Diecinueve

KIM insistió en madrugar todas las mañanas. A las ocho en punto, estaba pegada al teléfono o sentada ante el ordenador, preparando su estrategia para Bo Crutcher. Y finalmente, por primera vez desde que se marchó de Los Angeles, volvía a sentirse en su elemento. Era patético descubrir cuánto había echado de menos aquella parte de su vida, pero no podía evitarlo. El trabajo le proporcionaba una satisfacción incomparable. La presión y el reto de convertir a alguien como Bo Crutcher en una estrella era el estímulo que necesitaba para volver a ser ella misma.

Consultó la agenda de pretemporada que le había enviado Gus Carlyle y le echó un vistazo a su cliente a través de la puerta abierta. Bo estaba en el salón, enseñándole a su hijo Deep in the Heart of Texas con el bajo mientras esperaban a que llegase el autobús del colegio. Desde que Bo decidiera quedarse en Avalon se había percibido un cambio de actitud en AJ. De vez en cuando el chico olvidaba su preocupación por su madre y permitía que se afianzara el lazo entre él y su padre.

Cada vez que Kim perdía los nervios con su cliente, se recordaba a sí misma lo bien que lo estaba haciendo con su hijo.

La agenda contenía un programa de entrenamiento físico, lo que no sería ningún problema para Bo. A pesar de todas sus quejas, Bo era un deportista nato que despuntaba en cualquier prueba. Cada día realizaba sesenta lanzamientos en el gimnasio, y Kim estaba impaciente por verlo en el campo. La fuerza y la elegancia de un buen lanzador eran dignas de verse, y en ese aspecto tampoco habría problemas con Bo. El verdadero desafío vendría cuando tuviera que reunirse con la prensa y con los directivos del club. Además del inminente encuentro con los patrocinadores tenían que prepararse para la New Player Week. Para ello necesitaban un dossier de prensa y otras muchas cosas.

Añadió varias notas a la agenda y fue al salón, deteniéndose un momento en la puerta. Al acabar la lección con el bajo, padre e hijo habían pasado a hacer una demostración de fuerza rompiendo una guía telefónica por la mitad. Ninguno de los dos debía de ser consciente, pero las semejanzas eran asombrosas. El cuerpo delgado y la piel morena de AJ contrastaban con la poderosa musculatura y los rasgos germanos de Bo, pero cuando se reía sus ojos brillaban con la misma intensidad que los de su padre. Y Bo era como un niño grande cuando estaba con su hijo, demostrando una paciencia infinita para las cosas más tontas.

Bo vio a Kim y su sonrisa se ensanchó aún más.

—Es hora de trabajar —le dijo a AJ—. Tengo que aprender a ser un jugador profesional.

—No sé qué tiene de difícil —comentó AJ—. Dijiste que habías estado lanzando desde la liga infantil.

—Los lanzamientos son una cosa. Me queda por aprender todo lo demás. ¿Qué tenemos en la agenda para hoy, entrenador?

—Una sesión de maquillaje completa —respondió ella.

—No me gusta cómo suena eso —dijo Bo, intercambiando una mirada con AJ.

—No creo que vaya a gustarte nada de lo que tenemos que hacer —le advirtió Kim.

—Ponme a prueba.

—Necesitas una foto publicitaria.

—Ya tengo una. Está en la página web de los Hornets.

—Esa parece la foto de un archivo policial.

—En cierto modo, lo es. Me la hizo Ray Tolley. Es poli y está en mi grupo de música.

—Necesitamos otra foto. Algo que parezca una obra de arte.

—Tú mandas.

—Buscaremos a alguien para que te haga un book de fotos. Un profesional.

—Lo que haga falta.

—Reservaré un estudio en la ciudad y...

—No será necesario.

—Oye, o hacemos esto a mi modo o...

—Estoy dispuesto a someterme a una sesión de fotos, pero será con mi fotógrafa.

—¿Tienes una fotógrafa?

—Daisy Bellamy. Es la hijastra de Noah, mi mejor amigo.

—Eres muy amable al pensar en tu amigo, pero no. Necesitamos un profesional que...

—Espera un momento —fue a la biblioteca y volvió con un libro. Recetas familiares, de Jenny Majesky McKnight. Era el mismo libro que había visto en la pastelería Sky River.

Al examinar la cubierta con más detenimiento vio una línea bajo el título. Fotografías de Daisy Bellamy. Y al hojear las lustrosas páginas se quedó impresionada por la enorme calidad de las fotos y la composición.

—Así que es una profesional...

—Estudia fotografía en la universidad, pero tú misma puedes ver su talento.

—¿Está disponible?

—Tendremos que preguntárselo.

—Excelente. Dame su número y yo me encargaré de todo. Mientras tanto, tenemos mucho que hacer —dijo, y se puso a enumerar las cosas de las que debían ocuparse: acicalamiento, dicción, desenvoltura ante las cámaras y micrófonos...

—Preferiría que me perforaran los dientes —murmuró él con expresión de fastidio.

—Pues estás de suerte, porque eso también está en la agenda —dijo ella—. No una perforación exactamente, pero sí blanquearlos.

—Ya uso pasta de dientes —protestó él.

—Se trata de un blanqueo permanente. ¿Quién es tu dentista? Tenemos que asegurarnos de que utilice la técnica de blanqueamiento inmediato.

—¿Por qué das por hecho que tengo un dentista?

—¿No lo tienes? —le preguntó Kim con el ceño fruncido.

—Recuerda que hasta el pasado mes de noviembre jugaba al béisbol sin cobrar y malvivía con las propinas del bar. Sólo fui al dentista una vez, por un dolor de muelas, y lo que me hizo fue tan espantoso que desde entonces no he vuelto a pisar una consulta.

AJ echó a correr hacia la puerta y se puso las botas de nieve.

—Ya vine el autobús —dijo.

—Este puede ser un día muy largo —le advirtió Bo—. Si no estoy aquí cuando vuelvas, estará Dino.

—De acuerdo.

