eliminados…, barridos de la faz de Faerun.

—Entonces, que lo haga el propio Malygris, si sus huestes son tan poderosas —dijo Brennus—. Los shadovar no están dispuestos.

—¿No están dispuestos? —quiso saber Namirrha—. ¿O acaso es que no pueden?

Los ojos de ambos shadovar brillaron de furia.

—Para el caso, es lo mismo —gruñó Brennus—. No hemos vuelto a Faerun para librar las batallas del Culto del Dragón por él. Si no queréis llegar a un acuerdo, podéis estar seguros de que los zhentarim estarán dispuestos.

Namirrha dio un paso adelante, tal vez fiándose más de lo que era prudente de la imponente presencia de Malygris como respaldo.

—Entonces ¿por qué no estáis hablando con los zhentarim en lugar de hacerlo conmigo?

Clariburnus estiró el cuello para mirar para arriba.

—Porque los zhentarim no tienen a Malygris.

—Si es mi ayuda lo que pretendéis, entonces deberíais haber traído una ofrenda —rugió Malygris, contrariado al verse fuera de las negociaciones. Sabía como cualquier otro quién lo controlaba, pero insistía en guardar las apariencias. Todavía le quedaba su orgullo—. Deberíais estar suplicándome.

—No es necesario, Malygris. —Namirrha acarició su maldito amuleto—. Esto es algo que me corresponde negociar en tu nombre.

—Está bien —dijo Malygris, y era sincero.

Los shadovar no dijeron nada y se quedaron mirando a Namirrha.

El nigromante guardó silencio un momento y luego asintió y dijo:

—Hecho. —Tendió la mano a Brennus—. Es un trato.

El shadovar se quedó mirando el apéndice como si no supiera muy bien qué hacer con él, y miró por encima del hombro del nigromante a Malygris.

—¿El poderoso respetará el trato?

Namirrha asintió y acarició su amuleto.

—Por supuesto.

—Bien —dijo Brennus con una ancha sonrisa que dejó al descubierto sus colmillos afilados como agujas que eran la envidia del propio Malygris—. Hecho.

El shadovar cogió entonces la mano de Namirrha, en un movimiento tan rápido que pasó desapercibido para el mismísimo Malygris, tiró de él hacia adelante precipitándolo sobre la hoja de una daga negra y vítrea. Namirrha dio un grito de sorpresa y trató de pedir auxilio a su sirviente, pero la mano del shadovar le había tapado la boca como una mordaza y Malygris no tenía mucha prisa por defender al nigromante. Brennus remató el ataque hundiendo la daga en la entrepierna de Namirrha y abriéndolo a continuación en canal hasta dejar que las dos mitades cayeran independientemente.

Cuando lo hubo hecho, el maldito amuleto colgaba de la empuñadura de su hoja oscura. Esto fue lo que arrojó a los pies de Malygris.

—He aquí nuestra ofrenda, Malygris.

Malygris miró con desconfianza el amuleto y también los sangrientos despojos sobre los cuales estaba de pie el shadovar.

—Si piensas que te vas a congraciar conmigo con tu traición de sangrecaliente…

—Pensamos que con esto vengamos el insulto que nos hizo al dar a entender que Refugio no está a la altura de un lastimoso hatajo de miserables como los zhentarim —dijo Clariburnus—, y el que te hizo también a ti al tratar al Suzerain Azul como un perro de pelea entrenado.

Si Malygris hubiera tenido labios para sonreír, sin duda lo habría hecho.

—Por eso os doy las gracias, pero ¿por qué habría de atenerme al trato que él selló? Mis dragones necesitan zhents de que alimentarse.

—Tendrán mucho que comer en la guerra —le aseguró Brennus—, eso te lo prometo.

—Si lo piensas bien, encontrarás que todavía estás atado por la promesa de Namirrha —dijo Clariburnus—. Te has vendido al Culto al Dragón, y ni siquiera los príncipes de Refugio pueden liberarte de ello.