CINCO

Kaliningrado, Rusia, 26 de octubre de 1999

Gregor Sadov se movía en la oscuridad como un ladrón en la noche. Pero Gregor no era un ladrón, por lo menos no en aquella misión. Él y su grupo tenían planes más ambiciosos.

Su objetivo se alzaba en la oscuridad. Era un edificio de tres plantas que ocupaba toda una manzana de aquel sector de la ciudad. Se trataba de un almacén con entradas por los cuatro lados y una zona de carga en la parte trasera. En tiempos más prósperos trabajaban en dos turnos, durante los que un incesante río de camiones descargaba alimentos que una flota se encargaba de distribuir.

Pero aquéllos no eran tiempos prósperos. Ahora, el almacén estaba a menos de la mitad de su capacidad y sólo trabajaba un turno, un turno que no empezaría hasta dentro de tres horas.

Gregor alzó una mano. A su alrededor, los miembros de su grupo se confundieron con las sombras y permanecieron inmóviles, esperando su siguiente orden.

Sadov sonrió para sus adentros. Era un nuevo grupo, pero mejoraban. Después de meses de intenso entrenamiento, los cuatro que habían sobrevivido evidenciaban progresos prometedores.

Sin dejar de sonreír, Sadov cogió las gafas de visión nocturna que llevaba prendidas del cinturón. Gregor había pasado las siete noches anteriores apostado frente al almacén, cronometrando las rondas de los vigilantes, contando cuántos efectivos podían oponérseles y trazando sus planes.

Había catorce vigilantes; diez patrullaban a pie alrededor del edificio, sin ceñirse a ninguna pauta, y el resto patrullaba por el tejado. No se ocultaban. Los propietarios del almacén no querían que sus vigilantes detuviesen a nadie. Sólo pretendían ahuyentar a los ladrones y evitar el pillaje. Y, por lo tanto, pensaban que cuanto más ostensible fuese la vigilancia, mejor.

Los vigilantes iban armados con pistolas al cinto y subfusiles ametralladores AK-47. Gregor estaba seguro de que tenían también rifles antidisturbios bajo llave en algún armario, pero las armas no le preocupaban. Porque si él y su grupo llegaban a verse en una situación en que los vigilantes pudieran dispararles, querría decir que la misión había fracasado.

No, no eran las armas lo que más le preocupaba. Eran las unidades K-9: un vigilante con un pastor alemán en cada unidad. No parecían patrullar de manera sincronizada, pero Gregor había reparado en que siempre coincidía que, mientras un vigilante patrullaba con su perro por un lado, el otro lo hacía por el lado opuesto.

Eso le proporcionaba una ventaja porque siempre había dos de los lados sin la amenaza inmediata de los perros. Su grupo tendría, aproximadamente, dos minutos y medio para entrar, hacer su trabajo y salir. Probablemente, uno de los K-9 tardaría un poco más en pasar frente a la entrada que pensaban utilizar, pero ése era el tiempo mínimo de que dispondrían.

Y tendría que bastarles.

Gregor Sadov se ajustó las gafas y les hizo señas a sus hombres para que hiciesen lo mismo. Al cabo de unos momentos estuvieron todos preparados. Sólo les quedaba aguardar.

No tuvieron que esperar mucho. Gregor observaba con plena concentración, siguiendo con la mirada a la K-9 que patrullaba por los dos lados que veía. Desde el lugar en el que estaba, podía deducir con bastante precisión dónde se encontraba el otro vigilante con el pastor alemán.

Al cabo de menos de tres minutos, Gregor vio que uno de los hombres doblaba una de las esquinas del edificio. Sadov se llevó la mano derecha a la altura de la cintura y pulsó dos veces un botón de la radio que llevaba prendida del cinturón. No dijo nada, no era necesario. Bastaba con la doble señal.

Al otro lado del edificio, Nikita, la única mujer del grupo de cinco dirigido por Gregor, abrió silenciosamente las puertas de las jaulas tapadas que había traído consigo, pulsó un botón de un mando que había colocado en el suelo y que produjo una pequeña descarga eléctrica en la base de las jaulas. La reacción fue inmediata: dos conejos salieron rápidamente de las jaulas huyendo de la inesperada y dolorosa descarga.

Nikita ya contaba con que los conejos cambiarían de dirección en cuanto el dolor remitiese y oliesen a los perros. Pero entonces ya no importaría. Todo lo que tenían que hacer era llamar un poco la atención.

Y lo consiguieron. Tal como Gregor había planeado. El perro que estaba más cerca ladró y, al cabo de un instante, el otro empezó a ladrar también. Nikita sonrió para sus adentros, cogió las jaulas y se escabulló entre las sombras para aguardar el regreso de Gregor.

Gregor Sadov oyó ladrar a los perros pero no dio la orden de iniciar la operación. En lugar de ello, aguardó hasta el momento en que, como habían hecho las siete noches anteriores, los vigilantes volviesen la cabeza para ver por qué ladraban.

Sadov alzó la mano para que ninguno de los miembros de su grupo se moviese y luego, cuando el último vigilante se dio la vuelta, cerró el puño y bajó el brazo. Al instante, su grupo avanzó con sigilo al amparo de las sombras. Como siempre, Sadov iba delante.

En el almacén había fuertes medidas de seguridad. Varios vigilantes patrullaban por el interior sin aparente sincronización, pero la mayoría recorría el exterior, dejándose ver, para ahuyentar a todo aquel que pretendiera robar los productos alimenticios almacenados allí. Con los tiempos que corrían, los alimentos eran más preciados que el oro... y Gregor estaba allí para conseguir que su precio fuese aun más alto.