—Me llevaré el móvil, pero si Kim habla en serio con lo del dentista seguramente pierda el conocimiento.

—A nadie le gusta ir al dentista, ¿verdad, AJ? —le preguntó Kim. Si conseguía el apoyo del chico todo sería más fácil. Bo siempre quería hacer lo correcto delante de su hijo.

—Supongo —respondió AJ, encogiéndose vagamente de hombros.

Oh, Señor. Un pensamiento inquietante asaltó a Kim.

—¿Cuándo fue tu última visita al dentista, AJ?

El chico volvió a encogerse de hombros.

—Nunca he ido al dentista. Nunca me han dolido los dientes.

Kim no podía creerse lo que estaba oyendo. ¿Acaso no iba todo el mundo al dentista? Pensó en los miles de dólares que se habían gastado en su boca, desde simples revisiones hasta las mejores ortodoncias que se pudieran realizar.

—Bueno, pues entonces estáis los dos de suerte —dijo.

Padre e hijo se miraron el uno al otro con expresión de espanto.

—Consideradlo una forma de compañerismo —añadió Kim con una sonrisa alentadora.

Preparar a Bo Crutcher para la fama era como hacer un trato con el diablo. Kim había roto su juramento, pero a cambio estaría ayudando a AJ y también ganaría un dinero extra... algo que siempre venía bien después de dejar un trabajo.

La sorprendió descubrir lo importante que era aquel proyecto para ella. Tal vez fuera porque necesitaba demostrar su valía después del fracaso con Lloyd Johnson. En el negocio de las relaciones públicas, el éxito del publicista estaba ineludiblemente ligado al de su cliente. Con Bo tenía que emplearse a fondo para convertirlo en un hombre refinado que luciera bien ante los medios. Y tenía que hacerlo rápido.

Fueron al mejor restaurante de Avalon, el Apple Tree Inn, para que Bo pudiera ejercitar sus habilidades en un ambiente social. Para aquella elegante velada Kim se había puesto un vestido negro y ajustado y unos zapatos de tacón color burdeos. Finalmente había recibido las pertenencias que tenía almacenadas en Los Angeles, pero no sintió que fuera un paso atrás. Aquello también formaba parte de su nueva vida. Estaba intentando ofrecer un aspecto profesional... y también quería estar bonita para Bo.

Cuando él la ayudó a quitarse el abrigo en el restaurante, el brillo de sus ojos le confirmó a Kim que había acertado con el vestido.

—Empieza a gustarme esta parte del entrenamiento —dijo él—. Tal vez podríamos saltarnos la cena y...

—No. Tienes que aprender a usar los cubiertos adecuados, comer como un caballero y decir siempre las palabras correctas.

—Me cuesta creer que todo eso importe.

—Créeme, importa.

—¿Qué más les da a los aficionados el tenedor que use para cenar?

—Ultimas noticias. No vas a tener aficionados a menos que seas una estrella. Y para eso necesitas que los patrocinadores y los medios de comunicación se fijen en ti. Van a estar pendientes de todo lo que hagas y de cómo lo hagas. No se trata sólo de jugar al béisbol, ni tampoco de ganar dinero. Se trata de hacerte un sitio en el mundo del deporte con tu imagen, tus declaraciones y... —se calló e hizo una mueca con los labios. No tenía sentido entablar un debate filosófico con él.

Llegó el camarero para tomar nota y Kim insistió en que Bo pidiera algo que nunca hubiera probado. Bo le hizo caso, demostrando un valor admirable.

—Lo estás haciendo muy bien —comentó ella.

—No sé ni lo que he pedido —replicó él.

Cuando les sirvieron la comida, Bo miró su plato con el ceño fruncido.

—¿Le ocurre algo a tu trucha? —le preguntó Kim.

—¿Esto es una trucha? —dijo él, pinchando el pescado con el tenedor.

—Es traite au bleu, y está deliciosa.

—¿No podrían haberse molestado en arrancarle la cabeza antes de servirla?

—Observa y aprende —dijo ella, y se echó hacia atrás mientras el camarero limpiaba el pescado.

Bo probó un bocado.

—Sólo sabe a limón y mantequilla.

—No hay nada malo en fingir que te gusta algo, ¿sabes?

—Creí que habías dicho que debía ser sincero. Mostrar mi pasión por las cosas que me gustan y todo eso.

—Dije que debías tener criterio, que es distinto.

Bo se recostó en la silla con una postura exageradamente relajada, y Kim sospechó que lo estaba haciendo para provocarla.

—¿Cómo sé yo cuando estás siendo sincera y cuando estás siendo diplomática?

—No eres ningún estúpido —dijo ella—. Seguro que lo sabes.

—Contigo no puedo estar seguro de nada. Cada vez que me dices algo me pregunto si será verdad o no.

La observación dolió a Kim.

—Nunca te he mentido y nunca lo haré.

—Pero sí has sido diplomática conmigo.

—¿Y eso es malo?

Él sonrió.

—No, pero quiero que seas completamente sincera conmigo, Kim. Y te aseguro que puedo aceptar cualquier cosa que me digas.

—Muy bien. Me apetece bailar un poco.

—Yo no bailo.

—Hasta ahora. Ahora levántate y sácame a bailar.

—Me estoy comiendo mi trucha.

—No te gusta la trucha.

—Pero...

—Sácame a bailar, Crutcher.

Bo la sorprendió al tenderle la mano con la palma hacia arriba.

—De algo me tenía que servir ver Mira quién baila —explicó.

Kim lo guió en algunos pasos básicos de baile. Él intentaba acercarla lo más posible, pero ella se mantuvo firme e insistió en que debía agarrarla como era debido, lo que a Bo no le hacía ninguna gracia. Deportista nato, aprendió rápido los nuevos movimientos y al cabo de unos pocos intentos ya fue capaz de moverse con soltura por la pista de baile.

—¿Cómo lo estoy haciendo, entrenador? —preguntó, rodeando a una pareja de mediana edad que parecían flotar en su nube particular.

