Capítulo 12
21 de Mirtul, Año de la Magia Desatada
Vala permanecía suspendida entre las telarañas del techo observando en silencio mientras Corineus recorría el sanctum cercenando los tentáculos oculares de las cabezas de los acechadores y abriendo cráteres en los pechos de los illitas con descargas de magia dorada, dando volteretas para pasar por debajo de los osgos y lanzándose sobre los kobolds. Se las ingeniaba para mantenerse siempre entre sus enemigos y los cuatro libros de conjuros que había sobre una polvorienta mesa de roble en el rincón, entre una pila de coronas, cetros, anillos, brazaletes y demás reliquias mágicas recuperadas de las guaridas de los phaerimm que había matado hasta el momento. Los cuerpos de los monstruos empezaban a amontonarse, ralentizando la danza de la espada del baelnorn hasta tal punto que empezó a recibir golpes. No es que eso importara, ya que las armas de fuego sólo rebotaban en su carne blanca y él absorbía los rayos de desintegración y las descargas mentales del mismo modo que las hojas absorben la luz del sol. Ni siquiera los haces antimagia tenían efecto sobre él. Los acechadores que los proyectaban en ningún caso vivieron el tiempo suficiente como para que sus camaradas armados con espadas se beneficiaran de ellos.
Llegó un momento que la cantidad de cuerpos fue tal que Corineus no pudo proseguir su danza de la espada. Giró y lanzó un ataque, y dos kobolds dieron un salto por encima de la carnicería hacia el rincón, echando mano cada uno de ellos de uno de los libros de conjuros que había sobre la mesa. Aunque estaban a menos de cuatro metros por debajo de Vala, tan cerca que podía oler su olor almizclado a pesar del hedor de la carne muerta que llenaba la estancia, ella siguió colgada del techo. Le dolían los brazos y las piernas por aquella posición tan desacostumbrada, pero esta vez Corineus le había dicho que se comportase como una araña, que dejara que la presa se enredase en su red antes de atacar.
Mientras Corineus procuraba recuperar el equilibrio, un par de osgos lo asaltaron por la espalda y lo derribaron. El lich-elfo empezó a deshacerse de ellos mientras iban apareciendo más por las puertas, uno tras otro, sumando su peso al montón. La pila siguió creciendo, pero más lentamente hasta que por fin se acomodaron sobre el suelo. La voz sofocada del baelnorn pronunció un encantamiento, y una chispa brillante saltó en algún punto por debajo del enredo de miembros peludos.
Una lámina de luz plateada se extendió por la habitación, cegando a Vala durante un momento. Hubo un solo gemido de muerte colectivo y a continuación reinó el silencio. El hedor de carne chamuscada le llenó las fosas nasales, y un hormigueo empezó a recorrer su carne entumecida por el frío cuando el aura del baelnorn se desvaneció de golpe. Trató de disipar el deslumbramiento de sus ojos y vio el sanctum con tres pilas de cuerpos abiertos en canal y chamuscados, de muchos de los cuales todavía salía humo mientras que otros aún se retorcían.
Corineus estaba rodeado de una esfera trémula de fuerza. Su rostro reseco se había transformado en una máscara de agonía mientras intentaba trabajosamente ponerse de pie. Se movía con lentitud y con gran esfuerzo y tenía los ojos prácticamente fuera de las órbitas, y unos hilillos de sangre negra salían de sus oídos y sus fosas nasales. La esfera se estaba contrayendo a ojos vistas, aplastando al baelnorn en su apretón inexorable.
Vala no se movió de donde estaba, perfectamente consciente de los rojos y brillantes puntos que empezaban a aparecer desde los rincones del techo lleno de telarañas y que estaban fijos en ella. Las arañas gigantes habían desaparecido en sus recónditos escondites en cuanto Corineus entró en el sanctum pero, desaparecida su aura heladora, estaban ávidas por recuperar sus telarañas. Vala sintió otra vez que se le erizaba la piel, pero esta vez no tenía nada que ver con el frío.
Por fin apareció el objetivo de su emboscada, el mayor de los phaerimm que se habían presentado hasta el momento, con escamas color ámbar y un aguijón en la cola tan largo como la hoja de su espadaoscura. La criatura se detuvo un momento en la puerta y a continuación flotó hacia la esfera en la que estaba prisionero Corineus. El baelnorn giró la cabeza en su dirección. Tenía los ojos tan desorbitados que parecían a punto de estallar, y el líquido negro que le salía por la nariz y los oídos le cubría toda la parte inferior de la cara. El elfo no muerto inició torpemente los gestos de un encantamiento.
