CUARENTA Y CUATRO

Moscú, 11 de febrero de 2000

Minutos después de salir del estudio de televisión desde el que todas las noches conducía su programa de debate, Arkadi Pedachenko subió al asiento trasero de su Mercedes y le indicó al chofer que lo llevase al lujoso hotel Nacional, que estaba enfrente de las cúpulas en forma de cebolla de la catedral de San Basilio. Bajó frente a la entrada y cruzó el vestíbulo iluminado por espectaculares arañas de cristal. Correspondió al saludo de los recepcionistas y los conserjes con una ligera inclinación de cabeza. Luego cogió el ascensor hasta la planta en la que se encontraba la suite que tenía alquilada desde hacía varios años.

Pedachenko iba al hotel una o dos veces por semana, casi siempre solo. Al poco rato, se le unía una dustupniey dyevochkia o mujer fácil. El chofer y el personal del hotel lo sabían perfectamente pero no lo consideraban un comportamiento escandaloso, aunque se tratase de un destacado político. Al fin y al cabo, Pedachenko era soltero, y su fama de playboy no hacía sino realzar su carisma, pues a la opinión pública le gustaba que sus líderes adoptasen la jovialidad, el encanto y el halo de erotismo que observaban en los occidentales.

Además, a los rusos, especialmente a los moscovitas de alto nivel que formaban el núcleo de los seguidores de Pedachenko, les gustaba disfrutar de la vida. Les resultaba difícil comprender la mojigatería sexual que parecía haberse apoderado de Estados Unidos. Pensaban que había que dejar que los hombres tuviesen sus pequeñas aventuras.

Apenas había tenido tiempo de quitarse el abrigo cuando oyó que Llamaban a la puerta. Fue a abrir y entró una preciosa mujer vestida de negro de arriba abajo, con minifalda, medias, abrigo y boina. El conserje la había visto cruzar el vestíbulo con sus talones de aguja y de inmediato adivinó que se dirigía a la habitación de Pedachenko. Se movía como una pantera en celo. La siguió con la mirada, contemplando sus bien torneadas piernas y su tipo. Y envidió al político, seguro de que aquella noche iba a disfrutar más de lo usual.

La mujer se sentó en un mullido sillón de orejas, estilo reina Ana, se quitó la boina y sacudió la cabeza para soltarse la melena, que le llegaba por los hombros.

—Primero el dinero —dijo con frialdad.

Él se le acercó negando con la cabeza, todavía vestido con sus pantalones y chaqueta de sport.

—Me entristece saber que nuestra relación se basa exclusivamente en pagar por los servicios prestados —dijo él con expresión apenada—. Después de todo lo que hemos hecho juntos, confiaba en que se hubiese creado un lazo algo más profundo entre nosotros.

—Reserva tu labia para los telespectadores de tu programa —replicó ella—. Quiero lo que me debes.

Pedachenko chascó la lengua con expresión de fastidio, metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un voluminoso sobre blanco. Ella lo cogió, lo abrió y miró el contenido. Luego se lo guardó en el bolso.

—Por lo menos tienes la delicadeza de no contarlo delante de mí, Gilea. Quizá esto sea el principio de una relación más estrecha y franca entre nosotros.

—Ya te he dicho que te reserves tu palabrería para los demás —dijo ella—. Tenemos asuntos urgentes que tratar —añadió algo crispada—. No tengo noticias de Korut. Debía haberse puesto en contacto conmigo hace dos días.

—¿Y no puedes intentar ponerte tú en contacto con él?

—Mis compañeros no se dedican a pasar el tiempo en hoteles lujosos, con teléfonos en la mesita de noche y servicio de fax —respondió negando con la cabeza—. Suelen estar en un entorno mucho más austero.

Él la miró con dureza.

—¿Crees que es preocupante?

—De momento, no mucho. Podría estar de camino y pensar que es peligroso comunicarse conmigo. No sería la primera vez que ocurre. Pero no debe tardar en enviarme un mensaje, si es que puede.

Pedachenko siguió mirándola.

—Pues... no me gusta —dijo—. En vista del fracaso en la estación...

—No habría sido un fracaso si llego a estar yo al mando de la operación en lugar de Sadov. Tenías que haber esperado a que pudiese hacerlo yo.

—Quizá. No tengo ganas de discutir. Lo importante ahora es que corrijamos nuestros errores.

—Tus errores —replicó ella—. No me vengas con rollos psicológicos.

Él suspiró y se le acercó.

—Mira, dejémonos de discusiones y seamos francos. Tengo otra misión, Gilea.

—No —repuso ella—. Ya hemos ido bastante lejos. El ministro, Basjir, está en la cuerda floja y Starinov caerá con él. Tal como planeaste.

—Pero cabe la posibilidad de que alguien llegue a nosotros. Lo sabes tan bien como yo. Lo ocurrido en la oficina del gángster de Nueva York, los rumores de que ha sido alguien vinculado a la empresa UpLink, y luego la resistencia encontrada en la estación de Kaliningrado...

—Mayor razón para andarse con cuidado —dijo ella.

Pedachenko volvió a suspirar.

—Escucha. Starinov ha comunicado al ministerio que, durante varios días, estará en su dacha de las afueras de Dagomis. He estado allí antes y te aseguro que es muy vulnerable a cualquier ataque.

—¿No irá en serio lo que insinúas? —exclamó Gilea. Sus ojos brillaron de pronto como hojas de navaja.

—Te pagaré lo que pidas. Dispón las cosas para ponerte a salvo después.

Gilea lo miró con fijeza, se humedeció los labios con la lengua y empezó a jadear. Pasó un segundo. Dos.

Lo miró a los ojos.

Y al fin asintió con la cabeza.

—Me lo cargaré —dijo.