—No estás haciendo el ridículo, lo cual ya es algo —dijo Kim. Se quedó mirando a la pareja más tiempo del debido y el tacón se le tambaleó al dar un giro.

Bo la agarró para evitar que cayera al suelo.

—Ya te tengo —dijo.

Kim se abandonó a la sensación de sus fuertes brazos durante unos segundos. Era delicioso. Bo era alto y esbelto y se movía con una elegancia natural, pero también era increíblemente robusto y sus músculos eran sólidos y definidos. Saboreó la sensación por un instante y se apartó. Si esperaba un momento más estaría irremediablemente perdida.

—Es la segunda vez que te salvo de tus tacones —dijo él.

Aquella mañana en el aeropuerto parecía muy lejana. Desde entonces, Kim había aprendido mucho sobre él, indagando en su pasado para preparar su imagen publicitaria. Su franqueza al hablar de su pasado fue tan inesperada y tan conmovedora que Kim no pudo evitar emocionarse. Lo que tenía ante ella era un hombre basto y duro, pero sincero, trabajador y dispuesto a acometer cualquier desafío. Su tipo favorito de cliente.

Al final de la velada volvieron a Fairfield House, que a esa hora estaba oscura y en silencio. Bo parecía bastante satisfecho consigo mismo, y en el vestíbulo tomó la mano de Kim, tiró de ella hacia él y agachó la cabeza.

—¿Se puede saber qué estás haciendo? —preguntó ella, apartándolo.

—Darte un beso de buenas noches —respondió él como si fuera tonta—. Es lo que hacen las personas al final de una cita.

Kim pensó en permitírselo. Un beso revelaba mucho de una persona. En cuanto sus labios se unían íntimamente con los de un hombre, Kim podía intuir el resto. El sabor, la textura, el ángulo o la presión de los labios... todo eso le proporcionaba más información sobre un hombre que un historial completo. Besar a un hombre le confirmaba si su atracción por él estaba o no justificada. Y normalmente la respuesta era negativa.

Pero en el caso de Bo Crutcher no podía arriesgarse.

—Ultimas noticias —le dijo—. Primero, esto no ha sido una cita...

—A mí sí me lo ha parecido —objetó él—. Cielo, cada vez que estoy contigo me siento como si estuviera en una cita.

—¿Cómo dices?

—Porque me gustas mucho.

Sus palabras la afectaron en unos lugares de su cuerpo que no tenían por qué verse afectados.

—Segundo, esto es una relación profesional. Soy publicista y tú eres mi cliente.

—Y nos sentimos atraídos el uno por el otro —añadió él.

—Eso lo dirás por ti mismo.

—La primera vez que te vi en el aeropuerto fue como si me hubiera quedado cegado por el sol. Y cuando me abriste la puerta de esta casa pensé que eso debía significar algo. No creo en el destino, pero sí creo en las segundas oportunidades. Y me parece que tú también.

—No tienes ni idea de lo que yo creo. Y lo que creo es que...

Él le puso un dedo en los labios para hacerla callar.

—Ahora estoy hablando yo, y deberías escucharme, porque no digo estas cosas todos los días. Eres una mujer preciosa, Kim. Eso ya lo sabes. Pero el mundo está lleno de mujeres hermosas que no me atraen en absoluto. Tú, en cambio, ejerces en mí una atracción tan irresistible como un hechizo. No puedo ni quiero resistirme. Sólo quiero besarte hasta que nuestros pies no nos sostengan, y luego quiero desabrocharte la blusa y...

—Ya está bien, ¿vale? He captado el mensaje —sentía el impulso de abanicarse, y esperó que Bo no advirtiera el rubor de sus mejillas.

—Me encanta cuando te pones colorada —dijo él.

—No me estoy poniendo colorada. Hace calor aquí dentro, eso es todo.

—Hace mucho calor aquí dentro... y te has puesto colorada.

Kim reunió la poca firmeza que le quedaba.

—Ya está bien, Bo —repitió—. Has hecho un buen trabajo en el restaurante y eso es todo por hoy, así que buenas noches. Descansa y recuerda que mañana tenemos algo que hacer con AJ.

—Sí —respondió él con una voz ligeramente tirante—. Pero tú también deberías recordar algo. Somos mucho más que una publicista y un cliente, y lo sabes. Lo sabes muy bien.

—Ahora sí que te pareces a uno de mis clientes —dijo ella en tono jocoso.

—Soy uno de tus clientes. Pero no quiero parecerme a ninguno de ellos.

—Entonces deja de pretender tener siempre la razón.

—Míranos —dijo Bo, entrando con AJ en la rotonda, donde Kim estaba sentada ante el ordenador—. Nuestras sonrisas valen un millón de dólares.

Después de su cita con el dentista, Bo se sentía capaz de comerse el mundo. Él y AJ eran muy afortunados por tener una dentadura sana. Los dos habían necesitado algunos empastes, pero nada extremo, y el blanqueo con láser había creado una transformación sutilmente perceptible en el rostro de Bo.

—No valen un millón de dólares —dijo Kim—. Son inestimables.

—¿Has oído, AJ? Somos inestimables.

—Tu sonrisa, no tú. Tenemos mucho que hacer para tu sesión de fotos.

Bo le dio un codazo amistoso a AJ.

—No será nada comparado con el dentista.

—No seas crío —lo reprendió ella—. Voy a llevarte a un estilista.

—¿Qué clase de estilista?

—Uno que te arregle el pelo.

—Oh, te refieres a un corte de pelo. Normalmente voy al peluquero, pero cuando me quedo sin blanca ni siquiera me molesto. Por eso me acostumbré a llevar el pelo largo. Mi novia por aquel entonces me dijo que me quedaba bien.

—Tenía razón. Te queda bien —corroboró Kim.

Por la expresión de su cara, Bo sospechó que estaba pensando cómo sería su «novia por aquel tiempo». Seguramente se estaba imaginando a alguien con ropa ajustada y pelo teñido de rubio. Y estaría en lo cierto.

