DIECIOCHO

Brooklyn, Nueva York, 1 de enero de 2000

En su oficina del club Platinum, Nick Roma estaba sentado en silencio, pensativo, con las luces apagadas. La sala de baile del piso de abajo estaba también en silencio. Eran las dos de la madrugada. Casi todos los que habían empezado la noche meneando el esqueleto abajo se habían marchado hacía dos horas, dando por terminado su jolgorio al saberse lo ocurrido en Times Square. La noticia había actuado en el local como un virus fulminante. Las pocas personas que quedaban en el nightclub eran empleados suyos, desentendidos de todo lo que no fuese emborracharse.

Por supuesto, Nick Roma estaba al corriente de lo que iba a ocurrir. Sabía que la fiesta de Nochevieja se convertiría en una masacre antes de terminar. Pero, en cierto modo, hasta que no lo vio por televisión no se percató de la barbaridad que había ayudado a cometer.

Seguía sentado a oscuras, sin emitir el más leve ruido, pensando. Había notado que apenas llegaban ruidos procedentes de la calle. De vez en cuando, los faros de un coche iluminaban los ventanales que daban a la avenida proyectando una retícula de sombras en sus facciones. Pero casi todo el mundo había desaparecido. Al ver el espeluznante resplandor que había iluminado el cielo y oír las explosiones, se habían ocultado en sus madrigueras como animales asustados.

¿Podían quedar impunes aquellos a quienes había ayudado a desencadenar aquel infierno? Estaba implicado en el atentado terrorista más sangriento que se había cometido en suelo americano, y precisamente en aquella noche, en el corazón de su ciudad más grande... El país no había sufrido jamás un golpe semejante, y la presión de todos los cuerpos policiales para descubrir a los responsables sería enorme.

Roma reflexionó sobre ello unos momentos. ¿Cabía la posibilidad de que los distintos cuerpos policiales se entorpeciesen unos a otros? Puede que sí. En la frenética carrera a la que se lanzarían para ver qué cuerpo practicaba las primeras detenciones, él podía ocultar pistas, negarse a compartir información. Era algo que ya había sucedido en otras investigaciones que amenazaban con crearle problemas, y siempre había logrado sacar partido de la situación.

Con todo, siempre había sido un hombre práctico. Lo que a él le interesaba eran los negocios, no los extremismos políticos. Ignoraba (aunque no tenía especial interés en averiguarlo) por qué se había implicado Vostov en aquel asunto, y les había dejado claro a sus mensajeros que, aunque no quería tener problemas con la organizatsiya, no dejaría que nadie lo controlase desde Moscú. Si Vostov quería ayuda para entrar cargamentos de goma-2 en Estados Unidos, le costaría lo suyo. Y si quería que le proporcionase un apoyo más amplio a Gilea y a su grupo, le costaría aún más; en dinero y en favores con los que tendría que corresponder.

El millón de dólares que le pagaron los rusos disipó sus temores lo bastante para conseguir que colaborase. Pero Roma seguía preguntándose si no había corrido un riesgo excesivo. Seguramente se sentiría menos vulnerable cuando el comando saliese del país.

El ruido del pomo de la puerta al girar lo sacó de sus cavilaciones y lo sobresaltó. Se inclinó hacia adelante a la vez que metía la mano en un cajón de la mesa y empuñaba su MP5K.

No soltó el arma ni siquiera al ver que era Gilea, cuya estilizada silueta avanzaba a través de la penumbra.

—Podrías llamar ¿no? —dijo él.

—Sí —repuso ella, y se giró para cerrar la puerta. Roma oyó que había echado el cerrojo—. Sí —repitió—. Podría llamar.

Roma la vio bajo el tenue resplandor que proyectaban las farolas de la calle.

—El interruptor de la luz está ahí a tu derecha —dijo él.

—Ha sido un éxito —afirmó ella adentrándose en la estancia—. Pero supongo que ya lo sabes.

—Sí, lo he visto por televisión —repuso Nicky, que aún empuñaba la pistola.

Gilea dio dos pasos adelante, con lentitud. Se detuvo frente a la mesa y se llevó las manos al cuello de su chaqueta negra de piel. Se desabrochó los dos botones superiores.

—¿A qué has venido? —preguntó él—. Ya sabes que Zachary no tendrá listos tus papeles hasta mañana. Y supongo que no has venido sólo a darme las buenas noches.

—No, desde luego —dijo ella.

Posó ambas manos en la mesa y se inclinó hacia adelante, acercando mucho la cara a la de Roma, allí en la semioscuridad.

Gilea terminó de desabrocharse la chaqueta, se la quitó y la dejó en una silla. Llevaba un jersey negro. Nick Roma aguardó.

—He disfrutado demasiado esta noche, Nick, y no querría que terminase aún —susurró acercándose más a él—. No es necesario que empuñes esa pistola.

Roma tragó saliva. ¿Disfrutar aquella noche? ¿Qué clase de mujer era Gilea? Era la responsable de una indescriptible carnicería sucedida dos horas antes, y ahora, como si tal cosa...

Nick sintió horror, pero...

Lo que más lo horrorizaba era su incontrolable receptividad respecto del atractivo de Gilea, tan cerca... Era irresistible.

Gilea se le acercó aún más, le rozó la cara con su mejilla; los labios, en su cuello.

—Ya sabes a qué he venido —dijo ella—. Ya sabes lo que deseo.

Roma tenía la garganta seca. Le latía el corazón. Y empezó a jadear. Retiró la mano de la culata de la pistola y atrajo a Gilea hacia sí. Al notar el contacto de su piel suave y cálida, miró al espejo y sonrió para sus adentros.