Tan torpes eran sus intentos que incluso Vala se dio cuenta de que nunca lo conseguiría. El phaerimm se limitó a flotar allí, delante de él, y en un momento dado Cornelius cesó en sus esfuerzos. Los dos se quedaron allí, frente a frente, sin hacer nada. Después de unos momentos de confusión, Vala se dio cuenta de que la mirada del baelnorn se desplazaba hacia los libros de conjuros capturados, y recordó que los phaerimm se comunicaban con sus cautivos telepáticamente. La cosa lo estaba interrogando, sin duda tratando de averiguar cómo había conseguido traspasar las defensas erigidas para mantenerlo a raya.
Vala rogó a Tempus que diera fuerzas a Corineus, después rezó también por sí misma y pidió a Corellon Larethian, el dios elfo de la guerra, los mismos favores. Habían extremado las precauciones para no dejar rastro de la presencia de Vala en las guaridas en las que habían irrumpido hasta el momento. Si el baelnorn revelaba el secreto, ella no sobreviviría el tiempo suficiente y el plan que habían trazado fracasaría.
Un temblor en la telaraña atrajo la atención de Vala hacia el rincón opuesto del techo, donde una araña del tamaño de un lobo estaba saliendo furtivamente de su escondrijo. La mujer la miró amenazadora, pero no se atrevió a hacer nada más. Corineus le había advertido que no se moviera hasta el instante mismo de atacar. Sólo estaba camuflada por las telas de araña y por la oscuridad; cualquier magia que el baelnorn pudiera haber utilizado para ocultarla habría atraído la atención del phaerimm como una llama.
Envalentonada por la osadía de la primera, una segunda araña puso sus patas sobre la tela, a sólo media docena de metros de los pies de Vala. Ésta miró al phaerimm tratando de calcular las posibilidades de dar el salto. No estaban claras. El espinardo estaba por encima de la puerta principal con el baelnorn; ella se encontraba en la esquina opuesta, por encima de los libros de conjuros. Corineus había dicho que la criatura no sería capaz de resistir a la atracción de ese tesoro, pero por el momento daba la impresión de que la estaba resistiendo demasiado bien.
Un tercer arácnido salió a la telaraña, éste en el rincón por encima de Corineus, que estaba superando con mucho el tiempo en que un elfo vivo ya habría sido aplastado. Los ojos le colgaban fuera de las órbitas, aplanados sobre las mejillas, y tenía los brazos y las piernas doblados en ángulos imposibles y pegados al cuerpo. Vala tuvo el impulso de gritarle al baelnorn que se diera por vencido y permitiera que acabaran con él, pero ni siquiera sabía si eso era posible. Además, el lich-elfo tenía que conseguir que todo pareciera real. Si se entregaba con demasiada facilidad, su atormentador empezaría a sospechar, y había pocas cosas más peligrosas que un phaerimm desconfiado.
La telaraña empezó a sacudirse violentamente al lanzarse la primera araña contra Vala, destilando veneno por los colmillos y tanteando el aire con sus pedipalpos. La segunda trató de alcanzar las piernas de la mujer, pero se detuvo para hacer frente a la otra cuando cambió de dirección.
Vala hizo un intento desesperado de arrojar la espada, pero tuvo una idea mejor y se volvió a mirar a las arañas. Con el filo de la espada trazó una amplia medialuna en torno a la base de sus pies. La telaraña se rompió con una serie de pequeños crujidos, y ella se desprendió del techo balanceándose y describiendo un ágil arco hacia su objetivo. El phaerimm dirigió hacia ella su enorme bocaza.
Vala saltó directa hacia él, blandiendo la espadaoscura con ambas manos para lanzarle una implacable estocada desde arriba. Oyó el ruido de las escamas al romperse y sintió que la espada partía la carne. Un par de manos del phaerimm la sujetaron por la garganta y empezaron a apretar. Vala giró la hoja y empezó a extender la herida en el cuerpo de la criatura. La cola punzante describió un arco ascendente, rebotó en la armadura de Vala y se retrajo para volver a intentarlo.
Vala logró apartar la mano del phaerimm de su garganta y sólo consiguió que fuera reemplazada por otras dos. Su vista empezó a nublarse y sintió un dolor atroz en la pierna derecha cuando el aguijón de la cola consiguió horadar la armadura y empezó a bombearle veneno en el cuerpo. La mujer liberó su espadaoscura, lanzando un mandoble que atravesó medio metro de tendones y carne. Su vista se nubló tanto que todo lo veía más negro que la oscuridad y sintió que el estómago se le subía a la garganta. Un frío penetrante se apoderó de su carne y notó que se precipitaba en una caída sin fin. Se sintió mareada y débil y sólo podía oír los latidos de su corazón, cada vez más lentos, hasta que incluso eso desapareció.