—¿Ahora tienes novia? —le preguntó AJ.

Bo se quedó callado un momento. El chico nunca le había hecho una pregunta de ese tipo. Pensó en Kim, en lo mucho que le gustaba y en cuánto deseaba que a ella le gustase.

—No —respondió—. Vosotros dos sois mucho más divertidos que una novia.

Kim sonrió.

—¿Has oído, AJ? Somos divertidos.

—Salvo cuando me obligas a ir a un estilista.

—Te hace falta un estilista —insistió ella.

—Creía que te gustaba mi pelo largo.

—Te dejaremos el pelo largo, pero hay que acicalarlo un poco.

Bo miró a AJ.

—¿Qué te parece? ¿Quieres venir a acicalarte conmigo?

—No, gracias. Creo que me quedaré aquí.

—No puede ser tan malo como el dentista —miró a Kim con recelo—. ¿O sí?

El salón de belleza olía a perfume, tinte y Dios sabía qué más. Bo no se imaginaba que tuviera que permanecer tanto tiempo sentado. El peluquero era un tipo gay llamado Goldi con la cabeza afeitada, por lo que no se podía saber si era bueno o no en su trabajo. Ah, y no era un peluquero, era un estilista. Caminaba lentamente en círculos alrededor de Bo, examinándolo con una expresión de concentración absoluta. Bo se sentía como un bloque de mármol ante un Miguel Ángel homosexual. Al parecer no bastaba con un corte de pelo. Necesitaba un peinado con estilo, lo que significaba tener a aquel calvo observándolo durante media hora y consultando sus opiniones con Kim.

—Como veo que estás en buenas manos, voy a preparar la sesión de fotos con la fotógrafa —dijo Kim, lanzándole una mirada interrogativa a Goldi.

—A las tres en punto —respondió el peluquero.

Bo miró el reloj y maldijo en voz baja. Faltaban dos horas para las tres. ¿Qué demonios iba a hacer con él en dos horas?

No tardo en descubrirlo. El corte de pelo fue insufriblemente lento y meticuloso. Goldi estaba de acuerdo en que debían dejar el pelo largo, pero insistió en darle forma y brillo. Y así estuvo dando vueltas y más vueltas alrededor de la silla, haciendo chascar las tijeras y cortándole las puntas a una longitud milimétrica. Mientras tanto, Bo apretaba la mandíbula y lanzaba miradas iracundas al espejo, lamentándose por haber bebido tanta agua en la comida.

El corte fue sólo el principio. Con Goldi haciendo el papel de director de orquesta, un par de chicas vestidas con blusas rosadas se pusieron a untarle el pelo con una sustancia viscosa y maloliente, le envolvieron los mechones con papel de plata como si fuera un extra de Star Trek y lo hicieron sentarse en una silla con un casco de plástico sobre la cabeza. Bajo aquel extraño artilugio se sentía como si lo hubieran abducido unos extraterrestres y estuvieran experimentando con su cuerpo.

El suplicio no acababa nunca. Sus abductores lo sometieron a una sesión de manicura, no sólo enjabonándole y frotándole las uñas, sino sumergiéndole las manos en parafina caliente, lo que le resultó extrañamente sensual a pesar de ser una locura. La manicurista le cortó las uñas y, antes de que Bo supiera lo que estaba pasando, le aplicó una capa de esmalte.

—Jesús —exclamó él, retirando la mano de la mesa—. ¿Qué es esto? Quítame esta cosa.

Ella le agarró la mano y se la sujetó fuertemente contra la mesa.

—No te muevas y déjame terminar.

—¡No quiero pintura de uñas!

—Kim dijo que serías peor que un crío.

—No estoy siendo un crío. Estoy siendo un hombre. ¡Los hombres no se pintan las uñas!

—Tranquilo. Es un acabado mate, no un esmalte.

—Oh, vaya, eso ya es otra cosa —dijo él con ironía—. No van a sacarme fotos de mis manos.

—¿Seguro? Eres un lanzador... Tus manos son lo más importante.

De modo que Bo se pasó la tarde rodeado por mujeres mandonas que lo bañaban en productos con olor a invernadero y le pintaban las pestañas con algo líquido. Y por si fuera poco... ¡horror! Le recortaron el flequillo y le depilaron las cejas. Bo intentó abstraerse de todo aquello empleando una técnica zen reservada para el béisbol. Consistía en buscar un nivel de conciencia que lo llevara fuera de su propio cuerpo. Había empezado a hacerlo cuando era niño y deseaba escapar de su horrible vida. El entrenador Holmes, su mentor, le había enseñado a emplearla debidamente y lo había ayudado a concentrarse en el arte y la mecánica de un buen lanzador.

Pero en el salón de belleza no le servía de nada. De allí no había escapatoria física ni mental. Bo a punto estuvo de vomitar cuando le retiraron el papel de plata y le enjuagaron el pelo y vio que se le había quedado casi blanco. Impertérrito, Goldi agarró su secador de mano como si fuera una pistola ametralladora y se lanzó al ataque. Al cabo de un rato agonizante, apagó el secador y miró a Bo fijamente a los ojos.

—Hay que frotar el pelo —le dijo sin el menor atisbo de ironía.

—Adelante. Podré soportarlo —respondió Bo, preparándose para lo inevitable.

El frotamiento consistía en la aplicación de una sustancia clara a la que Goldi se refería como «el producto», seguida por una humillante rociada de spray. Laca para el cabello. Si alguien le hubiera dicho que los jugadores profesionales de béisbol usaban laca fijadora, habría pensado que le tomaban el pelo. Pero era cierto.

Finalmente acabó la tortura y le quitaron la gigantesca túnica de plástico. Unos minutos después regresó Kim, quien se quedó en la puerta con la boca abierta.

—Oh, Dios mío —dijo en un susurro increíblemente sexy—. Estás fantástico.

Bo sonrió y se enganchó los pulgares en los bolsillos traseros.