Desde un buen punto de observación, Sadov dio la señal para que los miembros de su grupo se dispersasen. En el exterior, los perros dejaron de ladrar, pero eso ya no importaba. Dentro del almacén, a oscuras, el grupo de Gregor tenía ventaja sobre los vigilantes. Y pronto realizarían una segunda maniobra de distracción.

A través de sus gafas de visión nocturna, Gregor vio que sus hombres se dispersaban en la oscuridad dejando caer sus pequeños artilugios (bloques de parafina que contenían granos de trigo y serrín acoplados a un mecanismo piezoeléctrico que produciría una chispa al activarse). Eso era todo lo que necesitaba para ayudar a derribar un régimen. En cuanto él diese la señal, el mecanismo de los bloques de parafina, estratégicamente situados, haría saltar las chispas que provocarían el incendio. En pocos minutos, el almacén quedaría envuelto en llamas.

Lo mejor del plan era que nadie podría probar nunca que fuera un incendio intencionado. La parafina era muy similar a la cera que utilizaban para sellar cajas y cartones, y el serrín y el grano se confundirían con la madera de los cajones y su contenido. Sólo quedarían los mecanismos piezoeléctricos, pero eran tan pequeños que probablemente quedarían totalmente destruidos cuando el almacén ardiese.

Mientras sus hombres colocaban los bloques de parafina, Gregor desactivó el sistema de extintores fijos. Era una instalación antigua y quizá no funcionase, pero Gregor nunca corría riesgos innecesarios.

Al darse la vuelta, después de desactivar el sistema de aspersores, un movimiento inesperado le llamó la atención. Uno de los vigilantes había entrado por la puerta del otro lado y se adentraba en el almacén, en dirección hacia ellos.

Mal asunto. Un vigilante no podría detenerlos, pero podía disparar y eso atraería a más hombres de los que Gregor y su equipo estaban en condiciones de afrontar.

Y había un problema aún mayor. Cualquier disparo que se hiciese, tanto si lo hacían los vigilantes como ellos, atraería a más vigilantes. Esa era la razón de que Gregor hubiese preferido que su grupo cumpliese la misión sin armas, pero... habría sido tentar demasiado a la suerte. Incluso los mejores planes podían torcerse. Y sus hombres, todo su grupo, merecían la oportunidad de sobrevivir.

Gregor fue a coger la radio, pero demasiado tarde. Vio que Andrei desenfundaba la pistola.

No tuvo alternativa. Y no titubeó. Desenfundó su cuchillo y lo lanzó. Podía haberse abalanzado sobre el vigilante pero no se atrevió, pues conocía a Andrei. Al ver caer al hombre, Andrei podría interpretar que se agachaba y disparar de todas maneras. De modo que Gregor hizo lo único que podía hacer: le lanzó el cuchillo a Andrei.

La pesada hoja penetró en el cuello de Andrei, pero Gregor no miraba. En cuanto lanzó el cuchillo, avanzó en dirección al vigilante.

Andrei gruñía mientras se ahogaba con su propia sangre. Al oírlo, el vigilante fue a darse la vuelta, pero las manos de Gregor hicieron fuerte presa en su cuello y, con un movimiento seco, lo desnucó poco después de que expirase Andrei.

—¡Mierda! —exclamó Gregor quedamente, y dejó el cuerpo del vigilante entre dos cajones, como si se hubiese apoyado allí para hacer un alto en su ronda.

No era perfecto, pero fue lo mejor que se le ocurrió improvisar. Además, no era necesario que las autoridades creyesen que había sido un accidente. Su misión consistía en incendiar el almacén sin dejar pruebas concluyentes de que el incendio había sido intencionado. Con suerte, y contando con la habitual incompetencia rusa, el incendio pasaría por un accidente. Pero si no..., daba igual. La población estaba hambrienta y aterrorizada. Aunque las autoridades lograsen averiguarlo, no se atreverían a hacer público que el incendio había sido intencionado. No lo harían si no querían provocar el pánico que tanto se esforzaban en evitar.

Gregor se volvió hacia Andrei, le extrajo el cuchillo del cuello, limpió la hoja y volvió a enfundarlo. Luego se cargó el cuerpo al hombro. El resto del grupo ya había terminado de repartir los bloques de parafina y había llegado el momento de marcharse.

Sadov se colocó mejor el cuerpo de Andrei para llevarlo más cómodamente y dio la señal de retirada. Sus hombres se reunieron con él en la puerta más alejada del inicio del fuego. Ninguno de ellos dijo una palabra, pero por el modo en que llevaba el cuerpo al hombro, Gregor pensó que todos habrían aprendido aquella noche una buena lección. Ninguno de ellos se ofreció a portar el cadáver.

De pie en la oscuridad, junto a la puerta, mirando hacia el exterior, alerta ante la posible llegada de alguno de los vigilantes, Gregor se metió la mano en el bolsillo y accionó el botón de encendido. Al cabo de unos momentos vio la primera columna de humo.

Los vigilantes se movilizaron rápidamente, con mayor rapidez de lo que Sadov esperaba, pero eso era una ventaja. El fuego estaba demasiado bien prendido para que pudieran apagarlo y la rápida reacción de los vigilantes no hizo sino facilitar la huida y aumentar su pequeño margen de seguridad. Gregor conocía bien el trigo y sabía con qué facilidad ardía, por lo que quería estar lo más lejos posible del almacén antes de que el edificio quedase envuelto en llamas.

Y de nuevo dio la señal de huir. La misión estaba cumplida y tenía que llamar para comunicarlo. Sus jefes estarían muy satisfechos por su trabajo de aquella noche, y con la compensación por sus servicios él y sus hombres podrían ir tirando unos días.

Al adentrarse en la noche, trató de no pensar demasiado en los errores que habían cometido. Atrás, las primeras llamas anaranjadas se encaramaban hacia el cielo y se oían las primeras explosiones.