DIECISÉIS
San José, California, 31 de diciembre de 1999
En Nueva York eran las doce y cinco. Allá donde las cámaras de televisión habían mostrado breves planos de las distintas escenas de la ruidosa celebración en Times Square, se veía ahora una masa de llamas anaranjadas, pespunteada por llamas más pequeñas que, vistas desde arriba, parecían cerillas encendidas sobre una oscura superficie.
Cerillas, pensó Roger Gordian. Ojalá fuesen sólo cerillas.
Estaba lívido, horrorizado sin poder dar crédito a lo que veía. Tenía la mano crispada sobre el brazo del sofá y le temblaban los dedos. La copa de Courvoisier que se le había caído de la mano seguía volcada en el suelo. En la alfombra se había formado una mancha purpúrea. Pero se había desentendido de la alfombra, desentendido del hecho de haber dejado caer la copa, desentendido de todo lo que no fuese la tragedia que tenía lugar ante sus ojos.
Las doce y cinco.
Hacía diez minutos, millones de personas de todo el mundo se disponían a saludar al nuevo siglo como si estuviesen en el andén de una estación de ferrocarril para ver llegar al circo a la ciudad. Pero, en lugar de ello, algo que tenía mucha más semejanza con el Apocalipsis había irrumpido por la vía. Y, de un modo un tanto extraño, en los instantes posteriores a la explosión, Gordian se había resistido a la realidad de lo que ocurría, tratando de desechar aquella intrusión, de creer que era un error, que algún técnico del canal de televisión había pulsado por equivocación un botón que había disparado la proyección de una película catastrofista en lugar de seguir emitiendo desde Times Square.
Pero no era de los que escondían la cabeza debajo del ala durante mucho tiempo, sobre todo ante algo evidente.
Se levantó estupefacto y permaneció inmóvil, sujetándose en el respaldo del sofá para no perder el equilibrio, con la sensación de que el suelo del salón se inclinaba bajo sus pies. Y, sin embargo, mientras miraba al televisor, pese al shock, parte de su mente mantenía su capacidad de análisis e interpretaba automáticamente las imágenes que veía en la pantalla, ajustaba la escala, calculaba la magnitud del desastre. Era una habilidad, quizá algunos lo considerasen un defecto, que adquirió en Vietnam, como la caja negra a bordo de un avión: un mecanismo interno de observación que, aunque el resto de su ser estuviese emocionalmente paralizado, seguía funcionando.
Las llamas de la parte inferior izquierda parecen de un edificio. Grande. Y, por encima, ese rodal brillante en forma de lágrima, es una llama de elevadísima temperatura que refleja mucha luz. Probablemente sea gasolina inflamada y metal... un coche en llamas, tal vez. No, no es un coche. Parece más bien un camión o una furgoneta. Quizá un autobús.
Gordian respiró hondo. Le temblaban los labios y estaba seguro de que si se movía, tropezaría. Allí de pie frente a la pantalla que reflejaba la espantosa vista de Times Square, mientras el presentador farfullaba fragmentarias informaciones acerca de lo que había ocurrido, recordó Vietnam, recordó los bombardeos, recordó las llamas que pespunteaban la selva como furiosos furúnculos. Tanto si se la jugaba frente a un misil ruso tierra-aire como si miraba hacia un bunker del Vietcong sobre el que acababa de caer una bomba de 250 kilos, sabía interpretar los vestigios de una escaramuza aérea como señales de éxito, fracaso o peligro. No imaginaba que esa habilidad fuese a serle nunca útil en la vida civil y en aquellos momentos habría dado cualquier cosa por estar equivocado.
Los puntitos son cascotes. Y esa zona moteada, negra y roja, desde donde se eleva la humareda más densa tiene que ser un socavón, probablemente el centro de la explosión.
Gordian se impuso concentrarse en la información de la CNN. La voz de la presentadora llegaba débil y como ausente, aunque sabía que tenía el volumen del televisor muy alto, lo bastante como para que se oyese desde otras habitaciones. Pero estaba solo. Echaba de menos a Ashley. Había seguido la transmisión de la fiesta de Times Square desde su despacho, se había servido un coñac y había oído lo que había oído con toda claridad.
Ashley, pensó. Lo había llamado a las diez para decirle que estaba con su hermana en San Francisco y, por un momento, pensó en llamarla allí. Pero ¿qué le iba a decir? ¿Que no quería estar solo en un momento como aquél? Teniendo en cuenta la poca atención que le había dedicado últimamente, su necesidad parecía egoísta, e injusta.
Concéntrate en la periodista. No debes perderte nada de lo que diga.
—...vuelvo a recordarles que lo que están viendo son tomas en directo desde lo alto del edificio Morgan Stanley, en la calle Cuarenta y cinco esquina Broadway. Me indican que la cadena ABC, que ha estado emitiendo desde ese emplazamiento, le ha dado permiso al resto de los medios informativos para que utilicen sus cámaras hasta que puedan restablecerse otras transmisiones desde la zona. No llegan imágenes desde Times Square a nivel de la calle... lo que haya ocurrido ha dañado los equipos móviles... y, aunque todavía no se ha confirmado que la explosión haya sido causada por una bomba, queremos advertirles de que no hay la menor evidencia de que se trate de un ingenio nuclear, como ha afirmado un comentarista de otra cadena. La Casa Blanca ha anunciado que el presidente hará una declaración antes de una hora...
Gordian sintió como si un gélido dedo recorriera su espina dorsal al recordar una frase que él no había utilizado, ni oído utilizar a nadie, en muchos años: «Ya está el Spooky en faena.» De nuevo era otro recuerdo de Vietnam. Los Spookies eran aparatos AC-47 dotados de ametralladoras de 7,62 mm que acribillaban las posiciones enemigas en plena noche. Formaban cortinas de fuego a razón de seis mil disparos por minuto, y uno de cada tres o cuatro proyectiles era una bala trazadora. Mientras que las tropas americanas de tierra, que se encontraban a prudente distancia, se sentían protegidas por el sólido muro de fuego vertido por el inadvertido aparato, el pobre soldadito que estaba agazapado en las trincheras cercanas sentía terror ante aquellas salidas. Le parecía que los cielos desataban toda su ira. Como si no hubiese seguridad en ninguna parte.
—...a ver, sólo un momento —dijo la presentadora ajustándose el auricular—. Oigo que el gobernador de Nueva York ha decretado el toque de queda en la ciudad, que será impuesto con todo rigor por la policía así como por unidades de la Guardia Nacional. Repito: el toque de queda ha entrado en vigor en los cinco distritos de Nueva York...
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Gordian—. ¡Dios mío!
Aquella noche, en América, Spooky estaba de nuevo en faena.