TREINTA Y TRES

Washington, 28 de enero de 2000

Las luces de la adornada cúpula del Capitolio estaban encendidas y una lámpara roja resplandecía en el dintel de la puerta del lado norte. Los líderes de la mayoría y de la minoría se saludaron con cortesía. Luego se dirigieron a sus asientos a ambos lados del pasillo central, en la primera fila. Los parlamentarios, ayudantes y secretarios estaban sentados. El presidente accidental cogió el maculo, conectaron las cámaras del canal del Congreso, situadas de tal manera que no estorbaban, y dio comienzo la sesión del augusto cuerpo legislativo.

Desde la galería, Roger Gordian observaba al senador Bob Delacroix de Luisiana, que se disponía a tomar la palabra. Iba hacia el estrado muy digno y envarado, con un solemne traje oscuro, seguido a respetuosa distancia por dos secretarios que portaban un oso negro de peluche que medía metro ochenta y llevaba un calzón rojo como los de los luchadores de lucha libre, con la hoz y el martillo bordados.

—Amigos y colegas, hoy voy a presentarles a... ¡Boris el Oso Luchador*. —tronó Delacroix—. Por cierto, la razón de que haya desempolvado su viejo calzón es que le sienta mucho mejor que el nuevo.

Las palabras de Delacroix arrancaron risas y aplausos de los bancos de sus partidarios. Los senadores del otro lado del pasillo intercambiaron miradas y resoplaron con expresión de fastidio.

—Puede que Boris tenga aspecto de oso pacífico, pero no dejen que los engañe. Por más que coma, siempre está hambriento. Y eso se debe a que crece y se hace más fuerte cada día que pasa. Y no duden de que es capaz de morder la mano que le da de comer.

Gordian dejó escapar un gruñido de desaprobación.

¡Señoras y señores!, pensó. ¡Vean, vean, la gran atracción!

—Permítanme que les cuente una pequeña historia acerca de Boris. No es una historia muy bonita, sobre todo para los débiles de corazón, pero cabe extraer una lección de ella —dijo Delacroix—. Érase una vez un oso, llamado Boris, de tan voraz apetito que creía poder comerse el mundo. ¡Era insaciable! Comió, comió y comió hasta engordar tanto que se hundió a causa de su propio peso. Y entonces apareció su tío Sam, lo trató con la dieta del doctor Libremercado, le enseñó buenos modales, a ser civilizado, y trató de convencerlo para que cesase en su glotonería.

De nuevo se oyeron risas procedentes de poco más de la mitad de los senadores presentes. El resto parecía sentirse incómodo.

—Pues, bien, amigos, durante unos años la dieta pareció funcionar. Boris incluso llegó a ponerse un calzón con los mismos colores rojos, blanco y azul de la indumentaria del tío Sam, aunque con las franjas dispuestas de otro modo, claro está, para que nadie lo llamase mono de imitación.

La voz de Delacroix retumbaba en la bóveda de la cámara.

Gordian recordó de pronto a Burt Lancaster en The Rainmaker. ¿O acaso pensaba en aquella otra película en la que Burt Lancaster interpretaba el papel de un predicador? Y lo asombroso era que parecía funcionar. Aunque sólo predicase ante conversos y semiconversos, era obvio que lograba entusiasmarlos.

—Pero luego Boris volvió a sus viejos hábitos —continuó Delacroix—. Boris volvió a ser un glotón, sólo que ahora se había acostumbrado a mendigar al tío Sam, como esos osos pardos del parque nacional de Yosemite que se acercan a tu tienda para pedirte de comer. Y, el bueno del tío Sam, generoso, pródigo, diría yo, no supo decirle que no. Porque Sam estaba convencido de que si mantenía a Boris cerca de su tienda, y dejaba que a través de los faldones de la puerta viese su conducta diaria, Boris aprendería a valerse por sí mismo. Créase o no, el tío Sam le regaló cientos de miles de toneladas de alimentos, decenas de millones de dólares. Me han oído bien: decenas de millones de dólares, ¡sólo para que no se alejase! ¿Y saben qué ocurrió? ¿Lo adivina alguno de ustedes? ¡Que el oso se volvió contra él! Boris se introdujo en la tienda e hizo algo horrendo, tan inconcebible que casi no me atrevo a contárselo a ustedes. Pero no tengo más remedio. De verdad, no tengo más remedio. Porque algunos de ustedes aún no han comprendido que es posible apartar al oso de la hoz y el martillo, ¡pero no apartar la hoz y el martillo del oso!

Se hizo un tenso silencio en la cámara. Todos los senadores habían leído u oído comentar los informes de los servicios de inteligencia que vinculaban a Basjir con el baño de sangre de Times Square. Sabían perfectamente adonde quería ir a parar Delacroix.

Gordian se percató de que estaba muy inclinado hacia adelante, absorto en la interpretación de Delacroix. Pensaba que Delacroix dejaría a un lado el número de Boris al llegar a aquel punto, que abandonaría su histrionismo. Pero estaba visto que no. El senador era un actor nato.

—Se introdujo sigilosamente en la tienda de Sam una noche cuando éste bajó la guardia —prosiguió Delacroix—, una noche en la que estaba de fiesta, una noche que se suponía había de ser de esperanza, de paz y oraciones para un resplandeciente nuevo siglo. Y lo atacó. Lo zarandeó entre sus garras y lo hirió tan gravemente, le produjo tan hondas cicatrices que el dolor durará para siempre. ¡Para siempre! Y ¿saben qué? Agárrense fuerte a sus asientos con ambas manos, mis queridos amigos. Agárrense bien porque lo que voy a decirles desde este estrado es realmente increíble. —Delacroix se apartó del atril, alargó el cuello exageradamente hacia adelante recorriendo la cámara con la mirada y añadió—: ¿Me oyen bien? Bueno, pues sepan esto: el oso tuvo la audacia de presentarse al día siguiente como si nada hubiese pasado. ¡Y para pedir más comida! Y algunos, algunas personas estúpidas o desorientadas..., no daré nombres, pero ustedes ya saben quiénes son, querían que el tío Sam cerrase los ojos y accediera a darle de comer.

Delacroix se acercó entonces al oso y lo cogió por los hombros.

—No voy a permitir que eso suceda. Decidan a quién piensan apoyar. Que todos sopesen la cuestión, porque voy a subir al cuadrilátero con Boris. Voy a darle una lección. Le voy a demostrar que se acabó vivir a costa del tío Sam, y que más le vale buscarse la vida por su cuenta.

Gordian creía estar curado de espantos y preparado para cualquier cosa, pero lo que vio a continuación lo dejó atónito.

—Vamos, Boris, ataca. ¡Vamos! ¡Derríbame si puedes! —lo azuzó Delacroix simulando echar espuma por la boca.

Con la chaqueta aleteando y la corbata sobre el hombro, se abalanzó sobre el oso, lo derribó, emuló el proverbial abrazo del plantígrado y rodó por el suelo con él, ante el pasmo de los senadores, del público de las galerías y de las cámaras de televisión. Al fin, puso al oso boca abajo.

—¡Se acabó, Boris! —gritó Delacroix—. ¡Se acabó!

Y al verlo desde la galería, al ver los rostros absortos de los senadores, pensando en qué efecto causaría en la opinión pública la payasada de Delacroix en cuanto los medios la difundiese en los informativos de la noche, Gordian tuvo la sensación de que el senador iba a salirse con la suya.