—Me han frotado el pelo.

—Deberías habértelo hecho hace tiempo —atravesó el salón con los brazos extendidos, pero su abrazo de gratitud no fue para Bo, sino para Goldi—. Eres un genio. Parece una superestrella.

—Eh, ¿qué pasa con mi abrazo? —exigió Bo—. Me he dejado desollar por ti.

—No, lo has hecho por tu carrera —lo corrigió ella, y le agarró las manos para examinarlas—. Marie, tú también eres genial —le dijo a la manicurista, antes de mirar a Bo y soltarle rápidamente las manos—. Esperemos que no se ponga a nevar y eche a perder todo el trabajo.

El estudio de fotografía era un pabellón reformado del campamento Kioga, en el extremo norte del lago.

Por suerte para el BMW de Bo, las carreteras estaban permanentemente despejadas, pues el campamento se había convertido en un lugar de vacaciones para todo el año. El complejo turístico era supervisado por una pareja local, Connor y Olivia Davis. Olivia pertenecía a la familia Bellamy y era prima de Daisy Bellamy, la encargada de fotografiar a Bo.

Pasaron bajo el arco de hierro forjado de la entrada, donde se leía el nombre del campamento y el año de su fundación, 1924. Todas las instalaciones habían sido reformadas y modernizadas. El pabellón principal albergaba ahora un restaurante. La terraza había sido ampliada y junto al lago había un cenador cubierto con un jacuzzi del que emanaba una tenue columna de vapor. Bo miró a Kim y vio que su expresión se había tornado pensativa.

—Mis padres me enviaban al campamento cuando era niña —dijo—. Me encantaba este lugar.

Bo intentó imaginarse cómo sería un campamento de verano. Para él, los veranos consistían en trabajar lo más posible y así poder pagarse las tasas de la liga juvenil. Trabajaba como aparcacoches o yendo de puerta en puerta ofreciéndose a hacer lo que fuera. Un verano de ocio y diversión era sencillamente inimaginable.

Aquello lo hizo preguntarse cómo serían los veranos de AJ. Casi con toda probabilidad, él tampoco iba a un campamento...

El estudio de Daisy era una sala grande y prácticamente vacía, rodeada de ventanas por las que entraba la luz blanca del invierno y los reflejos del lago helado. Daisy y su personal estaban muy ocupados preparando los focos, trípodes, ventiladores, reflectores y una gran variedad de telones de fondo. El suelo de madera crujió cuando Bo y Kim entraron en el estudio. Nada más ver a Bo, Daisy lanzó una exclamación de asombro y se quedó boquiabierta.

—Dos horas en un salón de belleza —dijo él—. Y además está mi atractivo natural...

—Primero vamos a maquillarte y luego hablaremos de tu atractivo natural —replicó Daisy. Les presentó a Chantal, la maquilladora y encargada del vestuario, y a Zach, su ayudante.

Daisy era una profesional de los pies a la cabeza, y Bo percibió cómo se ganaba la confianza de Kim. Después de ver la instalación de cámaras, el ordenador y los cables, Kim se relajó y preguntó cómo podía ayudar.

Bo pensaba que Daisy estaba bromeando sobre el maquillaje, hasta que vio cómo Chantal abría un gran estuche lleno de pintalabios, cepillos, cosméticos, tijeras, bolas de algodón y otros objetos irreconocibles. Miró a Kim, pero ésta no dijo nada y se limitó a señalarle un taburete con la cabeza.

—Oh, no —murmuró él, pero no le quedaba más remedio que colaborar. Al fin y al cabo, se trataba de su futuro.

Al igual que le había pasado en el infernal salón de belleza, la técnica de abstracción mental no le sirvió para nada mientras Chantal le aplicaba un maquillaje llamado Foundation y le perfilaba los labios con un lápiz. Pero cuando le acercó un objeto puntiagudo a los ojos, se echó para atrás y levantó las manos.

—Ni hablar.

—Ya casi ha acabado —lo animó Kim—. Quédate quieto unos minutos más.

—Olvídalo. No vas a pintarme los ojos y ya está. Todo esto empieza a ponerme la piel de gallina. Si no soy lo bastante guapo ahora, nunca lo seré.

Kim desistió de convencerlo e hizo un gesto de resignación con la mano.

—El cliente manda.

A medida que avanzaba el día, Bo sintió un cambio casi imperceptible en su relación con Kim. Había permitido que modificaran su aspecto. Había confiado en ella. Y por la forma en que ella lo miraba cuando creía que él no se daba cuenta, parecía encontrarlo muy sexy.

—Estás estupendo —comentó Daisy mientras preparaba las cámaras, ayudada por Zach.

—¿En serio? —preguntó él con una sonrisa, relajándose un poco ahora que se había retirado la maquilladora con las armas puntiagudas.

—Siempre me ha parecido que había un atractivo especial en un hombre con ropa de béisbol —comentó Kim—. Pero no sé por qué. Cualquier hombre parecería un idiota con zapatillas deportivas y calcetines hasta las rodillas, pero un uniforme de béisbol... —tanto ella como Daisy asintieron para corroborarlo, y Bo intuyó que iban a llevarse muy bien. Las dos estaban decididas a convertirlo en un dios del béisbol.

Qué vueltas daba la vida... Un día estaba fregando el suelo de un bar y al cabo de unos meses estaba a punto de convertirse en un dios. En cuanto se enfundó el traje a rayas grises y azules se sintió como una persona distinta. El uniforme le recordaba por qué estaba haciendo todo aquello.

Pero cuando dio comienzo la sesión de fotos, descubrió que posar no era ni mucho menos un juego de niños. De hecho, se sorprendió de que algo tan aparentemente sencillo pudiera ser tan engorroso. Los modelos que se dedicaban a posar para ganarse la vida debían de estar locos.