El primer indicio que tuvo de que no estaba… muerta, fue el hedor de la batalla. El segundo fue el dolor. Tenía algo alojado en la pierna que le tenía inmovilizado todo el cuerpo a través del músculo y el hueso del muslo. Por un momento pensó que estaba muerta y en los Nueve Infiernos y no recordaba cómo había llegado allí. Entonces vio a un enorme phaerimm de color ámbar que yacía despedazado e inmóvil en el suelo, no por debajo sino por encima de ella, y recordó la lucha en el sanctum.
Vala no estaba en el sanctum. En lugar de los cuatro libros de conjuros de los que se habían apoderado y del gran montón de magia recuperada que ella y Corineus habían apilado en el rincón, había un solo libro abierto que flotaba en el campo verde de un conjuro y varios estantes de reliquias dispuestas en perfecto orden. Estaban las plataformas donde dormían los esclavos mentales a lo largo de la pared, y el símbolo de protección que mantenía a raya a su aliado baelnorn. Y por encima de todo, estaba el propio espinardo, que yacía inmóvil y destripado en el suelo junto a ella y cuya larga cola impedía que Vala pudiera flotar hasta el techo teniendo como tenía el punzante aguijón alojado en la pierna.
Después del ataque de Vala, la criatura había tratado de teleportarse a la seguridad de su guarida y había llegado muerto. Al menos eso era lo que ella pensaba. Bajó el brazo para liberarse, es decir, trató de bajar el brazo. No respondía a su voluntad ni tampoco le respondieron las piernas ni el cuello cuando los sometió a un examen, ni siquiera la lengua cuando intentó lanzar una maldición.
Vala sabía que, en un momento dado, la esfera constrictora destruiría a Corineus y dejaría su espíritu en libertad para buscar uno de los cuerpos vacantes que tenía ocultos en su Irithlium, pero eso no iba a ayudarla. Hasta que no rompiera el símbolo de protección que había encima de la puerta, el baelnorn no podría entrar en la guarida. Nada podía hacer como no fuera permanecer allí suspendida, aguantando el dolor, hasta que se pasara el efecto del veneno.
Los shadovar no tenían una presencia importante en Arabel, o más bien en lo que quedaba de Arabel después de que los ghazneth y sus hordas de orcos la redujeron a escombros, pero estaban allí. En el lado oscuro de una torre quebrada, un par de canteros de tez oscura usaban una sierra de sombra para dar forma a los bloques. Por la ventana de un horno, un alfarero con brillantes ojos de amatista estaba haciendo un horno de arcilla oscura. En un callejón, un carpintero alto y demacrado instalaba una puerta de madera de ébano.
Ninguno de ellos echó siquiera una mirada a Galaeron cuando éste pasó acompañado de Aris y Ruha, pero eso nada significaba. Tratándose de un elfo, una bedine y un gigante de piedra que viajaban juntos, los shadovar tenían que saber quiénes eran.
Aris se detuvo a menos de un metro de Galaeron y Ruha. Aunque el gigante había pasado la mayor parte de los dos últimos días bebiendo a sorbos las pociones curativas de Storm, todavía estaba bastante inestable y Galaeron hubiera preferido que no se inclinase sobre ellos.
—Esto va a ser más difícil de lo que pensábamos —dijo Aris en voz baja—. Sigo viendo shadovar.
Galaeron asintió.
—Los han mandado para vigilarnos.
—¿A tantos? —Ruha meneó la cabeza—. Los shadovar tienen medios más sencillos de vigilar que reconstruir toda una ciudad.
—¿Y tú qué sabes? —le soltó Galaeron—. Con la información que tengo sobre los phaerimm, los shadovar harían cualquier cosa por hacerme volver.
—Seguro que sí —dijo Ruha con tono paciente.
La bedine señaló la base de una torre casi reconstruida, al punto en el que los cimientos habían sido remendados con la misma amalgama oscura que usaban como mortero en el Enclave de Refugio.
—Llevan algún tiempo aquí —continuó—. Lo que se proponen es conseguir a Cormyr como aliado, no encontrarnos a nosotros.
Galaeron miró primero los cimientos, después el resto de la ancha calle y tuvo que reconocer que tenía razón. Aunque a primera vista la ciudad seguía pareciendo un montón de ruinas, estaban empezando a resurgir los contornos de su forma anterior. Muchos de los edificios más importantes estaban levantados ya hasta el segundo o el tercer piso, y la mayor parte de ellos mostraban señales del trabajo de los shadovar, cuando no en el mortero, en el preciso encaje de las piedras y en la madera oscura de los balcones, o incluso en la profundidad de los nichos de las ventanas en sombras.
—Tienes razón, por supuesto —dijo Galaeron, transfiriendo su ira de Ruha a Storm Mano de Plata—. Ni siquiera los shadovar podrían hacer esto de la noche a la mañana, y Storm tenía que saberlo cuando nos teleportó hasta aquí.
—Es muy probable —admitió Ruha.
