CUARENTA Y UNO
Nueva York, 9 de febrero de 2000
Al dirigirse hacia el mostrador que atendía un sargento en la Jefatura Superior de Policía, Roger Gordian estaba muy nervioso y afectado. En parte se debía a que acababa de pasar por Times Square. El lugar del atentado resultaba sobrecogedor, lleno de restos de la tragedia que había provocado. Pese a lo horribles que eran las imágenes que difundió la CNN, él no estaba preparado para el impacto emocional de verlo en directo.
No fue realmente la magnitud de los destrozos lo que lo pilló desprevenido, sino los pequeños detalles que elevaban el horror al nivel de lo personal, como el osito de peluche ensangrentado con una enmarañada cinta rosa. Expuesto durante un mes al polvo y al mal tiempo de Nueva York, el peluche había quedado atrapado entre los restos de un letrero. Rezó para que el dueño del osito hubiese sobrevivido, y estuviese lo bastante libre de dolor y preocupación como para poder llorar la pérdida de su peluche.
Sí, "limes Square lo había conmovido. Y ya había hecho planes para ayudar a la reconstrucción del sector. Pero ésa no era la única razón por la que estaba afectado. También era muy consciente del riesgo que iba a correr, y de la explosiva naturaleza de lo que llevaba en el bolsillo del abrigo.
Se acercó al mostrador del sargento.
—Estoy citado con el jefe superior —dijo Gordian.
Cuando su secretaria lo llamó a través del intercomunicador para decirle que Gordian había llegado, Bill Harrison dejó a un lado el montón de informes que había estado estudiando, se quitó las gafas que utilizaba para leer y se frotó los ojos.
—Déme un minuto y luego hágalo pasar —le dijo Harrison a su secretaria.
Desde la muerte de su esposa no dormía bien. El psicólogo del departamento le había dicho que era normal, aunque saber que su reacción era la previsible no mitigaba en absoluto su dolor. Y tampoco lo ayudaba a soportar las pesadillas ni la soledad.
Había renunciado a dormir en su cama, porque allí el recuerdo de Rosie se le hacía insoportable. Entrar al dormitorio que compartieron durante tantos años lo sumía en la mayor desolación. Su ropa, su perfume... Había sacado de allí lo más necesario y se había instalado en el dormitorio de invitados. No le había servido de mucho, pues cada vez que cerraba los ojos para tratar de conciliar el sueño, tenía pesadillas que, una y otra vez, le reproducían el horror que había vivido. Y se despertaba en plena noche aterrorizado.
Las peores pesadillas eran aquellas en las que la salvaba, los salvaba a todos, y al despertar tenía que afrontar la espantosa realidad.
Rosie había muerto.
Había terminado por pasar la noche en un sillón de la sala de estar. Era tan incómodo que nunca acababa de quedarse dormido completamente. Lo ayudaba a conjurar las pesadillas, pero no era nada beneficioso para su concentración.
Y necesitaba estar muy concentrado si quería solucionar aquel caso.
Se pasó las manos por la cara y por el pelo y se recompuso la corbata. Pensar en otras cosas. Ésa era la fórmula para sobrevivir a su tragedia, se dijo.
Se preguntó qué querría de él una persona tan importante.
Mucho interés debía de tener el magnate, en lo que fuese, para viajar hasta las conflictivas calles de Manhattan desde California, sobre todo desde la California en la que vivía alguien como Gordian.
Probablemente, su apartamento cabría en el garaje de Gordian, e incluso debía de sobrar sitio para aparcar su coche.
¿Por qué habría llamado la secretaria de Gordian para concertar una entrevista privada? ¿Un asunto policial? Parecía improbable.
En fin, no tardaría en averiguarlo. Su curiosidad, el gusanillo que lo inclinó a hacerse policía, era la única emoción que no había resultado afectada por la tragedia.
La puerta se abrió y entró un hombre que había visto innumerables veces en las revistas y en los informativos. Harrison se levantó para saludarlo. A juzgar por la lúgubre expresión de Gordian, su visita no se debía a ninguna excentricidad de millonario. Se acercó a la mesa y dejó su abrigo en un sillón. Luego se volvió hacia el jefe superior de policía.
Se estrecharon la mano y se presentaron.
Una vez cumplidas las formalidades, se sentaron uno frente a otro e intercambiaron unas frases intrascendentes. Haces del sol de la mañana penetraban por la ventana graduable, proyectando una extraña luz sobre una entrevista aún más extraña. Gordian se sentía tan violento como Harrison, y ambos estaban igualmente intimidados. Fue Harrison quien optó por dejar a un lado la charla intrascendente e invitar a Gordian a ir al grano.
—Seis horas de vuelo y, por lo que me ha dicho su secretaria, piensa regresar esta misma noche a San Francisco. Supongo que no habrá venido para hablar del tiempo. ¿Por qué no me dice ya de qué se trata?
El momento de la verdad. Harrison lo vio reflejado en el rostro de Gordian.
—Se trata... de una larga historia —explicó Gordian—. Y puede que no tenga un final feliz.