Todo el mundo en el estudio trabajaba sin descanso. Lo hicieron posar de todas las formas y posturas imaginables. De frente, de lado, sentado, de pie, con un bate, con un guante y una pelota, con gorra, sin gorra. Luego probaron algo más artístico, como Bo tocando el bajo o mirando el bosque nevado por la ventana, como si anhelara la llegada de la primavera. Cada vez que se detenían para repasar las fotos en el ordenador, Bo se sentía abrumado por las docenas de imágenes.

—No sirven —dijo Kim.

—Vamos, he salido muy bien.

—Kim tiene razón —dijo Daisy—. Están bien, pero podemos hacerlo mejor.

—Pareces muy... rígido —observó Kim.

—¿Y eso es malo?

—Pareces asustado de la cámara, ¿ves? Como alguien a quien están fotografiando.

—Oh, ¿y qué tengo que parecer? ¿Un tipo que está ahí sentado y ya está?

—Exacto. La mejor foto es la que te hace olvidar que es un montaje.

Daisy siguió pasando las fotos por el ordenador.

—Estás mejor cuanto tienes algo en las manos.

—Hasta ahora ésa es mi favorita —dijo Kim, señalando una foto de Bo con su bajo—. ¿Ves lo natural que pareces?

Bo no veía nada, pero asintió con la cabeza.

—Es una buena imagen porque tú eres un lanzador zurdo y esta foto se centra en tu mano izquierda. Y pareces estar muy concentrado en las notas del bajo.

—Algunos modelos se meten en el papel contándose historias ellos mismos —sugirió Daisy—. Puede parecer una tontería, pero le añade verosimilitud a la imagen.

Volvieron al trabajo y Bo intentó contarse una historia a sí mismo. Pero con Kim allí enfrente, sin quitarle ojo de encima, la única historia que se le ocurría era el guión de una película triple X. Kim en ropa interior, gimiendo contra una pared mientras él la penetraba enloquecidamente, tendida entre sábanas de raso y llorando de placer mientras él le hacía el amor con pasión y dulzura.

Al cabo de un rato agotaron todo el atrezo, incluidos dos amplificadores, el ventilador gigante y toda la ropa disponible. Daisy miró por la ventana.

—Aún queda un poco de sol. Me gustaría sacar algunas fotos exteriores, pero tenemos que hacerlo rápido.

Una mirada de Kim lo convenció para no quejarse por el frío. Daisy explicó que la «hora dorada», el resplandor ambarino del sol poniente, era un regalo en esa época del año que no podían desaprovechar. En invierno el sol apenas se dejaba ver, pero cuando lo hacía su luz era tan fuerte e intensa que creaba un dramatismo natural allá donde se enfocase con la cámara.

—Me encanta —dijo Kim, poniéndose el abrigo.

—La clave está en que parezcas cómodo y natural, como si no hiciera frío —explicó Daisy. Sacó unas fotos frente al lago y le dijo que debía poner expresión nostálgica, como si estuviera soñando con el verano en mitad del crudo invierno.

—Me estoy muriendo de frío —dio él, esforzándose al máximo para no temblar—. Hasta los sueños se me han congelado.

—Lo estás haciendo muy bien —le aseguró Daisy—. Vamos a cambiar de fondo antes de que se te ponga la nariz colorada.

A pesar del frío mortal, Bo sabía que aquel escenario era único. Meerskill Falls era un salto de agua que se precipitaba desde las inaccesibles crestas de las montañas a un escarpado desfiladero sorteado por una estrecha pasarela. En invierno la cascada se convertía en una pared de hielo cuyas gruesas capas evocaban una dimensión oculta en sus profundidades.

—Esto es genial, chicos —dijo Zach, apuntando con un reflector a Bo mientras éste se paseaba delante de la catarata helada.

—Pruébate estas gafas —dijo Chantal, y le arrojó unas gafas de sol.

—Sólo nos quedan unos minutos de sol —advirtió Daisy—. Muévete con naturalidad. Haz lo que quieras.

—Lo que quiero es estar descongelándome ante un fuego.

—El nene tiene frío —se burló Kim.

Bo agarró una bola de nieve y se la lanzó con certera puntería.

—¡Eh! —protestó ella, y le lanzó una bola a su vez. Bo se protegió con insultante facilidad, levantando su mano con el guante de béisbol.

—No se te ocurra librar una guerra de nieve conmigo —le advirtió.

—No me das miedo —replicó ella.

Bo agarró otra bola de nieve, se colocó en posición para tomar impulso y lanzó la bola hacia ella. La bola explotó en su hombro, justo donde había apuntado.

La risa de Kim lo animó a seguir disparando. Kim parecía una supermodelo en aquel paraje nevado. Era ella quien debería salir en las fotos, no él.

Los últimos rayos de sol cayeron sesgadamente sobre la nieve y Daisy declaró una tregua.

—Creo que las mejores fotos van a ser las que acabo de sacar. Con frecuencia lo mejor no llega hasta el final.

Eso sería porque el modelo estaba tan cansado que haría cualquier cosa con tal de conseguir la foto deseada, pensó Bo. Estaba tiritando de frío cuando volvieron al estudio. Al quitarse el maquillaje y cambiarse de ropa, vio que Daisy y Kim estaban examinando las últimas fotos en el ordenador.

—Esto es justo lo que necesitamos —dijo Kim, y se apartó para que él pudiera ver la pantalla.

Bo hizo una mueca de desagrado. Había algo incómodo en verse a sí mismo en una foto tras otra.

—¿De verdad parezco siempre tan enfadado?

—No es ira —dijo Daisy.

—Es intensidad —afirmó Kim—. Y mira ésta... Es anhelo. Y esta otra... Es pasión.

Fue el turno de Bo para ponerse colorado. Era una de las fotos con sudor falso. Lo habían salpicado con agua y le habían desabotonado el jersey.

—También tenemos otras fotos más alegres —Daisy se las mostró—. Estás muy guapo cuando te ríes.

—Todo el mundo está guapo cuando ríe.

Daisy negó con la cabeza.

—Te sorprenderías de lo que se ve por ahí.