—Entonces, ¿por qué tenía que mandarnos? —preguntó Galaeron—. Habría tenido más sentido teleportarnos a Aguas Profundas y venir ella misma a Cormyr.
—Es probable que tú mismo hayas dado respuesta a tu pregunta —dijo Ruha—. Eso es lo que los shadovar esperarían. O tal vez las cosas sean más complicadas de lo que creemos en Aguas Profundas. Tengo entendido que la hermana de Storm, Learal, mantiene relaciones amistosas con los shadovar.
—No digas más —gruñó Galaeron.
La reacción de Storm hacia él en el Anauroch lo había convencido de lo difícil que era convencer de algo a uno de los Elegidos. Era posible que le hubieran perdonado que soltara a los phaerimm en el mundo, pero que hubiera traído a los shadovar detrás de ellos y hubiera propiciado la desaparición de Elminster en los Nueve Infiernos…, eso no se lo perdonarían jamás.
—Nos irá mejor probando suerte con los cormyrianos —admitió Galaeron.
—¿Entonces aceptas que Storm hizo lo que era más prudente? —preguntó Ruha.
Galaeron se encogió de hombros.
—¿Cómo saberlo? Pero ella debe tener mejores expectativas en Aguas Profundas que yo. Lord Piergeiron indudablemente no va a dar más crédito a la palabra de nadie que a la de Learal.
En los ojos de Ruha hubo una chispa de aprobación.
—Todavía es probable que sobrevivas a esto. Creo que por fin estás aprendiendo a controlar a tu ser sombra. —Echó una mirada a un par de canteros shadovar que habían dejado de trabajar para mirarlos pasar y añadió—: Pero tal vez llamaríamos menos la atención si nos disfrazáramos y encontráramos un lugar seguro donde dejar a Aris.
—En el punto en el que nos encontramos, la velocidad es mejor que el sigilo —dijo Galaeron—. Cuanto antes nos presentemos en palacio, más difícil le resultará a Telamont Tanthul hacer que una tropa de sus espíritus nos lleve de vuelta al enclave.
—Bien dicho —coincidió Aris, tendiendo la mirada por encima de la ciudad a medio construir—. Además, no hay ningún lugar donde se pueda esconder a un gigante de piedra en treinta kilómetros a la redonda.
No exageraba. Aunque Storm los había teleportado a un campo distante apenas medio kilómetro de Arabel, la caminata hasta las puertas les había bastado para apreciar la devastación ocasionada por el dragón Nalavarauthatoryl y sus ghazneth y orcos. Incluso un año después de la terrible guerra, no crecía nada en los otrora feraces campos, salvo algunos cardos negros y grandes extensiones de musgo maloliente, mientras el gran bosque del sur y el oeste de la ciudad todavía se esforzaba por hacer brotar las primeras y endebles hojas en las copas de los árboles.
A pesar de su presencia en Arabel, los shadovar no contribuían mucho a mejorar las cosas. Con la fusión del Hielo Alto, que había traído consigo tanta lluvia y aire fresco hacia el este desde Aguas Profundas, un viento persistente había estado soplando hacia el norte por Cormyr, trayendo consigo el calor y el bochorno de Dragonmere.
Si el céfiro hubiera depositado una pequeña parte de su humedad sobre el reino, el cambio de tiempo podría haber mejorado la situación, pero el aire seguía siendo mezquino con el agua hasta que chocaba con los Picos de las Tormentas en el norte y se enfriaba de repente. Como consecuencia de esto, el reino estaba soportando la sequía más pertinaz, calurosa y terrible de los últimos mil años, y todo eso mientras sus dos ríos más importantes, el Aguas de la Estrella y el Aguas del Wyvern, se desbordaban inundando y arrasando aldeas enteras.
Galaeron no estaba nada seguro de poder conseguir una audiencia con los gobernantes del reino, y mucho menos de poder convencer a los cormyrianos de que el Enclave de Refugio era el causante de sus problemas. Sin embargo, tal como había dicho Storm, estarían ansiosos de oír una explicación y se mostrarían inclinados a escuchar. Todo lo que tenía que hacer era poner la manta de sombra en manos de Vangerdahast. Después de eso, el mago real se convencería.
Llegaron al palacio de la ciudad que, para gran decepción de Galaeron, había sido reconstruido desde la segunda planta con la misma piedra perlada que Villa Dusari. En la cima de las torres más altas, docenas de abrillantadores shadovar trepaban como arañas por encima de las almenas, dando los toques finales al magnífico edificio. Por fortuna, los guardias de la puerta todavía lucían la insignia del dragón púrpura de Cormyr. De lo contrario, Galaeron habría llegado a la conclusión de que los shadovar se habían adueñado de la ciudad y se habían retirado de ella a continuación.
