TREINTA Y CINCO

Kaliningrado, Rusia, 30 de enero de 2000

A Max Blackburn el inicio de sus relaciones íntimas con Megan Breen lo pilló por sorpresa. No se trataba de que, de pronto, una noche hubiese abierto los ojos y se hubiese encontrado en la cama con ella. Aunque poco faltaba. Si un mes atrás, incluso la semana anterior, le hubiesen dicho que en aquellos momentos estaría desnudo en la cama, viéndola cruzar el dormitorio sin más que un albornoz estilo quimono, admirando sus piernas juveniles y estilizadas, pensando en la noche que habían pasado juntos, en cuánto deseaba sentir su cuerpo apretándose contra el suyo en aquel mismo instante, se habría echado a reír. No podía haber una pareja más chocante: un ex oficial del SAS, el legendario Servicio Aéreo de Seguridad, lleno de cicatrices, y una intelectual, ex miembro de la Ivy League, la no menos legendaria sociedad deportiva y cultural universitaria.

Nunca habían sido amigos, ni estaba seguro de que lo fuesen ahora. Incluso dudaba que tuviesen mucho en común, aparte de una lealtad a toda prueba hacia a Roger Gordian, un trabajo que los había obligado a desplazarse a miles de kilómetros de su casa, a un país que no tenían especial interés por visitar, y una atracción física que se apoderó de ellos de un modo feroz. Apenas se conocían. Apenas sabían qué decirse cuando no hablaban de cuestiones profesionales. Pero se comportaban como amantes apasionados y casi insaciables, sin la menor ambigüedad.

—Tendré que marcharme ya, Max —dijo ella sentándose en el borde de la cama—. Scully quiere que nos veamos en el centro de alojamiento esta mañana.

Max se incorporó y se recostó en el cabecero.

—Son sólo las siete —dijo.

—«A primera hora de la mañana» —citó ella—. ¿Qué quieres que te diga? Lo hace para fastidiar.

—¿Y a qué viene tanta urgencia?

—Cualquiera sabe —contestó ella encogiéndose de hombros. El albornoz se abrió ligeramente y dejó ver la curva de su pecho—. Hace un par de días se le metió en el gorro que sobran técnicos en el trabajo de reconfiguración de los programas del banco de datos de Politika. Opina que eso perjudica la dotación de técnicos y de recursos para las instalaciones vía satélite... que, en su opinión, debería ser nuestra absoluta prioridad.

—¿Y lo que ahora tanto apremia?

—Es consecuencia de lo anterior. Dice que, en estos momentos, el personal de seguridad es insuficiente, desde que aumentamos las labores de información inmersos en una delicada situación internacional. O sea, que me va a dar la paliza para argumentar su punto de vista, y luego me pedirá que aumente la nómina de seguridad.

—Ignoraba que eso formase parte de sus responsabilidades —dijo Max sonriendo—. En realidad, debería ser yo quien se ocupase. Que yo sepa, soy el director adjunto de Espada.

Megan puso la mano en su pecho. Era una piel fresca y, a la vez, cálida. Él sentía algo parecido. Megan era una bocanada de aire fresco que lo calentaba. Quizá fuese una imagen algo vulgar, pero le parecía muy adecuada a su relación. No, relación no. Relaciones le parecía un término más ajustado.

—Scull no acaba de comprender que su autoridad tiene unos límites. Y como lleva tanto tiempo dando órdenes, tampoco los demás acaban de entender esos límites —dijo ella.

—Me pregunto si se habrá enterado de que tenemos relaciones —dijo Max—. Porque me parece que se cabrearía.

—¿De verdad lo crees? —exclamó ella risueña.

—Scull no ha digerido muy bien que lo plantasen. Y, como lo pasa mal, no le gusta la idea de que otros lo pasen bien.

—U otras.

—Pues eso..., u otras.

—Y a base de bien. A veces, incluso múltiple —dijo ella.

Bajó un momento la vista hacia la sábana, a la altura de su cintura, y vio el efecto que acababa de producir su malicioso «toque». Lo miró risueña.

—Hummm... No he pretendido hacerte cambiar de... tema —dijo.

Max se miró la cintura.

—Semper fidelis —dijo.

—Hablas como todo un ex marine —dijo ella sonriendo como el gato que acaba de atrapar al canario—. Bueno, volviendo a lo de antes, ¿cómo crees que debería enfocar las preocupaciones de Scull? A las que exterioriza, me refiero.

A Blackburn no le apetecía hablar del tema en aquellos momentos. Era evidente que no quería hablar. Punto.

Dejó resbalar el índice por el muslo de Megan, ansioso por... profundizar.

—¿Me dejas que intente convencerte para que lo llames por teléfono y le digas que llegarás media hora más tarde?

—Me gustaría mucho. Y por eso mismo no voy a dejarte seguir —dijo ella sujetándole la muñeca—. En serio. Contéstame a lo que te he preguntado. ¿Cómo lo ves?

Max suspiró sin exteriorizar su frustración.

—No sé si tardarán más de lo previsto en tener la estación a punto. A diferencia de Scull, no hablo de lo que no sé. Pero tiene razón en cuanto a lo de la seguridad. No nos engañemos, la misión de Espada no es sólo estrictamente empresarial.

—De lo que deduzco que estás de acuerdo en que necesitamos más personal —dijo ella.

—No necesariamente. Yo preferiría mantener lo que tenemos y potenciarlo, reorganizar y ajustar mejor los métodos. Se puede conseguir mucho haciendo...

El sonido del teléfono que tenía encima de la mesita de noche lo interrumpió. Megan lo miró.

—No será Scull, ¿verdad? No va a tener la cara de llamarte para localizarme, ¿no?

—No pondría la mano en el fuego —dijo Blackburn, que se encogió de hombros, cogió el teléfono y tapó el micrófono con la mano—. Si fuese él, ¿quieres que lo mande a hacer puñetas?

—Si es él, seré yo quien lo mande a hacer puñetas.

Max esbozó una sonrisa y contestó.

—¿Diga?

—Perdone que lo moleste, Max. Ya sé que en Kaliningrado es muy temprano, pero se trata de algo muy importante —dijo la voz al otro lado de la línea.

—No, no se preocupe —repuso Blackburn.

Se volvió hacia Megan, tapó el micrófono y musitó: «Gordian.»

Megan puso cara de extrañeza.

¿Eran figuraciones suyas o la imperturbable Megan Breen estaba azorada?, pensó Max. De pronto, recordó rumores de pasillo que aseguraban que Megan había intentado ligarse a Roger desde que entró en la empresa. ¿Sería cierto? Aunque así fuese, no era asunto suyo, ¿no? ¿Por qué iba sentirse herido?

—Se trata de la gente que Pete ha venido vigilando, Max —dijo Gordian—. Los que destrozaron la fiesta de Nochevieja.

—Aja.

—Tenemos descripciones, y los lugares de entrada y salida al país que utilizaron. Max se irguió.

—Creo que debería atender esta llamada desde mi despacho. Esta línea no es segura —dijo—. Voy a colgar, y lo llamaré inmediatamente.

—Bien. Llame usted —dijo Gordian, y colgó en seguida.

Blackburn retiró la sábana, puso los pies en el suelo y corrió a su armario.

—¿Y por qué tienes ahora tú tanta prisa? —exclamó Megan perpleja.

—Será mejor que te vistas —repuso él poniéndose los pantalones—. Te lo contaré por el camino.