Las fotos al aire libre le parecieron muy extrañas, pero según Kim eso era lo que las hacía realmente buenas. El contraste entre el uniforme de béisbol y el paisaje nevado era sorprendente. Bo parecía haber llegado de otro planeta.

—Esta es mi favorita —dijo Kim. La foto mostraba a Bo caminando hacia la cámara con paso firme y decidido, el pelo hacia atrás y los ojos intensamente azules. El sol se reflejaba en la cascada de hielo, ofreciendo un fondo espectacular.

—Sí, a mí también me encanta —corroboró Daisy—. Y esta otra, donde está arrojando una bola de nieve como si fuera un lanzamiento de partido.

—Gracias, Daisy —dijo Bo.

—Ha sido un placer trabajar contigo —respondió ella—. Tendré todas las fotos retocadas al final de la semana.

—Eres igual que tu madre —dijo él—. La misma dedicación y el mismo talento.

Daisy se echó a reír.

—Lo siento, pero no estoy acostumbrada a que me comparen con mi madre.

Bo se sorprendió al oírla. Daisy y Sophie estaban cortadas por el mismo patrón. Las dos eran extremadamente inteligentes y ambiciosas, y estaban decididas a compaginar el trabajo con la familia.

—Eres genial —la alabó Kim—. Tenías razón sobre ella, Bo. Es una auténtica profesional.

Olivia Bellamy Davis, quien dirigía el complejo junto a su marido, llegó al estudio para ver cómo había ido la sesión de fotos. Al ver las imágenes en el ordenador manifestó su sincera aprobación.

—Lo has convertido en una estrella —le dijo a Daisy.

—No, lo he hecho parecer una estrella —aclaró Daisy—. Kim es la que tiene que convertirlo en estrella.

—Eh, ¿y yo qué soy? —protestó Bo—. ¿El último mono aquí?

—Sí —respondieron las tres a la vez.

—Vale, me callo —aceptó él, y fue a ayudar a Zach a cargar el material en la furgoneta de Daisy. Unos minutos después salieron Kim y las otras.

—¿Por qué no os quedáis? —les sugirió Olivia—. Podéis tomar una copa y daros un baño en el jacuzzi.

—Suena muy tentador —dijo Daisy—. Pero tengo que recoger a Charlie a las seis. Se ha quedado con su padre esta tarde —vio la expresión de Kim y le explicó—: Charlie es mi hijo. Tiene un año y medio.

—Espero conocerlo algún día —dijo Kim—. Me encantan los niños.

Bo la miró con curiosidad. Kim le había dicho que a veces una mentira diplomática podía ser más beneficiosa que la verdad. Desde entonces, Bo se preguntaba si todo lo que decía era cierto o no, como... «me encantan los niños».

La furgoneta se alejó y Olivia se volvió hacia Bo y Kim.

—¿Y vosotros? ¿Os quedáis?

—Por supuesto —respondió Bo. Dino se había llevado a AJ a tomar pizza y a jugar a los bolos, por lo que no había prisa en regresar.

Kim le dio un fuerte codazo en las costillas.

—A Kim también le encantaría —añadió Bo, fingiendo que no lo había sentido.

Quince minutos después, ataviados con unos bañadores prestados, estaban en el gran jacuzzi del cenador junto al lago. Olivia era la anfitriona ideal, esfumándose y dejándoles intimidad después de haberles servido champán. Bo preferiría cerveza, pero recordaba lo que Kim le había enseñado sobre ser un buen invitado.

El crepúsculo llenaba de matices morados el entorno natural del campamento. Algunas de las cabañas estaban ocupadas y a lo lejos se veían las luces del restaurante.

—Nunca había estado aquí en invierno —dijo Bo, relajándose en el agua caliente—. El verano pasado, cuando inauguraron el complejo, vine a impartir unas clases de béisbol.

—Cuando yo era niña siempre contaba los días que faltaban para venir aquí.

—Ojalá te hubiera conocido entonces —dijo él, imaginándose a una niña con el pelo rojo y las rodillas huesudas.

—No, mejor que no —respondió ella—. Era una mocosa.

El echó la cabeza hacia atrás y observó los ojos medio cerrados de Kim.

—Mi tipo favorito de chica.

—¿Una mocosa? —el vapor se elevaba del agua, rodeándola con un sugerente halo. Bo dejó la copa de champán y la rodeó con sus brazos.

—Tú. Tú eres mi tipo de chica.

—Bo...

—Espera un momento —se desplazó al otro lado del jacuzzi, tirando suavemente de Kim, y le dio la vuelta para que ambos estuvieran mirando al lago—. Así está mejor.

—¿Qué está mejor? ¿Qué haces?

—Quiero que la primera vez que te bese sea perfecta.

—La primera vez que... ¿Por qué?

—Porque es importante y quiero que sea especial. Quiero que recuerdes la primera vez que te besé, con la luna elevándose sobre el lago, oyendo cómo caían los copos en el silencio de la noche, sintiendo que estábamos en el lugar más bonito de la tierra.

—Pero, ¿por qué? —insistió ella, pero el temblor de su voz insinuaba que lo había entendido.

—Porque tú eres diferente a todas las mujeres que he conocido. Porque los dos somos diferentes cuando estamos juntos. He besado a muchas mujeres en el cine, en el interior de un coche, en la puerta de sus casas y bajo las gradas después de un partido. Nunca en un lugar como éste.

—No... no sé qué decir.

—No tienes que decir nada. Sólo tienes que besarme y quedarte abrazada a mí mientras contemplamos la luna sobre el lago. Y toda la vida recordaremos nuestro primer beso.

—Bo Crutcher —dijo ella, relajándose contra él—. Eres un verdadero romántico.

—Lo soy —confirmó él—. ¿Y sabes por qué?

—¿Por qué?

—Porque cuando estoy contigo me pongo sentimental, y no me avergüenzo por ello.

—Yo tampoco me avergüenzo de nada —dijo ella con voz temblorosa—. Y tienes razón... Es el lugar más bonito de la tierra y me alegra estar aquí. Y... —se interrumpió.