Mientras los tres subían la escalinata, dos de los guardias cruzaron sus alabardas ante la entrada. El sargento, que no superaba en edad a sus camaradas pero tenía una horrible cicatriz en la cara y llevaba un parche en un ojo, dio un paso al frente para abordarlos.
—¿Tenéis algo que tratar con lord Myrmeen? —preguntó.
Galaeron meneó la cabeza.
—Los asuntos que nos traen conciernen a la princesa Alusair y a su mago —dijo—. Tienen que ver con el tiempo anormal que Cormyr ha estado sufriendo últimamente.
El sargento pareció no haber oído la última parte de su explicación.
—Éste es el palacio de Myrmeen Lhal —dijo—. La Regente de Acero tiene su residencia en Suzail, y allí está junto con su mago.
Galaeron sintió que saltaba una alarma en su mente.
—¿Queréis decir que Arabel ya no forma parte de Cormyr?
El único ojo del sargento se entrecerró.
—Lo que estoy diciendo es que a menos que tengáis asuntos que tratar con Myrmeen Lhal…
—Sabemos de buena fuente que la princesa Alusair y Vangerdahast están dentro —interrumpió Ruha. Cogió la insignia de Arpista que llevaba bajo su vestido y la puso en la mano del sargento—. Te ruego le entregues esto y le digas que nuestras vidas, y tal vez el destino de Cormyr en la próxima cosecha, pueden depender de una audiencia inmediata.
—¿Arpistas? —El sargento apenas miró la insignia—. ¿Por qué no lo dijisteis antes?
Dio media vuelta y desapareció en el interior del palacio. Regresó un momento después con un hombre larguirucho, con cara de caballo, vestido con la capa escarlata y la faja púrpura de su cargo. El recién llegado devolvió a Ruha su insignia y les hizo señas de que entraran en el grandioso vestíbulo de recepción del palacio, tan grande, que después de atravesar a gatas la entrada, incluso Aris podía ponerse de pie.
—Bienvenidos, soy Dauneth Marliir, Alto Guardián de su majestad —dijo el hombre—. Lamento la demora, pero hemos aprendido a ser cautelosos con la información sobre su majestad.
—Lo entendemos —respondió Ruha, volviendo a colocar la insignia en su lugar—. Soy Ruha…
—Sí, lo sé. —Dauneth le dedicó una amplia sonrisa.
Galaeron no le prestó mucha atención y pasó revista a la larga arcada de pilares donde vio con desaliento que había más shadovar que humanos abrillantando y limpiando.
Dauneth siguió hablando con Ruha.
—No hay muchas brujas bedine entre las Arpistas.
—Una sola, estoy segura —dijo Ruha riendo. Señaló a Galaeron con un gesto de la mano—. Éste es Galaeron Nihmedu.
La impresión se reflejó en el rostro de Dauneth, aunque consiguió recuperarse.
—Encantado de conocerte, Galaeron. He tenido noticias de tu valentía. —Tendió una mano y cogió la muñeca de Galaeron al modo que lo hacen los humanos—. El príncipe Rivalen me ha dicho que su padre ha estado sumamente preocupado desde tu desaparición.
—Sí, me lo imagino —replicó Galaeron, sorprendido por la frialdad de su propia voz—. Tiene motivos para estarlo.
Dauneth enarcó las cejas, lo cual movió a Ruha a dar una explicación.
—Tiene que ver con nuestra visita. —Se volvió a medias hacia Aris—. Y éste es…
—Aris de Mil Caras —completó Dauneth. Hizo una pausa y una profunda reverencia—. Cuando el palacio esté terminado, Myrmeen tiene intención de exponer una de tus obras, El descenso del Ejército de las Sombras, aquí, en el vestíbulo.
—¿De veras? —El gigante se quedó con la boca abierta—. ¿Y cómo se hizo con ella?
Dauneth sonrió entusiasmado.
—Un regalo del príncipe Rivalen, por supuesto.
El Alto Guardián abrió la marcha por un señorial corredor lateral hacia una doble puerta bien protegida, y a Galaeron se le cayó el alma a los pies. Se daba cuenta de que Rivalen y sus regalos habían conquistado a los cormyrianos y de que no tenía la menor posibilidad de ganarse la confianza de Alusair. Dentro de poco estaría muerto o de camino hacia el enclave, y después de ver lo cerca que había estado su ser sombra de conseguir que mataran a Aris, sabía perfectamente lo que iba a preferir. Nada deseaba más que usar su magia de sombra para enviar un recado a Vala pidiendo perdón por la forma en que se había despedido de ella y haciéndole saber que, al menos al final, había recuperado el sentido y había muerto pensando en ella.