El magnate sacó un voluminoso sobre del bolsillo del abrigo, que había preferido tener a mano en lugar de dárselo a la secretaria para que lo colgase en el armario. Una extraña actitud en un hombre como Gordian, pensó Harrison, porque, probablemente, el magnate estaría rodeado de subalternos y de persona] de servicio las veinticuatro horas del día.
Gordian sopesó el sobre y lo miró como si temiera que fuese a explotar. Luego recordó dónde estaba y alzó la vista hacia Harrison, que lo miraba sin impacientarse, dispuesto a escuchar.
—No sé si usted lo sabe, pero fui prisionero de guerra —dijo Gordian—. Me derribaron en Vietnam y me encarcelaron en Hanoi.
—Es un dato conocido —le confirmó Harrison, quien no tenía la más remota idea de adonde podía querer ir a parar Gordian.
—Regresé del cautiverio convertido en otro hombre. Me propuse desafiar al mundo, hacer todo lo posible para que nada de todo aquello volviera a suceder —explicó Gordian mirando al jefe superior de policía—. Tengo empleados repartidos por todo el mundo. Trabajan para el bien de todos nosotros, lejos de sus hogares y vulnerables a las mareas políticas de los países en los que residen. Yo los envío a sus destinos. Soy responsable de ellos.
—Lo entiendo —dijo Harrison—. Yo he de enviar, a diario, a miles de hombres de uniforme a ganarse la vida duramente.
—Entonces, comprenderá que yo esté dispuesto a hacer casi cualquier cosa para proteger a mis empleados.
—¿Qué significa «casi»? ¿Dónde se detiene usted cuando algo le parece importante? —preguntó Harrison, que empezaba a intuir de qué podía ir la cosa.
—Depende... Cuando se trata de ciudadanos respetuosos con la ley, nos ceñimos a la letra y al espíritu de la ley del país de que se trate. Siempre. Estoy orgulloso de mi empresa. Pero cuando se trata de terroristas y de criminales..., ¿podría decir que existen zonas oscuras en las medidas de seguridad de mi empresa y dejarlo en eso?
Gordian se dio unos golpecitos en la pierna con el sobre, que produjo una audible fricción en la lana inglesa del pantalón.
—Trataré de no indagar demasiado en sus métodos, salvo que no tenga más remedio. Ambos miraron el sobre.
—El atentado de Times Square ha sido una gran tragedia —dijo Gordian—. Yo estaba viendo la televisión cuando ocurrió. Me recordó demasiado a mis tiempos en Vietnam. Y, aunque no lo haya mencionado, siento gran simpatía por usted.
Harrison inspiró profundamente y tragó saliva. Adivinó que Gordian sabía cómo se sentía en aquellos momentos.
—Gracias. Se agradece mucho viniendo de usted.
—No me gustan los terroristas —prosiguió Gordian tensando los músculos de la mandíbula—. Y cuando amenazan a mi gente, me niego a cruzarme de brazos. Varios de mis empleados tenían parientes entre la multitud.
—Y yo también —musitó Harrison—. Y yo también...
—Perdone... No pensaba... —se excusó Gordian al percatarse de lo que acababa de decir.
—No importa. Me paso el día viendo imágenes del lugar del atentado, examinando las pruebas que reúnen mis hombres, los del FBI y los de la Brigada Antiterrorista, tratando de descubrir algo que nos conduzca a quienes lo hicieron. Créame, no son recordatorios lo que me falta. Voy a averiguar quién le hizo esa canallada a mi esposa y a la ciudad. Tengo a cuatrocientos hombres trabajando sólo en este caso las veinticuatro horas del día. Llegaremos al fondo aunque tenga que cavar con mis propias manos. Debemos hacerlo. Por la ciudad. Por el alcalde. Y por mi esposa. Creo que eso es lo que me mantiene en pie —añadió mirando a Gordian a los ojos—. Pactaría con el mismísimo diablo por la pista que condujese a detener a los responsables.
Gordian le tendió el sobre con manos temblorosas. Harrison lo cogió pero no lo abrió.
—Le mentiría si le dijese que ignoraba lo que contiene ese sobre —le dijo Gordian—. Tampoco le diré que lo hemos obtenido por vías estrictamente legales. Hemos tenido que tomar ciertos atajos.
Harrison no hizo preguntas porque hay cosas que es preferible ignorar.
—Supongo que habrán sabido borrar su rastro.
—No estoy seguro... Pero lo afrontaré llegado el caso. Todo lo que hemos averiguado está en ese sobre, junto con las pruebas. Si quiere que le mantengamos informado desde nuestro lado, le informaré. Y si usted cree que debe informarnos de algo, hasta donde la ley se lo permita, puede devolvernos el favor.
—Gracias —dijo Harrison mirando el sobre—. Mantendré su nombre al margen, si puedo —le aseguró el jefe superior observándole mientras cogía el abrigo en un claro gesto de que daba la misión por cumplida—. Le preguntaré una cosa. ¿Por qué yo? Apenas me conoce.
—Me ha parecido que usted es quien más derecho tiene a ello. Úselo bien.