—¿Y qué?

—Y desearía que me besaras en vez de hablar tanto.

Él le puso una mano en la mejilla.

—Estoy de acuerdo —susurró él, y deslizó la otra mano alrededor de ella para apretarla contra su pecho. Podía sentir la respiración de Kim, y el corazón le latía tan fuerte que estaba seguro de que ella podía oírlo. Pero no le importaba.

Sus labios casi se rozaban. Bo susurró su nombre y descendió con su boca sobre la suya, arrancándole un ligero gemido. Ella lo rodeó con los brazos y él le introdujo lentamente la lengua entre los labios. Sabía deliciosamente y su pelo olía como la nieve recién caída. Era el momento perfecto con el que Bo había soñado desde que la conoció. Pasara lo que pasara en el futuro, sabría que nunca olvidaría aquel momento mágico, único y maravillosamente especial.

Alargó el beso unos segundos y se apartó de mala gana con un gemido de frustración. Ella dejó escapar un suspiro y apoyó la cabeza en su hombro, y permanecieron en silencio un largo rato, juntos, contemplando la luna sobre el lago y el perfil de las montañas a lo lejos. Era una imagen tan hermosamente serena que casi parecía sagrada.

—¿Y esa sonrisa? —le preguntó Bo al mirarla.

—Es por... todo. Tenías razón con lo del beso. Nunca lo olvidaré.

—Yo tampoco —dijo él, sonriendo también—. Voy a estar pensando en este beso mucho, mucho tiempo. Seguramente toda mi vida. Y no creo que pueda dormir esta noche.

Bo siempre había creído que sabía lo que era el amor. Había amado a muchas mujeres, pero nunca había sentido aquella emoción tan intensa que lo colmaba hasta el último rincón de su alma.

—No estás mirando la luna —dijo ella, al ver que la estaba observando.

—Te estoy mirando a ti.

Volvió a besarla con dulzura, con tierna devoción y prolongada sensualidad. La clase de beso que le hacía desear que no hubiera nada entre ellos. Bo se había enrollado con muchas mujeres en su vida, pero con Kim cada beso era como el primero. Nuevo, desconocido, excitante. Podía sentir la respuesta de Kim, el deseo que libraba una encarnizada batalla con su sentido común, la necesidad que la abrasaba por dentro igual que a él.

Pero quizá no fuera más que su imaginación, porque después de un largo beso ella se apartó.

—Ha estado muy bien —dijo—, pero no voy a seguir. Eres un cliente y yo no me lío con mis clientes.

—¿Y qué pasó con Lloyd Johnson?

Ella se echó bruscamente hacia atrás y él vio la sorpresa en su rostro.

—El es el motivo por el que tengo esa regla —dijo.

Además de lo que Kim le había contado, Bo había investigado por su cuenta en internet. Al parecer, Lloyd y Kim habían tenido una relación estable hasta que protagonizaron una desagradable ruptura en público. Todos los comentaristas señalaban como culpable a Kim, acusándola de ser manipuladora y celosa. Ninguno de esos comentaristas la había visto a la mañana siguiente en el aeropuerto con un traje de noche y unas gafas oscuras para ocultar un ojo morado.

—Escucha —le dijo—, te hiciera lo que te hiciera Johnson, fuera para ti lo que fuera... Yo no soy él.

—No, no lo eres. Porque no va a haber nada entre nosotros. Es mi nueva política. Nada de intimar con un cliente. No voy a permitir que te conviertas en otro más de mis fiascos.

—Muy bien. Estás despedida.

Ella dejó escapar una breve carcajada.

—Así que prefieres tenerme a mí que triunfar en tu carrera.

Bo pensó que podría conquistarla si decía lo típico: «Al diablo con mi carrera. Tú eres lo único que quiero». Pero nunca se le había dado bien mentir.

—Lo quiero todo —dijo—. Mi carrera, la chica, la casa en las afueras... Bueno, la casa tal vez no.

Ella volvió a apartarse de él.

—Entiendo. Sólo quieres sexo.

—Vamos a pensarlo un momento. Aquí estoy con mis mechas rubias, en un jacuzzi con la chica más hermosa que he visto en mi vida. Una chica que, por cierto, besa como una diosa y sabe como néctar caído del cielo. Y tú das por hecho que sólo quiero sexo.

—Dime que estoy equivocada.

—Estás tan equivocada que ni siquiera merece la pena decírtelo. Y sí, tú y yo tenemos una relación personal. He sentido algo por ti desde que te vi en el aeropuerto. Así que no me vengas ahora con esa tontería de que no te relacionas con tus clientes, porque no me lo trago.

—No te pido que te lo creas —se movió hasta el otro extremo del jacuzzi. El agua le chorreaba del pelo y las pestañas, y parecía tan encantadora y sensual que Bo tuvo que contenerse para no gemir—. Deja de mirarme.

—Lo siento, no puedo.

—Como quieras. Mira si esto te hace feliz, pero yo no voy a cambiar de idea.

—No —dijo él—. Eso es cosa mía... Conseguir que cambies de idea.

—No pierdas el tiempo —apoyó la cabeza en el borde y miró las estrellas—. Cuando era niña, creía que las estrellas eran agujeros en el cielo y que su luz procedía de otro mundo, y que nosotros sólo podíamos ver de ese mundo lo que se atisbaba por los agujeros.

Bo alargó el brazo y le colocó un mechón detrás de la oreja.

—Quizá sea como tú dices. Yo creía que las estrellas eran un montón de ojos que me observaban desde las alturas.

—Vaya par de genios —dijo ella, y fue la primera en salir de la bañera. El vapor la envolvía en una nube ondulada, realzando su belleza divina e irreal. Kim era tan hermosa que casi hacía daño mirarla, y cuando se cubrió con una de las grandes batas blancas que tenían a su disposición, Bo estuvo lo más cerca de llorar que jamás había estado en su vida adulta.