Y también le habría gustado pedir perdón a Takari Moonsnow por haber rechazado lo que ella le ofrecía. Siempre había sabido, en lo más íntimo, que eran almas gemelas y, debido a eso, había dado por sentado que ella estaría siempre a su lado, pero cuando había decidido ayudar a Vala y no a ella en la batalla final contra Wolgreth, la había herido más profundamente de lo que podía hacerlo cualquier lich. Sabía que entre ellos ya no podía haber nada más que dolor. Durante el resto de su vida, cada vez que pensara en él evocaría sentimientos de traición y pérdida.
¿Cómo podía haber sido tan cobarde? Tal vez siempre había habido una sombra sobre su corazón debido a su miedo de seguirla, porque al tratar de evitar su propio dolor había hecho sufrir a los demás. Sin duda, su padre nunca había dado la espalda a sus sentimientos. Había amado a Morgwais con una entrega total desde el momento mismo en que la conoció y durante todos los años que habían vivido en Evereska y todos los años en que ella había vivido apartada en el Bosque Alto, y si su ausencia le había causado alguna angustia, el amor que compartían le había dado la fuerza necesaria para soportarlo sin amargura ni arrepentimiento.
Llegaron a la doble puerta y en seguida les franquearon la entrada. Aris tuvo que encorvarse para pasar, pero dentro estaba el salón de audiencias formales del palacio, con un techo abovedado tan alto que el gigante podía permanecer de pie y andar por la parte central.
En un alto trono situado en el otro extremo estaba sentada una mujer impresionante, de ojos marrones como el roble y pelo color ámbar. Tenía un brazo apoyado en la rodilla mientras conversaba con un enorme shadovar que estaba a su lado. Aunque Galaeron no hubiera visto los ojos dorados y los colmillos ceremoniales del hombre, habría reconocido al príncipe Rivalen por sus anchos hombros y su cintura estrecha. Al lado del trono y un poco más atrás estaba de pie un anciano de aspecto cansado que vestía una túnica voluminosa y lucía una enorme barba blanca que no podía ser otro que el mago real de Cormyr, Vangerdahast. Junto a él estaba la última integrante del pequeño grupo, una mujer escultural de pelo oscuro y ojos tan azules como un lago de montaña.
Dauneth se paró frente al trono y presentó a Galaeron y a sus compañeros a los presentes. A su vez mencionó los nombres de los allí reunidos: la mujer sentada en el trono era la Regente de Acero de Cormyr, la princesa Alusair Obarskyr, y la que estaba de pie era Myrmeen Lhal, nombrada por el rey señora de Arabel.
Cuando le presentaron a Aris, los ojos de Myrmeen chispearon con unos reflejos dorados casi como los de un elfo.
—Soy una gran entusiasta de tu obra, maestro Aris. —Señaló con un gesto a Rivalen, que estaba estudiando al grupo con una sonrisa forzada—. El príncipe me ha regalado El descenso del Ejército de las Sombras. Tengo intención de exponerla en lugar destacado en el vestíbulo.
—Será un honor —dijo Aris con cierta facilidad ensayada—. Sólo espero que haga justicia a tu palacio.
—Por supuesto que le hará justicia —replicó ella—. La forma en que transmites la sensación del descenso arrollador del ejército en alas de los veserabs es pura magia, aunque encuentro cierto aire amenazador en el modo en que los jinetes se despliegan en la parte inferior, como si encontrarais un poco aterradora la llegada de los shadovar.
—Eres muy perspicaz, mi señora. —Aris echó una mirada a Rivalen—. Si volviera a hacer hoy la misma escultura, sería algo más que cierto aire amenazador.
—¿De verdad? —Myrmeen frunció el entrecejo—. Yo creía que estabas muy contento en la Villa de las Sombras.
—Y también nosotros —dijo Rivalen con tono mesurado—, pero entendemos lo temperamentales que pueden ser los artistas. Si Aris no estaba contento, con gusto lo hubiéramos transportado a cualquier lugar a donde quisiera ir. No era necesario que se enfrentase al desierto con estos ladrones.
—En este lugar, no somos nosotros los ladrones —empezó a decir Galaeron—. Los shadovar…
—Myrmeen no te ha pedido que hables —intervino la princesa Alusair, alzando una mano para interrumpirlo. Se acercó al borde de su asiento y se dirigió a Rivalen—. ¿Qué fue lo que robaron?
Vangerdahast apoyó una mano en su hombro para llamarle la atención.
—Princesa, esta cuestión realmente no tiene nada que ver con Cormyr.
Alusair se encogió de hombros.
—Ahora están en Cormyr, Vangey. —Su mirada rozó brevemente a Lhal y luego volvió al príncipe Rivalen—. Al menos creo que todavía es Cormyr.
—Refugio no reconocería ninguna otra pretensión sobre Arabel —dijo Rivalen sin tragar el anzuelo—, y verdaderamente estaríamos muy agradecidos si devolvieras a estos ladrones al Enclave de Refugio para que sean juzgados por el Supremo.