Sin más, Gordian le estrechó la mano con una firmeza que transmitía simpatía, confianza y consuelo. Luego dio media vuelta y salió. Harrison estaba tan perplejo que se quedó como paralizado. Pensó que la reputación de Gordian, pese a ser excelente, no le hacía justicia. Había que tenerlos como un toro para hacer lo que acababa de hacer. Había que tener un buen par, además de una gran conciencia, a pesar de lo que dijese sobre «zonas oscuras» en sus servicios de seguridad.
El jefe superior sacudió un poco la cabeza para despejársela. Abrió el sobre y vació el contenido sobre la mesa.
—¡Dios mío! —exclamó para sí.
Nombres, fotos, fechas y horas, puntos de entrada y salida, transcripciones de conversaciones, casetes, cintas de vídeo... Todo estaba allí.
Harrison le echó un vistazo a todo y leyó algunos pasajes del informe. Puso la cinta en su vídeo y observó durante unos momentos boquiabierto. Entonces comprendió lo que decían las dos personas que hablaban en la cinta.
¡Dios mío!
Corrió hasta la puerta de su despacho.
—¡Jacquie! —gritó—, llame a los jefes de la Brigada Especial de Times Square y dígales que vengan aquí inmediatamente. Y llame al FBI.
Harrison volvió a fijar su atención en la pantalla del televisor, que en aquel momento proyectaba unas escenas porno...
Eran las caras de los asesinos de su esposa. Había que pasar a la acción.
En el club Platinum se habían reforzado las medidas de seguridad. Habían triplicado el número de vigilantes y se habían instalado más cámaras de vídeo en el techo, camufladas detrás de portalámparas de plástico negro.
Boris sonrió para sus adentros al repasar la instalación. No se llamaba realmente Boris, sólo era el nombre que utilizaba para aquella misión. No podía evitar pensar que las medidas de Nick Roma para reforzar la seguridad, después de que asaltaron su oficina, encajaban muy bien en aquel dicho americano... ¿Cómo decían? Ah, sí: «Cerrar la puerta del establo cuando ya se han escapado los caballos.»
«Insuficiente o tarde, tanto daba.» Así rezaba otro dicho americano no menos verdadero.
Boris notaba el peso de la SIG Sauer P229, con silenciador, que llevaba bajo la chaqueta del uniforme robado de los empleados del servicio de transporte urgente UPS. Tapó con el enorme sobre acolchado que portaba su tablilla electrónica y fue escaleras arriba hasta la oficina de Nick Roma.
Dos corpulentos guardaespaldas, uno con perfilada barba y el otro perfectamente afeitado, salieron a su encuentro al llegar al descansillo superior, cerrándole el paso antes de que pudiese hacer más que mirar en derredor.
Justo a tiempo, pensó Boris.
—Ya le firmo —dijo uno de ellos.
Boris alzó la vista. Había uno de esos portalámparas de plástico negro en el techo, al fondo del pasillo cubierto por una alfombra gruesa y lujosa. No le sorprendió, pues, por lo que había oído acerca de aquel hombre, sabía que a Nick Roma le gustaba grabarlo todo.
—No hay problema —dijo tendiéndole el enorme sobre al guardaespaldas que estaba a su izquierda, el que no llevaba barba, y alargándole la tablilla al que estaba a su derecha.
Al ir el guardaespaldas a coger la tablilla, Boris pulsó un botón del reverso de la tablilla y activó la pequeña granada deslumbrante del interior del sobre. Luego disparó un pequeño dardo que se hundió en el cuello del barbudo. Su compañero gritaba al abrasarse las manos con las llamas del sobre.
Boris desenfundó entonces su 9 milímetros, les disparó dos balas subsónicas a cada uno de los guardaespaldas y corrió hasta la puerta del despacho de Nick Roma.
Sabía que su objetivo estaba dentro. Y también sabía que la puerta no estaría cerrada (Nick confiaba demasiado en los humanos para su seguridad personal) y que la alarma de su servicio de seguridad llegaría demasiado tarde.
Nick Roma alzó la cabeza al ver que la puerta se abría lentamente y que entraba un hombre con un familiar uniforme marrón.
—¿Un paquete? ¿De quién? —preguntó pese a que, de inmediato, reparó en que sus guardaespaldas no acompañaban al repartidor de la UPS, como debían haber hecho.
Fue a coger la pistola que tenía en el cajón superior derecho de su mesa, pero su mano no llegó a rozar el arma.
—Con un saludo de nuestro común amigo Yuri Vostov —dijo el repartidor de la UPS.
Nick Roma lo miró sorprendido. Comprendió demasiado tarde.
—Eh, espere un momento...
Boris no aguardó. Le disparó dos balas a la cabeza; la primera justo entre los ojos y la segunda, más difícil porque la cabeza se movía a causa del primer impacto, un poco más arriba.
Boris desenroscó el gastado silenciador del cañón de la pistola y lo repuso al igual que el cargador. Después avanzó hacia la escalera de incendios. Sólo se detuvo un momento para dirigirle al espejo una sonrisa y un saludo con la mano antes de salir de la oficina.