Alusair siguió observando al príncipe, y Galaeron empezó a ver que lo que se estaba cociendo en Arabel era algo más que la reconstrucción de la ciudad…, o al menos la Regente de Acero temía que así fuera.
—¿Debo preguntarlo otra vez, príncipe? —dijo Alusair—. ¿Qué fue lo que robaron?
Rivalen vaciló un momento, después señaló la manta de sombra que Aris llevaba al hombro.
—Para empezar, la manta liminar. También un disco volador y un veserab…, que yo sepa.
Alusair miró a Ruha.
—¿Es cierto eso?
—En esencia —respondió—. Yo no estaba…
—De hecho —insistió Rivalen—, todos formasteis parte del plan desde el principio, Malik lo confesó todo.
—¿Malik? —inquirió Alusair—. ¿Es posible que se trate de Malik el Sami yn Nasser, el Serafín de las Mentiras?
Rivalen asintió.
—Un hombrecillo despreciable, pero es bien sabido que la maldición de Mystra le impide mentir. —Miró a Galaeron e hizo un gesto despectivo—. Estaba con Galaeron cuando rescatamos a su grupo del Bosque Espectral. Deberíamos haberlo considerado un indicio de lo que podíamos esperar cuando nos dimos cuenta de quién era.
—Ciertamente —dijo Vangerdahast—. Me sorprende que no lo hayáis hecho. ¿Fue capturado Malik cuando huían?
—No fue una huida —puntualizó Rivalen—. Hasta que empezaron a robar, eran libres de marcharse cuando quisieran.
—Princesa Alusair —dijo Ruha—, si me permites…
—No —la interrumpió Alusair imponiendo silencio con la mano—, el príncipe está hablando.
La expresión de Ruha se entristeció y Galaeron se dio cuenta de que estaba cayendo en la desesperanza como él antes. Cruzó con ella una mirada y sonrió dándole ánimos. Fue imposible saber cuál fue su respuesta bajo el velo.
Al ver que Rivalen no continuaba, Alusair le hizo una pregunta.
—¿Tienes algo que añadir, príncipe? ¿Tal vez mataron a alguien al huir?
Rivalen se quedó pensando un momento, después negó con la cabeza.
—Hubo un herido, el propio Malik, pero sobrevivió. Su único delito en el Enclave de Refugio fue el robo. El Supremo se mostrará agradecido si le son entregados para responder de ello.
—Por supuesto —dijo Alusair, y se volvió hacia Ruha—. ¿Tienes algo que decir antes de que te entregue al príncipe?
—Sólo que es un error actuar con tanta precipitación. —Ruha miró a Myrmeen Lhal en busca de apoyo, luego se apoderó de ella el abatimiento al ver que la señora de Arabel evitaba mirarla. Volviendo la mirada otra vez a Alusair continuó—: Te doy mi palabra como Arpista…
—Si se me permite —interrumpió Galaeron. Incluso en Evereska había tenido suficiente trato con la política como para saber que la verdad pocas veces es lo más valorado en semejantes discusiones. Se dirigió directamente a Alusair—. Los regalos de los shadovar tienen un precio…
—Todo regalo tiene un precio —le espetó Alusair—. Si pretendes hacer perder el tiempo a la corona con esas tonterías, me quedaré con tu lengua antes de entregarte a Rivalen.
La confianza de que había hecho gala el elfo un momento antes se desvaneció. Había interpretado la situación correctamente, estaba más seguro que nunca de eso, pero no había previsto lo astuta que era la Regente de Acero y lo irritable que se mostraba cuando pensaba que la estaban manipulando. Tragó saliva y volvió a intentarlo.
—El precio de este regalo es más alto de lo que tú piensas. —Galaeron miró de reojo a Rivalen, quien captó su mirada y le hizo una seña despectiva de que continuara. Así lo hizo—: Las sequías e inundaciones que ha estado sufriendo Cormyr han sido causadas por los shadovar.
Myrmeen y Dauneth suspiraron ostensiblemente, y Vangerdahast dio la impresión de estar conteniendo la risa.
Alusair se volvió a mirar al príncipe Rivalen.
—Y bien, príncipe. ¿Qué tenéis que decir a eso?
Rivalen puso los ojos en blanco.
—Creo que no es necesario decir nada.
—Es cierto —insistió Galaeron—. Supongo que habréis oído hablar de los problemas en la Costa de la Espada. Los shadovar están derritiendo el Hielo Alto. Está afectando al clima de todo Faerun.
—¿Derritiendo el Hielo Alto? —dijo Vangerdahast arrastrando las sílabas—. No existe un conjuro de fuego tan poderoso, ni siquiera en el libro de Azuth.
—No están usando un conjuro…, están usando esto. —Galaeron señaló la manta de sombra que Aris llevaba al hombro—. Las están extendiendo por todas…
—Princesa Alusair —interrumpió Rivalen—. Me apena ver que este ladrón está derrochando el tiempo de la corona en estas tonterías. Si me permites que llame a algunos de mis señores…
—Un minuto más —dijo Alusair, arqueando las cejas al ver la nota de preocupación que había sonado en la voz del príncipe—. La ley de Cormyr exige que se dé al acusado la oportunidad de hablar antes de entregarlo.
La princesa indicó a Vangerdahast que se acercara a la manta, y Galaeron suspiró aliviado cuando el anciano salió de detrás de ella. Aris extendió la manta amablemente y la colocó a una altura a la que pudiera llegar Vangerdahast, volviendo el lado más oscuro hacia la ventana para que pudiera absorber el calor del sol. El mago pasó la mano primero por un lado y después por el otro, y por la forma en que se abrieron sus ojos quedó claro que había notado con qué eficacia atrapaba el calor.
Galaeron echó una mirada a Rivalen y encontró los ojos dorados del príncipe fijos en él. En ese momento supo que lo había conseguido, y también el príncipe lo supo. Galaeron se dio cuenta de que de no haber sido por los conocimientos que Melegaunt había infiltrado en él secretamente, Rivalen lo habría matado allí mismo y hubiera huido hacia las sombras. Sin embargo, tal como estaban las cosas, el príncipe no tenía más remedio que seguir el juego un poco más.
Después de un rato, Vangerdahast sacó una varita mágica del interior de su capa y la pasó por encima de la manta de sombra, proceso que repitió otras tres veces. Por fin, dio un paso atrás, junto las manos a la espalda y no dijo nada.
Pasó un minuto completo antes de que Alusair le pidiera cuentas.
—¿Y bien?
Vangerdahast dio un salto como si se despertara de un sueño y miró alrededor con expresión alarmada y confundida.
—¿Y bien, qué? —preguntó el mago real.
Alusair señaló con un gesto la manta de sombra.
—La manta liminar —dijo—. ¿Puede hacer lo que dice el elfo?
Vangerdahast se volvió y estudió la manta como si la viera por primera vez, después se encogió de hombros y miró a otro lado.
—¿Cómo voy a saberlo? Yo no sé nada de magia de sombras.
Lo único que decayó más que la expresión de Alusair fue el corazón de Galaeron.
—¿Qué hay que entender? —gritó Galaeron dando un paso hacia el trono—. Basta con que pongas una mano…
—Es suficiente, elfo —dijo Dauneth Marliir cogiendo a Galaeron por un brazo y apoyando la punta de su daga en las costillas del elfo—. Ya has tenido tu oportunidad.
Rivalen mostró los colmillos a Galaeron y a continuación se volvió hacia Alusair.
—Si ya han acabado de hablar, princesa, ¿puedo llamar a mis señores?
Alusair levantó una mano en señal de aceptación, pero en ese momento Vangerdahast hizo un gesto.
—Ejem —carraspeó.
Incapaz ya de contenerse, Rivalen giró sobre sus talones y se enfrentó al mago.
—¿Y qué pasa ahora?
Vangerdahast le respondió con una sonrisa sintética.
—Nada que deba alterarte… En realidad, una mera formalidad —dijo volviéndose hacia Alusair—, pero la ley exige que se tenga la debida consideración con cualquiera que solicite el juicio de la corona.
Alusair frunció el entrecejo, confundida.
—¿Y?
—Que esto no es la debida consideración —explicó el mago—. Para eso debes tomarte hasta mañana para estudiarlo.
—¿Que debe qué? —preguntó Myrmeen, intrigada—. ¿Dónde está escrito eso?
—En la Norma Legal, por supuesto —respondió Alusair, arreglándoselas de algún modo para sonreír a Vangerdahast y simultáneamente mirar con expresión ceñuda a Myrmeen—. ¿Quieres decir que alguien del Consejo del Rey no se conoce su Iltharl?
Myrmeen quedó demudada.
—No, vaya, por supuesto que no —balbució frunciendo el entrecejo—. Es sólo que, eh, no había pensado que el, eh, el pasaje se aplicara a esta situación.
—Pues sí —replicó Alusair. Se volvió hacia Rivalen—. Lo siento, príncipe Rivalen, pero tendrás que esperar hasta mañana. Ya sabes…, las leyes pueden ser muy engorrosas.
—Es cierto. —Rivalen sonrió con los labios tirantes e inclinó la cabeza—. Supongo que tendrás instalaciones seguras.
—Oh, sí, sumamente seguras. —Alusair miró a su Alto Guardián—. Gauneth —dijo—, ocúpate de que los prisioneros sean alojados en la ciudadela…, y ponlos en la mazmorra profunda. Cuando el príncipe Rivalen vaya a por ellos mañana, quiero que estén allí.